Revista de Humanidades Nº 49: 313-339 ISSN: 07170491 • DOI: 10.53382/issn.2452-445X.783

El monólogo y la ficcionalización del testimonio en el teatro chileno actual: Hilda Peña

 

Monologue and fictionalization of testimony in current Chilean Theatre: Hilda Peña

 

 

Carolina Brncić

Universidad de Chile

Av. Ignacio Carrera Pinto 1025, Santiago, Chile

[email protected]

 

 

Resumen

 

El artículo examina la relación entre el monólogo y el testimonio en el teatro contemporáneo a partir del análisis de la pieza chilena Hilda Peña (2014) de Isidora Stevenson. Para ello se relevan las características más sobresalientes del testimonio como discurso y su problemático estatuto literario, visto en la reflexión crítica sobre la narrativa latinoamericana y el teatro chileno de las últimas décadas. En este breve recorrido histórico se atiende particularmente a su progresiva ficcionalización. En segundo lugar, el trabajo sitúa la importancia del monólogo en las dramaturgias actuales como manifestación paradigmática de un teatro íntimo, en estrecha relación con el discurso testimonial. El análisis de Hilda Peña muestra la ficcionalización del referente extratextual así como la ficcionalización del testimonio a través del monólogo dramático. Este último lo entenderemos en nuestra propuesta como momentum discursivo, como estrategia reflexiva y como locus constitutivo de la experiencia, en que el personaje se testimonia a sí mismo en el mundo.

 

Palabras clave: teatro chileno, monólogo, testimonio ficcionalización Hilda Peña.

 

Abstract

 

The article examines the relationship between monologue and testimony in contemporary theatre focusing on the analysis of the Chilean play Hilda Peña (2014) by Isidora Stevenson. For this purpose, in first place it explores the most relevant characteristics of testimony as a type of discourse and its problematic literary status, seen in critical approaches on Latin American narrative and Chilean theatre in recent decades. In this development, it looks particularly into its progressive fictionalization. Secondly, the paper places the significance of the monologue in current dramaturgies as a paradigmatic manifestation of an intimate theatre, closely related to the testimonial discourse. Elaborating on both theoretical assumptions, my analysis of Hilda Peña proposes the fictionalization of extratextual referent so as the, fictionalization of testimony through dramatic monologue. In our interpretation, we will understand the monologue as a discursive and reflexive strategy, and a constitutive locus of experience, in which the character testifies to himself in reality.

 

Keywords: Chilean theatr, monologue, testimony, fictionalization, Hilda Peña.

 

Recibido: 28/11/2022 Aceptado: 02/05/2023

 

 

 

1. Consideraciones preliminares: del relato de vida a la ficcionalización del testimonio

 

En las últimas décadas la escritura testimonial ha ocupado un lugar central en los estudios de memoria en Latinoamérica, abordaje que examina la producción discursiva y artística en directa relación con los procesos históricos, políticos y sociales de la región en el último medio siglo. Del numeroso grupo de trabajos que conforman este campo de estudio, recuperaremos algunas nociones y posiciones críticas que nos permiten ilustrar el recorrido e integración que experimenta el testimonio, en tanto discurso, en la ficción literaria. Como veremos, tanto sus elementos constitutivos como las ambivalencias y tensiones que lo caracterizan constituyen un lugar fértil para la elaboración creativa, tanto en el terreno narrativo como dramático. Es en este último, en el teatro como espacio dialógico por excelencia, donde el testimonio ingresa atraído por el monólogo que se despliega como ejercicio intro y retrospectivo, como lugar abierto desde la intimidad ofrecido a un otro.

Nuestro punto de partida es el planteamiento de Leonidas Morales, para quien el testimonio es una “clase de discurso transhistórico y transgenérico” proclive a ser incorporado tanto en los géneros referenciales como en los literarios (25). Dicha integración radicaría en que aparece como un “modo alternativo de narrar la historia” como enfatiza Achugar (55), sostenido en el uso de la primera persona y donde la enunciación se erige como medio y objeto probatorio. Esta particularidad se convierte asimismo en una condición problemática, por cuanto el relato se vuelve objeto de tensiones al instalarse en la encrucijada entre lo confesional y lo público, entre la veracidad y la ambigüedad, que redundan en la conflictiva relación entre realidad y ficción.

El relato en primera persona de un testimoniante o de un testigo se erige como premisa por cuanto “no hay testimonio sin experiencia como tampoco hay experiencia sin narración” como apunta Beatriz Sarlo (29). Para la crítica, la validación de la voz y de la experiencia particular en la esfera pública es parte del giro subjetivo que experimenta el testimonio desde mediados del siglo XIX, situándolo en un territorio liminal entre lo confesional y lo público. Aspecto en el que coincide Esther Cohen en su reflexión sobre los testigos de los campos de concentración, al señalar que “narrar es un acto de justicia que convoca a una comunidad más que al individuo en su singularidad” (51). Si bien la enunciación está permeada por las marcas de lo íntimo, el testimonio como ejercicio dialógico supone una exposición y un carácter vinculante, dimensión que lo diferencia de la autobiografía como enfatizan J. Beverley (1989) y Achugar al sindicarlo como “un discurso acerca del yo en la vida pública”1. Independiente de las funciones que asuma –ejemplarizante, dignificante, de denuncia o de justicia–, al instalarse en esa posición liminal termina por cohesionar el tejido social en la garantía del vínculo entre el yo y el otro, como señala Ricoeur, o, en la construcción de memorias personales y colectivas como plantea Elizabeth Jelin.

En esta cohesión de lo privado y lo colectivo, el testimonio aparece como ejercicio restaurador que religa el pasado y el presente construyendo un sentido que trasciende lo particular y se abre a lo público, ya que si bien su objeto se define por la materia temporal, el acontecer por sí solo carece de valor si no hay un relato que ordene y dé sentido a esa historia. El testimonio se instituye así como discurso reflexivo que pliega al sujeto con la enunciación misma, en el acto de seleccionar los recuerdos e hilvanarlos en una linealidad que porte un significado. El presente de la enunciación determina la mirada retrospectiva que recolecta los eventos y los aúna en una totalidad significante. La acción que rememora “une el recuerdo a la memoria, la impresión con el relato que se construye sobre ella, narración que, por lo demás, da al recuerdo su dimensión pública” (Ricoeur 169). El testimonio se presenta entonces como narrativa subjetivada, no tan solo por su formulación en primera persona, sino porque el relato aparece horadado y tensionado por las diversas inflexiones de la propia enunciación que van desde ampliaciones descriptivas, digresiones y desvíos hasta silencios y detalles. Silencios que son marca gráfica y semántica de huecos traumáticos y vergüenzas o estrategias para enfatizar una distancia social con el otro (Jelin 124) y detalles que fortalecen el tono de verdad íntima, al tiempo que enfatizan la verosimilitud, como señala Sarlo (70). Esta ambivalencia lo sitúa inevitablemente bajo el signo de la sospecha como han sostenido Ricoeur y Agamben. Como clase de discurso persuasivo, busca ser creíble y funda su autenticidad en la autodesignación del sujeto testimoniante o testigo en tanto garantía presente de lo que dice más allá de las pruebas externas, como afirma Sarlo, quien enfatiza que “el testimonio, por su autorrepresentación como verdad de un sujeto que relata su experiencia, pide no someterse a las reglas que se aplican a otros discursos de intención referencial, alegando la verdad de la experiencia” (48).

De este modo, el testimonio se ubica en una zona ambivalente tanto para el discurso histórico como para la ficción literaria, al punto que la tensión entre lo estético y lo político, entre la invención literaria y la veracidad se vuelven parte constitutiva y problemática de él, como coinciden Victoria García (“Literatura”), Peris Blanes (2014), Díaz-Cid (2007) y Beverley (1989). Para este último,testimonio appears as an extraliterary or even antiliterary form of discourse. That, paradoxically, is precisely the basis of both its aesthetic and political appeal” (25). Esta tensión se enraíza ya desde su institucionalización en el ámbito latinoamericano como género a fines de la década de los sesenta a partir de dos hitos: el establecimiento de la categoría testimonio en la convocatoria del certamen Premio Casa de las Américas en 1970 y el artículo de Miguel Barnet “La novela-testimonio: socioliteratura” publicado un año antes. De acuerdo con García, estas dos instancias fundacionales definen el curso histórico y dinámico del testimonio así como las tensiones que lo cruzan. En primer lugar, por el objeto, fijado ya desde la propuesta hecha por Ángel Rama a Casa de las Américas en “una colección que se llame Testimonio Latinoamericano, una colección en la cual una novela, un ensayo, la poesía, dé testimonio de lo que está pasando en América Latina y de lo que se está realizando” (cit. en García, Testimonio 381), estableciendo con ello el carácter contingente y la inscripción política tanto de la materia como del escritor con los procesos históricos de su realidad, como exigía Barnet2. Esta ligazón inexcusable con el presente y el devenir histórico es el factor que ancla el testimonio a los trabajos de memorias y que sufre modulaciones a lo largo de las últimas seis décadas, enfatizando su carácter dinámico. De este modo, en los años sesenta y setenta es claramente reconocible su intervención en el presente como acción políticamente comprometida con la transformación social, mientras que en los ochenta hay un desplazamiento periférico en el contexto de las dictaduras latinoamericanas. La literatura testimonial de esos años se convierte en un campo problemático donde se agrupan géneros referenciales como la crónica, la autobiografía y los textos periodísticos, así como narrativas ficcionales con distintos énfasis de acuerdo con los contextos nacionales3. En estos diversos rendimientos el testimonio adopta distintas funciones: como instancia de denuncia y visibilización; como espacio discursivo de los procesos de reflexión y discusión del pasado reciente en los relatos de las víctimas de prisión política; como enunciación alternativa a los relatos oficiales; y como “una necesidad de insertar una perspectiva testimonial en un texto literario que aún no puede ofrecer una interpretación global y autosuficiente de la experiencia histórica” (Epple 1148).

Así, la noción de literatura testimonial se vuelve problemática en su estatuto literario por la tensión entre ficción e historia, dada por la confrontación entre una voz subjetiva y particular con las narrativas oficiales, pretendidamente objetivas. Si en 1969 Barnet sostenía que “el testimonio se erigía como forma que superaba el horizonte ficcional a partir de la exhibición de la relación que establece con la realidad social” (cit. en García, Testimonio 378), su desarrollo histórico lejos de decantarse por una forma mayoritariamente documental y archivística ha tendido en forma natural y progresiva a una ficcionalización que obedece a diversas razones. Para García, en el caso argentino, la eficacia estética de la forma novelada ha permitido capturar al destinatario, así como reparar la dimensión lacunar propia del discurso testimonial y con ello volver comunicable el horror. En el caso chileno, Peris Blanes sostiene que los proyectos estéticos de la memoria permiten “una mirada afectiva hacia el pasado por parte de aquellos que lo han vivido, menos atenta a la fiabilidad del dato y a la profundidad del análisis que a las poderosas emociones que esa rememoración provoca en el testigo” (15). Este proceso coincide con las narrativas del retorno de la transición política de los años noventa, en las que a juicio de Teresa Johansson (2013) se produce una absorción del testimonio en las demandas de memoria. Es en este panorama artístico y cultural que José Salomon (2020) plantea un desplazamiento mayor para la producción literaria de los noventa y para la ‘literatura de los hijos’ de los 2000. Se trata de la ficcionalización del testimonio que busca derogar los límites entre lo ficticio y lo verdadero “al transformar los referentes extratextuales en elementos ficticios al interior del mundo representado por la obra literaria […] modificando con ello la relación entre literatura y política” (42). El giro ficcional “permite las condiciones de verosimilitud que legitiman la relación compleja, contradictoria, a veces indescriptible entre experiencia y testimonio”, al tiempo que releva el giro o pliegue del discurso sobre sí mismo, esto es, como artificio, a través de una serie de recursos entre los que destaca la incorporación de relatos de segundo grado al mundo representado. Así, “el principal acto narrado lo conforma la narración ejecutada, el mismo acto de narrar: eso es verdaderamente narración testimonial” (52). Con ello, la ficcionalización del testimonio renueva la labor del discurso testimonial que ya “no solo documenta la realidad sino la reinventa” (54). Este desplazamiento radical que Salomon describe para la narrativa chilena de las últimas décadas es similar al que García observa en el testimonio literario argentino de este milenio que “instaura la primacía del artificio literario por sobre cualquier pretensión de veracidad, y en el mismo sentido, inscribe al testimonio en el ámbito del discurso autoficcional (“Literatura” 15).

 

 

2. Teatro y testimonio: documento y ficcionalización

 

En las últimas tres décadas el teatro testimonial ha emergido fuertemente en la escena internacional y chilena, aun cuando bajo ese rótulo se entiendan diversas prácticas4. En la tradición anglosajona y francesa, el testimonio concebido como material para la escena, se ha ligado al teatro documental que hunde sus raíces en la práctica escénica de Brecht, Piscator y Weiss y que, como señala Kalawski, tiene pretensión de referencia no tanto “porque produce documentos sino porque los utiliza, instalándose dentro del territorio artístico, pero apuntando hacia afuera” (“2 gelatinas” 58). Asimismo, la significativa producción posterior de teatro documental se explica en gran medida por la urgente necesidad de examinar lo real; cuestión que se fundamenta en el carácter verídico de los diversos documentos o materiales que son atraídos a la escena, como advierte C. A. Upton: “documentary theatre tends to base its claim to authenticity on the assumption, explicit or implicit, that the source documents are themselves incontestably ‘true’, or at least, self-evidently ‘real’” (179)5. Este efecto de realidad, atributo característico del testimonio como ya advertía Beverley, lo convierte a juicio de Barría en objeto de archivo y lo atrapa en la lógica del documento, en tanto “el horizonte en el que se proyecta tiene que ver, por una parte, con la recuperación de un sentido histórico de la experiencia humana y, por otra, porque aspira directa o indirectamente a legitimar o validar aquello desde la presencia de un real –antes que de una ficción–” (181)6.

De esta forma, la inclusión dramática y/o teatral del testimonio en aras de la problematización histórica o contingente de la realidad, supone un innegable componente político en la escenificación de eventos y conflictos de gran impacto o traumáticos para la sociedad que, por una parte, es un rasgo característico de las dramaturgias de lo real como afirman Carles Batlle (2020) y Carol Martin (2010)7 y, por otra, dificultan el deslinde del teatro documental del teatro testimonial.

Para María José Contreras, el teatro testimonial chileno se enmarca como un caso específico dentro de las prácticas testimoniales y emerge como una fuerte tendencia en la posdictadura y en un escenario de posconflicto cultural8. Se inspira en testimonios, prometiendo al espectador participar de una representación real de historias y vidas de otros, usualmente una víctima, una voz silente o una comunidad reprimida. Involucra una compleja relación entre realidad y ficción a partir del entretejido de diversos aspectos de la realidad –testimonios reales (orales o escritos), la presencia real de los cuerpos de los actores e inclusive de los testimoniantes, la ostentación de pruebas, videos y fotografías, entre otros– con la ficción, desplegada a través de la representación escénica en un espacio mediatizado o en la dramaturgización de testimonios. En este sentido,

 

Rather than referring to ‘the real’, teatro testimonial refers to memory, both in its individual and collective forms. In fact, teatro testimonial has no general pretension of reflecting or representing reality or whatever this may be, but rather engages with the political need of interpreting reality to resist and re-invent what the amnesiac hegemonic Chilean culture considers to be the present and the past. (Contreras, “Performative” 119)

 

En una línea similar, para Kalawski, el teatro testimonial se caracteriza por estructurar las obras en torno a la características del testimonio oral, a diferencia del teatro que simplemente usa testimonios y el que pretende ser testimonio (“Cronotopos” 61)9. Así, el crítico distingue como teatro testimonial la Trilogía testimonial de Chile de Alfredo Castro y el Teatro La Memoria en su reelaboración simbólica de los testimonios de un grupo de travestis víctimas de la represión policial así como Pabellón 2-Rematadas (1999) y Colina 1-Tierra de nadie (2002) de Jacqueline Rameau, organizada en torno a los testimonios de presos recogidos en cárceles de Antofagasta y Santiago10. A estas piezas podemos sumar Ñi pu tremens, mis antepasados (2008) de Paula González con testimonios y participación de mujeres mapuche, Pajarito nuevo la lleva (2011) de María José Contreras y la Trilogía testimonial de mujeres pobladoras: historias de dictadura de Gerardo Oettinger y Teatro Síntoma11.

Tal como vimos en el caso de la narrativa, en el teatro ocurre un proceso análogo de ficcionalización del testimonio para elaborar las memorias individuales, colectivas e históricas. Se trata de su ficcionalización como discurso, esto es, como medio que atestigua la realidad sin documentarla sino creándola al interior del mundo ficticio. En esta línea se inscribe la elaboración testimonial que realiza Juan Radrigán en lo que Ana Elena Puga (2008), siguiendo a Ricoeur, ha denominado un deber de contar. Para la crítica, en las ficciones radriganianas el discurso de los personajes –y en algunos casos el del propio autor12– se reconoce como testimonial a partir de tres rasgos que lo signan: los sujetos denuncian una injusticia social contingente, se posicionan como hablantes de una clase o comunidad y entregan al espectador una experiencia de lo real, convirtiéndolo en testigo con un alto grado de responsabilidad política y social. Esto, por cuanto las situaciones ficcionales siempre aluden –implícita, explícita o alegóricamente– al contexto dictatorial. Así, estos testimonios ficcionalizados poseen un efecto terapéutico similar a un testimonio real, porque religan al personaje (ficción) con la audiencia-comunidad (realidad), haciéndola parte de un proceso político en el que se le ofrece la oportunidad de “cambiar y subvertir las historias oficiales propagadas por las élites dominantes” (198). De esta forma, la ficcionalización del testimonio ofrece un efecto pragmático mucho más intenso:

 

 

Cuando el testimonio se representa en lugar de presentarlo a través de un texto, se realza el sentido de lo Real (…) la naturaleza oral y efímera de la representación crea la ilusión de que uno está frente a una voz antes silenciada, libre y sin las censuras de antropólogos, novelistas e intelectuales. En el teatro la mediación del texto escrito queda oculta, relegada al proceso del ensayo, porque no hay un texto disponible que el espectador pueda abandonar y retomar. (Puga 196, traducción mía)13

 

 

Este efecto en el espectador determina que el testimonio se vuelva un “dispositivo teatral por excelencia” a juicio de A. Rykner, ya que enfatiza la dimensión espectral abriendo un “espacio de visibilidad en el seno de la invisibilidad” (168). Resalta el hecho de que el teatro habla de una ausencia por medio de una presencia. A nuestro juicio, es esta dimensión la que permite que la ficcionalización del testimonio se logre de manera mucho más efectiva a través de un monólogo.

En las últimas dos décadas, el monólogo como pieza unipersonal ha despuntado en la escena chilena verificándose en una muestra representativa que, en muchos casos, adopta una forma testimonial14. Sostenemos que esta imbricación se debe, en primer lugar, al deber de memoria que acusan gran parte de las dramaturgias chilenas como forma alternativa de contar la historia tanto de acontecimientos pasados como presentes, de sujetos otrora sin voz, que atestiguan un doble proceso, el propio y el colectivo15. Esta elección se enmarca en una característica transversal del teatro contemporáneo que J. P. Sarrazac ha denominado como el drama de la vida, asociado a la problemática del testimonio: “En el entrecruce de la Pasión y el Proceso se encuentra el espacio por excelencia del drama moderno y contemporáneo: ese lugar donde lo íntimo –dar testimonio de sí– y lo político –dar testimonio del mundo– se revierte uno en el otro (Juegos 44).

Esta doble direccionalidad del testimonio podemos vincularla también a un teatro íntimo entendido como espacio de apertura:

 

Lo íntimo no excluye lo espectacular. Por el contrario, el encuentro de lo íntimo con el otro atestigua su disposición a entregarse como espectáculo. […] Reconciliado con lo espectacular, lo ‘íntimo’ se opone a lo ‘intimista’. Lo intimista significa el cierre de la acción dramática sobre la esfera de la vida privada, mientras que con lo íntimo la vida privada se expone públicamente. (Sarrazac, Théâtres 67, traducción mía)16

 

Al igual que el testimonio, un teatro íntimo posee un doble movimiento: hacia afuera en su apertura al otro y hacia adentro, en “el desprendimiento de la acción y en la insularización del drama en la psique del personaje” (Sarrazac, Théâtres 11). Este repliegue se exhibe como mirada indagatoria sobre el acontecer, misma función que cumple el testimonio ficcionalizado en el monólogo. Este, como estrategia discursiva, aparece como exploración reflexiva del personaje sobre sí mismo, su historia y enunciación. De allí que el dramaturgo francés Valère Novarina reconozca en el monólogo una expresión del exceso que “toma la forma de excavación, biografía, reminiscencia, memoria, proyecto o profecía” (cit, en Weldman 52), ejercicios tentativos que muestran al personaje dramático atravesado por el decir, lenguaje que se erige como fundamento y último recurso de la experiencia y de la conciencia desde el seno de lo íntimo, de acuerdo a J. P. Ryngaert (114). Y es que el monólogo –recurso paradójicamente tan teatral y tan cotidiano que el teatro realista proscribió por su explícita artificiosidad–, en las escrituras actuales se instala como un espacio abierto en busca de interlocutor, que tropieza con los límites del silencio o desemboca en corriente de discurso (Hausbei y Heulot 2013). Por ello, pese a que se presente como un habla solitaria, no renuncia a un dialogismo explícito o implícito al ser una liberación sin espera de respuesta y, al mismo tiempo, una demanda frente al prójimo, “una petición que queda en el aire” de acuerdo a Ubersfeld (2003). Como diálogo travestido entre el personaje y el público aparece, según Beatriz Trastoy (1998), como recurso extraordinario que permite la diégesis escénica y como artificio dramático que otorga fluidez en la dislocación espacio temporal del permanente presente dramático. Así, la falta de réplica impele el flujo discursivo y, al mismo tiempo, refuerza la presencia fantasmal de un otro en las diversas modulaciones de la enunciación hacia un tú, ya sea en la demanda, petición o manipulación, mostrándose al mismo tiempo como reivindicación, defensa, autojustificación o afirmación del yo.

 

 

3. Hilda Peña: el monólogo y la constitución de la experiencia

 

Hilda Peña (2014) de Isidora Stevenson ganó la XVI Muestra Nacional de Dramaturgia en categoría emergente y desde entonces ha concitado numeroso interés en sus distintos montajes. Monólogo perturbador que conmociona al espectador/lector en un “relato delirante, el recuerdo desesperado de una mujer que no soporta la idea de separarse de su hijo muerto”, como indica el resumen argumental. La narración se dispone fragmentariamente en cinco cuadros que rodean cuatro momentos: el asalto y la muerte del hijo, el recuerdo de la vida pasada antes y durante la llegada del niño, los sueños, y el presente con la negativa a despedirse del cadáver. Estas cuatro temporalidades se enlazan en el relato de Hilda Peña que salta del presente al pasado en un habla solitaria que discurre de forma zigzagueante, prolífica en pausas, cesuras y preguntas sin respuesta. Un monólogo que intenta reconstruir los hechos y darles un sentido, al tiempo que instala al sujeto en el mundo, en un relato desesperado que frente a la invisibilidad del hijo termina por visibilizar al personaje en su demanda angustiada a un otro. Esta apostrofación directa se explicita en las primeras líneas “No. Espere. / (Se limpia la boca) / No sé empezar. / Se me olvidó cómo era” (2) para luego difuminarse. Y es que esta apelación funciona como pie dramático que se convierte en una autoconminación en que la voz se redirecciona hacia el interior, abriéndose al relato del sueño (primer y cuarto cuadro) y al recuerdo (segundo y tercer cuadro). La petición inicial queda suspendida por el relato del testimonio vital y solo se retoma en la apertura y en el cierre del último cuadro, en que le suplica a un brujo que despierte el cuerpo del hijo muerto:

 

Entonces yo quería pedirle a usted algo. /Antes de que pase más tiempo. / (Pausa) / Pedirle si usted podría hacer eso que hace. / Eso que dijo una vez en el diario que hizo. / (Pausa) / Aquí tengo el recorte. /Esa historia de la niña de Coñaripe. Esa que usted despertó. / (Pausa). / Por favor. / Trate de ver si despierta. / Trate de ver si le sale ahora. / Trate por favor de ver si [a] mi niño se le quita ese frío. /Ese color. (30)

 

El angustioso ruego se intensifica en los nueve por favor que acompañan la irracional súplica, considerando que el cadáver lleva tiempo en un ataúd abierto. Esta irregularidad la explica ella misma al relatar con natural crudeza cómo ha sobornado a los guardias del cementerio con sexo oral para que no sellen el sarcófago y para que le permitan verlo diariamente, en una rutina que atestigua el proceso de “Amarillo. / Pálido. / Verdoso. / Morado” en la descomposición “Fresco-hinchado-putrefacto-seco”. La imposibilidad de desprenderse del hijo, visto en el macabro ritual incomprensible para los demás, adquiere pleno sentido a la luz de las circunstancias azarosas y abruptas que reunieron y separaron a la madre y el joven. Solo en su testimonio previo, en ese rodeo del relato, podemos como espectadores y lectores aquilatar su delirante petición. De allí que esa figura apelada, ausente de la escena, se proyecte al público quien, como señala Bernard Dort, es el verdadero destinatario del monólogo contemporáneo.

Para enraizar esta experiencia íntima Stevenson se abre a una doble ficcionalización, la de lo real y la del testimonio. La ficcionalización de lo real pasa por instalar un horizonte en el que la experiencia particular resuena en un anclaje histórico y cotidiano compartido con la audiencia. El segundo y tercer cuadro se centran en la reconstrucción fragmentaria de los hechos, de los vínculos y del pasado inmediato y más lejano, partiendo por la muerte del joven. El día de Navidad, mientras prepara el almuerzo y espera el regreso de su hijo y nuera, escucha por la televisión la noticia del atraco al Banco O’Higgins en el Faro de Apoquindo por un grupo lautarista, con resultado de ocho muertos en medio de una balacera con uso imprudente de armamento. El ingreso de lo real desde el referente extratextual ocurrido el 21 de octubre de 1993 es ficcionalizado y resituado en el día de Navidad, densificando el evento histórico en su significación al localizarlo en la esfera íntima que conlleva la celebración familiar, puesto que como dice Hilda Peña: “La navidad es la navidad. La navidad no es como el cumpleaños. Es diferente” (4). La crónica televisiva entregada fragmentariamente solo adquiere realidad y consistencia para el personaje cuando ve en la pantalla una bolsa tirada en el piso del banco, “la misma bolsa con el mismo papel del pantalón ‘S’”. La imagen atrae una serie de preguntas –“¿Qué hacía tirada ahí y no en la mano de ella? / ¿Cuántas bolsas así existen en el mundo? / ¿Cuántas con el mismo papel?” (5)– que buscan dotar de sentido y pertenencia a la escena, máxime cuando ese mundo es totalmente ajeno a ella: “El Faro de Apoquindo. Ni sé que micro llegará para allá. / (Pausa) / Las diligencias se hacen en el centro. No en el Faro de Apoquindo” (15). Las interrogantes nunca se responden, así como tampoco qué hacían los jóvenes en ese lugar, si fueron víctimas azarosas de las circunstancias o pertenecían al Lautaro. El hecho político por sí solo se diluye y queda como marco histórico en el que se instala una experiencia única que, sin embargo, se va abriendo a lo público y cotidiano en la espacialización de la experiencia materna que se emplaza epocal y socialmente. Desde el presente de la pérdida, la reminiscencia de Hilda Peña se aloja en el relato de un antes, ejercicio restaurador en el que hace visible su retrato, la presencia del cuerpo ausente y la de un país, atrayendo a la escena de los 2000 el Chile de la transición, que no dista tanto del actual. Así, desde el retrato de su silueta flaca pero con “todos sus dientes” emerge un mundo social, el del barrio y la junta de vecinos, el de la villa y el del consultorio, el de la asistencia pública con psicólogos, oculistas y veterinarios y el de la solidaridad comunal de los bingos y completadas. Un centro que se vuelve margen de la transformación social de los años noventa, no solo en su distancia con el sector oriente, sino también en el desplazamiento de sus habitantes que ven llegar “mucho de afuera”, y en la transformación de los espacios comunes como la plaza “Sin árboles. Puro cemento. / Le pusieron escultura / Fea. / No la entiendo” (11). En este paisaje de una precariedad digna, emerge Hilda Peña como estampa de la soledad –sin hijos, sin hombre y sin parientes– graficada en el juego tristemente irónico que ella hace de su nombre: “Yo sabía [escribir], pero de no hacerlo nunca se me fue olvidando, me puse como incoherente. / A veces se me olvida ponerle esa olita a la ñ y queda como n. / Yo me río no más, no ve que soy Peña” (8). Es probablemente esa orfandad y extrañeza en una plaza que ahora le es ajena, donde logra ver a un “niño de esos”, pasado a neoprén y a alcohol que lentamente se va aguachando. Así, sin mencionar nunca su nombre, relata como “pasó” de compartir un té en la plaza a ser su hijo: del piso al sillón, a la colchoneta y a la cama conseguida en la feria. Cómo armaron la pieza, empezó a ir a la escuela y al médico, terminó el liceo, hizo el servicio, consiguió trabajo y polola: “Así se fue quedando. / Y se hizo mi hijo. / (Pausa) / Fue mi hijo. Yo no sé si fui su mamá. Nunca le pregunté” (14).

Esta ficcionalización de lo real expande la vivencia íntima a un horizonte reconocible por el público, pero en su articulación discursiva se suscita un movimiento inverso, introyectivo. El monólogo aparece entonces como estrategia reflexiva que ficcionaliza el testimonio. En el momentum discursivo, el testimonio deja de ser la reconstrucción de los hechos para volverse locus constitutivo del personaje. Así, recuperando a Walter Benjamin, sostenemos que para Hilda Peña lo que pasó –la vivencia privada, prelingüística y vital, Erlebnis– en su monólogo deviene experiencia –pública, lingüística y comunicable, Erfahrung17.

Anteriormente caracterizamos al teatro contemporáneo como un drama de la vida en que el personaje da testimonio de sí y del mundo. Ahora agregamos que el personaje se testimonia a sí mismo en el mundo en el monólogo como instancia discursiva reflexiva y constitutiva. En Hilda Peña la narración zigzaguea entre los recuerdos, los sueños, las emociones y los sentimientos pasados y presentes, vertebrados por una experiencia fundante y conclusiva: su maternidad. El drama de la vida y su relato de vida solo deviene significante en la narración del encuentro y pérdida del hijo que la definen en su ser y lugar en el mundo. “Yo… yo antes no era así. / (Silencio) / Era distinta antes yo” (7); “Todo pasó así de rápido. / No me di cuenta. / De repente quedé así. / Ya no sé cómo ser distinta. / Yo antes no pensaba en cómo era. Era no más” (8). Así, la narración en sí misma se vuelve experiencia constitutiva del sujeto al reconocerse en la recolección parcial y concreta de los hechos fundantes.

 

La reconstrucción de la experiencia en Hilda Peña está permeada por los rasgos característicos del discurso testimonial que apuntábamos al inicio: digresiones, repeticiones, elipsis, silencios y detalles. De acuerdo a Hamburguer, la narrativa fragmentaria de los testimonios de sobrevivientes del Holocausto, expone una forma desimbolizada y la imposibilidad de reificar la experiencia producto de la pulverización de la existencia (280). En esta pieza teatral es distinto. Al tratarse de una ficcionalización del testimonio, la enunciación dramática a través de recursos simbólicos y poéticos hilvana la fragmentación del acontecer al tiempo que reconstruye al personaje.

Una de las características recurrentes en las dramaturgias contemporáneas es la desrealización del personaje, dada en parte por la ausencia de un conflicto y una intriga lineal, o de una didascalia que al menos lo sitúe, dejándolo arrojado y aferrado a su única manera de permanecer: el habla. Para J. P. Ryngaert y J. Sermon el decir se ha vuelto la única ley del personaje contemporáneo quien, despojado de psicologismo y de una presentación acabada, se construye a sí mismo ya sea en el encuentro con la palabra o atravesado por ella. Así, estas siluetas efímeras mueven al espectador con un código afectivo desde el territorio de lo íntimo “y todo pasa como si la palabra accediera de golpe al meollo del asunto, como si se centrara sobre lo esencial, particularmente en los monólogos que exponen confidencias, revelaciones y resistencias” (159).

En el monólogo de Hilda Peña accedemos al mundo ficcional exclusivamente desde su perspectiva: las opiniones de los otros –televisión, carabineros, guardias del cementerio, compañeras y vecinas– solo ingresan muy concisa y escuetamente a través del indirecto libre. Asimismo, el flujo discursivo, lejos de ser un torrente caudaloso se caracteriza por su intermitencia, quiebres e irregularidad dadas en gran medida por su parataxis asindética18. La falta de conectores elimina la causalidad en el relato, privilegiando el montaje de afirmaciones y vacilaciones sobre los hechos y sobre la propia figura:

 

La psicóloga del consultorio me dijo que tenía que hacer mis cosas, salir, distraerme. / Yo hago mis cosas, siempre las he hecho. / Así soy, no sé. (7);

Nunca quise hijos yo, la verdad que no me interesaba, no sé. / No me gustan las guaguas. Suena feo pero es verdad. / No es feo. (9)

Cuando los escuchaba reírse en la noche me daban ganas de reírme. No sé. / Y me reía sola. Despacito / No se puede escuchar reírse y no reírse. (17)

 

Horadado por ciento ocho marcas de elipsis –veintisiete silencios, cincuenta y tres pausas y veintinueve no sé–, el relato se satura de lagunas e indeterminaciones que junto con frenar la continuidad van explicitando gráfica y rítmicamente cómo el testimonio se dispone y, al mismo tiempo, cómo la hablante se vacía a cuentagotas en él. Así, cada vez que la enunciación oscila hacia una zona más íntima con el riesgo de desbordarse emocionalmente, el silencio frena y redirecciona el discurso “Era como hacerle un cariño. / Yo no quería [un] hijo y de repente tenía este. / (Silencio). / Le conseguí trabajo en una fábrica de cecinas que no queda lejos” (16). Las pausas funcionan como hiatos que introducen ligeras variaciones: una pequeña información que se adiciona, una opinión o sentir personal, o bien, una restricción autoimpuesta. En esta misma línea se inscriben los característicos no sé de Hilda Peña que adquieren la condición de pausa llena. Como momentos del discurso –verbalizados por el personaje y no por la acotación–, operan también como cortes y autocensuras que evitan profundizar y quiebran la continuidad de su relato; pero también en tanto muletilla aparecen como trazo caracterizador de su individualidad y subjetividad. A los escasos elementos biográficos que ella proporciona –no tuvo hijos, convivió con un hombre que la abandonó, sus parientes son del norte– se suma su parcelada y concreta percepción del mundo que refuerzan su posición insular: no conoce el mar ni el sur, le cuesta escribir porque no lo ejercita, no sabe qué significan los nombres mapuche Lautaro, Apoquindo y Apumanque. Su inocencia y pragmatismo se ilustran en su predilección por los números porque “Son poquitos y sirven para hacer muchos” (8), al tiempo que su rudeza y honestidad expresan su conformidad frente a la vida: “No me da vergüenza. No tenemos para qué saber todo. / No podemos ser todos doctores. / Alguien tiene que cortar el pelo o cocinar” (15). De allí que las imágenes del sueño en el lago la perturben y atemoricen por su falta de concreción y claridad: “El agua es tan verde que no me veo los pies. / Me da miedo a mí. / Eso de no verse los pies es raro. / Los pies son los pies, se tienen que ver” (2). Ese asidero con el mundo real es lo que Hilda Peña pierde con la muerte del hijo. Su vínculo con el mundo se ha pulverizado e intenta restaurarlo en la insólita petición de revivir el cadáver, de la misma manera que en el sueño intenta buscar la bolsa:

 

Estoy flotando en el agua verde y en el lago empiezan a flotar bolsas de plástico. / Las miro y me dan ganas como de vomitar. / Más que sueño empieza a ser pesadilla. / Sé que las bolsas no dan miedo en la vida. Pero ahí sí. / No sé de dónde salen pero son muchas, todas iguales. / Miles de bolsas se mueven en el agua como medusas. / No quiero que me toquen. / Y me acuerdo que tengo que encontrar una bolsa. / Yo empiezo a buscarla pero son todas iguales. / Las toco y me da miedo. Más miedo que no verme los pies. / No sé. / Lloro. / (Pausa). (3)

 

Su conocimiento del mundo es de orden factual, de allí sus afirmaciones concretas y taxativas –“la navidad es la navidad”, “los pies son los pies”–, y la dificultad para nombrar sus emociones –“me da como culpa”, “me viene como una rabia”–. Es por ello que, al subjetivarse su relación con el mundo en la experiencia fundante y conclusiva del encuentro y pérdida del hijo, las palabras que antes agotaban la realidad ya no alcanzan y la analogía aparece como recurso que permite rodear la devastación:

 

Lo tuve que ir a mirar. Ahí. / Acostado en ese metal. Estaba helado. / Tomarle la mano era tocar un vaso. / Los cuerpos no son como vasos. / Los cuerpos son cuerpos y los vasos son vasos. / ¿Qué hacía mi niño como vaso? (18-19)

 

Las preguntas retóricas son espacios de intensificación, intentos desesperados de construir un sentido cuando el azar destruye la cotidianeidad e intimidad alcanzada: “¿Le dolerá? / ¿Le puede doler el cuerpo si está vacío? / Si está vacío ¿a dónde se fue lo de adentro? / ¿A dónde se fue él?” (29). Las diversas preguntas que recorren el texto se convierten en los pliegues del relato donde la subjetividad de la testimoniante se instala frente a la desnudez de los hechos. Son también formas de conectar la narración desarticulada, al igual que los distintos elementos simbólicos que vinculan la vivencia fáctica con la experiencia íntima, visto por ejemplo en la recurrencia de la bolsa, del cuerpo frío, de las uñas y los pies, referidos en los hechos y en los sueños. Así, la repetición aparece como recurso que va hilvanado los hechos, la memoria, el inconsciente y la subjetividad del personaje.

 

 

4. Ficcionalizaciones en la escena chilena

 

Para finalizar, queremos situar la ficcionalización del testimonio a través del monólogo en el contexto de las diversas modulaciones que adoptan los trabajos de la memoria en el panorama del teatro chileno actual. Esto, por cuanto la elaboración ficcional de la historia –reciente y pasada– ha sido un eje transhistórico que recorre la producción teatral chilena desde Acevedo Hernández hasta nuestros días. Temáticas como el abandono, la exclusión, la soledad, la postergación individual y colectiva en una sociedad en desarrollo, nacidas de circunstancias políticas, sociales e históricas, han sido y siguen siendo núcleos constitutivos de un teatro que testimonia permanentemente su realidad contingente y pasada. De allí que las dramaturgias de las últimas décadas persistan en una exploración de las heridas y traumas abiertos por la dictadura, mantenidas en la transición y en la actual democracia, revisitando la otrora fractura política, mostrando su permanencia y cómo deviene fisura social en conflictos irresueltos y anónimos. En este panorama se inscriben diversas propuestas que se ofrecen como ejercicios de memoria que exploran y buscan un sentido para estos procesos inacabados, a través de distintos recursos compositivos y dramáticos que funcionan como dispositivos estratégicos que se exhiben declaradamente para mostrar y contar una historia. Entre ellos se cuentan la ficcionalización histórica que reelabora y resignifica los eventos reales a la luz de una nueva interpretación y la intertextualidad que recupera materiales literarios y culturales que tensionan figuras y discursos consensuados por la oficialidad, como se observa en Medea mapuche (2000) de Juan Radrigán; Prat (2001) de Manuela Infante; Yo, Manuel (2010) y Entre-crónicas (2012) de Cristián Ruiz; Niñas araña (2008) y La mala clase (2009) de Luis Barrales; Clase (2008) y Villa (2011) de Guillermo Calderón; Al volcán (2010) de Gerardo Oettinger; Liceo de niñas (2015) de Nona Fernández; O’Higgins, un hombre en pedazos (2016) de Andrés Kalawski y Ricardo Larraín; Xuárez (2016) de Luis Barrales y Manuela Infante; Noche mapuche (2017) de Marcelo Leonart; y NIMBY (2017) de Juan Pablo Troncoso y Colectivo Zoológico, entre otras. Asimismo, la inclusión de elementos documentales y de archivo como estrategias que develan historias silenciadas como en No tenemos que sacrificarnos por los que vendrán de Juan Pablo Troncoso y Colectivo Zoológico (2015) y Mateluna (2016) de Guillermo Calderón; y por último la ficcionalización del testimonio a través del monólogo visto en la obra analizada y en las otras referidas anteriormente.

En nuestro recorrido, recogimos cómo la ficcionalización del testimonio modifica la relación entre literatura y política en la reinvención de la realidad, de acuerdo a Salomon, y cómo el teatro deviene testimonio del sujeto y del mundo, de acuerdo con la noción de un teatro íntimo propuesto por Sarrazac. Desde Hilda Peña relevamos cómo en el monólogo teatral el personaje se testimonia a sí mismo en el mundo, en tanto locus constitutivo de su experiencia y como lugar de apertura a un otro en el que se visibiliza lo invisible. Con ello, como sugiere Rykner, la presencia del testimonio en la escena “como un ícono teatral invierte la perspectiva: no es tanto para declarar una verdad sino para buscarla en lo más íntimo de los que miran y escuchan” (168, traducción mía).

 

 

 

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1 La noción de puesta en escena es utilizada por Claudia Feld (2002) para caracterizar los escenarios de la memoria que hacen posible la representación de un discurso sobre el pasado en atención a un público determinado y en virtud de reglas y lenguajes específicos que permiten la producción y comunicación de esos relatos.

2 Barnet sostenía que el testimonio buscaba “contribuir al conocimiento de la realidad, imprimirle a esta un sentido histórico” habiendo cuenta de que la literatura latinoamericana “tiene por naturaleza luchar, oponerse, romper” (cit. en García, Testimonio 376 y 381). En esta línea, la publicación de Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia por Elizabeth Burgos en Casa de las Américas en 1983, consolida el proyecto del testimonio en América Latina.

3 Para el caso chileno, Bernardo Subercaseaux prefiere hablar de “modalidad genérica antes que de género, puesto que desde el punto de vista de sus propósitos y estructura son obras de considerable ambigüedad que transitan o pueden adscribirse por igual a la literatura, al periodismo, a la historia, a la antropología y a otras ciencias sociales. Obras que manifiestan su carácter testimonial a través de formas o modelos tan diversos como los de las memorias, la autobiografía, los recuerdos, la confesión, la historia de vida, el libro de viajes, el libro-reportaje o la colección de entrevistas y de documentos”, corpus que debe, sin embargo, aproximarse a la literatura (186). Por su parte, Armando Epple reconoce en “el discurso memorialístico un corpus diversificado con modalidades genéricas que incluyen las memorias, la biografía, la autobiografía, el diario de vida, los relatos de viajes y diversas formas de la llamada literatura testimonial” (1143). Para Díaz-Cid es un campo que sobrepasa las fronteras genéricas donde se pone en crisis el concepto de ficción y donde los textos testimoniales se corresponden con “manifestaciones literarias precedentes en el canon como novela, memorias, autobiografía, diarios de vida” (6). En el caso de la narrativa argentina, Victoria García (“Literatura testimonial”) traza un recorrido histórico con las diversas inflexiones que adopta el testimonio literario desde la década de los sesenta hasta la actualidad.

4 Para el teatro testimonial/documental en la tradición europea y francesa, véase los estudios reunidos en un número monográfico de la revista Études théâtrales (n.º 51-52, 2011).

5 Sobre la diversas relaciones entre lo real y el nuevo teatro documental en el concierto internacional, véase el trabajo de Upton y otros críticos reunidos en A. Forsyth y C. Megson (2009).

6 Sobre el teatro documental en Chile, véase Barría (2017), Brownell (2018).

7 La discusión de la noción de dramaturgias de lo real excede los propósitos de este trabajo y no es privativa de un teatro documental y/o testimonial. Para Batlle estas prácticas exponen frecuentemente la extimidad –confesión, confidencia o declaración– que casi siempre implican un testimonio –directo o indirecto, político o íntimo–, potenciando la presencia y materialidad del cuerpo, buscando investigar en la dificultad de la reconstrucción de la memoria, personal o colectiva, con la veracidad que proporciona el documento (231). Para Martin, las prácticas teatrales de lo real cubren un variado espectro que supone tanto el teatro documental, el teatro verbatim, el docudrama, el teatro-reality, entre otros, que alternan la ficción y la realidad, bajo el supuesto posmoderno de la desconfianza frente a la verdad (1-13). Esta posición es compartida por Barría en su mirada del teatro testimonial como forma del teatro documental (187).

8 Con prácticas testimoniales se refiere a las reelaboraciones performativas de testimonios que se caracterizan, en primer lugar, por su resistencia a cualquier forma de estabilización rígida, ya que cada práctica produce un nuevo sistema de contenido. Este aspecto se define por su carácter deíctico, en tanto cada una depende de las coordenadas socio-temporales de la escena cultural en que es ejecutada. Luego, su carácter performativo e intersubjetivo está dado por el desplazamiento “from the object-text to the practice of giving a testimony”, por lo que el acento está en las operaciones corporales como medio que afectan a los otros, más que en el lenguaje verbal (“Performative” 115-117).

9 El segundo caso lo vincula por ejemplo al Retablo de Yumbel de Isidora Aguirre y el segundo a algunas producciones del Ictus en dictadura.

10 La Trilogía testimonial de Chile, compuesta por La manzana de Adán (1989), Historia de la sangre (1990) y Los días tuertos (1993), se basó en los testimonios de las víctimas recogidos por las periodistas Claudia Donoso y Paz Errázuriz y en la investigación en cárceles y psiquiátricos realizada por Alfredo Castro y Rodrigo Pérez. Para Kalawski, las piezas de Rameau pueden considerarse como un testimonio directo, al tiempo que integra el juego como procedimiento que permite “espectacularizar la forma en que los internos se provocan unos a otros a testimoniar” (Cronotopos 50).

11 Pajarito nuevo la lleva (2011) como pieza testimonial se centra en la elaboración de la memoria de sujetos que fueron niños durante la dictadura, por lo que en su primera fase (2008) recolectó testimonios y los examinó en un primer laboratorio teatral (Contreras, Del relato). La Trilogía de Teatro Síntoma, compuesta por Bello futuro (2013), La Victoria (2016) y Unidad Popular (2017) se construyó sobre los testimonios de mujeres a periodistas francesas recogidos en el libro Chilenas en lucha de Carmen Gloria Aguayo.

12 Para Puga en algunas piezas como Pueblo de mal amor, Radrigán se muestra como testigo de su propia obra llevando a cabo un metatestimonio. Esta noción es equivalente a la inscripción del testimonio en el ámbito autoficcional propuesto por Salomon y García en la narrativa chilena y argentina.

13 Sotomayor-Botham (2016) comenta el acercamiento de Puga en relación con la dramaturgia de Barrales y el caso específico de Niñas araña (2008), arguyendo que el tratamiento ficcional del testimonio intensifica la conexión con la realidad. Para ella, “Barrales construye una forma híbrida de teatro testimonial que no depende de la referencia sino de una revelación de lo real a través de lo estético” (202).

14 Una muestra ilustrativa conformada por Metrofilia (2001) e Ismene, micropieza de Lucía de la Maza; Lulú (2001) de Ana Harcha; Rey planta (2006) de Manuela Infante; HOMBREconpieSOBREunaespaldadeunNIÑO (2005) y Porque solo tengo este cuerpo para defender este coto (2008) de Juan Claudio Burgos; Diatriba de la empecinada (2004) y El príncipe contrahecho (2016) de Juan Radrigán; Insolvente y asbestoso (2011) de Cristian Figueroa; Soledad (2017) y Franco (2018) de María José Pizarro; Yo, Manuel (2010) y Recuerdos incompletos de un reloj (2018) de Cristián Ruiz; El silencio de una ninfa (2018) de Camilo Saldívar; Proyecto diablo (2021) de Marcelo Leonart.

15 Beatriz Trastoy (2005) reconoce una inflexión similar en la enorme presencia de monólogos en la escena argentina de los años 2000. A su juicio, la presencia de estos relatos de vida reales o ficcionales se confronta con los relatos oficiales dando espacio a las voces acalladas o marginales.

16 En Théâtres intimes, Sarrazac caracteriza como dramaturgias de lo íntimo a parte de la producción de Ibsen, Strindberg, Chéjov, Hauptmann, Beckett, Durás y Bernhard, entre otros. Algunas de sus reflexiones podrían extrapolarse a muchas dramaturgias actuales, considerando además la inflexión que en este artículo proponemos entre monólogo y testimonio.

17 La sistematización entre Erlebnis y Erfahrung como dos articulaciones discursivas, las realiza Martin Jay (2009) a partir de la noción de ‘experiencia’ que Walter Benjamin problematiza en gran parte de su obra. Particular interés para el tema que aquí nos ocupa son los ensayos “Experiencia y pobreza” de 1933 y El narrador de 1936.

18 En las citas hemos utilizado la barra para separar las líneas. En el manuscrito la disposición en líneas separadas refuerza la enunciación quebrada o no ligada.