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Revista de Humanidades Nº 50: 297-315 ISSN: 07170491 • DOI: 10.53382/issn.2452-445X.837

Waldo Frank visto por Manuel Rojas (Santiago de Chile, 1942)1

 

 

Pablo Concha Ferreccio

Universidad Andrés Bello

Santiago, Chile

[email protected]

 

 

En 1942, Waldo Frank hizo una segunda gira de conferencias por América Latina. El profeta del panamericanismo emancipador retornaba trece años después de su primera y mítica visita al continente, esa que lo había consagrado como uno de los principales interlocutores de Estados Unidos ante la intelectualidad latinoamericana. Volver ahora, en plena guerra mundial, significaba enfrentar un escenario muy distinto del que lo había recibido en 1929. El sueño cultural de la unidad continental había adquirido un nuevo sentido ante la urgencia política de hacer frente al fascismo y al autoritarismo; la consigna era salvar la civilización occidental. De estos viajes, la crítica ha privilegiado la visita a Argentina en su primera gira. Del segundo viaje se ha dicho muy poco, más allá de lo que el mismo Frank dio a conocer en su South American Journey (1944).

A pesar de sufrir en Buenos Aires un grave ataque personal a manos de fascistas, Frank decidió continuar su viaje y aterrizó en Santiago el 11 de agosto de 1942. Allí pronunció dos conferencias en el Teatro Municipal (19 de agosto y 1 de septiembre), otras dos en la Escuela de Leyes de la Universidad de Chile (21 y 24 de agosto) y una en el Círculo Israelita (31 de agosto). Durante esos días, Manuel Rojas fue quien más tiempo permaneció a su lado: lo recibió en el aeropuerto, asistió a todas sus conferencias y contribuyó en la organización de al menos dos de ellas, y entre el 24 de agosto y el 1 de septiembre viajó por el sur de Chile con él y con la destacada educadora chilena Magda Arce, quien fuera designada como su secretaria2. El objetivo de Frank era obtener un cuerpo a cuerpo con Chile, unos días para empaparse de pueblo y así escribir un perfil cultural de la sociedad local y de lo que él comprendía como la personalidad nacional.

Entre el 21 de agosto y el 2 de octubre, Rojas publicó la crónica de todo ello en Las Últimas Noticias, material muy valioso para reconstruir la estadía de Frank tanto objetiva como subjetivamente (reconstrucción en la que nos encontramos embarcados): dónde estuvo, qué hizo, qué dijo, cómo fue recibido, cómo se sintió. En este sentido, contribuye al conocimiento de un momento poco estudiado de la historia intelectual de Chile y América Latina. Pero no solo eso, la crónica también nos da luces acerca de las ideas políticas de Rojas en esta época, de su lugar como agente intelectual y de su derrotero como escritor de ficción. Por último, y muy conectado con lo anterior, estos escritos constituyen un documento del extraño encuentro y de la convivencia entre un escritor ubicado en una posición periférica, que comienza a escribir la que será su gran novela, y un escritor mundialmente reconocido. El mismo Rojas indica que esta circunstancia es una de sus motivaciones personales para emprender el viaje: en estas páginas, Frank observa/estudia al pueblo chileno y Rojas observa/estudia a Frank como escritor (en su método) y como individuo. El atractivo de la crónica, en suma, reside en la variedad de niveles desde la que puede ser leída.

 

Waldo Frank

(Las Últimas Noticias, miércoles 5 de agosto de 1942, p. 3)

 

Manos cobardes, posiblemente manos fascistas, han puesto brusco y siniestro fin a la permanencia del escritor norteamericano Waldo Frank en la República Argentina. Seis valientes armados, valiéndose del nombre de la policía, se introdujeron en su departamento y lo atacaron por la espalda, hiriéndolo de gravedad.

El hecho no sería tan indigno si Waldo Frank fuera un hombre de acción, un luchador, un hombre de violencia, de barricada o de motín. Pero no es nada de eso. Es, antes que nada, un pensador, más aún, un soñador, un poeta. Y siendo lo que es, atacarlo, y atacarlo cobardemente, es algo que no tiene nombre, algo que solo pueden cometer los que han hecho de la violencia un credo religioso y con ella se defienden del pensamiento de los hombres libres; fascistas, nacistas, falangistas y stalinistas.

Todo aquel que haya leído una página o un libro de Waldo Frank, por más que esa página o ese libro no le hayan gustado, sentirá en este momento lo absurdo y lo criminal del atentado cometido en contra de este escritor. No hay en sus palabras nada que incite a la violencia, y para un hombre de acción, para un luchador, para un Lenin, por ejemplo, o para un Manuel Rodríguez, la literatura filosófica y política de Waldo Frank resultaría una incomprensible e inútil música celestial.

Ignoramos lo que Waldo Frank ha dicho en las conferencias dadas en la República Argentina, pero, haya dicho lo que haya dicho, estamos seguros, y apostaríamos una oreja de que ello es así, de que en ningún momento habrá proclamado la necesidad de que Argentina declare la guerra a este país o a aquel otro. Porque la posición de Waldo Frank, así como la posición de todos los escritores honrados, es una posición pura, una posición moral.

Su carta de despedida a la Argentina, publicada en los diarios de Buenos Aires y de Santiago, carta que le valió el olímpico repudio del gobierno argentino, es un documento en que solo habla de moral. Y como a los inmorales y a los amorales nada les enfurece tanto como su mala moralidad o su falta de moral, el resultado no se hizo esperar: seis valientes lo atacaron, hiriéndolo por la espalda. Es la respuesta de las fieras.

Ignoramos si, después de lo sucedido, Waldo Frank vendrá a Chile, tal como se había anunciado. Es posible que no. Sería una lástima que no viniera. Ello nos privaría de manifestarle la admiración y la simpatía que merecen los hombres odiados por los inmorales y los amorales.

 

 

La guerra debajo de la guerra

(Las Últimas Noticias, viernes 21 de agosto de 1942, p. 3)

 

No asistía a conferencias en el teatro Municipal desde los lejanos días de la visita del conde Keyserling. En aquella ocasión, escribiendo sobre el telúrico pensador del Báltico, dije que me había parecido, físicamente, un tártaro. La explicación de aquel parecido hay que encontrarla en la luz que se deja en ese teatro a los conferenciantes, una luz vertical que ilumina la parte superior del cráneo y deja el rostro en la sombra, produciéndose así un achatamiento de la cabeza y un estiramiento hacia atrás de las líneas del rostro. La barba y el bigote de Keyserling ayudaban a la luz y el resultado era un tártaro de muy buena estampa.

Ignoro la razón de esa luz, pero su explicación debe buscarse en la ignorancia que se tiene del valor de la expresión del rostro de los pensadores y poetas. Si a los actores se les ponen luces que hacen destacarse hasta las rayas de los pantalones, ¿por qué a los seres espirituales se les deja en esa lamentable semipenumbra, ocultándoseles lo más noble que hay, físicamente hablando, en ellos: el rostro?

Waldo Frank, claro está, no parece un tártaro. Le falta el aire de tal y, más que nada, el bigote de largas guías y la puntiaguda y corta barba. Más bien bajo que alto, regordete, de plácida voz y ademanes tímidos, parecía, delante de la gente que llenaba el Municipal y que esperaba de él gritos y ademanes de ángel exterminador, un bondadoso campesino persa que ha venido a la ciudad a ofrecer suaves tortas de miel o dulce leche de cabra. Y digo suaves tortas de miel o dulce leche de cabra porque la impresión que dejan sus palabras inclinan más a la suavidad y a la dulzura que a la acritud y a la violencia. En estos días, en que todos nos imaginamos a la razón armada, por lo menos, de un lanzallamas o de una Maxim, imagen irascible, destructora de todos los que no creen en el espíritu, Waldo Frank habla de la dulce “razón”, acentuando esta dulzura con la dulzura de su voz, voz que toma entonaciones de inusitada ternura cuando habla de los felices días del hombre agrícola y su vida eglógica.

Sí, dulzura. ¿Y por qué no? La gente, claro está, aunque no toda, salió desconcertada, si no descontenta. “Dar un curso de filosofía en estos tiempos…”, suspiraban algunas personas. Habrían preferido una arenga violenta, estruendosa, que creara allí por arte de magia y sobre el escenario del Municipal, el anhelado segundo frente.

Pero no se creó allí el segundo frente, cosa que, por lo demás, es de lamentar. Era otro frente el que allí se erguía, aunque muy pocos lo vieron: el frente del espíritu, del cual Waldo Frank es uno de los más tenaces obreros, sobre todo en lo que concierne al espíritu de las Américas.

 

 

Segunda y tercera conferencias de Waldo Frank

(Las Últimas Noticias, miércoles 26 de agosto de 1942, p. 3)

 

Las personas que, por haberse desilusionado o porque no lograron obtener entradas, no asistieron a la segunda de las conferencias de Waldo Frank, perdieron el premio que habían ganado asistiendo a la primera. Después de oír la segunda, la primera se nos aparece como un prólogo de aquella, un prólogo que, por otra parte, casi no guarda relación con lo que prologa, pues ni el tono filosófico ni el aire poético de la primera hacían presumir la agudeza del análisis ni la violencia –sí, violencia– del ataque de la segunda.

Las conferencias de Waldo Frank parecen formar un todo orgánico, y si al escuchar la primera pensamos –como antes de escucharla– que se trataba de un mensaje puramente espiritual, al oír la segunda debimos convencernos de que, aun siendo lo que presumíamos, no se trataba solamente de una dulce música celestial, como decíamos en nuestro primer artículo sobre el escritor norteamericano. Porque la melodía de la segunda, contrastando con la eglógica de la primera, era de un tono capaz de romper los mejores tímpanos totalitarios.

En Waldo Frank hay dos aspectos, es un escritor y es un pensador. Como pensador procura descubrir las leyes que unen al individuo con sus semejantes y con el cosmos. Como escritor debe materializar esos descubrimientos, ponerlos en evidencia, valiéndose, para ello, de su oficio literario, en el que es agudo y experto. Cuando logra –como en el caso de la segunda conferencia– equilibrar esas dos fuerzas, esas dos virtudes, el resultado es perfecto. Cuando no lo logra, o cuando, quizá por falta de tiempo, ese equilibrio no llega a producirse dentro de la conferencia, el pensador, que parece marchar delante del escritor, prima sobre este y el resultado es su tercera charla, en la cual el público esperó casi inútilmente la aparición del hombre que debía materializar, de un modo concreto, casi práctico, los afanes del pensador. Ese hombre apareció muy tarde y no poseía el vigor que demostró en la segunda conferencia.

No es del caso examinar si los fenómenos que Waldo Frank ha estudiado en sus conferencias, fenómenos que han llevado a la descomposición del individuo y de la sociedad, son ciertos o no. Lo damos por cierto, los sabemos ciertos. Únicamente diremos que en su método de exposición el escritor norteamericano peca por la abundancia de detalles que trae a colación, abundancia que no sería reprochable en un libro, pero que puede ser reprochable en una conferencia.

Puede la gente hacer muchas objeciones a las conferencias de Waldo Frank y podríamos hacerlas nosotros también. Esas objeciones, sin embargo, son de mera forma y no tocan al pensador, al escritor y al hombre que hay en él, pensador, escritor y hombre que permanecen intocables más allá de sus conferencias y en algunas de las cuales –como en la segunda– resplandecen con una fuerza y una evidencia desacostumbradas.

 

 

Con Waldo Frank en el sur

 

I. Los motivos

(Las Últimas Noticias, miércoles 2 de septiembre de 1942, p. 3)

 

–Vamos a ir al sur –me dice Waldo Frank– a estudiar, a trabajar. Nada de conferencias, nada de periodistas. Cuando lleguemos a una ciudad o pueblo, saldremos a caminar por sus calles y observaremos a su gente. Eso es todo. Y poca conversación, nada de conversación.

–Con este hombre –asegura un amigo– va usted seguro; no habla casi nada3.

A Frank le interesa la gente, sobre todo la del pueblo. El paisaje del sur no le conmovió gran cosa y no recuerdo que durante nuestro viaje haya encontrado nada excepcionalmente hermoso o impresionante, excepto la aparición de los volcanes y cerros Villarrica, Lanín, Tolhuaca y Llaima, soberbiamente recortados sobre un cielo muy limpio. Ignoro si esta casi indiferencia por el paisaje se deba a una condición de su personalidad, a que no teníamos mucho tiempo y el que teníamos prefería dedicarlo a observar y a pensar en la gente o a que, habiendo viajado por el sur de Argentina, lo conocía por semejanza.

En cuanto a mí, me interesaba, al hacer este viaje, casi únicamente la impresión del paisaje, no como algo literariamente aprovechable, sino como simple gozo. El verde vegetal del sur, sobre todo el verde de sus colinas, y el azul de sus ríos, son, por otra parte, elementos en mí mismo, pero elementos que necesito renovar cada cierto tiempo. Los colores se borran en mí más fácilmente que la impresión que me producen los seres animales o humanos. No puedo olvidar a un ser que me haya impresionado por cualquier motivo y en un momento dado puedo no solo recordarlo mentalmente, sino que también describir su aspecto y su expresión. Los ríos, los árboles, las montañas, las colinas y los campos se me borran, en cambio, con gran rapidez, no en sus formas, sino en sus colores, y como si la falta de esos colores disminuyera en alguna forma mi personalidad, como si me hicieran falta para mi inteligencia, para mi sensibilidad o para mantener intacta mi visión de Chile, debo, de tiempo en tiempo, verlos y empaparme en ellos. (El tiempo, desgraciadamente, se opuso mucho a ello; el cielo, nublado desde antes de llegar a Concepción, y la lluvia que cayó sin cesar sobre Valdivia, me impidieron contemplar a mi gusto los ríos, sobre todo el Laja y el Bío-Bío –mis favoritos– y el precioso Calle-Calle).

Aparte del paisaje me interesaba, claro está, Waldo Frank, no tanto para conocer sus ideas –que en parte conozco– como para observar al hombre, sus costumbres y sus métodos de trabajo. Es difícil, para un escritor sudamericano, lograr la oportunidad de intimar o por lo menos estar cerca de un escritor europeo o norteamericano, profesional de la literatura, tan diferente de uno sudamericano como lo puede ser un aficionado a la carpintería de un carpintero de profesión. Junto a ese deseo existía, por supuesto, otro: el de dar a nuestro huésped, en las tierras del sur, la sensación de que, si bien iba solo en espíritu, tenía a su lado alguien que por lo menos respetaba ese espíritu, por más que el de ambos, el de él y el mío, fuesen desemejantes y hasta si quizá, contrarios en algunos aspectos.

 

 

II. Trabajando

(Las Últimas Noticias, viernes 4 de septiembre de 1942, p. 3)

 

–Vamos a trabajar –me decía Waldo Frank.

–Vamos –le respondía.

“Trabajar” significaba caminar y mirar, cambiando tal o cual frase o palabra. He dicho que a Frank parecía no interesarle el paisaje; le interesaba la gente. La miraba, pues, examinándola de modo minucioso: su expresión, su estatura, su ropa, su condición social, su color, su origen nacional.

–Lo terrible es la ropa –me dijo en Talcahuano, contemplando a un roto que, literalmente hecho un “jardín de tiras”, conversaba plácidamente con unos amigos.

Su mirada era tenaz, casi molesta.

–¿Qué me mira tanto? –le preguntó, irritada, una mujer que salía del Hospital Regional de Valdivia y que llevaba un niño en brazos–. ¿No ha visto nunca una mujer con hijo?

–¿Qué ha dicho? –me preguntó Frank.

Le repetí la frase.

–Mi respuesta es: sí, he visto muchas mujeres con hijos, así como he visto muchas flores; pero siempre es agradable mirarlas.

Algunos hombres le recordaban a la Rusia de antes de la revolución. En Valdivia, en la calle Aníbal Pinto, vimos salir, de entre unas casuchas de madera, a un viejo alto y delgado, con chaqueta gruesa, gorra y barba. Era un ruso auténtico; las casuchas parecían aumentar su autenticidad. Lo contemplamos con admiración, mientras el viejo, no menos admirado, nos contemplaba a su vez y sonreía:

–Buenas tardes, amigo –le dijo Frank.

–Buenas, pues, patroncito –respondió el viejo, sonriendo más aún entre su grisácea barbita.

–¿Qué profesión tiene ese hombre? –preguntó en Concepción señalando a un hombre bajo y fuerte, que lucía dignamente unos bigotes de principios de siglo y que llevaba sobre sus hombros, a manera de manta colocada sobre su manta, un deshilachado trozo de lona blanca. El hombre portaba polainas y calzaba zapatos con gruesa suela de madera.

¿Qué profesión podría tener? Imposible adivinarlo. Tanto podía ser un carretonero de las orillas del río como un obrero de los cuadros del matadero.

–Es un pueblo fuerte, pero mal vestido –dijo, después de una visita a la población Aguirre, en Valdivia–. En ninguna parte del mundo, excepto en la Rusia pre-revolucionaria y en los arrabales de algunas ciudades de Oriente, he visto hombres tan terriblemente mal vestidos.

 

 

III. Niños, perros y caballos

(Las Últimas Noticias, viernes 11 de septiembre de 1942, p. 3)

 

Rubén Azócar hace, en ratos perdidos, una especie de catálogo de la expresión y aspecto de los caballos santiaguinos, expresión y aspecto que, según él –y es cierto–, cambian según sea el trabajo que desempeñan.

A pesar de este su interés en los caballos, nunca he visto a Rubén Azócar detenerse ante uno de esos animales. Su interés –salvo que yo esté equivocado– parece ser exclusivamente literario. No hubo en el sur, caballo alguno que se colocara cerca de Waldo Frank, que no recibiera de este algunas cariñosas frases, frases que, cosa curiosa, eran dichas siempre en castellano. Los miraba de un lado y de otro, les acariciaba la cabeza y luego, tentándose los bolsillos, exclamaba:

¡Caramba! Me he olvidado de traer azúcar… Magda, acuérdese de que debo traer azúcar para los caballos.

(Pero Magda, claro está, no se acordó nunca del encargo y los caballos del sur deberán esperar un tiempo para recibir el sabroso terrón). El caballo, entretanto, desconociéndolo y no acostumbrado a voces tan tiernas, nos miraba inquieto:

–¿Tiene miedo, no es cierto? –me preguntaba Frank. –Si tiene miedo es que lo tratan mal.

Ante los perros su actitud era diversa: los miraba sin hablarles, y los quiltros de toda índole y pelaje, formas y colores, lo miraban con la misma atención con que él los miraba, extrañados tal vez de que alguien los mirara con simpatía, sin lanzarles una piedra o un puntapié.

–Los perros –murmuraba Frank– son más que animales: son una institución universal. ¿En qué parte del mundo no hay perros?

Toda esa simpatía, esa ternura, esa piedad, se duplicaban cuando se trataba de niños, sobre todo de niños pobres. Tampoco les hablaba; los miraba únicamente, sin sonreírles, sin hacerles gesto alguno. Los niños, tan asombrados como los perros, se lo quedaban mirando con la boquita abierta.

En Valdivia, un muchachuelo pasó corriendo cerca de nosotros. Frank lo llamó y el niño detuvo su carrera y volvió. Le dijo:

–¿Por qué corres tanto? Se te ha caído un peso. Toma.

Cuando dimos la vuelta, todavía estaba el chico, de pie en medio de la acera registrándose los bolsillos, aquellos bolsillos, sin duda rotos, por donde, asombrosamente, se le había caído un peso.

 

 

IV. Un escritor norteamericano

(Las Últimas Noticias, miércoles 16 de septiembre de 1942, p. 3)

 

Desde que salimos de Santiago, Waldo Frank no dejó de trabajar. En el tren o en el hotel, cada vez que podía, solo o acompañado de su secretaria, escribía, ya a mano (escribe con la izquierda), ya a máquina. Extrañado de ese afán de trabajo, pregunté a Magda qué escribía Frank.

–Un artículo para una revista norteamericana.

Me pareció raro que un artículo lo absorbiera hasta el punto de no dejarlo ni viajar a gusto. Hablando con él, hallé la explicación.

–Escribo –me dijo– para una revista norteamericana que tiene varios millones de lectores; un artículo sobre Chile.

–Dígame, ¿cuánto le pagan por ese artículo y qué dimensiones debe tener?

–Diez o doce carillas. Me pagan quinientos dólares.

(Mentalmente hice el cálculo: quinientos dólares, igual quince mil pesos chilenos, o sea, varias veces el sueldo mensual de casi todos los escritores nuestros. No está mal). Me expliqué el afán de escribir que demostraba el autor de Redescubrimiento de América.

–En Estados Unidos –agregó Frank– cuando un escritor ha logrado conquistar cierto nombre, gana más escribiendo artículos que escribiendo libros.

–¿Cuántos ejemplares de una buena novela se pueden vender en Estados Unidos?

–Si es muy buena, se venderá por miles.

–¿Y los cuentos?

–Los cuentos, en volumen, no tienen mercado.

¿Qué mínimum de palabras debe tener una novela?

–Para que pueda considerársela comercial, no menos de cincuenta mil.

–A su juicio, ¿qué cree usted que le falta a la literatura latinoamericana?

–Es una pregunta muy difícil de contestar. Creo, sin embargo, que le falta lo esencial: madurez, personalidad.

Como estaba de acuerdo con él, me callé.

 

 

V. El español y el norteamericano

(Las Últimas Noticias, viernes 18 de septiembre de 1942, p. 3)

 

A la hora de comida aparece, en el hotel en que nos hospedamos, un escritor español que ha ido a Concepción a dar algunas conferencias. Pasa a la habitación de Frank y después de los saludos bajamos al comedor. El servicio es pésimo; las camareras nos miran como quien mira un grupo de sillas. Llamamos a una y le manifestamos nuestro deseo de comer. Nos dice que le parece muy natural, pero no vuelve. Llamamos a otra y el resultado es idéntico. Después de un rato muy largo, Frank, irritado, se levanta y se marcha. El gesto es poco galante: hay allí un invitado y una mujer. Pero el tiempo parece valer para Frank mucho más que nuestra presencia.

–¿Por qué se va? –pregunta el español, con el tono de quien pregunta, por ejemplo, por qué un señor desconocido se ha dejado caer desde un tejado a la calle. Es decir, con curiosidad, aunque con indiferencia.

Magda explica entonces, para disculpar a Frank, las costumbres norteamericanas. Para ellos –dice, más o menos– la comida no tiene el significado social que tiene para nosotros. Para ellos se trata de comer; nada más. Comen, pues, rápidamente y se marchan también rápidamente.

–¿Y qué hacen después que se marchan? –pregunta el español con el mismo tono indiferente.

–… (Magda no contesta).

–Pues yo –dice él–, si no me traen luego la comida, converso con los amigos, y si estoy solo, pienso en algo que me interese o miro a la gente que me rodea. No me explico el apuro de este señor.

Magda vuelve a intentar una explicación de las costumbres de algunos norteamericanos. (Digo algunos porque supongo, a pesar de las explicaciones de Magda, que no todos deben ser como Frank). Las camareras, entretanto, aparecen de nuevo, una después de otra, y en pocos segundos nos encontramos con que disponemos de dos platos de sopa para cada uno. El escritor español sigue hablando y concluye:

–Pues, sí, no me explico el apuro de este señor y no me explico el apuro de todos los norteamericanos. ¡Tiene gracia! Tan apurados para comer y hace un año que han declarado la guerra y hasta ahora no pelean sino cuando los atacan.

 

 

VI. O. Henry, Henry Ford y Margarita Gautier

(Las Últimas Noticias, miércoles 23 de septiembre de 1942, p. 3)

 

El atentado que unos inmundos fascistas realizaron contra Frank en Buenos Aires ha dejado a este un poco nervioso. Antes de llegar a Concepción me pide que duerma en su misma habitación. Accedo, advirtiéndole que tengo la costumbre de roncar.

–Yo lo despertaré –me dice– cuando usted ronque, si es que el ronquido me despierta. (Me despertó cuatro veces en la noche, diciéndome, muy suavemente: “Por favor, Manuel, no duerma de espaldas”).

Después de visitar Talcahuano vamos a Concepción y llegamos al hotel; Magda nos dice que ha tomado para nosotros una pieza con baño. Frank sube a verla.

–No sirve –dice–; tiene un balcón que da a la calle. Es peligrosa.

Efectivamente, la pieza tiene un balcón. Claro es que está en el cuarto piso, pero un balcón es un balcón, esté en el piso que esté. Nos vamos a otra pieza.

Frank, sin embargo, se ríe un poco de estas precauciones. Está algo atemorizado, pero no es, de ningún modo, un cobarde, a pesar de que los golpes que le dieron los fascistas eran como para acobardar a muchos. En la calle, mientras caminamos, entre broma y broma, dice:

–Es necesario arreglar esto de un modo que resulte entretenido. Cuando usted llame a la puerta y yo pregunte: ¿quién es?, usted no contestará su nombre, que es conocido, sino otro: O. Henry (nombre de un escritor norteamericano, ya fallecido).

–Muy bien –respondo–, y cuando sea usted el que llame, no dirá su nombre, que es también conocido, sino otro: Henry Ford.

Reímos de la broma.

–¿Y qué nombre damos a Magda?

Después de proponer muchos, a cuál de todos más estrafalarios, acordamos llamarla Margarita Gautier.

En la noche, cada vez que entro a la pieza, doy el nombre: O. Henry. Pero Magda, a quien no parece hacer mucha gracia el apelativo de Margarita Gautier, responde cada vez que pregunto quién es: Magda.

–Eso no es lo convenido –digo a Frank, bromeando–. Magda no contesta lo que debe contestar.

Y Frank se vuelve hacia ella y dice, medio en serio y medio en broma:

–¡Oh, Margarita! Usted toma mi vida con mucha frivolidad.

 

 

VII. Ignorancia e intuición

(Las Últimas Noticias, viernes 25 de septiembre de 1942, p. 3)

 

Quien oye decir que Waldo Frank es un “campeón del entendimiento panamericano” y un hombre que busca la realidad de América supone que este escritor es un hombre que conoce, además de la geografía de nuestro continente, la historia de cada uno de los países que lo componen, si no al dedillo, por lo menos en sus líneas generales, conocimiento que es indispensable para el que quiera tener una explicación de ciertos fenómenos políticos, sociales, económicos o de otro importante orden.

Quien eso supone yerra, sin embargo, medio a medio. Waldo Frank sabe de América del Sur –por lo menos de Chile, y no hay ningún motivo para que sepa algo más de Bolivia o de Ecuador– mucho menos, pero mucho menos de lo que cualquier escritor o individuo medianamente culto, sudamericano, sabe de Norteamérica, de Europa, de África o de Oceanía. Su ignorancia causa estupor. ¿Cómo es posible –se pregunta uno– que un hombre que se preocupa de América del Sur pueda ignorar hasta tal punto la historia, siquiera superficial, de sus países?

He dicho, en un artículo anterior, que Waldo Frank escribía, durante nuestro viaje por el Sur, un artículo sobre Chile. Pues bien: llegó un momento en que, ignoro por qué motivo, debió decir algo relacionado con la guerra de 1879. ¿Qué sabía de esa guerra? Escasamente, que había ocurrido, ignorando, sí, quién o quiénes habían tomado parte en ella: si Perú y Chile contra Bolivia, Bolivia y Chile contra Perú o Perú y Bolivia contra Chile…

En cuanto a escritores chilenos, o literatura chilena, su ignorancia era igualmente grande. Conocía únicamente a cuatro escritores: Mariano Latorre, María Luisa Bombal y Manuel Rojas, que le habían dado sus libros durante su breve permanencia en Santiago, además de Gabriela Mistral, a quien no sé si conocía de tiempo atrás o recientemente.

¡Qué contraste con los escritores chilenos, que conocemos casi al dedillo a todos los escritores norteamericanos!

¿Cómo irá a salir ese artículo sobre Chile? se preguntarán algunos al leer lo anterior. Pero, cosa curiosa, no sería raro que ese artículo resultara excelente. Y digo esto porque Waldo Frank es, aparte de un hombre inteligente, un escritor muy hábil y un espíritu de gran intuición, uno de esos espíritus que pueden, con uno o dos datos esenciales, reconstruir algo que a otros les costaría enojosos estudios y largas meditaciones.

Los caminos de la inteligencia son infinitos.

 

 

VIII. En la boca del lobo

(Las Últimas Noticias, miércoles 30 de septiembre de 1942, p. 3)

 

En un artículo anterior hablé de las precauciones que Frank tomaba en los hoteles. Mucha gente ha supuesto que al decir eso he querido dar a entender que mi amigo es un cobarde. Nada más lejos de la verdad. Es natural que el hombre que ha sufrido un ataque como el que Frank sufrió desee evitar uno nuevo, no huyendo –Frank no ha huido, al contrario– sino tomando algunas simples precauciones, precauciones que, por lo demás, era yo el primero en aplaudir y secundar. Que hable de aquello, ahora, en tono humorístico, no quiere decir sino que, una vez pasado lo que podría llamarse “peligro en latencia”, me produzca risa, tal como debe producírsela a Frank. Y el que no entiende esto no entenderá ya nada.

Llegamos a Valdivia al anochecer de un día lluvioso. Apenas instalados en el hotel, Frank insinuó que saliéramos a caminar un poco. Accedí a ello. No se veía alma alguna en las calles. Después de vagar un rato, Frank me dijo:

–¿Por qué no entramos a un bar alemán y bebemos una cerveza? Me gustaría mucho.

Aquello me pareció un poco imprudente (después se dirá que yo tiritaba de miedo), pero si él, que había recibido una paliza, se atrevía a meterse en la boca del lobo, yo, que no he recibido ni siquiera un coscacho, lo menos que podía hacer era acompañarle y pegarle al primero que nos mirase con ojos atravesados. Y como se nos ocurrió que todos los bares de Valdivia eran alemanes, entramos al primero que hallamos: el desierto de Gobi era más poblado que aquello. Buscamos otro: Bar Schild (escudo, en alemán) y como por lo menos el nombre nos convenía, entramos, no sin antes asegurarme yo de que la granada de mano que llevaba en el bolsillo (una Skoda Super-8 de doble anillo) saldría fácilmente cuando la necesitara.

Chasco: había un solo alemán, un precioso viejo, de nariz colorada, bajo, que conversaba con alguien y que hizo tanto caso de Frank como el que hacía a la lluvia que caía. Alguien, sin embargo, reconoció a Frank: un chileno, obrero, un poco bebido, que se acercó y dio a mi amigo una cordialísima bienvenida, ofreciéndose para todo aquello que Frank necesitara, incluso para acompañarlo en su viaje a Brasil.

Bebimos nuestra cerveza y nos largamos, desilusionados, Frank por no haber encontrado ningún alemán que lo agrediera y yo por no haber podido probar mi Skoda Super-84.

Una sola demostración hicieron a Frank los enemigos en Valdivia: cierta vez que íbamos del mercado hacia la Plaza, dos muchachas rubias, muy bonitas, lo saludaron levantando el brazo y diciendo: ¡Heil Hitler! Sin embargo, cuando llegaron frente a los que marchábamos un poco más atrás, se detuvieron, y una de ellas, mirando a Frank, que la miraba a su vez, exclamó:

–¡Pero, mira, si es muy simpático!

Y como con nacistas de esa índole el mundo sería una delicia, tampoco tuvimos necesidad de matar a nadie.

 

 

Adiós a Waldo Frank

(Las Últimas Noticias, viernes 2 de octubre de 1942, p. 3)

 

Con este artículo finaliza la serie de los que he venido escribiendo sobre el viaje al sur con Waldo Frank. No habría escrito el presente si uno anterior no hubiese provocado en algunos amigos la sospecha de que –según unos– yo atacaba a Frank y de que –según otros– lo juzgaba mal cuando aseguraba que en materia de historia de Chile nuestro amigo era un ignorante.

La sospecha primera es gratuita. Decir que un hombre que se interesa por los países hispanoamericanos (o iberoamericanos, como los llama ahora Frank) ignora la historia y la literatura de uno de ellos, no es atacar, según mi criterio, a ese hombre. Es, simplemente, dejar constancia de un hecho que no tiene en el fondo gran importancia, por más que sea sorprendente. Dije, además, en aquel artículo, que Frank era de esos hombres que pueden reconstruir o representarse, con dos o tres datos, algo que a otros les cuesta fatigosos estudios y engorrosas meditaciones. ¿Es esto un ataque? Al contrario. En mi concepto, Waldo Frank es lo que está lejos de un profesor y más cerca de un poeta, lo cual es para mí, quizá más que para nadie, una virtud inapreciable. Y con esto doy por liquidada la primera sospecha.

Respecto a la segunda, un buen amigo me llevó un libro de Frank, América Hispana, indicándome la página en que Frank habla, con toda desenvoltura, del por qué y cómo de la guerra de 18795. Más aún: en la bibliografía personal, o sea, obras de propiedad del autor, se encuentran los títulos de doscientos veinte libros de autores hispanoamericanos (incluyendo a los de México), entre ellos nueve de Chile: cinco de poesías, dos novelas, una colección de cuentos y un ensayo.

Mi sorpresa, claro está, fue grande, no lo bastante, sin embargo, como para hacerme abjurar de lo que antes aseguré: que cuando Frank escribía su artículo sobre Chile ignoraba quiénes habían luchado contra quiénes en la guerra de 1879. Que lo supiera cuando escribió América Hispana no quiere decir que lo supiera cuando escribía aquel artículo. Simplemente, lo había olvidado, cosa nada sorprendente, ya que los golpes que le dieron los fascistas en Buenos Aires lo habían dejado expuesto a frecuentes accesos de amnesia.

Respecto a la literatura chilena, la bibliografía de América Hispana no corrige nada, pues si bien es cierto que en aquella bibliografía aparecen nueve libros chilenos, no es menos cierto que Frank ignora –cosa que yo había olvidado de consignar en mi anterior artículo– la existencia de La Araucana y de don Alonso de Ercilla y Zúñiga, salvo, claro está, que las haya olvidado.

 

Pero todo esto, y aunque Frank llegara a ignorar hasta el nombre del descubridor de América, no tiene sino una importancia de segundo o tercer orden. Por encima de todo eso están su valor de hombre, su calidad humana, su simpatía personal, inapreciables e intachables.

1 Este texto fue escrito en el marco de una investigación doctoral en curso, patrocinada por la beca CONICYT-PFCHA/DoctoradoNacional/2019-21192077.

2 Como cuenta Frank, a este viaje se sumaron también un detective policial y un representante de los Ferrocarriles del Estado, que luego se revela como un agente encubierto (South American Journey. Londres: Victor Gollancz, 1944, pp. 146 y 149).

3 Es muy probable que este amigo sea el editor judío-argentino Samuel Glusberg, el único amigo personal de Frank que se encontraba en Chile en ese momento.

4 En la versión de Frank observamos a Rojas inquieto con el saludo del borracho, además de modificarse un elemento clave de la narración: “There will be no trouble, I am sure. But Rojas, who feels risponsable and carries the gun, is just a little nervous” (South American Journey 148).

5 Nuevamente, este amigo debe ser Samuel Glusberg, quien era el mayor conocedor de la obra de Frank en América Latina y asiduo a puntualizaciones bibliográficas como la mencionada.