Revista de Humanidades Nº 48: 19-45 ISSN: 07170491 • DOI: 10.53382/issn.2452-445X.739

Cuerpos migrantes y colonización de género: subjetividades trans en
Dramas pobres de
Claudia Rodríguez y
el filme Naomi Campbel

 

Migrant bodies and gender colonization: trans subjectivities in Dramas pobres by Claudia Rodríguez and the film Naomi Campbel

 

 

Francisco Simon1

Universidad de Playa Ancha

Avenida Playa Ancha 850, Valparaíso, Chile

[email protected]

 

 

Resumen

 

Este artículo analiza los recursos enunciativos con que dos textos contemporáneos representan la subjetividad de las personas trans: Dramas pobres (2016) de la poeta Claudia Rodríguez y la película Naomi Campbel (2013) de Camila José Donoso y Nicolás Videla. En términos tropológicos, estos textos simbolizan la transición de género como un fenómeno migratorio, al tiempo que entienden el cuerpo como un territorio en disputa, poblado por imágenes que desde el cine o la televisión colonizan los roles de género que sus protagonistas deben reproducir para ser reconocidas como mujeres. En este sentido, ambas producciones optan por descolonizar la feminidad trans, ya sea reivindicando su monstruosidad en el caso de Rodríguez o su nomadismo epistemológico en Naomi Campbel.

 

Palabras clave: migración de género, telecolonización, literatura trans, cine trans.

 

Abstract

 

This article analyzes the enunciative resources used by two contemporary texts to represent trans people’s subjectivity: Dramas pobres (2016) by the poet Claudia Rodríguez and the film Naomi Campbel (2013), directed by Camila José Donoso and Nicolás Videla. In tropological terms, these texts symbolize gender transition as a migratory phenomenon, at the same time as they understand the body as a disputed territory, inhabited by images from cinema and television that colonize the gender performances their leading roles should reproduce to be recognized as women. Thus, both productions choose to decolonize trans femininity, advocating for its monstrosity in the case of Rodríguez and for its epistemological nomadism in Naomi Campbel.

 

Keywords: Gender Migration, Tele-Colonization, Trans Literature, Trans Cinema.

 

Recibido: 21/07/2022 Aceptado: 09/01/2023

 

 

 

1. Introducción

 

Durante la última década en Chile diferentes producciones literarias y audiovisuales han representado la subjetividad de las personas trans, prestando atención a las contrariedades que implica para ellas habitar en una cultura heteronormativa2. Entre estas producciones, se encuentran el poemario Trópico mío (2015) de Mara Rita, los cuentos de Iván Monalisa Ojeda en La misma nota, forever (2014) y Las biuty queens (2019), el documental En tránsito (2017) de Constanza Gallardo y largometrajes como La visita (2014) de Mauricio López o Una mujer fantástica (2017) de Sebastián Lelio, quizás la producción más afamada, tras obtener el premio Óscar a la mejor película de habla no inglesa en marzo de 2018. De esta manera, y siguiendo el camino trazado por José Donoso en El lugar sin límites (1966), por las crónicas de Pedro Lemebel o por la videografía de Hija de Perra, estas obras representan sujetos travestis o transgénero, pero en una coyuntura sociopolítica singular. Esto, debido a la fuerza que ha cobrado la acción colectiva emprendida por las disidencias sexuales, que se han organizado para visibilizar el hecho de que las personas trans, queer y no binarias son sujetos cuyos derechos requieren ser resguardados por la institucionalidad pública.

Una demanda central que ha levantado el movimiento trans consiste en consagrar jurídicamente la noción de identidad de género, en tanto “manifestación del ‘libre desarrollo de la personalidad’, de la ‘autodeterminación consciente y responsable’ a la que cada individuo tiene derecho” (Salazar 105). En sintonía con las recomendaciones del derecho internacional y los Principios de Yogyakarta (2007)3, nuestro país promulgó una ley de este tipo en noviembre de 2018, después de un áspero debate que incluyó la oposición de grupos conservadores alertando sobre los trastornos que la “ideología de género” podría provocar sobre la infancia. Esto implicó que la nueva normativa resultara exitosa en términos parciales, toda vez que si bien el Estado reconoce el derecho de las personas para modificar su género sin tener que someterse a procedimientos médicos o psiquiátricos, ello acontece solo para la población adulta. En cambio, los menores de 14 años pueden hacer uso de su nombre social, pero no son titulares de ese derecho en términos legales.

A diferencia de la legislación argentina, que habilitó en su Documento Nacional de Identidad un casillero con la opción X para las personas no binarias, en Chile la ley faculta que los individuos pueden rectificar su identidad de género, entendiendo por ello “la convicción personal e interna de ser hombre o mujer” (ley 21.120). Esto significa que nuestra normativa continúa operando en términos binarios, al interpelar a los sujetos para que se identifiquen según criterios masculinos o femeninos. A pesar de que la movilización de las disidencias ha conseguido ampliar las fronteras de lo legal, la institucionalización de sus demandas todavía resulta restrictiva, toda vez que “no cabe la posibilidad institucional de vivir transitando entre ambos sexos, o situarse en la ambigüedad” (Cristi 303). O se es hombre o mujer, pero identificarse de otra manera no es una alternativa. Se trata de un pacto paradójico que nuestro Estado les ofrece a las personas trans, aceptando su existencia jurídica, pero manteniendo invariables las convenciones sexo-genéricas.

En vista de estas dificultades que ha suscitado el reconocimiento social y jurídico de las personas trans, en este artículo se examinan dos textos que problematizan el lugar que este tipo de subjetividad ocupa en la cultura contemporánea: Dramas pobres (2016) de Claudia Rodríguez y la película Naomi Campbel (2013) de Camila José Donoso y Nicolás Videla. Al respecto, un asunto que llama la atención corresponde al modo en que estas obras recurren a la migrancia como un tropo para simbolizar la transición de género. Ambos textos representan la voz de mujeres trans cuyas subjetividades se conforman en virtud de la extranjería que implica habitar un cuerpo indócil de documentar según las exigencias dicotómicas del Estado. Por ello, parece importante pensar sobre los significados políticos que conlleva el uso de tropología migratoria y si ella puede ser entendida como una vía para impugnar el tipo de ciudadanía que las personas trans ejercen para ser legitimadas en tanto sujetos de derecho.

Simbolizar la transición de género en términos migratorios es un fenómeno que puede interpretarse en dos sentidos preliminares. Desde un punto de vista psicológico, Patricia Soley Beltrán sugiere que es una metáfora común en el relato de las personas trans, al imaginarse tal proceso como “un tránsito íntimo realizado por personas que escogen como destino un sexo diferente al que les ha sido asignado al nacer” (207). Por otra parte, Paul Preciado agrega que “el estatuto de la persona trans es en términos político-legales semejante al del migrante, al del exiliado y al del refugiado. Todos ellos se encuentran en un proceso temporal de suspensión de su condición política” (214). Por tanto, metaforizar el proceso de transición desde una perspectiva migratoria supone ubicarse en un entrelugar psicosocial. Las personas trans son migrantes en función de su mudanza corporal, pero también por el extrañamiento político en que se hallan, al no contar con garantías que les concedan la misma personalidad jurídica que al resto de la población.

Las mujeres trans de Dramas pobres y Naomi Campbel también habitan ese entrelugar de la migrancia sexo-genérica, aunque completar sus procesos de transición no significa para ellas un destino deseado. La simbolización que la voz literaria de Rodríguez y Yermén, la protagonista de la película, hacen de sí como migrantes implica pensar sus cuerpos como territorios en disputa, dado que la feminidad a la que debiesen arribar constituye un efecto producido por tecnologías de la imagen como el cine o la televisión. Al decir de Christian León, podríamos decir que en ambos textos estas imágenes funcionan como dispositivos de tele-colonialidad, mediante las cuales se reproducen las “jerarquías de clase, raciales, sexuales, de género, lingüísticas, espirituales y geográficas de la modernidad-colonialidad euro-norteamericana” (118). Por ello, cuando estas mujeres se califican como migrantes, lo que hacen es polemizar con la interpelación que reciben de la sociedad y el Estado para que normalicen sus performances de género, de acuerdo con los patrones colonizadores que ejercen los medios audiovisuales.

Si tenemos en consideración, como plantean Collington y Lazo, que el cuerpo es “el principal y prioritario territorio de conquista para los sujetos trans” (71), y que ello requiere negociar “los esquemas interiorizados (incorporados) de los cánones que producen cuerpos específicos, regulados” (70), cuando se trata de Dramas pobres y Naomi Campbel nos parece que lo que allí acontece es un ejercicio de contra-conquista. En detrimento de las imágenes mediáticas sobre la belleza o la sensualidad femenina, la condición de migrantes habilita una hexis corporal disidente, que reterritorializa lo que se entiende por identidad de género4. La voz de Rodríguez reivindica la monstruosidad del cuerpo travesti, mientras que Yermén reconoce en su transición una suerte de nomadismo epistemológico a partir del cual establece alianzas con saberes minoritarios como el tarot o la espiritualidad mapuche. Así, la migrancia de estos sujetos excede la sola mudanza corporal, sumando también una reflexión crítica respecto de los procesos de subjetivación que trae consigo la heteronorma de Occidente.

Con el objeto de examinar la verosimilitud de esta propuesta interpretativa, en lo que sigue analizaremos nuestro corpus de estudio prestando atención a los recursos enunciativos con que cada uno construye la voz y la visualidad de las mujeres trans. Nos interesa conocer cómo estas sujetos narran sus trayectorias de vida, cómo simbolizan sus procesos de transición y cómo se vinculan con el repertorio de imágenes femeninas que les proporcionan los medios audiovisuales. Para resolver estas preguntas, dialogaremos con aportes críticos que han caracterizado el discurso literario y fílmico de estas obras, y también con aportes que, desde ámbitos como la psicología, la filosofía política o los estudios de género, se han encargado de politizar las ciudadanías trans durante la última década.

 

 

2. La transmigrancia monstruosa de Claudia Rodríguez en Dramas pobres

 

Si bien Dramas pobres de Claudia Rodríguez puede ser catalogado como un texto poético, es conveniente precisar que su discurso se caracteriza sobre todo por su hibridez compositiva. Este libro se escribe en verso y en prosa, recurriendo a registros como la poesía folletinesca, la autobiografía, la epístola carcelaria o la crónica política; además de distintas ilustraciones y páginas en blanco que diversifican su estructura. Para Diamela Eltit este texto “se articula desde una diversidad de formas poéticas donde la página no solo contiene escenas sino escenarios de escritura mediante la pluralidad y la alteración de los formatos” (60). A su vez, Gonzalo Rojas Canouet lo describe como “un libro experimental desde su discursividad, enunciación y formato, es lo que se conoce como un libro objeto”. Desde nuestra perspectiva, este texto también puede ser leído desde la inespecificidad que Florencia Garramuño les atribuye a las prácticas artísticas actuales5. En Rodríguez hay una postura de indisciplina e inadecuación ante las convenciones del género poético, en concomitancia con la voluntad transgresiva de la sujeto travesti que ocupa la voz enunciativa.

La inespecificidad del discurso con que trabaja Rodríguez, entendida no como una carencia, sino que como una exploración de nuevos lenguajes para enunciar la subjetividad trans, guarda consonancias con la noción de transficción, acuñada por Jorge Díaz para referirse a la adaptación teatral de otro texto de Rodríguez, Cuerpos para odiar (2015), en que la autora participó como actriz6. En palabras de Díaz, aquello que resultaba transficcional en tal obra consistía en la indistinción entre vida, activismo y performance, dado que el elenco se hallaba conformado por activistas de las disidencias sexuales, es decir, por cuerpos odiados socialmente, tanto abajo como arriba del escenario7. Luego, en el caso de Dramas pobres, ese continuo entre activismo y escritura se reconoce al observar la creación de una voz autobiográfica cuya trayectoria de vida se funda en la inadaptación social.

Mediada por su origen de clase, Rodríguez relata cómo desde su infancia se le ha exigido aprender que su travestismo es una aberración: “En la casa éramos pobres y éramos muchos hijos […] Al aparecer mi situación era común en todo el colegio […] Éramos filas interminables de niños similarmente hambrientos, pero ahí, en el procedimiento, en la larga espera, se me hizo reconocer que mi hambre era torcida, perversa” (Dramas 93). Este carácter perverso que se le atribuye a la sujeto la obliga a residir en el espacio de la abyección, es decir, en “aquellas zonas ‘invivibles’, ‘inhabitables’ de la vida social que, sin embargo, están densamente pobladas por quienes no gozan de la jerarquía de los sujetos” (Butler 20). Dado que su cuerpo se rehúsa a ser gobernado según los mandatos heteronormativos, entonces la suya es una vida que requiere ser inferiorizada, para que sus conductas desviadas no contaminen el orden natural de las cosas.

Para la hablante la calificación de perversa implica aprender desde pequeña a narrar su existencia según una retórica patológica. “Desde niña poseo una salud que esquiva la costumbre” (47) dice en el texto “Sin ciudad”, mientras explica los diagnósticos que acreditan su anomalía: “Se presume de un trastorno en las palabras y en la forma de mirar, porque tiendo a repetir pensamientos y frases inconexas” (47). Además, los médicos dicen que “si no hubiera sido hija, sería un niño alegre y fuerte, y las palabras hubieran sido otras e incluso la forma de mirar, resistente. La dislexia que me acompaña me desconectó de las otras” (48). Según estos diagnósticos el travestismo de la sujeto es correlato de una perturbación mayor, asociada a la imposibilidad para compartir un lenguaje común con el resto de la sociedad. Esto implica que tampoco pueda simbolizar su lugar en el mundo: “Dicen que no sé contar historias y desde que me diagnosticaron de incomprensible, enmudecieron la ciudad que llevo dentro” (48). Así, ser travesti significa habitar la realidad desalojada de territorio. Sin lengua ni ciudad, la travesti es un sujeto interdicto, inhabilitada de participar en el espacio público debido al carácter anómalo que se le confiere a su diferencia sexo-genérica.

Calificada de abyecta y patologizada desde su niñez, la voz de Rodríguez habita en un entrelugar que la hace representarse como una sujeto migrante: “Hablo de ser migrante, de la misma forma en que hablo de haber nacido en un mundo con cordillera y de la misma forma del espacio baldío que implica ser travesti, en las narraciones de quienes han nacido aquí y no nos nombran” (89). Ese baldío, esa tierra de nadie, que es también su historia en boca de nadie, supone una condición de vulnerabilidad que la expone de manera permanente a la violencia, o bien, a la urgencia por normalizar su expresión de género para disimular su extranjería. Sin embargo, esta hablante sabe que “los sujetos transmigrantes en su múltiple condición, constituyen una continua trasgresión de fronteras geopolíticas y corporales, tanto simbólicas como materiales” (Martinicorena 21). Por esto, ella se reapropia de su migrancia como un espacio emancipatorio, invistiendo su travestismo con aquello que Kristeva llama como “los poderes de la perversión”, es decir, ese “poder asimétrico, irracional, solapado, incontrolable” (95), que emerge cuando las prácticas abyectas son reterritorializadas como dispositivos de resistencia antinormativa8.

Si las personas trans son interpeladas para que asuman su “conformación corporal”, a través de “la máxima eliminación de lo masculino (en el caso de las mujeres) y la máxima adquisición de lo masculino (en el caso de los hombres)” (Collington y Lazo 78), en el caso de Rodríguez su travestismo suscita un modo alternativo de subjetivación:

 

Nosotras las travestis ni siquiera somos conscientes de las características de nuestra potencia. Un día podemos llamarnos Lady Godiva o Rapunsell, otro día ser Marta-la-número-uno o la Quintrala y terminar la semana como Madame Butterfly o la Momia. Cada uno de los nombres que momentáneamente llevemos, nos establece como sujetas con un verbo, un sujeto y un predicado; hipótesis, ensayos y errores. (58)

 

Para Rodríguez en este ensayo y error –o esa mutabilidad de los nombres que hace posible ficcionalizarse una y otra vez– radica el poder de la travesti para ejercer un modo contracultural de ciudadanía. Tomando distancia de las políticas identitarias del movimiento trans, la escritura de esta autora se acerca más a la teoría queer, al debatir que los individuos deban constituirse en función de una identidad fija y estable. “Si el patriarcado y su ideología dominante, el heterosexismo compulsivo, se fundamentan en esquemas promulgados como universales y sempiternos” (20), dice David William Foster, lo queer contempla “la libre reconstrucción del cuerpo en cualquier y todo aspecto que resulte pertinente a los intereses del sujeto” (52). Luego, esto es justamente lo que hace Rodríguez al plantearse como travesti, ubicándose en una posición fronteriza y estratégica, desde donde reclama autonomía para habitar su cuerpo más allá de las prescripciones heteronormativas.

El carácter migratorio de la travesti es una plataforma desde la cual Rodríguez critica los modelos de feminidad que las mujeres trans deben asumir para disimular su diferencia sexo-genérica. Dado que “La noción de lo estético, tal como se define en los estándares mediáticos y de consumo, funciona como un principio que define y ordena la apariencia de género” (Soley Beltrán 222), en Rodríguez tales estándares son dispositivos de colonización visual de los que hay que distanciarse. Así, ella agudiza la brecha grotesca que hay entre su cuerpo y el de arquetipos como Marilyn Monroe: “A veces me parezco a la Marilyn. Cuando tomo el cigarro y miro fijamente al pasado; me vuelvo a levantar, a sentirme travesti y minotaura” (22). A su vez, lo mismo pasa con Madonna, a quien interpela en función de sus desigualdades de clase: “Madonna querida: el imaginario proletario travesti latinoamericano contradice tu soberbia juvenil… el hambre ignorante nos impide hacer la dieta proteica” (44). Para esta autora el cuerpo es un soporte donde se hacen carne las relaciones de explotación geopolítica entre el norte y el sur. Marilyn y Madonna son ideales de una feminidad blanca y capitalista, por lo que su denominación como proletaria puede ser comprendida como una estrategia de descolonización, a través de la cual cuestiona las estructuras económicas que subyacen a los estándares hegemónicos de belleza.

Desde su perspectiva transmigrante, para Rodríguez el cine es una de las principales industrias de las que es preciso descolonizarse: “Hollywood destruyó la ilusión de mi infancia. Siempre los malos de las películas morían o quedaban tullidos, ninguno se salvaba de su cruel destino. Cuando vi morir a King Kong supe que era a mí a quien la industria estaba matando. No se puede ser tan grande, tan fea y vivir en el centro de la ciudad” (79). Al identificarse con personajes feos, malos o monstruosos, Rodríguez destaca el rol determinante que ejerce el cine al enseñarle a los sujetos cómo mirarse y ser mirados. Como formulara Teresa de Lauretis a fines de los ochenta, Rodríguez entiende que el cine es una tecnología ante cuya pantalla los espectadores negocian su subjetividad en función de las jerarquías de género predominantes9. Por eso, ella advierte: “¡Cuídate! A esas fuerzas del cine no les podí tener confianza. ¡Cuídate! Al cine no le podí perder el miedo” (75). Si las películas funcionan como un repertorio de imágenes a cargo de ejemplificar las actuaciones de género más o menos reprobables, entonces la travesti debe ser suspicaz ante esas imágenes, para no aceptar con obediencia el repudio de su cuerpo.

De acuerdo con Paul Preciado, “La industria del cine es la sala de montaje donde se inventa, produce y difunde la sexualidad” (97). Por eso, releva la importancia de “producir contraficciones visuales, capaces de poner en cuestión los modos dominantes de ver la norma y la desviación” (99). Desde un punto de vista poético, esto es lo que hace Rodríguez, al crear contraficciones basadas en el grotesco travesti. Si antes polemizaba con Marilyn Monroe y Madonna, en el texto “Pamela Anderson” la hablante describe su simulación de esta actriz: “Recién teñida, ondulada y maquillada al estilo Pamela, con tacos altos y vestida de colores claros, parezco una actriz de cine, una aparición” (23). Sin embargo, esta presunta similitud se quiebra al observar una ilustración que acompaña la página. Se trata de un dibujo con la silueta de Anderson, vestida con un traje de baño como los que lucía en Baywatch. Al mirar la parte superior del torso, la figura imita la voluptuosidad de la actriz. Pero una vez que el ojo desciende, emerge un bulto en la zona genital. Este es un punto de inflexión que escinde la relación entre calco y modelo. La travesti no quiere imitar la imagen de la actriz, sino que se apropia de ella para convertirla en una imagen extranjera ante la mirada.

La reapropiación travesti que la hablante efectúa de cuerpos cinematográficos como el de Anderson es una estrategia de seducción, pero también de resistencia, ante el riesgo permanente que significa enfrentarse a la violencia transfóbica. Ella explica que “con este nivel de producción los hombres se vuelven amables y caballeros […] sobre todo los jóvenes que de día no se atreven ni siquiera a desviar el ojo por ti, porque presienten que una pudiera despertar algo incontrolable que llevan dentro, tan dentro que llega a ser más monstruoso que la historia de mi cuerpo” (23). En vez de dejarse conquistar por la feminidad, Rodríguez la utiliza como un vehículo para cautivar el deseo de quienes la odian. Por medio de su travestismo, la sujeto pervierte las fronteras de género, desterritorializando el deseo de sus parejas para que estas se vuelvan tan migrantes como ella. Eso es lo que la hablante dice que despierta cuando emerge la monstruosidad del otro. El monstruo es ese goce extranjero que el orden heteronormativo mantiene desplazado y que retorna, en este caso, por aquellos pasos no habilitados que la travesti socava con su feminidad abyecta.

A pesar de que Rodríguez dice saber “muy bien que doy asco” (79), ella reivindica la monstruosidad travesti como un dispositivo contracultural: “Mi resistencia, mi arma, mi puñal, mi fusil es monstruosiarme: admitir que no soy otra cosa que un fracaso para cualquier modelo” (83). A través de la creación del neologismo monstruar, la autora le confiere al travestismo el estatuto de una praxis política encarnada en el propio cuerpo. En este sentido, concuerdo con Joseph Pierce al plantear que “este devenir monstruo es un acto de rebelión en contra de los cánones de belleza, del sistema sexo/género, de la violencia patriarcal, de la incorporación de corporalidades travestis y la falsa seguridad de las políticas neoliberales” (189). Pero además, este gesto permite que lo monstruoso emerja como signo de una subjetividad descolonizada. La simbolización de la travesti como sujeto migrante debate la soberanía del cuerpo en tanto territorio en constante arbitrio por parte de los Estados para conquistarlo. Para esta autora la legislación de los países no protege la autonomía de la personas trans cuando se les permite rectificar sus identidades. Ello sigue siendo una práctica colonizadora, ante la cual la travesti se resiste poblando un territorio corporal ingobernable, refractario a la fijación administrativa de sus fronteras.

 

 

3. El nomadismo epistemológico de Yermén en
Naomi Campbel

 

Si antes decíamos que Dramas pobres podía ser descrito como un texto inespecífico, algo similar ocurre con la película Naomi Campbel (2013). Dirigida por Camila José Donoso y Nicolás Videla, la inespecificidad de esta producción se expresa en dos elementos relativos a su enunciación cinematográfica. Por una parte, esta es una ficción cuyo montaje se halla intercalado por diversas escenas documentales grabadas por su protagonista, Yermén, con una cámara casera. Por otra, el filme se encarga continuamente de desdibujar la distinción que hay entre los personajes interpretados por actores profesionales y aquellos que no lo son. “Yermén” es el segundo nombre de Paula Dinamarca, activista trans que aquí se desempeña como actriz principal y sobre la base de cuya biografía se articula la trama10. A su vez, solo al observar los créditos de la película, sabemos que Fernando, Naomi y Luisa son roles actuados, mientras que el resto del elenco lo conforman actores no profesionales. Por tanto, estos dos aspectos sitúan a la película en un interregno cinematográfico, haciendo que las fronteras entre ficción y documental se encuentren en permanente mixtura.

Debido a la inespecificidad tipológica del filme, críticos como Paola Clavijo catalogan esta producción como una docuficción (9), mientras que Camila José Donoso, codirectora de la película, retoma la noción de transficción ideada por Díaz, planteándola como una metodología de trabajo. Según Donoso, la transficción es un mecanismo para “cuestionar la ética que domina el cine” (200), sobre todo cuando se trata de la mirada etnográfica con que se suele representar la vida de sujetos marginalizados. En cambio, la ética que a ella le interesa consiste en “pensar y configurar el cine, en un acto comunitario” (201), de modo que a través de la mixtura de ficción y documental se busca reformular los pactos convencionales de lectura que se activan ante la pantalla. La ficcionalidad del guión permite extender la representación de los personajes más allá de las particularidades biográficas que supone el documental; mientras que el documental permea la ficción con la intimidad propia de este registro, suscitando un mayor compromiso afectivo y político por parte de los espectadores.

La inespecificidad transficcional de la película opera como una estrategia enunciativa para narrar la historia de una mujer transexual cuya vida se halla trazada por la precariedad económica y un sistema de creencias esotérico. Yermén habita en la población La Victoria, trabaja como tarotista en un servicio telefónico y en su barrio la llaman “bruja” por tener un altar dedicado a Santa Sara, patrona de los gitanos. Todas estas son condiciones de alteridad que la personaje disputa desde su primera aparición. Cámara en mano, borracha en una calle durante la noche, escuchamos a Yermén: “Estoy curá. Hoy día es 2 de marzo del año 2012. Y estai cachando lo que es la población. No estai cachando cualquier weá. Estai cachando una weá que pa voh estaba negá. Y yo te la estoy dando, yo te la estoy brindando” (00:01:34-59). Si bien no sabemos si Yermén les habla a los vecinos del barrio o a los espectadores, lo que sí podemos conocer es que a ella le interesa debatir el régimen de visibilidad de voces y cuerpos como el suyo, negados de representación pública. En su discurso la visibilización del territorio poblacional es una sinécdoque de sí misma, por lo que con este monólogo inicial la película hace ostensible su vocación contrahegemónica.

Como plantea Victoria Ramírez, “la idea del cuerpo como campo de batalla se vuelve necesaria para pensar la representación de la mujer trans en el cine chileno” (143). En Naomi Campbel, esta batalla acontece a partir del deseo de Yermén por llevar adelante su transición de género mediante una operación de reasignación genital. El problema es que ella no puede costear el procedimiento, ni tampoco el sistema de salud le asegura su acceso. Buscando alternativas, acude al casting de un programa televisivo sobre cirugías plásticas, donde se hace visible la lucha que significa hacerse comprender ante un público que no entiende la transexualidad. Yermén se entrevista con los ejecutivos del programa y la primera pregunta que le hacen es “¿Cómo te imaginas tu vida siendo mujer?”, a lo que ella responde “Es que yo ya soy mujer” (00:19:44-48). En este intercambio es posible notar la escisión biologicista que existe entre la autopercepción de Yermén y la óptica falocéntrica de sus interlocutores. El hecho de que su cuerpo posea un pene le impide ser reconocida como una mujer. Por ello, la operación que le interesa hacerse no es solo genital, sino que también un procedimiento de reasignación escópica. Ella quiere operarse para que la mirada de los otros ya no resulte incongruente con la mirada que tiene de sí misma11.

Junto con reafirmar su identidad de género, la entrevista que Yermén mantiene con los ejecutivos del programa resulta ilustrativa para comprender las razones que explican su deseo de operarse. Ella indica que espera resolver el dolor y la culpa que se producen cada vez que eyacula, debido a los trastornos que esto provoca sobre su terapia hormonal. Pero además, por medio de la operación ella espera generar para sí una nueva vida. Después de este procedimiento, Yermén dice que:

Dejaría de ser tarotista, me iría de la población, no usaría más las cartas. Empezaría a disfrutar el proceso del posoperatorio. Porque no lo asumiría de repente tanto desde el dolor o desde la culpa. Lo asumiría desde la visión de que me reinventé, de que me di un regalo, de que me siento más bonita. Y me iría de la población, perdóneme la expresión, para que la gente que vive ahí no me grite después: “Mire, el maricón se hizo un choro” y siga siendo como todo el mismo círculo. Me reinventaría completamente. (00:21:12-52)

 

Un aspecto llamativo de este diálogo corresponde al modo en que Yermen repite en dos ocasiones el concepto de reinvención. Además de su interés por cambiar de residencia y de trabajo, tal significante también puede ser entendido como un ideologema biopolítico, sobre todo si lo leemos en atención a la escena que continúa tras la entrevista: un plano frontal de Yermén fumando en un paradero, mientras de fondo se divisa un afiche luminoso publicitando la última gira de Madonna, conocida como “la reina de la reinvención”. Por tanto, a partir de esta secuencia es posible inferir cómo el deseo de Yermén por operarse surge de un inconsciente mediado por la industria del pop y el tipo de imágenes que debería reproducir para completar su corporalidad femenina.

Si consideramos que para las personas trans “el proceso de configuración y conquista del cuerpo anhelado continúa estando inscrito dentro de los márgenes de las expectativas sociales” (Collington y Lazo 79), el que la película se titule Naomi Campbel actúa como otro índice de la manera en que los medios producen lo femenino, no solo para la protagonista, sino para las mujeres en general. En el filme, Naomi es una joven afrocolombiana indocumentada, quien desea operarse para verse como la modelo de quien ha obtenido su apodo y así poder regularizar su situación migratoria ingresando al mundo del espectáculo. Es en ese contexto que ella y Yermén se conocen, estableciéndose una analogía entre ambas. A pesar de que Naomi es una mujer cisgénero y Yermén una mujer trans, la autopercepción de ambas se halla colonizada por imágenes publicitarias que les refieren cómo ejercer la feminidad. Sin embargo, esa letra que falta en el título para completar el apellido “Campbell” es un signo de la brecha que existe entre esos modelos y el cuerpo de las personajes. El nuevo territorio corporal que ambas esperan conquistar exhibe sus grietas en la ausencia de esta letra, prefigurando así el eventual fracaso en que terminará esta misión.

La analogía que existe entre Naomi y Yermén no solo se deriva del deseo que ambas comparten por operarse. La situación migratoria de Naomi funciona como una metonimia de la misma condición política en que se encuentra Yermén. Su transición de género, junto al tarot y su veneración por una santa gitana, son signos diseminados de un estatus migratorio que se asimila al de Naomi, en el sentido de que si bien Yermén cuenta formalmente con la nacionalidad chilena, aun así se trata de una mujer indocumentada, en función del extrañamiento político que supone la falta de reconocimiento de su identidad de género. De esta forma, y teniendo en consideración que “de manera similar a los emigrantes económicos que idealizan el país de destino, los transexuales idealizan el género al cual quieren acceder” (Soley Beltrán 226), se entiende por qué a Yermén le interesa tanto operarse, pues ello implicaría la posibilidad de salir de ese entrelugar que significa ser una mujer indocumentada. Al menos, esa es una de las presunciones que articula la mayor parte de la película. Esto es, que a través de su paso por el quirófano ella podrá al fin ser reconocida socialmente, dejando de ser entonces una mujer extranjera despoblada de territorio.

De acuerdo con Carl Fischer, uno de los atributos del cine transficcional consiste en ampliar “la capacidad de lx espectadorx de mirar con, en vez de mirar a, las personas trans” (113). En el caso de Naomi Campbel, esto se verificaría a partir de las escenas grabadas por la propia Yermén, así como también en su deseo por operarse. Según Fischer, “Al controlar su propia representación, Yermén amplía la forma en que se representan a las personas trans*: la cirugía no es una ‘ayuda’ del programa televisivo; más bien, se vuelve una manera en que ella misma se puede reinventar” (118). Sin perjuicio de que en nuestra interpretación el concepto de reinvención al que acude Yermén responde a una forma de colonización visual, nos parece que esa posibilidad de mirar con la protagonista sí existe en la película, aunque ello acontece en otro lugar. No es mediante su operación que Yermén puede ampliar sus posibilidades de autorrepresentación, sino que es en su imposibilidad para ejecutar ese procedimiento donde reside la oportunidad para sobrepasar los binarismos de género y ampliar la comprensión sobre el proceso transicional de la personaje.

No obstante la esperanza que Yermén tenía de participar en el programa de cirugías, al final de la película sabemos que no fue seleccionada, debido a que no aprobó el test psicológico que acreditaría su preparación para pasar por el quirófano: “Pucha, ¿más terapia todavía?” (01:11:09), le pregunta frustrada a la persona que la ha llamado para informarle. Ya no son dificultades financieras las que hacen fracasar su deseo, sino que ahora se trata de una evaluación médica que desautoriza sus facultades para operarse. Por ello, las siguientes dos escenas se encargarán de visibilizar el dolor que esto provoca. Ambas grabadas por la protagonista a través de su videocámara, en la primera vemos una foto de su madre difunta, a quien le ruega: “Visítame el sueño y dame la revelación que necesito” (01:13:29-32). Mientras que en la segunda vemos una bailarina de plástico girando en una cajita musical, mientras escuchamos a Yermén detrás de cámara, sollozando.

Si bien el rechazo que padece Yermén conlleva rabia y frustración, la última escena de la película suscita un punto de inflexión que salva al personaje de vivir este suceso como una derrota irrevocable. En ella vemos a Yermén ingresando por la obertura de un tronco gigante que se ubica en su población y que con anterioridad nos había dicho que parecía un rewe mapuche, es decir, un espacio ceremonial. Una vez adentro, la vemos prender inciensos mientras hace la siguiente rogativa:

 

Con esto me despido. Busco tranquilidad. El círculo ya se cerró. Ya no hay nada que esperar. No hay nada más que hacer. Solamente vivir. Solamente seguir resistiendo. Es por eso que ahora no te pido ni te agradezco nada. Solamente vengo a decirte que ya encontré la respuesta. Que ya tengo la respuesta. Siempre estuvo dentro de mí. Siempre estuve mirando hacia fuera. Esta es la moraleja. Esta es la respuesta a la pregunta. Me amo como soy. Soy eterna. Soy trascendental. Chaltumay Ñuke Mapu. Chaltumay peñi weichafe Lautaro. (01:17:43-18:44)

 

Por medio de esta plegaria podemos apreciar cómo Yermén resignifica su fracaso enunciándolo como un proceso de autoaprendizaje o de anagnórisis respecto de su identidad. Al utilizar la noción de “moraleja”, el recorrido de la personaje se representa como una novela didáctica o de formación; cuya lección, en este caso, es comprender que ella no requería ser operada. El que Yermen le agradezca en mapudungun a la Madre Naturaleza e invoque la figura de Lautaro habilitan una relación de empatía con el pueblo mapuche, en su lucha histórica contra la colonización. Por tanto, hay una suerte de devenir machi por parte de la personaje, en tanto fuga intercultural desde la cual reivindica la descolonización de su cuerpo y de los saberes que quería dejar atrás mediante la cirugía12. Cuando ella dice “Me amo como soy”, lo que hace es conferirle valor a esa migrancia de su cuerpo que había intentado corregir durante la película. Su adhesión a la espiritualidad mapuche, su conocimiento del tarot y su devoción por una santa apócrifa como Sara, son elementos de los que ahora se reapropia, al entenderlos como signos de fortaleza política y epistemológica.

La anagnórisis de Yermén al terminar el filme puede ser leída como signo de un proceso de descolonización biopolítica a partir del cual ella se apropia de aquello que junto a Rosi Braidotti podríamos llamar como su devenir nómade. Según esta intelectual, el nómade es el “sujeto que ha renunciado a toda idea, deseo o nostalgia de lo establecido” (58), resistiéndose “a la asimilación u homologación con las formas dominantes de representación del yo” (62). Por esta razón, “el nómade representa la diversidad movible” (45) de todo sujeto cuya racionalidad o performance política dispute ser colonizada por lógicas falocéntricas o heteronormativas. En el caso de Yermén, ello significa evaluar la belleza de su cuerpo más allá de los binarismos de género publicitados en los medios. Si al comienzo de la película ella les explicaba a los ejecutivos del casting que con la operación quería verse “más bonita”, la trayectoria de eventos posteriores le enseña a desarrollar una valoración ética y estética emplazada ahora en la subversión de su diferencia sexual.

De acuerdo con Braidotti, “La identidad del nómade es transgresora y su naturaleza transitoria es precisamente la razón por la cual puede hacer conexiones. La política nómade es una cuestión de vínculos, de coaliciones, de intersecciones” (77). Desde este lugar, los distintos saberes que Yermén ejercita al leer el tarot, al rezarle a una santa gitana o al orar en mapudungun son estrategias por medio de las cuales se agencia con comunidades cuyos sistemas de creencias han sido descalificados por la razón colonial de Occidente. Si su cuerpo es migratorio en función de las convenciones de género, lo mismo acontece cuando se trata de los saberes que ella maneja: estos no son almacenados en bibliotecas o museos, ni tampoco ostentan valor civilizatorio desde una óptica ilustrada. Al contrario, se trata de saberes indocumentados, transmitidos oralmente, por parte de pueblos sin Estado, como el romaní o el mapuche. Por ello, la coalición con estas comunidades conlleva para Yermén ubicarse en una posición de otredad sexo-genérica que también es epistemológica. Recordemos que uno de los epítetos con que la llamaban en su población era el de bruja; otro sujeto nómade que la personaje intenta eyectar por medio de su operación, pero que al final es reconocido como uno de los poderes que inspiran su resistencia.

 

 

4. Conclusiones

 

Tanto Dramas pobres como Naomi Campbell son producciones que durante la última década le han otorgado representación artística a las personas trans. Ya sea la voz travesti que elabora Rodríguez o la mujer transexual que encarna Yermén, en ambos casos se visibiliza a un grupo de la población que todavía es víctima de múltiples prácticas de violencia social e institucional. Por esta razón, en ambas obras existe una vocación por sensibilizar, hacer inteligible y familiarizarnos con la subjetividad de las personas trans. Ambas producciones están trazadas por una voluntad activista que busca problematizar la relación que la sociedad y el Estado mantienen con estos sujetos, haciendo ver que la cultura heteronormativa es una fuente permanente de vulneración de sus derechos, que socava y deteriora el tipo de ciudadanía que estas personas pueden ejercer.

Un elemento que llamaba la atención al iniciar este artículo consistía en que en ambos textos tanto la hablante de Rodríguez como Yermén simbolizan sus procesos de transición de género recurriendo a una tropología migratoria: en el texto poético a partir de una descripción literal que la hablante hace de sí como migrante, al representar los efectos que le produjo haber sido patologizada desde su infancia. En la película, esa migrancia se expresa de forma más oblicua, a propósito de las alteridades culturales que encarna la protagonista y la relación metonímica que mantiene con el personaje de Naomi, una mujer colombiana que se encuentra indocumentada en nuestro país. De esta manera, el uso de esta tropología puede ser interpretado como un recurso enunciativo a través del cual ambos textos polemizan con la desterritorialización política de la que son objeto las personas trans. Si bien la transición de género puede ser entendida como una migración debido a la mudanza corporal, en los textos aquí analizados la migración es una metáfora que remite al entrelugar político al que son empujadas travestis y transexuales, al no ser reconocidas por el Estado ni por la sociedad como sujetos cuyas vidas merezcan la misma dignidad que ostenta la población cisgénero.

Una de las estrategias que utilizan estas producciones para representar esa migrancia de las sujetos trans consiste en confeccionar discursos que podrían ser caracterizados como inespecíficos, según la terminología de Florencia Garramuño; o como transficciones, en el sentido propuesto por el crítico Jorge Díaz. Rodríguez trabaja con distintos formatos literarios que diversifican la composición y la enunciación del texto poético tradicional, mientras que la película difumina las fronteras entre ficción y documental. Así, la inespecificidad de los formatos busca diseñar nuevas posibilidades para hacer enunciable la subjetividad trans. Estas producciones desestructuran y extrañan la mirada, del mismo modo que lo hacen las personas trans, cuando son observadas desde esa lógica binaria a la que estamos habituados a comprender las identidades de género. Por tanto, hay aquí un esfuerzo por construir nuevos lenguajes artísticos, consonantes con las disidencias de género que se expresan en ambos textos.

Otro resultado que parece importante relevar corresponde a la resignificación política que tanto la hablante de Rodríguez como Yermén le confieren a su migrancia de género. Dado que para las mujeres trans el cuerpo es un territorio cuya feminidad requiere ser conquistada, ambos textos se preguntan por el grado de autonomía que efectivamente poseen los sujetos para ejercer esa conquista cuando su reconocimiento social se halla supeditado a la mímesis de modelos femeninos producidos por medios como el cine, la televisión o la publicidad. Según estas obras, las performances de género que transmiten esos medios funcionan como dispositivos de telecolonización que no hacen sino integrar a las personas trans al circuito binario de las identidades de género. Cuando se imitan esquemas de feminidad o masculinidad massmediáticos, no es uno quien conquista, sino que uno es el conquistado. Es decir, la soberanía sobre el propio cuerpo no se ejerce cuando una mujer trans es interpelada para hacer indistinguible su singularidad sexo-genérica. En cambio, esa capacidad de autodeterminación acontece cuando la identidad puede fundarse más allá de esquemas heteronormativos, incluso en un estado permanente de transitividad.

Si el migrante habita una zona de extranjería sin ley que lo cobije, en Dramas pobres y Naomi Campbell ese estatuto migratorio es reclamado por sujetos trans que no quieren ser gobernados por el imperio de la heteronorma. Estos textos crean contraficciones visuales que, como decía Paul Preciado, tensionan las fronteras imaginarias entre normalidad y desviación. A contrapelo de mandatos culturales, Rodríguez reivindica el poder monstruoso de cuerpos como el suyo, el de una mujer travesti y proletaria, capaz de seducir el deseo que reside en la violencia transfóbica, a través de simulaciones femeninas grotescas. Por su parte, Yermén es una mujer cuya pobreza le impide acceder a una operación de reasignación genital, lo que la lleva a reconocer la belleza de su devenir nómade, en tanto su transición de género, su origen de clase y sus saberes minoritarios conjuran un poder epistemológico contrahegemónico. De esta manera, cada texto disputa la gestión política de cuerpos y subjetividades que acontece cuando se nos interpela a asumir una identidad específica de género. Ese poder disciplinario es al que ambos textos se resisten, cuestionando la arbitrariedad e injusticia que significa para las personas trans convertirse en sujetos indocumentados, expatriados, solo porque sus identidades de género no se adecúan a la lógica binaria que la burocracia estatal requiere para legitimar la ciudadanía de quienes habitan nuestro territorio.

 

 

 

 

 

Bibliografía

 

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Filmografía

 

Naomi Campbel. Dirigida por Camila José Donoso y Nicolás Videla. Cusicanqui Films, 2013.

 

1 Doctor en Literatura (PUC). Este artículo se ha escrito en el marco del proyecto Fondecyt posdoctoral 3200317, “La república de los poetas: imaginación democrática y movimientos sociales en la poesía chilena”.

2 En este trabajo se usa la palabra trans para nombrar a un conjunto diverso de sujetos, como son las personas transgénero, transexuales o travestis, cuya identidad o expresión de género no se condice con los roles atribuidos según su sexo anatómico. Sin embargo, Lucas Platero también señala que este concepto “se enfrenta a la crítica de estar fijando la identidad y producir exclusiones de aquellas personas que viven expresiones, identidades y corporalidades que entienden no están bien representadas por este término, entre ellas, las personas no binarias” (411). Por esta razón, durante los últimos años se ha utilizado trans*, con asterisco, o trans+, para incluir a personas queer, de género fluido o de género no conforme.

3 Los Principios de Yogyakarta. Principios sobre la aplicación de la legislación internacional de derechos humanos en relación con la orientación sexual y la identidad de género corresponden al principal documento base a partir del cual diversos Estados han elaborado su legislación en relación con las personas trans. Allí se define la identidad de género como “la vivencia interna e individual del género tal como cada persona la siente profundamente, la cual podría corresponder o no con el sexo asignado al momento del nacimiento, incluyendo la vivencia personal del cuerpo (que podría involucrar la modificación de la apariencia o la función corporal a través de medios médicos, quirúrgicos o de otra índole, siempre que la misma sea libremente escogida) y otras expresiones de género, incluyendo la vestimenta, el modo de hablar y los modales” (8).

4 De acuerdo con Bourdieu, “la hexis corporal es la mitología política realizada, incorporada, vuelta disposición permanente, manera perdurable de estar, de hablar, de caminar, y, por ende, de sentir y de pensar. La oposición entre lo masculino y lo femenino se realiza en la manera de estar, de llevar el cuerpo, de comportarse bajo la forma de la oposición entre lo recto y lo curvo (o lo curvado), entre la firmeza, la rectitud, la franqueza (quien mira de frente y hace frente y quien lleva su mirada o sus golpes derecho al objetivo) y, del otro lado, la discreción, la reserva, la docilidad” (113).

5 En palabras de Garramuño, “En el interior del lenguaje literario, la exploración de límites y de fronteras en los que varios tipos de especificidad (nacional, personal, genérica, literaria) se disuelven es visible en un número cada vez más numeroso de escritos y textos” (27). Luego, agrega que “Si propongo nombrar el efecto de esa apuesta por lo inespecífico como la elaboración de prácticas de la no pertenencia […] es porque me parece que en ese movimiento de despojamiento, de desnudamiento, de invención de lo común e impersonal e inespecífico [estas prácticas] nos están proponiendo otros modos de organizar nuestros relatos y, por qué no, quizás ofreciéndonos imágenes que puedan inspirarnos para pensar también nuestras comunidades” (41-2).

6 Esta adaptación fue dirigida por Ernesto Orellana y montada por la compañía Furia Barroka. Además de Rodríguez, en el elenco también participaron la actriz y performer Irina La Loca Gallardo, el escritor y trabajador sexual José Carlos Henríquez, el director de cine Wincy Oyarce, junto Daniela Cápona, Lucha Venegas y Cristeva Cabello, quienes son activistas en el Colectivo Universitario de Disidencia Sexual (CUDS).

7 Al respecto, Díaz señala que “la propuesta situada de lo ‘trans-escénico’ de Cuerpos para odiar sustenta su posición en activistas que como trabajadores del sexo y la palabra encarnan ficciones sexuales locales, produciendo un continuo entre la performatividad de sus vidas y la representación escénica. Además, lo ‘trans-escénico’ busca recuperar aquellas imágenes, cuerpos y habitus que están ‘más allá de lo invisible’ pues no son ni siquiera inteligibles, cognoscibles o descifrables para una cultura heterosexual como la nuestra”.

8 Kristeva agrega que lo abyecto es “aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden. Aquello que no respeta los límites, los lugares, las reglas. La complicidad, lo ambiguo, lo mixto. El traidor, el mentiroso, el criminal […] Todo crimen, porque señala la fragilidad de la ley, es abyecto […] La abyección es inmoral, tenebrosa, amiga de rodeos, turbia: un terror que disimula, un odio que sonríe, una pasión por un cuerpo cuando lo comercia en lugar de abrazarlo, un deudor que estafa, un amigo que nos clava un puñal por la espalda” (11).

9 Lauretis plantea que “The spectator’s gendered subjectivity is both implicated and constructed (as self-representation) in cinematic representation. That must be stressed again, since gender is not a fact, a datum, but is itself a representation, whose status (truth value, epistemological or moral weight, etc.) and degree of “reality” (objective to subjective) vary according to the social hierarchy of discourses and representations. Thus, one’s gendered subjectivity is not only implicated, such as it is, in the spectator’s encounter with each film, but also constructed, reaffirmed or challenged, displaced or shifted, in each film-viewing process” (96).

10 Paula Dinamarca es una activista trans histórica del Movimiento de Liberación Homosexual (MOVIHL), al que ingresó en 1995. Desde esta plataforma ha luchado por los derechos civiles y políticos de las disidencias sexuales, entre ellos, por la ley de identidad de género. En diciembre de 2019 fue una de las primeras personas que efectuó legalmente la rectificación de sus documentos de identidad, tras la publicación de la ley.

11 Retomo aquí la noción de lo escópico de acuerdo con el pensamiento de Martín Jay en torno a los regímenes escópicos o los modos culturalmente aprendidos de mirar la realidad que se expresan a través de la lectura y la producción visual. Según Jay, estos modos o regímenes de la mirada involucran “the protocols of seeing and the techniques of observation, the power of those who have the gaze, the right to look, as well as the status of those who are its objects” (109). De esta manera, lo escópico implica preguntarse “what is visible and what is invisible in a particular culture and to different members of the culture” (109), considerando que hay miradas hegemónicas y minoritarias que coexisten socialmente.

12 A propósito de este devenir machi de Yermén, parece interesante vincular sus prácticas rituales con la figura mapuche del machi weye. Durante la Colonia, los cronistas lo describían como un hombre afeminado o travestido que ejercía de chamán. Según Ana Mariella Bacigalupo, en la cosmovisión mapuche estos eran sujetos de género dual, que “combinaban la conducta, la vestimenta y el estilo de hombres y mujeres en grados diferentes” (52). En este sentido, “la capacidad de los machis por entender y moverse entre las cosmovisiones masculina y femenina y de ser poseídos por espíritus de géneros diferentes, les proporcionaba las herramientas para viajar entre la realidad terrena y celestial y negociar la relación entre ambas” (54).