Revista de Humanidades N.º 50: 211-238 ISSN: 07170491 • DOI: 10.53382/issn.2452-445X.833

La búsqueda de un Rousseau mimético

 

The search for a mimetic Rousseau

 

 

María de los Andes Valenzuela

Universidad Católica del Maule

Av. San Miguel 3605, Talca, Chile

marie.valenz.86@gmail.com

 

 

Resumen

 

Este artículo analiza el pensamiento de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) a partir de la teoría mimética propuesta por el filósofo, crítico literario e historiador francés René Girard (1923-2015). En tal sentido, cabe sostener que la obra de Rousseau, con especial notoriedad su antropología del amor de sí, presente entre otras obras, en Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (1755), encierra una particular obsesión y temor al mimetismo y sus violentas consecuencias.

 

Palabras clave: Jean-Jacques Rousseau, René Girard, amor de sí, teoría mimética, violencia.

 

Abstract

 

The following article aims to develop an analysis of the thought of Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) based on the mimetic theory proposed by the French philosopher, literary critic and historian René Girard (1923-2015). In this sense, it can be argued that Rousseau’s work, with special notoriety his anthropology of self-love, present among other works, in A Discourse Upon the Origin and the Foundation of the Inequality Among Mankind (1755), contains a particular obsession and fear mimicry and its violent consequences, as we will try to demonstrate.

 

Keywords: Jean-Jacques Rousseau, René Girard, self-love, mimetic theory, violence.

 

Recibido: 15/03/2023 Aprobado: 07/09/2023

 

 

 

1. Introducción

 

La construcción del sujeto de la modernidad –muy gráficamente la del sujeto político en autores como Jean-Jacques Rousseau (1712-1778)– descansa sobre una concepción racional e individualista, y en la creencia de que el deseo brota en cada individuo dirigido de modo directo hacia el objeto deseado.

A este respecto, es clave comprender la caracterización rousseauniana sobre el estado de naturaleza. Rousseau sostiene que “[e]l hombre natural es todo para sí; él es la unidad numérica, el entero absoluto, que no tiene otra relación que consigo mismo” (Emilio 38). Tal relación consigo mismo, al igual que en el pensamiento de autores como Hobbes, y en general en el iusnaturalismo, se da en términos de autoconservación. Sin embargo, Rousseau se pronunció “en contra de las ideas de Hobbes, acerca de la guerra original de todos contra todos” (Cruz 138).

Su estado de naturaleza

 

se caracteriza por un gran equilibrio entre recursos y necesidades, entre el hombre y su medio: el hombre tiene deseos simples y capacidades igualmente simples para satisfacerlos […] no se compara con nadie porque a nadie necesita para satisfacer sus necesidades. (Maura y Navarro 13)

 

De esta manera, el hombre en estado de naturaleza se mueve en su propio psicologismo. No hay una guerra de todos contra todos, ni mucho menos es un lobo acechante como postulara Hobbes, porque nada tiene que acechar. El medio le proporciona todo aquello que necesita para satisfacer sus necesidades simples y elementales de autoconservación.

Ahora bien, distante de la apacible concepción rousseauniana del hombre en estado de naturaleza, el filósofo, crítico literario e historiador francés René Girard (1923-2015) desarrolló la llamada teoría mimética en su intento por explicar antropológicamente la violencia. En tal sentido, es a partir de su primera obra Mentira romántica y verdad novelesca (1961), situada desde la crítica literaria, que Girard ha intentado demostrar “la afirmación de que el hombre es un ser fundamentalmente mimético, incluso antes que un ser racional” (Gutiérrez). No obstante, dicha particularidad no ha sido lo suficientemente abordada por la filosofía moderna, y curiosamente fueron solo los grandes clásicos de la literatura universal quienes a juicio de Girard lograron revelar “la naturaleza imitativa del deseo” (Mentira 20).

En esta línea, este artículo analiza el pensamiento de Jean-Jacques Rousseau a partir de la teoría mimética propuesta por René Girard. Lo anterior, con el objetivo de demostrar que Rousseau es consciente de la mímesis y que su obra, con especial notoriedad su antropología del amor de sí, presente entre otras obras, en Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (1755), encierra una particular obsesión y temor al mimetismo y sus violentas consecuencias.

Con tal finalidad, abordaremos en un primer apartado la teoría mimética girardiana a partir de la oposición entre mentira romántica y verdad novelesca presente en su obra de 1961; en un segundo se analiza la antropología del amor de sí postulada por Rousseau, en el intento de fundamentarla como una antropología de características miméticas. Se finaliza con un breve apartado de conclusiones.

 

 

2. La mentira romántica y la verdad novelesca girardiana

 

Intentar ahondar en los conceptos fundamentales de la obra de René Girard resulta una labor bastante compleja. En primer lugar, por lo inclasificable de su itinerario teórico e intelectual (González 6). Sin embargo, si observamos retrospectivamente su recorrido intelectual, podemos evidenciar cómo su pensamiento ha realizado un trayecto y maduración por diversas áreas del saber, abarcando más de cuarenta años de actividad desde la publicación de su primera obra Mentira romántica y verdad novelesca (1961) referida a la crítica literaria.En este tenor Assmann se ha preguntado “¿cómo caracterizarlo en cuanto pensador? Filósofo, historiador y antropólogo cultural” (13). Lo cierto es que Girard ha escrito desde la crítica literaria, la filosofía, la historia, la antropología y los estudios bíblicos. Tal situación, ha llevado a que algunos caractericen su obra como pretenciosa o soberbia (Scubla, “Le christianisme” 255). Sin embargo, concordamos con Burbano en que

 

Girard no pretende abarcar una gran masa amorfa de conocimientos, sino más bien, trata de rastrear desde diversas perspectivas lo que él denomina su intuición primaria, que no es otra cosa que su concepción de mimesis (teoría mimética) y todo lo que se desprende de ella. (9-10)

 

Ahora bien, sumado al hecho de que su obra resista a ser categorizada, en segundo lugar, es compleja de abordar por la falta de sistematicidad de sus conceptos fundamentales. En opinión de Treguer nuestro autor “se dedica a arrojar a los escaparates de nuestras librerías, libros insólitos que llevan títulos incongruentes” (7). En tal sentido, si bien es en Mentira romántica y verdad novelesca donde se anticipa por primera vez la llamada teoría mimética –con ocasión de sus primeros análisis sobre la novela y el deseo– es complejo sostener que dicha teoría se encuentre sistematizada en alguna de las obras de Girard.

Por otro lado, pese a la amplitud de campos de aplicación de dicha teoría –que ha tenido un particular y provechoso rendimiento en el estudio de categorías religioso-antropológicas– ha sido con menor frecuencia y de forma menos sistemática utilizada desde la filosofía política o en el análisis de autores como Jean-Jacques Rousseau1. De esta forma, la pregunta por un Girard político es una cuestión relativamente reciente, que hoy representa cierta novedad.

Ahora bien, de acuerdo con Assman “Para Girard el ser humano está marcado fundamentalmente por un deseo mimético que lo sitúa, siempre de nuevo, en un círculo mimético de rivalidades, inclinándolo a soluciones ‘sacrificiales’ en detrimento propio y, principalmente, de sus semejantes” (13). La pregunta fundamental sería ¿qué es el deseo mimético? Para Girard dice relación con “todo lo que impulsa la inteligencia humana hacia las comparaciones” (Veo a Satán 10). Sin embargo, debemos tener presente que la mímesis se evidencia incluso como un elemento previo a la razón, pues “la imitación es primordial, y recurso básico del aprendizaje, antes que algo aprendido” (Girard, Clausewitz 11).

En tal sentido, nuestro autor propone que, en general, existen dos grandes enfoques modernos sobre el tema de la violencia: el primero es político-filosófico y el segundo es biológico. Mas, ninguno de estos enfoques se ha mostrado suficiente para abordar en toda su complejidad el fenómeno humano de la violencia. Es allí donde Girard propone un tercer enfoque: el mimético; donde la palabra clave de su hipótesis es la “imitación” (Aquel por el que llega 16).

De acuerdo con su teoría, existen apetitos y necesidades determinadas por la biología, cuya característica fundamental es que siempre son fijas, comunes a los hombres y animales; pero a ellos siempre podemos oponer el deseo o la pasión “que son exclusivamente humanos” (Aquel 17). Si no existiera el deseo y a su vez este no fuera mimético, “constituiría una forma particular de instinto” (Veo a Satán 33), que estaría fijado de una vez y para siempre en objetos predeterminados.

Con todo, como ya hemos sostenido, la teoría del deseo mimético se originó a partir de la labor como crítico literario desarrollada por Girard y sistematizada por primera vez en su obra Mentira romántica y verdad novelesca de 1961. Si bien allí nuestro autor aún no llama explícitamente mimético al deseo (Dumouchel 11), en dicha obra edifica los cimientos sobre los cuales descansa la totalidad de su teoría.

Será el propio Girard quien afirma, sosteniendo una mirada en retrospectiva, que

 

Este primer libro no es el comienzo en falso que parece ser, en una dirección literaria luego abandonada en favor de lo religioso y lo social. Es la primera etapa de una investigación cuyos instrumentos han variado, repito, pero no los objetivos. Todas mis tesis sobre la violencia y la religión se basan en la concepción del deseo elaborada en este libro. (Veo a Satán 8)

 

En tal sentido, el capítulo primero titulado “El deseo triangular” es fundamental en aras de comprender la estructura y funcionamiento del deseo humano, el que Girard pretende elucidar a partir del estudio de diversos textos literarios, partiendo por Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes, Madame Bovary de Gustave Flaubert y Rojo y Negro de Stendhal.

Como corolario, en dicho capítulo Girard destaca la creencia generalizada de que en las obras de ficción los personajes desean con bastante simplicidad. La estructura tradicional del deseo podemos representarla “por una simple línea recta que une el sujeto y el objeto” (Mentira romántica 10). Sin embargo, en el análisis de Don Quijote nuestro autor reconoce con mayor facilidad la forma en que esta estructura lineal –sujeto deseante-objeto de deseo– se rompe, dando paso a un esquema triangular: “Don Quijote ha renunciado, en favor de Amadís, a la prerrogativa fundamental del individuo: ya no elige los objetos de su deseo; es Amadís quien debe elegir por él” (9). Se trata así, de una estructura triangular en la cual el sujeto deseante (Don Quijote) fija sus objetos de deseo en función a los deseos de un llamado modelo o mediador, que en este caso es Amadís de Gaula, representación ideal de un caballero andante.

La conclusión girardiana, en este sentido, es que el deseo no surge de manera individual y espontánea desde el sujeto mismo para dirigirse hacia el objeto deseado (en forma lineal), sino que emerge como un fenómeno intersubjetivo e inconsciente que establece un vínculo triangular entre el deseo de un tercero –el llamado modelo o mediador– el sujeto deseante que lo imita y el objeto por ambos deseado.

Ahora bien, cabe precisar que la rivalidad y la violencia no brota necesariamente de esta relación triangular. Girard nos habla de la existencia de mediadores internos y externos, conceptos que serán clave para determinar en qué momento esta relación triangular se torna violenta y conflictiva: todo dependerá de que la distancia entre sujeto deseante y mediador sea “lo suficientemente pequeña como para permitir la concurrencia de los deseos” (Mentira romántica 15). Así pues, para nuestro autor habrá mediación externa “cuando la distancia es suficiente para que las dos esferas de posibilidades, cuyos respectivos centros ocupan el mediador y el sujeto, no entren en contacto” (15). Por su parte, habrá mediación interna, “cuando esta misma distancia es suficientemente reducida como para que las dos esferas penetren, más o menos profundamente, la una en la otra” (15).

En tal sentido, el sujeto deseante en el contexto de la mediación externa, suele no ocultar la naturaleza triangular de su deseo. Proclama abiertamente la veneración y admiración que siente por su modelo declarándose inclusive su discípulo (16). Por el contrario, cuando la imitación se debe a un modelo cercano donde ya no existe una distancia insalvable entre el universo del sujeto deseante y el mediador, es habitual que el sujeto deseante jamás se vanaglorie de su proyecto de imitación, sino por el contrario, procurará disimularlo cuidadosamente (16).

Con todo, en un sentido opuesto a la naturalidad con que la imitación aflora en el estudio de las novelas antes mencionadas, Girard percibe la forma en que el pensamiento de la modernidad, y particularmente acentuado con el Romanticismo a lo largo del siglo XIX, busca negar vigorosamente incluso la imitación “más fervorosa” (20).

Al respecto, si bien

 

Don Quijote se proclamaba discípulo de Amadís, y los escritores de su tiempo se proclamaban discípulos de los Antiguos. El vanidoso romántico ya no quiere ser discípulo de nadie. Se persuade de que es infinitamente original. Por doquier, en el siglo XIX, la espontaneidad se convierte en dogma, derrocando a la imitación. (Mentira romántica 20)

 

Sin embargo, el aparente odio a la sociedad o la añoranza del hombre solitario en el desierto como imagen paradigmática del romanticismo, a juicio de Girard “solo encubren las más de las veces una enfermiza preocupación por el Otro” (20).

En esta línea, podríamos sostener una suerte de verdad oficial que predomina en la literatura, pero también con particular agudeza en la teorización filosófica de la modernidad, de acuerdo con la cual nuestro deseo parece estar inscrito en la naturaleza de las cosas, de forma tal que desear, implica siempre un proceso subjetivo. “La emanación de una subjetividad serena, la creación ex nihilo de un Yo casi divino” –sostendrá Girard (21)– siempre se construye en función de disimular la presencia del mediador. De esta forma,

 

todos estos dogmas son la traducción estética o filosófica de visiones del mundo propias de la mediación interna. Todos ellos proceden, más o menos directamente, de esa mentira que es el deseo espontáneo. Todos ellos definen una misma ilusión de autonomía a la que el hombre moderno está apasionadamente vinculado. (21)

 

Lo anterior, es aquello que nuestro autor define como la mentira romántica. A grandes rasgos, Girard llama románticas “a las obras que reflejan la presencia del mediador sin revelarla jamás” y novelescas a “las obras que revelan dicha presencia” (22). No obstante, su descripción al respecto, obedece a una intuición mucho más general: “la mentira romántica designa la ilusión de desear espontáneamente que nos posee a todos, […] de ser los únicos autores y propietarios de nuestros deseos, sobre todo en los momentos en los que menos lo somos”2 (Girard, “Préface” 8-9).

En razón de lo señalado, la conclusión a la que se arriba desde la primera obra girardiana, siguiendo a Burbano, es que:

 

Los textos literarios se presentan como el lugar privilegiado en el que se muestran las relaciones interindividuales, tal como se dan en la realidad. La obra literaria mostraría esas relaciones miméticas en toda su limpieza, en toda su autenticidad, ya que no se ha pasado todavía por una mediación teórica o reflexiva, como es el caso, por ejemplo, de una determinada corriente psicológica o la filosofía. (17-18)

 

En tal sentido, el deseo tal como se muestra en las obras novelescas, jamás es objetual, no proviene de los objetos, sino que es siempre imitativo. De esta forma,

 

aunque Girard se refiera principalmente a la mentira o la ilusión romántica, esta falsedad sería coextensible a todos los planteamientos y filosofías que, empleando unos u otros términos, participarían del mismo engaño, opuesto a la verdad mimética-novelesca. (Moreno 69)

 

La mentira romántica que se opone a la verdad novelesca se puede hacer extensiva a todos aquellos planos del saber que se verifican “como continuadores del enmascaramiento de la realidad de lo humano” (Moreno 69), la que es esencialmente imitativa.

Al respecto Girard sostendrá que:

 

A diferencia de nuestras necesidades que bien pasan de los demás para manifestarse frente a nosotros, porque nuestro cuerpo les es suficiente, nuestros deseos, siempre tienen un modelo o mediador muchas veces no reconocido por terceros y ni siquiera reconocido por quien lo imita. Como regla general, deseamos lo que desean los hombres que nos rodean. Nuestros modelos pueden ser tanto reales como imaginarios, colectivos o individuales. Imitamos los deseos de aquellos a quienes admiramos. Queremos “ser como ellos”, robarles su ser3. (“Préface” 7)

 

De esta forma y, en definitiva, la tesis de Girard estriba en la idea de que es en la estructura de las novelas donde se refleja con mayor claridad la naturaleza imitativa del deseo. No obstante, el autor tomó distancia de la concepción solipsista y materialista en torno al deseo, que en la filosofía moderna tributa al cogito ergo sum cartesiano y a la autonomía de la razón kantiana. Con posterioridad a Mentira romántica y verdad novelesca, Girard persistió en su teoría, pero ahora desde el estudio de los mitos fundacionales. Sus ideas cobraron una mayor profundidad y extensión, abarcando el estudio de fenómenos antropológicos y culturales. De allí en adelante adoptó el concepto de mímesis propiamente tal, e introdujo otro elemento clave: el concepto de chivo expiatorio4.

Ahora bien, junto con Palaver nos preguntamos en relación con la filosofía política, si es posible reconstruir su historia y los postulados de sus principales autores, centrándonos en la mímesis (“Mimesis” 127). Como ya hemos sostenido hasta aquí, debemos a la filosofía moderna y al Romanticismo la perpetuación de la mentira romántica en torno al deseo y todo lo que representa en pos de encubrir y domesticar la violencia a través de las instituciones políticas por ella teorizadas (por ejemplo, la idea del contrato social)5.

A continuación, se analiza la antropología rousseauniana (sobre la cual asentamos su filosofía política) en el intento de probar cómo uno de los mayores representantes del pensamiento político de la modernidad, Jean-Jacques Rousseau, a su manera, tuvo conciencia de la mímesis, y desarrolló toda su antropología para comprender lo imitativo del comportamiento humano y los riesgos que irroga tal imitación.

3. Análisis de la mímesis en la antropología rousseauniana

 

En noviembre de 1753, la Academia de Ciencias, Artes y Bellas Letras de Dijon publicó el tema propuesto a concurso literario para el premio del año 1754. La pregunta a responder era “Cuál es el origen de la desigualdad entre los hombres y si está autorizada por la ley natural”. Dicha pregunta daría origen al Discurso sobre el origen y fundamento de la desigualdad entre los hombres (también conocido como segundo Discurso). Rousseau había concursado anteriormente con su Discurso sobre las artes y las ciencias (también conocido como primer Discurso) que ganó el premio y fue publicado en 1750.

Animado por Diderot y sus consejos literarios, a quien el segundo Discurso agradó más que todos los otros escritos de Rousseau hasta ese entonces, lo remitió a la Academia, seguro de antemano de que no obtendría el premio (Rousseau, Confesiones 333). En efecto, “su Discurso sobre el origen y fundamento de la desigualdad entre los hombres no obtuvo el premio, pero se publicó en 1758” (Copleston 55). En él, encontramos el fundamento antropológico de la teoría que más tarde nos permitiría comprender las instituciones políticas que serían abordadas en El contrato social de 1762. En este segundo Discurso se perfila la antropología “del hombre despojado de los atributos y añadidos de la civilización [pues] el hombre es bueno por naturaleza, pero la civilización ha acarreado desigualdad y una legión de males consecuentes” (55).

Concordamos con Caballero en que el segundo Discurso “supone la piedra angular de todo el pensamiento rousseauniano [y] es, ante todo, un discurso antropológico” (5). El objetivo que Rousseau se propone en ese texto es intentar descifrar y comprender todas aquellas transformaciones sufridas por el hombre que lo llevaron a transitar desde un primigenio estado de naturaleza hasta la sociedad civil.

Ahora bien, lo que interesa a nuestro análisis es comprender una de las características fundamentales del hombre en estado de naturaleza y la forma en que la aparición de la comparación e imitación fue clave en el tránsito de dicho estado hacia el de sociedad.

En tal sentido, a juicio de Durkheim “el hombre natural es simplemente el hombre, haciendo abstracción de todo lo que debe a la vida social, reducido a lo que sería si hubiera vivido siempre aislado” (106). Desde ese punto de vista, la problemática que Rousseau intenta abordar en su teorización del estado de naturaleza no es ni histórica ni sociológica, sino más bien de índole psicológica. Nuestro autor pretende establecer con claridad la diferenciación entre los elementos sociales que intervienen en la configuración de cada uno, de aquellos que “derivan directamente de la constitución psicológica del individuo. Es de estos últimos y solo de ellos de los que está hecho el hombre en el estado de naturaleza” (106).

De esta forma, el hombre en estado de naturaleza se encuentra entregado a su instinto desarrollando funciones “puramente animales: percibir y sentir será su primer estado, que le será común con todos los animales” (Rousseau, segundo Discurso 91). No obstante, Rousseau caracteriza una pasión que a su juicio nos diferencia de los animales:

 

la fuente de nuestras pasiones, el origen y principio de todas las demás, la única que nace con el hombre, y mientras vive nunca le abandona, es el amor de sí mismo: pasión primitiva, innata, anterior a cualquiera otra, de la cual se derivan, en cierto modo, y a manera de modificaciones, todas las demás. (Rousseau, Emilio 439)

 

Dicha pasión, es aquello que Rousseau conceptualiza en su obra como el amour de soi o amor de sí. El amor de sí, se encuentra íntimamente relacionado con el instinto de autoconservación. “Con sus caracteres de inneidad, permanencia y exclusividad, es una cualidad semejante al instinto de conservación animal” (Caballero 357), pero solo semejante en tanto que Rousseau reconoce en el hombre, a diferencia del animal, la libertad para asentir o resistir frente al instinto (segundo Discurso 90).

El amor de sí implica la existencia de un individuo que, en estado de naturaleza, se encuentra solo, entre la clausura de su psicologismo individual y la supervivencia que le exige su medio como instinto primario de autoconservación. No obstante, a este le acompaña el sentimiento de piedad, que “templa el ardor que tiene por su bienestar por medio de la repugnancia innata a ver sufrir a su semejante” (104). El yo individual, preocupado de su propia conservación, es capaz de salir de ese sí mismo a fin de evitar el hecho de que “los hombres no hubieran sido nunca más que monstruos si la naturaleza no les hubiera dado la piedad” (106).

De esta forma, el estado de naturaleza rousseauniano se configura como una suerte de “edad de oro” (Fernández 46) llamado por Rousseau “la verdadera juventud del mundo” (segundo Discurso 125). De allí que su concepción acerca de la naturaleza humana sea optimista. El hombre en estado de naturaleza es regido por el amor de sí, que lo encierra en su psicologismo impidiendo la realidad de la violencia, porque al ser solitario no tiene ninguna posibilidad de comparación o relación con otros individuos. Siguiendo a Palaver, “el estado de naturaleza de Rousseau se caracteriza por un amor de sí mismo pacífico, amour de soi, que no conduce a la violencia porque es un amor de sí mismo solitario sin necesidad de otros y, por tanto, sin mímesis”6 (“Mimesis” 143).

En esta línea, el estado de naturaleza es regido por el amor de sí impidiendo la comparación y el mimetismo, pues como sostendrá Rousseau:

 

La única pasión natural del hombre es el amor de sí mismo o el amor propio tomado en sentido lato. Este amor propio, en sí, o relativamente a nosotros, es útil y bueno; y como no tiene relación necesaria con otro en este respecto, es naturalmente indiferente: solo por la aplicación que de él se hace y las relaciones que se le dan, se torna bueno o malo. (Emilio 147)

 

Sobre este punto, estimamos que Rousseau es consciente del problema del mimetismo7, sin embargo, no lo ve como algo connatural al ser humano. Muy por el contrario, el ser humano en estado de naturaleza sería incapaz de compararse en razón de la clausura psicológica que implica el amor de sí; esta suerte de atrapamiento entre su individualidad psíquica y las exigencias de supervivencia provenientes de los estímulos ofrecidos por el medio.

Así pues, cabe sostener que el amor de sí nada tiene de mimético y, por ende, nada de violento. No es triangular, sino que brota de forma directa hacia los objetos por cuanto la única relación que tienen los hombres es entre su medio –en tanto que objeto– y la satisfacción de sus necesidades de supervivencia a través del uso de tales objetos. Se trata de un principio “bueno, que tiende a que el hombre haga de su propia conservación un primer cuidado, pero no impulsa a la enemistad con sus congéneres” (Waksman 113).

De allí que el hombre en estado de naturaleza sea bondadoso, pues Rousseau estima que “con pasiones tan poco activas, y un freno tan saludable [la piedad natural], los hombres, más huraños que malos, y más atentos a protegerse del mal que podían recibir que tentados a hacérselo a otros, no estaban sujetos a muy peligrosos altercados” (segundo Discurso 107). No existía ninguna forma de vínculo triangular, pues “no tenían entre sí ninguna especie de trato, ni conocían, por consiguiente, ni la vanidad, ni la consideración, ni la estima, ni el desprecio” (Rousseau, segundo Discurso 107). No tenían nociones sobre lo propio y lo ajeno, ni ninguna idea sobre la justicia y estimaban que la violencia que podían llegar a recibir era un mal fácil de reparar, pues no pensaban en la venganza de una forma maquinal (Rousseau, segundo Discurso 108).

En tal sentido, más allá de los estímulos ofrecidos por el medio natural, las pasiones que se derivan del amor de sí son en general poco activas e incapaces de hacer surgir la comparación. Por tal razón, la violencia que brota ella y, por ende, el problema de la mimesis, Rousseau lo traslada al estado de sociedad y lo asocia a un concepto diverso al amor de sí. Tal concepto es el de amor propio, versión desfigurada del amor de sí, que se alimenta de comparaciones y “preferencias que irritan el sentimiento amoroso y aumentan las dificultades” (109) brotando con ello los celos y las disputas sangrientas y crueles.

Rousseau en apariencia opone al amor de sí el amor propio. “El amor propio no es más que un sentimiento relativo, ficticio y nacido en la sociedad […] que inspira a los hombres todos los males que se hacen mutuamente” (185) y que, a nuestro juicio, es una pasión mimética. En tal sentido Rousseau sostendrá que:

 

Bien admitido esto, digo que, en nuestro primitivo estado, en el verdadero estado de naturaleza, no existe el amor propio. Porque mirándose cada hombre en particular como único espectador que le observa, como único ser en el universo que toma interés en él, como único juez de su propio mérito, no es posible que un sentimiento que toma su fuente por las comparaciones que no está él en situación de hacer pueda germinar en su alma; por igual razón, este hombre no podría tener odio ni deseo de venganza, pasiones que solo pueden nacer de la opinión de alguna ofensa recibida; y como el desprecio o la intención de perjudicar, y no el mal, lo que constituye la ofensa, los hombres que no saben ni valorarse ni compararse pueden hacerse muchas violencias mutuas, cuando con ellas les viene algún beneficio, sin ofenderse nunca recíprocamente. (186)

 

Ahora bien, si existe el llamado amor propio, este debe tener algún tipo de relación con el amor de sí. En tal sentido, cabe comprender el amor de sí en términos de fuerza. Se trataría de una fuerza expansiva y originariamente lineal, que como ya hemos dicho, en el estado de naturaleza relaciona de modo directo al sujeto con los objetos de su medio que necesita para la autoconservación. “Ya se sabe que los primeros movimientos de la naturaleza son siempre rectos [y] corresponden al amor de sí, que tiende a nuestra conservación y a nuestra felicidad” (Waksman 116). Bajo esta lógica, la piedad natural podríamos comprenderla como una forma de expansión lineal y positiva del amor de sí que implica una suerte de comparación, pero no como una mala forma de mímesis, pues simplemente significa la capacidad de poder salir de sí, y ponerse en el lugar del otro8.

Por su parte, el amor propio podemos comprenderlo en la capacidad o fuerza expansiva del amor de sí, pero en este caso como una forma negativa de extensión respecto del otro (Waksman114). A nuestro juicio, el amor propio como la piedad natural, también opera en un sentido mimético pero mediado por el surgimiento de triangulaciones. Se trata del amor de sí que deja de tramarse en forma lineal como vemos con claridad en este fragmento de la obra Rousseau juge de Jean-Jacques donde nuestro autor sostendrá que:

 

Las pasiones primitivas, que tienden todas directamente a nuestra felicidad, solo nos ocupan de objetos que se relacionan con ella, y teniendo solo el amor de sí por principio, son todas amorosas y dulces por su esencia; pero cuando los obstáculos las desvían de su objeto, se preocupan más por quitar el obstáculo que por alcanzar el objeto, entonces cambian de naturaleza y se vuelven irascibles y odiosas, y así es como el amor de sí, que es un sentimiento bueno y absoluto, se convierte en amor propio, es decir, en un sentimiento relativo por el que nos comparamos, que exige preferencias, cuyo goce es puramente negativo, y que ya no busca satisfacerlo a través de nuestro bien, sino solo a través del mal de otros9. (29-30)

 

La descripción que hace Rousseau respecto del surgimiento del amor propio es, a nuestro juicio, pretendidamente mimética en un sentido antagonista y deja entrever de forma velada la mentira romántica sobre el deseo lineal que surge desde el sujeto en forma directa hacia los objetos. De este modo, Rousseau cree que el amor de sí como pasión primitiva se expande solo en forma lineal para relacionar al hombre directamente con su medio, pero hay algún punto en el cual aparecen “obstáculos” que desvían al sujeto deseante de su objeto y lo tornan más preocupado de “quitar el obstáculo” (29) que de alcanzar el objeto. En opinión de Scubla el mimetismo en Rousseau se podría percibir a partir de una caída accidental del amor de sí al amor propio (Sur une lacune 117-118). Es en este punto donde se “entra en disputa con los que nos rodean, compitiendo, buscando la apariencia que haga que cada uno sea reconocido como el mejor” (Waksman 114).

Ahora bien, la pregunta evidente es determinar cuál es ese punto, o más bien cuáles son esos obstáculos. En el segundo Discurso, Rousseau atribuye particular importancia al surgimiento del deseo erótico como aquel momento en que las pasiones poco activas y lineales que caracterizan el estado de naturaleza comienzan a complejizarse. Nuestro autor no profundiza en la forma en que entre todas las pasiones poco activas que brotan del amor de sí se encuentra también el deseo erótico, sin embargo, hace la distinción entre el amor físico y el moral, siendo el físico el propio del estado de naturaleza. Es decir, aquel que obedece al mero instinto de conservación y en virtud del cual el deseo se extingue una vez satisfecha la necesidad. Por otro lado, “lo moral –dirá Rousseau– es lo que determina ese deseo y lo fija exclusivamente sobre un objeto, o que por lo menos le da para ese objeto preferido mayor grado de energía” (108).

No obstante, existe un salto cualitativo entre el amor físico y el moral que nuestro autor no logra explicar con claridad. Desde un punto de vista mimético, podríamos caracterizar el amor físico como pretendidamente lineal, pues el sujeto que desea la cópula procurará satisfacer tal necesidad con cualquier sujeto (en el sentido de objeto) que encuentre en su medio natural, por cuanto, para Rousseau, “lo físico es el deseo general que lleva a un sexo a unirse al otro” (108). El espíritu del hombre en estado de naturaleza no ha podido formarse nociones abstractas sobre belleza, proporción o regularidad, ni tampoco su corazón alberga alguna clase de sentimiento que lo lleve a preferir. Por tal razón, “únicamente escucha el temperamento que ha recibido de la naturaleza […] y cualquier mujer es buena para él” (109).

Ahora bien, bajo la misma lógica mimética, el amor moral podríamos caracterizarlo como aquel donde ya ha mediado una triangulación. Es una forma de amor fundada –dirá Rousseau– “en ciertas nociones del mérito o de la belleza, que un salvaje no está en condiciones de tener, y sobre comparaciones que no está en situación de hacer” (109), por lo que en el estado de naturaleza debe de ser para el hombre casi nulo. En tal sentido, el sujeto deseante comienza a desear influido por algún obstáculo. Entonces, el componente moral llevará al hombre a desear de forma imitativa. En el estado de sociedad comenzarán a construirse las referidas nociones de mérito, proporción o belleza que van a determinar el deseo sobre la base de comparaciones (por ejemplo, es esperable para el hombre desear una mujer de cabello largo y voz aguda o es esperable que una mujer desee un hombre fornido de voz grave) fijándolo de forma exclusiva sobre ciertos objetos (108).

Con todo, si bien Rousseau inscribe el amor moral en el estado de sociedad, no insiste demasiado en explicar cómo el amor de sí, lineal y pacífico, se tuerce o se triangula hasta tornarse en amor propio. Solo se limita a sostener que “es fácil ver que la moral del amor es un sentimiento ficticio, nacido del uso de la sociedad, y celebrado por las mujeres con mucha habilidad y cuidado para establecer su imperio y convertir en dominante el sexo que debía obedecer” (109).

Sin embargo, como quiera que hayan surgido los obstáculos que desviaron de su curso lineal al amor de sí hasta convertirlo en amor propio, lo cierto es que a partir de entonces “el amor mismo, así como todas las demás pasiones […] ha adquirido ese ardor impetuoso que tan frecuentemente lo hace funesto a los hombres” (109), pues al surgir la comparación, se adquirieron ideas abstractas como las de proporción o belleza que produjeron sentimientos de preferencia. Entonces “un sentimiento tierno y dulce se insinúa en el alma, y ante la menor oposición se convierte en furor impetuoso: los celos se despiertan con el amor; la discordia triunfa y la más dulce de las pasiones recibe sacrificios de sangre humana” (128).

Es posible afirmar que, a partir del surgimiento del amor erótico o con componente moral, los hombres se han visto presas de una rabia desenfrenada y brutal que no pocas veces les ha llevado a disputarse sus amores “al precio de su sangre” (108). Desde entonces, se produce un quiebre con el paradisíaco estado de naturaleza –para Rousseau ausente de comparaciones– trazándose el camino hacia la propiedad y el consiguiente estado de sociedad. Al respecto dirá Rousseau que:

 

Cada uno comenzó a mirar a los demás y a querer ser mirado uno mismo, y la estimación pública tuvo un precio. Aquel que cantaba o bailaba mejor, el más bello, el más fuerte, el más diestro o más elocuente, se convirtió en el más considerado, y este fue el primer paso hacia la desigualdad y al mismo tiempo hacia el vicio: de estas primeras preferencias nacieron, por un lado, la vanidad y el desprecio y, por otro, la vergüenza y la envidia; y la fermentación causada por estas nuevas levaduras produjo al fin compuestos funestos para la dicha y la inocencia. (123)

 

A nuestro parecer, el texto citado da pie a una lectura mimética, pero como hemos sostenido, Rousseau traslada al estado de sociedad. Concordamos con Palaver en que a diferencia de autores como Cervantes o Dostoyevsky, quienes a juicio de Girard exponen las raíces de la pasión mimética, los filósofos modernos como Hobbes o Rousseau primero deben abordar y superar su propio orgullo antes de revelar la naturaleza del deseo como mimético (René Girard’s 96). Por lo anterior, el hombre rousseauniano en estado de naturaleza no desea en forma triangular, sino que directa y su sexualidad se experimenta ausente de conflictividad.

En oposición a ello, Girard sostendrá que “la sexualidad forma parte del conjunto de fuerzas que se burlan del hombre con una facilidad tanto más soberana en la medida en que el hombre pretende burlarse de ellas” (La violencia 41). La visión optimista de la sexualidad que se encuentra en la tradición rousseauniana obedece a la mentira romántica del deseo lineal en tanto que, más por ignorancia que por arrogancia o imperialismo del saber occidental, ha negado “la estrecha relación entre sexualidad y violencia” (La violencia 42).

En tal sentido, Girard ha rechazado directamente el optimismo de los modernos – entre ellos Rousseau– sobre la bondadosa caracterización de la sexualidad del hombre natural al señalar que

 

Al negarse a admitir la asociación, tan poco problemática, sin embargo, que los hombres, desde hace miles de años, siempre han reconocido entre la sexualidad y la violencia, los modernos intentan demostrar su “amplitud de espíritu”; se trata de una fuente de ignorancia que convendría tener en cuenta. (La violencia 42)

 

Así pues, el hombre rousseauniano –cuya sexualidad en estado de naturaleza en nada difiere de la sexualidad animal– posee, entre las pasiones poco activas que agitan su corazón “una ardiente, impetuosa, que hace necesario un sexo para el otro, pasión terrible que arrostra todos los peligros, derriba todos los obstáculos, y que, en sus furores parece propia para destruir el género humano que está destinada a conservar” (segundo Discurso 108). No obstante, dicha pasión solo se expresa en el estado de sociedad. “Rousseau argumenta que la sexualidad conduce a la violencia solo entre los humanos en la sociedad; el hombre de la naturaleza, en cambio, se caracteriza por una sexualidad pacífica y armoniosa” (Palaver, René Girard’s 40)10. Sin embargo, “al igual que Girard, Rousseau habla indirectamente de mímesis en su explicación de por qué la sexualidad es una fuente de conflicto para la sociedad humana”11 (Palaver, René Girard’s 40), mencionando la necesidad de comparaciones y competitividad de las que el hombre en estado de naturaleza no es consciente, como ya hemos sostenido.

En definitiva, creemos que la diferencia fundamental entre la perspectiva de Girard y la antropología rousseauniana estriba en sus respectivas interpretaciones del hombre en estado de naturaleza, pues para Girard, la ausencia de conflictividad no es intrínseca a la naturaleza humana. Es más, “la sexualidad permanente de los seres humanos –frente a la excitación meramente periódica observada entre los animales– conduce a un aumento del potencial de conflicto entre los humanos, ya sea en la sociedad o en la naturaleza”12 (Palaver, René Girard’s 41). Sin embargo, Rousseau considera que el buen salvaje está confinado al ámbito meramente físico de su sexualidad, y que la imaginación o el componente moral del amor le sigue siendo ajeno en estado de naturaleza. Concordamos con Palaver en que la descripción de Rousseau parece converger más en una condición animal que en una humana (Palaver, René Girard’s 41). Más bien podría sospecharse que nuestro autor, consciente del mimetismo y de sus consecuencias violentas, lo desplaza al estado de sociedad únicamente con el fin de sostener su concepción ideológica sobre la condición pacífica y bondadosa del hombre en estado de naturaleza.

De esta forma, en la tesis de Rousseau fue la conflictividad erótica –se desea propiamente el deseo del otro– la que dio paso al estado de sociedad y que finalmente se transformó en estado de guerra con la aparición de la propiedad y el fin de la disponibilidad de la tierra, por cuanto pasiones abiertamente miméticas como la envidia o la codicia surgieron debido al anhelo de algunos, los que menos tenían, de poseer los bienes que otros ostentaban en abundancia.

 

 

4. Conclusión

 

A lo largo del presente artículo se ha intentado demostrar la forma en que el pensamiento filosófico de la modernidad se edificó sobre la idea del individuo autónomo y racional que construye su medio a partir de su voluntad libre y en razón a sus deseos expresados en un sentido lineal. En oposición a dichas ideas, la obra de René Girard ha pretendido desenmascarar las supuestas espontaneidad y linealidad de dichos deseos y junto con ello, derrumbar la edificación del pensamiento moderno que, con sus instituciones han encubierto formas de violencia perpetuadas en el orden social.

Tales formas de violencia emergen justamente de su errada comprensión antropológica y de la negación de la dimensión imitativa o mimética que la origina y que es el concepto en torno al cual orbita la teoría de Girard.

Ahora bien, nuestra propuesta ha tenido por objetivo demostrar que la antropología de uno de los clásicos fundamentales del pensamiento filosófico y político de la modernidad, Jean-Jacques Rousseau, posee una reflexión en torno a la mímesis, aunque el autor no la exponga de forma clara y manifiesta, y sin hacer, evidentemente, un uso de tal concepto. Así pues, confiado en la naturaleza humana, traslada este pretendido mimetismo desde el estado de naturaleza al estado de sociedad, relacionándolo con el concepto de amor propio y en oposición al amor de sí.

A este respecto, un punto a destacar es que Girard considera a Rousseau como “el primer escritor romántico en lengua francesa y, probablemente, el más grande”13 (Girard, “Foreword” XII). Esto, evidentemente nos lleva a sostener que, como precursor del romanticismo, es a su vez perpetuador de la mentira romántica de la cual nos habla Girard; es decir, de la arrogancia moderna de desear espontánea y libremente en una relación lineal con los objetos de nuestro medio.

En tal sentido, concordamos con Girard en que:

 

Para convencer tanto a sus lectores como a sí mismo de que no está esclavizado por el deseo mimético, Rousseau nos asegura, y se asegura a sí mismo, que se ama a sí mismo él solo, si se me permite decirlo, de manera solitaria, sin la ayuda de nadie. Como un dios, en otras palabras, llama a su amor propio amour de soi y lo opone al amour-propre, que parece ser lo mismo, pero en realidad es totalmente diferente, porque el amour-propre cuenta con admiradores e imitadores. (Girard, “Foreword” XIII)14

 

De esta forma, creemos que Rousseau fue un precursor de la mentira romántica y de la obsesión por persistir en la idea de que nuestros deseos siempre surgen desde nosotros mismos considerados en forma aislada e individual, absortos en nuestro fuero interno y resguardados de los efectos devastadores que ocasiona el amor propio –o el mimetismo en términos girardianos– en las relaciones sociales.

Así pues, la antropología rousseauniana confía en una naturaleza humana aislada en su propio psicologismo, atrapada entre los estímulos de su medio y la pasividad que significa satisfacerlos en un sentido lineal. Confía asimismo en una sexualidad humana que en estado de naturaleza poco tiene de diferente respecto de la sexualidad animal, por lo que –ausente de un componente moral y lejana de las comparaciones– jamás es fuente de conflicto.

Sin embargo, Rousseau traslada toda su desconfianza en la imitación al estado de sociedad, relacionándolo con el surgimiento del deseo moral y erótico que antecede al conflicto por la propiedad de la tierra. El lobo acechante hobbesiano no figura en el estado de naturaleza, porque el amor de sí expandido gracias a la piedad natural, opera como un catalizador de las pasiones poco activas que hay en tal estado. Sin embargo, en tanto surgen las primeras ideas de mérito, proporción o belleza y se traman los primeros amores, el mimetismo y el deseo triangular verán brotar el conflicto y la sangre humana.

Luego será la introducción de la propiedad privada lo que termina de posibilitar el surgimiento de pasiones como la envidia y la codicia, debido al anhelo de los desposeídos de poseer los bienes de que carecen y de los cuales otros ostentan. “De este modo, los individuos pasan del sano amor a sí mismos, al egoísmo; y de la compasión natural hacia el otro, al odio y a la envidia. Surge entonces el conflicto violento entre los hombres” (Ortiz).

En esta línea, será finalmente la irregular usurpación de la tierra y la desnaturalización del hombre en estado de sociedad aquello que Rousseau intentará superar en su teorización política más celebre: El contrato Social (1762) y la República que se funda a partir de él, mediante una superación de la violencia ocasionada por el mimetismo.

 

 

 

 

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1 A este respecto, es sumamente interesante el trabajo desarrollado por Palaver en René Girard’s Mimetic Theory y “Mimesis and Scapegoating in the Works of Hobbes, Rousseau, and Kant”.

2 La traducción es propia: “le mensonge romantique désigne l’ illusion de vouloir spontanément qui nous possède tous, [...] d’être les seuls auteurs et propriétaires de nos désirs, surtout aux moments où nous le sommes le moins».

3 La traducción es propia: “À la différence de nos besoins qui se passent très bien des autres pour se manifester à nous, car notre corps leur suffit, nos désirs, il y a toujours un modèle ou médiateur le plus souvent non reconnu par les tiers et même pas reconnu par celui qui l’imite. En règle générale nous désirons ce que désirent les hommes atours de nous. Nos modèles peuvent être réels aussi bien qu’imaginaires, collectifs aussi bien nous qu’individuels. Nous imitons les désirs de ceux que nous admirons. Nous voulons ‘devenir comme eux’, leur subtiliser leur être.

4 En sus estudios antropológicos sobre los mitos, particularmente desde La violencia y lo sagrado (1972) Girard introduce el concepto de chivo expiatorio. Se trata de una idea fundamental dentro de la teoría mimética que no puede ser comprendida fuera de ella. Así pues, dada la estructura triangular del deseo, el sujeto deseante llega a considerar a su modelo como un rival, produciéndose una obsesión recíproca entre los rivales y aumentando su número mediante el contagio mimético. No obstante, si toda la humanidad estuviera sometida a constantes ciclos miméticos, pareciera estar condenada a su propia extinción. En este punto se sitúa la búsqueda girardiana de aquel elemento que en las culturas arcaicas conseguía menguar o frenar las escaladas de violencia contagiosa. Nuestro autor encontró la respuesta en un sinnúmero de mitos y narraciones de culturas diversas, en los que reiteradamente se alude a fenómenos de transferencia de la violencia colectiva sobre un individuo: el llamado chivo expiatorio. En dicha solución sacrificial Girard fundamenta el origen de todas nuestras instituciones políticas y culturales. Sin embargo, el presente estudio no aborda esta temática por cuanto consideramos que los rasgos sacrificiales asociados a dicho mecanismo y eventualmente presentes en la obra de Rousseau (como, por ejemplo, en las ideas de patriotismo y en la religión civil) ameritan ser objeto de un estudio pormenorizado que sobrepasa las pretensiones del presente artículo.

5 Girard estima que “el mundo occidental y moderno ha escapado hasta nuestros días a las formas más inmediatamente coercitivas de la violencia esencial, esto es, de la violencia que puede aniquilarlo por completo” (La violencia 269). Sin embargo, la filosofía moderna cree situar tal superación o “el origen de la sociedad en un ‘contrato social’, explícito o implícito, arraigado en la ‘razón’, el ‘sentido común’, la ‘mutua benevolencia’, ‘el interés bien entendido’” (269). Al respecto, y en opinión de nuestro autor, el pensamiento contractualista de autores como Rousseau, se sustenta en mantener su creencia, quizás ingenua, acerca de la bondad natural del hombre. Por lo anterior, Girard se muestra crítico del contractualismo al sostener que “la idea del contrato social es la gran pantalla humanista extendida ante la rivalidad mimética, la escapatoria clásica de los que retroceden ante la lógica de la violencia” (Shakespeare 291).

6 La traducción es propia: “Rousseau’s state of nature is characterized by a peaceful self-love, amour de soi, that does not lead to violence because it is a solitary self-love with no need of others and therefore without mimesis” (Palaver, “Mimesis” 143).

7 Sobre la mímesis en la obra de Rousseau es particularmente interesante el análisis desarrollado por Philippe Lacoue-Labarthe en Poetics of history. Rousseau and the theater of originary mimesis (2019). Si bien sus estudios sobre la mímesis originaria se plantean en una clave diversa a los estudios de Girard (Lacoue-Labarthe exploró la noción de mímesis en relación con la estética y la filosofía política), en esta obra “Lacoue-Labarthe resalta que la habilidad originaria del humano, para Rousseau, es la comparación, esto es, la facultad metafórica de ver semejanzas para distinguir las diferencias. El hombre es un animal mimético que justamente suplementa su carencia de instinto a través de su genio imitativo” (Rodal 339). El planteamiento de esta obra, pone su foco en la condena rousseauniana a la imitación poética que caracteriza al teatro por teatralizar nuestra realidad, distanciándonos de su dimensión histórica. Sin embargo, en opinión de Lacoue-Labarthe (82-83) Rousseau no condena la imitación en general, sino solo la imitación poética, o sea aquella cuyo único objetivo es agradar sin importar los medios utilizados. Sin embargo, se mantiene presente la posibilidad de una imitación “bien concebida” o una buena imitación si en el teatro se nos presentaran las cosas tal como son. En definitiva, en esta obra “el autor rastrea en el pensamiento de Rousseau sobre el origen, un interés velado por articular una concepción más originaria de la mímesis teatral” (Rodal 337).

8 Al respecto señalará Rousseau en Emilio que “De este modo nace la compasión, primer sentimiento relativo que toca el corazón humano según el orden de la naturaleza. Para llegar a ser sensible y compasivo se precisa que el niño sepa que existen seres semejantes a él que sufren lo que él sufre, que sienten los dolores que él ha sentido, y otros de los que debe tener la idea de cómo pueden sentirlos también. En efecto, ¿cómo vamos a dejarnos conmover de compasión si no es saliendo fuera de nosotros e identificándonos con el animal sufriente, abandonando, por decirlo así, nuestro ser para tomar el suyo? Solo sufrimos en tanto que consideramos que él sufre; no está en nosotros, está en el que suframos. De este modo, nadie llega a ser sensible sino cuando se anima su imaginación y comienza a transportarle fuera de sí” (254-55).

9 La traducción es propia: “Les passions primitives, qui toutes tendent directement à notre bonheur, ne nous accupent que des objets qui s’y rapportent, & n’ ayant que l’ amour de foi pour principe, font toutes aimantes & douces par leur essence; mais quand détournées de leur objet par des obstacles, elles s’ occupent plus de I’ obstacle pour l’ écarter que de l´atteindre, alors elles changent de nature & deviennent irascibles & haineufes, & voilá comment I’ amour de foi, qui est un sentiment bon & absolu, devient amour-propre c’ est-à- dire, un sentiment relatif par lequel on se compare, qui demande des préférences, dont la jouissance est purement négative, & qui ne cherche plus à fe fatisfaire par notre bien, mais seulement par le mal d´ autrui”.

10 La traducción es propia: “Rousseau argues that sexuality leads to violence only among humans in society; the man of nature, in contrast, is characterized by a peaceful and harmonious sexuality”.

11 La traducción es propia: “Similar to Girard, Rousseau speaks indirectly of mimesis in his explanation of why sexuality is a source of conflict for human society”.

12 La traducción es propia: “The permanent sexuality of human beings–compared to the merely periodic excitation observed among animals–leads to an increase in the potential for conflict among humans, whether in society or nature”.

13 La traducción es propia: “Rousseau is the first romantic writer in the French language and, probably, the greatest”.

14 La traducción es propia: “In order to convince his readers as well as himself that he is not enslaved to mimetic desire, Rousseau assures us, and himself, that he loves himself single-handedly, if I may say, in a solitary fashion, without the help of anyone. Like a god, in other words, he calls his self-love amour de soi and opposes it to amour-propre, which seems to be the same thing but in reality is totally different, because amour-propre relies on admirers and imitators”.