Revista de Humanidades Nº 48: 287-314 ISSN: 07170491 • DOI: 10.53382/issn.2452-445X.736
Subjetividad y cuerpo docente: tensiones entre una textualidad ética y una valorización capitalista1
Subjectivity and Teacher’s Body: tensions between an ethical-moralizing textuality and capitalist valorization
Pedro Moscoso-Flores
Universidad Adolfo Ibáñez
Facultad de Artes Liberales
Av. Diagonal Las Torres 2640, Peñalolén, Santiago, Chile
pedro.moscoso@uai.cl
Borja Castro-Serrano
Universidad Andrés Bello
Facultad de Educación y Ciencias Sociales
Av. República 252, Santiago, Chile
francisco.castro@unab.cl
Resumen
En este artículo se analizan críticamente los modos en que se comprende la construcción de la subjetividad docente en la actualidad, en torno a la producción de la injerencia de la forma textual-reforma que anuda una determinada normativa ético-jurídica propia del discurso pedagógico. En este contexto, el cuerpo docente, en tanto función discursiva, se sostiene como el resultado de una disyunción epistémica entre una concepción moral y una concepción del valor definida desde una lógica capitalista sustentada en la utilidad y eficiencia y que encuentra, como uno de sus efectos de materialización posibles, la producción de una identidad profesional. Los hallazgos dejan entrever entre sus consecuencias un determinado modo de lectura de sí, o un modo de subjetivación que incitan a el/la docente a reconocerse como profesional de la educación sostenido en parámetros homogéneos con carácter de objetividad y verificabilidad. Por último, concluiremos puntualizando someramente una trama crítica como posible salida a la producción subjetiva capitalista y hegemónica que se ha instalado en el ámbito educacional occidental contemporáneo.
Palabras clave: subjetividad, cuerpo docente, discurso, práctica pedagógica, moral, poder.
Abstract
The article carries out a critical analysis regarding the ways in which the construction of teaching subjectivity can be understood today around the production of the textual-reform form that tie together an ethical-legal normative determination within the pedagogical discourse. Within this context, we affirm that the ‘teacher´s body’, as a discursive function, is sustained as the result of an epistemic disjunction between a moral conception and a conception of value defined from a capitalist logic based on utility and efficiency and that finds, as one of its possible materialization effects, the production of a professional identity. The findings allow us to glimpse, among its consequences, a certain way of reading oneself, or a way of subjectivation that encourages the teacher to recognize himself as a sustained education professional based on homogeneous parameters with an objectivity and verifiability character. Finally, we will conclude by briefly pointing out a critical plot as a way out of this hegemonic ‘subjective capitalistic production’ that has been installed in the contemporary western educational context.
Keywords: Subjectivity, Teacher’s Body, Discourse, Pedagogical Practice, Morals, Power.
Recibido: 17/11/2022 Aceptado: 16/04/2023
1. Introducción: (con)texto educativo y
reformas del cuerpo docente
A pesar de que la mayor parte de los estudios recientes en pedagogía se han enfocado en el desarrollo potencial de estrategias educativas, o bien, desde el ámbito de la investigación sociológica, respecto de cómo determinados factores psicosociales, culturales y ambientales poseen un impacto sobre la formación de las/los estudiantes, nos parece que un análisis de los textos pedagógicos permite problematizar el modo en que se han desplegado históricamente funciones y operaciones que terminan por construir una posición discursiva atribuible a lo que acá llamamos un cuerpo docente. Lo anterior incluye los procesos de profesionalización en el paisaje neoliberal contemporáneo.
Proponemos visibilizar el rol que las reformas, en tanto textos del discurso pedagógico2, han tenido en la transformación de los procesos de producción y reproducción social. Como ha consignado Popkewitz (29-30), el rol histórico de las reformas educativas ha sido reforzar esta articulación discursiva, fijando los marcos de mirada, los valores y las relaciones en determinada realidad, instituyendo de este modo parámetros de objetividad y marcos regulatorios de las prácticas cotidianas que acontecen en las escuelas entre los diversos actores educativos. En esta misma línea, März, Kelchtermans y Vermeir (4) señalan que las reformas, en tanto artefactos centrales del discurso educativo, cumplen en la actualidad un rol fundamental respecto de la inserción y diseminación de políticas públicas en las escuelas. Esto, por medio de la producción y reproducción de rutinas organizacionales, sustentadas en ensamblajes que anudan saberes heterogéneos provenientes de fuentes económicas, políticas, de distribución y recepción, asunto que ha tenido un impacto crucial en los modos de producción de subjetividades de los actores educativos. Siguiendo a estos autores, sostenemos que es posible abordar las reformas como textos pedagógicos, es decir, como dispositivos sociomateriales (Gherardi 39) portadores de una capacidad de agencia, en la medida que posibilitan la constitución y reproducción de determinados sistemas de prácticas. Así, las reformas educativas serían algo más que un marco normativo instituido mediante una lógica lingüístico-comunicativa, funcionando como aparatos de producción de marcos de inteligibilidad y de actuación concreta al servicio de la composición de determinadas formas de experiencia educativa en sus diversas escalas y niveles.
Esta aproximación al texto-reforma recién descrita supone intentar interrogar al discurso pedagógico por las condiciones, modalidades y estrategias que le permiten llegar a constituirse de determinada manera. A diferencia de la mayoría de las investigaciones desarrolladas por las teorías sociológicas y por la pedagogía crítica, que han orientado sus análisis hacia las formas en que las cuestiones educativas constituyen modalidades ideológicas privilegiadas de reproducción cultural (centrándose en las relaciones desde la pedagogía hacia otros ámbitos de la vida social), nos parece pertinente, siguiendo a Bernstein, detenerse en los sistemas de relaciones que acontecen en el discurso pedagógico, sin por ello desconocer el impacto que dichos movimientos efectivamente pueden llegar a tener sobre otros campos. En su indagación sobre los modos de estructuración del discurso pedagógico, Bernstein acuña la noción privileging text3 (149), para referirse a la importancia del lugar estratégico que determinados textos tienen en la composición de la lógica interna del discurso que se produce en distintos niveles. Desde los niveles micro (por ejemplo, las reglas que sitúan los textos en los cursos, el currículum o la práctica organizacional) y macro (por ejemplo, las reglas estatales y científicas que regulan la construcción de estos discursos desde donde se deriva el texto privilegiante), hasta aquellos elementos que emergen entre ambos niveles, llegando a dar cuenta del impacto que eventualmente estos sistemas de relaciones pueden tener en la formación de las conciencias de los sujetos. En otras palabras, estos ordenamientos darían forma a una gramática intrínseca del discurso, mediante la conformación de un dispositivo pedagógico que actúa como regente simbólico de la conciencia, por medio de la implementación de una serie de reglas distributivas, de recontextualización y de evaluación4. Este análisis le permite afirmar a Bernstein que el discurso pedagógico
No tiene una discursividad propia. El discurso pedagógico es un principio para apropiarse de otros discursos e insertarlos en una relación especial entre ellos con fines de transmisión selectiva y adquisición. Por ende, el discurso pedagógico es un principio que remueve (disloca) un discurso de su práctica y de su contexto sustantivo, resituándolo de acuerdo con su propio principio de reordenamiento selectivo y foco. (159; énfasis del texto y la traducción es nuestra)
En suma, esta propuesta nos permite reformular la cuestión del texto sacándolo de su función puramente semántica, para repensarlo como una tecnología singular del discurso pedagógico cuyo impacto se resuelve alrededor de los principios tácitos y los anudamientos semiótico-materiales que este posibilita y/o impide. Por tecnología nos referimos, en el decir de Castro-Gómez, a una “dimensión estratégica de las prácticas, es decir, el modo en que tales prácticas operan en el interior de un entramado de poder” (37).
Haciendo un breve guiño historiográfico, constatamos el hecho de que, desde el siglo XIX, las reformas se transformaron en mecanismos garantes de las mutaciones del discurso pedagógico en consonancia con las transformaciones de los procesos de enseñanza, la formación del profesorado, las ciencias de la educación y las teorías del currículo. Estas transformaciones se hicieron viables mediante la emergencia de nuevos paradigmas tecnocientíficos, afianzando una racionalidad que permitió fijar las pautas de escolarización y las del profesorado, al alero de los avances y demandas propias de las sociedades industriales, donde el Estado es un actor responsable, asunto que derivó en el comienzo de un proceso de burocratización de la profesión (Díaz e Inclán 3-4). Lo anterior se vio reforzado por el desarrollo e institucionalización de procesos de autonomización de la investigación pedagógico educativa que, durante la era neoliberal, buscarían promover una serie de estrategias concretas y discretas orientadas al aseguramiento de la adquisición de saberes, aprendizajes y prácticas pedagógicas potencialmente replicables y universalizables (Oliverio 16).
En el contexto latinoamericano, las reformas educativas impulsadas en los últimos decenios del siglo XX tendieron a promover una serie de cambios que permitieran ajustarse a las exigencias de los procesos de globalización y responder a las diversas crisis de los sistemas educativos imperantes. Según Torres (8), a pesar de las diferencias entre los países de la región, en todos se hicieron transformaciones en los marcos que definían los modelos de reforma educativa. Es así como se transitó desde un modelo tradicional de reforma, predominante entre los años sesenta y ochenta, hacia otro que durante los años noventa reactivó la importancia del rol de la educación al alero de los procesos de globalización anclados al despliegue del neoliberalismo5.
Específicamente, respecto de los docentes, los cambios en dichas reformas también tuvieron un impacto en las posiciones y roles que estos venían ocupando en el discurso pedagógico, en especial alrededor de dos cuestiones fundamentales: por una parte, en términos de la generación de condiciones laborales satisfactorias y atractivas que sirvieran como estrategia de reclutamiento al gremio docente, y, por otra, el perfeccionamiento de los procesos de validación, supervisión y evaluación de los planes y programas de formación pedagógica creados con el fin de asegurar la efectiva implementación de los programas de educación estatales. Si en las reformas de los años setenta predominó una disputa manifiesta entre las organizaciones representantes del gremio docente y aquellos modelos que estos interpretaban como una cosmovisión ilustrada de la educación sustentada en principios elitistas y burgueses de la sociedad (Torres 31), a partir de los noventa las tensiones se desplazaron hacia los movimientos de descentralización educativa. Este asunto decantó en un reposicionamiento discursivo posibilitado por la instalación de nuevas categorías técnicas y conceptuales orientadas a redefinir la subjetividad del docente. Lo anterior se cristalizó desde los años setenta en países como Chile, donde se gestó un modelo racional de formación profesional con una fuerte impronta técnica, “asociable con un intento de inculcar procedimientos sobre las prácticas, o un conjunto, que puede ser más o menos amplio, de operaciones cuyos principios permanecen ignorados” (Cox y Gysling 427). Dicho proceso de tecnificación profesional derivó, a la postre, en que la cuestión docente fuera ponderada desde una perspectiva que reposiciona al profesorado, simultáneamente, como gasto, insumo, ejecutores, capacitandos permanentes, beneficiarios de las mejoras materiales en el espacio educativo y responsables directos del bajo nivel educacional (Torres 33-4).
Siguiendo las trayectorias de estas reformas, se hace posible comprender el cuerpo docente como una formación discursiva textual que, en la actualidad, se encuentra atravesada por los avatares de un discurso económico-gerencial que delimita y contornea su subjetividad en función de su rol profesional, inscribiéndolo en un régimen identitario preciso (Foucault, Seguridad 135). Desde la clave impuesta por la racionalidad capitalista neoliberal, estos procesos suponen la construcción y ejecución dentro de un campo donde se disputan distintos ‘pliegues’ en torno a los enclaves de producción y variaciones de sujeto (Deleuze, La subjetivación 23-6).
A la luz de estas reflexiones introductorias, este texto pretende hacer un análisis crítico respecto de los modos en que se comprenden las conexiones entre estas formas textuales y la construcción de una identidad docente. Estas se encontrarían mediadas por una determinación normativa que se dirime entre aspectos macro (jurídicos) y micro (moralizantes) del discurso pedagógico. Veremos que esto supone la incorporación sucesiva de procedimientos y operaciones que integran sistemas gerenciales, de competencias y procedimientos de enseñanza especializados, provocando –paradójicamente– una escisión que pone al docente, en tanto sujeto del discurso pedagógico, en una posición imposible, de disyunción y de marginación respecto de aquellos principios que componen su identidad profesional. Lo anterior, mediante un proceso progresivo de ordenamiento y uniformización de las prácticas pedagógicas, cada vez más supeditadas a categorías homogeneizantes que terminan por tensionar los principios éticos modernos bajo el mandato de los valores instaurados por los procesos de modernización contemporáneos al alero de la racionalidad capitalista.
Proponemos como itinerario un apartado orientado a problematizar la manera en que la subjetividad docente se configura en la disyunción epistemológica atribuible a los principios de la modernidad ilustrada, que se dirime entre las variaciones referidas a una dimensión moral moderna –irresoluta– y una concepción que clausura dicha disputa abierta desde una lógica de intercambios sostenida por una dimensión del valor mercantil. En un segundo momento, establecemos cómo dicha disyunción se materializa en torno a circuitos de utilidad y eficiencia, teniendo como efecto fundamental o condición de posibilidad la producción de una subjetividad docente profesional, inscrita dentro de un ciclo de plusvalor instaurado por la racionalidad capitalista. Se deja entrever, así, un determinado modo de lectura de sí, sostenido por criterios de inclusión diferenciada que lo conminan a reconocerse bajo parámetros homogéneos con carácter de verdad y objetividad en un marco que es a la vez jurídico y moralizante. Por último, puntualizaremos someramente una trama crítica como posibilidad de salida a esta “subjetividad capitalística” y hegemónica (Guattari y Rolnik 50).
2. Ética educativa moderna y su función moralizante: ¿una ética de la formación?
Lo planteado anteriormente nos permite situar el problema en el nivel de las funciones discursivas y registros enunciativos que, en aras de una determinada voluntad de verdad (Foucault, El orden 17), vienen a determinar los modos en que se crean las composiciones sobre la esencia de la praxis docente. Es necesario intentar visibilizar los marcos y regulaciones institucionales y extrainstitucionales que modelan los cuerpos y los delimitan en función de ciertas operaciones técnico-discursivas que articulan de forma estratégica el saber y la práctica pedagógica; al tiempo que parecen desconocer los devenires históricos y los principios epistémicos que funcionan como condiciones de posibilidad para la producción de nuevas formas del ser docente.
Con esto en mente, afirmamos que las delimitaciones en torno al cuerpo docente podrían ser abordadas considerando la forma en que históricamente el discurso pedagógico ha aparecido vinculado a una ética, entendiendo que este nodo emerge como una modalidad de distribución del espacio sobre el que operan y se ejercen determinaciones normativas sobre los sujetos educativos y sus posibles interacciones. La problematización abierta alrededor del deber ser docente supone una reconfiguración determinante en la producción pedagógica moderna ligada a estructuras de poder operando desde abajo, es decir, de aquellas fuerzas que legitiman determinadas formas de producción y reproducción de conocimientos vinculados a modos de ser condicionados por referencias a valores universales que, en definitiva, tendrían sus efectos visibles en determinadas formas de subjetivación. Ello implica entender este ethos docente como una forma de correlación entre procesos de individualización y totalización, es decir, a partir de cómo se ordenan y determinan las relaciones de poder que circulan y determinan prácticas productivas sobre uno mismo (Foucault, Vigilar 160; Sztulwark 50; Garay 135). De este modo, la profesión docente aparecería condicionada, en sus bases, por un ejercicio de incorporación de creencias respecto del valor intrínseco del ejercicio educativo, de nuevas modalidades normativas de la profesión docente y la ejecución de prácticas pedagógicas concretas centradas en una forma particular de construcción de la experiencia de sí. Estas últimas circulan de manera transversal en el discurso pedagógico en sincronía con las nuevas exigencias modernas de formación de sujetos autónomos, perfilando así la producción de determinadas tecnologías del yo (Foucault, Tecnologías 48).
Los presupuestos desde donde leemos el problema de la ética y los valores en la escena actual se materializan en una serie de códigos –cifras o contraseñas– íntimamente ligados a los nuevos modos de control de las sociedades postindustriales (Deleuze, “Post-scritpum” 281). Estos códigos dan coherencia a un pensamiento en función de abstracciones universales y posibilitan el desarrollo de un sistema de prácticas acordes con las exigencias de un modelo ideal, cuyo eje central se encuentra marcado por la utilidad, la eficiencia y el orden prescrito por el discurso pedagógico. Este modelo se ancla a la delimitación de las posibles identidades para evitar la desestabilización, posibilitando así la producción de “un sujeto modélico de las políticas neoliberales” (Sztulwark 104).
Retrotrayéndonos por un momento a la tradición de pensamiento occidental y a sus influjos sobre el presente, sabemos que la ética se constituyó como un saber práctico que ha buscado responder a la pregunta sobre cómo orientar la acción humana en un sentido racional. Esto se ve claramente, en el contexto de la modernidad, en los planteamientos kantianos que describen cómo los imperativos morales surgen a partir de un interés práctico de la razón, cuyo fondo residiría en la consolidación de una auténtica antroponomía (Kant 263) y cuyo sentido tendría que ver con la posibilidad de trazar el ansiado proyecto de humanización.
Sin embargo, esta ligazón entre la racionalidad y la ética como determinación de formas de valor no ha estado exenta de conflictos, asunto reflejado en la construcción y diseminación histórica del conocimiento científico y de la imposibilidad de determinar fenomenológicamente el fundamento de la cuestión moral. Es en esta tensión que introduce el problema de la dicotomía hecho/valor, cuestión que ha motivado la construcción de saberes sustentados en un principio metafísico de neutralidad mediante marcos metodológicos que pretenden justificar a priori las condiciones del saber verdadero. Este movimiento propio de la racionalidad moderna desplazó la cuestión ética del lado de una subjetividad individual; subjetividad que, posteriormente, posibilitará la introducción de tecnologías de objetivación propias de las ciencias humanas como una manera de introducir su ponderación y valoración jerárquica dentro de una programática conductual.
Algunas corrientes filosóficas y pensadores contemporáneos han intentado sortear el problema de la dicotomía hecho/valor desde la negación de dicha separación, haciendo pasar los valores del lado de la racionalidad objetiva. Putnam (53), por ejemplo, ha planteado la posibilidad de hablar de objetividad al referirse al ámbito de la ética. Sin embargo, reconoce la dificultad epistemológica que presenta la relación lenguaje-realidad cuando se trata de hablar sobre dicho tema, planteando que, a lo largo de la historia de la filosofía moderna y contemporánea, se han mantenido supuestos metafísicos que han impedido que la ética sea tratada como un área del conocimiento que goza de reglas objetivas mediante las cuales se pueda probar la verdad y validez de sus enunciados. En esta medida, Putnam parece adoptar una perspectiva hermenéutica de la realidad, aun cuando no parece reducir la actividad cognitiva a la interpretación. En otras palabras, existe un sentido positivo de la realidad, en tanto habría una realidad independiente con la cual nuestra actividad mental, cognitiva y lingüística puede relacionarse sin mayores inconvenientes. Es por ello que propone una separación entre valores epistémicos y valores éticos, donde los primeros tendrían por objetivo una adecuada descripción del mundo. Si estos valores epistémicos capacitan para describir correctamente el mundo, es algo que se ve a través del cristal de esos mismos valores.
Acercándonos al ámbito educativo, Echeverría (23) ha propuesto, desde una perspectiva diferente, un esfuerzo disolutivo de la dicotomía hecho/valor. Para él, el conocimiento se caracterizaría por ser una práctica constitutiva de sujetos anclados a una determinada verdad sostenida por estrategias de poder, por lo que la educación detrás de este proceso sería siempre una acción normalizadora que modela la subjetividad de acuerdo con un patrón establecido. En esta línea, no existiría intelección científica sin aprendizaje previo, lo que implica que los aprendizajes responderían al imaginario moral vigente en cada sociedad situada históricamente. Por ende, la actividad de producción de conocimiento, tradicionalmente considerada desde la perspectiva del orden del ser, en realidad estaría continuamente modulada por el deber-ser, de lo que se colige que los valores constituirían el núcleo axiológico de determinada –e histórica– voluntad de verdad.
Lo anterior consigna que el vínculo entre hecho/valor forma parte de una disposición discursiva particular. Estos conceptos emergen y circulan como entidades representables que remiten al conocimiento racional, constituyendo así disposiciones formales mediante las que el sujeto puede ganar acceso a una verdad vinculada a la realidad externa. Aun así, el tratamiento moderno de dicha relación y sus eventuales fallas presupone que los valores se constituyen como gestos hacia el saber de la razón, pero de ninguna manera pueden ser pensados como categorías trascendentales de conocimiento. Esto, de alguna manera, se ve reflejado en la inusitada relación que propuso Weber (36) entre la moral protestante y sus ensambles con un modelo de mundo que habría posibilitado la inscripción del capitalismo en el alma de los hombres, cuestión que revelará las raíces irracionales de las formas políticas contemporáneas. A su vez, este ámbito propio de la moral occidental moderna parece no desligarse de una dimensión jurídica, dado que la moral y la ley actúan desde hace mucho como principios que determinan y regulan las conductas. No obstante, existen algunas distinciones entre ambas dimensiones de la vida humana, ya que si la moral encuentra su sustento en el sujeto con una voluntad autónoma, las normas jurídicas operan mediante la imposición de una coacción externa. En este sentido, la moral requiere que el propio sujeto se obligue a sí mismo a cumplir las prescripciones desde un proceso de modulación que supone interacciones entre un interior (psíquico-espiritual) y un exterior (social). En el caso de la modernidad, esto ha hecho que la instalación y devenir de los valores morales estén ligados a la posibilidad de adquirir una conciencia concientizante encarnada en una identidad integrada que alberga un sentimiento de obligación de valor (Fullat 42). Esta determinación es definitoria, pues instalará la cuestión de la conciencia de sí interior como acto de apercepción que le permitirá al individuo dar cuenta de sí mismo de manera particular, distanciándose de aquello que logra llegar a discernir como ajeno a él.
En esta medida, los saberes disciplinarios modernos no han logrado legitimar la idea del valor como obligación más que a partir de la instauración de la conciencia como espacio depositario de una vergüenza constitucional que albergará un sentimiento de obligación (Nietzsche 83). Se establece así una ligazón histórica entre los valores y determinados criterios de eficacia y utilidad sobre la base de los modelos impuestos por una mirada del mundo positivista y amparada en la racionalidad del capital. En definitiva, se urde un vínculo entre lo bueno y lo útil basado en procesos de racionalización tecno-políticos (Lanceros, La modernidad 54): una mutación de la racionalidad histórica desde un interrogante abierto y procesual respecto de los fundamentos epistemológicos y éticos de las conductas morales dirigidas a definir las modalidades operativas que debe adoptar la moral en un esquema de funcionalidad instrumental.
3. La encarnación moderna de los valores en el cuerpo docente: hacia una subjetivación hegemónica
La referencia histórico-filosófica vinculada a la disyunción epistémica entre hechos y valores hace emerger un imperativo ético constreñido a una construcción de sí, es decir, en torno a un deber-ser supeditado hoy a una racionalidad capitalista erguida en el progreso y el desarrollo económico: “el crecimiento o la muerte”, como propone críticamente Stengers (23). Es probablemente Nietzsche quien mejor logra dar cuenta de la escisión definitiva de la relación del saber moderno sobre los hechos con la verdad, situando el problema en la imposibilidad de pensar fuera de la interpretación: interpretación que se encuentra irremediablemente mediada por aquellos que tienen la potestad de nombrar los hechos, cuestión que significa entender los valores como efectos de una elaboración histórica que se sirve a determinada(s) voluntad(es) de poder.
Esto nos permite revisitar críticamente el vínculo entre los principios éticos y epistemológicos que agrupan las posibilidades de vincular hechos y valores, es decir, cómo operan los imperativos que aseguran el conocimiento verdadero en el discurso pedagógico desde una relación de consistencia interna entre ser, saber y saber hacer. Esta relación naturalizada se torna problemática, al consignar que las estrategias propias de los estratos administrativos y burocráticos del discurso pedagógico poseen efectos concretos sobre lo que concierne a la necesidad de construir una identidad docente impelida a decir y actuar su verdad. Es lo que Foucault habría descrito como técnicas hermenéuticas derivadas de las prácticas confesionales cristianas; prácticas que, con el advenimiento de la modernidad, se habrían secularizado pero sin perder una dimensión de afinidad:
uno de los grandes problemas de la cultura occidental –a diferencia de lo que ocurría en el cristianismo primitivo– ha sido encontrar la posibilidad de fundar una hermenéutica de sí no sobre el sacrificio de sí, sino al contrario –positivamente–, sobre el surgimiento teórico y práctico del sí mismo. Esa era la meta de las instituciones judiciales, y también de las prácticas médicas y psiquiátricas; era la meta de la teoría política y filosófica: construir el fundamento de una subjetividad en cuanto raíz de un sí mismo positivo. (Foucault, La sociedad punitiva 93)
Esto quiere decir que la cuestión respecto del telos o finalidad de las prácticas educativas actuales podría problematizarse más allá de sus fundamentos pedagógicos, visibilizando que el discurso pedagógico –al igual que los discursos jurídicos y médicos– ha tenido por objeto producir a los sujetos que este designa como agentes –individuos– de las prácticas educativas. La cuestión ético-práctica pierde fuerza desde la dimensión de la subjetividad trascendental kantiana entendida como fundamento del conocimiento, en favor de una serie de normas que orientan los procesos prácticos mediante los cuales el discurso hilvana una subjetividad, en especial, desde la afirmación y aseguramiento de una relación fragmentada entre lo teórico y lo práctico, lo que deviene en que el sujeto establece un modo particular de vincularse consigo mismo a partir de una perspectiva del valor mediada por la eficiencia productiva del modelo capitalista.
Esta impronta permite comprender de otra forma la lógica de las relaciones enunciativas que atraviesan y sostienen el discurso pedagógico. En estas, los valores quedan sujetos a cierta operatividad y son determinantes en la construcción de un sujeto identitario entendido como tecnología política (Lanceros, Política 112). Las mutaciones del dispositivo discursivo ético-pedagógico desde la modernidad fuerzan una imbricación singular entre tecnologías del yo –como experiencias en que el docente se encuentra llamado a construirse a sí mismo a partir de una imagen profesional determinada por las condiciones del mercado– y tecnologías morales, que nos retrotraen al cómo se encarna el poder en los sujetos (Foucault, Tecnologías 54; Deleuze, La subjetivación 105).
Este ensamblaje se encuentra asegurado por determinadas técnicas de gobierno que harían funcionar el poder sutilmente bajo la racionalidad política neoliberal del presente (Castro-Gómez 60-3). En este mismo sentido, se erige un sujeto modélico dispuesto como mero operario de aquella racionalidad tecno-capitalista y su modo de gobernanza, permeando transversal e inevitablemente el campo educativo. Se enarbola así un cierto tipo de subjetividad mediada por lógicas estatales y del mercado, provocando una resignificación de lo individual, de lo colectivo y de la cooperación desde la forma-empresa (Sztulwark 44-6). Este entrelazamiento es lo que permea las reformas y sus derivas actuales de la educación, lo que a su vez se reproduce al compás de textos y discursos jurídico-normativos (deontológicos) que imponen determinadas disposiciones –físicas y espirituales– al cuerpo docente, instalando una mirada tutelar: “haciendo que el profesor sea calculable, descriptible y comparable” (Ball 161).
Estos análisis problematizan el impacto de los discursos disciplinarios, trascendiendo el mero efecto formador para el que han sido diseñados e instituidos. En el caso del profesorado, dichos efectos se constatan en tres aspectos íntimamente ligados de maneras potencialmente contradictorias: por una parte, a partir de una ética de la formación profesional del supuesto carácter deontológico que se prescribe de manera universalizante a todo aquel que responda al llamado vocacional de la docencia. Luego, por medio de la adscripción voluntaria a lógicas sustentadas en la importación y aplicación de una investigación pedagógica proveniente de países del primer mundo, mediante las que se incorporan inadvertidamente las lógicas mercantiles de producción del conocimiento científico y, al mismo tiempo, se desconocen las singularidades históricas y geopolíticas que componen las realidades nacionales y locales de cada una de las comunidades educativas, especialmente las latinoamericanas. En tercer lugar, la de un sistema de inscripción sistemática de los cuerpos en un modelo funcionalista de desarrollo de la pedagogía como disciplina con un campo de saberes que le es propio y que debe ser permanentemente actualizado. Estos aspectos se sostienen en una perspectiva en la que el conocimiento ya no refiere solo a un conjunto de saberes verdaderos que habría que manejar para transmitir, sino a la serie de verdades encarnadas que el docente debe ser capaz de performar para generar una conciencia de sí y, por ende, reconocerse y ser reconocido como sujeto-objeto del discurso.
Como hemos planteado, el discurso pedagógico encuentra su condición de realización en un objetivismo metodológico centrado en la eficacia técnica. A partir de la instalación de la dicotomía hecho/valor se erige una concepción del saber neutro y verdadero sobre la base de la aplicación de métodos cuyo potencial de efectividad reside fundamentalmente en su indiferencia respecto de quien lo aplica. Ello supone una disyunción discursiva fundamental entre técnica y ética que se ejercerá, paradójicamente, como mecanismo de minimización de los efectos no previstos de la subjetividad del individuo. En otras palabras, se compone una lógica de inclusión diferencial que delimita las condiciones técnicas, morales y normativas del ser docente en tanto sujeto individual, al tiempo que busca eliminar cualquier singularidad que pueda surgir en la práctica educativa misma.
El dilema del docente se desplaza hacia un problema de performance y accountability individual, lo que legitima un modelo de producción sustentado en mecanismos de medición estandarizada de acuerdo con patrones conductuales clasificables y preestablecidos. Sin embrago, lo anterior se grafica al constatar la inserción y uso de categorías de educación y evaluación del desempeño provenientes del mundo empresarial dirigidas a fiscalizar tanto los conocimientos teóricos como las competencias individuales de los docentes:
El enfoque de competencias desde lo conductual ha tenido notables desarrollos en el campo de la gestión del talento humano en las organizaciones […] Desde mediados de la década de los años noventa esta concepción de las competencias también ha sido implementada en instituciones educativas de varios países, buscando con ello formar personas con ciertas competencias que les posibiliten un mayor impacto en la inserción laboral. (Espinoza Freire y Campuzano Vásquez 251)
Así, la inscripción de este docente como sujeto emprendedor de sí mismo se articula alrededor de un sinnúmero de caracteres deseables vinculados a la función de arconte de la distribución diferencial de los cuerpos estudiantiles. Es decir, viene a definir la valencia moral de la subjetividad del educador en razón de su disposición a transformarse en garante de que el educando logre pensarse, percibirse y proyectarse bajo la óptica de libertad en su proyecto individual según los estándares de éxito y eficiencia prescritos por las lógicas del mercado. Cuestión que requiere, en primer término, hacer lo propio consigo mismo.
La resistencia y apertura a otros modos de subjetividad se hace difícil en este escenario, pues el ethos tecno-educativo propio de la racionalidad neoliberal constituye un fondo común sofisticado para la regulación de los individuos y de las relaciones entre todos quienes componen la comunidad educativa. Así, el dispositivo pedagógico confrontará permanentemente al docente con su labor mediante un juego de espejos que lo regula éticamente, en tanto presupone que debe estar dispuesto a enderezarse permanentemente para moldear a sus estudiantes. Lo anterior implica que el docente debe desarrollar determinadas formas de gobernarse a sí mismo mediante la adquisición de una identidad personal (Altarejos 99) sustentada en prácticas que logren controlar y gestionar los tiempos, los espacios, los objetos, los eventos y las relaciones materiales en la escuela, transformando al profesor en un guía de la conciencia moral de sus educandos.
4. La ética docente moralizante y su textualidad jurídico-normativa: ¿existe resistencia posible?
Como hemos establecido, este problema epistemológico posee aristas vinculadas a la producción discursiva de una ética docente. El valor de la verdad, propio de la práctica pedagógica, supone la necesidad de que el sujeto sea transparente, centrado en la sinceridad y certeza de sus afirmaciones para producir una subjetividad acoplada y coherente con un cuerpo docente homogéneo. Y un discurso con carácter de verdad que impone sus regulaciones en la relación pedagógica por medio de la producción de textos como las reformas no solo delimitan la correcta articulación entre significantes –lingüísticos/no lingüísticos– y significados, sino también marcan las posiciones que cada actor educativo –para ser sujeto del discurso– debe asumir en un determinado sistema de relaciones materiales. Dicho de otro modo, la ética docente opera como una tecnología discursiva que moldea las cuestiones de orden relacional entre docente-estudiante, amparada en una fijación de “la ética” (Valdés y Castro-Serrano 336).
El estudiante, como categoría con valor universal, constituye un referente obligatorio para el docente quien, paradójicamente, es forzado a desconocer la especificidad material y sensible del otro para lograr atenderlo en función de necesidades específicas que operan como grandes categorías que imponen criterios de inclusión diferenciada en las escuelas. Este carácter contradictorio no espera en mostrarse: por un lado, la moralización de lo que en adelante se juega al interior de la relación pedagógica preformada, avalada por la comprensión del educando como sujeto –abstracto– universal de derechos, supone una prescripción normativa que instala distancia en torno a un enfoque preventivo amenazante, centrado en la desconfianza frente al otro. Por otro lado, la moralidad del docente requiere de una preocupación pormenorizada que promueva su capacidad de afectar el espíritu de los estudiantes.
Así las cosas, la función que desempeñan los códigos de ética, las reformas y los documentos de convivencia escolar, textos propios del discurso pedagógico, son dos: primero, en el plano de los sistemas de relaciones discursivas que transitan desde lo macro a lo micro, aseguran los parámetros para la medición del buen desempeño profesional, según el cumplimiento de estatutos del régimen jurídico, que debe poder transmitirse concretamente en las prácticas ordenadoras de la escuela. Segundo, en las relaciones que circulan de lo micro a lo macro, aseguran la legitimidad de los códigos ético-normativos dispuestos por el Estado y las organizaciones internacionales a partir de prácticas pedagógicas que dejan lo menos posible al azar, estableciendo una regulación mecánica y estándar que se encargará de asegurar que el docente tome la menor cantidad de decisiones posibles (Ascorra y otros 9). Por ende, estos artefactos del discurso se inscriben como un espacio de mediación concreta entre el ordenamiento jurídico y la dimensión ética, asegurando así la efectividad del contrato moral a partir del que los docentes deberán legitimar el ethos de la escuela, concretando las obligaciones y responsabilidades que surgen en el ejercicio profesional.
La deriva es la instalación de una tecnología de vigilancia para el educador que se dirime en dos frentes: por un lado, cuidándose frente a la violencia que impone el discurso por medio de la judicialización potencial de la relación pedagógica, a partir de un régimen de normalización reactivo frente a fenómenos tales como el bullying, el acoso y el abuso escolar, y generando una nueva topografía de las relaciones entre los cuerpos al interior del espacio educativo. Por otro, la subjetivación hegemónica incorpora un sistema de regulaciones basado en una determinada sensibilidad docente, por medio de la inscripción de una conciencia de sí como formador, viene a cumplir un rol fundamental la noción de dominio de uno mismo. En el espacio regional moderno, el dominio de sí se propone como una tecnología para el cuidado del otro, pero ya no desde una dimensión de afectación sensible, sino como imperativo racional. Esta noción se vincula con la idea de autodominio, que, en la actualidad, se asocia a los discursos sobre la salud mental vinculados al grado de autoposesión: la autoposesión de cuerpo y mente por parte del sujeto es síntoma de salud, mientras que la imposibilidad de controlarse a sí mismo constituye un síntoma de enfermedad (Cortina 46).
Siguiendo estas trayectorias, Jorge Larrosa ha descrito una serie de tecnologías del yo propias de las prácticas pedagógicas modernas que sirven para comprender la forma en que los sujetos docentes transforman o producen la experiencia que tienen de sí mismos. Según el autor, la docencia se ha transformado en un mecanismo de subjetivación escondido bajo una fachada mediadora, presuponiendo un sujeto potencial que espera –a partir de una tecnología eficaz– desarrollar facultades internas que estarían latentes: “La experiencia de sí, históricamente constituida, es aquello respecto a lo que el sujeto se da su ser propio cuando se observa, se descifra, se interpreta, se describe, se juzga, se narra, se domina, cuando hace determinadas cosas consigo mismo, etc.” (Larrosa 270). Es por ello que las formas modernas de relación del sujeto consigo mismo pasan por el autoconocimiento, autocontrol y autoconfianza.
Se hace nítido que el individuo autónomo y transparente para sí se encuentra impelido a vivenciarse a partir de estas prácticas discursivas, puesto que no operan desde una voluntad preindividual, sino desde el núcleo mismo de su condición de posibilidad como sujeto del discurso, olvidando en este proceso toda esfera existencial y relacional como otro modo de subjetivación educativa posible (Oliverio 22). Y, para lograr llegar a ser, requiere desconocer el carácter histórico-social y singular de sus prácticas, derivando de esta operación sobre sí un modo de conducirse que ha de ser coherente y armónico con ciertas disposiciones gubernamentales. Por lo mismo, no es de extrañar que este tipo de subjetivación se realice en el marco de la producción capitalista de la era neoliberal: la textualidad del discurso docente moralizante y sus anudamientos jurídicos se intersecan en un régimen de cálculo dispuesto por la valoración del rendimiento y la positividad respecto del otro. Su violencia no opera como coerción externa, sino a partir de la promoción de disposiciones internas: culpa, exigencia y necesidad de rendimiento en todo ámbito posible. Este modo de control lo hace “a sí mismo responsable […] en lugar de poner en duda a la sociedad o el sistema” (Han 18).
No obstante las precisiones señaladas, y siguiendo a Deleuze y Guattari (14), afirmamos que toda máquina discursiva supone, en sus líneas de enunciación y ejecución, resistencias que posibilitan fugas del deseo. Indaguemos en aquello intentando cerrar con una pequeña apertura en la rendija educativa: lo interesante es visualizar la colisión entre los discursos hegemónicos y las microprácticas que abren nuevas derivas en los espacios educativos situados. Sin duda, existen modos posibles de producir y construir subjetividades que operen de modo singular entre distintos grupos sociales, permitiendo la aparición de otras subjetivaciones que se expresen de “forma estallada” (Deleuze, La subjetivación 149-50). Las fisuras o fugas pueden buscarse y hacerse nítidas en tanto existen agenciamientos –muchas veces inesperados– que buscan crear nuevos territorios por medio de prácticas colectivas. Territorios que emergen en función de la prescindencia de una predefinición y delimitación ontológica de los roles y las identidades educativas y profesionales.
Sabemos que esto despunta hacia otros terrenos, pero digamos que en algunos desvíos de este recorrido podríamos señalar y pesquisar una ética de las singularidades: una subjetivación docente que pase por “fuera-del-sujeto”, al decir de Rolnik (114), permitiendo construir “una subjetividad diferente” que vive y transita sensiblemente de otro modo el mundo educativo (104). Es la posibilidad de afirmar otra potencia de existencia (Sztulwark 104), inscribiendo una trama en la que puedan producirse modos de expresión que minen toda noción de identidad universal para inventar otras nociones de prácticas y discursos educativos, que demanden otra entrada a la ética educativa: una que “ha de ser inventada con motivo de situaciones por definición singulares y de intervenciones por definición únicas” (Karsz 203).
5. Conclusiones provisionales
La formación profesional docente se instaura sobre la base de un cuerpo modelado por una construcción de subjetividad que se ancla a una identidad personal basada en capacidades de autorregulación, autoanálisis, autocrítica, autonomía, entendiéndolas como pliegues centrales de la racionalidad capitalista y gubernamental propia de la lógica neoliberal. Por ende, la práctica profesional contemporánea instala como requerimiento una transformación del docente en tanto individuo constituido a partir de la superposición entre determinadas tecnologías de gobierno-mercado-sí mismo, resultando en una identidad moralmente constituida en función de las contradicciones presentes en la dicotomía hecho/valor. Por este motivo, el cuerpo docente no puede ser abordado solo desde los modos de objetivación tradicionales propios de las formas disciplinares de poder –entendido como las operaciones en que el poder ejerce una fuerza introyectada desde afuera–, sino que ha de considerar las modalidades en que, como sujeto del discurso pedagógico, se transforma desde ciertas trayectorias que acontecen entre los sistemas de relaciones micro y macro instituidas por las textualidades del discurso pedagógico, de las cuales la reforma es una de ellas. Se prescribe así una identidad profesional asociada a los modos de vinculación del docente consigo mismo.
Lo anterior supone una serie de operaciones sobre sí difíciles de resistir por el pliegue de subjetivación docente imperante. Es por ello que hemos abierto una reflexión del campo educativo desde su deriva socio-política, perfilando varios elementos críticos para trazar el recorrido respecto de los modos de construcción de subjetividad del cuerpo docente. Nos parece relevante dejar consignadas, como cierre provisional, cuatro consideraciones generales que sintetizan nuestra propuesta. Primero, el hecho de que la urgencia de la cuestión docente se sustente progresivamente en prácticas orientadas a la reflexión crítica sobre sí mismo, en un registro que busca generar una disposición de observador de sí, como sujeto-objeto de su labor, creando, de este modo, archivos de interioridad:
En uno mismo habría cosas que hacen visibles al prestarles atención […] Esas cosas que hay dentro de mí son de alguna forma privadas, solo yo puedo verlas, solo yo tengo acceso a ellas aunque, eso sí, puedo comunicarlas y “hacerlas visibles para los otros” a través de algún procedimiento, lingüístico o no, de exteriorización. (Larrosa 295)
De aquí se desprende un segundo elemento. Se requiere de la disposición y capacidad de exteriorizar y elaborar un relato coherente de sí mismo, con la finalidad de trazar límites y contornos que permitan unificar las partes que componen al docente como individuo en términos de sus dimensiones personales y profesionales. Se posibilita así la producción de una particular conciencia de sí, entendida como punto de unidad y coherencia en torno a un yo autónomo y soberano. No obstante, esta subjetividad no surge en abstracto, sino bajo una racionalidad capitalista que atraviesa el campo pedagógico, mediante la concreción de prácticas materiales que permiten valorizar la subjetividad del docente en tanto “emprendedor de sí” bajo la forma empresa (Bröckling 20 y 45) y en tanto es sometida a las reglas del rendimiento (Han 25).
Como tercer elemento, dimos cuenta de la articulación entre la construcción de sí y las tecnologías morales, lo que se vincula a una conciencia previamente formada, sustentada en la capacidad de incorporar el sistema de enunciación pedagógico modelado jurídicamente. En el caso del cuerpo docente, ello supone un ideal sobre el que es preciso plegarse, imponiendo simultáneamente una normalidad como criterio de discernimiento del verdadero saber pedagógico.
Un último elemento refiere a la capacidad sintética de realizar el ejercicio ascético de dominio sobre uno mismo, cuya rentabilidad se verá materializada en la disposición siempre abierta hacia la transformación y capacitación profesional. Así, se promoverán formas de identidad coherentes que dependerán de cómo el sujeto se observa, se dice y se juzga a sí mismo bajo la dirección de un confesor materializado en textos.
La aproximación propuesta en este artículo abre múltiples interrogantes referidos a la posición de los educadores en el discurso pedagógico. Algunos de ellos tienen que ver con el impacto que puede tener la promoción de un análisis crítico de la subjetividad en los modelos, planes y programas educativos actuales, o las implicancias materiales y simbólicas que tiene para el cuerpo docente el hecho de devenir operarios de sí mismos: ya no tan solo en relación con las herramientas y estrategias pedagógicas para el aprendizaje, sino además –y sobre todo– en el nivel de sus propios pliegues de subjetivación (Deleuze, La subjetivación 157).
Hoy se vislumbran dos sistemas de prácticas que determinan la experiencia de subjetivación docente, cuyos límites se encuentran instituidos moralmente en el discurso pedagógico moderno: la autorreflexividad y la autoevaluación, ambas sostenidas por una concepción de ser humano autónomo y libre. Sin embargo, queda abierto en este escrito la manera en que las nuevas prácticas pedagógicas ponen al docente en un particular tipo de relación con la libertad: el orden gubernamental neoliberal no negará la libertad del sujeto docente (Garay 131 y ss.), sino que hará uso de ella como tecnología política para operar transformaciones de los cuerpos que operan a nivel capilar, mediante estrategias de anclaje y aceptación a la servidumbre voluntaria del discurso pedagógico. Sus resistencias están por verse.
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1 El presente artículo forma parte de los proyectos de investigación ANID/Fondecyt regular 1210004 y 1210033.
2 Siguiendo a Narodowsky, entendemos el discurso pedagógico como “aquello que nos hace decir lo que decimos, aquello que otorga significados a los conceptos que se construyen, aquello que categoriza y a la vez dota de instrumentos específicos a nuestro pensamiento en lo que respecta a lo pedagógico” (10).
3 La traducción más precisa de este término sería ‘texto privilegiante’ y no ‘texto privilegiado’, pues destaca su valor agencial-performativo y lo aleja de una interpretación sustancial respecto de un texto-objeto determinado.
4 Según Bernstein, las reglas distributivas son las encargadas de determinar un orden que regula la distribución de cuestiones tales como la distinción entre lo pensable y lo impensable y el sistema de relaciones posibles entre lo material e inmaterial (156-8); las reglas de recontextualización son las encargadas de integrar el discurso instruccional, a saber, aquel que delimita quiénes y qué se puede transmitir, al mismo tiempo que define a los potenciales receptores de dichos mensajes con un discurso regulativo que impulsa la creación de un orden especializado de relaciones e identidades (158-9); las reglas de evaluación refieren a las capacidades de transformación de los saberes que posee la práctica pedagógica respecto de los contenidos, para poder ser puntuados según su propio orden temporal (160-1).
5 Entre las principales características de los modelos tradicionales de reforma destacan a) los intentos por generar cambios en las instituciones educativas desde organizaciones centralizadas; b) un quiebre entre quienes piensan, planifican, controlan y regulan los planes de estudio y aquellos que los ejecutan; c) la producción de categorías técnicas que le daban coherencia y sistematicidad a las ideas, sin considerar necesariamente la pertinencia que estas pudieran tener al implementarse en una realidad específica; d) un anudamiento entre la concepción de ‘reforma’ y la de ‘progreso’; e) una disyunción entre las políticas educacionales y otros ámbitos, tales como las políticas económicas o sociales, de los distintos estados; f) un foco exclusivo en el sistema educacional público, dejando fuera al sistema privado; g) un énfasis exclusivo en aspectos cuantitativos, tales como la retención, la repetición, el abandono, etcétera. En el caso de los modelos de reforma desarrollados a partir de los años noventa, algunos de los principios que orientaron dichas propuestas fueron a) una educación para adaptarse a los cambios propios de la sociedad del conocimiento, con un fuerte enfoque en la noción de capital humano; b) la instalación de la noción de calidad como eje central, vinculado a una concepción de eficiencia, y de equidad, entendida desde la perspectiva de la focalización en la pobreza; c) la primacía de cuestiones económicas en la definición de políticas educativas, lo que se patentiza en la cada vez mayor participación del Banco Mundial en estos procesos; d) una mayor presencia del sector privado (con y sin fines de lucro) en el ámbito educativo; e) una mayor diversificación de los agentes educativos: líderes (directivos) que asumen un rol gerencial de liderazgo, técnicos, asesores, consultores, apoderados, etcétera (Torres 8-19).