Revista de Humanidades N.º 51: 483-519 ISSN: 07170491 • DOI: 10.53382/issn.2452-445X.884

El intelectual y la sociedad: derivas editoriales y materiales en la nueva izquierda latinoamericana de los sesenta1

The Intellectual and Society: Editorial and Material Drifts in the Latin American New Left During the 60s

Matías Marambio de la Fuente

ORCID: 0009-0007-4945-4344

Universidad Alberto Hurtado

Departamento de Antropología

Erasmo Escala 1884, Santiago, Chile

mmarambio@uahurtado.cl

Resumen

En este artículo, se analizan –desde una hipótesis de lectura y metodologías materialistas– las prácticas editoriales de la intelectualidad de izquierda en América Latina durante la década de los sesenta. Mediante el estudio del texto El intelectual y la sociedad se discuten los procesos de producción, circulación y recepción de objetos impresos en un contexto de alta politización del campo intelectual. Se realiza una discusión de tres versiones del texto a partir de sus propiedades mediales y técnicas, vinculándolas con las redes de agentes editoriales involucradas. El ensayo postula que este análisis materialista permite profundizar en nuestro conocimiento de los procesos de disputa política y cultural del período, contribuyendo a la comprensión del lugar que ocupa la escena intelectual cubana en el marco geopolítico latinoamericano.

Palabras clave: política editorial, cultura impresa, historia intelectual, polémicas culturales.

Abstract

The essay applies materialist hypotheses and methodologies to the study of Latin American Left intellectuals’ editorial practices during the 60s. Through an analysis of the text El intellectual y la Sociedad [The Intellectual and Society] it discusses the processes of production, circulation, and reception of print objects in a context of high polarization of the intellectual field. The article elaborates on three versions of the text by considering its medial and technical properties, linking them to the network of editorial agents involved. The essay argues that this materialist analysis allows us to deepen our knowledge of the processes of political and cultural struggle of the period, contributing to a more complex understanding of the place occupied by the Cuban intellectual scene in the Latin American geopolitical stage.

Keywords: editorial politics, print culture, intellectual history, cultural polemics.

Recibido: 12/05/2023 Aceptado: 11/12/2023

Identificar la década de los sesenta como un período turbulento para la vida intelectual y política podría ser visto hoy como un enunciado trivial. Solo en el caso de América Latina contamos con importantes trabajos de aspiración continental que imbrican los campos de la cultura y la política en el período que va de 1959 a 1973 (Gilman; Franco; Iber), los que se sitúan en un marco crecientemente orientado a la exploración de vínculos y circulaciones, en línea con el interés historiográfico por recentrar las narrativas sobre la Guerra Fría más allá de la tradicional tesis del conflicto entre dos bloques homogéneos, con el resto de los países como espectadores pasivos y víctimas de los designios de Washington y Moscú (Westad; Brands; Pettinà; Field, Krepp y Pettinà). Siguiendo a Eric Zolov, podemos afirmar que nos encontramos hoy en un momento de particular productividad para aquellos enfoques que piensan en los sesenta globales, mirada que emerge del cruce entre los largos sesenta y la Guerra Fría global2. Para Zolov, aunque no se trata de sinónimos, estos conceptos “comparten una premisa epistemológica subyacente: los actores nacionales, las instituciones políticas y las prácticas culturales están todas insertas en procesos transnacionales. El Estado nacional es innatamente poroso y se volvió aún más poroso en la época de la Guerra Fría” (11).

Mi intención en el presente artículo es contribuir a esta línea de trabajo desde la vereda del quehacer político-cultural desplegado por intelectuales latinoamericanos de izquierda durante los años sesenta, mirando con especial atención las ramificaciones de la vida intelectual cubana en otras latitudes del continente a partir de su actividad editorial. Aunque no agota la totalidad de la experiencia latinoamericana, es indudable que lo ocurrido en Cuba “tenía resonancias más allá de las fronteras de la isla. En un punto de giro de la historia, se articulaba a un proyecto revolucionario nacido de circunstancias concretas coincidentes con la efervescencia política y social de buena parte del mundo” (Pogolotti xx). Visto desde la perspectiva geopolítica,

la prueba de que América Latina había ingresado irreversiblemente en la Guerra Fría fue brindada por la impetuosa respuesta occidental a lo que era tachado como “amenaza castrista”. Washington reforzó su ambiciosa diplomacia anticomunista y se embarcó en una cruzada continental llamada a debilitar la influencia de Fidel Castro y de sus aliados. (Pedemonte 38)

Las proyecciones de la política cubana en la región adoptaron muchas modalidades, pero tempranamente debieron hacer frente a la política de aislamiento impuesta por Estados Unidos. Así, el desarrollo de iniciativas vinculadas al entrenamiento de núcleos guerrilleros, el comercio de bienes y servicios, las relaciones diplomáticas y la influencia ideológica tuvo que hacer frente a la realidad tangible del bloqueo. Mi intención en este ensayo es analizar la trama social y material del quehacer político-cultural de la isla, como forma de interrogar las estrategias utilizadas por la intelectualidad de izquierda en el continente.

Inicio mis reflexiones con un panorama de los principales elementos que definen la coyuntura política y cultural de Cuba en el período que corre entre 1968 y 1971, un momento de inflexión en las relaciones entre el campo intelectual y el aparato revolucionario cubano. Incluyo, también, un esquema que sitúa corrientes políticas del período con sus especificidades y similitudes. Elaboro mi argumento a partir de un caso de estudio que considero representativo de la confluencia cultura/política: el texto “Diez años de revolución: el intelectual y la sociedad”, publicado originalmente en el n.º 56 de la revista Casa de las Américas y consistente en una mesa redonda entre intelectuales cercanos a la publicación cubana. Tras identificar los núcleos del debate, dibujo la trayectoria editorial de esta discusión estudiando los formatos en los que circuló: como un artículo en la revista, como separata o sobretiro de la misma y como libro incluido en la colección Mínima de editorial Siglo XXI3. Para estos efectos examino algunas de las propiedades mediales de las tres versiones, al igual que la correspondencia de Arnaldo Orfila Reynal (fundador de Siglo XXI) con la Casa de las Américas y las repercusiones que tuvo en un sector de la intelectualidad mexicana. Mi intención es reconstruir la trama sociocultural del debate político de las izquierdas en la coyuntura de los tardíos sesenta, puntualizando el rol que cumple la producción, circulación y recepción de impresos como parte del repertorio de acciones políticas disponibles.

Mi hipótesis de lectura es que el uso de formatos diversos responde a una estrategia de más largo alcance en el marco de los circuitos de debate conformados por la intelectualidad de la nueva izquierda latinoamericana4. Dicha estrategia buscaba resolver la contradicción entre el liderazgo político-ideológico ejercido por Cuba en las fuerzas radicales del continente y las considerables dificultades para romper las barreras comunicacionales entre la isla y el resto de la región. Ello explica la utilización de criterios alternativos de generación de valor editorial, como el abandono de la exclusividad o la originalidad, privilegiando formas ampliadas y complementarias de circulación (prácticas de uso común durante la década). Asimismo, exploro cómo estas maniobras se despliegan de forma concreta en un contexto de crecientes tensiones entre tendencias de la familia amplia de las izquierdas producto de las relaciones entre el aparato político cubano y el campo cultural dentro y fuera de la isla. La mesa redonda “El intelectual y la sociedad” ejemplifica el funcionamiento orgánico de cuadros culturales al servicio de la Revolución cubana que ven la cadena del impreso (desde su producción hasta su recepción) como un arma en la lucha ideológica.

1. La coyuntura político-cultural:
campo intelectual y revolución

El momento inmediato en que quisiera situar mis reflexiones corresponde al último tramo de la década de los sesenta en Cuba: 1968 a 1971. Se trata de un período cuyo hito inicial es el Congreso Cultural de La Habana (enero 1968) y cuyo fin se esboza con el Congreso Nacional de Educación y Cultura (abril 1971), dos momentos que cifran –con signos opuestos– la cercanía político-ideológica de la Revolución cubana con la Unión Soviética. Tanto en lo estrictamente diplomático como en el plano cultural, las relaciones entre La Habana y Moscú experimentaron configuraciones cambiantes en los largos sesenta, sin existir una progresión lineal que expresara un vínculo más estrecho a medida que la línea del gobierno cubano iba radicalizándose. Los acercamientos iniciales –demostrados en la primera mitad de 1960 con la visita de Anastas Mikoyan a la isla5 y el establecimiento de relaciones diplomáticas– se vieron alterados por la crisis de los misiles y el cambio en la dirigencia soviética en 1964, dejando un saldo ambivalente a inicios del segundo lustro de la década (Pedemonte 61-81). La búsqueda de una vía autónoma de los diseños soviéticos apareció como una prioridad para la dirigencia revolucionaria, en especial en el lapso que corre entre la Conferencia Tricontinental (1966) y el Congreso Cultural de La Habana (1968), en el que se manifiestan fuertes divergencias entre Cuba y la URSS6.

Como señala Pedemonte “estas contradicciones no obedecían exclusivamente a un conflicto diplomático o a diferencias respecto al escenario internacional. Eran también la expresión de un choque frontal entre dos posturas incompatibles en torno a la forma que debía revestir en América Latina el militantismo revolucionario” (127). La disputa ideológica entre la vía insurreccional defendida por los cubanos y la línea soviética de fomento de la coexistencia pacífica (mediante el apoyo a gobiernos progresistas) corrió en paralelo con los debates sobre política cultural en Cuba. El vacío programático en esta materia fue tempranamente indicado por Fidel Castro en su intervención de 1961 en la Biblioteca Nacional, conocida después con el título Palabras a los intelectuales: “Nosotros no tuvimos nuestra conferencia de Yenan con los artistas y escritores cubanos durante la Revolución” (9)7. Bajo estas condiciones, las definiciones relativas a la relación entre el proyecto revolucionario y el mundo de la cultura se dieron en el marco de un diseño institucional que tenía una cuota importante de descentralización –o, si se quiere, con centros múltiples– y de improvisación, pues el Ministerio de Cultura fue creado recién en 1976 (cf. Gallardo Saborido; Gordon-Nesbitt) a partir de instituciones previas.

A falta de un núcleo rector, las políticas culturales respondieron a la pulseada entre artistas e intelectuales situados en distintas veredas ideológicas y con variadas culturas políticas, sea en espacios oficiales (como la Casa de las Américas, el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos, la Unión de Escritores y Artistas de Cuba / UNEAC, el Instituto del Libro o el sistema universitario) o extraoficiales. Como indico más adelante en el comentario de “El intelectual y la sociedad”, cuestiones como la libertad de creación, la promoción de lenguajes artísticos distintos del realismo socialista –o la oposición directa a dicha corriente–, la vinculación con la vanguardia política –crecientemente identificada con la dirigencia revolucionaria– y la definición misma del concepto de intelectual estructuraron el terreno del debate cultural. Su horizonte planteaba una forma del compromiso político que era combinable en distintos grados con la inserción en los aparatos partidarios formales, sin por ello abandonar la especificidad de la creación artística8.

La celebración del Congreso Cultural de La Habana en 1968 puede leerse, simultáneamente, como una manifestación de la crítica cubana hacia la URSS y como expresión de la apertura ideológica fomentada por sectores intelectuales de la isla9. La amplitud geográfica, política y ocupacional de sus asistentes, el contenido de las declaraciones de cada comisión y el horizonte discursivo de los textos centrales (en especial el “Llamamiento de La Habana”10) demuestran una apertura para la articulación de los nexos entre la lucha política y el quehacer cultural que se verá fuertemente revertida por las definiciones tomadas en el Congreso Nacional de Educación y Cultura de 1971 (que entienden de manera más cerrada la labor de la creación e imponen un cierre institucional e ideológico del campo artístico). Ahora bien, cabe notar que con posterioridad al encuentro de enero de 1968 se genera una inflexión que lleva a un acercamiento entre Cuba y la URSS:

Tanto presiones financieras como profundas transformaciones en el contexto latinoamericano dieron curso a un entendimiento gradual [de Cuba] con el mundo del Este. Antes, Leonid Brezhnev […] había amenazado con adoptar presiones económicas contra la Isla. (Pedemonte 135)

La moderación en la crítica a las experiencias reformistas en América Latina, al igual que la aceptación de la intervención soviética en Checoslovaquia, eran evidencias de un acercamiento a la esfera soviética que se profundizaría en distintos niveles durante el primer lustro de los setenta: la institucionalidad política (aprobación de la Constitución de 1976, el primer congreso del Partido Comunista de Cuba, en 1975), la cooperación económica (ingreso de Cuba al Consejo de Ayuda Mutua Económica) y la relación con el campo cultural. Un índice de esto último es el llamado affaire Padilla, que se ha vuelto el caso canónico para medir las relaciones entre gobierno revolucionario e intelectuales y que podemos caracterizar a partir de dos momentos11. El primero, en 1968, con la reacción que produce la publicación de Fuera del juego, poemario de Heberto Padilla que recibe el premio Julián del Casal de la UNEAC y que suscita una nota de los propios organizadores que marca distancia con el contenido ideológico del texto (pero sin rescindir el premio ni detener la edición)12. El segundo, en 1971, poco antes del Congreso Nacional de Educación y Cultura, es la detención de Padilla y de Belkis Cuza Malé, su pareja, con una posterior confesión de crímenes contrarrevolucionarios y una sesión de autocrítica en la sede de la UNEAC. Si bien el caso Padilla “fue solo el momento visible y público de una grieta que los intelectuales latinoamericanos venían intentando reparar por su cuenta y sin hacer mucho ruido en torno a su existencia” (Gilman 233), los principales elementos que lo caracterizan se relacionan con la autonomía –o no– de la esfera intelectual respecto del aparato político y la orientación de la política cultural cubana según criterios que implicaban una mayor determinación por parte de la dirigencia revolucionaria y las corrientes más dogmáticas (cf. Fornet, “Quinquenio”; Fornet, El 71).

Propongo situar esta confrontación entre corrientes de izquierda en el campo cultural cubano en un esquema mayor de tendencias políticas que operan a nivel latinoamericano, con el fin de pensar más allá de las afiliaciones partidarias o de orden ideológico estricto. Quedarnos solo con las rúbricas autoasignadas o las siglas militantes no nos da una imagen útil para comprender movimientos y alineaciones que siempre son más que la suma de ismos en la izquierda. Asumiendo los riesgos y limitaciones que toda sistematización de este tipo supone –y enmarcándola en términos que asignan a la Revolución cubana un rol ordenador–, sostengo que pueden identificarse al menos cuatro campos que pueden leerse desde la mirada de las culturas políticas o desde el estudio social de los lenguajes políticos13. El primero de ellos puede designarse como liberal-progresismo: un sector que experimenta un corrimiento hacia la izquierda como efecto de la radicalización generalizada de la década de los sesenta y que sitúa la discusión político-cultural desde una mirada subjetiva, con énfasis en la figura del artista como crítico o outsider y con fuerte interés en materia de derechos y libertades individuales (especialmente la libertad de expresión y creación). Figuras que podemos vincular a este sector –como Mario Vargas Llosa o Fernando Benítez, en México– mantuvieron una relación distante con los aparatos partidarios y asignaron un valor central al pluralismo ideológico.

Con un grado distinto de radicalidad podemos identificar a dos corrientes que coinciden en su afán de agrupar a la izquierda revolucionaria: los revolucionarios ortodoxos y los revolucionarios heterodoxos. Los primeros agruparon a quienes sostenían una relación entre intelectuales y aparato político más llana a la subordinación al núcleo dirigencial y veían en la figura del guerrillero la expresión máxima de la militancia. En consecuencia, la figura por antonomasia para este campo es el cuadro político como horizonte de la subjetividad revolucionaria, abogando por la disciplina como ideal normativo que permite enfrentar los desafíos del proceso de construcción socialista (o de ruptura del orden burgués). Intelectuales como el cubano Lisandro Otero, al igual que otros “viejos comunistas” cubanos (como Mirta Aguirre) pueden ubicarse en este sector. En contraposición, una tendencia revolucionaria heterodoxa comparte el afán de ruptura y el interés por impulsar la construcción revolucionaria, pero flexibiliza su interpretación de las relaciones entre aparato político y campo cultural, reservando para el ámbito de la cultura una función específica que atañe a la transformación estructural de la sociedad. Hay, al mismo tiempo, un fuerte interés por las estéticas modernistas y la renovación del pensamiento marxista, con un diálogo intenso con las luchas de liberación en el Tercer Mundo. Situamos aquí a gran parte del equipo editorial de la revista Pensamiento crítico y a varios de los colaboradores de Casa de las Américas.

Una última tendencia, visualizable casi por contraste entre el sector liberal-progresista y las dos corrientes revolucionarias, puede denominarse como tercerismo. Primero, porque intenta mediar política e ideológicamente entre ambos campos, alineándose con uno u otro polo según las coyunturas (promoviendo la defensa prioritaria de Cuba o la importancia del pluralismo estético, dependiendo del caso). Segundo, porque figuras importantes que se sitúan en este sector (como Ángel Rama) se relacionan con la apuesta política fraguada en Marcha por constituir una tercera posición entre Estados Unidos y la URSS, con un discurso nacionalista y antiimperialista que antecede a la Revolución cubana (Vior; Acosta). La función mediadora y la capacidad de agrupar a una izquierda no comunista de vocación más militante que el campo progresista que, no obstante, mantenía un compromiso con el arte experimental y de vanguardia, hizo de este campo un espacio central para las cambiantes correlaciones de fuerzas entre sectores intelectuales de la izquierda continental.

2. De la voz a la página: alternativas
para editar el debate

El escenario que acabo de delinear puede leerse como un instante de transición, en el que un sector de la intelectualidad cubana –el de los revolucionarios heterodoxos, caracterizados por su flexibilidad ideológica, su vocación latinoamericanista y su interés por respaldar la apuesta estratégica de autonomía revolucionaria vis-à-vis con el modelo soviético– pierde la hegemonía sobre el campo cultural y debe negociar (primero), acomodarse (después) y replegarse (en último término) ante el avance de posiciones ortodoxas en la isla. De tal suerte, la mesa redonda que da origen a “Diez años de revolución. El intelectual y la sociedad” se instala en pleno desarrollo de esta tensión entre franjas intelectuales, funcionando como una intervención política merced al ejercicio de lo impreso. Como se señala en un apartado al inicio del texto, se trató de una instancia conversación y de intercambio de

Ideas sobre hechos recientes en el campo de la cultura y la política. Una de esas largas conversaciones fue grabada hace poco […] Con el texto de esas grabaciones frente a sí, cada cual volvió sobre sus palabras, añadió aquí o allá algo que más que haber dicho hubiera querido decir entonces, y hasta nos sugerimos mutuamente, discutiendo, aclaraciones o precisiones. El resultado es este intercambio de ideas, que esperamos que no parezca una mera yuxtaposición de ensayos. (VVAA 7)14

Quienes participaron de este intercambio eran miembros del comité de colaboración de la revista Casa de las Américas: el poeta salvadoreño Roque Dalton, el escritor haitiano René Depestre y los cubanos Edmundo Desnoes, Roberto Fernández Retamar (director de la revista) y Ambrosio Fornet. Se sumó a la conversación el periodista uruguayo Carlos María Gutiérrez, parte del grupo fundador de Prensa Latina y corresponsal de diarios como Marcha y Le Monde. En términos del esquema presentado en la sección anterior, podemos ubicar a Dalton y Gutiérrez en el cuadrante revolucionario ortodoxo, a Retamar, Desnoes y Fornet en el revolucionario heterodoxo y a Depestre en una situación más afín al tercerismo, aunque en algunas posiciones puede parecer más cercano a la ortodoxia revolucionaria. Con todo, la ausencia de voces representativas de corrientes más liberales tiene como consecuencia una constelación bastante singular que puede explicar parcialmente la recepción del texto.

La mesa redonda que gatilla la publicación ocurre a inicios de mayo, unos meses después de la reunión del comité de colaboración de la revista (enero de 1969), y aparece en el n.º 56 de Casa (septiembre-octubre de ese año). Según las fechas consignadas en la introducción, el tiempo de transcripción, revisión y enmiendas del texto base es de poco más de dos semanas (entre la noche del 2 de mayo y el 19 de mayo, fecha del paratexto inicial). El grupo realiza una discusión bastante libre y sin una estructura previa, con intervenciones relativamente largas que incluyen referencias cruzadas a palabras anteriores en la conversación, alusiones a la contingencia política y cultural (como el Congreso Cultural de La Habana, la zafra de los diez millones de toneladas de azúcar programada para 1970) y referencias literarias.

En términos de núcleos discursivos temáticos, quisiera señalar tres que me parecen relevantes en virtud de la forma en que permiten a las corrientes de la izquierda avanzar sus posiciones en el debate y dialogar con sus aliados y adversarios dentro y fuera de Cuba. El primero de ellos es el concepto de intelectual, centro de gravitación de parte considerable de las controversias del período (Gilman 57-96 y 143-187). No se trata simplemente de un ejercicio de especulación semántica, sino de un análisis que lleva a los participantes de la mesa redonda a explorar la caracterización sociológica de los intelectuales y, por ende, su rol en la estructura de clases de Cuba y América Latina (VVAA 8-10, 14); la función que cumplen (creación artística, cuadros técnicos, articulación teórica de la conciencia social) (19-21); la relación entre el trabajo de los intelectuales y el público al que se dirigen, en particular el vínculo con las masas (9, 26). El segundo corresponde al binomio intelectuales/revolución, que en momentos se expresa más como el binomio intelectuales/política, momento en que la mesa redonda enfrenta preguntas como las diferencias entre el rol cumplido por cuadros culturales dentro y fuera de Cuba (13, 24, 31); los modelos de vinculación con el proceso político: el compromiso estético-ideológico, la integración a tareas sociales, la militancia partidaria, el vuelco a las armas (9, 17, 26); la defensa externa (la solidaridad) e interna de la revolución y la disputa por la opinión pública como elemento legitimador del proceso revolucionario (38); el problema de la libertad y de la conciencia crítica, considerando las diferencias entre la sociedad pre y posrevolucionaria. Un último núcleo temático concierne a problemas estéticos en sentido amplio: no solo la libertad de creación como principio, sino también la función e importancia del pluralismo estético; el rol del arte de vanguardia como expresión de un proceso de transformación social profundo; la concepción de la creación artística como parte de las labores específicas de la intelectualidad y una forma de acción política; la adecuación de los lenguajes a determinadas funciones revolucionarias (mantener la moral combativa, pedagogía política); el surgimiento de un arte de la revolución y el problema del realismo como horizonte de organización y comprensión de la actividad cultural.

Como indiqué más arriba, el texto tuvo tres versiones, todas aparecidas en 1969: la publicada en revista Casa, la separata y el libro editado por Siglo XXI. A primera vista, la separata del artículo podría ser vista como un ejemplar más de la revista, y el término utilizado por el propio director de la publicación –sobretiro– parece reforzar dicho sentido15. La diagramación es virtualmente idéntica: cuarenta páginas a dos columnas, compuestas en fuente Bodoni –de uso recurrente en Casa de las Américas–, sin mayores añadiduras gráficas, con párrafos largos que en ocasiones se extienden más allá de una columna y media e interrumpidos solo por los nombres de los interlocutores de la mesa redonda. Tanto la revista como la separata comparten sus dimensiones (24 x 21,5 cm) y el formato cuadrangular característico de la publicación (lo ha mantenido hasta hoy, con variaciones leves de tamaño entre los ejemplares iniciales de los sesenta y las ediciones actuales). Una leve diferencia es que entre algunas páginas de la versión de la revista se insertan grabados a página completa que instalan una pausa en la lectura.

Figura 1

Portada e índice del N°56 de Casa de las Américas (septiembre-octubre 1969).

Figura 2

Primera página de “Diez años de revolución: el intelectual y la sociedad”, Casa de las Américas, n.º 56, septiembre-octubre 1969.

Figura 3

Ejemplo de diagramación en la separata de Casa de las Américas

Figura 4

Portada de la separata del n.º 56 de Casa de las Américas.

Por su parte, la edición de Siglo XXI corresponde a un volumen con empaste sencillo, de 15 x 10 cm (aproximadamente un tamaño de sextodécimo), con diagramación de una sola columna, lo que lleva a una extensión de 151 páginas para toda la mesa redonda (figura 5). A diferencia de la separata, cuenta con un texto de contraportada que reescribe el paratexto inicial y sitúa el contenido del debate como un posicionamiento de los intelectuales como colectividad “ante las dos inculpaciones que se la hacen a la Revolución latinoamericana que se desarrolla en Cuba”: la teorización excesiva del vínculo cultura/revolución y la idea de que se trata de una revolución práctica, sin teoría previa. “Para ello, se proponen trazar un balance que entregue el nivel actual de la necesaria teoría de ese trabajo, o sea de esa práctica, tomando conciencia de sus limitaciones y de sus alcances”16.

Figura 5

Portada de El intelectual y la sociedad, edición de Siglo XXI

Figura 6

Comparación del tamaño de ambas ediciones.

Desde una perspectiva medial17, podríamos pensar las tres ediciones en una gradiente de legibilidad y portabilidad. Entre las casi 180 páginas de la revista Casa, con su dimensión “muy poco manuable”18, la reducción en más de cuatro veces del volumen de páginas en la separata, y luego las 151 páginas en un tamaño considerablemente reducido19 se produce un tránsito hacia un volumen más ligero, tanto en su peso, su maniobrabilidad y la disposición del texto sobre la página, aunque no necesariamente en lo que refiere a la extensión total del impreso. Ciertamente, entre los 24 y los 15 centímetros de alto hay mucho más que una diferencia numérica, pues en esa brecha se juegan los espacios potenciales de la lectura y las vías de circulación del impreso: la biblioteca o el espacio doméstico versus el transporte público o un café; el préstamo más cauto de un objeto un tanto aparatoso o el más libre y despreocupado de un volumen reemplazable. Algo similar puede decirse de la encuadernación y el diseño: los colores vistosos y la gráfica reconocible de la publicación emblemática de la intelectualidad latinoamericana frente a la estandarización requerida por la impresión serial, capaz de disolverse en el mar de libros de la misma colección20. El diseño de Casa, empujado a la doble columna en la búsqueda por una mayor eficiencia del espacio, contrasta con el de siglo XXI, que opta por un interlineado y un interletrado menos constreñido, aunque su diagramación tampoco es tan dispendiosa con los márgenes de la caja. Entre un formato y otro, la separata aspira a la liviandad portable (puede enrollarse sin oponer demasiada resistencia) pero mantiene la reminiscencia del original en su diseño de tapas e interiores.

Las variaciones posibles en las tres ediciones de “El intelectual y la sociedad” ilustran un argumento caro a la historia del libro y la lectura: la problematización de las relaciones variables y no siempre lineales entre forma y contenido (cf. Chartier). Aun cuando las alteraciones del contenido se dan en el ámbito de los paratextos, las tres ediciones son y no son el mismo artefacto cultural. Existe un elemento ineludible que desborda el horizonte semiótico-discursivo que dibujé más arriba y que convoca al carácter material de revistas y libros como objetos culturales que, adicionalmente, se producen con la finalidad de intervenir en coyunturas políticas21. De tal suerte, propongo interpretar estas variaciones editoriales como un reconocimiento implícito del rol jugado por el cuerpo en la experiencia lectora (Lyons 29-30). En línea con las tesis de Hans Belting,

los medios circunscriben y transforman nuestra percepción corporal. Ellos dirigen nuestra experiencia del cuerpo mediante el acto de la observación [Betrachtung] en la medida en que ejercitamos según su modelo la propia percepción del cuerpo y su enajenación [Entäusserung]. (17)

Por su parte, en la ampliación del público potencial que habilita el formato de bolsillo –tradición en la que podemos inscribir la colección Mínima de Siglo XXI– hay una tendencia que podemos ver en otros proyectos editoriales vinculados a la izquierda del período, como ERA (Reyes Pérez), Quimantú (Molina, Facuse y Yáñez), Maspero o Feltrinelli (cf. Mercer). Se trata de una apuesta que cuenta con antecedentes en otros proyectos de inspiración humanista y democrática, como la estrategia del paperback de difusión académica desarrollada por Allen Lane en el sello Pelican Books22. Como señala Ben Mercer: “La llegada del paperback desató un conjunto de fantasías utópicas y distópicas, imágenes de revolución y crisis, que el nuevo formato del libro prometía realizar” (616). La gestación de colecciones accesibles y de pequeño formato en la historia de la edición latinoamericana se encuentra vinculado a uno de los interlocutores de Casa de las Américas: Arnaldo Orfila Reynal. Orfila impulsó las colecciones Breviarios y Popular del Fondo de Cultura Económica, combinando los objetivos de formación de públicos lectores –acercando el conocimiento especializado– y satisfacer las necesidades del mercado (Nova Ramírez 44 y 53). El desarrollo de la colección Mínima en Siglo XXI establece una continuidad con ese universo ampliado de objetos culturales para las masas, a la vez que demuestra una vocación por contribuir a politizarlas, tanto en los textos que componen su catálogo como en las redes que sostienen a la editorial23.

Con todo, la aparición de El intelectual y la sociedad por la editorial mexicana responde a una historia previa, pues la complicidad entre Orfila y Casa de las Américas no es resultado del azar ni empieza con la publicación de este texto. Aun antes de la fundación de Siglo XXI, su director tenía ya contacto con la Cuba revolucionaria24. Desde fines de 1962, con motivo del inicio del Fondo Editorial Casa de las Américas y la solicitud de un permiso para reimprimir una antología de poesía gauchesca y Memorias póstumas de Brás Cubas (ambas de la colección Biblioteca Americana), el editor argentino –en ese momento a la cabeza del Fondo de Cultura– se encuentra en contacto con la institucionalidad cultural cubana25. Con posterioridad, la revista documentó la salida de Orfila del FCE y la fundación de Siglo XXI (Cardoza 117-122) y, en julio de 1969, producto de un encuentro en París, se gestiona la aparición de “El intelectual y la sociedad” en su formato de libro. En dicha ocasión, escribe Orfila a Fernández Retamar:

El trabajo de la Mesa Redonda es espléndido. Vuelvo a México y lo haré de inmediato. Trataré de hacerlo en la “Colección Mínima” para difundirlo lo más posible, aunque ya sabemos que esa difusión estará limitada en casi toda América y en España. Pero me gustaría que lo hiciéramos nosotros solos, por vanidad… Lo venderemos a 0.40 u/s y tiraremos 10.000 ejemplares […]

Los 10.000 ejemplares, con un 10% de derechos, significan apenas 400 dólares de regalías. Hubiera querido dejártelos aquí, ya cerrado el contrato…

Pero como mañana salimos y se nos han agotado las reservas, pude reunir lo que puede ser el “adelanto a cuenta” del 50% de la 1ª edición y te dejo esos 1000 francs que dan los 200 u/s.26

El carácter aparentemente fortuito del cruce entre Orfila y Fernández Retamar se suma a la tonalidad afectiva ocupada por el director de Siglo XXI en un pasaje anterior de la misma carta27. Moviliza, a la vez, sentidos de urgencia, cercanía y culpa:

Podemos decir que somos solidarios con Uds., cuando sabemos que Uds. Sufren, luchan, se queman día a día, y nosotros seguimos en la tranquilidad aparentemente intranquila de la preocupación dentro de un mundo con comodidades y sin peligros inmediatos? Qué podemos hacer? Cómo podríamos ser más útiles a Uds.

Vista desde esta perspectiva, la publicación de El intelectual y la sociedad es mucho más que una coincidencia ideológica o una maniobra con ribetes comerciales, a la vez que no se reduce al dictado de órdenes de partido, pues Orfila explicita las facetas monetarias que implica el proyecto y moviliza recursos contantes y sonantes para viabilizarlo. En línea con lo argumentado por Víctor Erwin Nova Ramírez, Orfila emplea procedimientos ya establecidos dentro de su carrera como editor, indicándole a Retamar “las condiciones materiales de la publicación, desde los aspectos técnicos como el tiraje y el formato del libro hasta la colección donde se integraría la obra, pasando por el monto de los derechos de autor y las regalías” (73).

En su encuentro con Fernández Retamar, el editor de Siglo XXI pone en movimiento una maquinaria ya aceitada y otorga a un texto de orientación político-ideológica una chance para ampliar su circulación. Vemos aquí el funcionamiento de un andamiaje del impreso que podemos leer a la luz de lo que Raymond Williams define –en el campo de la cultura, a partir de la crítica de la economía política marxiana– como fuerzas productivas:

todos y cada uno de los medios de producción y reproducción de la vida real […] es dentro de estas formas variables y en desarrollo donde es llevada cabo aquella “producción material”, ella misma variable, tanto en el modo que adopta como en su esfera de acción. (126)

Vale decir, una práctica plástica, mutable e históricamente diferenciada que se organiza en determinadas manifestaciones de lo social en tanto quehacer material: instituciones, formaciones, medios, signos (158-165; 210-229). Un análisis afín puede encontrarse en la antropología económica de Maurice Godelier, para quien “la distinción entre las relaciones de producción (es decir, la infraestructura amputada de las fuerzas productivas) y las demás relaciones sociales (las superestructuras) es una distinción de función y no, salvo excepciones, una distinción de instituciones” (39). Sugiero leer el proceso de edición de El intelectual y la sociedad como un caso en el que relaciones sociales específicas –la pertenencia a un campo intelectual y político de orientación revolucionaria– operan, a la vez, como condiciones de posibilidad y como factores de la producción de la cultura impresa como parte de una industria. Lejos de ser un hecho meramente accesorio, la amistad y la afinidad son elementos que permean el ciclo productivo de un texto político.

Esta trastienda de la edición –una parte normalmente ocluida en la vida de los impresos– nos revela su condición de artefactos culturales mercantiles, sujetos a las vicisitudes de la producción en un mundo capitalista28. Ejemplo de estas peripecias de la mercancía es el tiraje definitivo de la primera edición de El intelectual y la sociedad: 5.000 ejemplares. Es posible que sea esta reducción a la mitad de los libros prometidos la que haya llevado a Orfila a referirse al texto como una “modesta edición”29, a pesar de que existió una segunda impresión el mismo año. Aun si nos quedásemos con los números del primer tiraje, la cifra está en un rango aceptable para los promedios de la época en otros países de América Latina. Como botón de muestra, la media de ejemplares impresos por título en Argentina en 1969 fue de 4.979, y para 1965 la propia revista Casa se encumbraba por los 9.000 ejemplares de frecuencia bimensual (Fernández 41; Lie 24). No me ha sido posible tener datos relativos a la cantidad de separatas impresas, con lo que una estimación de la magnitud de versiones del texto en sus tres formatos se torna incierta.

3. Mecanismos internacionales de la polémica editada

La trayectoria de El intelectual y la sociedad que acabo de reconstruir es un índice de la musculatura editorial y material de la nueva izquierda latinoamericana de los sesenta. Pone en evidencia la eficacia de las redes intelectuales para crear y difundir un objeto que condensa las principales preocupaciones del debate político de su tiempo, según una franja del campo cultural, esquivando exitosamente el bloqueo a Cuba. En alrededor de cinco meses (de mayo a octubre de 1969) la maquinaria de revista Casa, en alianza con Siglo XXI, despliegan miles de ejemplares que habilitan diversas formas físicas de lectura. De tal suerte crean un tipo específico de valor que lleva a El intelectual y la sociedad a un lugar donde la lógica puramente mercantil convive con otros criterios de valor, pues se apunta a la multiplicación en lugar de la exclusividad literaria, funcionando como gesto de solidaridad política antes que como oportunidad de negocios. Merced a una infraestructura editorial desarrollada por Orfila en sus años a la cabeza del FCE, reconvertida y adaptada a las características peculiares de Siglo XXI30, es posible acoplar los esfuerzos de intelectuales altamente politizados que ponen en circulación posiciones que defienden, a la vez, la participación militante en sentido amplio y la especificidad de las labores culturales en el proceso revolucionario.

La efectividad de esta infraestructura puede verificarse con una derivada que tiene el libro El intelectual y la sociedad a partir de su recepción en La Cultura en México (suplemento de la revista Siempre!), reseñado por Gabriel Zaid31. La recensión desencadena una polémica entre Zaid y Federico Álvarez, exiliado español con vínculos en La Habana y México. Entre fines de 1969 y los primeros meses de 1970, Orfila y Fernández Retamar coordinan la respuesta de Álvarez y evalúan el intercambio en las páginas de La Cultura en México, medio con el que Orfila tenía vínculos mediante sus colaboradores, como Fernando Benítez, Elena Poniatowska y Julieta Campos (Nova Ramírez 47). El diferendo inicia con un encuadre del texto que lo sitúa como respuesta a la polémica suscitada en 1968 por los premios de la UNEAC:

¿Cuáles son los hechos recientes que suscitan esta presentación de armas intelectuales y este voto de obediencia? Parecería que los jurados extranjeros que se tomaron la libertad de premiar a los cubanos Padilla y Arrufat, por obras que no gozan de las simpatías del régimen, precipitaron una confrontación interna que no les va a tocar padecer. (“Los intelectuales” XII)

Procede, entonces, elaborar una fuerte invectiva contra la subordinación de los intelectuales al poder político en el contexto revolucionario, tomando la consigna de Palabras a los intelectuales (“Dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada”) iterándola en premisas encadenadas entre sí que desarrolla en seis puntos: la revolución es la verdad, la encarnación del sentido de la historia, y el poder revolucionario –al expresar esa verdad– demanda el alineamiento dentro del bloque socialista y la obediencia irrestricta de los intelectuales (XII). Después de esta exposición, inserta un cúmulo de citas (sin identificar a sus autores, aunque la gran mayoría pertenecen a Gutiérrez y Dalton, los expositores de las posiciones ortodoxas en el debate) para reforzar el núcleo de su argumento, que propongo leer como la participación desfasada y a distancia de un representante de las posiciones liberal-progresistas. Elabora la mirada que se encontraba ausente del diálogo original y se hace un espacio que contrasta notoriamente con las otras intervenciones. Bajo este prisma, Zaid construye una férrea oposición entre libertad y sumisión, trabajo intelectual honesto y burocratismo cultural, acusando a los participantes de la mesa redonda –con matices para Fernández Retamar– de entregarse de forma simplista al polo de la subordinación:

Lo peor de todo es ver lo que hacen los intelectuales con su libertad, sin necesidad de peticiones aberrantes. Suponemos que, en lo siguiente, el género literario, que en nuestra propia traición servil pudiera llamarse “encomio lírico patriotero revolucionario institucional”, fue escogido libremente por el autor. (XIII)

En su respuesta Federico Álvarez no escatima en contragolpes. Inicia situándose en el campo revolucionario, defendiendo el proceso como una utopía concreta: “Claro que la utopía tiene sus manchas, sus fallas, sus errores. No siempre funciona bien. No es una máquina de coser ni de cantar. Es una utopía concreta que no se escribe: se hace. Unos la llaman castro-comunismo; nosotros, revolución” (VII). Continúa interpelando a Zaid por sus indefiniciones e insistencias en la figura de intelectual como individuo crítico: “El intelectual –supondrá– no se debe adherir políticamente a nada so pena de perder su libertad de crítica. Y menos que nada al poder, sea este revolucionario o contrarrevolucionario (¿quién se para en esas nimiedades” (VII). Le reprocha, en varias ocasiones, no distinguir las posiciones de los interlocutores de la mesa redonda y citar de forma extensa sin identificarlos, construyendo así una imagen convenientemente atacable. Para retrucar y poner en valor el ejercicio de la discusión colectiva, Álvarez hace su propio ejercicio de compilación de citas, visibilizando de manera más equilibrada aquellas que se inscriben en el campo heterodoxo: “El lector puede remitirse a otra selección (y yo sí voy a dar los nombres) en la que, a diferencia de lo que quiere hacernos creer Zaid, no se confunden obediencia, disciplina y militancia” (VII). Luego de un pasaje extenso en el que Álvarez le objeta a Zaid la manipulación de una cita, imprecisiones sobre el conflicto Padilla-Arrufat y una interpretación descontextualizada de Palabras a los intelectuales, el español cierra su respuesta con una reivindicación de los cambios en la subjetividad política de los intelectuales merced al proceso revolucionario y críticas personales al desplazamiento de su adversario hacia posiciones de menor compromiso o, directamente, de reacción: “Porque, ¿qué creía Zaid? ¿Que después de diez años de revolución los intelectuales cubanos iban a seguir siendo los mismos? ¿Que iban a hablar de la cultura en el mismo tono en que suele hacerlo él en la mesa de un café o en las páginas de una revista?” (IX).

El cierre de esta polémica viene de la mano de la respuesta de Zaid, que presenta el texto de Álvarez como un cúmulo de ataques individualizados en su figura que intentan presentarlo como un agente contrario a la Revolución cubana, de los que se defiende mostrando sus credenciales progresistas y su independencia de medios de derecha (“Segundo round” IX). Enmarca la reacción de Álvarez en el lenguaje de la Inquisición y el dogmatismo religioso32, postulándose como un crítico de las verdades establecidas y de la obediencia ciega: “La perspectiva del inquisidor se impone: uno blasfemó. Y con el Mal, como se sabe, hay que acabar por los medios que sean. ¿Razones con un blasfemo? Nada de razones: quemarlo públicamente para escarmiento general” (IX). Con un tono satírico ridiculiza las críticas de su contrincante y repudia las pruebas de pureza asociadas a la politización revolucionaria y sus alineamientos en la geopolítica regional. Tras defenderse de su abordaje indiferenciado del contenido del libro argumentando que responde (como el propio texto lo señala) a una “elaboración colectiva”, las emprende contra las propuestas estéticas que elaboran sus autores hacia el final, sospechando del valor estético de la producción orientada por los imperativos revolucionarios. A partir de una insistencia en el escándalo Padilla-Arrufat redobla su crítica al sometimiento de los intelectuales a la dirigencia revolucionaria y repite su dicotomía entre obediencia y libertad:

¿Y la cultura al servicio del pueblo, sin muchos matices, quiere decir: los intelectuales religiosamente al servicio de los jefes políticos? ¿Así que, tajantemente, “no puedes ser desobediente ante el Comité de Defensa de la Revolución”? ¿Así que es elemental ser incondicional? ¡Haberlo dicho mejor! (“Segundo Round” X)

En este intercambio Orfila y Fernández Retamar toman un rol activo en todos los puntos de la cadena del impreso (producción, circulación y recepción) como inflexiones relevantes para la función política de El intelectual y la sociedad. En la misiva dirigida a su compañero cubano, Orfila orquesta parte de la controversia, adelantando su impresión negativa respecto de las posiciones del primer artículo de Zaid, tras haberlas comentado personalmente. Indica, así, los pasos a seguir:

Para proceder [¿galantemente?] le pregunté si le parecía bien te enviara su nota para pedirte una respuesta polémica, que con la extensión que quisieras, publicaríamos en ‘Siempre’. Como es natural, la respuesta sería a su nota y no a la discusión de que te hablo y que me ha dejado fastidiado al ver cómo se me va desautorizando la gente que aprecio por otras calidades.33

Tras consignar la gestión con Federico Álvarez para la réplica y enviarla a La Cultura en México, Retamar recibe carta de Orfila señalándole que Benítez, director del suplemento, había considerado el texto como un ataque personal, cuestión que preocupaba al editor argentino. Sin embargo, una vez aparecido el texto de Álvarez, Orfila escribe a Cuba para declarar su satisfacción con el resultado:

Leí ayer en el SIEMPRE de esta semana, y en voz alta con Laurette, y la encontramos perfecta, adecuada, fuerte, pero necesaria […] Estoy feliz de ese buen golpe asestado y además por que modestamente hay cosas que yo se las dije en la agria discusión nocturna que tuvimos aquí al salir de la editorial34.

La revista Casa de las Américas, por su parte, reseñó el intercambio en la sección “Al pie de la letra” del n.º 60 (mayo-junio 1970) notando el gesto de Zaid de utilizar indiscriminadamente citas sin identificar su autoría y reducir la extensión completa del libro a solo seis puntos principales de manera antojadiza.

Conclusiones

Tanto las gestiones realizadas para amplificar la circulación de la mesa redonda –primero en su forma de separata y, luego, de libro en alianza con Siglo XXI– como las maniobras ante la recepción mexicana del texto pueden ser vistas como el ejercicio de lo que Ezequiel Saferstein denomina “olfato editorial”, la habilidad de condensar “valores, ideas, sensaciones, imaginarios culturales o políticos […] en atractivos y llamativos objetos encuadernados que serán leídos o puestos a relucir en una biblioteca” (71-72). Vista desde esta perspectiva, la praxis intelectual adquiere una faceta notoriamente más material que solo el intercambio de ideas, pues la circulación discursiva del debate político-cultural requiere de numerosas mediaciones para que lo impreso pueda adquirir un valor.

Lo que revelan los recursos impresos de la conversación de mayo de 1969 es la efectividad de procedimientos ampliados de trabajo editorial que buscan, una y otra vez, potenciar el alcance del debate político. En ese empeño, la nueva izquierda latinoamericana demuestra ser laboriosa y creativa. Los impresos fueron un mecanismo predilecto de comunicación política, transformados en fin y medio de la disputa por los sentidos del proceso revolucionario y de la subjetividad de los agentes culturales. El análisis que desplegué en el presente artículo ilumina dicha disputa como un esfuerzo de creación de modos alternativos y plurales de producción, circulación y consumo de lo impreso que multiplica los formatos. Lejos de ser una aspiración comercial, la vocación de masividad responde al sentido político de los impresos –sin anular la faceta económica indudable que tienen estos empeños– y a la urgencia de una disputa entre corrientes de una misma familia intelectual. En uno de los momentos de mayor radicalidad política de la izquierda esta vocación demuestra su astucia y su eficacia; señala, así, las potencialidades de una historia que los acontecimientos posteriores truncaron, tanto en su aspecto militante como en su dimensión editorial.

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  1. 1 Una versión preliminar de este texto fue presentado en el Seminario “Usos de lo Impreso”, a cuyos coordinadores (Kenya Bello, Aimer Granados, Sebastián Rivera Mir y Regina Tapia) y asistentes agradezco sus observaciones, en especial a Sandra Jaramillo, quien comentó el texto en dicha ocasión. También agradezco al equipo del archivo de Casa de las Américas por facilitar el acceso a las carpetas del comité de colaboración de la revista.

    El presente artículo es parte del proyecto Fondecyt posdoctoral 3210452: “Impresos militantes. Materialidades y política en las izquierdas latinoamericanas de los sesenta”.

  2. 2 También es posible encontrar una elaboración de esta categoría en el trabajo de Aldo Marchesi dedicado a las guerrillas latinoamericanas (8-11). La traducción de los textos en inglés es mía.

  3. 3 Existió, también, una edición italiana publicada por Giangiacomo Feltrinelli bajo el título Gli intellettualli e la società, como el n.º 32 de una serie de cuarenta textos sobre la revolución en América Latina. Los documentos sobre Cuba dominan la colección (discursos de Fidel Castro y textos del Che Guevara), pero también hay análisis sobre la experiencia guerrillera en Guatemala, Venezuela, Colombia, Perú, Brasil y Argentina, además de compilaciones sobre la conferencia de la OLAS (Organización Latinoamericana de Solidaridad), el Congreso Cultural de La Habana y textos de Régis Debray. No integraré esta edición a mi argumento con la finalidad de acotar el análisis y por no haber podido acceder a los ejemplares físicos.

  4. 4 Me concentro, en particular, en aquella franja del mundo de la cultura (el espacio de la producción de bienes simbólicos) identificada con posiciones afines al cambio radical y mayoritariamente alineada con la defensa de la Revolución cubana y otras experiencias de ruptura y transformación social en el continente (cf. Marambio de la Fuente, “Comunidad” 4; Artaraz; Terán).

  5. 5 Incluso un momento como este tuvo un saldo mixto, como lo demuestran las manifestaciones de sectores revolucionarios de orientación nacionalista y católica con ocasión de la visita del viceprimer ministro soviético (Guerra 112-115).

  6. 6 La identificación del tricontinentalismo con la política exterior cubana ha sido una de las formas de leer este proceso, aunque los argumentos desarrollados por Anne Garland Mahler disputan esta lectura que identifica de manera tan estricta el discurso tricontinental y la línea oficial cubana, enfatizando, en cambio, el nexo con el “internacionalismo negro” (From the Tricontinental 24).

  7. 7 Palabras a los intelectuales se ha convertido en uno de textos canónicos sobre política cultura en la Cuba revolucionaria. Para un análisis específico ver Kumaraswami.

  8. 8 Un ejemplo es la composición del comité de colaboración de la revista Casa de las Américas: figuras como el salvadoreño Roque Dalton o el haitiano René Depestre tenían militancia comunista con anterioridad a la Revolución cubana, mientras que los cubanos Roberto Fernández Retamar, Graziella Pogolotti y Ambrosio Fornet ingresan al Partido Comunista de Cuba (de carácter selectivo) mucho después de ejercer sus funciones como intelectuales dentro de la revolución en el poder. Otros, como Ángel Rama y Julio Cortázar, nunca participaron formalmente de partidos políticos.

  9. 9 Para un análisis más detallado del Congreso Cultural de La Habana ver los trabajos de Acosta de Arriba; González Lage; Candiano; Marambio de la Fuente (“Encuentros caribeños”); Mahler (“The Limits”).

  10. 10 El texto –impulsado en un inicio por el marxista británico Ralph Miliband– tuvo amplia circulación en publicaciones de la izquierda latinoamericana, como Casa de las Américas, Marcha, Tricontinental, Pensamiento crítico, Punto Final y La Cultura en México, entre otras.

  11. 11 Para una compilación de documentos, ver el trabajo de Lourdes Casal, que incluye textos de las dos etapas.

  12. 12 En esta ocasión también se encuentra involucrado Antón Arrufat, ganador del premio José Antonio Ramos, también entregado por la UNEAC, por su obra teatral Los siete contra Tebas.

  13. 13 Una elaboración más detallada se encuentra en Marambio de la Fuente (“Comunidad” 141-182). Defino a estos campos como maneras diferenciadas de mediación de la actividad política, tanto en lo que respecta a prácticas como a mecanismos simbólicos que configuran una manera compartida de desenvolverse en el campo político (instituciones, modos de hacer, conceptos, metáforas, organizaciones de la sensbilidad). Para una elaboración teórica y metodológica ver Cabrera; Schneider y Avenburg; Casaús Arzú y Arroyo Calderón; Palti.

  14. 14 Este paratexto aparece sin firmar. Por el funcionamiento interno de la revista durante este período y el estilo de escritura la hipótesis más plausible es que haya sido redactado por Retamar, director de Casa de las Américas en ese momento. Giros de frase como “por más señas” y la referencia coloquial al “estudio del pintor Mariano” (VVAA 7) apuntan en esa dirección. No ha sido posible encontrar la grabación que se indica en la cita.

  15. 15 Entrevista con Roberto Fernández Retamar, La Habana, marzo 2018. La portada de la separata usa la misma designación.

  16. 16 En rigor, la contraportada parafrasea la intervención inicial de Fernández Retamar, que identifica estas dos acusaciones y fija los términos iniciales del debate (VVAA 7).

  17. 17 Tomo aquí algunos de los postulados trabajados por Antonia Viu en su aproximación materialista al estudio de revistas culturales, con el fin de interrogar los “anclajes que […] permiten interrumpir las lógicas unidireccionales de la temporalidad en relación a las revistas y pensarlas como materialidades con una potencia en el presente que excede la esfera de la memoria o de lo arqueológico” (12).

  18. 18 Palabras de Ángel Rama en la sesión del 6 de enero de las reuniones del comité de colaboración de Casa de las Américas. Archivo Casa de las Américas, carpeta n.º 259/1-5 (1967).

  19. 19 El pliego de la edición de Siglo XXI cabe más de tres veces en la superficie cuadrangular de revista Casa (ver figura 6).

  20. 20 Destaco estos elementos para sugerir –en un ánimo especulativo, por cierto– que la notoriedad no es un factor necesariamente descartable para el público. Hacia fines de 1969, momento de aparición de la revista y del libro, la represión hacia el movimiento estudiantil (sector importante de lectores) se había verificado en México (masacre de Tlatelolco, con la masacre de Corpus Cristi o “Halconazo” en 1971), Argentina (el Cordobazo y el ciclo de protestas populares) y Brasil (el Acto Institucional 5 y la escalada de censura).

  21. 21 La crítica a sobredimensionar los elementos semiótico-ideológicos en el análisis cultural, en desmedro de los soportes que permiten la formalización de lo discursivo es un componente clave del llamado “giro materialista”. En palabras de Jussi Parikka, elaborando las tesis de Friedrich Kittler: “El estudio de los medios nunca se redujo al juego de interpretaciones, connotaciones semióticas o modos de representación, que son solo efectos secundarios, fenómenos de segundo orden. Los medios operan al nivel de los circuitos, el hardware, las variaciones de voltaje” (25-26).

  22. 22 El formato no es una invención de Lane, quien construye sobre la base de desarrollos previos que se dan de forma simultánea a nivel del mercado del libro occidental en las primeras décadas del siglo XX (Finkelstein 523-524; Mercer 615-616).

  23. 23 Para una revisión de la historia de siglo XXI, con énfasis en su período fundacional ver Nova Ramírez; Sorá (Editar desde la izquierda); Reyes Pérez.

  24. 24 Tanto Orfila como su compañera, Laurette Séjourné, solidarizaron con la Revolución cubana desde el inicio, vinculándose con el Che y empujando la expulsión de los funcionarios de Batista de la embajada cubana en México (Nova Ramírez 55).

  25. 25 Carta de Francisco Baeza a Arnaldo Orfila Reynal, 8 de noviembre 1962. Archivo Casa de las Américas, carpeta n.º 224.

  26. 26 Carta de Arnaldo Orfila Reynal a Roberto Fernández Retamar, 1 de julio 1969. Archivo Casa de las Américas, carpeta n.º 224.

  27. 27 La solidaridad como afecto político articulador del tricontinentalismo (o tercermundismo, en sentido lato) es un elemento destacado en la propuesta de Mahler (10) que podemos traer a escena en este pasaje de la carta, toda vez que constituye ese espacio intersubjetivo que habilita vínculos sociopolíticos (Ahmed).

  28. 28 La lógica de mercado no es ajena a los proyectos editoriales políticos, como el de Siglo XXI (Sorá, “Un empresario socialista”). Sin embargo, es posible constatar que la lógica de la industria cultural de masas no se implanta en el mundo del libro con la misma profundidad y rapidez que lo hace en otros sectores, como la música y el audiovisual (Finkelstein 524).

  29. 29 Cartas de Arnaldo Orfila Reynal a Roberto Fernández Retamar, 1 de octubre y 6 de diciembre 1969. Archivo Casa de las Américas, carpeta n.º 224.

  30. 30 “Orfila concretó un modelo de edición en el que apostaba por amortizar las considerables inversiones que demandaban la publicación de cada novedad, con la mira en prorratear los gastos en las reimpresiones […] Esto permitía ofrecer un precio final competitivo, al alcance del bolsillo siempre precario de los estudiantes” (Nova Ramírez 88).

  31. 31 Poeta y ensayista mexicano. A partir de los setenta colaboró con Octavio Paz en Vuelta.

  32. 32 La figuración del campo liberal como particularmente dado a las metáforas inquisitoriales y religiosas está en una de las intervenciones de Fornet en la mesa redonda (VVAA 19).

  33. 33 Carta de Arnaldo Orfila Reynal a Roberto Fernández Retamar, 6 de diciembre 1969. Archivo Casa de las Américas, carpeta n.º 224.

  34. 34 Carta Arnaldo Orfila Reynal a Roberto Fernández Retamar, 31 de enero 1970. Las cartas previas son del 19 de diciembre 1969 (Retamar a Orfila) y 6 de enero 1970 (Orfila a Retamar). Archivo Casa de las Américas, carpeta n.º 224.