Revista de Humanidades Nº 48: 155-181 ISSN: 07170491 • DOI: 10.53382/issn.2452-445X.744

Surire de Perut+Osnovikoff: Observando el fin del mundo en la piel del desierto

 

PERUT+OSNOVIKOFF’S SURIRE: OBSERVING THE END
OF THE WORLD IN THE SKIN OF THE DESERT

 

 

Sebastián Figueroa

Universidad de Nueva Orleans

2000 Lakeshore Drive, Nueva Orleans, LA 70148, Estados Unidos

jfiguer1@uno.edu

 

 

Resumen

 

En este artículo analizo el documental observacional Surire (2015) de los realizadores Bettina Perut+Iván Osnovikoff desde una perspectiva metodológica que vincula la ecocrítica con una aproximación táctil a la imagen cinematográfica. Este documental muestra, sin comentarios, entrevistas o música, la vida cotidiana de una comunidad aimara que reside en las inmediaciones del Salar de Surire, un área natural protegida por el Estado de Chile. Paralelamente, Surire registra las operaciones extractivas de una mina de bórax que amenaza la biodiversidad del salar. De esta manera, el documental expone la crisis que experimentan las formas de vida que confluyen en lo que Macarena Gómez-Barris ha llamado la zona extractiva, es decir, aquellas regiones de alta biodiversidad que se han convertido, desde un paradigma colonial, en espacios de extractivismo y exclusión racial. Al mismo tiempo, el documental nos enseña cómo los habitantes humanos y extrahumanos del salar llevan la vida adelante a pesar de la crisis en que se hallan por medio de alianzas establecidas en los bordes de lo que Jens Andermann llama el inmundo. Partiendo de estos operadores teóricos, el ensayo aborda Surire desde la perspectiva de la violencia a la que están expuestos los habitantes del Salar y también de sus estrategias de sobrevivencia frente a la amenaza del extractivismo. Para esto, me enfoco en el uso de primerísimos planos de la piel de los cuerpos indígenas, los animales y la superficie del desierto, lo que crea una visualización háptica del entorno del salar y nos hace sentir la crisis en nuestros propios cuerpos.

 

Palabras clave: Bettina Perut, Iván Osnovikoff, Surire, documental observacional, desierto de Atacama.

 

Abstract

 

In this article, I analyze the observational documentary Surire (2015) by filmmakers Bettina Perut and Iván Osnovikoff from a methodological perspective that links ecocriticism with a haptic approach to the cinematographic image. This documentary shows, without commentary, interviews or music, the daily life of an Aymara community dwelling in the surroundings of the Surire salt flat, a natural area protected by the Chilean State. Surire also registers the operations of a borax mine which threatens the biodiversity of the salt flat. In this way, the documentary exposes the crisis experienced by the forms of life that converge in what Macarena Gómez-Barris (2017) has called the extractive zone, that is, those regions of high biodiversity which have become, from a colonial paradigm, in spaces of extractivism and racial exclusion. At the same time, the documentary reveals how the human and extra human inhabitants of the salt flat carry life forward despite the crisis in which they find themselves by way of establishing alliances at the edge of what Jens Andermann (2018) calls the inmundo. Starting from these theoretical operators, I focus on the use of extreme close-ups of the skin of indigenous bodies, animals, and the surface of the desert in Surire, which creates a haptic visualization of the environment of the salt flat and makes us feel the crisis in our own bodies, to analyze the violence towards the inhabitants of the salt flat as well as its survival strategies against extractivism.

 

Keywords: Bettina Perut, Iván Osnovikoff, Surire, observational documentary, Atacama Desert.

 

Recibido: 20/02/2023 Aceptado: 19/05/2023

 

 

 

“La imagen que se repliega a su propia materialidad al punto de despegarse de su dimensión imagética es también un lugar de resistencia”.

(Andermann, “La imagen piel” 19)

 

 

Introducción

 

Surire es un gran salar altiplánico que se encuentra a más de cuatro mil metros sobre el nivel del mar en la región de Arica y Parinacota, a 125 kilómetros al sureste de Putre, en la frontera con Bolivia. Es un ecosistema volcánico con lagunas y ríos salinos y una fauna sumamente diversa que incluye llamas, alpacas, pumas, flamencos, guallatas, patos juarjual y, por supuesto, el suri, una especie de ñandú que le da nombre al salar. Los numerosos flamencos del lugar se nutren de microorganismos que habitan las lagunas salinas tales como plancton, diatomeas, copépodos, anfípodos y dunaliellas, especies que se originaron millones atrás, mientras que los camélidos han sido domesticados por campesinos indígenas asentados allí por cientos de años. Surire también es una zona muy rica en bórax, una sal utilizada en la minería de oro y en la fabricación de cerámica y productos de limpieza y exfoliantes, entre otros. A pesar de que es un área protegida por el Estado de Chile, hoy existe una fuerte industria de extracción de este mineral que amenaza la biodiversidad del salar y las comunidades indígenas que allí habitan. A esto se suma la creciente minería del litio en regiones cercanas al salar, lo que ha provocado la desaparición de lagunas salinas y un incremento en la sequía. Así, el Salar de Surire se ha convertido en un territorio particularmente vulnerable a los efectos del calentamiento global, poniendo en riesgo extremo a la flora y fauna del altiplano, así como a las culturas que allí han permanecido por siglos a pesar de la colonización y el capitalismo (Garcés 49; Valverde Soto; Latombe).

En efecto, a pesar de ser una zona extrema y aislada, el salar de Surire forma parte de la historia de colonialismo del desierto de Atacama, espacio que ha jugado un rol importante en el sistema del capital global en diferentes momentos de la historia moderna: primero, con la conquista española en el siglo XVI, luego, con el auge de la industria del salitre en el XIX; y en el XXI con la explotación del cobre y el litio. Después de la colonización española y su incorporación a Chile, esta zona del altiplano fue dividida en fronteras políticas y nacionales que desmontaron una historia de adaptación e intercambio cultural entre comunidades indígenas que databa de hace miles de años, transformándola en una región disponible para proyectos nacionalistas, militaristas y extractivistas (Romero-Toledo 6, 10). En este contexto, cabe notar el proceso de chilenización que se llevó a cabo luego de la Guerra del Pacífico (1879 y 1884), que consistió en un proyecto de asimilación cultural que afectó no solo a peruanos y bolivianos, sino también a indígenas y afrodescendientes por medio de adoctrinamiento en escuelas y el ejército (Cádiz Villarroel 12-3). Con el auge del salitre en el siglo XIX y del cobre durante la segunda mitad del siglo XX, el desierto de Atacama se convirtió en un polo industrial que contribuyó a consolidar el proyecto de modernización nacional. Posteriormente, la dictadura de Pinochet (1973-1989) asoló el territorio con una ola de terror que incluyó campos de concentración y desapariciones forzadas, desmontó la cultura revolucionaria que se había desarrollado con la minería y transformó el norte de Chile en un laboratorio de experimentación neoliberal (Spira 127-129; Frazier). Esto dio pie a uno de los ciclos más lucrativos en la historia minera del país, reflejada en las exportaciones de cobre que situaron a Chile como el principal productor a nivel mundial. Este ciclo minero ha impactado fuertemente en las comunidades y ecosistemas del norte debido a la precariedad laboral, contaminación y uso excesivo de agua, entre otros factores. Con el auge del litio, los salares y humedales del desierto han quedado expuestos a la intervención del capital minero, que se expande hacia territorios anteriormente no del todo mercantilizados, algunos de ellos ecológicamente frágiles, con el fin de apropiarse de nuevos recursos y reproducirse en el tiempo. Hoy, incluso, bajo un supuesto modelo de futuro sostenible sobre energía eléctrica, pero que se basa en estrategias de explotación de las personas y el medio ambiente tan destructivas como las del pasado.

La literatura, el arte y la ciencia han sido clave para advertir la creciente centralidad del desierto de Atacama en tanto territorio donde el capital y el Estado intentan resolver sus contradicciones de cara al futuro, dando cuenta del enorme avance extractivista y los cada vez más frecuentes conflictos socioambientales y desastres naturales ligados a la minería. Entre otros, cabe destacar el documental Nostalgia de la luz, de Patricio Guzmán (2010), la novela Tierra Amarilla, de Germán Marín (2014), la exploración artística sobre la minería del litio The Breast Milk of the Volcano, del grupo de arte Unknown Fields (2016), las fotografías aéreas de las piscinas de litio de David Maisel (Desolation desert, 2018) o los vídeos de Ana Alenso (Desviar la inercia, 2019). Cabe decir que la tematización del desierto en la cultura contemporánea no se limita a esa región, sino que tiene un alcance global. Desde la Guerra del Golfo en 1990-1991 en Irak y la demanda de litio para la fabricación de baterías eléctricas en años recientes, los desiertos del mundo se han convertido en laboratorios de experimentación militar y extractiva, en muchos casos con efectos ecológicos y humanos desastrosos, tales como la extinción de especies y la migración forzada (Lambert 22-3). El desierto se ha erguido así en uno de los paisajes predominantes del Antropoceno, la nueva era geológica que nace con el capitalismo moderno y en la cual los seres humanos se han convertido en agentes plantarios. El Antropoceno se suele representar como un proceso de desertificación del mundo, donde predomina la muerte y lo inanimado por sobre lo viviente1. Esto ha sido estudiado, por ejemplo, por la antropóloga y teórica australiana Elizabeth Povinelli (2016), quien ha escrito sobre el desierto como una figura, más que como un ecosistema, que hace visible las necropolíticas con que funcionan tanto el capitalismo fósil como el informacional (17). Ahora bien, la emergencia del desierto como imagen del futuro, o más bien de no futuro, como ha ensayado la teórica poscolonial Gayatri Spivak en sus lecturas de lo planetario en la novela global, también nos incomoda y obliga a pensar en posibles alianzas entre lo humano y lo no humano con el fin de enfrentar la crisis en que vivimos como especie (73).

En este ensayo analizo el documental Surire de Perut+Osnovikoff como una manifestación del imaginario del desierto en tanto paisaje del fin de mundo. Este documental registra, sin narración ni música y solo algunos diálogos, el conflicto social y ecológico abierto por el capital minero en una zona extrema del desierto de Atacama. Mediante tomas panorámicas y planos detalles, el documental se centra en la vida cotidiana de algunos sujetos que residen en las inmediaciones del salar, así como en la peculiar ecología del área, donde hay poco oxígeno y la temperatura desciende significativamente durante la noche. Paralelamente, el documental muestra las operaciones de una mina de bórax que amenaza la biodiversidad del salar, enfocándose en retroexcavadoras y camiones que contrastan con el paisaje y la fauna del altiplano (imagen 1). De esta manera, Surire expone cómo se vive dentro de lo que Macarena Gómez-Barris ha llamado una zona extractiva, es decir, regiones de alta biodiversidad que se han convertido en espacios de explotación de recursos y exclusión racial (XVI).

 

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Imagen 1: Surire, Perut+Osnovikoff, 2015.

 

Con la representación del salar en tanto “zona extractiva”, Surire revela de qué manera la categoría de paisaje, en tanto estrategia visual de la modernidad que proyectaba una idea de belleza natural ligada al deseo de acumulación, ha claudicado frente a la violencia del capital contemporáneo (Andermann, Tierras 22). Más aún, el documental nos muestra cómo, en la zona extractiva, las poblaciones indígenas y las especies autóctonas están sujetas a una forma de violencia que no necesariamente es espectacular o explícita, sino que gradual y generalmente ignorada por los principales medios de comunicación y, por lo tanto, debe ser representada de formas no convencionales. Esto es lo que Rob Nixon define como violencia lenta, en alusión a la manera en que se experimenta el cambio climático, la radioactividad o la deforestación, sobre todo entre minorías raciales (2). Para representar esa violencia, Perut+Osnovikoff echan mano de imágenes en primer plano de la piel de los cuerpos indígenas, los animales y la superficie del desierto, creando una visualización háptica del entorno del salar, que invita a sentir en carne propia la crisis en que viven estas comunidades en peligro. De esta forma, haciendo casi palpable las texturas, grietas y relieves del salar y sus habitantes, el documental nos muestra cómo la vida persiste en el territorio –a pesar del aislamiento y la desprotección– y de esa forma entrega lecciones para el resto del mundo en el contexto del Antropoceno2.

Centrándome en Surire, en este ensayo me interesa, por tanto, dar cuenta de la violencia que afecta a las comunidades humanas y no humanas del salar y, también, llamar la atención sobre sus estrategias de supervivencia y resistencia. Para esto me baso en la categoría de inmundo propuesta por Jens Andermann, que designa esas “zonas de exclusión/extracción donde ya tiene, incesantemente y de mil maneras, el evento del fin del mundo” (“Despaisamiento” 5). Este inmundo no solo designa la destrucción y muerte que caracterizan el fin del mundo, sino también las sobrevidas que emergen de las ruinas, en cuanto cosas que no están dadas ni cerradas, sino que tienen que imaginarse por medio de arte. Estos restos o sobras del fin del mundo, en tanto hecho que ya ha tenido lugar en la historia y seguirá ocurriendo, especialmente entre poblaciones indígenas, son el resultado de alianzas provisionales entre materialidades diversas que emergen en condiciones precarias. Partiendo de esta categoría, en mi análisis de Surire me enfoco concretamente en las alianzas que se forman entre personas, animales y cosas en el entorno del salar, para responder a la amenaza del extractivismo y la catástrofe ambiental. Para esto, examino las particularidades formales de Surire, principalmente su uso de imágenes táctiles a partir de primeros planos extremos del desierto y los cuerpos de personas y animales, que no solo cuestionan la supuesta neutralidad de la estética observacional, sino que además nos ponen en la piel de los sujetos del documental. Las preguntas que guían mi análisis son las siguientes: ¿cómo se lleva adelante la vida en la zona extractiva?, ¿cómo pensar a las comunidades, especies y culturas que yacen al borde de la extinción?, ¿cómo el documental de Perut+Osnovikoff visibiliza la violencia del extractivismo infligido a las comunidades indígenas marginadas por el Estado?, ¿cómo puede ayudarnos la película a reconocer y reevaluar el conocimiento de esta comunidad aislada sobre la manera en que se vive en condiciones climáticas extremas, y cómo podemos sacar lecciones de ello para nuestro futuro como especie?

 

 

Perut+Osnovikoff: documentar el margen

 

Surire es el séptimo documental de la dupla Bettina Perut e Iván Osnovikoff, quienes trabajan hace décadas juntos en la realización de documentales con una estética muy particular, en la que destacan los primerísimos planos y un montaje irónico sobre temas como la muerte, la soledad y la vejez. Tal como vemos hasta cierto punto en Surire, los sujetos de sus documentales suelen ser personas desamparadas y solitarias, que viven el ocaso de su vida en circunstancias precarias, rodeadas de desechos y recuerdos. Este es el caso de Un hombre aparte (2001), un meta-documental sobre Ricardo Liaño, un viejo inmigrante español en Chile que intenta reconstruir su supuesta vida de éxito luego de haber caído en la ruina y el abandono. Bajo la idea de que el documental es en realidad una película sobre sí mismo, Liaño relata cómo, a lo largo de su vida, fue promotor de boxeo y de celebridades, lo que lo llevó a conquistar el éxito y la riqueza y a establecer relaciones con personalidades políticas como el entonces presidente de España, José María Aznar. Consciente de su propia decadencia, Liaño vive ahora empobrecido en un pequeño y desastrado departamento cerca del Río Mapocho, rodeado de periódicos antiguos y agendas telefónicas llenas de contactos inútiles, entre ellos el de su propio hijo, quien evita encontrarse con él a toda costa. Pese a todo, Liaño intenta lanzar una Campaña Mundial Infantil Juvenil Antidrogas en Chile con el fin de contribuir a la sociedad y hacerse rico a la vez, lo que lo lleva a participar de programas radiales y a reunirse con representantes de gobierno. Así lo vemos moverse por la ciudad, con su cuerpo debilitado y su escasa dentadura, encontrándose y desencontrándose con algunos sujetos tan desorientados como él. Si bien, como han reconocido los propios realizadores, el documental es un montaje y una manipulación de un personaje antes que un registro objetivo de Liaño. Perut+Osnovikoff entregan a través de su historia un ángulo aparte, en el sentido de diferente y marginal, sobre el fracaso en un Chile cada vez más sometido a la fantasía neoliberal del éxito.

Otro elemento recurrente en los documentales de Perut+Osnovikoff, que también vemos en Surire, es la muerte como tema cinematográfico y los cadáveres y animales como sujetos del documental. Por ejemplo, en Noticias, una cinta observacional de carácter forense de 2009, vemos largos planos detalles con imágenes de cuerpos de víctimas de accidentes vehiculares o de homicidio en el sitio del deceso, ya sea la calle o un basurero. Paralelamente, el documental nos muestra imágenes, muchas de ellas en primer plano, de primates en un zoológico, incluso uno de ellos bajo anestesia general durante un procedimiento médico, lo que yuxtapone los cuerpos humanos y no-humanos en el marco de lo inerte y lo inanimado. La muerte como tema también sobresale en La muerte de Pinochet (2011), en el que vemos continuos primeros planos del cadáver del general en su urna, lo que al mismo tiempo lo humaniza como dictador y lo deshumaniza como persona, una ambivalencia que se expresa también en los relatos de sus fanáticos y detractores. A partir de esos testimonios, pronunciados por sujetos excéntricos –entre los que figura el escritor, mendigo y personaje popular José Onofre Pizarro Caravantes, más conocido como el Divino Anticristo–, el cuerpo del dictador se vuelve un fetiche, una cosa para ser adorada o repudiada, lo que muestra cómo la batalla por la memoria en Chile sigue abierta.

Los animales como sujetos del documental es lo que define Los reyes (2018), quizá el documental más conocido y premiado hasta ahora de la dupla3. En esta cinta seguimos muy de cerca la rutina de dos perros callejeros, Fútbol y Chola, en la pista de patinaje del Parque de los Reyes en Santiago de Chile, creado en 1992 como un regalo de los reyes de España a Chile para celebrar el Quingentésimo Aniversario del Descubrimiento de América. Este es un extenso parque urbano con senderos naturales y pistas deportivas localizado junto al río Mapocho en los márgenes de la ciudad de Santiago, en lo que eran las antiguas estaciones de ferrocarriles, por lo que en sí mismo simboliza un cambio en el diseño urbano ligado a la transición democrática y sus políticas de recreación. En forma yuxtapuesta a las imágenes de los perros callejeros, el documental registra las conversaciones de un grupo de adolescentes que suelen ir a la pista de patinaje a practicar skate, a la vez que a drogarse y perder el tiempo, volviendo visible las zonas de exclusión e informalidad del neoliberalismo. Sin embargo, nunca vemos a los adolescentes, sino que solo escuchamos el registro sonoro de sus conversaciones encima de las imágenes de los perros, lo que vincula a unos y otros en niveles narrativos divergentes. De este modo, el documental rompe la frontera entre sujetos humanos y animales, mostrando sus estrategias de cooperación y supervivencia en los bordes de la sociedad, y también ironiza sobre los límites éticos y políticos del documental al momento de registrar la pobreza y la marginalidad.

Todos los temas mencionados se pueden ver en Surire, aunque en un marco completamente diferente: en vez del paisaje urbano o semiurbano, el paisaje extremo de un salar altiplánico se convierte en el escenario para observar la manera en que sujetos y animales, atravesados por el extractivismo y el colonialismo, experimentan el paso del tiempo en un mundo cada vez más cerca del fin. En Surire vemos nuevamente cómo Perut+Osnovikoff proyectan una continuidad entre los cuerpos y las materialidades que los rodean. Se trata de una continuidad perceptual y, al mismo tiempo, ontológica, donde un miembro humano puede confundirse con el de un animal o la cara fría de una roca para mostrar que lo que vemos no es más que un borde precario de lo real. En esa misma línea, los planos detalle con que suelen montar sus documentales tienden a desconectar el sujeto de su mundo, rompiendo la continuidad entre fragmento y totalidad, lo que nos fuerza a preguntarnos qué es lo que vemos, en un tono irónico, cuando nos situamos como espectadores ante estas instancias de crisis. De esta manera, el trabajo de Perut+Osnovikoff se puede describir como una estética de la precariedad que afecta a comunidades humanas y no humanas por igual, llevándonos hacia zonas residuales de la sociedad y haciéndonos la pregunta por la ética de la imagen-movimiento en una época en que la vulnerabilidad se ha vuelto una condición.

 

 

Surire y la observación táctil

 

Surire registra sin relato ni entrevistas la vida de los pocos habitantes del salar de Surire: una anciana llamada Clara Calizaya que vive sola junto a sus dos perros, Chunka y Perico; una pareja de ancianos que contratan a un niño boliviano para que les cuide las llamas mientras van de visita a Arica; y, por último, la vida cotidiana del solitario guardabosques del salar. El documental también se centra en los animales del entorno, tanto la rica fauna endémica como las mascotas de las dos familias. Todo esto aparece intercalado por imágenes de retroexcavadoras y camiones que extraen bórax desde el salar, que generalmente aparecen en el fondo del cuadro, minúsculas y borrosas, en ocasiones junto a sujetos tanto más microscópicos, pues son captados a kilómetros de distancia con un teleobjetivo. Como reverso a esta captura distante, en el documental se repiten primerísimos planos de los cuerpos de los miembros de la comunidad aimara, así como acercamientos extremos a insectos y burbujas que brotan del subsuelo. El resultado es un montaje de mundos (animales, minerales y tecnológicos) superpuestos en un borde que no es solo geográfico, sino también ontológico: un umbral entre lo humano y lo no-humano, el mundo y el inmundo, en la medida que algunas de estas formas de vida están en vías de extinción –quizás irreversible– a causa de la explotación minera. En esta línea, el documental se puede definir como lo que Gianfranco Selgas, basándose en los trabajos de Martín Arboleda, ha llamado un “archivo de la mina planetaria”, a saber, “el empleo del arte como una forma de archivo cultural que registra la imbricación socio-ecológica activada por las múltiples dimensiones de la minería en Latinoamérica” (112). Como todo archivo, Surire no solo registra una imbricación socio-ecológica, sino también el proceso de muerte y duelo con que se construye la memoria de un presente en crisis.

A pesar de enfocarse en un ecosistema en peligro, los directores han insistido en que Surire no es un documental ambientalista ni antropológico, sino que una película de observación sobre una serie de personajes en un paisaje estéticamente sobrecogedor4. En efecto, Surire se asemeja en ocasiones a un documental de observación naturalista que hace uso de súper lentes para capturar animales silvestres exóticos o fenómenos geológicos únicos tales como la evaporación salina o las aguas termales. Esto abre una primera interrogante sobre el lugar de Surire en la tradición latinoamericana del cine documental, en la que suele haber narración, comentario político o incluso denuncia. Perut+Osnovikoff, en cambio, se concentran en acciones cotidianas, sin un correlato político o ecológico claro y donde prácticamente no pasa nada, no hay entrevistas ni comentarios que determinen el sentido de las imágenes. De hecho, el único conflicto es el que tiene la pareja de ancianos que vive en el lado chileno y que debe contratar a un niño del lado boliviano para que cuide las alpacas mientras se van a celebrar la navidad a Arica, en la frontera con Perú. El niño debe cruzar la frontera a pie, de modo que la pareja de ancianos le ofrece una bicicleta como parte de pago. Aunque no se trata de un conflicto social o mayor, con esta situación el documental deja al descubierto una frontera que es política y no geográfica, es decir, una frontera que nace como resultado de una guerra entre naciones para satisfacer la demanda de recursos del capital global, pero que ha fragmentado a las comunidades indígenas. Si bien la capacidad del niño para atravesarla sin grandes apuros exhibe la porosidad de esta frontera, rearticulando una continuidad entre territorios y comunidades que data de tiempos prehispánicos, la situación en esta región se ha vuelto también problemática por las enormes reservas de litio que existen en las cercanías, lo que ha generado el interés del capital ligado a la energía eléctrica5.

Partiendo de esta idea, en este ensayo quiero poner en discusión la estética observacional del documental al momento de plasmar la vida de estas comunidades humanas y extrahumanas del salar. Según Bill Nichols en su seminal Representing Reality, el documental observacional busca representar hechos sin la mediación de un cineasta o un comentarista, caracterizándose por la falta de narración, títulos o música, así como por el uso de sonido directo y largas secuencias. De esta forma, el documental observacional pretende mostrar la realidad por sí misma, pero esto no significa que se trate de un registro neutral o descontextualizado. En efecto, el cine observacional suele ser muy personal, estilizado o analítico, sobre todo en lo que se refiere a la cinematografía y el montaje: en efecto, el documental observacional se apoya “en la edición para agrandar la impresión de tiempo vivido o real […] lo que hace al filme observacional una forma particularmente vívida de representación en ‘tiempo presente’” (Nichols 38, 41)6. Una estrategia de montaje recurrente en el cine observacional es la yuxtaposición de secuencias divergentes, lo que revela su carácter híbrido y experimental, pero en un registro directo que intenta producir un efecto de lo real: “estos momentos […] parecen ‘reales’, esto es, como si se originaran en el mundo histórico antes que en las estrategias enajenantes de un argumento” (41). Hay que agregar que la estética observacional encuentra sus raíces tanto en el cine científico y naturalista como en el documental etnográfico de los años sesenta, tales como el cinema verité de Jean Rouch o la tradición del cine directo de Frederick Wiseman y Albert Maysles (MacDougall 4; Saunders 145-68). Mientras en el cine científico se aprecia una estrategia expositiva del otro o de un fenómeno natural, en el cine directo, sin embargo, vemos una aproximación afectiva del entorno, lo que ofrece “al espectador la oportunidad de ver en detalle y escuchar de oídas la experiencia vivida de los otros, de hacer sentido de los ritmos distintivos de la vida cotidiana” (Nichols 42). Surire también tiene algunas características de las tendencias más políticas del tercer cine en América Latina, como las películas Chircales (1972) de Marta Rodríguez y Jorge Silva y La batalla de Chile (1973) de Patricio Guzmán, donde la observación de sujetos populares busca producir concientización e indignación entre los espectadores. En este sentido, Surire se conecta con variantes más bien políticas y afectivas antes que cientificistas del cine observacional, aunque usando también la ironía y el absurdo como estrategias narrativas, lo que indica hasta qué punto el documental une lo etnográfico, lo político y lo ecológico con lo experimental.

La fotografía de Surire, dirigida con maestría por Pablo Valdés, es precisamente una de las principales dimensiones del documental que excede la lógica observacional. Gran parte del filme contiene planos generales y medianos en gran angular seguidos de primeros planos extremos que distorsionan la percepción. Así, por ejemplo, vemos secuencias en las que partes íntimas de los cuerpos de los sujetos vienen seguidas de imágenes del desierto en gran angular; o en las que el detalle de una mosca jugando con una mota de polvo antecede tomas amplias y sostenidas de camiones que circulan en el horizonte como si estos fueran los insectos y no al revés (imágenes 2 y 3). Esto produce una visualización distorsionada, donde lo distante se ve cercano y lo grande, pequeño. Esto tiene también un efecto físico en el espectador, que parece involucrarse en la imagen, apropiándose de la cámara –en línea con el cine-ojo de Dziga Vértov– para observar con detenimiento lo que parece inaccesible.

 

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Imágenes 2 y 3: Surire, Perut+Osnovikoff, 2015.

 

Cabe recordar que observar significa, literalmente, “poner delante” o “poner de cerca” con el propósito de estudiar o mirar con atención, pero de manera objetiva, es decir, sin incorporar al sujeto que observa. Esto explica el uso recurrente en Surire del teleobjetivo para acercar cosas e individuos que no son fácilmente reconocibles con el fin de estudiarlos con atención etnográfica, lo que nos hace recordar la intimidad de los filmes de Jean Rouch, cuyos primeros planos con cámara portátil nos hacen sentir que “compartimos el mismo espacio y existimos junto a los sujetos” que se filman, destruyendo la “distancia creada en los modos expositivos del documental […] en favor de un espacio compartido” (St-Hilaire s. p.). La manera en que la observación ocurre en el documental de Perut+Osnovikoff –sin comentarios, pero a través de primeros planos extremos– nos recuerda lo que decía Trinh T. Minh-ha de que el documental etnográfico no debe hablar acerca de, sino que cerca de los sujetos que observa, dando cuenta de lo evidente y lo obvio y evitando los juicios morales: “hablar de cerca […] no es solo una técnica […] Es una actitud en la vida, una forma de posicionarse uno mismo en relación con el mundo” (Chen y Minh-ha 87). De esta forma, Surire nos muestra que la estética observacional se funda sobre la base de una intimidad con los sujetos que se quiere inspeccionar, para dar cuenta de su mundo desde una perspectiva compartida, obligándonos a repensar nuestra propia relación como sujetos que no solo prestamos atención a ciertas vidas en crisis, sino que también participamos de estas incluso a la distancia, en la medida que se trata de una coyuntura ecológica que nos afecta a todos.

Lo anterior se puede ver sobre todo en la superposición de plano y trasfondo en cuadros que, como imágenes dialécticas, presentan una oposición entre elementos distantes y cercanos en sí mismos. Este es el caso del plano en que animales tales como patos y flamencos aparecen en el frente de la pantalla y máquinas extractivas en el fondo, lo que deja al descubierto la simultaneidad de dos procesos contradictorios en la pantalla: el de la reproducción de la vida y el de la reproducción del capital. Ciertas tomas panorámicas, capturadas tan lejos que la temperatura de la imagen sube significativamente, hacen también que se disipen las formas de personas, animales y rocas, fundiendo cuerpo y paisaje en un todo (imagen 4). Así, Surire pone de manifiesto una crisis ontológica además de ecológica, en la que se superponen mundos y temporalidades. Esto es clave para la emergencia de una conciencia planetaria de la crisis ecológica en que estamos inmersos en tanto especies que conviven con otras. Cabe agregar que esta superposición de tiempos parece estar reflejada en el propio bórax que se extrae del salar: en tanto sal cristalizada, este mineral se puede ver como lo que Deleuze, en su filosofía del cine, llamó una imagen-cristal, a saber, aquellas imágenes fundadas sobre lo actual y lo virtual al mismo tiempo, que capturan la separación entre el pasado y el presente en el momento en que ambos son, sin embargo, indiscernibles. Como afirma Deleuze, la imagen-cristal “consiste en la unidad indivisible de una imagen actual y ‘su’ imagen virtual”, lo que muestra que “el presente tiene que pasar para que llegue el nuevo presente, tiene que pasar al mismo tiempo que está presente […] La imagen, por tanto, tiene que ser presente y pasado […] al mismo tiempo” (Deleuze 110-1). En el caso de Surire, el bórax cristaliza el momento en que el presente del mineral se vuelve un pasado del capital. Y no solo el bórax, sino también las vidas inscritas en el desierto, volviéndolas un aspecto más del sacrificio. De ese modo, el desierto aparece como la imagen del presente en el momento en que se vuelve pasado degradado.

 

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Imagen 4: Surire, Perut+Osnovikoff, 2015.

 

Surire ofrece, entonces, una manera diferente de observar en/el cine, es decir, no como un poner la imagen frente a nosotros, sino como un ponernos a nosotros frente a ella, llevando el cuerpo del espectador lo más cerca del lugar de la crisis y no al revés. Esto nos recuerda que “las imágenes toman cuerpo”, como sostiene Jens Andermann, “solo en la medida en que les cedamos el nuestro” (“La imagen piel” 18). Así, Perut+Osnovikoff parecen estar buscando, más que una percepción cristalina, una visualización háptica de la realidad, es decir, un tipo de visualización que corresponde a aquellas imágenes que no se ven solo con los ojos, sino que exigen que las percibamos con todo el cuerpo. Este tipo de representación fílmica, generalmente asociada a los primeros planos extremos y a la imagen borrosa, intenta mostrar el material por sí mismo en vez de enmarcarlo en una narrativa, generando una sensación de tacto o de ser tocado en el espectador (Kuhn y Westwell). De acuerdo con Laura Marks, la visualidad háptica invita al espectador a percibir la imagen de forma íntima, corporal y, de esta manera, “despiertan una respuesta emocional o visceral” (28). Cabe decir que la visualidad háptica también fue estudiada por Deleuze y Guattari en Mil mesetas, quienes la definen como una mutación sensorial que ocurre en el espacio liso, volviendo próximo lo lejano e indiscernible el plano del fondo7. En ese sentido, las imágenes hápticas se asemejan a la superficie del desierto, pues unen cosas horizontalmente, como líneas de fuga que emergen incluso entre las estriaciones que impone el poder, y así pueden dar cuenta de la violencia lenta e invisible que ocurre en las zonas extractivas.

En esta línea, cobra mucho sentido el énfasis que ponen Perut+Osnovikoff en la piel de los ancianos aimara, las arrugas y los surcos en sus manos y pies, que hacen que la piel se fusione con el suelo agrietado del desierto (imagen 5). Ambas superficies emergen en el documental como si fueran capas de memoria que se solapan y a la vez se diferencian. Las arrugas y la piel cobriza de los aimaras hablan del paso del tiempo y el conocimiento ancestral de este territorio inhóspito, mientras que la piel salada y agrietada del desierto, la piel que intenta ser estratificada por el Estado y el capital transnacional en rutas y socavones mineros, refleja las heridas producidas por el extractivismo.

 

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Imagen 5: Surire, Perut+Osnovikoff, 2015.

 

Además de estas imágenes, hay dos secuencias que expresan con profundidad la dimensión háptica de Surire. Una de ellas es el momento en que Clara, la anciana que vive sola junto a sus perros, va al pueblo cercano a hacerse la pedicura para así aplacar las malformaciones en sus dedos producto del uso de sandalias y la propia vejez. En la secuencia, vemos al médico local cortándole las uñas de los pies a Clara y quitándole las imperfecciones con una máquina mientras algunas personas celebran la Navidad en la otra sala del centro comunitario, cantando villancicos. Esta curiosa secuencia, como suelen hacerlo los documentales de Perut+Osnovikoff, subraya la dimensión surrealista de la realidad al punto de incomodar al espectador, quien, al mismo tiempo, puede sentir cómo el médico da nuevamente forma a la piel de los pies de la mujer, provocando una experiencia casi física de la imagen. Este es también el caso de la larga secuencia en la que Clara le quita la piel a una cabra que recientemente ha sacrificado para su alimentación; aquí se puede sentir, incluso con más incomodidad que con la pedicura, la naturaleza táctil de la película en su representación de lo real, en la que el desollado del animal puede funcionar como metáfora de la minería en el desierto (imagen 6). En este sentido, Surire no solo hace del ojo otro órgano del tacto, sino también conjura el espectro de la violencia en que viven los sujetos del documental. Esto es lo que arguye Juliana Martínez en su reciente libro sobre el realismo espectral de películas colombianas como La Sirga (William Vega, 2012). Este tipo de realismo cinematográfico no cuenta nada en particular ni tampoco exhibe formas espectaculares de violencia, sino que hace sentir, casi físicamente, el paso lento e invisible del terror en la vida cotidiana de las personas y los territorios. En sintonía con esto, Surire representa la destrucción lenta e imperceptible y, simultáneamente, evidente y brutal del entorno del salar. Esto nos hace pensar en la apariencia fantasmática de la violencia colonial-extractiva, que retorna junto al capital minero como un espectro y, por lo tanto, necesita ser representado de maneras táctiles y afectivas, además de visuales.

 

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Imagen 6: Surire, Perut+Osnovikoff, 2015.

 

Conclusiones

 

El propósito de Surire es dar cuenta del escenario de emergencia social y ecológica en que se encuentran las comunidades humanas y extrahumanas del salar producto de la minería y el colonialismo. En ese sentido, no cabe duda de que se trata de un documental ambientalista. Al mismo tiempo, Perut+Osnovikoff buscan exponer una modulación local de la crisis ecológica global y hacérnosla sentir en el cuerpo mediante imágenes hápticas de los cuerpos aimara, los animales y la propia superficie del desierto intervenida por la máquina extractiva. Por medio de una dialéctica entre distancia e intimidad en el montaje de estas imágenes, el documental termina provocando una reacción afectiva en el observador. Esto nos devuelve a la pregunta por la estética de la observación en un contexto radicalmente diferente: lo que parecen ser los últimos días de un mundo que está por acabarse. Surire nos enseña, en otras palabras, que observar el fin del mundo en la piel del desierto significa sentirlo en carne propia a través de la imagen.

Otro aspecto determinante del documental es el registro de las estrategias de adaptación y cooperación de las comunidades humanas y extrahumanas del salar a pesar de la violencia a la que están expuestas día a día. Me refiero a las alianzas entre las personas, los animales, los elementos naturales y las cosas que hacen posible la vida en el salar de Surire. Estas alianzas no consisten en formas organizadas de resistencia ambiental, sino en estrategias para la supervivencia en condiciones precarias, la mayoría de ellas improvisadas e inestables. Estas se encuentran contenidas en las imágenes táctiles del documental, así como en los sonidos que irrumpen en medio de las tomas panorámicas, acercándonos físicamente a la película. De este modo, el balbuceo de sujetos solitarios realizando sus labores cotidianas; el cruce de lenguas y acentos que van del aimara al español y del chileno al boliviano; los ruidos de los animales que viajan por la superficie del desierto; y el viento altiplánico que todo lo rodea, viene a conformar la lengua del inmundo, ese lenguaje todavía inarticulado que emerge de zonas de catástrofe y sobrevida en el que el tiempo futuro se debe conjugar de otros modos.

Para finalizar, me gustaría llamar la atención sobre una secuencia que representa muy bien los matices de las alianzas entre entidades humanas y extrahumanas que se cuajan en la zona extractiva. Se trata de la secuencia en que vemos al niño boliviano montando la bicicleta que le cede uno de los ancianos de la comunidad a cambio de cuidar sus llamas mientras están fuera por Navidad (imagen 7). Esta no es una alianza entre especies, sino una alianza entre personas y cosas. Sabemos que el niño ha estado buscando una bicicleta para cruzar la frontera entre Chile y Bolivia, pero la bicicleta que le cede el anciano no está en buenas condiciones y, de hecho, el niño parece no saber montar una todavía. Aun así, lo vemos haciendo el intento, cayendo al suelo mientras los animales lo miran, hasta que es capaz de rodarla cuesta abajo. Creo que esta secuencia simple y hasta trivial del documental nos hace ver no solo la importancia de la alianza entre las personas y las bicicletas –lo que adquiere muchísima pertinencia en un entorno amenazado por los combustibles fósiles–, sino que también nos llama a recuperar el valor de uso sobre el valor de cambio de las cosas. Esta es otra de las simples lecciones que podemos sacar del documental: los humanos, los animales, las cosas y las culturas siempre pueden tener una vida futura, incluso después de ser desechados. La imagen del joven atravesando el desierto sin rumbo en la bicicleta reciclada, a pesar de que no sabe conducirla, nos hace ver que nuestra tarea, junto con representar el extractivismo y desentrañar sus operaciones –que por mucho que ayude a entender el capital no necesariamente ayuda a destruirlo–, es recuperar el valor de uso de las cosas desechadas. Quizá esto reafirme la lección estética que nos ha dejado históricamente el cine: interrumpir por un momento el circuito del capital mientras observamos, esperamos e imaginamos la próxima revolución.

 

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Imagen 7: Surire, Perut+Osnovikoff, 2015.

 

 

 

Bibliografía

 

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Filmografía

 

Desviar la inercia. Dir. Ana Alenso, 2019.

Anthropocene: The Human Epoch. Dir. Jennifer Baichwal y Edward Burtynsky, 2019.

Los reyes. Dir. Perut+Osnovikoff, 2018.

Homo sapiens. Dir. Nikolaus Geyrhalter, 2016.

Surire. Dir. Perut+Osnovikoff, 2015.

La Sirga. Dir. William Vega, 2012.

La muerte de Pinochet. Dir. Perut+Osnovikoff, 2011.

Nostalgia de la luz. Dir. Patricio Guzmán, 2010.

Noticias. Dir. Perut+Osnovikoff, 2009.

Un hombre aparte. Dir. Perut+Osnovikoff, 2001.

La batalla de Chile. Dir. Patricio Guzmán, 1973.

Chircales. Dir. Marta Rodríguez y Jorge Silva, 1972.

1 En películas como Anthropocene: The Human Epoch (2019) de Jennifer Baichwal y Edward Burtynsky, u Homo sapiens (2016), de Nikolaus Geyrhalter, por ejemplo, la Tierra parece convertirse en un vertedero, un desierto marino o de arena, o una zona de exclusión tóxica. De este modo, la literatura, el cine y el arte intentan representar la crisis ecológica global con imágenes de un planeta sin vida en el que el desierto se expande mientras la vida se retira.

2 Esto se acerca a lo que ha dicho Irene Depetris-Chauvin en relación con películas latinoamericanas recientes, tales como Tierra sola de Tiziana Panizza (2017), o Viajo porque preciso, volto porque te amo, de Marcelo Gomes, Karim Aïnouz, que combinan estéticas espaciales y afectivas para “no solo pensar nuestra relación con el espacio fuera de pantalla sino, fundamentalmente, imaginar modos de vincularnos con el pasado y con los otros: nuevos modos de ser/estar juntos” (Depetris-Chauvin 6).

3 Premio al mejor largometraje documental, Festival Internacional de Cine Documental de Ámsterdam, 2018, y mejor documental, Festival de Cine de Viña del Mar, Chile, 2019, entre otros.

4 Ver, por ejemplo, las entrevista de Fajardo y Oliveros o de Lavín respecto del documental.

5 Otro ejemplo del modo observacional de Surire es la larga secuencia de la casa de Clara Calizaya en llamas. La cámara muestra a la anciana buscando ayuda, pero nadie del equipo de filmación interviene. Esto no significa que los cineastas estuvieran desapegados de la realidad: al revés, la casa en llamas puede leerse como una metáfora de una crisis planetaria sobre la cual las comunidades que viven en el borde de lo inmundo nos vienen advirtiendo una y otra vez, sin que las sociedades locales y globales respondan del todo.

6 Todas las traducciones del inglés son de mi autoría, a menos que se indique lo contrario.

7 “La función háptica y la visión próxima suponen en primer lugar lo liso, que no implica ni fondo, ni plano, ni contorno, sino cambios direccionales y conexiones entre partes locales” (Deleuze y Guattari 502).