Revista de Humanidades N.º 50: 187-210 ISSN: 07170491 • DOI: 10.53382/issn.2452-445X.832
Discurso y terror.
Del lenguaje de la política a la política del lenguaje1
Speech and Terror. From the Language of Politics to the Politics of Language
Luis Felipe Alarcón
Universidad Diego Portales
Ejército 260, Santiago, Chile
luis.alarcon@udp.cl
Resumen
Durante el Gran Terror en Francia (1793-1794), la Convención Nacional liderada por los jacobinos impuso una serie de medidas tendientes a infundir miedo mediante la violencia estatal. Dada su importancia y ejemplaridad, este período se convirtió en un arquetipo de los regímenes autoritarios, en los que la legalidad queda suspendida y reina la sospecha y la arbitrariedad. De este modo, Terror pasó a significar, además de un período histórico, una forma de ejercer el poder. Ahora bien, durante el siglo XX, el interés por la relación entre política, lenguaje e ideología llevó a diversas disciplinas a volver a analizar el Gran Terror, haciendo énfasis en el lenguaje político utilizado. El siguiente artículo se propone analizar el Terror bajo una nueva perspectiva: la de las políticas del lenguaje. Para ello, se analizan las posiciones de Saint-Just y Robespierre, líderes principales del jacobinismo. Con ello se intenta abrir nuevas preguntas y comprensiones de la relación entre política y lenguaje.
Palabras clave: terror, Jean Paulhan, Louis de Saint-Just, políticas del lenguaje, lenguaje de la política.
Abstract
During the Great Terror in France (1793-1794), the Jacobin-led National Convention took a series of actions aiming to instill fear through State violence. Because of its importance and exemplary nature, this period became an archetype of authoritarian regimes, in which legality is suspended and suspicion and arbitrariness reign. Thus, in addition to a historical period, Terror came to signify a way of exercising power. Yet, during the twentieth century, interest in the relationship between politics, language and ideology led various disciplines to reanalyze the Great Terror, with emphasis on the political language they used. The following article aims to analyze the Terror from a new perspective: that of the politics of language. For this purpose, we analyze the positions of Saint-Just and Robespierre, main leaders of Jacobinism. The aim is to open up new questions and new understandings of the relationship between politics and language.
Keywords: Terror, Jean Paulhan, Louis de Saint-Just, Politics of langage, Langage of politics.
Recibido: 24/10/2022 Aceptado: 27/06/2023
El gran interés que en la segunda mitad del siglo XX suscitó la relación entre política e ideología, tuvo como consecuencia poner en el centro del debate lo que podríamos llamar “el lenguaje de la política”, o bien su retórica, entendido como lugar de manifestación privilegiado de la ideología. Así, la historia, la sociología, la antropología, el derecho, los estudios literarios o la filosofía se abocaron a su estudio de manera intensa, aportando cada cual sus saberes y herramientas, a menudo incluso confundiéndose. Esto implicó no solo una restructuración de los campos (como atestigua el surgimiento de la sociolingüística o la antropología lingüística), sino también una creciente tendencia a reexaminar los casos paradigmáticos de esta conjunción. Así, no es de extrañar que el lenguaje político de la Revolución francesa, y en particular el del Gran Terror, haya sido ampliamente estudiado en las últimas décadas (Gaïd y Plumauzille). Prueba de ello es la oleada de publicaciones que comienza en los años noventa en Francia, en coincidencia con el bicentenario de la Revolución (Jenny; Furet y Ozouf; Guilhaumou; Baczko; Martin), a la que se suman libros más recientes en Estados Unidos (Andress; Baker; Edelstein, The Terror of Natural Right; Linton, Choosing Terror).
Esta perspectiva permitió plantear nuevas preguntas, abrir nuevos debates y, ante todo, entender mejor la manera en que se configuró política y socialmente un vocabulario aún en uso. Y es que no hay duda de que el período, al cual la mayor parte de quienes se dedican a la historia sitúa entre septiembre de 1793 y julio de 17942, pues significó una innovación tremenda en el “lenguaje de la política”. El foco está puesto en la manera en que términos como virtud, patria, constitución, facción, pero ante todo terror se inscribieron y utilizaron. Este último da nombre al período que nos interesa aquí, sobre todo en la medida en que genera una cadena. Por extensión, Terror no es solo un período histórico, sino un método de gobierno, una manera de usar el aparato estatal: prisión política, ejecuciones sumarias, métodos expeditivos de represión, esto sin considerar lo que hoy llamamos terrorismo, a menudo asociado a las tácticas violentas de grupos no gubernamentales3.
Esta polisemia, como es de esperar, provocó una gran cantidad de discusiones acerca de la relación entre el Gran Terror de la Revolución Francesa y los totalitarismos del siglo XX. ¿Existe o no una relación entre ambos hechos? ¿Fue el Gran Terror la inspiración inconfesada de los regímenes totalitarios del siglo XX? ¿Qué relación existe entre ambos fenómenos? ¿Puede imputársele al Gran Terror la creación de los modernos métodos del terrorismo de Estado? Estas son algunas de las preguntas que surgieron, y si bien las posiciones son muchas, tienden a agruparse en Francia en torno a dos polos: la escuela socialista (Jaurès, Mathiez, Soboul) que niega esa relación y la escuela liberal (principalmente François Furet) que la afirma. Cada una de ellas ha desarrollado sus propios métodos, problemas y mitos. Independiente de ello, es preciso reconocer que pese a las diferencias de interpretación, Terror es ciertamente hoy, al mismo tiempo, una categoría histórica (es decir, un período de la Revolución francesa) y una categoría metahistórica (es decir, un método de gobierno). Lo interesante es que en ambos casos el rol del lenguaje es central. Para algunos, a pesar de las semejanzas en sus métodos, el totalitarismo y el Gran Terror difieren en sus intenciones declaradas (Wahnich). Para otros, el lenguaje utilizado tiene como tarea recubrir una serie de prácticas con el fin de volverlas, si no inocentes, al menos aparentemente necesarias (Arendt).
A la capa político-jurídica se añade entonces una capa político-lingüística, pues si para los primeros el Gran Terror se caracteriza por una serie relativamente coherente de medidas legales contra los enemigos de la Revolución (los Decretos de la Convención, y en particular el del 22 de pradial), estas medidas se tomaron en nombre del bien de la patria, de la fraternidad o incluso de la humanidad. Para los segundos, si bien el principal criterio para determinar si se está frente a un terrorismo de Estado pasa por el grado de adecuación a las normas legales, sus actos se acompañan siempre de la instalación de discursos que los justifican: la amenaza comunista, la imperialista o la del “judío internacional”, por mencionar solo algunas. Existen, entre uno y otro período diferencias sustanciales, y es posible tanto creer como no creer en la adecuación de esos discursos a la verdad histórica. Queda el hecho de que el lenguaje de y en la política cobra un lugar relevante en la caracterización del Terror, ya sea en su sentido amplio o en su sentido estrecho, e independiente de la relación que se establezca entre ambos.
Ahora bien, creemos que este énfasis en los “lenguajes de la política” ha tendido a subestimar el rol de lo que, mediante un juego de palabras, podemos llamar políticas del lenguaje. Por ello entendemos, no la determinación del verdadero contenido de un conjunto dado de discursos políticos (lo que podría constituir un estudio de las ideologías, con sus afirmaciones y silencios) ni tampoco el estudio de sus formas (su retórica política, su lenguaje o su forma de hablar). De lo que se trata es de profundizar en los presupuestos respecto del lenguaje que lo rigen y determinan4. Dicho de manera más amplia, se trata de entender al lenguaje como un componente central de la política y no como su objeto o su modo de expresión privilegiado. Así, la perspectiva de las políticas del lenguaje supone a la vez un objeto y un punto de vista o acercamiento. En el caso del Terror, estas permiten no solo entender mejor qué de las palabras está en juego en la violencia ejercida por el Terror, sino además abrir otra comprensión de la relación entre lenguaje y política. El laconismo impulsado por Saint-Just nos proveerá una primera clave de lectura en esta dirección.
1. “La República no necesita poetas”
El 7 termidor, dos días antes de la caída de Robespierre y el fin del Gran Terror, es guillotinado el poeta André Chénier. La leyenda cuenta que durante su juicio el acusador del Tribunal Revolucionario, Fouquier-Tinville, pronunció estas palabras: “La República no necesita poetas”5. Se trata ciertamente de un mito, pero como tal resume bien una posición generalizada durante el Terror. Saint-Just, uno de los líderes más notables del jacobinismo, la encarna de manera particularmente aguda, pues, por una parte, abandonó la poesía para consagrarse a la República y, por otra, desarrolló todo un programa en torno a su desprecio.
En 1789, a la edad de 22 años, Saint-Just publica L’Organt, poema satírico contra la monarquía y la Iglesia. El libro, que pasó casi desapercibido en su época, no tuvo ninguna continuación: es el único escrito de este género que salió de su pluma. Solo un año después, en 1790, Saint-Just entró en contacto con Robespierre y se dedicó a tiempo completo al proceso revolucionario que agitaba Francia. Pero no es solo una cuestión de falta de tiempo, Saint-Just visiblemente se avergonzaba de su poema de juventud (Boulant 32-36). Sus adversarios, de hecho, lo usaron para burlarse. Camille Desmoulins, por ejemplo, escribe: “Es impresionante, para lo vanidoso que es, que hace algunos años haya publicado un poema épico en 24 cantos, titulado Argant [sic]” (42)6. Saint-Just, que según Desmoulins se tomaba por “la piedra angular de la República” había caído en la frivolidad de escribir poemas. Se trata, es cierto, de un poema licencioso y, por ello, constituía una ofensa al espíritu de rectitud moral de la época. Pero hay algo más. Para compensar los excesos en el uso de la fuerza, Saint-Just y Robespierre, aunque no solo ellos, condenaban los abusos de lenguaje. Esto puede parecer extraño, pues los jacobinos no solo producían una enorme cantidad de discursos, sino que han pasado a la historia como grandes oradores. A pesar de ello, esta condena es en Saint-Just, como señalábamos, todo un programa. En sus Instituciones, leemos por ejemplo: “Los niños están rigurosamente formados en el laconismo del lenguaje. Deben prohibírseles los juegos en los que declaman y acostumbrarlos a la verdad simple” o bien “Los niños serán criados en el amor al silencio y el laconismo. Y en desprecio a los oradores (rhéteurs)” (Saint-Just 58, 63). Existen varios fragmentos similares, pero uno particularmente iluminador es el siguiente:
Los concursos para los premios a la elocuencia no serán nunca de discursos pomposos. El premio a la elocuencia será otorgado al laconismo; a quien haya proferido una palabra sublime en el peligro; a quien, mediante una arenga sabia, haya salvado a la patria, recordado al pueblo su moral, unido a los soldados.
El premio de poesía le será otorgado solo a la oda y a la epopeya. (63)
La República no necesita poesía, epopeyas sí, odas también, pero no poesía. Podría replicarse, y sería correcto, que la oda es el equivalente poético de la epopeya, pero lo que dice Saint-Just es bastante preciso: nada de adornos, nada de pompas. Las palabras deben referir a hechos, motivar la acción. Todo lo contrario a su poema de juventud, que atacaba a la monarquía y la Iglesia solo con palabras. Vemos entonces desplegarse un primer aspecto de la política jacobina del lenguaje: su desprecio por los adornos, por todo aquello que no se siga o no aliente la acción.
Para comprender mejor las razones y el contexto de este primer aspecto de lo que hemos llamado política del lenguaje del jacobinismo, es necesario volcarse a los escritos del más notable de sus compañeros de ruta: Maximilien Robespierre. Dos razones empujan a ello. En primer lugar, a pesar de su claridad, el significado y alcance de las ya citadas notas de Saint-Just es difícil de determinar. Las Instituciones, además de estar inconclusas, tienen un estatuto complicado: tenemos solo un proyecto y no sabemos exactamente qué intentaba hacer Saint-Just con él7. Tampoco es del todo claro qué quiere decir institución, aunque lo más común es considerarla como opuesta a la ley: especie de modelo móvil de la acción virtuosa, por oposición a la fijeza de la ley8. Será una serie de discursos de Robespierre los que aclararán el punto. En segundo lugar, el sistema de oposiciones que se despliega en los discursos de “el Incorruptible” nos permitirán esbozar un segundo aspecto de la política del lenguaje durante el Gran Terror.
“Sobre los principios del gobierno revolucionario”, pronunciado el 5 nivoso del año II, es decir, el 25 de diciembre de 1793, es uno de los discursos más comentados de Robespierre. Su contenido e importancia excede por mucho los objetivos de este artículo, por lo que nos centraremos en los aspectos que nos ayuden a esclarecer el estatuto del laconismo. El primer punto a considerar está contenido en las siguientes líneas:
La función del gobierno es dirigir las fuerzas morales y físicas de la nación hacia la meta de su institución.
La meta del gobierno constitucional es conservar la República. La del gobierno revolucionario es fundarla.
La revolución es la guerra de la libertad contra sus enemigos: la constitución es el régimen de la libertad victoriosa y apacible. (“Sur les principes du gouvernement révolutionnaire” 273)
Por cierto, institución es aquí un verbo, mientras que en Saint-Just es un sustantivo. Lo que estas líneas de Robespierre nos aclaran no es el significado de institución, sino el contexto en el que se inserta el proyecto de las Instituciones: en la “guerra de la libertad contra sus enemigos”, donde la función de un gobierno es fundar la República. La distinción es importante, pues mientras el gobierno constitucional debe conservar la República, el gobierno revolucionario debe instituirla. Para ello existen dos mecanismos: las medidas extraordinarias, los decretos y acciones tendientes a ganar la guerra por un lado, las acciones tendientes a encauzar las fuerzas morales y físicas de la nación, por el otro. Es en este segundo grupo que, creemos, debe situarse el proyecto de Saint-Just. Si esto es así, entonces el laconismo, la palabra de acción propuesta como modelo, no sería una imposición externa que el Estado debe hacer cumplir para mantener la República, sino la base misma del modo de vida republicano necesario para que esta exista. En este sentido, la institución debe ser distinguida de la ley, de la misma manera en que la conservación debe ser distinguida de la fundación.
Este último punto es importante, pues no se trata de dos funciones simultáneas. Para evitar equívocos, Robespierre lo subraya: solo hay Constitución, es decir leyes (y entonces paz) cuando la revolución logra instalarse. Antes de eso, lo que hay es guerra y necesidad de instituir la nación. La guerra, que juega un lugar central en el entramado del discurso, debe ser tomada en el sentido metafórico de una lucha por la libertad y también, como hemos mencionado, en el contexto del Terror como mecanismo de defensa. Esto ciertamente forma parte de lo que hemos llamado lenguaje de la política, pues si el gobierno revolucionario está por definición en guerra, las medidas extraordinarias del Gran Terror están del todo justificadas. El lenguaje político, en ese caso, está al servicio de la defensa de dichas medidas9. Distinto es el caso de la política del lenguaje, como veremos a continuación.
En efecto, si se atiende al sistema de oposiciones presente en la palabra de Robespierre (aunque lo mismo podría decirse de los discursos de Marat, Couthon y otros), encontramos un elemento nuevo. En el discurso ya citado existen al menos dos oposiciones claramente delimitadas: paz y guerra, conservación y fundación por un lado; libertad civil y libertad pública por el otro. Unas líneas más adelante, leemos:
El gobierno constitucional se ocupa principalmente de la libertad civil, el gobierno revolucionario de la libertad pública. Bajo el régimen constitucional, casi que basta con proteger a los individuos contra el abuso del poder público. Bajo el régimen revolucionario, el poder público está obligado a defenderse contra todas las facciones que lo atacan.
A los buenos ciudadanos, el gobierno revolucionario les debe toda la protección nacional. A los enemigos del pueblo solo les debe la muerte. (“Sur les principes du gouvernement révolutionnaire” 273-74)
Robespierre llama “guerra de artimañas y corrupción” a esta situación en que las facciones amenazan a la patria. Esto, insistimos, forma parte del particular lenguaje desplegado por los jacobinos. Ahora bien, la continuación del discurso nos da luces sobre el fundamento de la política del lenguaje ligada al laconismo:
Todos los vicios combaten en su nombre [de los enemigos de la patria]: la República, en cambio, solo tiene de su lado a las virtudes. Las virtudes son simples, modestas, pobres, a menudo ignorantes, a veces toscas. Son atributo exclusivo de los desdichados, son patrimonio del pueblo. Los vicios están rodeados de toda clase de tesoros, armados con todos los encantos de la voluptuosidad y los señuelos de la perfidia. Están escoltados por todos los peligrosos talentos que ejerce el crimen. (279)
La virtud, que es el fundamento de la República a instaurar, es simple, tosca, desconoce las florituras, la exquisitez. Todo eso no son más que carnadas, artimañas, pues el contexto es de guerra y más importante que la libertad individual de expresarse como mejor le parezca a cada cual, es la necesidad de fundar una República, lo que implica la instalación de ciertos valores. De este modo, la palabra debe responder a la virtud, que es tosca. Si el laconismo es una manera de defenderse de las estratagemas verbales de la aristocracia, es porque en él coinciden palabra y virtud. Esta posición no es circunstancial: tiene directa relación con la idea misma de Terror. Prueba de ello es que en otro discurso, pronunciado un tiempo después, Robespierre dice:
Si el móvil del gobierno popular durante la paz es la virtud, el móvil del gobierno popular en la revolución es a la vez la virtud y el terror: la virtud, sin la cual el terror es funesto; el terror, sin el cual la virtud es impotente. El terror no es más que la justicia diligente, severa, inflexible. Es entonces una emanación de la virtud. (“Sur les principes de morale politique” 296)
El Terror será, hasta cierto punto, la herramienta o el mecanismo para defender la virtud de los ataques arteros. Pero antes de defenderla, es necesario establecerla. Así, la política del lenguaje se revela tanto o más importante que el lenguaje de la política desplegado en los discursos.
Si el laconismo es entonces un precepto de las instituciones y no de las leyes, tiene como función forjar la República. En este sentido, debiera ser modelo incluso y quizás sobre todo en tiempos de paz, lo que no sucede con las medidas extraordinarias que, como indica la expresión, son solo necesarias en tiempos de guerra. El laconismo, así, no tiene el carácter provisorio y conservador de las leyes y decretos, no es tampoco una simple consecuencia de la virtud, sino que se corresponde con su naturaleza misma, es decir, su tosquedad y falta de adornos. Es, si se quiere, el modo de hablar propio de la virtud y entonces de la República. No se trata de un capricho o de una mera preferencia estética, sino de una verdadera política del lenguaje y, en esto, se corresponde menos con la censura que con la formación. Ahora bien, la consecuencia no prevista por los jacobinos es que de esta noción de lenguaje se deriva una desconfianza radical en las palabras que los llevará a una especie de delirio de persecución, bastante documentado por la literatura (Jourdan; Linton, Choosing Terror y “Terror and Politics”).
Es el mecanismo del Terror: nunca se es demasiado puro como para que la virtud se exprese sin que algo la perturbe. Se sospecha de toda palabra, pues siempre cabe la posibilidad de que no sea del todo sincera, que sea una artimaña. Es por ello que el Terror tuvo que situar al nivel de la política del lenguaje el laconismo, precisamente para evitar el desvío o la corrupción de las palabras desde su origen. Dicho de otra forma, y retomando el comienzo de esta sección, la actitud del Gran Terror respecto de la poesía (y más en general del lenguaje) encarnada en la frase del acusador de André Chénier está en línea con la doctrina general del Gran Terror, con su concepción de la virtud y su lectura del período histórico. Es como si para fundar una República se necesitara expulsar a la poesía, entendida esta como la palabra pomposa, llena de adornos10. Puesto así, los tres aspectos de la política del lenguaje que hemos destacado (la necesidad de suprimir los adornos; el carácter permanente de esa política del lenguaje; la correspondencia entre la tosquedad de la virtud y la tosquedad del lenguaje) se vuelven un todo coherente.
2. Violencia y transparencia
Cabe ahora preguntarse por las características de esa palabra, de ese lenguaje que las instituciones quisieran producir, pues hasta ahora solo hemos dado con una definición sustractiva. Jean Starobinski avanza una idea que nos parece central:
La elocuencia lacónica y paroxística de los jacobinos aparece como una tentativa de dominio mágico sobre las conciencias: apunta menos a elucidar el acontecimiento que a crearlo por un acto demiúrgico. Queriendo sumarle a los principios la fuerza que los vuelve eficaces, esta palabra se deja ganar por la violencia que quisiera aplacar. Sin perder nada de su brillo, el lenguaje límpido de los principios se vuelven la filosa palabra de la acción. La comparación que conviene no es ya la inocente transparencia del cristal sino el filo acerado del metal. (45)
Leído con atención, el fragmento revela que la violencia verbal del Gran Terror, el lenguaje de su política, se basa en una política del lenguaje proveniente de una noción bastante precisa: la palabra puede ir de conciencia a conciencia, sin tener que pasar por los artificios del lenguaje11. Es por ello que deben ser breves y llamar a la acción, pues no se necesita convencer a la razón, sino tocar el corazón. Dicho de otro modo, si se pudiera conectar directamente con el corazón de los otros, no se necesitarían casi palabras, habría laconismo. Ahora bien, esta ausencia de mediación, que tiene como correlato el laconismo y la desconfianza en las palabras, es la violencia misma. El argumento es conocido. En la Fenomenología del espíritu, refiriendo precisamente a la “libertad absoluta” del Terror, Hegel dice:
Después de que esa universalidad ha terminado de aniquilar la organización real y solo subsiste para sí misma, esta última autoconciencia es su único objeto: un objeto que ya no tiene otro contenido, posesión, existencia y extensión exterior, sino que solo es este saber de sí en cuanto sí-mismo singular, absolutamente puro y libre. En lo único en lo que puede ser captado es en su existencia abstracta como tal. La relación de ambos, entonces, dado que son indivisiblemente absolutos para sí y no pueden remitir ninguna parte a un término medio por el que se enlazaran, es la negación pura, totalmente no-mediada [unvermittelte]; y por cierto, la negación del individuo singular, en cuanto algo que es, en lo universal. Por eso, la única obra y acto de la libertad universal es la muerte, y por cierto, una muerte que no envuelve nada interior, ni tiene cumplimiento alguno, pues lo negado es el punto sin colmar ni cumplir del sí-mismo absolutamente libre; es, entonces, la muerte más gélida y trivial, sin más significado que el de cortar de un hachazo una col o beber un sorbo de agua. (689)12
Es por ello que el laconismo, como señala Starobinski, no tiene como figura la transparencia del cristal (es decir, la comunicación de conciencia a conciencia), sino la dureza del metal (es decir la violencia de la no-mediación). Asimismo, ese tipo de política lleva a la autodestrucción: si el discurso revolucionario hiciera frente a la violencia contrarrevolucionaria solo en el nivel del lenguaje de la política, lo que habría sería una violencia contra otra. O bien, una discusión, un debate. Pero habiendo eliminado la oposición gracias a un política del lenguaje que se guía por la pureza y no la mediación, esta se transforma en violencia ciega, como advierte Hegel. Dicho concretamente, queriendo abolir en el lenguaje las condiciones mismas de las que surge (la sociedad feudal, la monarquía, el honor, etc.), vuelve obsoletas las figuras, los planes, las ideas que les oponía. Ironía de la historia, particularmente visible durante el Gran Terror. Los jacobinos querían acabar con el honor y ensalzar la virtud, pero sin un opuesto la virtud se vuelve difícil de definir. Se empieza a sospechar. Esta consecuencia de la noción de lenguaje es subrayado por Marisa Linton en Choosing Terror:
Había una angustia subyacente respecto de la autenticidad de la virtud [durante el Gran Terror]. ¿Qué pasa si la virtud de alguien no es, finalmente, auténtica? Si su virtud no fuera natural, ¿puede no ser una cualidad asumida y artificial? […] El lenguaje de la virtud puede ser falsamente apropiado por personas que se disfrazan de alguien que tiene espíritu público solo por interés propio. La cuestión de la autenticidad de la virtud de una persona ya era problemática mucho antes de que la Revolución la hiciera asunto de vida o muerte. (Choosing Terror 40)
Si se transforma en un asunto de vida o muerte no es solo por el contexto de guerra. El pasaje de Linton subraya, desde otro ángulo, el nexo que se ha explicitado a lo largo de este trabajo: en tanto la virtud debe ser expresada, esta corre el riesgo de contaminarse por las palabras, de transformarse en discurso y ser entonces apropiable por cualquiera. No hay un criterio claro para saber cuándo un discurso viene del corazón y entonces de la virtud, y cuándo de la razón calculadora, es decir, de la artimaña. Es por ello, como lo muestran muchos documentos de la época e investigaciones recientes, que la desconfianza en las palabras se acrecentó (Edelstein, “What was the Terror”; Jourdan; Linton, Choosing Terror; Reddy). Ahora, como se vio, no se desconfía de cualquier palabra sino de las palabras demasiado pomposas, de los adornos, de las palabras que no llevan a la acción o no se corresponden con ella.
Esto, por cierto, no hace más que acrecentar el problema. Como lo muestra Jean Paulhan en sus Flores de Tarbes, una vez que se desconfía de una palabra, se activa una cadena que hace desconfiar de toda palabra. Haciendo hincapié en el odio que la literatura de su época le profesa a los clichés, Paulhan escribe: “El poeta, apenas se priva del cielo estrellado, debe dudar de cielo y de estrellado, tan capaces de recordarlo, y que contienen ya no sé qué reflejo desagradable y vano” (124). Este mecanismo de depuración, en el que ya no basta con evitar la frase hecha, sino cada uno de sus componentes, termina haciendo que “poco a poco toda palabra, si ya se la ha utilizado, se vuelva sospechosa” (124). Y lo es, precisamente, porque parece poco sincera. En esto podemos ver un correlato con el laconismo de Saint-Just, pues este apunta precisamente a evitar la falta de sinceridad, interpretada como floritura y discurso vacío. Lo mismo sucede, según Paulhan, con los términos abstractos como pueblo, opinión, democracia o libertad. Se sospecha de ellos porque pueden querer decir tanto una cosa como su contrario, y por lo tanto se vacían de sentido. El lenguaje queda atrapado entonces por lo bajo y por lo alto. Las grandes palabras corren el riesgo de vaciarse, las palabras demasiado frecuentes corren el riesgo de ya no decir nada. Esto se explica, cree Paulhan, por la ideología misma del Terror: “esa es la nostalgia ordinaria del Terror, esa búsqueda de un lenguaje inocente y directo, de un época dorada en la que las palabras se parecían a las cosas, en que cada término es llamado, cada verbo accesible a todos los sentidos” (189).
Encontramos entonces en Paulhan una definición de “Terror en las Letras” (expresión que sirve de subtítulo a su libro) cercana a la caracterización que hace Starobinski de la palabra jacobina: la ilusión de que una relación directa, sin mediación, puede establecerse en las palabras y las cosas. Si la definición de Starobinski apunta al uso de las palabras, la de Paulhan apunta a su génesis. Las palabras podrían ir de conciencia a conciencia si estas expresaran sin ambigüedad las cosas mismas. Solo de este modo las palabras podrían ser accesibles a todos los sentidos, y no solo a la razón. Ahora bien, en la medida en que eso es imposible, toda otra palabra se vuelve sospechosa. Como vimos, esta es la violencia misma, pues al no haber mediación ni en el uso ni el origen, la palabra pura (tal como la libertad absoluta en Hegel) se vuelve abstracta, incapaz de positividad, nunca puede ser expresada. Adicionalmente, Paulhan ofrece dos razones para esta desconfianza que se vuelve odio:
Una es que el Terror admite corrientemente que la idea vale más que la palabra y el espíritu que la materia: hay entre una y otra una diferencia de dignidad, no menos que de naturaleza. Esa es su fe o, si se prefiere, su prejuicio. La segunda consiste en que el lenguaje es esencialmente peligroso para el pensamiento: está siempre dispuesto a oprimirlo si no se lo cuida. La definición más simple que puede darse del Terrorista es que es un misólogo. (Paulhan 146)
Vale la pena detenerse en este pasaje. La definición que entrega Paulhan, ciertamente parcial, explica la banalización de la violencia expresada en las medidas extraordinarias y el laconismo. En tanto las ideas valen más que las palabras, estas pasan a ser accesorias y siempre potencialmente decorativas; en tanto el espíritu vale más que la materia, la muerte adquiere una liviandad inédita. Al decir de Hegel, se trata en el Terror de “la muerte más gélida y trivial, sin más significado que el de cortar de un hachazo una col o de beber un sorbo de agua” (Hegel 689). Es importante recordar que Paulhan no trata en su libro sobre el “Terror histórico” sino sobre el “Terror en las letras”, es decir, algo más cercano a la política del lenguaje. La segunda razón merece igualmente comentario, pues introduce el problema del peligro y la sospecha: si se desconfía de las palabras no es solo porque estas valgan menos que la idea, sino sobre todo porque estas oprimen al pensamiento. Es por ello que Paulhan acuña el término misólogo para referirse a quienes practican el Terror en las Letras: hay allí un odio a las palabras, al discurso articulado. Pero ese odio se deriva, en realidad, de un miedo y de un viejo mito, el del “poder de las palabras”.Esta idea, central en Paulhan, es a nuestros ojos el fundamento de la política del lenguaje del Terror. Es significativo, en este punto, que el texto introduzca una equivalencia: “poder de las palabras o peligros de la elocuencia”, apunta el crítico francés (Paulhan 133).
¿En qué consiste este mito? Pues bien, en conferirle un extraordinario poder de influencia a las palabras. Estas pueden hacernos pensar algo que no pensamos en realidad, convencernos de algo que no está en nuestro corazón, de donde emana la virtud. Esto se evitaría si estas fueran transparentes y no estuvieran sometidas al arbitrio, tanto en su origen como en su uso. Dicho de otro modo, si las palabras se correspondieran con las cosas, si se pudiera comunicar sin correr el peligro de la artimaña verbal. Así, si el Terrorista literario de Paulhan odia las palabras, si es un misólogo, lo es por la misma razón que Saint-Just promueve el laconismo: porque las palabras pueden engañar. Allí donde Paulhan ve la fantasía de una coincidencia entre palabra y cosa, el jacobinismo desea una coincidencia entre palabra y virtud13; allí donde Paulhan ve el deseo de un lenguaje transparente, el jacobinismo busca una comunicación de conciencia a conciencia.
La palabra buscada por el Gran Terror, y en particular por Saint-Just, se caracteriza entonces por un deseo de transparencia que, como vimos, está ligado, por un lado, a la no-mediación y, por el otro, al mito del poder de las palabras. Sin hacer de ello la causa de la violencia histórica, material ejercida durante el Gran Terror, podemos ver en qué medida esta política del lenguaje representada por el laconismo conlleva una violencia. Violencia, cabe destacarlo, que sobrepasa el campo puramente lingüístico. Esta no solo se dirige contra el lenguaje, considerado siempre demasiado artificioso, sino también contra quienes lo utilizan. Todo parece indicar así que esta política del lenguaje ocupa un lugar fundamental en el Terror.
Ahora bien, laconismo no es silencio. El término, de hecho, refiere a la región de la antigua Grecia llamada Lacedemonia o Laconia, cuyos habitantes se caracterizaban por la concisión de su lenguaje. El asunto es entonces la brevedad, la precisión que permitiría que se infiltrara el menor número posible de arbitrariedades. El laconismo se juega siempre en un límite entre no hablar y hablar demasiado. Es por ello que hablamos de una política del lenguaje, y no de una ausencia de este. Se trata de administrarlo, de purificarlo, de hacer de él, no una herramienta, sino un componente fundamental de la República. Si se condena a la poesía, a la retórica y, en fin, a todo lenguaje que parezca demasiado artificioso, es porque existe un ideal del discurso transparente, que coincide con la virtud pero que, por ello, lleva a la violencia ya no solo verbal sino también física gracias al desplazamiento de la sospecha desde las palabras hacia quienes las utilizan. Si hay algo que caracteriza al Terror es, de hecho, la indiscreción: en tanto vale menos la palabra que la idea, se debe inspeccionar no ya solo el discurso proferido sino la intención y la correspondencia entre palabras y virtud. La “Ley de los sospechosos”, promulgada el 17 de septiembre de 1793 da cuenta de ello14.
3. Del lenguaje de la política a la política del lenguaje
A partir del laconismo propugnado por Saint-Just en sus Instituciones hemos intentado desentramar el lugar del lenguaje en ese vasto conjunto que constituye el Terror y, con ello, caracterizar a grandes rasgos su política del lenguaje. Pasando por los discursos de Robespierre, se ha mostrado que el laconismo no es una simple preferencia estética del “Arcángel de la muerte”, como fue apodado Saint-Just, sino de una necesidad derivada de una concepción del lenguaje compartida por el jacobinismo. Se trata, hasta cierto punto, de un sentido común de la época que marcó de manera duradera a las siguientes. Incluso es posible detectar un cambio en las maneras de pensar la literatura, en la medida que esta pasa de una preocupación por las palabras (lo que Paulhan llama retórica) a un asunto de autenticidad, donde las palabras deben llamar a la acción y entrar en directa relación con los sentimientos o las cosas. Los versos de Vicente Huidobro en su Arte poética ofrecen un buen ejemplo de ello: “Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas! / Hacedla florecer en el poema” (13). El siglo XX, en efecto, movilizó una concepción terrorista del lenguaje en literatura. De ello da cuenta el ya citado Flores de Tarbes de Paulhan, así como el reciente estudio de Perrine Coudurier. Irónicamente entonces, la caída de Robespierre interrumpió el Terror histórico, pero sus herederos más exitosos se encuentran más del lado de la literatura que del lado de la política gubernamental.
Y es que el Terror histórico porta ya el Terror en las letras, para retomar la terminología utilizada en la segunda parte de este estudio. Precisamente gracias a la perspectiva de las políticas del lenguaje se muestra la articulación particular entre el lenguaje y la política, donde este no solo encubre o justifica determinadas prácticas sino que las empuja. En este sentido, la capa político-lingüística del Terror no se añade como algo externo o accesorio a la capa jurídico-política del Terror, pues su relación es mucho más complicada. Se abre con ello otra vía de comprensión, susceptible de ser replicable en otros períodos históricos o formas de ejercer el poder. Si este acercamiento es correcto, habría entonces también una política del lenguaje en la democracia o la monarquía15. Su determinación requeriría por cierto un análisis aparte, que pudiera hacerse cargo no solo de una caracterización de sus políticas, del modo en que piensa la relación entre individuos e instituciones, sino también, y ante todo, de su forma de pensar el lenguaje. Este giro parece fundamental para pasar de una concepción del lenguaje como expresión de ideas, que coincidiría en esto con el Terror, a una en que el lenguaje y la idea se dan juntas.
Allí reside uno de los intereses centrales del estudio del laconismo en Saint-Just. Este no es, como se ha señalado, una regla externa, una norma aplicable a la manera de la censura, es decir, una vez que ya se ha hablado o escrito, sino una regla de formación del lenguaje de la República. Si este análisis es correcto, su particular política del lenguaje, sintetizada en el laconismo, no se deriva de una necesidad contingente (la guerra, el peligro de las facciones o sus disputas por el poder), sino de una concepción precisa del lenguaje. Esta supone la posibilidad de una transparencia que, como vimos, se torna finalmente en violencia. Esto quiere decir que si el discurso justifica la violencia, lo hace de una manera totalmente distinta a como la piensan quienes se centran en el lenguaje de la política. No se trata de una adición, de una excusa o coartada, de algo que justificara a posteriori la violencia, sino de algo que la habilita e incluso la promueve. Con esto no se pretende borrar el carácter trágico del período, sino mostrar hasta qué punto las concepciones del lenguaje ocupan un lugar central.
Esta centralidad se hace evidente cuando se revisa lo que, sin necesariamente adscribir a la perspectiva propuesta en este artículo, hicieron autores notar autores como Starobinski, Mascolo o Labica. De una manera u otra, el estudio del período hace saltar a la vista la gran preocupación que los jacobinos tenían por el lenguaje. Esto no solo por la gran cantidad de discursos que prepararon, sino ante todo por las políticas que a ese respecto pretendieron instaurar, por el lugar que ocupa la relación entre palabra y virtud en sus más encendidos discursos, por la necesidad en la que se hallaron de despreciar los adornos. Esta necesidad, insistimos, no es solo externa o contextual, está en el corazón mismo de su política. A modo de cierre, quisiéramos destacar la fecundidad del estudio interdisciplinario: es solo atendiendo al mismo tiempo a la historia, la filosofía y los estudios literarios que puede llegar a constituirse una perspectiva como la de las políticas del lenguaje que, si bien cuenta con antecedentes, como se evidencia en las referencias bibliográficas, es un campo todavía por explorar y al que esperamos contribuir.
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1 Este artículo se enmarca en el proyecto Fondecyt de Posdoctorado 3210635, financiado por la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo, ANID.
2 Es decir, desde que se discutió en la Convención hasta la ejecución de Saint-Just, los hermanos Robespierre y otros importantes jacobinos en Termidor. Se distingue así entre el Terror popular del 10 de agosto al 20 de septiembre de 1792 y el Gran Terror, al que también se ha llamado “Terror de los políticos” (Linton, Choosing Terror). Para una discusión sobre las fechas precisas de inicio y fin del Gran Terror, ver el capítulo de The Oxford Handbook of the French Revolution dedicado al tema (Edelstein, “What was the Terror” 453).
3 Siguiendo a Sophie Wahnich, excluimos de nuestro análisis el terrorismo, que merece un tratamiento distinto (92-103). En la misma línea, Marisa Linton propone usar la expresión “recurso al terror” (con minúscula) en lugar de “Terror” (“Terror and Politics” 474).
4 Lo que separa a una política del lenguaje de una ontología del lenguaje es, en primer lugar, que nuestra propuesta no pretende determinar qué es el lenguaje en general, así como tampoco qué es el lenguaje político en particular. Su objeto, así, es menos el lenguaje como capacidad comunicativa que la red de estrategias que permite el surgimiento de un determinado discurso. En segundo lugar, nuestra propuesta no ofrece una teoría general de los objetos, ni tampoco de la relación entre las palabras y las cosas, la realidad y su representación lingüística. Lo que está en juego no es la adecuación, y por tanto un criterio de verdad, sino los modos de funcionamiento. Por último, nuestra decisión busca poner de relieve una inversión en la manera de acercarse a la relación entre política y lenguaje, por lo que el juego de palabras implica algo más que un simple juego. Sobre la relación entre ontología, discurso y filosofía, ver el séptimo capítulo de Le discours philosophique (Foucault 92-107).
5 Sobre estas palabras no parece haber más fuente que el rumor. Las que sí están consignadas son las de Jean-Baptiste Coffinhal en el proceso de Antoine Lavoisier: “La República no necesita ni eruditos ni químicos” (Grégoire 76).
6 Salvo indicación contraria, todas las traducciones son nuestras.
7 Para una discusión el propósito, el sentido y el estado de avance del manuscrito de las Instituciones, ver la introducción a la edición moderna de sus Obras completas (Abensour) y el prefacio a la nueva edición de las Instituciones (Glasser y Quennedy).
8 Gilles Deleuze analiza esta oposición entre ley e institución haciendo una referencia explícita a Saint-Just en su Presentación de Sacher-Masoch. Para un análisis de la posición de Deleuze, ver sobre todo el comentario de Petar Bojanić en “Gilles Deleuze on Institution and Violence”.
9 Sobre este punto, ver ante todo el interesante estudio de Marisa Linton (Choosing Terror).
10 Sus contemporáneos daban otras razones para el odio a la poesía presente en Robespierre. Comentando un texto atribuido a Dussault, Backzo escribe: “Encontramos numerosas variantes de este texto en los diarios de la época. El orgullo, la ambición y la mediocridad de Robespierre explicarían también su odio por las letras y los sabios” (73, nota 1).
11 Sobre la oposición entre naturaleza y artificio, ver ante todo al trabajo de Edelstein sobre el derecho natural (2009). Esto, por cierto, remite también a la relación entre arte y naturaleza, téchne y physis, que sobrepasa los límites de este texto. Sobre este punto, es Lacoue-Labarthe quien, a nuestro juicio, ha avanzado más en el argumento (2002).
12 Para un comentario y una contextualización de este pasaje, ver el texto ya canónico de Hyppolite (Genèse et structure, 2 439-49), así como su interpretación del lugar que juega la Revolución francesa en el argumento general de Hegel en la Fenomenología del Espíritu (La signification de la Révolution Française dans la ‘Phénoménologie’ de Hegel).
13 En su introducción a los discursos de Saint-Just, Slavoj Žižek insiste en la “política de la verdad” jacobina. Nuestra perspectiva, sin ser incompatible, se aleja de esta en tanto el asunto no es la adecuación entre palabras y cosas, o palabras y actos, sino entre palabra y virtud.
14 En su primer artículo, detalla: “Son tenidos por sospechosos: 1. Quienes, por su conducta, sus relaciones, sus declaraciones o escritos, se hayan mostrado partisanos de la tiranía o del federalismo, y enemigos de la libertad”. Así, toda persona quedaba sometida al examen del conjunto de su vida, de sus interacciones públicas y privadas sin más criterio que la sospecha.
15 A pesar de no haber sido incluido en este estudio, el moderno terrorismo no-gubernamental guardaría también trazas de esa política del lenguaje. La primacía de la acción sobre la palabra, que en última instancia lleva a la propaganda por los hechos, conlleva una idea de transparencia similar a la del Gran Terror jacobino. Esto, por cierto, no quiere decir que sean políticamente compatibles o que exista una línea directa que una ambas formas políticas, sino que sus políticas del lenguaje habilitan sus respectivas violencias.