Artículos

Revista de Humanidades Nº 49: 285-312 ISSN: 07170491 • DOI: 10.53382/issn.2452-445X.782

Tramar el tiempo, recuperar la experiencia. El quehacer de la dramaturgia en el teatro1

 

Weaving time, recovering experience.
The work of dramaturgy in the theater

 

 

Mauricio Barría Jara

Universidad de Chile

Departamento de Teatro

Morandé 750, Santiago

mbarriajara@uchile.cl

 

 

Resumen

 

El artículo propone una consideración de las prácticas dramatúrgicas desde un marco performativo. A partir de aquello, se entiende la dramaturgia como una forma de materialización del tiempo a través del cual se construye una experiencia en el espectador. Esta consideración afecta no solo la práctica propiamente tal, sino el modo de estudiarla y analizarla. El texto, estructurado en cinco partes, avanza desde un análisis propiamente disciplinar, funcionando como una continuación de la reflexión en torno al problema de la dramaturgia, hacia una reflexión filosófica sobre el tiempo y la experiencia, permitiendo, a su vez, la resignificación de la categoría performatividad por fuera del problema exclusivamente escénico.

 

Palabras clave: dramaturgia, tiempo, performatividad, experiencia.

 

Abstract

 

The article proposes a consideration of dramaturgical practices from a performative framework. Based on this, dramaturgy is understood as a form of materialization of time through which an experience is constructed in the spectator. This consideration affects not only the practice itself but also the way of studying and analyzing it. The text, structured in five parts, advances from a properly disciplinary analysis, functioning as a continuation of the reflection on the problem of dramaturgy, towards a philosophical reflection on time and experience, allowing, at the same time, the resignification of the category of performativity outside the exclusively scenic problem.

 

Keywords: Dramaturgy, Time, Performativity, Experience.

 

Recibido: 15/03/2023 Aceptado: 27/06/2023

 

 

 

Ninguno de nosotros podrá recuperar jamás aquella inocencia anterior a toda teoría, cuando el arte no se veía obligado a justificarse, cuando no se preguntaba a la obra de arte qué decía, pues se sabía (o se creía saber) qué hacía. (Sontag, Contra la interpretación 15)

 

1. Dramaturgia: una forma de componer el tiempo

 

Cuando en 1967 Michael Fried publica su conocido ensayo contra el arte minimal acusándolo de teatral, tal vez no sospechaba que nos legaría una de las reflexiones más sugerentes sobre la condición misma de la teatralidad.

En la mirada de Fried, lo que demanda el arte conceptual es una duración en la experiencia receptiva. Es decir, mientras una obra de arte convencional se da a la contemplación de forma íntegra e inmediata, aquella, implicaría una demora, precisaría un tiempo durante el cual el observador debe restituir algo que se aparecería a la mirada como no integrado. A esta peculiar situación de la percepción y su temporalidad es lo que Fried llama teatralidad. A partir de esto podemos concluir que la teatralidad es, ante todo, una experiencia con el tiempo y no solo en el tiempo, la obra de arte literalista al igual que el teatro ponen en juego el tiempo como lo constitutivo de la obra. En efecto, tanto en una como en la otra, el momento de la producción coincide con el de la recepción, en otras palabras, la obra se constituye en el instante mismo en el que converge la percepción del espectador con lo observado, de ahí que la obra se defina como un acontecimiento y ya no como un objeto2. Es esta condición la que contemporáneamente se ha venido estudiando también bajo la noción de performatividad, que enfatiza el carácter de proceso interactivo y continuo de la teatralidad. Por ello, como he afirmado en otro momento, tras la idea misma de performatividad estaría insistiendo fundamentalmente una pregunta por la temporalidad vivida o experimentada, que contagia a todos y cada uno de los elementos que constituyen el evento escénico: cuerpos, espacios, diseños, objetos, todo queda supeditado a una regla de duración, a un agenciamiento específico con una determinada economía del tiempo (Barría, Intermitencias 23). Por ende, bajo esta misma regla cabría definir a la dramaturgia. En efecto, tal cual he sostenido en un artículo anterior, la dramaturgia consistiría en la función de relato de una producción escénica que organiza una secuencia de acciones en tanto flujo de intensidades contando/jugando siempre con el aquí y ahora de la precepción/recepción de un espectador (Barría, “Dramaturgia” 163-64). De este modo, la dramaturgia –al igual que el espectáculo mismo– tiene el carácter de lo procesual o performativo, de una escritura que desde cierto punto de vista configura –citando a Peggy Phelan– una representación sin reproducción, es decir, un tipo de escritura que se constituye en su propio desaparecimiento (148 y ss.). Se trata entonces de situar el análisis de una dramaturgia ya no desde una perspectiva predominantemente literaria, sino desde una perspectiva performativa, lo que implica girar el foco de la pregunta del qué es o qué significa, a la pregunta del qué hace. Qué hace una dramaturgia es pues el problema que este artículo pretende introducir. Para ello es necesario volcar la atención hacia la cuestión del tiempo. Más precisamente, sostengo que hay que entender la dramaturgia como una operación sobre el tiempo, una forma de configurar y componer el tiempo de una experiencia. Situarse desde ese lugar, abre una ventana no solo para pensar y estudiar la dramaturgia en tanto objeto teórico, sino en tanto práctica artística, pues el tiempo nos permite desentrañar la poética de una dramaturgia desde la pregunta del qué hace para luego desde ahí preguntarse por su dimensión de significado (discursiva). En otras palabras, la dramaturgia sería un proceso de materialización del tiempo y no solo de representación.

En un texto temprano de Judith Butler (“Performative Acts”), en el que desarrolla por primera vez su conocida tesis de la performatividad del género, asocia la idea de performativo con la de dramático. Independiente de las vinculaciones obvias en relación con la idea de acción que ambas nociones portan, lo notable en este caso es el uso del adjetivo ‘dramático’ para referirse al proceso mismo de trasformación o cambio que constituye la identidad de un cuerpo, en general, y del cuerpo sexo-genérico, en particular, en contra de posiciones sustancialistas de la identidad. Partiendo de una cita sobre el cuerpo en Merleau-Ponty, Butler comenta:

 

The body is not a self-identical or merely factic materiality; it is a materiality that bears meaning, if nothing else, and the manner of this bearing is fundamentally dramatic. By dramatic I mean only that the body is not merely matter but a continual and incessant materializing of possibilities. One is not simply a body, but, in some very key sense, one does one’s body and, indeed, one does one’s body differently from one’s contemporaries and from one’s embodied predecessors and successors as well. (521)3

 

El cuerpo se hace, el cuerpo no está dado de una vez para siempre, más que conformado de materia, el cuerpo es un proceso de materialización permanente. Butler recurre a la idea de dramaticidad para marcar lo procesual de la materialización, en un gesto interesante, aun cuando en sus escritos siguientes abandone esta idea. Interesante, pues, acaso ella ve en la idea de transformación una conflictualidad latente y no una naturalidad. Es decir, la materialización es desnaturalización y, por ende, un proceso que supone dificultad, más aún, se constituye desde esa dificultad. Dificultad significa también obstáculo y esta asimilación de lo dramático al obstáculo es frecuente en toda la teoría dramática.

Sin querer, Butler nos sugiere repensar la teoría dramática bajo esta concepción de la materialización, entendiendo que su problema en este texto no es artístico. Lo que traemos a colación es entender qué significa mudar la mirada hacia un marco performativo de comprensión de la realidad y un estudio de objetos como procesos. En una posición similar Karen Barad (2003) nos plantea la implicancia de girar hacia la performatividad en contraposición de lo que ella ha denominado el representacionalismo de la ciencia:

 

A performative understanding of discursive practices challenges the representationalist belief in the power of words to represent preexisting things. […] performativity is precisely a contestation of the excessive power granted to language to determine what is real. […] performativity is actually a contestation of the unexamined habits of mind that grant language and other forms of representation more power in determining our ontologies than they deserve. (802)4

 

La performatividad como óptica cuestiona en este sentido la supremacía del modelo representacional tutelado por el lenguaje, pero no para oponerse dialécticamente, sino para proponer una apertura de mirada. Lo performativo no es un simple cambio metodológico, es una transformación en nuestra manera de relacionarnos con las cosas del mundo en el que el lenguaje no tiene la prerrogativa de ingreso. Lo que ocurre, la realidad si se quiere, ante todo, sucede y esto para quienes estamos en esta línea de trabajo –las artes escénicas– es fundamental, porque nos coloca en un aparente lugar de privilegio para pensar fenómenos sociales, culturales y sus respectivas prácticas de subjetivación como procesos situados y finitos, nos invita a voltear la mirada a la cuestión de los vínculos con lo real antes que a lo real como una entidad.

Así entonces, girar el foco hacia una perspectiva performativa significa también centrarse en la situación del espectador, o más precisamente en la relación obra-espectador. Al respecto, muy conocidos y clarificadores resultan los planteamientos de Fischer-Lichte en su libro Estética de lo performativo, sobre los que no redundaré en esta oportunidad. Sí me interesa detenerme en lo que podríamos llamar el momento previo de la performatividad como lente de análisis, me refiero al descubrimiento de la teoría de la recepción por parte de la investigación teatral5. Cercano a esta mirada se encuentra el dramaturgo José Sanchis Sinisterra cuando plantea la idea de una “dramaturgia de la recepción”. En un breve texto publicado originalmente el año 1995 y reeditado el 2010, Sanchis propone entender el problema de la dramaturgia –es decir el qué hace– como la transformación del espectador real en el receptor implícito o espectador ideal que el dramaturgo ha construido (13-14). El concepto de espectador ideal está tomado de la estética de la recepción para la cual toda obra literaria se construye tomando en cuenta un lector ideal. La presunción de este lector ideal entiende que el proceso de lectura es un proceso activo, la lectura es una creación –como bien dice Sanchis citando a Iser–, el autor produce un texto y el lector, en el acto de la lectura, produce la obra (16). Sanchis reconoce que tal vez en esta perspectiva no hay una novedad, pero la traslación al campo de lo dramatúrgico permite visibilizar una cuestión que los análisis textualistas no siempre perciben. El texto dramático, al ser un texto para ser expuesto para otro en un aquí y ahora, amplifica esta condición de la recepción como proceso interactivo con la obra. Sanchis lo expresa del siguiente modo:

 

El problema que considero hoy central en la actividad dramatúrgica es construir meticulosamente en el texto a ese receptor implícito, intentar configurar lo que se llama una estructura de efectos que vaya transformando a un hipotético espectador empírico o real en alguien capaz de articularse con los procesos de significación y de emoción que en el texto se van diseñando. (16)

 

El aporte más sugerente de Sanchis es, a mi modo de ver, el de comprender la dramaturgia como una estructura de efectos. Esta expresión permite entender muy bien lo que una dramaturgia busca hacer pragmáticamente. Los planos que Sanchis propone hacia el final de su ensayo (plano referencial, plano ficcional generativo, plano de identificación, plano sistémico, etcétera) se homologan a lo que el análisis textual propone como planos constructivos de sentido. Así, Sanchis logra entender que los componentes estructurales de una dramaturgia son pragmáticos y no solo tienen una dimensión pragmática, Sanchis transita del significado al efecto y con ello se instala, aun cuando no lo exprese de esa manera, en el filo de una estética de lo performativo. La idea de estructura de efectos (a lo que cabría agregar de afectos) se asemeja mucho a lo que he planteado antes cuando defino la dramaturgia como la construcción de flujos de intensidades. Pero, tal vez la diferencia entre una estética de la recepción y una estética de lo performativo sea que, mientras la primera enfatiza los procesos de producción de significado –y en tanto tal siempre llega tarde, porque el significado es el resultado de un proceso–, la segunda pone su atención en la emergencia misma de los procesos, en su ocurrir, y, por lo tanto, se interesa por los procesos de producción sensibles y afectivos previos a todo significado.

Pensada así la dramaturgia, como una estructura de efectos o como un flujo de intensidades, lo que permite que ocurra aquello es la manera en que el dramaturgo compone el tiempo, pues sean efectos o intensidades, para que estos generen algo en el cuerpo del que contempla, debe existir diferencia y repetición, es decir un ritmo (Fischer-Lichte 269 y ss.), a través del cual puedo percibir que algo pasa ante mí.

 

 

2. Del texto al tiempo

 

En los años sesenta, Sontag observaba precisamente que en este modo de tratar el tiempo radicaba la diferencia entre el teatro y el happening:

 

Otro aspecto sorprendente de los happenings es su tratamiento del tiempo. La duración de un happening es imprevisible […] La imprevisibilidad de duración y de contenido de cada happening diferente es esencial a su eficacia. Ello es así porque el happening no tiene trama ni argumento, y, por ende, ningún elemento de suspense […] El happening opera mediante la creación de una red asimétrica de sorpresas, sin culminación ni consumación. Es esta, más que la lógica de la mayor parte del arte, la a-lógica de los sueños. Los sueños carecen de sentido del tiempo. Como los happenings. Al faltarles una trama y un discurso racional continuado, no tienen pasado. Como su nombre sugiere, los happenings están siempre en el tiempo presente. (Contra la interpretación 340)

 

Sontag opone estructura a experiencia, mientras el teatro ofrece una estructura en la cual aparecería un sentido del tiempo, el happening sería pura experiencia de presente. Lo que opone Sontag, en definitiva, es la dimensión dramatúrgica del teatro, la que ella identificaría con la idea de trama y argumento, es decir, lo que se podría llamar también el tiempo representado de la obra, la dimensión performativa del teatro, o sea, la experiencia del tiempo en la contemplación misma del espectáculo. Esta partición binaria, sin embargo, coincide plenamente con lo propuesto por la semiótica teatral que surge a inicios de los años setenta y que imperó como el modelo de análisis hasta fines del siglo XX. Intentando superar los estudios literarios, la semiótica pensó que para explicar el fenómeno teatral había que generar una partición entre texto dramático y texto espectacular o performativo. La relación entre uno y otro era problemática por definición, pero Anne Ubersfeld, acaso una de las investigadoras más relevantes del campo, establece que el vínculo entre ellos supone una interseccionalidad variable, que cambia de representación en representación. (Ubersfeld 13). De este modo, aunque la investigadora reconoce la condición de suceso del teatro, en cuanto que el texto teatral es un texto que debe completarse en la puesta en escena, en la “representación” (represéntation), al momento de entender el funcionamiento de la teatralidad constriñe la representación a la síntesis de una dialéctica entre el texto lingüístico y el texto transcodificado de la escena (18-19). Los momentos significativos son pues estos, relevando la representación como un resultado operacional más que como una experiencia. Para Ubersfeld, la dimensión temporal es tan central como la concurrencia de los cuerpos y el espacio, pero el tiempo entra dentro de la misma preferencia textual: “para el análisis de la temporalidad teatral nos parece decisivo el estudio de lo textualmente aprehensible” (Ubersfeld 145). En esta misma línea de análisis, García Barrientos, propone distinguir tres niveles de tiempo que habría que considerar al momento de estudiar un espectáculo: tiempo escénico, tiempo dramático y tiempo diegético, estos son el resultado de una serie de derivaciones de una tripartición que distingue entre el tiempo de la vivencia real, el tiempo referido propiamente como tiempo ficcional y el tiempo de la fábula o de la organización teórica de la obra6. Resulta interesante el desarrollo genético que propone García Barrientos, sin embargo, al momento de especificar las formas en que estos tiempos juegan para un análisis, las categorías tienden a centrase en la inmanencia de la obra y no en la relación con el espectador y su real percepción del tiempo. Categorías como duración absoluta o velocidad, pausa, elipsis y suspensión, entre otras, se comprenden como condiciones que pulsan internamente en la obra y no en la exterioridad del cuerpo del espectador y, en este sentido, se suponen programáticas y por ello plenamente cognoscibles (inteligibles), no siendo el resultado de una experiencia perceptiva. En definitiva, a pesar de la tripartición, sigue existiendo el mismo supuesto binario que distingue entre dos formas de una misma cosa: la idea de texto en su forma lingüística (en sus dimensiones formales y de contenido) y texto escénico como puesta en escena al que queda subsumido la vivencia real.

De acuerdo con esta mirada, la dramaturgia no materializa un tiempo real, a ella le corresponde que el tiempo de lo representado sea a un nivel formal como referencial, y es la performance la que carga con la producción del tiempo sensible de esa experiencia escénica específica, pero, bajo el imperativo de la inteligibilidad, la experiencia es reducida a texto eludiendo su ser acontecimiento como tal. El llamado giro performativo, que arriba a la academia europea recién en los noventa cambiará esta perspectiva7. De alguna manera, premonitoriamente, el interés de Sontag sobre el happening es precisamente pensar la posibilidad de una emancipación del paradigma hermenéutico-lingüístico dominante y un avance hacia la emergencia del cuerpo como un lugar del discurso8, vislumbrando antes que Gumbrecht la tensión entre una cultura del significado y una cultura de la presencia (89). Pero si de líneas genealógicas se trata, Sontag, a su vez, sigue la pista de lo que Gertrude Stein, a inicios del siglo XX, pensó y elaboró bajo la idea de obra paisaje (landscapeplay), asunto que amerita un próximo ensayo.

 

 

3. Del tiempo a la experiencia

 

Años antes de la publicación de su emblemático libro Teatro posdramático9, Hans-Thies Lehmann escribía un breve artículo sobre el tiempo en el teatro, como parte de una Enciclopedia experimental del nuevo teatro que nunca llegó a ser. En un tono más bien ensayístico, Lehmann proponía el concepto de estéticas de la duración para referirse a formas de este nuevo teatro europeo que convertían el tiempo en tema y recurso. Ahí escribe:

 

it is important to develop a confrontation between two different times: the time which in whatever way artificially organized, is and remains an object of representation in the theatre, a ‘reality’ which is rendered, suggested, pointed at by the theatre. And on the other hand: a time which becomes a concrete experience in itself for spectators and actors. I can call it the opposition between indirectly represented time and directly represented time. This difference is one of the key-notions to comprehend new theatre and its time-structures. It is only from here, that more traditional and semiotic descriptions of time in theatre can be discussed: time-aspects of drama and text; relation between dramatic-time and theatre-time; possibilities of the theatre to ‘express ‘ or ‘represent’ time. (Encyclopedia 271)10

 

La manera de enfocar la diferencia texto/performance como una cuestión del tiempo me parece acertada, pues logra pensar lo que constituye la condición misma de una estética escénica (y que el artista teatral contempla en cada una de las fases de su producción): el hecho de que el teatro sucede ahí en la comunión entre cuerpos que hacen algo para otros que contemplan o espectan aquello en un aquí y ahora, y que eso que sucede de una forma u otra está siempre dentro de un marco representacional. En el suceso teatral concurren ambas temporalidades de forma simultánea, como realidades y como representaciones. Del mismo modo que en un happening no deja de haber representación en el sentido que está construida o planificada en algún grado: un happening se puede parecer a la vida, pero no es la vida. Así también, la dramaturgia supone potencialmente su realización y cuenta con ello en el momento de componerse y, por esto, le dona a la performance un grado de estructura. El grado puede variar, sin duda, y esta diferencia de grados es lo que determina la particularidad de una poética escénica11. El tiempo es pues lo que atraviesa la producción del arte teatral, tanto en su dimensión performativa como en su dramaturgia, porque la dramaturgia no tiene con el suceso una dependencia jerárquica ni viceversa, hay entre ambas un lazo mutual/mutuo de materializaciones temporales correlativas.

Tiempo representado y tiempo de la representación (del suceso) devienen en un complejo ensamblaje indisociable, convergen en un mismo tiempo de la percepción en la que la percepción deviene ella misma tiempo constituyendo con eso lo que llamamos experiencia escénica. Pero, para que esto ocurra, este tiempo materializado de la percepción ya ha sido, en parte, materializado por la propia escritura. Una escritura para el teatro o un texto “para ser performado” como lo llama atinadamente Balme (220), contempla determinados índices de virtualidad escénica que no se reducen a las convenciones textuales tradicionales: diálogo, didascalias, lenguaje apelativo, se distingue, ante todo, por la presencia de índices de temporalización: repeticiones, ritmo de los fraseos, staccatos, spicattos, legatos, que arman diversas velocidades de enunciación, la manera de disponer gráficamente el texto, de asignar o no signos de puntuación e incluso, como hace Sarah Kane, de proponer gestos gráficos que indican cómo debe sonar algo, nos dan cuenta de que la dramaturgia ya supone el tiempo como una experiencia no solo representada, sino como duración concreta. Y claro, todo esto, por cierto, acerca al texto dramatúrgico a lo que una partitura hace respecto de la música12.

Lo que hace una dramaturgia es componer estéticamente el tiempo para un otro en la virtualidad o realidad de su presencia. La dramaturgia siempre piensa y cuenta con el aquí y ahora de ese otro que oye o lee, es una clase de escritura en la que se radicaliza la performatividad de su lectura o audición, juega con el tiempo, lo asume como su sustancia.

En este punto no podemos dejar de recordar lo que Adolphe Appia (2000) anunciaba ya a fines del siglo XIX al querer establecer la puesta en escena como el auténtico medio de expresión del teatro y consignar a la música como su principio regulador. Lo interesante –a mi modo de ver– de lo que Appia plantea es la manera de entender la música no como melodía o sonido sino como medida de tiempo: “la música en el drama del poeta-músico ya no solo mide el tiempo y es una duración en el tiempo, sino que, además, es el tiempo mismo, puesto que su duración es parte integrante del objeto de su expresión” (92).

La música no solo mide el tiempo, con lo que se nos aparece una duración ficcional, es el despliegue de la duración en cuanto tal, del tiempo en cuanto tal. Appia se adelanta a la observación de Lehmann en cuanto que ya no se trata de dos tiempos antagónicos, el representado y el de la representación, más bien ambos acontecen al unísono y de forma análoga como el registro de la partitura respecto a su posterior ejecución en vivo, la dramaturgia organiza la duración de un movimiento o la secuencia de acciones de un cuerpo haciendo emerger el sentido, es decir, ordena el tiempo de la representación haciendo aparecer el tiempo de lo representado, así como cuando en la pantomima –escribe Appia–:

 

La música es la que dicta la duración y la sucesión de los episodios, por lo que el espectáculo debe amoldarse a ella con precisión matemática […] en la pantomima, la música mide el tiempo –representa la vida en la duración– ya que la vida escénica no obedece a la vivacidad o indolencia de los actores, sino a los diversos lapsos de tiempo que la música llena. (92)

Por consiguiente, lo que hace la dramaturgia de una obra es tramar una experiencia, trabajando el tiempo en/de nuestra percepción. Es el tejido lo que hace patente la duración de una experiencia. Sin trama la experiencia es como una vivencia cotidiana, sucede en el tiempo, pero no vivimos su tiempo. Toda dramaturgia supone entonces un entramado, lo que cambia es el grado de control que dispongo sobre este. A mayor control máxima eficacia, y es posible que la trama se torne predecible, a menor control, el flujo de sorpresas se torna asimétrico (Sontag), más indeterminado, menos eficiente en relación con el propósito discursivo del autor: no sabemos lo que sucede con certeza, pero esta emergencia se vuelve el punto de atención y, con ello, el presente de nuestra percepción que pone en presencia la escena. Llamo aquí eficiencia a la capacidad de monitorear en todo momento la atención del espectador y, con esto, programar el flujo de emociones en un lapso determinado. Este modelo de la dramaturgia elimina la relación con la duración heterogénea de la experiencia y la suplanta por un efecto de presente: un presente sin presencia. Desde este punto de vista, el teatro se asemeja a un aparato cibernético. Acaso sea lo que define a una pieza dramática bien hecha, que juega sobre el cálculo eficiente del tiempo.

En un número posterior de la misma Theaterschrift, Lehmann (“Time Structures”) vuelve sobre el asunto del tiempo planteando una diferenciación importante en relación con el tratamiento de este en obras escénicas de los últimos años. Le interesa marcar cómo en varios montajes lo que comienza a aparecer es precisamente el tiempo real en el que tiene lugar el teatro, más allá de todo marco representacional o previo a cualquier marco temporal-representacional. Lehmann plantea que en estos montajes el tiempo deviene en objeto de atención, de la reflexión y de la forma estética misma, es decir, se tematiza el tiempo real, el tiempo cronométrico y cronotópico de la situación teatral como un asunto de la obra misma, irrumpe el real, esta vez como tiempo real. Estamos en 1997 y este tipo de trabajos donde se exacerba el carácter performativo de la escena es uno de los caminos que conducirá al concepto de teatro posdramático. Pero lo que me interesa aquí es relevar una distinción que Lehmann hace entre proyectos: “in which theater is focused on its own real time and representations of the world appear rarely or not at all” (Time Structures/Time Sculptures 36)13. Frente a:

 

Aesthetics in which the tendency toward an autonomous dramaturgy of time converges with the duration and slowness of what is being presented so that the “duration of theatrical experience” and the “narrative duration” can no longer as it were be distinguished from each other. Nor is the concern here with provocative forms of bracketing off the theater from everyday life by means of a temporal dilation which cannot be accommodated within any “normal”, daily rhythm. (Lehmann, Time Structures 35)14

 

Nuevamente el acento se pone en lo que es posible definir como umbral de representación. ¿Es posible hablar de un real cuando remitimos a la situación teatral? ¿Dónde ocurre lo real? ¿Acaso no pasa lo que Derrida describe a propósito de Artaud, la imposibilidad de clausurar la representación? Con todo, Lehmann sigue hablando de dramaturgias del tiempo real, es decir, de formas construidas, de modos de administración de la duración. En efecto, cuando afirma posteriormente que la crisis del drama es en realidad una crisis del tiempo (Teatro posdramático 310), pienso que aclara un punto central: el teatro no es solo y simplemente un arte del tiempo como la música, el teatro o una performance lo que propone es una reflexión política del tiempo y, en ese sentido, siempre una representación-realización ideológica del mismo. El teatro y más específicamente la dramaturgia ponen en crisis –o no– los marcos temporales sobre los que suceden nuestras prácticas sociales y estos marcos temporales no solo construyen y son construidos por la cultura, son también –como lo han insistido autores como Bárbara Adam, Harmut Rosa o Josetxo Beriain– los modos en los que la estructura económica opera y ejerce su control sobre nuestras vidas. Así, el tiempo no es un aspecto o un recurso que se radicaliza en cierto teatro contemporáneo, pienso que el hacer mismo de la dramaturgia consiste en proponer una conformación del tiempo que devela o esconde una determinada política y que, a veces, nos permite imaginar o experimentar heterocronías o temporalidades disidentes o subversivas desde las que se constituyen otras formas de relaciones sociales; en otras oportunidades simplemente replican las configuraciones dominantes del tiempo manteniéndonos bajo la servidumbre maquínica de un capitalismo perceptual, pues con temporalidad no refiero únicamente a la Historia o a la experiencia del tiempo como duración heterogénea, pienso sobre todo en la posibilidad de la experiencia, de recuperar la experiencia-del-mundo como un modo de vinculación con las cosas.

Pero ¿a qué nos referimos aquí con experiencia? ¿Cómo se expresa una política del tiempo y cómo ello se vincula con a la experiencia?

 

 

4. De la experiencia al relato

 

En el epígrafe de este artículo cito un breve y conocido ensayo de Susan Sontag Contra la interpretación. El ensayo trata sobre el arte y sobre el tipo de relación que establece el denominado giro hermenéutico en boga en ese tiempo en relación con el arte. El texto abogaría por una emancipación. Liberarse de la obligación de anteponer el contenido a la experiencia sensible y deseante, liberarse del mandato de que entre las cosas y nosotros medie, no tanto el lenguaje o la representación, sino el imperativo del sentido y el orden hermenéutico, que lima las aristas de las cosas para introducirlas en sistemas de signos. Sontag reclama así por una suerte de inocencia, una suerte de utopía del vínculo con el mundo no mediado por el lenguaje y todo el peso que conlleva. De recuperar como afirma una cierta erótica del arte (17). La idea de una crítica deseante, de una erótica del pensamiento y la lectura, coinciden muy bien con esta forma de entender el quehacer de la dramaturgia como composición del tiempo. Coincide, porque en el fondo de esta utopía se encuentra eso que la tradición filosófica ha llamado experiencia. Cuestión fangosa y vasta. Acaso una manera de entrar directamente es partir por lo que la palabra nos dice en el lenguaje cotidiano. Hablamos de experiencia en un sentido directo cuando nos referimos al resultado de un experimentar y, en un sentido indirecto, decimos tener experiencia en algo.

En un caso nombramos como experiencia algo que me ocurrió, generalmente excitante y novedoso y, por lo tanto, que sale de un cotidiano, en el otro caso nos referimos a un tipo de conocimiento fraguado en la práctica y, por ende, vinculado a los sentidos y al cuerpo. Desde ya nos percatamos que la experiencia deambula entre dos dimensiones temporales: el presente de un instante o la acumulación de una duración. Etimológicamente (Corominas 263) la palabra experiencia vendría de ex-periri o ex-perior: del prefijo ex que indica movimiento hacia afuera y peritûs que significa intento o prueba, palabra también vinculada a peligro o riesgo (periculus), de este modo, la experiencia es una clase de saber que resulta de un intento o de una prueba. La experiencia no es algo estable, en su misma definición etimológica parece mentar lo mutable y transitorio, lo que va construyéndose en el tiempo y es, en esa relación, donde adquiere importancia. Por otro lado, es una experiencia eso que nos ocurrió, pero nunca termina de ocurrirnos del todo, un acontecimiento radical que sigue resonando interminablemente en nuestro cuerpo, en cada momento de nuestra vida. La presencia sostenida de una ausencia. Como un trauma.El alemán logra distinguir con dos palabras esta condición doble de la experiencia, por una parte, se habla de erlebnis que viene de leben (vida), por lo que se suele traducir por vivencia “sugiere una inmediatez vital, una unidad primitiva que precede a la reflexión intelectual y a la diferenciación conceptual” (Jay 23). Por otro lado, la expresión más antigua erfahrung que lleva la palabra viaje (fahrt) y que connota la idea de acumulación histórica o de una tradición de una sabiduría.

A partir de estos antecedentes Martin Jay propone una definición sintética que pienso logra dar cuenta de la complejidad de este concepto:

 

Podríamos decir entonces que la “experiencia” es el punto nodal entre la intersección entre el lenguaje público y la subjetividad privada, y entre la dimensión compartida que se expresa a través de la cultura y lo inefable de la interioridad individual. A pesar de ser algo que debe ser atravesado o sufrido en lugar de adquirido de una manera indirecta, no obstante puede volverse accesible para otros a través de un relato ex post facto, una suerte de elaboración secundaria en el sentido freudiano, que la transforme en una narrativa llena de sentido. (22)

 

Experimentar no se trata tan solo de ser afectados por estímulos externos, o una vivencia efímera e intensa. No refiere solo a algo que le pasa al sujeto en su interioridad, y tampoco es simplemente lo opuesto de un saber mediado lingüísticamente.

En experiencia habla una manera de estar en el tiempo bastante diferente a lo que hoy el mercado del espectáculo vende por tal cosa: vivir el instante procurando consumir experiencias, una tras otra, sin demora, inmediatas, que no impliquen tomarse más tiempo del necesario. Experiencias de fácil digestión. Y una dramaturgia que trabaje en la lógica del efecto eficiente, por cierto, puede contribuir. Se trata de no perder el tiempo, porque el tiempo está sometido a la regla de eficiencia productiva radical y es en este marco donde transcurren nuestras existencias cotidianas, inhibiendo determinadas prácticas sociales y estimulando otras conforme a la norma. De aquí la importancia de pensar el tiempo, de no entenderlo simplemente como una realidad abstracta-intangible-etérea. Los marcos temporales, las formas de percibir el tiempo construyen nuestra realidad social, al mismo tiempo que las culturas construyen estos marcos. Pensar la dramaturgia como una producción de tiempo, significa producir desde ya una dimensión de lo político en la escena: algo así como una toma de posición en el momento en que organiza, de una forma u otra, nuestra percepción de la duración. Esta operación compositiva se materializa en y como relato y es lo que llamé antes función relato. Hay pues una interdependencia entre experiencia y relato, así como lo plantea Martin Jay en su definición. Porque experiencia significa ante todo articulación y transmisión, una demora que nos liga con los otros (con las otras especies y cosas del mundo) en la que aparece el valor de su singularidad o la densidad de su materialidad. Nos liga en el presente, pero también nos liga en la diacronía de nuestra existencia. La experiencia es la manera en que se construye lo común de la comunidad, que no es un bien disponible, sino algo por producir cada vez.

 

 

5. Dramaturgia y experiencia / tiempo y relato

 

En un conocido texto del año 1933 “Experiencia y pobreza” Walter Benjamin denunciaba una de las consecuencias insólitas de la guerra: la desvalorización de la experiencia que se materializaba en el gesto de la mudez de los soldados que retornaban de los campos de batalla. Esta imagen será posteriormente retomada en El narrador (62), un breve ensayo en el que desarrolla el entrañable vínculo entre experiencia y relato. Dos lugares, en los que acusa de diversas maneras lo que sería uno de los efectos principales del imperio de la técnica en nuestro mundo. Sea a consecuencia de la devastación de la guerra, sea por la aceleración de la modernidad. De forma certera, Pablo Oyarzún comentando el texto de Benjamin plantea que esta:

 

Modernidad hiperactiva centrada en el interés del sujeto y en el imperativo de la urgencia y de la actualidad desbarata irrecuperablemente una triple condición sobre la que se habría construido un modo de vida anterior y había permitido tramar una forma de la comunidad: el artesanado, la narración y el tiempo de escucha. (18)

 

Este empobrecimiento (o desinterés) de la experiencia en el mundo moderno es dibujada por Benjamin en una fascinante imagen, la de una superficie vidriosa en la que todo puede tener un lugar, pero todo resbala (Discursos interrumpidos 171). Vivimos un mundo signado por la proliferación intemperante de la información, de las imágenes, de los signos. Como nunca antes el mundo se ha hecho disponible en términos de conocimientos datables, podemos estar interconectados en tiempo real y de forma ubicua en la interminable malla tentacular de las redes sociales. Los niños ya no requieren movilizarse a una biblioteca para averiguar los misterios del mundo, basta pinchar el enlace de un hipertexto virtual para recoger la pieza informativa faltante del esquema de sus conocimientos. El saber es reducido a información, es decir, a bloques manejables de definiciones y explicaciones que borran las preguntas, que las solucionan. Información cuyo objetivo es la trasmisión misma, cosas para ser transmitidas en el menor tiempo y con la menor pérdida, una cibernética que ya muchos investigadores del siglo XX llamaron simplemente comunicación. Una de las maneras en que decae la experiencia es precisamente en esta reducción de los intercambios de las relaciones humanas a intercambios comunicacionales. Otra manera es el fin del relato.

En su amplia investigación sobre la condición ontológica de lo narrativo Paul Ricoeur sostiene que la narratividad es el modo por el que nosotros como sujetos nos hacemos del tiempo, en la medida que la subjetividad está constituida desde el lenguaje y es este el que organiza el tiempo de un relato (183). Todo relato está en el tiempo, a la vez que es el relato mismo quien configura el tiempo como una trama. Organizar un relato, armar una trama, por de pronto, sería organizar una sucesión lineal de instantes y, en la medida que el tiempo obedeciese a ese modelo, la función narrativa se correspondería con el tiempo mismo. Sin embargo, el filósofo entiende que el tiempo no es simplemente la representación etérea de una línea proyectada al infinito. La tesis de Ricoeur es que, si bien el tiempo se aparece en el relato, no es el relato la condición de su existencia, pues, siguiendo a Heidegger en este punto, el tiempo es anterior. El tiempo se nos aparece –sensiblemente podríamos puntualizar– organizado como relato, pero el tiempo es el horizonte ontológico mismo en el que acontece nuestra existencia. Entonces ¿qué se organiza en el relato? Para responder a esto es necesaria una breve digresión heideggeriana.

Nuestra existencia está definida por la facticidad, para Heidegger el hecho de existir en cada ocasión demorándose –tomándose tiempo– y estando aquí (Ontología 25). Esta ocasionalidad, es lo que los fenomenólogos llamaron también situación, estar siempre en una situación implica la idea de un ser humano nunca encerrado en sí mismo, sino abierto al mundo. Esta apertura es la que Heidegger denominó propiamente ex-istencia: existir significa estar fuera arrojados al mundo, intentando entenderse. El entendimiento es lo que Heidegger llamó hermenéutica y a toda esta condición “Hermenéutica de la facticidad”. Nuestra existencia consiste pues en estar en el mundo entendiendo (nos), es decir, proyectando una posibilidad de ser (o de sentido) desde una ya sucedida. Estamos desde siempre en una trama temporal en una situación. Esta constatación inmediata, que define nuestra experiencia cotidiana del tiempo, Heidegger la denominó intratemporalidad (Ser y tiempo 419 y ss.). Sin embargo, el tiempo no es un atributo de la existencia o del dasein, algo que pudiera ponerse entre paréntesis para describir la esencia del “ser humano”. El dasein está ontológicamente constituido por el tiempo. El tiempo es la condición ontológica misma de nuestra existencia.

Somos temporales porque vivimos anticipando nuestra existencia cada vez en el presente de una decisión, porque no tenemos esencia alguna, el “ser humano” es posibilidad cada vez de ser esto o lo otro y esta decisión se ve asediada por el hecho de que morimos. Es decir, debemos proyectar una posibilidad de ser y esto debe suceder en el ahora, en el presente. El reconocimiento de esta condición finita y fáctica es la que nos pone ante el tiempo y determina nuestro ser como cuidado. Nos cabe cuidar o preocuparnos de las cosas. Desde esta condición de anticipación el presente no es un estado, sino un hacerse presente cada vez (que implica un quehacer) y eso es el ahora. Por esto mismo, en el ahora no juega solo lo momentáneo, cada ahora es la confluencia de la expectativa de lo que todavía no es y la memoria de lo que ya ha sido15.

La concepción que propone Heidegger del tiempo, le permite a Ricoeur pensar una fenomenología del relato a partir de la cual poder determinar las características que definen la narratividad. Lo notable de esta fenomenología es que parte de lo que él denomina “la actividad de donde surge” de un que-hacer que le da lugar a “la capacidad de seguir y de contar una historia” (86). Una situación doble entonces: la de la escucha y la de la enunciación real. De este modo, para Ricoeur, aunque no lo mencione de este modo, la elaboración del relato es, por definición, performativa, pues es el encuentro entre el uno que va elaborando una secuencia y el otro que elabora una trama en la escucha. En este sentido, toda narración se constituye desde una doble dimensión, una episódica y una configurativa: “El arte de contar –dice Ricoeur– por tanto, así como su contrapartida, el de seguir una historia, requieren que seamos capaces de obtener una configuración de una sucesión” (104).

Esta fenomenología de la narratividad nos plantea la existencia de dos tiempos simultáneos y superpuestos: el tiempo lineal de una secuenciación que constituye una cronología, pero que no cabe asimilarla necesariamente a una causalidad y la configuración de una totalidad que implica un permanente anticiparse y retrasarse, es decir, mientras escuchamos estamos adelantándonos al ahora de la sucesión y volviendo desde el ahora de la sucesión. Configurar implica hacer presente la expectativa y la memoria, mientras seguimos oídos atentos al presente de la sucesión. Relato no es pues solo la concatenación de situaciones, es ante todo lo que vamos tramando, sus interrelaciones en dirección de una expectativa que termina por configurar una trama en la memoria. Es esta doble dimensión lo que Ricoeur denomina propiamente trama.

Y la clave de este proceso es la repetición (205-07). La repetición es ver en los sucesos anteriores antecedentes latentes o explícitos del presente que le permiten al que escucha articular el relato. Si bien, en el caso de Ricoeur, esta repetición implica una estructura de sentido o incluso una perspectiva teleológica de la narración –un telos definido–, también es posible pensar que la tarea del narrador es tramar acontecimientos de modo de descubrir un sentido:

 

El análisis de la trama como configuración nos ha llevado al umbral de lo que podríamos llamar la repetición narrativa: al leer el final en el comienzo y este con aquel, también aprendemos a leer el tiempo al revés, recapitulando en sus consecuencias terminales las condiciones iniciales del desarrollo de la acción. De este modo, la trama no sitúa la acción humana solo “en” el tiempo, como lo hemos dicho al comienzo del estudio, si no en la memoria. Y esta, a su vez, repite el curso de los acontecimientos conforme a un orden que es la contrapartida de la extensión del tiempo entre un comienzo y un final. (205)

 

Hay algo parecido al déjà vu benjaminiano en esta idea de repetición. La repetición no es la simple reiteración de lo mismo, más bien obedece al juego de una memoria que se activa por analogía con imágenes del presente o, si se quiere, una memoria que actúa como una resonancia. La expectativa que se activa cada vez al tomar atención al presente de la escucha del relato va a la pesquisa de resonancias que le permitan configurar resonancias de una memoria que viene también cada vez al presente de esta expectativa. La expectativa también se conforma con la memoria activada por el presente del relato. En el relato el tiempo se da como experiencia misma del tejido de la trama. Por ello, no hay una oposición entre relato y performatividad, si pensamos la operación del relato como un problema de producción de tiempo. No hay tampoco real divergencia entre dramaturgia y performance si pensamos a la primera como una operación sobre el tiempo: una materialización del mismo. No hay, por lo tanto, un divorcio completo entre relato y acontecimiento, más bien uno pide al otro, en una mutualidad en la que ambos se constituyen16. La experiencia en Benjamin tendría a mi juicio esta estructura. Una experiencia que reclama siempre su ser-relatada, pero al mismo tiempo un relato que huye de toda forma de fijación literaria y busca realizarse como acontecimiento. Relato y performance son formas de producir / de realizar el tiempo y no solo formas de pensarlo. Si esto es así, la catástrofe de la experiencia en la imagen de la mudez significa la imposibilidad de poder relatar el mundo, es decir, de apropiarlo y con ello de hacer propio nuestro tiempo. La catástrofe de la experiencia es entonces el triunfo del imperio del tiempo tecnológico, de la programación mensurable y eficiente de la vida, la existencia optimizada bajo la regla de no perder tiempo, que se convierte en el imperativo máximo de control. Vivir un tiempo ajeno, es vivir una vida enajenada. Es claro, por consiguiente, que la imposición de una economía temporal no solo afecta nuestros cuerpos y nuestras relaciones sociales. Bajo el imperio de lo inmediato e instantáneo desaparece el misterio, lo posible e inapropiable, el mundo se vuelve disponible, como un resplandor que lo cubre todo difuminando los contornos de las cosas, un mundo en el que no caben dudas, todo ha llegado a su realización, no hay nada más que esperar. Esta es la figura del fin de la historia o de la muerte de Dios, en la que, sin embargo, el tiempo sigue transcurriendo pero de otro modo, como la duración inercial de un presente eterno. Sergio Rojas habla de un “fin sin desenlace”, para referirse al tono apocalíptico de nuestra época, Boris Groys refiere a la metáfora informático-performativa del flujo incesante de (re)actualizaciones de lo mismo para pensar el presente. En cualquiera de esas figuras, se asoma la imagen de un movimiento inercial que se parece mucho a la inmovilidad, pero es, en realidad, un movimiento sin tiempo, quiero decir, un movimiento sin peripecia, un movimiento sin drama17.

Distintas figuras, el mismo efecto: borrar la experiencia de la duración heterogénea que conlleva un proceso de des-dramatización de la vida: borramos nuestra condición temporal, la cambiamos por el presente de una eternidad y eliminamos la dramaticidad de la existencia, es decir, el hecho de que la vida se produce desde la tensión y el conflicto, desde el dolor y la pérdida, desde el fracaso y el desamparo. Una existencia desdramatizada significa una existencia en la que ya no queda nada que esperar porque se acaba la expectativa de que algo ocurra, se acaba el acontecimiento. Entonces habitamos un presente sin presencia, pues si hay algo que la presencia puede volver a poner al frente es precisamente la finitud y la fragilidad de las cosas, experiencias que reponen el tiempo en nuestra experiencia. Si hay algo que la presencia es, en el sentido que la queremos pensar, es resistencia ante el borramiento de la duración, una acción que pone el cuerpo porque repone el tiempo, es decir repone la dramaticidad de la existencia. Una dramaturgia pone en presencia las cosas en cuanto restaura el tiempo en nuestra percepción. Una dramaturgia es tal vez la manera en que nos hacemos de nuestro tiempo y todo esto es acaso lo que Beckett vislumbró. Pero eso es asunto de una próxima escena.

 

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1 Este artículo fue escrito en el marco del proyecto Fondecyt 11200100 “Intensidades de presencia: tiempo, percepción y contraceleraciones en la performance contemporánea” del que soy investigador responsable.

2 Pues en el caso del arte minimal, en el que se inscriben los ejemplos que pone Fried, si bien hay frente a nosotros un objeto, su condición de obra estaría dada por el recorrido. En ese sentido, el arte conceptual se asemeja a un happening en cuanto no es solo el objeto el que constituye la obra, sino también una cierta condición de acontecimiento de la mirada. Y claro está que todo happening es siempre un tipo de arte conceptual.

3 El cuerpo no es una materialidad idéntica a sí misma o meramente fáctica; es una materialidad que carga significado, si no otra cosa, y la forma de este cargar es fundamentalmente dramática. Por dramático solo quiero decir que el cuerpo no es mera materia, sino una continua e incesante materialización de posibilidades. Uno no es un cuerpo simplemente, sino que, en algún sentido muy clave, uno hace su cuerpo y, de hecho, uno hace su cuerpo de forma diferente a sus contemporáneos y también a sus predecesores y sucesores encarnados.

4 Una comprensión performativa de las prácticas discursivas desafía la creencia representacional respecto del poder de las palabras para representar cosas preexistentes. […] la performatividad es precisamente una impugnación del excesivo poder concedido al lenguaje para determinar lo que es real. […] la performatividad es en realidad una impugnación de los hábitos mentales no examinados que conceden al lenguaje y a otras formas de representación más poder del que merecen para determinar nuestras ontologías.

5 Sobre esto véase Pavis (1985) y De Marinis, (1997).

6 En efecto, García Barrientos parte de la clasificación que propone Pavis en su diccionario y en la que distingue dos tipos de tiempo: el tiempo escénico: de la vivencia real del espectador y el tiempo extraescénico o tiempo dramático: inmanente de la ficción, pero también el tiempo de estructura de la intriga, por ello García Barrientos habla de tres. Por otra parte, cita a Genette quien desde la narratología ha propuesto otra clasificación tripartita. Lo cierto es que la propuesta de García Barrientos no logra diferenciarse muy rotundamente de lo propuesto por Pavis, pero tal vez, es más preciso en su nomenclatura.

7 Al referirnos a la relación entre dramaturgia y performatividad no podemos dejar de mencionar las reflexiones de Joseph Danan (2012) al respecto. En efecto, es un acierto la diferencia que propone Danan entre dos maneras de entender la dramaturgia, por una parte, lo que él llama el “sentido 1” de acuerdo con el cual dramaturgia correspondería al “arte de la composición de las obras de teatro” y, por otra parte, un “sentido 2” que la definiría como el “movimiento de tránsito de las obras de teatro hasta llegar a la escena”. (13). Así, mientras el primer sentido sería el tradicional, que estaría del lado del texto, el segundo, en cambio, estaría del lado del “tránsito” (13). En cierto modo, este segundo sentido podría ser homologable a la mirada performativa que intentamos proponer, no obstante, la distinción no logra superar del todo la bipolaridad entre texto y performance, toda vez que no aclara qué hace en concreto la una a diferencia de la otra, más bien, terminan por ser opciones metodológicas, más que dos sentidos propiamente. Lo anterior, sin embrago, no le resta valor a la ampliación que Danan propone del concepto.

8 Cabe mencionar su agudo “Una aproximación a Artaud” en Bajo el signo de Saturno o los ensayos de Contra la interpretación los cuales son muestra de su lucidez respecto de este asunto.

9 Cabe consignar que la primera edición en alemán fue en 1999; pero la traducción al castellano que es la que citamos aquí es del 2013.

10 Es importante desarrollar una confrontación entre dos tiempos diferentes: el tiempo que, de cualquier manera, que se organice artificialmente, es y sigue siendo un objeto de representación en el teatro, una “realidad” que es representada, sugerida, señalada por el teatro. Y, por otro lado: un tiempo que se convierte en una experiencia concreta en sí misma para espectadores y actores. Puedo llamarlo la oposición entre el tiempo representado indirectamente y el tiempo representado directamente. Esta diferencia es una de las claves para comprender el nuevo teatro y sus estructuras temporales. Solo a partir de aquí se puede hablar de descripciones más tradicionales y semióticas del tiempo en el teatro: aspectos temporales del drama y del texto; relación entre tiempo dramático y tiempo teatral; posibilidades del teatro para “expresar” o “representar” el tiempo.

11 Sobre este problema del grado véase Barría (Intermitencias 45-60).

12 Es cierto que estos índices son más evidentes en mucha de la dramaturgia contemporánea, lo que nos muestra que un giro performativo debe entenderse, ante todo, como un giro temporal o de temporalización de la escena. Es interesante marcar por ejemplo como la técnica del diálogo en un caso como el de Pinter adquiere una condición temporal tan evidente en contraste con el grado de misterio de sus textos. El mismo Balme remarca el hecho que en el llamado teatro posdramático, de fuerte condición performativa, se enfatiza el tiempo que “se convierte en una experiencia estética en sí misma” (230). Pero el tiempo siempre ha estado presente en el teatro. Así como siempre el teatro consistió en generar un tipo de experiencia en vivo. La pregunta es qué se hacía con el tiempo, sobre qué idea de tiempo se construían esas experiencias. Borrar el tiempo como un asunto, equivale a enfatizar el ilusionismo a través de la cuarta pared. En definitiva, el teatro dramático o el teatro de corte más tradicional, requería borrar la dimensión temporal para hacer aparecer el tiempo ficcionado como el único tiempo existente de la experiencia. Arrobar al espectador en un tiempo sin tiempo o en un tiempo sin duración. Este es el problema que queremos pensar en este artículo. Así entonces, una cosa es constatar que en cierto teatro contemporáneo el tiempo se enfatiza, otra es descubrir y revelar cuáles son las políticas de temporalidad que determinadas formas del teatro han ejecutado y cómo esa política o configuración determina una ideología operante de lo social.

13 En los que el teatro se centra en su propio tiempo real y las representaciones del mundo aparecen rara vez o nada.

14 Estéticas en las que la tendencia hacia una dramaturgia autónoma del tiempo converge con la duración y lentitud de lo que se presenta, de modo que la “duración de la experiencia teatral” y la “duración narrativa” ya no pueden distinguirse entre sí. Tampoco lo es la preocupación aquí con formas provocativas de poner entre corchetes el teatro de la vida cotidiana por medio de una dilatación temporal que no puede acomodarse en ningún ritmo diario “normal.

15 Sobre esto véase la segunda sección de Ser y tiempo donde Heidegger examina el problema del tiempo. Especialmente en el capítulo primero, cuarto y sexto. Donde se encuentran las cuestiones, a mi modo de ver, centrales de la forma de entender existencial y ontológicamente el tiempo para Heidegger, a pesar de que nunca concluyó esta disquisición.

16 El relato trama el tiempo, por esta trama el tiempo aparece estéticamente y, a la vez, por este ser tramado el tiempo se constituye en un aspecto crítico y social. El relato trama el tiempo, hace aparecer el tiempo en nuestra percepción, pero lo hace trabajando sobre el tiempo mismo. La experiencia se configura desde un relato y no solo desde el impacto corporal en sí.

17 Lo que pareciera querer decir Butler al usar el adjetivo “dramático” es que toda materialización de una identidad es acción cargada afectivamente y no solo un cambio categorial.