Revista de Humanidades Nº 48: 73-104 ISSN: 07170491 • DOI: 10.53382/issn.2452-445X.741
Batallas perdidas. Realismo, capitalismo e infancia en el cine latinoamericano contemporáneo1
Lost battles. Realism, capitalism, and childhood in contemporary Latin American cinema
Carolina Urrutia Neno
Pontificia Universidad Católica de Chile
Facultad de Comunicaciones
Alameda 340, Santiago, Chile
caurruti@uc.cl
Catalina Ide
Pontificia Universidad Católica de Chile
Facultad de Comunicaciones
Alameda 340, Santiago, Chile
cdide@uc.cl
Fernanda Lagomarsino
Pontificia Universidad Católica de Chile
Facultad de Comunicaciones
Alameda 340, Santiago, Chile
mflagomarsino@uc.cl
Resumen
El lugar de la infancia y adolescencia en el cine latinoamericano contemporáneo pareciera instalarse como un dispositivo crítico que permite problematizar el contexto geopolítico y el cúmulo de conflictos locales que se extienden por el continente, cuyas causas residen en las fisuras del sistema capitalista. En este texto, exploraremos dicho territorio en el cine chileno y mexicano, mediante el estudio de algunos filmes que sitúan la niñez (actualizando y contradiciendo la apuesta de Buñuel y Los olvidados hace más de setenta años) como espacio de conflicto de un tópico mayor: la puesta en escena de una infancia que, aunque desplazada de tal lugar y sometida a violencias y desigualdades intrínsecas de la región, aparece cinematográficamente contenida y debilitado el acceso que tiene el espectador a los contextos particulares. En contrapunto, las sensibilidades infantiles representadas permiten intensificar un mundo interno a partir de elementos como la imaginación, el juego y lo onírico, modulados cinematográficamente con dispositivos formales específicos y funcionando como un prisma particular para aproximarse a sus realidades.
Palabras clave: cine latinoamericano, infancias, realismo, capitalismo.
Abstract
The place of childhood and adolescence in contemporary Latin American cinema has been established as a critical device that problematizes the geopolitical context, the accumulation of local conflicts that extend throughout the continent and whose causes reside in the fissures of the capitalist system. In this text, we will explore this territory in the cinema of Chile and Mexico through the study of films that situate childhood (updating and contradicting Buñuel’s approach in Los Olvidados more than seventy years ago) as the conflict space of a larger topic: the staging of a childhood that, although displaced from its position and subjected to the violence and intrinsic inequalities of the region, appears cinematically contained, weakening the access that the viewer has to particular contexts. As a counterpoint, the children’s sensibilities represented make it possible to intensify an internal world based on elements such as imagination, play and dreams, cinematically modulated through specific formal devices and functioning as a specific prism to approach their realities.
Keywords: latinamerican cinema, childhoods, realism, capitalism.
Recibido: 14/01/2023 Aceptado: 24/04/2023
Introducción
En el amplio horizonte de realidades y argumentos abordados por el cine de ficción latinoamericano actual, se ha destinado un lugar relevante a la representación de las infancias y adolescencias, un tema complejo no usualmente visitado por el cine global, menos por el cine comercial hollywoodense. En este artículo analizamos algunas películas que han problematizado el lugar de la infancia, situándola como lente para la observación de ciertos conflictos específicos de la región. Se trata de cintas que reivindican la voz de la niñez en diversas realidades del continente, promoviendo la mirada y sensibilidad propias de los protagonistas. Son también filmes que se acoplan a lo real, poniendo en escena –en cuerpo– a esos niños situados en un entorno determinado. Desde ahí, miramos un cine contemporáneo (específicamente de Chile y México) que tensiona y desborda las relaciones con el realismo cinematográfico, reflexionando en torno a sus contingencias y a los grandes temas que sobrevuelan los tumultuosos ánimos de una región que lidia con conflictos sociales y políticos permanentes. Desde ese lugar observamos la representación de una infancia en la que reside una condición residual, de exclusión y de abandono. Como consecuencia de las dinámicas dominantes del neoliberalismo, la idea de progreso y los procesos de globalización, se han desplazado los valores sociales a beneficio de políticas que operan bajo la jerarquía del discurso hegemónico capitalista, debilitando el rol de los Estados y de la sociedad en la protección de niños y niñas.
Estos filmes, si bien tensionan la representación de lo real, mantienen un elemento ficcional ligado justamente a la infancia (a sus imaginaciones, figuraciones), que tiende a suavizar aquello real que los rodea. En Noche de fuego (Tatiana Huezo), Mis hermanos sueñan despiertos (Claudia Huaiquimilla) y Los lobos (Samuel Kishi), los protagonistas (menores de edad en todos los casos) están sujetos al contexto en el que se encuentran: el narcotráfico y la violencia que conlleva, la migración y desterritorialización de sujetos indocumentados, la marginalidad y la pobreza. Son tópicos que afectan a cada país, pero también como región con altos índices de pobreza y subdesarrollo.
Para articular un panorama en torno la infancia, es inevitable comenzar realzando el rol inaugural que tiene en México en 1950 el cineasta español Luis Buñuel2. Su filme Los olvidados abre en la región un espacio de narración cinematográfica que será brutal, tanto porque se aleja de los modos hegemónicos dominantes al momento de contar una historia como por su anclaje en la realidad de la ciudad. Esta conexión se anuncia doblemente al inicio: con un texto impreso sobre la imagen que informa que la historia está basada en hechos reales y también mediante una voz en off que advierte que la historia por venir no es optimista. Efectivamente, no lo es: Buñuel filma una película que se construye como una investigación en torno a la infancia pobre y marginal y ese punto de partida le permite contar una historia de violencia y precariedad extraída directamente de las calles de Ciudad de México. Con ciertos elementos del neorrealismo3 –que por esos años aún tenía lugar en Italia, en lo relativo al compromiso con lo real y con el contexto epocal–, la película hace ingresar al espectador en un modo de hacer cine completamente nuevo: narra y da cuenta de los modos de vida de un conjunto de niños y jóvenes pobres y abandonados, que transitan por ciertas zonas de la ciudad, aunque no para ser vistos, sino más bien para ser olvidados.
Este primer filme, de muchos, se aventura a entrar a las turbulentas aguas de las infancias situadas en espacios de conflictos. Sucintamente, si pensamos en el devenir del cine de la región, veremos que los niños reaparecen con ímpetu veinte años después en el marco del nuevo cine latinoamericano, durante las décadas de los sesenta y setenta, en el que la existencia de estos protagonistas se enmarca en situaciones de precariedad económica y vulneración permanente de sus derechos. Algunos ejemplos son Valparaíso mi amor (Aldo Francia), Largo viaje (Patricio Kaulen), Tire Dié (Fernando Birri) o Crónica de un niño solo (Leonardo Favio). En las décadas que siguen serán ilustrativas La vendedora de rosas (Víctor Gaviria), Gringuito (Sergio Castilla) o B-Happy (Gonzalo Justiniano), como películas que obedecen a tiempos distintos, a ciertas urgencias o reivindicaciones, y que tienen en común un afán por visibilizar las condiciones de vida de grupos de niños pobres, hambrientos, sin techo, apropiándose de la carga simbólica comúnmente atribuida a la niñez como punto de partida de la narración.
La presencia de la infancia en los roles protagónicos del cine latinoamericano permite denunciar el alto nivel de vulnerabilidad en el que crecen y se desarrollan los niños y las niñas en nuestro continente; su representación se aferra a lo real construyendo un tipo de dispositivo cinematográfico que tiende a mantener estructuras narrativas híbridas, donde lo documental ocupa un lugar fundamental en la ficción. Se pone en juego la mirada de, pero también, desde la infancia. Esa mirada configura aquello que es denunciado e interpela al espectador que forma parte de la sociedad alrededor de estos sujetos vulnerables aún en desarrollo: la mirada es infantil, pues no se trata de actores actuando de niños, sino que son niños que en gran parte de los casos no han tenido experiencias previas en la actuación y cuyo casting (en muchos de los filmes que mencionaremos en este artículo) se relaciona con su origen, su habla o sus rasgos físicos.
Entrando en el siglo XXI, la puesta en escena de las infancias y adolescencias se extiende hacia nuevos temas. Hay, por ejemplo, una exploración de los modos de ser (simplemente en su complejidad) de niños o jóvenes: películas sumergidas en estrategias visuales y sonoras sensoriales en las que prima la extrañeza propia de una edad pasajera e indeterminada, cambiante, intensa. En películas como De jueves a domingo (Dominga Sotomayor, 2012), Una semana solos (Celina Murga, 2007) o Club Sándwich (Fernando Eimbcke, 2013), aparecen juegos, percepciones, descubrimientos. El universo adulto (padres, profesores, cuidadores) tiende a permanecer en segundo plano y se privilegia la exploración de maneras de ver desde esa infancia o adolescencia. Como contrapunto también a los filmes que escogimos para analizar, podemos nombrar Mamá, mamá, mamá (Sol Berruezo, 2020) y Rara (María José San Martín, 2016) que dan cuenta y problematizan la interioridad de los personajes desde, por ejemplo, la manifestación del deseo, la extensa temporalidad del aburrimiento o la expresión de una melancolía constante, poniendo en escena a niños circunscritos a una infancia libre de carencias económicas, pero sometida a ciertas situaciones afectivas complejas (la muerte de una hermana o el divorcio de los padres).
En estas décadas de los 2000 se iniciará una imaginación o figuración de esta edad que se amplía a tópicos relativos a la identidad de género, ligados al cuerpo, al sexo, al placer. Algunas películas son El niño pez, XXY (Lucía Puenzo, 2008, 2007), El último verano de la Boyita (Julia Solomonoff, 2009) y La niña santa (Lucrecia Martel, 2004), que se centran en el despertar sexual de sus protagonistas, en los descubrimientos o identidades diversas. En los 2000, sin embargo, las temáticas de marginalidad y abandono continuarán ingresando en las películas: a veces desde el fuera de campo –madres cuyo trabajo esforzado y lejano les impide ver a sus hijos, al tiempo en que deben cuidar a hijos de otros, como en Lina de Lima (María Paz González, 2019) o La camarista (Lila Avilés, 2018)– o niños que deben navegar su desarrollo prácticamente solos, por situarse en un estado de escasez económica, abandono familiar o un contexto de excesiva violencia social, como en La botera (Sabrina Blanco, 2019) o Cómprame un revólver (Julio Hernández Cordón, 2018).
En estos filmes son los casos reales los que alimentan la ficción. Se observa que, especialmente en aquel cine en el que los niños son protagonistas, la aproximación a los casos reales ocurre de un modo que no es literal, sino que generalmente es opaco, ambiguo, indeterminado; esto último es comprendido por Bernini como “un rasgo eminente del cine contemporáneo, que consiste en una indiferencia relativa entre lo documental como una forma de conocimiento del mundo y lo ficcional como otra forma de ese conocimiento” (175). En ese contexto lo real, como evento, acontecimiento o noticia, ingresa en la ficción, aunque posteriormente tienda a desvanecerse en la narración.
Esos terrenos híbridos fueron analizados por Urrutia y Fernández en Bordes de lo real en la ficción con una hipótesis específica: el cine chileno contemporáneo desde 20124 en adelante y como nunca antes en su historia, se enfoca en el presente, para figurar e interpretar ciertos conflictos sociales actuales que han tenido un eco importante en la opinión pública como en la agenda política y noticiosa. Las películas, desde la ficción, asumen el compromiso de reflexionar sobre temas enquistados durante décadas en nuestra sociedad que pueden ser leídos como sintomáticos de un malestar que se incuba en las sociedades actuales y que tuvo como correlato a su vez el estallido social de 2019. Es un cine de ficción que va de la mano con las manifestaciones ciudadanas, que toma la rabia generalizada presente en Chile y la convierte en tópicos que se concretan después en diversos relatos5.
Así, lo contingente, noticioso y mediático se convirtió en una tendencia, donde los grandes temas-país fueron apareciendo desde diversas perspectivas, reflexionadas, imaginadas, puestas en escena por directores del cine chileno, sin nunca basarse directamente en un hecho real, sino que tomando el acontecimiento como punto de partida para luego elaborar una mirada posible sobre él, organizar un tejido en el que las fisuras, los puntos sueltos –que tienden a deshilvanar la trama noticiosa (organizada por la prensa y por la opinión pública)– quedan en un primer plano latente, dotado de múltiples significantes. Es decir, se da cuenta centrífugamente de un evento (no se explicita, en muchos casos, el “basado en hechos reales”) y sin embargo estamos frente a una ficción que interpreta, a partir de múltiples puntos de contacto, ese acontecimiento.
La prensa y la noticia tendrán un rol fundamental para los procesos de investigación en que el cineasta reescribe, adapta y transforma los hechos en ficciones. Al reunir la inspiración en un hecho real con el protagonismo de los niños, aparecen varias películas. Una de ellas es la ya mencionada Rara, de María José San Martín, que toma el caso de una jueza a la cual el Estado le quita la tuición de sus hijos por ser lesbiana, argumentando que su orientación sexual ponía a las niñas en estado de vulnerabilidad6, para imaginarlo, componerlo desde la subjetividad y mirada de una niña preadolescente. Ese elemento se establece como punto de inicio para ser desviado rápidamente. Lo mismo ocurre con películas que también mantienen a jóvenes en los roles protagónicos, como Blanquita (Fernando Guzzoni, 2023), Mala junta (Claudia Huaiquimilla, 2016) o El Tila, fragmentos de un psicópata (Alejandro Torres, 2015) entre otras. Todas ellas revisan diversos casos que han marcado la pauta noticiosa de la prensa nacional en los últimos años y se relacionan con el Servicio Nacional de Menores (SENAME) y con menores de edad cuyos derechos han sido vulnerados por diversas razones.
El encadenamiento con lo real también se observa en otros países de Latinoamérica. En el cine mexicano, por ejemplo, se realizan numerosas lecturas y relecturas de la guerra contra el narcotráfico inaugurada por el Estado en 2006. Algunos exponentes son Heli (Amat Escalante, 2013), Noche de fuego (Tatiana Huezo, 2021), Miss Bala (Gerardo Naranjo, 2011), Ya no estoy aquí (Fernando Frías, 2019), 600 millas (Gabriel Ripstein, 2015) o La jaula de oro (Diego Quemada Diez, 2013). Los cineastas se acercan al presente turbulento para pensar, mediante herramientas audiovisuales, en los conflictos que se mantienen por décadas, afectando las supervivencias y convivencias humanas; exploran la violencia narrativa, afectiva y estéticamente, pero también conectan con la historia de una nación y un contexto sociopolítico específico, de un país frontera con Estados Unidos, complejo por su pobreza y su hambre, y con múltiples revoluciones a lo largo del siglo XX.
1. Realismo, capitalismo e infancia
1.1. Realismo y capitalismo
Jacques Aumont y otros conciben al realismo en el campo cinematográfico como una serie de convenciones que varían de acuerdo con diferentes épocas o culturas (93). En términos formales, apunta a los materiales expresivos que, desde el cine, admitirían una indicialidad de lo real a partir de gestos que, en algunas ocasiones, utilizan operaciones propias del documental. Los rasgos más evidentes en el cine de ficción son el trabajo con actores naturales o no profesionales, el despliegue de espacios reales, la utilización de planos secuencia para evitar la manipulación del montaje.
En un cine de ficción, en el que la realidad se sitúa como materia prima, podemos identificar diversas formas históricas del realismo: por una parte, el realismo socialista, que proponía expandir una conciencia de los problemas del pueblo y, por otra, el proyecto neorrealista en Italia de los años cuarenta, particularmente en el modo en que lo interpretaron ciertos teóricos del cine, como Bazin o Kracauer). En el presente, serán relevantes los planteamientos que entrecruzan el realismo con distintas lecturas sobre el capitalismo, donde aparecen temas como la migración o la globalización, permanentemente explorados desde la teoría y desde diversos objetos culturales.
Luz Horne propone que la historia del realismo es aquella de la ampliación del campo de lo decible, en un momento en el que opera una fuerte demanda de realidad, donde la información está disponible en todas partes. La autora asume un realismo que, en tanto busca instalarse como un fresco de la época, ocuparía (ante esta) una mirada despiadada:
El realismo despiadado, al exponer cómo los cuerpos individuales son transformados en restos humanos, no busca una comprensión humanitaria (no hay aquí ‘ojos implorantes’) sino que pone en escena la articulación entre vida y política propia de nuestras democracias actuales: se realiza un retrato de lo contemporáneo. (173)
Jameson ha revisado el tema del realismo en diversos textos (y en diferentes objetos culturales) en tensión con las categorías propias de un sistema económico y cultural. Así, propone que
la originalidad del concepto de realismo reside en su reivindicación de un estatus cognitivo a la par que estético. Un nuevo valor, contemporáneo de la secularización del mundo bajo el capitalismo, el ideal del realismo presupone una forma de experiencia estética que, no obstante, reclama una relación vinculante con lo real mismo, es decir, con aquellas esferas de conocimiento y praxis que tradicionalmente habían sido diferenciadas de la esfera de lo estético, con sus juicios desinteresados y su constitución como pura apariencia. (4)
Jameson piensa en el realismo y en los modos en los que figura y se figura desde un capitalismo desaforado que ni siquiera se percibe como tal. Dialoga directamente con el realismo capitalista de Fisher, en lo relativo a la atmósfera generalizada de la ideología neoliberal, que opera como barrera invisible que limita el pensamiento y la acción. Para el autor, “el poder del realismo capitalista deriva parcialmente de la forma en que el capitalismo subsume y consume todas las historias previas” (25). La frase “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, atribuida tanto a Jameson como a Zizek, abarca según Fisher la esencia del realismo capitalista.
En Art cinema and neoliberalism, Lykidis vincula desde lo cinematográfico el problema de lo real y el capitalismo. Apela a un “realismo resignado” (59) concerniente a lo inevitable y omnipresente que es el neoliberalismo en el cine, donde la apuesta de las películas sería desmantelar la hegemonía capitalista, exponer sus inconsistencias:
En respuesta a las presiones del capitalismo contemporáneo, los autores de hoy revisan las convenciones del cine arte y desafían los enfoques anteriores de autoría, narrativa y realismo. Estas desviaciones estilísticas están interrumpiendo los modos familiares del espectador y brindando nuevas perspectivas críticas sobre la era neoliberal. (13)
El autor hace referencia a un grupo de filmes que se alejan de la dinámica narrativa que opera en los filmes comerciales, bajo las lógicas de los géneros de ficción, y que adhieren a un cine contemplativo, lento, de personajes con objetivos ambiguos, que admiten que el espectador sea quien le dé un significado a lo que está viendo. Una “estética de crisis” sería el resultado, para Lykidis, de la intensificación y proliferación de las fisuras que ha generado progresivamente el sistema neoliberal.
Observamos entonces cómo realismo y capitalismo van entramando sus modos de exhibirse y, a partir de los autores citados, proponemos que, en el marco del cine latinoamericano actual, estamos ante un realismo despiadado, capitalista y resignado, ligado a la reflexión sobre estructuras sociales y a la desigualdad social de la región. Joanna Page en Crisis and Capitalism in Contemporary Argentine Cinema considera que el cine es un dispositivo fundamental en el registro de la crisis neoliberal, ya que permite la construcción de nuevas subjetividades en torno a sus consecuencias afines a la realidad local, como pueden ser el desempleo, la delincuencia, la marginación, la economía informal, la pobreza y la migración (3).
Fundamentalmente, la nación no se asocia aquí con el Estado, sino que se invoca con mayor frecuencia en la crítica de un Estado en connivencia con el neoliberalismo global […] De hecho, la crisis provocó efectivamente la desarticulación de los discursos de “oportunidades para todos” del neoliberalismo y la globalización. (6)
Esto último se potencia cuando el sujeto afectado protagónico es un niño, una niña o un adolescente excluido o pobre: en ellos se sintetiza una condición residual como resultado del neoliberalismo, de la modernidad y del deseo de progreso, que organizan un sistema lleno de grietas bajo las políticas de un discurso económico capitalista, desplazando el rol del Estado en la protección de la niñez. El cine de la región “ha intentado explicar la condición de niños y adolescentes como sujetos descartados, excluidos por las sociedades modernas, convirtiéndolos en víctimas y protagonistas también del fenómeno de la violencia” (Ramírez 68). Se alude aquí a un cine latinoamericano que muchas veces se instala en la orilla de la denuncia, siguiendo los lineamientos marcados por los cineastas del nuevo cine latinoamericano, tanto en sus filmes como en sus manifiestos.
1.2. Infancias despiadadas
Los olvidados ya anunciaba en 1950 “las grandes ciudades modernas […] esconden tras sus magníficos edificios hogares de miseria, que alberga niños mal nutridos, sin higiene, sin escuela, semillero de futuros delincuentes” (0:1:55). Las películas que ahora escogemos, si bien abordan la miseria, el hambre, la estigmatización y la falta de acceso a la educación, el planteamiento será distinto, se desajusta la apuesta documental y se toma cierta distancia en relación con esa brutal honestidad con la que Buñuel confrontaba la infancia. Donoso lo expresa mejor que nosotros:
Según mi lectura, la película de Buñuel se aproxima a la infancia desde una de sus conceptualizaciones más incómodas, para la cual el niño no es precisamente el reservorio de la inocencia, ni tampoco es una etapa restringida en el tiempo que el adulto simplemente supera. (29)
En el cine contemporáneo, por el contrario, la ficción que, si bien da cuenta de casos reales (que han ocurrido, o que bien podrían ocurrir, porque hay tantos otros similares), se revela mitigada, incluso endulzada, por el protagonismo de los niños, cuya presencia impone una suerte de filtro que amortigua la inclemente realidad que los rodea y en la que sí están envueltos los personajes adultos. Como si el horror y la violencia no llegaran a alcanzarlos por el simple hecho de su minoría de edad, aunque evidentemente ese horror sí ocurre en los casos reales que los directores utilizan como materia prima.
Si bien Catalina Donoso analiza otras épocas y otros filmes en los diferentes ensayos de su libro, adopta una postura que funciona muy bien para lo que proponemos en relación con una infancia que se construye desde la mirada del adulto:
Así tanto su observación como su resguardo, e incluso las estrategias de visibilización del sujeto infantil, están organizados, definidos y puestos en práctica desde una lógica adultocéntrica […] el niño o niña no tienen un valor en sí mismo, sino que son vistos como procesos destinados a cumplir un fin que está puesto fuera o más allá de ellos. (64)
La infancia configurada desde la mirada que sobre el niño tiene un adulto se traduce en el cine mediante formas determinadas de expresión infantil, que serán moduladas al lenguaje cinematográfico. Hay un afán por definir, explicar y encasillar a la niñez, consecuencia de su misma condición enigmática. En palabras de Patricia Castillo Gallardo,
la niñez persiste en andar por ahí conservando su secreto, exhibiendo sin pudor lo desacertadas que son las teorías que intentan explicarla, ubicándose en el borde del síndrome de época que busca reducirla a ser una sola cosa, algo que se educa, algo que juega, algo que se frustra, algo que consume, en síntesis, algo que se explica. (205)
La autora apunta a un secretismo, a un misterio en la figura de los niños que son incomprensibles desde la perspectiva adulta: aparecen como psicológicamente ilegibles, difícilmente moldeables.
Su mirada puede ser complementaria a aquella que propone Kohan, quien postula que existe una limitación comunicativa de la infancia que la desplaza del plano político: “la infancia designa en su etimología la falta infaltable, la del lenguaje, y en sus usos primeros, otra falta menos infaltable, la de la política” (10). En su texto, el autor remite a la figura del inmigrante, en quien opera una carencia lingüística, y se genera una disparidad en la interacción con otro (ya sea niño, ya sea migrante).
La perspectiva de la adolescencia e infancia abre la posibilidad de visitar tópicos globales que sobrevuelan los diversos rincones de nuestra región, especialmente la pobreza y desigualdad de oportunidades, donde radican los principales problemas de la infancia y adolescencia. Donoso se refiere a una “potencia simbólica en esas figuras infantiles que exacerban las carencias y pesares de grupos humanos sufriendo desigualdad y abandono” (87). Al pensar en el cine chileno actual lo hace a partir de dos filmes que desde perspectivas distintas configuran una suerte de poética de los bordes de la ciudad: Mami te amo (Eliash, 2008) y Mitómana (Carolina Adriazola y José Luis Sepúlveda, 2010). Efectivamente, en esos filmes la cámara sigue a las protagonistas que transitan por las zonas marginales de la ciudad. En ambos casos, el punto de vista descalza lo real, lo modifica desde una perspectiva prismática a un territorio político reconocible, aunque, al mismo tiempo, desconocido por el espectador.
Por otra parte, en Violencia e infancias en el cine latinoamericano, editado por Andrea Gremels y Susana Sosenski, se analizan las representaciones de la infancia en diversas películas de la región para observar que,
desde una estética muchas veces realista y con un profundo compromiso social, [los directores] incorporaron y expresaron diversas formas de violencia en sus narrativas fílmicas. Por un lado, reflejan los discursos sociales, culturales e históricos de los contextos de su producción, por otro, hacen hincapié en la necesidad de visibilizar las historias precarias y marginadas de las infancias en América Latina. (9)
Lo visible en este cine es la violencia, la precarización y la fragilidad de niños y adolescentes, un tipo de producción que permanentemente problematiza ciertas formas de vida residuales, situadas en un continente desigual, sometidas a diversas violencias instaladas entre lo simbólico y lo estructural y la violencia física. Las autoras enfatizan en la idea de un cine regional que reacciona a la realidad, especialmente cuando en el centro hay miseria o violencia hacia los niños.
2. Infancias vulneradas: violencia y marginalidad
Estas películas ponen en escena distintos modos de vida quebrantados en niñas, niños, adolescentes, y, tal como advertimos, se vinculan con casos reales. Se trata de creaciones audiovisuales que son también investigaciones de eventos que suceden a nuestro alrededor: un cine que visita casos reales, ampliados e informados –o desinformados– por los medios de comunicación. Pese a la cercanía con lo real, estas obras tienden a amortiguar el acceso de los protagonistas y del espectador en relación con el conflicto nuclear de cada película. Lo relevante serán las sensibilidades infantiles, exploradas mediante ampliaciones de lo visible y lo sensible, intensificando mundos internos, complicidades y conexiones profundas como elementos que serán organizados mediante dispositivos formales específicos, que admiten una cierta cercanía con los sujetos protagónicos.
Especialmente cuando el contexto que rodea al protagonista se caracteriza por la violencia, el peligro inminente y la carencia (económica, afectiva, de libertad), estas películas optan por un descalce de esas problemáticas: no hacer de ellas un centro o un foco, sino que configurarlas como una presencia espectral, que acecha y que quiebra el desarrollo de los niños: tensión entre el campo –el argumento, las dinámicas de los personajes, el arco dramático– y el fuera de campo –el hecho real: su huella o índice–. El campo, en estas películas protagonizadas por sujetos menores de edad, privilegia una mirada en la que los énfasis logran traspasar aquellos conflictos que inundan el mundo de los adultos. Las películas que acá revisamos permanecen indeterminadas. Por una parte, denuncian los estragos causados por los carteles de narcotraficantes y la precarización de la vida de los migrantes, entre otros tópicos recurrentes de una región lamentablemente generosa en sus crisis sociales y políticas, pero por otra, dicha denuncia aparece suavizada, como si la presencia infantil tuviera la potencia de debilitar aquellos entornos brutales que sí perciben y sufren cotidianamente los personajes adultos. La infancia, entonces, se instala como un manto que protege a quienes vemos estas obras de aquellos horrores que aparecen implícitos en las tramas de estas películas.
En las cintas seleccionadas se evidencian los límites de una agencia política sobre la infancia, en una era marcada por un sistema capitalista y neoliberal en la que el Estado pierde poder en la protección de las personas; en ese paisaje, los filmes optan por una estética que, en palabras de Lykidis, “desplaza nuestra atención de la escala de representación individual a la social, del primer plano al fondo, del espacio privado al público, de las explicaciones psicológicas a las políticas de los problemas sociales” (34). Es decir, se desarrollan historias particulares de personajes menores de edad, pero cuyos contextos son representativos de realidades macrosociales. La despolitización, como efecto de un neoliberalismo asentado, se ve reflejada en la infancia a partir del abandono, la incapacidad de hacerse cargo de un grupo humano vulnerable que demanda protección.
2.1. Lo onírico como espacio de resistencia
En su primera película, Mala junta (2016), la cineasta chilena Claudia Huaiquimilla abordó, desde el punto de vista de personajes adolescentes, grandes tópicos como el conflicto sobre el Wallmapu, los problemas territoriales y ambientales en la Araucanía y las carencias del Servicio Nacional de Menores (Sename). Fue una película importante en el cine chileno, una de las primeras en ahondar de modo consistente en el tema mapuche, insertándose en la comunidad y trabajando con ella en su representación.
En Mis hermanos sueñan despiertos (2021), la cineasta trabaja específicamente en la tragedia real de un incendio en un centro de detención de menores. Mediante planos extensos, oníricos, busca mostrar las fuertes carencias de uno de estos centros administrados por el Sename, organismo que depende del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos y que, aunque creado para la protección de niños y adolescentes que han infringido la ley, cuenta con un sumario amplio de maltrato físico, violaciones y negligencia en su interior. En ese marco se narra la historia de Ángel y su hermano menor Franco, ambos reclusos por motivos que no justifican la proporción del castigo.
En su análisis sobre el cine argentino, Page considera el delito como “una herramienta crítica por excelencia, siendo un fenómeno a la vez histórico, cultural, político, económico, jurídico, social y literario: nos permite leer en ficción las relaciones complejas y paradójicas entre los sujetos, creencias, cultura y Estado” (81). Situándose en el contexto de la crisis neoliberal, explica cómo el capitalismo debilita la noción de Estado, lo que recae en la delincuencia:
El Estado aparece en estas películas como profundamente corrupto o se destaca por su total ausencia de la narrativa […] ha perdido su soberanía hasta tal punto que los dramas que vemos se desarrollan en su totalidad en ausencia de las funciones disciplinarias y mucho menos nutritivas del Estado. (84)
En ese sentido, el individuo que posee una carga delictiva es retratado también como una víctima del sistema y esa motivación es la que prima en esta cinta.
El acontecimiento que moviliza la película, relativo al incendio y la muerte de varios jóvenes en un recinto ubicado en la ciudad de Puerto Montt en 2007, se presenta como un desenlace horroroso. Ahora bien, durante el filme, la aproximación que escoge la directora para relatar la historia admite cierta ligereza, vinculada con la subjetividad, los puntos de vista, donde prima la mirada de los jóvenes, su convivencia, sus encuentros amorosos y sus rutinas, que dejan ver una dulce camaradería. Esa cotidianidad se desarrolla mediante una expresividad cromática y temporal, en que la cámara divaga por diferentes territorios espaciales (adentro y, a modo de ensoñación, afuera de la cárcel) y temporales (el presente, el pasado, la imaginación del futuro). El presente es ese gran tiempo muerto que se estira dúctil en el espacio higiénico y de concreto, con eventos que marcan el rumbo de los días. El pasado emerge mediante flashbacks, una secuencia que explicita los motivos del castigo y el encierro o “el condoro”, como dice la asistente social que los acompaña, que los exculpa (como si el destino fatal de los hermanos requiriese tal justificación). El futuro es una alucinación reiterativa en el filme, imágenes idílicas de un bosque, donde los hermanos son libres, felices, tienen toda la juventud por delante.
La violencia estructural cruza transversalmente la historia y se ancla en la pobreza, en la desigualdad, en los ámbitos delictivos como vía de escape, en la estigmatización por el color de la piel y por los modos de habla, lo que se exacerba en un contexto precarizado. El residuo, como lo elabora Luis Valenzuela Prado, sería “lo que queda fuera de la memoria, de la comunidad y, en su emergencia, cuestiona esa exclusión. Lo residual se inscribe en una política de lo desechado, lo expulsado” (183). Acá el Sename se representa como un espacio de descarte, de desechos, una guarida para los desheredados del sistema y de la sociedad, aquellos de los que nadie se hace cargo, y en el filme se vislumbra similar a aquel realismo despiadado que nombra Horne.
Hay algo indeterminado en los énfasis de la película: entre la denuncia directa hacia un sistema de menores que ha sido cuestionado permanentemente por distintos actores políticos, y que consideramos que aparece suavizada por el acto de insertar ciertos personajes inverosímiles (la orientadora, algunos vigilantes, los mismos jóvenes reclusos), y un ámbito onírico, subjetivo y sensorial de los protagonistas. La narración tiende a deambular por esos terrenos en los que lo preponderante será la música y coreografías, las relaciones amorosas y las amistades que surgen en el recinto, así como las ensoñaciones que permanentemente los desplazan a espacios imaginados, donde gozan de libertad. La visualidad del filme se articula desde una fotografía pulcra, la imagen estilizada que opone los territorios de la reclusión y los de la libertad (que permanecen en un espacio imaginario). El ámbito espacial será fundamental para la composición del plano, una poética de los bordes y los límites –muros, rejas, concreto y vacío en el interior– pero también hacia afuera: cerros y bosques que solo pueden ser recorridos en los sueños. De ese modo hay una dicotomía entre adentro y afuera: adentro todo es concreto, la estructura es inamovible, nada cambia. Afuera, por el contrario, el paisaje se filma (en los sueños) con una cámara en mano fluida, latente y orgánica.
Como en los otros filmes que se analizan, la inserción en el mundo de la niñez mediante la puesta en escena de lo real: en el trabajo de dirección y de guión se hizo una investigación de campo en diversos centros de detención; se interactuó con los reclusos, con los gendarmes, a la vez que se trabajó con actores de trayectoria (como Paulina García) y otros no profesionales, escogidos para poblar la cárcel. Un dispositivo expresivo que aparece en distintos momentos y que funciona como una suerte de suspensión del drama son las pausas musicales, momentos en los que la narración se suspende: la cámara adquiere otra movilidad y la música ocupa la totalidad de la banda de sonido. Esto ocurre en varias escenas: cuando llegan los familiares a visitar a los jóvenes y la cámara se agiliza (en una estética de videoclip), o luego en un momento de distensión y baile, donde aparece la misma operación visual: una cámara que flota entre los personajes, capturando juegos de miradas amorosas o cómplices entre presos que se encuentran.
Al estar inspirada en un hecho real, el final trágico lo conocemos de antemano, en su momento conmocionó al país y abrió un tema que aún no se resuelve: la deuda con los niños y jóvenes vulnerables y las falencias de un sistema administrado por el Estado. Uno de los reclusos dirá: “estos huevones nos quitaron todo, hasta el miedo nos quitaron”, aludiendo a los rayados que ocuparon los muros del espacio público durante el estallido social, mientras moviliza a los compañeros para iniciar el incendio. Esa indecisión entre lo que se dice y lo que se muestra –el incendio en el que, por negligencia de los gendarmes mueren diez jóvenes reclusos y el plano final, donde los mismos jóvenes que sabemos muertos, aparecen caminando por el bosque– será un gesto que se reitera en estas películas que exploran la realidad desde el punto de vista de la infancia.
2.2. Migración e imaginación
Tal como propone Lykidis, en el cine arte
la crisis a menudo se desencadena por la ruptura de las demarcaciones espaciales entre clases y razas, un proceso que socava los privilegios de las élites y destaca la insostenibilidad de las desigualdades cada vez más profundas de las sociedades neoliberales […] En el cine contemporáneo ha habido un mayor compromiso temático con la movilidad, especialmente el viaje migratorio, y con las nuevas divisiones espaciales de las sociedades neoliberales. (37)
La migración, como excedente del capitalismo, del cambio climático y de las violencias estatales, queda ligada a los procesos de movilidad forzosa en la que se ven envueltos los sectores más pobres del continente latinoamericano, y el cine lo ha tomado como tópico en diversas películas –Ya no estoy aquí (2019), Norteado (2009), Pelo malo (2013), Lina de Lima (2019)–. Se retratan tránsitos y modos de vida de personas que, muchas veces indocumentadas, buscan nuevas oportunidades, escapando de sus países ya sea por temas económicos, por razones políticas o de seguridad. Ese es el tema de Los lobos (2019), que da cuenta de la radical desigualdad latinoamericana a partir del tópico de la migración hacia países con mayores recursos. En este segundo largometraje de Samuel Kishi se relata la historia de dos hermanos, Max y Leo, de ocho y cinco años, que viajan de México a Albuquerque (Estados Unidos) con su madre en busca de algo mejor que nunca se esclarece ni tampoco se alcanza, por lo menos durante el metraje. La película trata sobre el tema de la migración y la desterritorialización desde la mirada de los niños. A pesar de eso, una vez más el tono general del filme será esperanzador: tanto porque la mirada de los niños es parcial y queda acotada a aquello que los rodea, como también porque casi no da cuenta de las travesías diarias de la madre para generar el sustento básico para la supervivencia cotidiana, pero especialmente por la propiedad natural del ser niño y permitirse habitar mundos imaginarios y de juegos.
La historia está centrada en los modos en los que estos hermanos sobreviven a su nueva condición, en un departamento infesto, sin servicios básicos, con comida artificial (bolsas de papas fritas), solos y sin salir de la casa mientras su madre se somete a jornadas de trabajo extenuantes. Para enfatizar el contexto de los personajes, el director integra imágenes fijas reales de los habitantes de Alburquerque. Estas personas son ajenas a la historia y su inclusión funciona más bien como un retrato social, ya que muestran mediante planos frontales a la cámara a algunos habitantes de la ciudad, específicamente aquellos que ponen en arriendo habitaciones en sus casas o apartamentos en barrios empobrecidos de la periferia. En conjunto, con ese dispositivo fotográfico, y notoriamente en la introducción, se insertan imágenes de las calles, fachadas, paradas de buses, etcétera, cartografiando espacialmente el nuevo hábitat de los personajes.
Pese al recurso documental que integra Kishi, la cámara divaga principalmente por la subjetividad de los niños y la extrañeza del nuevo mundo en el que se encuentran. La denuncia social queda implícita y se manifiesta sutil en los hechos, instalando cierta esperanza de sobrevivencia a partir de las expectativas de los niños, los juegos que se inventan y los objetivos que se proponen. Narrativamente se navega por su interioridad, dejando en el fuera de campo el tema de la frontera y de la violencia política hacia las comunidades externas y hacia los niños ilegales7.
En esa línea, se hace uso de cierto dispositivo de representación de la niñez, que tiene origen en la dimensión lúdica (asociada con la fantasía) y corresponde al uso de la animación. Max y Leo construyen un universo imaginario a través del dibujo, rayando las paredes de su nuevo hogar. En varios momentos, dos lobos delineados a crayón (autorretratos de cada uno de ellos) cobran vida, introduciendo el recurso animado. Este dispositivo técnico irrumpe formalmente, aunque no narrativamente, pues la historia se ajusta a esos pequeños instantes: por ejemplo, cuando otros niños y jóvenes de la comunidad entran a su hogar de manera intrusiva, vemos consiguientemente una animación de dos lobos cayendo de las nubes al suelo y siendo asediados y atacados por numerosos monos. Como las secuencias musicales en Mis hermanos sueñan despiertos, en esta cinta la animación será el mecanismo de fuga para los protagonistas y los espectadores.
Ahora bien, este recurso es articulado por los realizadores de la película, por lo que no refleja de manera pura la infancia, pero sí entrelaza el mundo interior, espontáneo de los niños –con el dibujo original como puntapié– y lo modula a un lenguaje todavía infantil o por lo menos con esa pretensión, producido por adultos. Se genera así una subjetividad infantil, caracterizada por la inocencia, el juego y una percepción parcial de la realidad8.
Por otro lado, los hermanos están llenos de barreras: físicas (el minúsculo departamento), lingüísticas (el desconocimiento del inglés) y sociales (el aislamiento e imposibilidad de interactuar con otros niños). Este encierro y desfase con el entorno es algo que los hermanos combaten mediante los escasos recursos que tienen a mano. Los lápices, los muros de la habitación, la ventana, las reglas registradas por la madre en un casete.
El hermano mayor debe proteger el hogar y velar por el bienestar del más pequeño. Rápidamente toma conciencia del nivel de precariedad en el que viven: la madre se va antes de que despierten y vuelve avanzada la noche, cuando ya duermen. En su ausencia, deja una grabadora y un casete que se instala como un artefacto-puente para contactarse con la realidad: los niños pueden reproducir infinitas veces la voz de la madre con las reglas que deben cumplir, como también pueden oír las palabras en inglés (y sus respectivas traducciones) que los hermanos tienen que aprender (el premio de ese aprendizaje será un viaje a Disney World). El vínculo maternal se persigue con el sonido: su voz emerge en ese espacio acotado en diversos momentos del día y permite también observar con el paso del tiempo que las reglas que, al inicio se cumplían al pie de la letra, se van desobedeciendo una a una; y el vocabulario que se tenía que aprender (números y sustantivos) es memorizado.
La frontera lingüística es muy relevante para estudiar el fenómeno de la migración; por eso, la tarea de la madre (repetir las palabras registradas por ella), hace transitar a los personajes entre el aburrimiento y el juego. La grabadora tendrá también un rol estético en el uso del sonido: no es solo una herramienta que los ancla al presente, también los vincula con el pasado mediante relatos que se escuchan (cuando desaparecen las reglas y las palabras traducidas) sobre el abuelo y la familia, y escenifica también la posibilidad de aprender el idioma para integrarse de mejor forma a esta nueva tierra.
El casting de los niños fue importante para Kishi: escogió a dos hermanos en la vida real para interpretar a los protagonistas y conservó sus verdaderos nombres en la película. La dinámica fraternal no se ensaya, es natural al trato que ya tenían de antemano. Esa decisión estratégica será común en distintas películas que deciden privilegiar dinámicas humanas previas, no forzar la organicidad de las relaciones filiales que imprimen los aspectos afectivos.
2.3. Sensorialidad y violencia
Noche de fuego (2021) es la primera ficción de la cineasta salvadoreña-mexicana Tatiana Huezo, luego de su reconocido trabajo documental (Tempestad, 2016 y El lugar más pequeño, 2011). Retomando el tema del narcotráfico y la violencia que genera en las comunidades en las que se instala, el filme transcurre en un pueblo aislado de la Sierra de México, donde una parte de los pobladores vive del cultivo de amapolas y otros de la extracción mineral. Las protagonistas son tres niñas en una especie de coming of age inserto en un ambiente hostil y violento producto del narcotráfico. Huezo prioriza la mirada hacia la infancia (desde la infancia y con la infancia), donde el mundo de los adultos que permanece vinculado al trabajo, el éxodo de los hombres del pueblo –los padres de las niñas– y el miedo constante hacia los narcotraficantes, convive en segundo plano con el de las niñas, que se asocia a la desobediencia, al juego y también a ese miedo que en parte está resguardado por el accionar de las mujeres adultas del pueblo.
El filme adapta la novela Prayer of the Stolen de Jennifer Clement: en ambas obras lo particular y cotidiano de estas niñas (que posteriormente crecen y se vuelven adolescentes) se va intercalando con aquello monumental asociado al mundo del tráfico de drogas: violencia por parte de los traficantes y también por las fuerzas policiales y militares, una realidad innegable y sin escapatoria.
La apuesta audiovisual es hipnótica: Huezo se mueve por un realismo sensorial, háptico, dado por una cámara que se aproxima a la piel, a las superficies de la naturaleza, a texturas de plantas, a un mundo natural microscópico, a sonidos cercanos y otros más distantes, todo en sintonía con el habitar de las niñas, su dimensión lúdica y el uso de sus sentidos. El objetivo pareciera ser que el espectador vea y escuche lo mismo que ellas, privándolo de una condición más omnisciente, aunque muchas veces puede intuir o proyectar mediante actos de escucha que se filtran al universo infantil. Esto aparece a través de una cámara a veces temblorosa, que dota de una energía infantil y femenina la existencia de las niñas, que deben cortarse el pelo de modo andrógino para evitar el secuestro por parte de las bandas violentas que cada cierto tiempo secuestran a menores.
El horror, sin embargo, dada la perspectiva infantil, se va tejiendo desde el fuera de campo, percibiéndose desde lejos: con las camionetas SUV que con sus motores ruidosos anuncian la llegada de estos hombres-bestias, pero también con las explosiones de la industria extractivista que va minando el profundo verdor de la zona y destruyendo el bosque; así como relatos que escuchan las niñas sobre secuestros que ocurren en el mismo pueblo y que desactivan las estrategias de las madres para resguardarlas. De ese modo, se va normalizando un terror inminente que hace dialogar la violencia con una niñez sumergida en la naturaleza, el canto de los pájaros, la lluvia, el follaje, los insectos y el interior de los hogares. La historia está dotada de cierta pureza y conexión con el paisaje: una sensibilidad exacerbada que refleja el vínculo de las mujeres con su entorno, una colectividad que funciona como estilo de vida y método de supervivencia. En esa línea, el filme logra no victimizarlas, pese a la vulnerabilidad con la que suele asociarse esa infancia.
Huezo trabajó con actrices de nueve años no profesionales, a quienes eligió mediante un casting que tardó casi un año y en el que priorizó su origen. Era relevante, por ejemplo, que las niñas fuesen del campo y con vidas afines al ámbito rural, de modo que las experiencias personales de estas no-actrices se vieran reflejadas en el filme.
Como en las otras obras analizadas, el juego ocupará un rol preponderante. Los momentos, por ejemplo, en los que las amigas adivinan lo que la otra piensa o hace: separadas y sin contacto visual hacen una suerte de ejercicio telepático, lo que las aferra entre ellas como un símbolo de protección, atención y unión.
Hay una elipsis temporal que divide el relato: en el segundo acto, las niñas tendrán 14 años, siendo interpretadas por otras actrices. Ya en la adolescencia, se involucran en ese entorno del cual las mujeres del pueblo intentaron protegerlas. Ana trabaja en la cosecha de amapolas, aprende a disparar armas y escapa de una inminente captura. En el último tercio del filme, cuando las protagonistas manejan más información acerca de su ambiente, son conscientes de las amenazas y reemplazan la realidad lúdica por una realidad fáctica. Así, el dispositivo basado en la sensorialidad se va atenuando, énfasis que se desvanece en la medida en la que la infancia se pierde. Con ello, se abandona esa visión de la violencia menguada por el juego, acercando más al espectador a los acontecimientos violentos de la comunidad retratada.
3. Conclusiones
En el corpus fílmico analizado se desarrollan relatos particulares en torno a la niñez y juventud, pero los contextos de sus personajes son representativos de realidades y problemáticas que operan a un nivel mayor. Se evidencian las carencias de la agencia política sobre la infancia en una era marcada, precisamente, por la despolitización como efecto de un capitalismo dominante, lo que se observa en estas historias a partir del desamparo y desprotección.
Al enmarcarse en contextos de violencia y vulnerabilidad, las tres películas se aproximan a estos estados sin posicionarlos necesariamente como un centro, sino que más bien construyendo una presencia amenazante y latente que afecta a niños y niñas de un modo mucho más potente que lo que admite ser contado. Es decir, cuando el caso real al que remite el filme es intolerable, es indecible, porque tiene a menores de edad en su centro, los cineastas intentan eludir la tragedia y el dolor: pasarlo por alto, sin nunca llegar a anularlo del todo.
En estos filmes observamos distintos dispositivos cinematográficos para procesar este horror; en todos los casos, tienen que ver con ciertas estrategias amortiguadoras de la realidad, limitando el acceso que pudiésemos tener al conflicto al cual alude cada una de las cintas y, enfatizando, por el contrario, el mundo interno, los modos de ver, de percibir y de expresar de niños, niñas y jóvenes. Estos mecanismos serán distintos en cada caso: en Mis hermanos sueñan despiertos hay todo un aparataje sonoro y visual que remite a la fantasía y a los sueños, indeterminando narrativamente ambos elementos o bien directamente inundando con ellos lo real. Las secuencias que ingresan en una estética de videoclip liberan la presión permanente del relato que, sin embargo, no deja de anunciarse. El abogado de los hermanos será claro en decir que ni el sistema judicial ni el Estado tienen un real interés por los jóvenes reclusos. No es trivial el hecho de que este filme se haya realizado en paralelo al estallido social de Chile: la cineasta anticipa (tanto acá como en su ópera prima) la indignación de la ciudadanía por el abandono de estos jóvenes y la violación reiterativa de sus derechos. Coincidimos con la visión de que la cineasta es “capaz de darle forma, belleza y justicia, aunque sea simbólica, a los miles de víctimas de un Estado más preocupado de unos paraderos quemados que en la vida de sus habitantes” (González Itier).
Los dos filmes mexicanos que revisamos no solo tienen en común que los roles protagónicos sean niños, sino también que ponen en escena a un tipo de sujeto ignorado y residual del capitalismo: niños pobres, que migran, niños abusados, escondidos, velados. Ambos se insertan en un grupo más amplio de películas que narran la migración, el narcotráfico, la violencia salvaje e inenarrable que genera. De esos temas ya sabemos mucho por los medios de comunicación; sin embargo, en estas películas los cineastas exploran el horror de otra manera, mediante otros recursos y, especialmente, interpelando al espectador desde la empatía, la ternura y la melancolía hacia el ser niño.
En el ámbito de una sociedad capitalista, los niños de estas películas aparecen desplazados. Podríamos decir que en el espíritu de estos filmes está intentar restablecer su dignidad, permitiéndoles, a pesar del apartamiento y la violencia, vivir como lo podrían hacer otros menores de edad: hacen aparecer en pantalla su figura. Y en ese contexto, la imaginación infantil funciona como puente a una realidad paralela a la de los adultos a su alrededor; la misma, pero atenuada, aunque intensificada tanto en sus dichas como en sus tristezas. El final de Los lobos será luminoso: la madre lleva a los niños a un parque de diversiones, cercano al pueblo en el que viven; de algún modo, logra cumplir la promesa de llevarlos a Disney, aunque el parque temático diste mucho de ese espacio paradigmático del sueño americano.
En la apuesta por abordar la migración, el autor opta por hacerlo desde la perspectiva de dos niños y de sus estados emocionales que se imprimen audiovisualmente mediante diversas estéticas. La película tiene un tono inocente, que se complementa con la mirada desde la infancia, y que permite que se intuyan las violencias contra los migrantes, que queden latentes, sin nunca aparecer del todo. Así, se instala como un filme ligero pese a la gravedad de lo que relata.
En ese sentido, es interesante pensar que estas películas, si bien tienen niños y hablan sobre niños, no están pensadas para el espectador infantil. Es la mirada de un adulto sobre un mundo de adultos que funciona bajo las lógicas de un capitalismo que subsume todo a su alrededor. Los finales nunca serán felices, a pesar de los niños en el bosque fuera del peligro del incendio, o del paseo al parque de entretenciones. Son fantasías que intentan evadir el hecho de que, al menos en las historias que acá se cuentan, las batallas parecen estar perdidas desde el inicio.
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Filmografía
600 millas. Dir. Gabriel Ripstein. Lucia Films, 2015.
B-Happy. Dir. Gonzalo Justiniano. Sahara Films Producciónes, 2003.
Blanquita. Dir. Fernando Guzzoni. Don Quijote Films, 2023.
Cómprame un revólver. Dir. Julio Hernández Cordón. Woo Films, Burning Blue, 2018.
Crónica de un niño solo. Dir. Leonardo Favio. Real Films, 1965.
De jueves a domingo. Dir. Dominga Sotomayor. Cinestación, Circe Films, Productora Forastero, 2012.
Club Sándwich. Dir. Fernando Eimbcke. Cinepantera, 2013.
El niño pez. Dir. Lucía Puenzo. Historias Cinematográficas, Ibermedia, INCAA, ICAA, Wanda Visión, RTVE, MK2 Productions, 2009.
El lugar más pequeño. Dir. Tatiana Huezo. Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC), FOPROCINE, 2011.
El Tila, fragmentos de un psicópata. Dir. Alejandro Torres. Cinepsis, Escuela de Cine de Chile, MG Fílmicas, 2015.
El último verano de la bollita. Dir Julia Solomonoff. Travesía Estudios, Domenica Films, El Deseo, Epicentre Films, 2009.
Gringuito. Dir. Sergio Castilla. Amor en el Sur Films, 1998.
Heli. Dir. Amal Escalante. Tres Tunas, Mantarraya Producciones, FOPROCINE, Le Pacte, No Dream Cinema, unafilm, Lemming Film, Sundance-NHK, Ticoman, Conaculta, Iké Asistencia, CNC, ZDF/Arte, Fonds Sud Cinéma, Ministère des Affaires Étrangères, Netherland Filmfund, 2013
La botera. Dir. Sabrina Blanco. Murillo Cine, Vulcana Cinema, 2019.
La camarista. Dir. Lila Avilés. La Panda, Amplitud, Bambú Audiovisual, 2018.
La jaula de oro. Dir. Diego Quemada Diez. Animal de Luz Films, Kinemascope Films, Machete Producciones, 2013.
La niña santa. Dir. Lucrecia Martel. Lita Stantic Producciones, El Deseo, Teodora Film, R&C Produzioni, La Pasionaria S.R.L, Fondazione Montacinemaverita, 2004.
La vendedora de rosas. Dir. Víctor Gaviria. Producciones Filmamento, 1998.
Largo viaje. Dir. Patricio Kaulen. Alberto Parrilla, Alberto Tasselli, Alfonso Naranjo, Enrique Campos Menéndez, 1967.
Lina de Lima. Dir. María Paz González. Carapulkra, Gema Films, Quijote Films, 2018.
Los lobos. Dir. Samuel Kishi. Animal de Luz Films, Alberije Cine y Video, Cebolla Films, EFICINE 226, 2019.
Los olvidados. Dir. Luis Buñuel. Entertainment One Films, 1950.
Mala junta. Dir. Claudia Huaiquimilla. Lanza Verde, Pinda Producciones, 2016.
Mamá, mamá, mamá. Dir. Sol Berruezo. Bomba Cine, Rita Cine, 2020.
Mami te amo. Dir. Elisa Eliash. Escuela de Cine de Chile, 2008.
Mis hermanos sueñan despiertos. Dir. Claudia Huaiquimilla. Inefable y Lanza Verde, 2021.
Miss Bala. Dir. Gerardo Naranjo. Canana Films, Misher Films, Sony Pictures, 2011.
Mitómana. Dir. Carolina Adriazola y José Luis Sepúlveda. Mitómana Producciones, 2010.
Noche de fuego. Dir. Tatiana Huezo. Pimienta Films, Netflix, 2022.
Norteado. Dir. Rigoberto Pérezcano. Tiburón Filmes, FOPROCINE, Mediapro, IMCINE, McCormick de México, IDN, 2009.
Pelo malo. Dir. Mariana Rondón. Artefactos S.F., Hanfgarn & Ufer, Imagen Latina, La Sociedad Post, Sudaca Films, 2013.
Rara. Dir. María José San Martín. Manufactura de Películas, Le Tiro Cine, 2016.
Tempestad. Dir. Tatiana Huezo. Pimienta Films, Cactus Fil & Video, Terminal, 2016.
Tire Dié. Dir. Fernando Birri. Universidad Nacional del Litoral, 1960.
Una semana solos. Dir. Celina Murga. Tresmilmundos Cine, 2007.
Valparaíso mi amor. Dir. Aldo Francia. Cine Nuevo Viña del Mar, 1969.
Ya no estoy aquí. Dir. Fernando Frías de la Parra. Panorama Global, PPW Films, 2019.
XXY. Dir. Lucía Puenzo. Wanda Visión, Pyramide Films, Historias Cinematográficas, Cinéfondation, Founds Sud. 2007.
1 Este artículo forma parte del proyecto de investigación Fondecyt inicio 11190709, “Desbordes del realismo en el cine latinoamericano contemporáneo: Chile, Argentina y México”.
2 En los dos textos que utilizamos para abordar el tema de la infancia, el filme Los olvidados será el gran antecedente e influencia al momento de pensar en las representaciones de los niños y niñas latinoamericanos en el cine. Nos referimos a los libros de Catalina Donoso y de Andrea Gremels y Susana Sosenski.
3 A pesar de que ciertos aspectos estéticos nos parecen indudablemente influenciados por el neorrealismo, coincidimos completamente con Donoso y su mirada sobre las influencias de este filme: “Desde una aproximación estilística, no es de extrañar que el filme de Buñuel se desmarcara del neorrealismo (corriente en boga tras las Segunda Guerra Mundial y para el cual la marginalidad era un leitmotiv) e incorporara elementos del surrealismo y de la tradición española vinculada al horror y al esperpento” (29).
4 Previamente, el cine chileno novísimo o centrífugo, de acuerdo con diversos autores, se instalaba en una tendencia más contemplativa y subjetiva. El estreno de El año del tigre (2011), de Sebastián Lelio, podría ser un hito para justificar ese año como posible umbral de recambio –particularmente argumental– en el cine nacional.
5 Otro libro que estudia este tema es Estéticas del desajuste (Pinto y Urrutia), donde se reúne un conjunto de ensayos sobre el cine chileno, documental y de ficción realizado en Chile entre 2010 y 2020. Los autores de los ensayos cartografían ciertas crisis sociales y sus manifestaciones audiovisuales, respecto de la educación pública y las demandas de los estudiantes, o las representaciones LGBTQ+, entre otros temas.
6 Nos referimos al caso de la jueza Karen Atala, que en 2010 demandó al Estado chileno en un juicio ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos: Atala Riffo y niñas vs. Chile.
7 Desde la literatura y con una perspectiva más directa en la denuncia, son interesante la novela Desierto sonoro y el ensayo Los niños perdidos, ambos de Valeria Luiselli, quien adopta una postura crítica y explícita al momento de hablar sobre la migración y la infancia, los hogares transitorios en la frontera con Estados Unidos, los peligros de los niños que muchas veces no logran cruzar y quedan separados de los padres.
8 En palabras del director, “La imaginación de los niños era algo importantísimo. La creación de los alter egos de los lobitos en animación nos permitía que ellos pudieran escapar hacia otros mundos sin salir de esas cuatro paredes, poder entender el drama interno de los niños por medio de sus dibujos” (González, “Entrevista”).