Revista de Humanidades N.º 50: 105-119 ISSN: 07170491 • DOI: 10.53382/issn.2452-445X.828

La electricidad de Lumpérica

 

Lumpérica’s Electricity

 

 

Javier Guerrero

Princeton University

East Pyne Hall, Princeton, Nueva Jersey, Estados Unidos

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Resumen

La novela con la que Diamela Eltit debutó en 1983 apela no solo a la luz artificial como metáfora de tiempos difíciles, sino que, sobre todo, permite entender que el pacto entre Estado y mercado pasa por la electrificación: iluminar implica ver más, para desconocer aquello que fue aniquilado. A partir de esta paradoja Eltit funda su poética y da cuerpo a uno de los proyectos literarios más radicales e innovadorees en nuestra lengua. Este artículo vincula Lumpérica con Fuerzas especiales, obra publicada con 30 años de diferencia. La primera novela de Eltit ya asentaba el anudamiento entre la luz y la más terrible aniquilación material del mundo y sus mariposas.

 

Palabras clave: literatura chilena, Diamela Eltit, Lumpérica, Fuerzas especiales, Didi-Huberman, luz, oscuridad, totalitarismo.

 

Abstract

 

Diamela Eltit’s 1983 debut novel uses artificial light as a metaphor for difficult times, but it also and more significantly has the pact between the State and the market pass through electrification. In other words, to illuminate is to see more in order to ignore what has been annihilated. Eltit founds her poetics on this paradox and undertakes one of the most radical and innovative literary projects in the Spanish language. This article connects Lumpérica with Fuerzas especiales, published thirty years later, and shows that Eltit’s first novel already established the tie between light and the terrible destruction of the material world and its butterflies.

 

Keywords: Chilean Literature, Diamela Eltit, Lumpérica, Fuerzas especiales, Didi-Huberman, light, darkness, totalitarism.

 

Recibido: 04/04/2024 Aceptado:05/06/2024

 

 

 

Ven acá, estoy confundiendo los haces de luz, los avisos,

el grito salvaje de la decadencia, no sé cuál será mi suerte.

Malú Urriola

 

El 10 de marzo de 1983, hace ya cuarenta años, Diamela Eltit recibió una correspondencia sorpresiva. El Ministerio del Interior de Chile, por orden del ilegítimo presidente de la República, Augusto Pinochet, autorizaba la edición, publicación y distribución de su primera novela, Lumpérica. La apuesta literaria de la escritora traspasaba la censura para dar cuenta de la máquina censora de la dictadura. En una entrevista, la autora argumentó haber escrito la novela con un censor a un lado, lo cual no implicaba alineación alguna con la tecnología de la censura (Lazzara 9). Por el contrario, la opera prima de Eltit era capaz de burlar el estricto control establecido por la oficina estatal, a partir de la exposición de la máquina totalitaria que pretendía modelar el sentido.

Lumpérica apela a la luz artificial como alegoría del poder dictatorial. Su propia circulación a través de la burocracia censora expone los comprometidos modos de producción del texto, dado el enseñoramiento de la lógica totalitaria en Chile. Asimismo, la novela hace de la luz una alegoría que, además, tensiona las relaciones entre autoritarismo, iluminismo y poder. La luz que baña el lumperío, que define a los pálidos en la novela, constituye la única garantía de sujeción que posee el Luminoso, figura que ha sido ampliamente entendida como referente metafórico de la dictadura. Según ha señalado Sara Castro-Klarén, L. Iluminada es

 

la suma o posiblemente la resta de un cuerpo desgarrado que intenta encontrar una voz en el límite con la muerte. Paradójicamente, es la luz enceguecedora del Luminoso sobre la plaza la que, al torturar el cuerpo, lo rescata del silencio total. (99)

 

Recordemos, L. Iluminada es una mujer a quien torturan toda una noche: cuerpo quizá violado en un espacio que ocupa la electricidad, vigilado y filmado para ser reducido, troceado. Pero este mismo cuerpo, radicalmente iluminado por el Luminoso, podría ser inscrito a partir de otras interrogantes que incluso cuestionen las operaciones alegóricas o metacríticas que han organizado la recepción de la novela. Entonces, Lumpérica no solo perpetraría una narrativa del fragmento y el residuo, capaz de escenificar la descomposición de las perspectivas generales, de las visiones centradas, de los cuadros enteros de la historia (Richard) y producir, por lo tanto, una subjetividad proveniente del dolor (Cánovas) o desfigurar toda posibilidad de autoficción, mostrando la representación en ruinas (Klein); sino que también la primera novela de Eltit pondría en crisis todo el andamiaje del dispositivo cinematográfico, cuya sintaxis y materialidad están aparentemente basadas en el espectro lumínico. En la novela, la oscuridad ocupa amplias zonas, cada vez más disputadas por la hegemonía del Luminoso –el cartel lumínico que domina la plaza durante la nocturnidad del toque de queda santiaguino–. No obstante, insisto, la crítica de la primera novela de Diamela Eltit ha privilegiado otras operaciones y, en cierto sentido, ha desatendido el complejo dispositivo de la imagen cinematográfica que despliega con contundencia y sin timidez, la primera ficción de Eltit. Incluso, cuando ha optado por dar cuenta del dispositivo visual lo ha hecho en relación con la fotografía –el cuerpo lacerado de su autora fijado fotográficamente redefine su textualidad autorreferencial (Olea)–. La luz también debe ser concebida como figura propia de los dispositivos audiovisuales; y, asimismo, como crítica al bío y psicopoder de la imagen que Diamela Eltit decide desplegar desde su primera novela.

Durante los años que Eltit escribió Lumpérica, de 1979 a 1981, el artista visual Alfredo Jaar condujo en Chile un proyecto que tituló Estudios sobre la felicidad, compuesto por siete etapas que partieron con la colocación en Santiago de carteles en los que se leía la pregunta “¿Es usted feliz?” hasta la producción de un espacio que, en 1981, el artista dispuso para grabar las diversas respuestas a su pregunta inicial. Estas instalaciones hicieron posible la exploración por parte del artista chileno de la relación paradójica entre imagen y realidad política que, a principios de los ochenta, cuando la dictadura ya estaba asentada, parecía naturalizar el funcionamiento del régimen opresivo. Asimismo, ya en este trabajo puede hallarse la interrogación sistemática de la imagen que desarrollará Jaar a lo largo de su carrera; en especial, aquella que analiza la decibilidad de la imagen visual. Las colecciones de felices e infelices que despliega este trabajo revelan las limitaciones intrínsecas de la visualidad contemporánea. En el contexto del presente artículo, me interesa referir un episodio relevante para mi interrogación sobre Lumpérica. Entre las muchas horas de grabación que el estudio hace en 1981, la que sería la última etapa del proyecto artístico de Jaar, se halla la participación de Diamela Eltit, quien naturalmente para el momento aún no había publicado Lumpérica. Frente al estudio de grabación de Jaar, Diamela Eltit verbaliza lo siguiente: “Digo, buscar el ángulo previsiblemente cinematográfico. Digo, no perderse en la multitud. Digo, el verdadero terror es estropear la vida, no perder la vida, es estropear la vida irreversiblemente” (Jaar).

Esta intervención de Diamela Eltit, previamente marcada con su nombre, nacionalidad y número de identidad ciudadano –ya que las presentaciones eran precedidas de estos datos identificatorios, como si se tratara de un interrogatorio en un centro de detención– interrumpe la dimensión presuntamente inofensiva de la instalación de Jaar. Es decir, discute el propio dispositivo que erige el artista chileno para, entonces, proponer una reflexión sobre el dispositivo cinematográfico y su impacto sobre la vida. Eltit dispara una clave que sospecha de la transparencia del dispositivo y, más aún, lo unta de peligrosidad al insistir en que el verdadero terror no radicaría en perder la vida sino en estropearla. Estropear tendría en cuenta las operaciones que más allá del exterminio hacen de los cuerpos materias atrofiadas. Entonces, aquí quiero proponer que antes de publicar Lumpérica, e incluso más allá de su trabajo en el Colectivo Acciones de Arte (CADA), cuyo fin coincide con la publicación de su primera novela en 1983, Eltit comprende la centralidad del dispositivo y, sobre todo, sospecha de él, abriendo una pregunta que marcará su poética desde una zona exterior de la literatura, desde una zona audiovisual1.

Justamente, el complejo dispositivo que erige Lumpérica, su electricidad, solicita entender cómo ambas figuras visuales, el cartel lumínico y la cámara, son capaces de alterar el cuerpo de L. Iluminada: “El luminoso no se detiene. Sigue tirando la suma de nombres que los va a confirmar como existencia” (7-8). De esta manera, la novela da cuenta sistemáticamente de la capacidad seductora del Luminoso, la fuerza orgásmica, en el sentido que le adjudica Paul Preciado, que imprime y requiere la mirada totalitaria inscrita en el ojo mecánico de Dios. Entonces, el dispositivo cinematográfico que se basa en el corte es también capaz de perpetrar sus cortes en el cuerpo de L. Iluminada.

En la sección de Lumpérica titulada “Ensayo general”, el cuerpo autoral se incorpora al libro. Una fotografía evidencia las dolencias del cuerpo de Diamela Eltit, que se descubre lacerado, quemado y vendado. Junto con la imagen, la primera novela de la escritora produce un registro sistemático de los cortes y la deflagración del cuerpo: “EI tercer corte está fallado al interrumpir en una línea oblicua el sentido horizontal de las líneas anteriores. Muestra un campo de piel más amplio a la vista y el corte mismo se enancha dejando en la oscuridad el nacimiento o fin de su trazado” (147). Con este ensayo ubicado en la ficción, casi como un relato enmarcado, cuyo nombre también ocupa una temporalidad que excede el producto final del cine, la novela abre una ambigüedad de pieles y materias, de superficies y cortes, que superponen el cuerpo de L. Iluminada con el cuerpo autoral fotografiado2. Porque la novela de Eltit trata de encajar los cortes y las quemaduras del cuerpo fotografiado de su autora, con los que producen los dispositivos audiovisuales desplegados.

La emisión lumínica del cine perpetra el martirio de los cuerpos periféricos, lo que no se propone únicamente como figura alegórica. En este sentido, Lumpérica aborda dos dispositivos: la fotografía y el cine, ambos enlazados por el corte. Aunque con profunda ambigüedad, la novela distingue las tecnologías de acuerdo tanto con su fuera de campo como con su capacidad de captar y capturar el ojo:

 

¿Y el ojo entonces? El ojo que lo lee, errático, solo constreñido por su propio contorno, se encarcela en una lectura lineal. El ojo que recorre la fotografía se detiene ante el corte (su corte) y reforma la mirada ante una molesta, impensada interrupción. (149)

 

Por supuesto, la novela invita a insubordinar el corte fotográfico y cinematográfico –que se torna necesario para el relato, el cual “se da en la medida que se actúe sobre él” (149)– y, por lo tanto, propone zonas de indistinción, oscuras y deslocalizadas por lo transitorio, lo tránsfuga.

De acuerdo con Lumpérica, las mecánicas del cine echan mano del halo de luz y del corte para cercenar a los cuerpos lumpen. La oscuridad, basada en ese fuera de campo y en las zonas no iluminadas de la plaza, se convertirá en un espacio de posibilidades múltiples que, aún ambiguo, no transita por la disciplina bío, psico o necropolítica y el martirio del Luminoso. El laboratorio chileno del neoliberalismo ha enseñoreado al dispositivo audiovisual como figura que remarcará las nuevas retóricas imaginarias del totalitarismo.

Por su parte, la novela Fuerzas especiales, publicada 30 años después de Lumpérica, se instala en el desajuste que constituye el mismo espacio del cíber –lugar pornificado, de constante tecnología en falla, precarización máxima del trabajo y el cuerpo–, para comprender su capacidad de succión. Ya las ráfagas de luz eléctrica no deben solo ser instigadas por la fuerza orgásmica del cuerpo feminizado, sino que esta nueva temporalidad parapetada en los confines del cuerpo permite que la violencia visual sea ejercida por nuestros propios dedos, digitalmente. Por ello, la cíber-Lumpérica de Fuerzas especiales es capaz de autocapturarse. El Luminoso se ha escurrido en su propio cuerpo.

Fuerzas especiales da cuenta de cuerpos encapsulados en los cubículos del cíber, atrapados en las prácticas telefotográficas, obligados a producir su propio exterminio –en un procedimiento que, incluso, parece transitar la figuración que hace Agamben del musulmán como aquella figura límite en la que incluso se ha perdido la idea de un límite ético (64)–:

 

Yo fotografiaba el abrazo que sellaba el amor desesperado que se tenían o la frente de mi hermana contra la pared o sencillamente la registraba tapándose la cara ante el espejo… Después yo me iba porque cuando descubrieran el enmarque en el celular se volvían en mi contra de una manera que me aterraba. (Fuerzas especiales 32)

 

Encapsuladas, las nuevas lógicas de la visualidad fuerzan el encerramiento voluntario: “Tengo que olvidarme de mí misma para entregarme en cuerpo y alma a la transparencia que irradia la pantalla” (39). Por esta razón, por esta consentida entrega a la transparencia lumínica, la falla del cíber, a media marcha entre prostíbulo, café con piernas y maquila tecnológica, constituye una catástrofe para muchas vidas.

La mujer de Fuerzas especiales afirma: “Me bajo mis calzones en el cíber, me los bajo atravesada por el resplandor magnético de las computadoras… Después abandono corriendo el cíber y me voy a consumir todo lo que puedo” (12). Las titilantes ráfagas lumínicas de la computadora doblan el cuerpo, lo atraviesan e instalan el dolor –encarnado en las células digitales– para, entonces, consumirse y, paradójicamente, poder consumir. Porque el cuerpo ha sido iluminado, devorado irreversiblemente. Fuerzas especiales reactiva y complejiza la teoría de los dispositivos audiovisuales que ya instalaba Lumpérica.

Pero quiero ir más allá. En Supervivencia de las luciérnagas, Georges Didi-Huberman produce una sofisticada lectura ya no de la efímera danza de las luciérnagas a la que a comienzos de los años 40 hacía referencia Pier Paolo Pasolini sino, por el contrario, a la desaparición de ellas que el cineasta italiano denunciaba en un artículo de 1975, donde afirmaba que se trataba de un error pensar que el fascismo había sido vencido (Didi-Huberman 18). En su ensayo, Didi-Huberman cita un pasaje clave del artículo de Pasolini:

 

A comienzos de los años 60, a causa de la polución atmosférica y, sobre todo, en el campo, a casusa de la polución del agua (ríos azules y canales límpidos), las luciérnagas comenzaron a desaparecer. Ha sido un fenómeno fulminante y fulgurante. Pasados algunos años, no había ya luciérnagas. (20)

 

La desaparición de las luciérnagas, para Didi-Huberman, estaría ya no en la oscuridad nocturna como metáfora de tiempos difíciles, sino, por el contrario, en la cegadora claridad de los “reflectores de los miradores y torres de observación, de los shows políticos, de los estadios de fútbol, de los platós de televisión” (22). La hiperexposición lumínica se opondría a la “luz pulsante, pasajera, frágil” (34) de las luciérnagas. La intermitencia de la luz y su carácter amatorio propondrían una metáfora capaz de denunciar el fascismo luminoso y plastificado que ocupa cuerpos y habita plazas en la segunda mitad del siglo. No obstante, Didi-Huberman demuestra que incluso luego de la muerte de Pasolini, entre 1984 y 1986, en Roma, existían robustas comunidades de luciérnagas. Para el teórico francés, se trataría más bien de comunidades anacrónicas y atópicas que necesitarían de condiciones especiales para ser experimentadas: “Para conocer a las luciérnagas hay que verlas en el presente de la supervivencia: hay que verlas danzar vivas en el corazón de la noche, aunque se trate de una noche barrida por feroces reflectores” (39).

Didi-Huberman finaliza su libro haciendo referencia a un mundo polarizado, a una parte del globo inundada de luz en contra de otra surcada por los resplandores diminutos de las luciérnagas: “Por un territorio infinitamente más extenso, caminan innumerables pueblos sobre los cuales sabemos demasiado poco y para los cuales, por tanto, parece cada vez más necesaria una contrainformación” (120). Y esta contrainformación cristaliza en lo que a fin de cuentas Didi-Huberman entiende como imágenes-luciérnagas, caracterizadas como “imágenes al borde de la desaparición, siempre cercanas a quienes […] se ocultaban en la noche e intentaban lo imposible a riesgo de su propia vida” (121). Estas punciones contrainformativas, entonces, rechazarían “la gloria del reino y sus haces de dura luz” (124) y, también, la desaparición de lo popular ante el avance del fascismo. Imágenes, culmina Didi-Huberman, necesarias para organizar nuestro muy contemporáneo pesimismo (124).

Ahora bien, a la luz de Lumpérica, es oportuno reconocer los límites de la teoría de las luciérnagas de Georges Didi-Huberman. Porque, pese a su sofisticación, termina proponiendo una metáfora que reproduce las oposiciones binarias oscuridad-claridad, ceguera-visión. La luz fascista pareciera cegar por su omnipotencia, mientras que la orgiástica e intermitente bioluminiscencia de las luciérnagas permitiría contemplar la impredecible oscuridad. Allí los dos reinos permanecerían casi intactos, pese a haberse intercambiado sus ontologías. Sin embargo, aun si ignoramos este aspecto y condenamos los reflectores del fascismo, al igual que Pasolini y Didi-Huberman, la interpretación alegórica del teórico francés constituye uno de sus mayores límites y, sin duda, el más relevante inconveniente del ensayo y su imaginación crítica.

A cuarenta años de su publicación, Lumpérica reclama otras posibles lecturas. Mejor, resulta fundamental una revisión ya no de los modos de producción que la hicieron posible como anomalía –rara avis de las letras chilenas–, sino de los alcances materiales que inscribieron la luz 40 años atrás. Es decir, ¿puede Lumpérica alejarse de la postura de Didi-Huberman? En especial, cuando afirma: “Las luciérnagas sufren nada menos –metafóricamente hablando, se entiende–, que la suerte de los pueblos mismos expuestos a desaparecer” (73) o cuando sentencia que “lo que desaparece en esta feroz luz del poder no es otra cosa que la menor imagen o resplandor del contrapoder” (70). ¿De qué luz habla la novela de Diamela Eltit? ¿Adónde irradiaría la gloria del reino y sus haces de dura luz? ¿Cuál es la fuente de la feroz luz del poder? Porque esta novela no solo instala la continuidad entre poder y luz, fascismo e iluminación, sino que los conecta materialmente. Entonces, es necesario indagar en la relación entre electricidad y totalitarismo, y comprender que la luz estaría mediada tanto por su electrificación como por su borramiento.

Considero que la correspondencia entre electricidad y muerte, o luz y tortura, están íntimamente tramadas en la historia de la dictadura chilena. Entonces, no habría necesidad de consignar los paralelismos entre la película que se filma en Lumpérica y las técnicas de electrificación de los cuerpos bajo sospecha. Quiero insistir, más bien, en la electrificación de la memoria.

En 1980, las compañías Osram, Phillips y Siemens, líderes internacionales en luminotecnia, finalizaron un proyecto de iluminación de Santiago y Valparaíso. El proyecto se proponía reiluminar los edificios y espacios icónicos de las ciudades chilenas. Entre ellos, el metro de Santiago, la Plaza de Armas, la Universidad Católica de Valparaíso, el Estadio Nacional (“El mismo sistema en Estadio Nacional y en las Olimpíadas”): precisamente los espacios más comprometidos en los primeros años de la dictadura desde el golpe de Estado de 1973 (“Moderno sistema de iluminación tendrá Santiago”). Sobre el principal centro deportivo de Chile, por ejemplo, una pieza publicitaria publicada en El Mercurio afirmaba:

 

El trabajo ya ha terminado y nuestro Estadio Nacional ya posee Luz de Día, el asombroso avance tecnológico logrado y aplicado en el mundo entero por Siemens y Osram […] La intensidad de la luz que provee el nuevo sistema de iluminación incorporado al Estadio Nacional es de 2.000 lux, siendo la anterior de solo 460 lux. (“Luz de día a nuestro Estadio Nacional”)

 

Otro texto de El Mercurio insistía en que se trataba del mismo sistema de iluminación instalado en Moscú para los Juegos Olímpicos, siendo los centros deportivos de Santiago y Moscú los más recientemente iluminados por la corporación alemana Siemens.

Lumpérica parece entender que el pacto entre Estado y mercado pasa por la electrificación, y que la luz en la novela no es meramente un recurso alegórico. Iluminar es materialmente ver más para desconocer aquello que fue aniquilado. Ver la luz del día constituye un proyecto que expulsa a aquellos cuerpos contralumínicos cuya opacidad debe, entonces, exterminarse. La luz aniquila y esto no sucede por su condición cegadora, sino por su imperativo visual profundamente excluyente que sigue la lógica del dispositivo fílmico.

En su análisis de las luciérnagas, Didi-Huberman se engolosina con la prosa de Pasolini y no se percata de las razones que el cineasta italiano argumentaba para afirmar que las luciérnagas estaban siendo aniquiladas. El fascismo está instalado en la destrucción del mundo, en la extinción de sus ecosistemas, en la catástrofe ecológica. En Chile, el domingo 6 de marzo de 1983 se publicó en El Mercurio un artículo titulado “El ocaso de las mariposas”, que abordaba la progresiva extinción de los lepidópteros en Chile:

 

Las mariposas tienden a extinguirse de la faz de nuestro territorio […] atentan contra la supervivencia de estos hermosos animalitos los roces descontrolados que se realizan en los campos: la eliminación de la flora de la cual se alimentan; la competencia con otras especies que han sido introducidas al país; la acción de predadores e insectos entomófagos; la comercialización abusiva de los ejemplares y el uso bárbaro y generalizado de insecticidas residuales.

 

El ocaso de las mariposas resulta similar a la extinción de las luciérnagas de Pasolini. Lo que no pudo ver Didi-Huberman era la magnitud destructiva que el totalitarismo dejó ya no encarnada en la cegadora luz, sino en el pacto entre mercado y Estado a propósito de la electrificación de la memoria. Lumpérica escribe simultáneamente el pacto alegórico entre dispositivo y luz eléctrica, pero a la vez activa su materia electrónica, electrificante. La escritora esperará 30 años para revisitar lo que Pasolini denunció en los setenta y que ya preveía en Lumpérica. No solo la electrificación del poder, sino las consecuencias ambientales que el enseñoramiento del fascismo tendría en la aniquilación de las luciérnagas. Vuelvo a Fuerzas especiales:

 

La mariposa fue solo una técnica que quise poner en práctica. La saqué de un sitio de sanación que aseguraba que el dolor no era exactamente real. Decía que el dolor no existía en sí mismo sino que formaba parte de la imaginación humana y que requería de un esfuerzo mental para ahuyentarlo… Pensé que si me hacía una con sus alas podría evitarme a mí misma, huir, salirme de mí y dejarme afuera con todo el dolor por las clavadas del lulo. Pero la mariposa me falló porque lo que nunca pensé fue que la mariposa incentivaría mi dolor con sus alas que se movían amarillas tal como yo me muevo amarilla encima del lulo. No me imaginé que la mariposa iba a estimular mi dolor y la técnica resultaría un tremendo fracaso. (101)

 

La mariposa fosilizada en la pantalla de la computadora, la luminosa constatación de su aniquilación y su supervivencia como fósil electrónico se vuelve más que resistencia, una materia conductora de dolor. La falla humana de la trabajadora del cíber da cuenta de la asociación entre dispositivos electrónicos y deriva totalitaria, de la plastificación del pacto entre cuerpo, fascismo y electricidad. Lo que Didi-Huberman no vio, pero vieron Pier Paolo Pasolini y Diamela Eltit, fue que las consecuencias alegóricas de la incandescencia se hicieron materia, materia de la electricidad capaz de contaminar, fosilizar, electrocutar, aniquilar la bioluminiscencia de las luciérnagas italianas, pero también el rítmico aleteo de las sedosas mariposas chilenas.

 

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Fuente Lumpérica. Diamela Eltit Papers, Caja 2, Carpeta 10. Manuscripts Division, Department of Rare Books and Special Collections, Princeton University Library.

 

 

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Fuente Sergio Prenafeta Jenkin, “El ocaso de las mariposas”. El Mercurio,
“Ciencia y Tecnología”, 6 de marzo de 1983, D-10.

 

Bibliografía

 

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Zurita, Raúl. Purgatorio. Santiago: Editorial Universitaria, 1977.

1 El año 1983 constituirá un punto de inflexión en la contextura pública de Diamela Eltit. El final del CADA marcará el comienzo de su tránsito como escritora. Sin embargo, Lumpérica será una novela que tardará en ser procesada e inscrita en la escena literaria chilena. Señalada como hermética, ininteligible, opaca, en el mejor de los casos extravagante, más tarde resultará indudable que la primera ficción de Eltit inaugura una revuelta en la literatura chilena.

2 Sin embargo, ya no se trata más de la acción performativa como acompañante de la novela. Lumpérica, como también lo hace Raúl Zurita al incorporar la fotografía de su mejilla quemada en Purgatorio, inscribe una materia que excede la literatura para, a su vez, exceder con ella su experiencia literaria.