Revista de Humanidades Nº 49: 369-395 ISSN: 07170491 • DOI: 10.53382/issn.2452-445X.785

Una crítica al reduccionismo neurológico en la teoría general del trauma de Malabou: la persistencia de lo simbólico en los traumas sociopolíticos1

 

A critique of neurological reductionism in Malabou’s general theory of trauma: the persistence of the symbolic in sociopolitical traumas

 

 

José Cabrera Sánchez

Universidad Austral de Chile

Los Pinos s/n, Puerto Montt, Chile

[email protected]

 

 

Resumen

 

El presente artículo plantea un cuestionamiento a la teoría general sobre el trauma propuesta por la filósofa Catherine Malabou. A nuestro juicio, lo que Malabou califica como una teoría general del trauma es más bien una teoría genérica del trauma, radicando su falla en la generalización del paradigma de la cerebralidad a toda forma de trauma. Intentaremos mostrar que el mutismo simbólico del sujeto postraumático en los traumas sociopolíticos no descansa solo en el fundamento material que ofrece la cerebralidad, sino que depende de un colapso de las estructuras de significado que caracterizan a los traumas sociopolíticos, desplome del sentido que debe ser pensado dentro de los marcos de la historia, el despliegue del antagonismo político y las entreveradas vías del reconocimiento.

 

Palabras clave: plasticidad destructiva, cerebralidad, trauma sociopolítico, campo simbólico, reconocimiento, alteridad.

 

Abstract

 

This text criticizes the general theory on trauma proposed by the philosopher Catherine Malabou in texts such as The new wounded: from neurosis to brain damage and Ontology of the accident: an essay on destructive plasticity. In our opinion, what Malabou qualifies as a general theory of trauma is rather a generic theory of trauma, its failure being rooted in the generalization of the paradigm of cerebrality to all forms of trauma. We will try to show that the symbolic silence of the post-traumatic subject in sociopolitical traumas does not rest solely on the material foundation offered by cerebrality, but rather depends on a collapse of the meaning structures that characterize sociopolitical traumas, a collapse of the meaning that must be thought within the frames of history, the unfolding of political antagonism and the intertwined paths of recognition.

 

Keywords: Destructive Plasticity, Cerebrality, Sociopolitical Trauma, Symbolic Field, Recognition, Otherness.

 

Recibido: 24/10/2022 Aceptado: 19/05/2023

 

 

 

1. Introducción

 

El sos tenido interés de Malabou por la relación entre filosofía y neurociencias ha sido interpretado por Jan de Vos como una manifestación de su intención por desarrollar un materialismo dialéctico no trascendental, proyecto que encontraría en el cerebro el recurso para superar las ataduras que han impedido que la filosofía continental pueda pensar un materialismo radical. En esta empresa filosófica juega un papel central lo que Malabou ha dado en llamar cerebralidad (The new wounded), categoría que alude a la capacidad que el cerebro tendría para brindar un fundamento ontológico que no requiere remitirse a ninguna exterioridad para justificar la lógica de su organización. El materialismo al que aspira Malabou sería aquel en que cualquier referencia a una exterioridad al proceso de formación del ser se vuelve innecesaria, lo que significa que solo un sí mismo que encuentre un punto de referencia interno para su formación podría ser calificado como no trascendental. En concordancia con tal proyecto filosófico, Malabou afirma de manera tajante que “las estructuras y operaciones del cerebro, lejos de ser el opaco sostén orgánico de nuestra luz, son la única razón de ser de los procesos de cognición y pensamiento” (The new wounded xiii).

Pero antes de profundizar en la deriva neurobiológica que ha seguido el pensamiento de Malabou en los últimos años, es necesario aludir al concepto que la orientó en tal dirección, nos referimos a la idea de plasticidad, que es definida por Malabou como “el triple movimiento de recepción, donación y aniquilación de la forma” (xiv). En un primer momento de su reflexión, Malabou elabora su concepción de la plasticidad en diálogo con el pensamiento de Hegel (The future), encontrando que la dialéctica hegeliana se despliega según una lógica creativo-destructiva calificable como plástica, lo que le permite sostener que el sistema hegeliano no debe ser comprendido desde la perspectiva de la atemporalidad y la totalidad, sino desde una concepción de la transformación y la apertura a lo nuevo y lo inesperado. En su lectura de Hegel, Malabou concluye que la plasticidad no es un postulado universal, ya que “no se concretiza o manifiesta en las diferentes transformaciones habituadas del ser, sino que ella es ya dichas transformaciones” (Martínez i Cuadras 95). Posteriormente, Malabou interrogará la cuestión de la plasticidad en Heidegger (Heidegger Change), y la plasticidad como una respuesta a la deconstrucción derrideana, planteándola como una posible heredera de los problemas de la escritura y la inscripción (Plasticity), intentando sostener que la plasticidad otorga nuevas posibilidades para pensar “la transformación y apertura de las estructuras filosóficas dominantes del pensamiento continental” (Dalton 239). Tras estas primeras elaboraciones del concepto de plasticidad en el marco de la filosofía continental, Malabou comenzó una productiva reflexión en la que ha buscado relacionar la plasticidad con los procesos de organización y funcionamiento del sistema nervioso, dando lugar a una serie de trabajos entre los que destacan libros como What should we do with our brain?, The new wounded y Ontology of the accident. Como lo ha hecho ver Dalton (239), si bien la neurobiología reconoce la plasticidad como una manifestación constructiva y saludable del cerebro, el trabajo de Malabou ha expuesto otra dimensión de la transformabilidad nerviosa, su cara destructiva, la que ha explorado tomando como referente fundamental la pregunta por la causalidad de la plasticidad destructiva, encontrando la respuesta a este interrogante por la vía del evento traumático, entendiéndolo como la causa de una alteración material de la arquitectura y/o del funcionamiento cerebral.

El concepto de plasticidad, y en específico su relación con la experiencia traumática, condujo a Malabou a cuestionar uno de los marcos conceptuales centrales en la reflexión contemporánea sobre las relaciones entre psiquismo y trauma: las elaboraciones teórico-clínicas del psicoanálisis, y en particular a las proposiciones de Freud sobre esta materia. No profundizaremos aquí sobre la centralidad del concepto de trauma para Freud, no obstante, cabe recordar que es un pilar central de su doctrina, al punto de que la propia invención del psicoanálisis a partir de la interrogación de la neurosis resulta indisociable de una teorización sobre lo traumático. Para Malabou, el pensamiento freudiano no resulta completamente ajeno a la consideración de la plasticidad como un aspecto distintivo del devenir psíquico, sin embargo, solo reconocería una de las dimensiones de la plasticidad, su cara positiva, es decir, aquella capaz de brindar y acoger la forma de acuerdo con una tendencia sostenida de modificación y metamorfosis (Ontology). Malabou se vale del aserto freudiano según el que lo inconsciente no conoce el paso del tiempo, por lo que nada de lo que se ha registrado psíquicamente podría desaparecer, sino solo transformarse continuamente (Self 60), para mostrar que Freud reconoce la cara constituyente de la plasticidad, en la medida de que el pasado es tanto preservado como reelaborado inagotablemente, pero sin llegar a ser destruido. Malabou interpreta la insistencia freudiana en la conservación indeleble de las huellas psíquicas del pasado como indicativa del no reconocimiento de la dimensión destructiva de la plasticidad, condición que sí sería asumida por el actual saber neurobiológico, que ha demostrado, a partir de su estudio de las lesiones cerebrales, que la vida psíquica no es imperecedera, ya que su transformación puede resultar en una total imposibilidad de retorno a un estado psíquico previo a la lesión: “A los pacientes no se les permite retroceder o buscar refugio en su propia historia o en su propio pasado” (Self 61). Esta ausencia de la plasticidad destructiva en Freud es concebida por Malabou como una dificultad para pensar desde el psicoanálisis la posibilidad de una huida radical, es decir, de una escapatoria de la clausura misma que el trauma viene a significar. Si consideramos que para Freud una manifestación característica de lo traumático es la compulsión a la repetición, en otras palabras, el retorno incesante y sin diferencia del evento traumático (“Más allá”), podemos advertir que su concepción del trauma supone una imposibilidad de transformación como efecto de una fijación de la experiencia subjetiva al evento traumático. Para Malabou, la comprensión freudiana del trauma implica –de la misma manera en que Freud concibe la imposibilidad de sustraerse de la excitación pulsional– una clausura de la que resulta imposible escapar (La plasticidad), lo que sería consecuencia del no reconocimiento de la dimensión destructiva de la plasticidad. Para Malabou la “única salida posible a la imposibilidad de huir es la transformación” (La plasticidad 8), es decir, solo podría escaparse del retorno repetitivo de lo igual del trauma por medio de la plasticidad, aun cuando esta se dé en su modalidad destructiva, lo que no sería posible de pensar dentro del marco que ofrece la teoría psicoanalítica. Desde la perspectiva de Malabou, la ausencia de la modalidad destructiva de la plasticidad en la teoría psicoanalítica del trauma implica que desde esta última no se puede concebir una salida posible de la clausura, ya que no habría posibilidad de transformación que habilite “la formación de la alteridad ahí donde el otro falta absolutamente” (La plasticidad 8). Esta plasticidad explosiva, como también denomina Malabou a la plasticidad destructiva (Ontology), sería una dimensión ontológica y existencial de la subjetividad y la identidad que casi no ha sido explorada, que exige una fenomenología particular, ya que debe dar cuenta de aquello que sale a la luz por efecto del daño y la desorganización. La plasticidad destructiva da forma a subjetividades que cobran existencia a través del acto de un extrañamiento radical de sí mismas, de forma tal que abren la vía hacia una alteridad absoluta, que está más allá de toda trascendencia y donde el otro es totalmente otro respecto del sí mismo previo a la explosión.

El trauma sería el fenómeno a interrogar para arrojar luz sobre la dimensión más oscura y olvidada de la plasticidad, su aspecto destructivo, una rearticulación tal que es capaz de crear una nueva forma a través de la destrucción de toda forma previa. Para lograr su propósito, Malabou se embarca en la construcción de una teoría general del trauma, que se sostiene sobre el entramado argumental que le brinda el concepto de cerebralidad, al que define como el valor causal del daño infligido sobre las funciones cerebrales. Esta relación causal permite distinguir una historicidad específica, según la cual el evento cerebral determina el evento psíquico.

Malabou hará de la cerebralidad un principio comprensivo que va más allá del campo biológico en el que parece inicialmente anclado. El momento de ocurrencia del daño cerebral puede ser comprendido como un evento en la medida que afecta la identidad del sujeto y a través del cual se establece un vínculo entre las dimensiones exógenas y endógenas puestas en relación por él, pero de una forma tal que la posibilidad de interpretación resulta expulsada. Esta imposibilidad de interpretación deriva de la radical exterioridad respecto de la psique en que se ubica el accidente cerebral. La cerebralidad adquiere así el carácter de un evento estructuralmente inasimilable en las redes del sentido y la interpretación histórica, por medio del cual ciertos sujetos –los nuevos heridos– son capaces de sobrevivir al sinsentido de la contingencia que los envuelve a través del devenir que la plasticidad destructiva les brinda.

Para Malabou, la designación de nuevos heridos rebasa los límites de los afectados por lesiones cerebrales, ya que puede ser aplicada a todos aquellos que sin haber experimentado un daño cerebral concreto han visto alterado su equilibrio psíquico por el trauma. Tal consideración le permite a Malabou incluir bajo la categoría de “trauma sociopolítico” a las víctimas de diversas formas de violencia relacional severa (guerra, terrorismo y abuso sexual, entre otras). Respecto de esta amplia categorización de víctimas del trauma, Malabou señala que en la actualidad “la frontera que separa el trauma orgánico del trauma sociopolítico es cada vez más porosa” (The new wounded 11).

Si bien Malabou reconoce que a diferencia de la lesión cerebral los traumas sociopolíticos nunca ocurren de manera puramente casual, al anclar su argumento en el concepto de cerebralidad hace de la materialidad orgánica del cerebro el aspecto central sobre el que gravita el (sin)sentido del evento traumático. Al respecto afirma:

 

el daño cerebral también tiende a desdibujar los límites entre la historia y la naturaleza; y, al mismo tiempo, revela el hecho de que la opresión política, hoy en día, asume la apariencia de un golpe traumático despojado de toda justificación. (11)

 

La cerebralidad permite dar cuenta de una forma particular de constitución subjetiva, la de aquellos que han visto afectada la materialidad de su cerebro en el contexto de la absoluta contingencia del accidente orgánico. Tal marco comprensivo justifica la reflexión sobre una nueva ontología materialista no trascendental, no obstante, cabe advertir que esta debería considerarse como un caso particular a partir del que es posible sostener un contrapunto capaz de desafiar el marco de conceptualización del sujeto contemporáneo. Si bien este contrapunto permite introducir una ruptura desde la que cuestionar ciertos supuestos trascendentales que limitan el logro de un materialismo dialéctico radical, debiera evitarse caer en otra forma de trascendentalismo, aquel derivado de una universalización de la realidad orgánica cerebral como la vía regia para una depuración de toda desviación trascendental de la ontología. Como ha hecho ver Jan de Vos, en su intento de superación de lo trascendental Malabou eleva la neurobiología a una posición trascendente, en tanto su argumento se sustenta sobre “la ficción de un sujeto psicológico/psicologizado: el naïve ser humano que es supuestamente accesible de forma no mediada por la ciencia” (De Vos 156).

Los traumas sociopolíticos serían un caso específico de contradicción a la perspectiva de Malabou, no pretendemos, sin embargo, desde esta posición sostener una teoría general de los fenómenos traumáticos. Nuestra perspectiva busca resaltar la particularidad de ciertas experiencias traumáticas y la necesidad de desarrollar enfoques parciales y específicos a un determinado marco fenoménico. De hecho, una lectura atenta de las ideas de Malabou respecto de lo que denomina traumas sociopolíticos nos permite apreciar que para ella en este tipo particular de eventos hay un fundamento intencional:

 

Todo acontecimiento deriva siempre, de un modo u otro, de una intimidad indivisible entre el exterior y el interior. Sin embargo, hoy en día, los hechos traumáticos aparecen cada vez más claramente como hechos que tienden a enmascarar su intencionalidad, adoptando dos formas aparentemente contradictorias: o aparecen como accidentes perfectamente inmotivados o como la necesaria ceguera de las leyes naturales. En ambos casos, la orientación intencional del evento está disfrazada o ausente. (The new wounded 11)

 

Malabou no afirma la total dependencia cerebral de los traumas sociopolíticos, sino solo el enmascaramiento o disfraz de la intencionalidad que los caracteriza. Esta intencionalidad debe ser interpretada como algo diverso de la pura contingencia accidental del evento neuropatológico. Esta intencionalidad enmascarada sitúa necesariamente una dimensión simbólica en la configuración e interpretación de los traumas sociopolíticos, aun cuando una de las características del trauma sociopolítico es su potencia desimbolizante de la realidad. Sin embargo, los argumentos de Malabou avanzan suprimiendo este conocimiento sobre la intencionalidad de los traumas sociopolíticos, en favor de una posición en la que toda exterioridad histórica y cultural desaparece bajo la borradura radical del significado que la lesión cerebral implica.

Nuestra intención será poner de manifiesto la necesidad de considerar una exterioridad a la pura materialidad cerebral en la comprensión de los traumas sociopolíticos o, más específicamente, respecto de la comprensión del sujeto del trauma sociopolítico. Intentaremos mostrar que el mutismo simbólico de estos sujetos no descansa solo en el fundamento material que ofrece la cerebralidad, sino que, primariamente, depende de un colapso de las estructuras de significado que caracterizan a los traumas sociopolíticos, desplome del sentido cuyo acaecimiento debe ser pensado en los marcos de la historia, el despliegue del antagonismo político y las entreveradas vías del reconocimiento. La exterioridad sociopolítica del evento traumático, una materialidad no orgánica sino histórica y cultural, es también aquello que brinda la posibilidad de pensar la elaboración del daño sufrido por este tipo de sujetos postraumáticos, una opción que descansa sobre estrategias de memoria y validación simbólica de naturaleza social.

 

 

2. Un contrapunto a la desafección
del sujeto postraumático

 

Malabou comienza The new wounded relatando una experiencia personal que inspiró la escritura de su libro, el recuerdo de cómo la enfermedad de Alzheimer hizo de su abuela una nueva persona, una total extraña para sí misma y para los otros. La enfermedad de su abuela enfrentó a Malabou a la observación en directo de la obra de la plasticidad destructiva, un proceso en que el daño cerebral crea una nueva identidad a través de la destrucción de su forma previa. Lo más llamativo y chocante para Malabou respecto del cambio de su abuela fue el estado de frialdad y desapego en el que esta fue progresivamente hundiéndose. Esta profunda desafección es para Malabou el aspecto conductual clave que le permite aunar bajo la categoría de nuevos heridos tanto a quienes sufren de una alteración cerebral material como a quienes son víctimas de una experiencia de shock.

En Ontology of the accident, Malabou señala que aquello que hermana a diversas condiciones en apariencia disimiles –de la lesión cerebral, pasando por el Alzheimer, hasta las consecuencias psicológicas de los traumas sociopolíticos– es que en todas ellas lo que se hace evidente como alteración de la identidad no es consecuencia de la actualización de un conflicto infantil, ni del empuje de lo reprimido o del súbito acoso de los fantasmas del pasado, sino de “transformaciones que son ataques al individuo” (Ontology 2). Dichas transformaciones son estrictamente individuales en la medida que dependen de la materialidad de un cerebro reformulado destructivamente por la plasticidad del accidente, un evento despojado de historicidad y valor simbólico, clausurado sobre el mutismo de sentido de los mecanismos neuronales. La rigurosa materialidad del evento cerebral le permite a Malabou sostener una declaración ontológica en la que no queda duda de su crítica a las humanidades contemporáneas y en particular al psicoanálisis. Al respecto señala:

 

Estos modos de ser sin genealogía no tienen nada que ver con el absoluto otro que encontramos en la ética mística del siglo XX. El Absoluto Otro del que estoy hablando permanece siempre y para siempre como un extraño para el Otro. (Ontology 3)

 

La afirmación de Malabou permite apreciar que, desde su perspectiva, el sujeto postraumático debe ser pensado como un vaciamiento radical de la subjetividad, un sujeto al que caracteriza como “un refugiado ontológico, intransitivo (él o ella no es el otro de alguien), sin ninguna correlación, genitivo u origen. Una nueva persona, cuya novedad no está, sin embargo, inscrita en ninguna temporalidad” (24).

El sujeto del trauma sociopolítico, no obstante, llega a ser un sujeto intransitivo, ese refugiado ontológico al que se refiere Malabou, precisamente porque fue excesivamente Otro para alguien, una otredad que lleva las marcas claras de la historicidad que lo engendró. Se trata entonces de una forma de sujeto postraumático que debe ser comprendido como el efecto de un régimen de intencionalidad específico, una intencionalidad que queda oculta bajo la apariencia del accidente o la ley natural cuando se la examina solo desde la perspectiva de la cerebralidad.

Concordamos con Malabou en que el sujeto del trauma se constituye como tal en un evento donde toda referencia a un Otro se ve suspendida, lo que tiene por consecuencia el extrañamiento de sí que se sigue de la pérdida de un referente estructural de la alteridad. Sin embargo, la situación del sujeto en los traumas sociopolíticos sería otra, precisamente por el enmarcado histórico, cultural y social en que estos tienen lugar. Esto no quiere decir que tales experiencias no sean capaces de engendrar un sujeto “sin ninguna correlación, genitivo u origen” como afirma Malabou. A diferencia de la negatividad irremediable que caracteriza al trauma reducido a su cerebralidad, en el caso de los traumas sociopolíticos existiría una posibilidad de reconstitución de las coordenadas de reconocimiento social que permitirían, potencialmente, el advenimiento de un sujeto postraumático. Después del evento, de existir la posibilidad de una reinscripción simbólica en el entramado de una temporalidad devenida historia, el sujeto del trauma sociopolítico podría reencontrar un espacio de reconocimiento que le otorgue consistencia ontológica.

Así como Malabou toma como punto de apoyo la experiencia personal de su abuela afectada por Alzheimer para arrancar su reflexión, también nos permitiremos una referencia a una vivencia propia desde la cual cuestionar la posición teórica de Malabou. Desde hace más de tres años venimos trabajando con sobrevivientes de detención y tortura de la dictadura cívico-militar chilena, hemos dialogado largamente con ellos y sus nietos. Las experiencias por las que pasaron junto a sus familias y camaradas coinciden con todos los criterios de lo que se ha dado en llamar un trauma colectivo por violencia política. Sus relatos dan cuenta de experiencias de extrema violencia y vulneración de derechos. Frente a muchos de sus recuerdos prefieren guardar silencio para no dar paso al retorno de espectros que solo traen el horror de un pasado que no deja de hacerse presente. Sus hijos y nietos son testigos de su ya largo quebranto y de cómo su fractura biográfica se ha transmitido de una u otra forma sobre las generaciones que les siguen. No cabe duda de que en sus relatos se trasunta la verdad del trauma, una verdad elusiva al mismo tiempo que innegable, una historia que se puede contar, pero que, al mismo tiempo, resulta inefable, un relato que gira en torno al vacío de sentido que el trauma ha escarbado en la superficie de la realidad. Sin embargo, a pesar de la palmaria evidencia de que las víctimas de la violencia política desplegada por la dictadura pueden ser calificados como sujetos postraumáticos, no hemos observado en ellos lo que para Malabou resulta el rasgo más ostensible y compartido por los nuevos heridos: la desafección, el desapego afectivo respecto de la realidad y de sí mismos. Por el contrario, en muchos de ellos perdura un compromiso militante, una búsqueda obstinada de justicia, un trabajo inclaudicable para sostener la memoria. Se nos podría objetar señalando que nos referimos a casos específicos, lo que siendo cierto no deja de cuestionar la perspectiva de Malabou, ya que no cabría esperar esta forma de respuesta ante el trauma si la ontología accidental que lo define tiene el carácter de la invariabilidad biológica de la afectación cerebral.

¿Cómo explicarse entonces que ciertos sujetos postraumáticos parezcan a salvo no del trauma, sino de la desafección que sería la señal patognomónica de él? ¿Hay alguna opción para pensar que los sujetos postraumáticos puedan resubjetivarse y, así, ser capaces de testimoniar sobre el vacío traumático en lugar de ser la muda encarnación de esa ausencia? Pero sobre todo ¿coincide el sujeto postraumático delimitado por el paradigma de la cerebralidad con el sujeto postraumático producido en el marco de los traumas sociopolíticos?

 

 

3. El trauma y la negatividad productiva
del testimonio

 

Un aspecto distintivo del trauma es su compleja relación con los procesos mnémicos. Si abordamos la relación entre memoria y trauma desde una perspectiva estrictamente neurológica e individual no cabe duda de que se trataría de un fenómeno que se sitúa directamente en el terreno de los nuevos heridos. Los estudios neurocientíficos actuales han demostrado una directa relación entre las experiencias traumáticas y ciertas modificaciones cerebrales correlativas a ellas; por ejemplo, Carrion y Wong (24) han puesto en evidencia que jóvenes que han desarrollado síntomas postraumáticos secretan niveles más altos de cortisol que aquellos que no han vivido experiencias traumáticas, los que se asocian a neurotoxicidad en áreas del cerebro como el hipocampo y la corteza prefrontal. El daño en estas zonas cerebrales genera una serie de consecuencias vinculadas a la organización de los recuerdos, ya sea una sobrerrepresentación, expresada bajo la forma de pensamientos intrusivos y pesadillas o, por el contrario, una supresión de la capacidad para recordar ciertos eventos bajo la forma de una amnesia selectiva. Desde un punto de vista estrictamente biológico habría que aceptar la hipótesis de Malabou de que lo característico del trauma es su radical cerebralidad, una radicalidad que permite superar el trascendentalismo subjetivista que persiste, por ejemplo, en la comprensión psicoanalítica del trauma, la que, si bien hace hincapié en su irrepresentabilidad, se encontraría aún atrapada en un trascendentalismo discursivo, como lo atestigua, por ejemplo, la insistencia lacaniana en la dimensión real del trauma. Desde la perspectiva lacaniana, lo traumático debe ser incluido dentro del registro de lo real, un registro de la experiencia que se resiste a la aprehensión simbólica, pero que, sin embargo, resulta indisociable del campo simbólico, en tanto lo real, como afirma Stavrakakis, es “una exterioridad manifestada internamente que emerge en la intersección de la simbolización con todo lo que escapa a su alcance” (108).

Para Malabou, solo desde una concepción cerebral del trauma es posible discernir un real radicalmente no discursivo que permita una comprensión no trascendental del sujeto, lo que la conduce a sostener que solo “la neurobiología logra la neutralización efectiva de la subjetividad” (Neuroliterature 117-18). La autoafección cerebral supone que para las víctimas de traumas “no hay posibilidad de estar presentes en su propia fragmentación o en su propia herida” (Malabou, “Post-trauma” 234), lo que implica que no hay ninguna forma de representar una ruptura cerrada sobre el mutismo absoluto de la materialidad cerebral: “No hay escena para esta Cosa. Sin palabras” (234). Ahora bien, cabe preguntarse si existe alguna manera de situar lo traumático en relación con una dimensión discursiva y relacional que asuma la ausencia de la palabra y la imposibilidad de representación de “la Cosa” con el mismo potencial de neutralización subjetiva que Malabou le atribuye a la cerebralidad.

Una posibilidad para pensar la neutralización subjetiva desde una vertiente no neurológica la entrega la reflexión sobre la experiencia testimonial que ha sido desarrollada en el campo de los estudios sobre memoria y trauma colectivo, esta ha puesto de manifiesto que el arrasamiento subjetivo que se produce en el contexto de episodios históricos marcados por la violencia y la violación de los derechos humanos puede ser comprendido a partir de un marco de inteligibilidad intersubjetivo y transindividual, para el que resulta central la dimensión del reconocimiento.

Si para Malabou el trauma implica una borradura radical del sujeto en la medida de que se trata de un evento que desgarra su continuidad en la propia materialidad orgánica, encontramos una posición análoga respecto de la anulación del sujeto en la teorización sobre el testimonio, con la profunda diferencia de que para esta última tal neutralización subjetiva sería efecto de una destrucción en el plano del reconocimiento simbólico e intersubjetivo. Este es precisamente el argumento que desarrolla Dori Laub al referirse a la experiencia en los campos de concentración nazis como un “evento sin testigos” (“An event” 80). El sintagma propuesto por Laub parece a simple vista un oxímoron, ya que la existencia de sobrevivientes de los campos de concentración es una realidad histórica indudablemente establecida. Laub acuña este término en el contexto de su trabajo de recopilación de relatos de sobrevivientes de campos de concentración, para referirse a cómo la estructura inherentemente incomprensible de la experiencia de los sobrevivientes de los campos tiene como consecuencia la anulación del sujeto inmerso en esa experiencia de horror, de manera tal que la sobrevivencia biológica no asegura su sobrevivencia subjetiva, lo que se expresa como una supresión de su capacidad para constituirse en testigos de su propia vivencia. Laub coincide con Malabou al considerar que no hay palabras para referirse a “la Cosa” traumática, lo que sería el correlato de un sujeto estructuralmente imposibilitado para dar cuenta de su propia desintegración en el marco de un evento extremadamente violento; no obstante, su conceptualización del fenómeno es radicalmente distinta. Para Laub lo que anula al sujeto es el encontrarse en un evento que hace impensable la propia noción de que un testigo pueda existir, ya que en tales condiciones resulta imposible la presencia de “alguien que pueda dar un paso fuera del marco de referencia totalitario y deshumanizante en que el evento ha tenido lugar, y proveer un marco referencial independiente a través del cual el evento pueda ser observado” (“An event” 81).

Para Laub el arrasamiento del sujeto en el evento traumático es el resultado de una imposibilidad de naturaleza simbólica e intersubjetiva, en tanto se trata de “un mundo en el cual la posibilidad de imaginarse al Otro ya no resulta posible” (81). La ausencia del Otro, entendido como el referente simbólico que mediatiza y regula toda relación intersubjetiva, supone la imposibilidad de dirigirse a un semejante con la esperanza de ser escuchado y reconocido. Tal obstáculo para el reconocimiento no debe ser comprendido solo como la negativa del semejante –y el campo simbólico en que este se sostiene– para reconocer el lugar del sujeto sometido a una experiencia traumática, sino también como la imposibilidad del propio sujeto traumatizado para reconocerse a sí mismo, es decir, se trata de un impasse del proceso de autorreflexividad que hace posible que el sujeto pueda reconocer su propio estatuto subjetivo. Para el sujeto del trauma su existencia carece de registro, razón por la que el evento traumático no tiene testigos, no por la ausencia de un soporte biológico del recuerdo, sino por la desarticulación de la matriz simbólica e intersubjetiva que permite dar forma a una memoria inteligible y simbólicamente compartida del trauma.

Del mismo modo en que la lesión cerebral crea una neutralización del sujeto, Laub supone una anulación del sujeto, pero cuya causa se sitúa dentro de un marco histórico y simbólico. Esto implica una distinción fundamental respecto no solo de las causas sino, sobre todo, del sujeto en los traumas sociopolíticos. Laub sitúa este tipo de trauma en un marco de inteligibilidad completamente distinto al de la cerebralidad, ya que supedita la condición de anulación del sujeto a algo que no se reduce a la pura crudeza ni de la materialidad orgánica ni del impacto del evento, sino que comprende dicha anulación como el resultado de un régimen político y discursivo que ubica a las víctimas del trauma en una condición de alteridad respecto de una humanidad que coincide con la posición de los perpetradores. Esta condición era evidente en el nazismo, que afirmaba con total certeza la inhumanidad de todo aquel no ario, pero se puede encontrar formando parte de la retórica habitual de los regímenes totalitarios; por ejemplo, en el caso de la dictadura cívico-militar chilena, Pinochet uso reiteradamente la denominación de “cáncer marxista” para referirse a sus adversarios políticos, una designación que anulaba el estatuto ontológico de sus opositores al identificarlos con una anomalía patológica que degeneraba la potencia vital de la nación, validando a partir de este discurso su violenta extirpación.

En los traumas sociopolíticos la negatividad representacional del trauma no se limita y, sobre todo, no se origina, en un evento reductible a la materialidad orgánica del cerebro, sino que depende de un proceso de reconocimiento en que se entrecruzan dimensiones intersubjetivas y simbólicas, lo que no solo permite comprender la matriz de causas del trauma, sino también trazar las vías posibles para su elaboración. Se trata de una negatividad relacional y simbólica en la medida en que se encuentra en juego la ausencia de una alteridad capaz de reconocer la presencia y existencia de determinados sujetos. La negatividad simbólica, a diferencia de la negatividad de la lesión cerebral, depende de una relación intrínseca entre el sí mismo y una alteridad que lo condiciona (Laub, “Reestablishing” 188). Esto implica que el sí mismo incluye necesariamente una dimensión negativa, a saber, su imposibilidad para autodeterminarse positivamente, condición que produce su apertura constitutiva al Otro. Podemos apreciar que la gran diferencia en las concepciones de la negatividad traumática entre Laub y Malabou reside en que para el primero se trata de una negatividad relacional en un doble sentido, tanto intersubjetivo como transindividual, mientras que para Malabou la transformación destructiva del trauma se juega en un plano individual, donde un sujeto se pierde a sí mismo, pero sin que aparezca una interrogación sobre la posibilidad de que tal pérdida esté mediada no por la alteración orgánica del cerebro, sino por la destrucción de las estructuras simbólicas que sostienen los procesos de reconocimiento.

Para dar más soporte a nuestro argumento de una dimensión destructiva de los traumas sociopolíticos que no están supeditados a la ontología estrictamente material del daño cerebral, tomaremos como ejemplo la escritura testimonial de Jorge Semprún a partir del análisis de Colin Davis (38). Davis repara en una particular transformación en el posicionamiento subjetivo que puede advertirse en el discurso de Semprún respecto de su experiencia como sobreviviente de la deportación y los campos de concentración nazi. En 1963, Semprún publicó Le Grand Voyage, libro en el que daba cuenta de su experiencia como deportado al campo de concentración de Buchenwald. Davis señala que si bien el texto de Semprún narra eventos terribles, no se aprecia un derrumbe de la agencia subjetiva del autor para recordar, relatar y comprender su experiencia, por el contrario, “el narrador se mantiene confiado en un grado significativo, incluso hasta el punto de una irritante arrogancia” (Davis 39). La naturaleza de la estructura discursiva de Le Grand Voyage permite apreciar a un sujeto que, según Davis, no parece víctima del trauma en tanto su identidad y creencias no han sido socavadas. Para Davis, esta ausencia de trazas traumáticas en la construcción narrativa de Le Grand Voyage es el resultado del marco de sentido simbólico que sostuvo la experiencia de Semprún durante su permanencia en Buchenwald. Semprún era un militante comunista, quien encontraba en su apego ideológico un basamento de sentido existencial de tal profundidad que la experiencia en el campo de concentración, con toda la violencia y horror que él mismo fue capaz de dar a conocer en su testimonio, no dejó las huellas traumáticas que habitualmente se aprecian en las víctimas de violencia sociopolítica extrema. Sin embargo, la condición de Semprún respecto de su experiencia en el campo de exterminio no se cierra definitivamente con su testimonio en Le Grand Voyage. Muy poco tiempo después de la publicación del libro, se lanzó en Francia Un día en la vida de Iván Denísovich de Aleksandr Solzhenitsyn, el que tuvo un severo impacto en el apego ideológico de Semprún, dada la proximidad entre la experiencia del gulag narrada por Solzhenitsyn con los crímenes del nazismo. Semprún, a partir de esta revelación, asume una voz profundamente crítica hacia el partido comunista, del cual finalmente es expulsado. Estos eventos, de una naturaleza política y profundamente íntima para Semprún, supusieron un severo desgarro en el sentido de su experiencia vital, ya que en definitiva lo condujeron a asumir que el horizonte del comunismo terminó por coincidir con el del nazismo. Esta conmoción biográfica llevó a Semprún a tener un notorio giro en el posterior recuento testimonial de su experiencia como prisionero de un campo de concentración, lo que conduce a Davis a concluir que para Semprún “el pasado se volvió traumático porque su significado se había transformado abruptamente. La verdad de su testimonio anterior se convirtió en mentira” (40). Podríamos decir que el trauma para Semprún se manifiesta plásticamente, escapando de la clausura para desplegarse hacia un horizonte de transformación subjetiva, pero, se trata de una plasticidad explosiva que no descansa en un basamento orgánico, sino en un fundamento simbólico o, en otros términos, que es consecuencia de un proceso en que tanto el sentido, como su ausencia, brindan y destruyen, respectivamente, la forma de una subjetividad enfrentada al evento traumático, en un marco en que la temporalidad del evento no opera según la lógica cronológica del accidente material, sino en el de una temporalidad retroactiva que depende de procesos de interpretación condicionados por marcos históricos y políticos. Pero todavía resta otra diferencia entre esta plasticidad destructiva simbólica y la orgánica, ya que para la segunda la alteridad radical es experimentada como una discontinuidad absoluta del sujeto respecto de sí mismo, en un encadenamiento cronológico de acuerdo con el que una subjetividad inicial es perdida y reemplazada por una nueva que no guarda ningún vínculo de afinidad con la previa. Por otra parte, en el caso de lo que hemos llamado una plasticidad destructiva simbólica, la alteridad es ubicada en el evento mismo y en los marcos socio-simbólicos sobre los que descansan los procesos de significación, la discontinuidad, por tanto –como plasticidad destructiva–, opera a nivel del Otro simbólico más que en una pérdida radical del sujeto respecto de sí mismo. Esto no quiere decir que no reconozcamos una ruptura profunda en el sujeto cuando se ve enfrentado a la plasticidad destructiva de sus marcos simbólicos, pero no implica un extrañamiento definitivo de sí mismo, sino una suerte de desrealización en la que el mundo aparece transformado y carente de sentido, o cargado de un sentido amenazante y persecutorio, perviviendo en el sujeto postraumático algo de un sí mismo capaz, si media un proceso de elaboración, de sostener una relación reflexiva con una alteridad que lo interpela interna y externamente.

Podemos encontrar una conceptualización de la negatividad y la alteridad precisamente en el terreno de una de las teorías más cuestionadas por Malabou al sostener su paradigma de la cerebralidad del trauma, nos referimos, obviamente, al psicoanálisis. Jean Laplanche (Essays, Vida y muerte) sostiene que el funcionamiento psíquico se organiza a partir de la irrupción de la alteridad, lo que implica que el sí mismo se encuentra necesariamente supeditado a una exterioridad que es tanto intersubjetiva, el otro, como transindividual, lo otro. Para Laplanche el núcleo de la experiencia psíquica del sujeto es efecto de la implantación de lo que él denomina el objeto-fuente de la pulsión, una implantación que se da en el espacio de una relación intersubjetiva fundante. A diferencia de Freud, para quien la pulsión es un concepto fronterizo entre lo orgánico y lo psíquico (“Pulsiones” 117) y que, en último término, debería ser comprendido como un principio transbiológico a partir de la introducción del concepto de pulsión de muerte, Laplanche piensa la pulsión como el resultado de la intromisión enigmática de significantes que son transmitidos en la relación temprana con un semejante. Este semejante ocupa el lugar de un otro, es decir, el sujeto que sostiene un reconocimiento intersubjetivo básico para la sobrevivencia del infante, pero es también el locus en que se encarna lo otro, la dimensión inefable transmitida por el mensaje y que resulta incomprensible también para su emisor. Las relaciones intersubjetivas fundantes se configuran entonces según una doble matriz de alteridad, la del semejante y la del significante, lo que implica no solo una apertura al otro en tanto sujeto, sino también la negatividad del enigma que desborda la completa aprehensión simbólica del proceso de reconocimiento. Se trata entonces de la implantación de una alteridad en que lo otro escapa a una completa metabolización simbólica a pesar de que es sostenido por un andamiaje relacional y discursivo.

No es necesario entonces pensar la irrupción de una alteridad radical solo a partir del mutismo simbólico del evento cerebral, sino también es posible situar la alteridad radical del trauma a partir de una matriz intersubjetiva y transindividual. Judith Butler (101), tomando como base las ideas de Laplanche, al reflexionar acerca del proceso de “dar cuenta de sí mismo” –un proceso que remite tanto a la constitución del sujeto a través de mecanismos narrativos como a la responsabilidad ética que le cabe a tal sujeto en el proceso de su propia formación– concluye que hay algo no tematizable ni recuperable en un origen relacional como el propuesto por Laplanche, lo que implica que ninguna articulación narrativa podría recobrar positivamente una representación del evento constitutivo y abrumador en que nos constituimos como sujetos a partir de la implantación de los significantes aportados por otro. Butler afirma que “ningún sujeto es capaz de contar la historia de una represión primaria que constituye la base irrecuperable de su propia formación” (102). En esta misma línea, podríamos sostener que la experiencia traumática supone una imposibilidad de contar la propia historia al tratarse, al decir de Laub, de un evento sin testigos, pero tal imposibilidad puede ser concebida como el efecto de un entramado relacional en el que los significantes aportados por el otro no trasmiten sentido, sino que se presentan como una incógnita acerca de cómo el otro nos reconoce y qué desea de nosotros. El silencio absoluto de la significación no tiene por qué ser reducido a la lesión cerebral, bien puede ser concebido como el efecto de la presencia de una alteridad enigmática que desborda las posibilidades no solo de narración, sino también de autocomprensión del sujeto.

La neutralización efectiva de la subjetividad no se encuentra supedita a la lesión cerebral, y podemos apreciar cómo tal operación de anulación se trasunta en producciones discursivas que atestiguan de la desaparición del sujeto en el contexto de los traumas sociopolíticos. Tal es el argumento de Shoshana Felman (1992) al analizar la película Shoah de Claude Lanzmann, filme de naturaleza testimonial sobre la experiencia en los campos de concentración nazi, que se sostiene por completo en entrevistas –sin recurrir ni a imágenes de archivo ni a banda sonora– a víctimas, victimarios y testigos. Para Felman, a pesar de las diferencias inconmensurables entre los posicionamientos testimoniales de las víctimas, los espectadores y los perpetradores del holocausto, todos ellos tienen en común el no haber visto. Los testimonios de los participantes de Shoah darían cuenta de un evento que excluye la posibilidad de que se constituya lo que Felman denomina como una “comunidad del ver”, de manera tal que el holocausto “aniquila radicalmente el recurso (la apelación) de la corroboración visual (la conmensurabilidad entre dos diferentes visiones) y así disuelve cualquier posibilidad de una comunidad del testimonio” (211). Apreciamos que para Felman la imposibilidad del testimonio de un trauma sociopolítico como el holocausto no depende de un daño cerebral que imposibilite materialmente la experiencia subjetiva y su recuperación bajo la forma del recuerdo, sino que se trata de un bloqueo de los mecanismos de reconocimiento y representación que se produce en un marco relacional e histórico. Una película como Shoah testimonia sobre lo imposible de testimoniar, de manera tal que, paradójicamente, es capaz de exponer un bloqueo de la representación y del trabajo de la memoria que encuentra su fundamento en un evento social e históricamente condicionado y que extiende sus efectos más allá de quienes lo experimentaron directamente, lo que pone de manifiesto la naturaleza colectiva de este tipo de traumas, distanciándose así de una perspectiva clausurada sobre la experiencia estrictamente individual de la lesión cerebral. En último término, Felman pone de manifiesto que una obra testimonial como Shoah da cuenta de la negatividad de los traumas sociopolíticos en un registro transindividual, es decir, que la anulación de la subjetividad y la ausencia de la palabra que caracterizan a lo traumático no dependen solo de una plasticidad destructiva puramente orgánica, sino de una plasticidad destructiva de naturaleza histórica: “Comprender Shoah no es conocer el Holocausto, sino adquirir nuevas certezas de lo que significa no conocer, entender que el borramiento forma parte del funcionamiento de nuestra historia” (253).

El trabajo testimonial nos permite apreciar cómo el enigma inarticulable del horror no reduce al sujeto a un mutismo orgánico irremediable, ya que puede ser el impulso para una elaboración sostenida. El testimonio del trauma sociopolítico nos traslada a un escenario de destitución subjetiva, pero que por medio del propio acto testimonial abre la posibilidad de que el sujeto postraumático pueda establecer un proceso autorreflexivo respecto de su propio borramiento. Como ilustración de nuestro argumento podemos tomar un fragmento de la obra testimonial de Primo Levi:

 

Conservo una memoria visual y auditiva de las experiencias de allí que no sé explicar […] me han quedado grabadas en la mente, como en una cinta magnética, algunas frases en lenguas que no conozco […] Por algún motivo que ignoro me ha pasado algo muy extraño, diría que algo semejante a una preparación inconsciente para testimoniar. (220)

 

La escena relatada por Levi expone la dimensión relacional del trauma a la que nos hemos venido refiriendo. Por una parte, encontramos la fijeza repetitiva del recuerdo cuando afirma “me han quedado grabadas en la mente, como en una cinta magnética”, pero además se trata de un retorno que da cuenta de la relación a un enigma que se vincula al otro “algunas frases en lenguas que no conozco”. Es ese otro, al que no se comprende y que tampoco parece comprender ni reconocer la condición de sujeto de Levi, quien se encuentra en el núcleo de la negatividad traumática. La neutralización de la subjetividad no parece depender únicamente del proceso de la plasticidad destructiva del cerebro, sino también de una materialidad relacional en la que el reconocimiento y la articulación narrativa cobran un lugar central. La particularidad de tal negatividad relacional y narrativa es que no condena al sujeto a un mutismo y una desafección definitiva como sucede con los nuevos heridos en la perspectiva de Malabou. Por el contrario, la negatividad del evento traumático actúa como el propulsor de un trabajo narrativo que, sin llegar a colmar fetichistamente de sentido el relato del trauma, moviliza un proceso testimonial en que el sujeto toma un lugar positivo para dar cuenta del momento de su propia anulación.

 

 

4. Conclusión: el problema de la intencionalidad y la responsabilidad en los traumas sociopolíticos

 

Para concluir quisiéramos destacar una dimensión central de nuestro cuestionamiento a la teoría general del trauma desarrollada por Malabou. En su perspectiva el trauma se transforma en un operador ontológico que permitiría una aproximación general para la comprensión de los avatares de la subjetivación contemporánea, una comprensión fundada sobre los firmes cimientos de una materialidad orgánica ajena a las vacilaciones de cualquier trascendentalismo simbólico. El problema de esta nueva ontología cerebral es que desaloja el papel que la ideología y los marcos sociopolíticos juegan en la constitución de los sujetos; como lo ha hecho ver Ruth Leys (244), el trabajo de Malabou gira hacia una noción ontológica que enfatiza el afecto y la subjetividad en desmedro de los condicionamientos simbólicos e ideológicos que determinan el lugar del sujeto. Tal orientación es, a juicio de Leys, una deriva fundamentalmente identitaria antes que ontológica, y cuya mayor debilidad estriba en la anulación de la intencionalidad y su reemplazo por una lógica del accidente. Según Leys, esto implica una sustitución del énfasis en aquello que creemos por el quien somos, variación con consecuencias políticas directas en la medida en que transforma las bases sobre las que se sustentan los debates sociales, cerrando las posibilidades de disputar una posición desde el valor de los argumentos, dado que el debate se desliza desde el significado de la experiencia –lo que requiere necesariamente de una referencia a los marcos socio-simbólicos en que se producen los eventos– hacia las particularidades individuales de la experiencia, una experiencia que ha sido despojada de cualquier marco de sentido que permita una interpretación tanto del evento traumático, como de sus causas y consecuencias.

La insistencia de Malabou sobre el principio de la plasticidad destructiva cerebral, un principio que se fundamenta en el valor causal de la emoción como manifestación espontánea de un sistema nervioso ajeno a cualquier influencia de lo simbólico, resta todo valor a la intencionalidad, no solo del sujeto, sino de los condicionamientos ideológicos en que se despliegan los eventos. Su posición es tal que anula la diferencia entre los traumas orgánicos y los traumas sociopolíticos a partir de una argumentación en que solo hay dos factores puestos en juego: por un parte, la brutalidad –sin significación ni intencionalidad– del evento y, por otra, la materialidad dañada del cerebro. Tal esquema comprensivo supone el borramiento de toda hermenéutica posible, tanto respecto del evento como de sus consecuencias subjetivas y sociales. Pero ¿es tan obvio que los traumas sociopolíticos están radicalmente desprovistos de un andamiaje simbólico que hace imposible cualquier intento interpretativo respecto de sus fundamentos y consecuencias? ¿Los traumas sociopolíticos carecen absolutamente de un contexto ideológico que permita una mínima aproximación hermenéutica al horror que implicaron? ¿Acaso los traumas sociopolíticos, al igual que los traumas orgánicos, son completamente ajenos al reconocimiento intersubjetivo y a los horizontes simbólicos de un momento histórico? Estas preguntas nos permiten mostrar la debilidad ética de la perspectiva de Malabou respecto de los traumas sociopolíticos, ya que una plasticidad destructiva, pensada solo en el orden biológico, desaloja el papel de la intencionalidad y el sentido que podemos encontrar tanto en el origen como en las consecuencias de este tipo de traumas.

Podemos concordar en que la experiencia misma del evento ubica a los afectados por un trauma sociopolítico en una condición de ausencia de significación, ya que esto es lo que persiguen sus perpetradores, a saber, producir a través del horror, la anulación radical del estatuto de sujeto de sus víctimas, es decir, la producción de un “evento sin testigos” al decir de Laub. No obstante, concebir los traumas sociopolíticos desde la arista del reconocimiento y su reverso, la aniquilación de la alteridad simbólica, implica volver a situar las coordenadas de la significación, en particular respecto de las determinaciones históricas e ideológicas que enmarcan a los traumas sociopolíticos. Lo anterior supone reconocer el papel de la intencionalidad por sobre la pura naturaleza accidental y carente de sentido con la que Malabou caracteriza a los traumas sociopolíticos, un reconocimiento que puede permitir la reconfiguración de la significación arrasada por la violencia y, al mismo tiempo, discriminar los límites de la responsabilidad desde la que es factible distinguir entre víctimas y perpetradores. Para los nuevos heridos en el contexto de los traumas sociopolíticos hay opciones de elaboración, una elaboración que se encuentra por fuera de los lindes individuales del cerebro, en tanto apela a los mecanismos colectivos en que se sustentan el reconocimiento, la memoria y el juicio ético.

 

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1 Este artículo ha sido escrito en el marco del proyecto de investigación Fondecyt de iniciación 11180424, del cual el autor es el investigador responsable.