Revista de Humanidades N.º 51: 521-546 ISSN: 07170491 • DOI: 10.53382/issn.2452-445X.885

Cine junto al pueblo y video indígena

¿Continuidades o rupturas?1

Cinema with the People and Indigenous Videos: Continuities or ruptures?

Natalia Moller González

ORCID: 0000-0003-3738-248X

Pontificia Universidad Católica de Chile

Facultad de Filosofía, Instituto de Estética

Jaime Guzmán Errázuriz 3300, Santiago, Chile

natalia.moller.gonzalez@gmail.com

Resumen

En 1989, Jorge Sanjinés estrenaba La nación clandestina, película que muchos consideran la obra cumbre de su cine junto al pueblo. En ese mismo año, se fundaba el Centro de Formación y Realización Cinematográfica Boliviano (CEFREC), que más adelante coordinaría el Plan Nacional de Comunicación Audiovisual Indígena, una alianza de cinco confederaciones campesinas e indígenas que se propuso poner en manos indígenas los instrumentos del audiovisual. Este artículo examina la manera en que ambos proyectos han ensayado hacer un cine participativo y comprometido con la realidad de los pueblos indígenas en distintos momentos de la historia boliviana. Se exploran aspectos que distancian estos proyectos, especialmente los relativos a las convenciones fílmicas comerciales que Jorge Sanjinés rechazaba.

Palabras clave: Jorge Sanjinés, CEFREC, cine junto al pueblo, cine y video indígena.

Abstract

In 1989, Jorge Sanjinés premiered The Secret Nation, considered by many to be the masterpiece of his “cinema with the people”. In that same year, Jorge Sanjinés’ son, Iván Sanjinés, founded the Centro de Formación y Realización Cinematográfica Boliviano (CEFREC), which would later coordinate the Plan Nacional de Comunicación Audiovisual Indígena, an alliance of five peasant and indigenous confederations that seeks to train indigenous people in film and video making. This article proposes to examine the way in which both projects have strived to make a participatory cinema committed to the reality of indigenous peoples at different moments in Bolivian history. Differences between both projects are explored, especially those related to the use of the fictional film conventions that Jorge Sanjinés rejected.

Keywords: Jorge Sanjinés, CEFREC, cinema with the people, indigenous film and video.

Recibido: 1/04/2023 Aceptado: 28/08/2023

1. Introducción

En 1989, el mismo año en que Jorge Sanjinés estrenaba La nación clandestina, su hijo Iván Sanjinés fundaba el Centro de Formación y Realización Cinematográfico Boliviano (CEFREC), que más adelante coordinaría el Plan Nacional de Comunicación Audiovisual Indígena (o Plan Nacional), una alianza de cinco confederaciones campesinas e indígenas que se propuso poner en manos indígenas los instrumentos del audiovisual. Ambos proyectos se gestan en un momento de emergencia étnica, que es boliviano y global. La nación clandestina, de un lado, es la película que marcaría el paso de Jorge Sanjinés a una “culturalización de la política” (Souza Crespo). A la vez, los nuevos movimientos y reconocimientos étnicos propician la aparición de iniciativas de cine y video indígena en México, Colombia y Brasil, como parte de lo que la antropología de la comunicación ha definido como medios indígenas; formas de expresión mediáticas creadas por indígenas, que surgen hacia fines de los años ochenta de manera relativamente autónoma en regiones geográficamente dispersas y que pronto se articulan en redes globales (Wilson y Stewart 2). La fundación del CEFREC representa un momento decisivo para el surgimiento del cine y video indígena en Bolivia, pero también en la región.

Las filiaciones y las distancias entre el cine del Grupo Ukamau y el video indígena que realiza el Plan Nacional, han sido revisadas con frecuencia, bien para señalar que entre un proyecto y otro existen objetivos comunes −como poner el cine al servicio de luchas políticas y culturales de los pueblos indígenas−, o bien para destacar aquellos aspectos que distancian a ambos proyectos como, por ejemplo, sus distintas posturas respecto de la reproducción de convenciones fílmicas comerciales.

El hábito de mirar el cine boliviano a la luz de la obra del Grupo Ukamau no es demasiado excepcional si consideramos que, casi siempre, el “cine contemporáneo [boliviano] puede ser descrito como el intento de ir más allá del cine de Sanjinés” (Souza Crespo 251). Pero en el caso del trabajo del Plan Nacional, la referencia al cine del Grupo Ukamau es aún más palmaria. No solo por la evidente filiación entre las dos caras más visibles de estos proyectos −Jorge e Iván Sanjinés−, sino por la miríada de similares prácticas, reflexiones y metodologías que apuntan a integrar a los pueblos indígenas a los procesos de realización y distribución fílmica y, con ello, explícita e implícitamente, a la vida política de la nación. Pero a la vez, el trabajo del Plan Nacional no deja de ser, invariablemente, un esfuerzo por superar el cine de Jorge Sanjinés, como sugiere el comunicador quechua Humberto Claros cuando afirma que mientras el Grupo Ukamau proponía hacer “un cine junto al pueblo”, en el Plan Nacional, es “el pueblo el que hace cine” (en Zamorano 53).

Si bien los medios indígenas suelen comprenderse como sitiales de resistencia ante el dominio de los medios masivos transnacionales o del cine etnográfico clásico −lo que algunos autores equiparan al ojo colonial que produce al otro como espectáculo u objeto de la mirada científica−, los filmes del Plan Nacional no suelen hacer suya la urgencia de contrarrestar expresivamente las convenciones clásicas del cine de ficción, ni tampoco comparten el afán experimental de los etnógrafos críticos de la representación. Como señala Freya Schiwy en su extenso trabajo sobre estos videos,

las ficciones y docu-dramas se distancian de la estética políticamente comprometida del Tercer Cine que estuvo inspirada por el realismo y el montaje soviético, los documentales de Grierson y el neorrealismo italiano. Los productores de video [andino], en cambio, optan por los géneros de Hollywood como la película de terror y el melodrama, efectos de sonido computarizados y abundantes close ups. (164)

Un análisis formal de los filmes del Plan Nacional sugeriría, por tanto, que el “cine hecho por el pueblo” guarda mayores discrepancias formales con el “cine junto al pueblo” que con el cine hegemónico de Hollywood. El problema que de ahí deriva no es menor, pues podría suponer que el cine indígena no cumple con su cometido descolonizador o que, hoy, las propuestas estéticas hechas por Jorge Sanjinés y el Grupo Ukamau no tienen más utilidad que la de juntar polvo en los archivos de los nostálgicos y arrepentidos.

La bibliografía sobre medios indígenas latinoamericanos prefiere enfatizar la ruptura con el cine anticolonial de los sesenta y setenta. Se reconocen, por supuesto, los antecedentes incuestionables de Jorge Sanjinés, Marta Rodríguez y Jorge Silva, pero se considera, de manera implícita o explícita, que han sido superados por los realizadores indígenas. Este principio de superación se manifiesta con frecuencia en expresiones relacionadas con la visión, como cuando se afirma que estos videos “visibilizan cultura” tras largas décadas de homogenización estatal forzada (Wortham 1) o que dicha visibilización corregiría los estereotipos del ojo colonial (Salazar 31), asumiendo de esta manera que la autorrepresentación es una mejorada representación. Al conjunto de cosas superadas por el audiovisual indígena se suma muchas veces el cine anticolonial de los cineastas del Tercer Cine, porque ellos habrían dado la prerrogativa a la lucha marxista en desmedro de la diferencia cultural (Schiwy 25).

Mi objetivo en este texto es revisar algunas producciones del Plan Nacional, en especial las ficciones basadas en relatos locales que se hicieron en una primera etapa de producción y las docuficciones comunitarias más actuales. He seleccionado estas obras del extenso corpus de productos audiovisuales del Plan Nacional, que incluye documentales, reportajes y programas de televisión, entre otros, porque reproducen temas, objetivos y prácticas cercanos a los del cine de Sanjinés, pero, a la vez, ponen a prueba las críticas que Jorge Sanjinés hiciera a los géneros ficcionales y comerciales.

Por eso, quisiera proponer una perspectiva que ponga ambos proyectos en una relación de continuidad y abandonar la comprensión de los filmes del Plan Nacional como simples imitaciones del cine comercial, así como distanciarme de la postura que considera a los cines indígenas como visibilidad liberada o correctiva de distorsiones. Un horizonte de continuidades pondría, en cambio, mayor énfasis en el propósito que les es común y que −¿quién podría negarlo a estas alturas? − sigue siendo de vital importancia en Bolivia: el de hacer un cine comprometido con la realidad de los pueblos indígenas y la transformación social que proponen.

En un horizonte de continuidad así dibujado, dejando atrás la retórica de la superación, se pueden reconocer las diversas formas en que ambos proyectos han respondido, en sus distintas etapas históricas, a las interacciones dinámicas de la cultura hegemónica; desde el nacionalismo revolucionario que no quería ver la existencia del indio a la vez que dependía del racismo encubierto para mantener las desigualdades económicas y políticas; pasando por la activa integración de la diferencia étnica en términos multiculturalistas durante el período de reformas neoliberales; hasta hoy, en que lo indígena puede ser demanda de autonomía como también informar rituales estatales.

En este escenario, la voluntad de hacer un cine comprometido con la realidad nada tiene que ver con una actitud ingenua que atribuya a las cualidades mecánicas de la cámara una capacidad indiscutible de captar el mundo histórico. Un vistazo al medio siglo de filmografía de Jorge Sanjinés –desde Revolución (1963) hasta Juana Azurduy (2016)– revela las diversas estaciones de un compromiso fílmico con la realidad, en el que se ensayan diversas formas de relacionar al dispositivo fílmico con ella. Lo mismo pasa con las propuestas del Plan Nacional, en las que pueden distinguirse dos fases correspondientes a un antes y un después del proceso constituyente de 2006-2009.

Se trata, por tanto, de proyectos fílmicos que no pueden ser descritos en términos de una búsqueda por hacer de la cámara un medio neutral que pudiera captar la realidad visible independiente del dispositivo, así como tampoco se trata de un cine que busque constreñir los datos de la realidad a una ideología prefabricada. Para describir el vínculo entre la obra y el mundo, resulta más útil, en cambio, un camino que indague en el compromiso de la obra con su tiempo, es decir, un abordaje interesado en las condiciones que determinan sus procesos de producción y en el repertorio de discursos ejemplares que tornan inteligible a la obra (Rojo 202-203).

2. Yawar Mallku y los problemas de la ficción

Las primeras películas de Jorge Sanjinés, como Ukamau (1966) y Yawar Mallku (1969), colisionaron con el entorno cultural y político del Estado del 522 que no propiciaba –al menos oficialmente– la afirmación de la diferencia étnica. Más bien, los gobiernos se esforzaron por resolver las diferencias internas de la nación con una ideología indigenista integracionista, que pregonaba el mestizaje como ideal de cohesión nacional. El gobierno nacionalista revolucionario abandona nociones nostálgicas de las culturas indígenas que durante la primera mitad del siglo XX había prevalecido en el discurso de las élites (Wahren 17) y las reemplaza por la imagen de la confluencia armoniosa de dos elementos: lo europeo y lo indígena. El primer número de la Revista Cordillera, promovida por el Ministerio de Educación de la época, describía estos componentes como “el impulso técnico y científico que baja del Norte” y “la fuerza virgen que brota de la tierra india” (“Propósito” 2). En la práctica esto significó que el gobierno apostaba por llevar el avance científico e industrial a la producción agrícola, imponiendo una lógica de pequeño propietario a los campesinos de las haciendas y los ayllus en desmedro de sus formas tradicionales de vida (Rivera, Violencias 95; Salmón 114). Así, tras la retórica de la confluencia armoniosa acechaba tácita la convicción de que lo indígena debía subordinarse a lo occidental (Salmón 114).

Pero además, a la par de este modelo progresista de homogenización occidental, subsistía una división solapadamente racial del trabajo que siguió moldeando profundamente a la sociedad boliviana (Rivera, Violencias 125). Con la salvedad, ahora, de que la proscripción de la palabra ‘indio’ del vocabulario oficial anulaba toda posibilidad de abordar el problema abiertamente, de manera que el racismo subsistirá en el Estado del 52 como “violencia encubierta”, que no por “encubierta” será menos poderosa. Silvia Rivera describe este racismo soterrado del período populista como una “articulación colonial-civilizatoria” (Violencias 86) que reformula regímenes raciales de segregación heredados de la colonia y necesariamente saboteará de manera constante la imagen homogénea e imaginaria del mestizo durante el Estado del 52. Si bien la palabra ‘indio’ será desdeñada por los discursos nacionalistas revolucionarios, Rivera observa que las diferencias raciales continúan presentes fuera de ellos, en los signos visuales como la vestimenta y en ciertas convenciones lingüísticas cotidianas como la forma de dirigirse a las personas (Rivera, Violencias 77-79).

A esta paradoja −un Estado que niega la diferencia cultural a la vez que basa su orden social en el racismo−, se refiere Jorge Sanjinés en su película Yawar Mallku. La película denuncia las prácticas de esterilización que agencias norteamericanas en comunidades indígenas bajo pretexto de entregar ayuda humanitaria. La historia sigue a Ignacio Mallku, un indígena que ha migrado de su comunidad a La Paz y que debe buscar dinero para pagar una transfusión de sangre a su hermano, Sixto, que ha sido víctima de la represión estatal por haber enfrentado a los norteamericanos en su comunidad. El progreso en tanto “impulso técnico y científico que baja del Norte” se encarna así en el falso altruismo de la agencia gringa y en una élite intelectual boliviana que está más ocupada en dar charlas sobre el progreso que en curar a un hombre moribundo. Con el progreso así comprendido, se le arrebata a “la fuerza virgen que brota de la tierra india” toda posibilidad de reproducirse, de manera que un mestizaje en términos armoniosos resulta impracticable. De acuerdo con Silvia Rivera, las películas de Sanjinés como Ukamau y Yawar Mallku revelarían tempranamente el obstinado racismo que subsistía en la sociedad boliviana a pesar de todos los esfuerzos homogeneizantes del populismo. Con ellas, Sanjinés demostraba “que los indios existían y que el colonialismo seguía vigente, a pesar de los efectos democratizantes y redistributivos de la reforma agraria, el voto universal y la reforma educativa” (Rivera, Sociología 89).

Sin abandonar un horizonte nacionalista y antiimperialista, Jorge Sanjinés quería promover el fortalecimiento de una cultura boliviana que tuviera a los pueblos indígenas como fundamento. Su cine, en línea con las disposiciones del nuevo cine latinoamericano, debía entonces dirigirse a ellos y contribuir a la transformación de su historia. Así, las preocupaciones de Jorge Sanjinés extralimitaban las cuestiones formales o temáticas, y tocaban, de manera decisiva, la cuestión de la exhibición y la circulación. Yawar Mallku fue mostrado, por eso, en circuitos no tradicionales como el campo, las minas y las fábricas, donde Jorge Sanjinés tuvo la posibilidad de sopesar los efectos que tenía el filme sobre su público objetivo. Esta experiencia daría paso a profundos cuestionamientos en torno al lenguaje fílmico y los procesos de producción de sus películas. De los debates y comentarios que provocó la cinta en estos espacios populares, Sanjinés extrajo lecciones que serían determinantes para su obra posterior: “Las proyecciones de Yawar Mallku en medios populares de obreros y campesinos nos ayudaron fundamentalmente a elaborar un lenguaje apropiado y más consecuente con lo que creemos que debe ser un cine popular” (Sanjinés 98).

Uno de los puntos centrales de la autocrítica que hace Jorge Sanjinés a propósito de su experiencia en torno a Yawar Mallku, se refiere a la forma ficcional del filme. Si bien reconoce el éxito de la obra, su numerosa audiencia y, sobre todo, la contribución que hizo a la expulsión del Cuerpo de Paz de Bolivia, Sanjinés estima que el relato, si bien basado en hechos reales, podía parecer inverosímil por su estructura argumentada (Sanjinés 21). Al respecto, Sanjinés sostenía además que la omnisciencia narrativa propia de la ficción clásica correspondía a una noción individualista del espectador:

Tratamos de dar la impresión de que el espectador estaba participando en la escena. El movimiento de cámara era una interpretación de su propio punto de vista y seleccionaba momentos y encuadres sobre la base de un interés natural y lógico por la acción dramática. (En Wood 2)

Sanjinés se refiere con ello a técnicas de montaje que promueven, a través de la fragmentación del tiempo y el espacio, la continuidad y el deseo de identificación del espectador, cancelando su capacidad reflexiva. En la próxima etapa de su quehacer fílmico, Sanjinés rechazará la fragmentación excesiva, como se da, por ejemplo, en el primer plano sobre los rostros de los personajes, porque cree que privilegia el punto de vista del autor y del espectador como individuo en detrimento del punto de vista colectivo, que sería más propio de la cultura indígena andina. Así inicia una búsqueda tan próspera como ardua por un cine boliviano que llevara “implícito el espíritu cultural y la visión del mundo que posee su pueblo” (Sanjinés 32).

3. Los derroteros de un cine junto al pueblo

Los procesos de búsqueda y experimentación que Yawar Mallku provoca, plantean la cuestión que seguirá siendo, con variaciones, uno de los problemas más importantes de Bolivia durante el siglo XX: la intervención activa del indígena en la narrativa nacional (Mesa Gisbert 157). Este problema llevará a Jorge Sanjinés por dos derroteros que en su obra están íntimamente imbricados, pero que a continuación, y en consideración del tema que me convoca, me dispongo a analizar por separado: por un lado, sus reflexiones en torno a los procesos de realización y, por el otro, la cuestión formal.

Respecto al primero, advertía Jorge Sanjinés que, si bien Yawar Mallku era una película de temática revolucionaria y antiimperialista, la forma en que se había realizado implicaba establecer una relación vertical con sus actores, a quienes había tenido que convencer de participar y a quienes había impuesto el guion (Sanjinés 62)3. Con ello creía que replicaba acríticamente las relaciones de poder ya existentes en la sociedad boliviana. Esto, por su parte, planteaba la urgencia de elaborar metodologías que permitieran la “participación creativa del pueblo” (Sanjinés 98).

De esta manera, pone a prueba procedimientos que exploran lo documental, pero no en el sentido literal de ‘indagación’ en los documentos, sino en el sentido −aún más literal, si se quiere− de creación de un documento, “un cine popular que abordara los hechos reales con elementos irrefutables” (Sanjinés 21). En El coraje del pueblo (1971), su siguiente filme, se propone narrar los sucesos de la masacre de 1967 ordenada por Barrientos en contra de mineros a través de los sobrevivientes de esa tragedia. Sanjinés abandona el guion de ficción, donde “los textos debían aprenderse de memoria y repetirse exactamente” (Sanjinés 62), para reemplazarlo por un texto referencial que se reescribe por los mismos protagonistas durante el proceso de filmación (Mesa Gisbert 161). Pero el filme incluye además entrevistas de los afectados y reconstrucciones históricas improvisadas por los sobrevivientes en los lugares donde ocurrieron los hechos. Con la intervención creativa de los retratados en los procesos y productos fílmicos en El coraje del pueblo y, más adelante, en El enemigo principal (1973) y ¡Fuera de aquí! (1974), Sanjinés creía resolver la relación vertical y afuerina que solía establecer el equipo de filmación con sus sujetos, entregándoles algo del control creativo sobre el filme e imprimiendo en la película, con ello, el toque de irrefutabilidad documental que faltaba a sus ficciones. La intervención creativa de los retratados en el documento así elaborado, se traducía también en un alegato a favor de su participación en la vida política de la nación.

Respecto de la cuestión formal, hemos visto que el cineasta sostenía que las fórmulas prefabricadas de la ficción entorpecían el vínculo con sus protagonistas y con su público, porque un lenguaje que no fuera coherente con el sentido andino de colectividad, no podría interpelarlos (Sanjinés 155). De ahí que Jorge Sanjinés planteó la urgencia de buscar un lenguaje fílmico que fuese acorde a las especificidades culturales del pueblo.

En los años ochenta, y en un nuevo contexto de reformas neoliberales y resurgimientos étnicos, la obra de Sanjinés experimentó un vuelco importante. Ya en sus películas de los setenta, especialmente en ¡Fuera de aquí!, el cineasta había ensayado recursos fílmicos realistas como el plano secuencia, buscando la correspondencia de los planos espaciales y temporales de la realidad y el cine (Wood 2). Pero es en su obra mayor, La nación clandestina (1989), que el cineasta explora creativamente las implicaciones estéticas y políticas del plano secuencia.

La película narra la historia de Sebastián Mamani (Reynaldo Yujra), un indígena que ha migrado a la ciudad tras ser expulsado de su pueblo por malversación. Asediado por el remordimiento de haber negado su identidad y apoyado a los militares, Sebastián decide volver a su ayllu para realizar el ritual de expiación del Jacha Tata, de acuerdo al cual deberá bailar hasta morir de agotamiento. Con la máscara atada a su espalda de manera que queda mirando hacia atrás (el futuro, en el pensamiento aymara), Sebastián emprenderá el retorno al ayllu mirando hacia adelante (el pasado, según la misma cosmovisión), recordando su historia y su exilio. El viaje será, así, un retorno físico y alegórico, porque en la medida en que se aleja de la urbe y se acerca al ayllu, volverá a hacer suya la identidad aymara que ha negado. Con el retorno, que culmina con la muerte ritual de Sebastián, se recompone la temporalidad aymara que no concibe progreso sin el retorno al pasado (Wood 3). Así, la muerte −que es, al fin y al cabo, el retorno por excelencia− es convertida por Sebastián en una suerte de ceremonia cargada de sentido político para la comunidad, porque la memoria así recuperada le permite al colectivo proyectarse hacia el futuro.

David Wood se ha referido a las técnicas fílmicas y recursos estéticos que buscan trasladar el tiempo cíclico de la cosmovisión aymara al filme, como realismo andino (Wood 1). En este sentido, el recurso estético más importante de la película es el plano secuencia integral (PSI), que consiste en una toma larga y en movimiento, sin cortes, que puede incluir en un mismo plano elementos del pasado y del futuro. Así, Sanjinés creía haber desarrollado un cine que respetaba tanto el tiempo como la colectividad indígena, circunscribiendo al protagonista a una temporalidad integral y al contexto social que le da sentido (3). A la vez, interpelaba a un público ya no como consumidor, sino en tanto pueblo, a quien no se le dicta adónde tiene que fijar su atención mediante recursos como el close up o el montaje, sino que se le ofrece un espacio abierto en el que puede explorar activa y críticamente la realidad recreada cinematográficamente, como una especie de extensión de su vida cotidiana (2-3).

4. El video indígena como proceso integral

Como he adelantado en la introducción, se funda el mismo año de estreno de La nación clandestina el Centro de Formación y Realización Cinematográfica Boliviano (CEFREC) por el hijo de Jorge Sanjinés, el también cineasta Iván Sanjinés. Durante los primeros años de existencia del CEFREC, Iván Sanjinés realiza pioneros talleres de capacitación audiovisual en comunidades indígenas colombianas con Marta Rodríguez y Jorge Silva (Rodríguez 76) y participa de los festivales de cine de la Coordinadora Latinoamericana de Cine y Comunicación de los Pueblos Indígenas (CLACPI), entidad creada en 1985 en México por antropólogos visuales.

Durante el festival de la CLACPI de 1992 que se celebraba en Perú, se demanda por primera vez –no sin controversia– que la dirección de la entidad pase a manos indígenas (Aimaretti 233). Iván Sanjinés, se convierte en uno de los principales promotores de este proceso que no solo atañe a la dirección de la CLACPI, sino que se plantea como un sentido común integral que toca todas las áreas de la realización y circulación audiovisual (Himpele 355). Así, Iván Sanjinés propone además reemplazar la lógica de la extracción de información del informante por el proceso colectivo de creación. Así, no es de extrañar que uno de los tempranos boletines del CEFREC (1996) resuene fuerte con las ideas de Sanjinés-padre:

La meta de la comunicación audiovisual indígena es cambiar el foco desde una comunicación externa vertical a formas de comunicación que son internas a la cultura y definidas directamente por personas indígenas de acuerdo con los procesos que están viviendo y sus necesidades. (Schiwy 67-68)

En una entrevista del 2004, Iván Sanjinés reitera la centralidad de los procesos colectivos en la producción de los videos indígenas y propone el término ‘integral’ para describirlos. La coincidencia con la denominación que su padre diera al recurso estético desarrollado en La nación clandestina no es casual, pero Iván Sanjinés hace hincapié en que el concepto así aplicado al video indígena, no se refiere solo a los aspectos formales del audiovisual: “lo llamo ‘integral’ porque un video no es primeramente un ‘producto’, es un proceso que tiene una meta importante” (Himpele 362). Con el emplazamiento de los aspectos estéticos a segundo plano, se renuncia a la imposición de estéticas y estilos sobre los comunicadores indígenas4, pero también quedan algo postergadas las reflexiones al respecto. Esto no implica que los comunicadores indígenas no piensen sobre estas cuestiones, sino, más bien, que quedan supeditadas a las metas políticas de sus actividades. En esta sección propongo que, a pesar de ello, se puede hablar de los videos en tanto productos que, en distintas fases del proyecto, presentan rasgos estéticos comunes.

Pero antes es importante mencionar que el sentido político de este trabajo depende, a su vez, de las cinco confederaciones indígenas y campesinas5 a las que se vincula el CEFREC desde 1997 mediante el Plan Nacional de Comunicación Audiovisual Indígena6. Este plan se ejecuta a través de cinco centros localizados en los departamentos de La Paz, Cochabamba, el Beni y Santa Cruz, en los que se ha capacitado ya a mas de 400 realizadores indígenas y se ha producido y distribuido un sinnúmero de películas en los más variados formatos (Zamorano 43). La Coordinadora Audiovisual Indígena Originaria de Bolivia (CAIB), que se conforma de comunicadores indígenas, se encarga de coordinar las actividades a nivel nacional entre CEFREC y las organizaciones indígenas y campesinas (Aimaretti 228). Sin embargo, son las confederaciones las que dictan las actividades que se hacen. Cada confederación agrupa organizaciones indígenas y campesinas locales y regionales que desde 1980 han participado activamente de la vida política de Bolivia y deciden desde sus bases, de manera colectiva, quiénes se harán cargo de la comunicación. En los centros trabajan miembros indígenas y no indígenas que administran, capacitan y producen en colaboración con los comunicadores indígenas de las organizaciones (Zamorano 41).

El Plan Nacional pasó por dos períodos. La primera fase, que va desde su fundación hasta el año 2005, corresponde a un contexto sociopolítico de reemergencia indígena que tiene varias y contradictorias aristas. Por una parte, había ganado terreno el katarismo, que denunciaba la ineficacia de los afanes homogeneizadores estatales para acabar con las desigualdades sociales y proponía, a cambio, una revalorización de las tradiciones de organización comunitaria (Albó 40-41). Por otra, se hacían concesiones parciales desde el poder a estas demandas, siempre y cuando se mantuvieran en la esfera de lo cultural (Patzi 75-81). La Constitución de 1994, por ejemplo, definía al país como pluricultural, mientras que los kataristas preferían comprenderse como pertenecientes a múltiples naciones étnicas (Albó 40).

Los filmes del Plan Nacional durante este período comprenden una miríada de formatos, como el documental y los videos musicales, pero existe una marcada predilección por la producción de relatos tradicionales e historias orales que contienen mensajes educativos o moralejas. La película Qati qati (Reynaldo Yujra, 1999), por ejemplo, adapta una leyenda de Carabuco sirviéndose de convenciones del género del terror: una campesina aymara, Valentina, advierte a su esposo, Fulo, del qati qati, una cabeza humana voladora que se desprende del cuerpo de las personas cuando duermen. Pero Fulo se burla de las supersticiones de su esposa e ignora los presagios funestos, como la aparición de una serpiente en el pajar. Una noche, cuando Fulo se va a dormir solo en el campo, la cabeza de Valentina, transformada en qati qati, sale a buscarlo y se enreda por las trenzas en los arbustos. Esto causa su muerte y el apenado hombre reconoce, mientras entierra a su compañera, que habría sido mejor prestar oído a las creencias ancestrales.

Al igual que Ignacio en Yawar Mallku y que Sebastián en La nación clandestina, Fulo tiene el alma colonizada, pues ha hecho suya la cultura urbana y occidental que considera los cuentos como el qati qati una superstición. Todos estos personajes niegan, en algún momento, su origen indígena, pero el relato los conduce invariablemente hacia un mayor grado de conciencia identitaria. En Ignacio ocurre de manera gradual, con cada injusticia que encuentra en su camino, para finalmente optar por la lucha armada. El camino de Sebastián, en cambio, es el de una recuperación de su conciencia individual a través de la memoria, que con su muerte se disuelve en una memoria colectiva. Pero en Qati qati el retorno a la identidad étnica se da estrictamente en la esfera de lo cultural y en la conciencia individual. Esa no es, por sí sola, razón para pensar que el filme es indiferente a lo político, pero sí me parece que es, por lo menos, indicador de una nueva forma de comprender lo político en un escenario distinto al del nacionalismo revolucionario.

Es importante notar, en primer lugar, que Qati qati está completamente hablada en aymara y que todos los eventos suceden en el campo. Se trata, además, de la historia de una infracción (no respetar las tradiciones) y su respectivo castigo (la muerte de un ser querido), que cierra con una moraleja para dirigirse al espectador en un tono autoritario e inequívocamente indígena. Se podría argumentar, siguiendo las críticas que el mismo Jorge Sanjinés hiciera a Yawar Mallku, que el uso de convenciones de la ficción clausura el “distanciamiento necesario a toda posibilidad de reflexión” (Sanjinés 98) al articular una realidad que, si bien en este caso es inverosímil, no muestra fisuras ni contradicciones, anulando la posibilidad de acción y pensamiento que el cine militante defendía. Sin embargo, me parece que en estos filmes la omnisciencia propia del relato fílmico ficcional −ese “observador invisible ideal” que está codificado en el montaje continuo y que es aparentemente independiente de los eventos fílmicos (Bordwell 161)− podría estar ocupado por un sujeto más indígena que universal, que desea contrarrestar la subalternización de sus creencias ocupando la misma estructura autoritaria de la que fue (y sigue siendo) objeto. La pertinencia y el éxito de esta estrategia (intencionada o no) es harina de otro costal.

Otra película, Llanthupi munakui (Quererse en las sombras, Marcelina Cárdenas, 2001), recurre más bien a las convenciones del melodrama. En ella, dos jóvenes indígenas se enamoran a pesar de sus diferencias de clase y escapan juntos, desafiando los deseos de sus padres. El relato se despliega de manera bastante clásica, con la salvedad de uno que otro momento que ronda lo etnográfico. Por ejemplo, la primera escena transcurre en una fiesta tradicional de la comunidad donde los jóvenes se enamoran. Pero de manera paralela, apreciamos bailes y cantos bellamente escenificados, sin duda enaltecidos por el tiempo y dedicación que les presta la cámara. Por lo demás, se intercalan al relato del amor prohibido escenas de la vida cotidiana de la comunidad, como el pastoreo, los ajetreos de las mujeres en la cocina y las usanzas sociales, entre otras. Todo parece indicar que, además de responder al deseo de contar una historia de romance indígena, Marcelina Cárdenas hace una pequeña declaración de amor a su comunidad y su cultura.

Marcelina Cárdenas fue, por cierto, elegida por la organización de mujeres de su comunidad para ser entrenada como comunicadora. Realizó Llanthupi munakui en el marco de un taller del CEFREC, inspirada en una historia oral de su pueblo. La película fue realizada de acuerdo con los principios de integralidad anteriormente expuestos, en la comunidad de origen de Cárdenas y con actores de la misma, a los que dirigió sin recurrir a diálogos escritos, como ella misma explica: “Tenemos otra forma de dirigir. No demandamos que nuestros hermanos y hermanas sigan un guion. Nosotros les damos ideas, ellos dan su opinión, y nosotros incorporamos su ideas” (Himpele 358). La coherencia de esta metodología de trabajo con aquellas que desarrollara Jorge Sanjinés después de Yawar Mallku son evidentes. Sin embargo, se cristaliza aquí con claridad la discrepancia entre ambos proyectos audiovisuales, en tanto Llanthupi munakui hace uso, sin empachos, de las convenciones comerciales que los cineastas del Tercer cine combatieran con tanto ahínco.

Freya Schiwy considera que el uso de convenciones comerciales en estos videos no supone una colonización cultural como sugerían los cineastas del Tercer cine, porque estas son indianizadas mediante el uso integral que se le da al video. La autora defiende que los videos indígenas se convierten en una tecnología del conocimiento, es decir, que las prácticas de producción y los productos de los medios indígenas se incorporan al repertorio de formas indígenas de transmisión de saberes, tales como bailes, peinados, trajes, celebraciones o rituales. Los videos reproducen, por ejemplo, relatos orales que se son repetidos y transformados, situados en contextos contemporáneos y mezclados con sistemas semióticos propios, como por ejemplo, de los textiles (Schiwy 108).

Respecto de esta aproximación, hay que considerar que Freya Schiwy solo toma en cuenta los videos de la primera fase del Plan Nacional. Su lectura asume que estos videos están hechos y son usados de espaldas a la totalidad social boliviana, restringidos a circuitos comunitarios, lo que no se puede sostener respecto del trabajo realizado por el Plan Nacional en su segunda fase, que estuvo orientada a promover la presencia de las confederaciones en los debates de la Asamblea Constituyente. Pero además de esta observación, es importante considerar que son momentos en que lo indígena aparece con fuerza en el discurso público de la nación y la cultura popular, que con seguridad orientó el marco de lo verosímil de las autorrepresentaciones. Es posible afirmar que algunos aspectos de estos videos se hayan integrado, sin proponérselo, a la nueva fase de la cultura dominante que autorizaba al indio permitido, así como también detectar en ellos elementos del katarismo que buscaba revalorizar la autoridad indígena.

En la segunda fase del Plan Nacional, se seguió profundizando en las metodologías de realización colectiva, pero en un entorno político y cultural distinto al de la primera fase, determinado fuertemente por la creación de la Asamblea Constituyente en 2006. El Plan Nacional adquiere entonces nueva importancia como entidad comunicacional, de manera que se ampliaron sus competencias para entrenar y producir en las áreas de televisión, radio e internet. A los comunicadores indígenas se les solicitó seguir el proceso constituyente para reforzar las demandas e intereses de las confederaciones, pero también para informar a la sociedad civil acerca de su desarrollo.

En esta fase se abandonan, por tanto, los temas sobrenaturales, los mitos y las leyendas de la primera fase para volcar el trabajo sobre propuestas más realistas, con una postura política más explícita. Programas televisivos como Bolivia constituyente (2006-2007) y el programa de reportajes Entre culturas, respondieron a la necesidad de informar y debatir las demandas que las confederaciones llevaban al proceso constituyente (Zamorano 74). Además, se produjeron documentales que abordan la situación política del país, especialmente sobre aquellos temas que se debatían en la Asamblea, tales como tierra y territorio, ley tradicional y educación bilingüe.

Pero lo más interesante para el presente artículo fueron las docuficciones, realizadas de acuerdo con protocolos comunitarios, frecuentemente dedicadas a narrar eventos pasados desde perspectivas locales. Algunas de las más difundidas son Cocanchej sutimpy (Humberto Claros, 2005), que relata la historia de un joven soldado obligado a erradicar los sembradíos de coca de su propia familia en el Chapare; El grito de la selva (2008), que cuenta del enfrentamiento entre una comunidad del Beni y una empresa maderera; y Sirionó (2010), realizada por la comunidad de Ibiato, que cuenta del racismo y la violencia ejercida por profesores enviados por el Estado para enseñar en la escuela.

Usualmente, una docuficción comunitaria parte con talleres de los que participan capacitadores y técnicos –muchas veces no indígenas–, así como comunicadores indígenas asignados por las confederaciones. En estos talleres, los participantes aprenden los conceptos básicos de la escritura de guion, a la vez que sugieren historias y temas. Los miembros de CEFREC y CAIB seleccionan, en común acuerdo con los participantes, los temas que son urgentes o pertinentes para ser trasladados al filme. Tras identificar locaciones, caracteres y discutir sobre las escenas, se asignan roles como cámara, sonido e iluminación entre los participantes. Los actores suelen ser los habitantes de la comunidad en que hace el rodaje (Zamorano 93).

La antropóloga Gabriela Zamorano, quien ha estudiado los procesos de capacitación y las prácticas de producción y circulación del Plan Nacional, lo describe como una instancia de participación para la sociedad civil, donde se disputan y comparten nociones de indigenidad y se vinculan sus participantes al nuevo proyecto plurinacional (Zamorano 23-24). La fase del Plan Nacional que arranca con la elección de Evo Morales es especialmente compleja, en tanto el significante indígena demarca una posición de enunciación y de acción común, que adquiere un carácter paradójico porque funciona como resistencia y gobierno a la vez (Zamorano 32). Sin embargo, para la autora, lo que se juega en el Plan Nacional no solo concierne la representación identitaria o de demandas. Más bien, facilitaría el Plan Nacional un proceso colectivo, abierto y cambiante que apunta a normalizar la idea de la participación indígena en la política nacional y a darle al audiovisual un uso socialmente transformador (Zamorano 39)

El proceso abierto y cambiante descrito por Zamorano trae a la memoria algunas reflexiones hechas en torno a El coraje del pueblo, donde la participación improvisada y la práctica de retroalimentación entre cineastas y mineros sacó a relucir con mayor claridad en las ficciones de Ukamau y Yawar Mallku, las contradicciones internas de los mineros, como por ejemplo en la escena en que las mujeres increpan a los varones por no resistir a las mineras. Se trata, por tanto, de una metodología de trabajo que hace evidente que solidaridad y cohesión no son cosas dadas. Más bien implican desacuerdos, afinidades y requieren de procesos de reflexión y análisis de la realidad, la historia y la memoria.

Sirionó (2010), por ejemplo, es una docuficción cuyo guion fue escrito mediante consensos comunitarios. Allí, se narran las experiencias vividas por los miembros de la comunidad de Ibiato a propósito de la llegada de distintos profesores enviados por el Estado para enseñar en la escuela del pueblo. El relato se articula esta vez desde la subjetividad de una mujer, Palmira, que sentada bajo un árbol mira desde cierta distancia al pueblo de Ibiato y comienza a recordar su historia.

En una de las primeras escenas Palmira observa, desde esta posición externa, que un grupo de niños y adultos pide ayuda a su nieta, que es la profesora del pueblo, para escribir en un lienzo la frase: “Marcha por el territorio y la educación”. Palmira comenta fuera de cámara en lengua sirionó: “Es muy bueno que mi nieta haya aprendido a leer y a escribir. Esto ayuda mucho a nuestra comunidad”. Con esta reflexión sobre el presente inicia el testimonio de Palmira, que será ilustrado por la puesta en escena de los actores naturales de la comunidad.

Palmira relata varios encuentros trágicos con personajes foráneos. Desde profesores violentos, pasando por funcionarios corruptos, hasta la llegada de un joven revolucionario que huye de la represión militar. Todos ellos insultan y avergüenzan a los sirionó porque no saben escribir, porque no hablan español y porque sus costumbres son supuestamente primitivas. Así, la comunidad es enfrentada a las imágenes y los prejuicios de estos personajes que representan instancias de lo nacional, ligadas al Estado o bien a movimientos de emancipación. El testimonio de Palmira se levanta contra estas imágenes peyorativas, mostrando que ellas sirvieron para justificar la violencia estatal, el despojo de su territorio y la aculturación a través de programas educativos.

Pero Palmira no se limita solo a describir estas situaciones nefastas, sino que despliega un argumento poderoso a favor de la educación intercultural. Intercede a favor del aprendizaje del español y la escritura (y tácitamente también del uso del video), en tanto sirven como instrumentos de defensa y lucha, simbolizados, por ejemplo, por el lienzo que escribe su nieta y por el mismo filme. Pero tener estas habilidades no significa necesariamente abandonar la identidad sirionó. La película postula, más bien, que Palmira y su pueblo precisan de ambas cosas para poder ejercer una plena ciudadanía boliviana.

Nuevamente es posible trazar una continuidad entre las metodologías de realización comunitaria de Sirionó y aquellas que Jorge Sanjinés desarrolló a lo largo de su vida. Pero como las ficciones de la primera etapa del Plan Nacional, las docuficciones como Sirionó no reiteran las críticas que el realizador boliviano hiciera a las convenciones clásicas del cine de ficción, como por ejemplo, respecto del close up como convención individualista y burguesa (Zamorano 64-65). Las memorias de Palmira se relatan en una serie de convenciones típicamente comerciales del cine de ficción: la trama está estructurada en torno a eventos que trastornan el statu quo y echan a andar la acción, personajes que deben superar pruebas y obstáculos para encontrarse transformados al final de su trayectoria, música de fondo que recalca las emociones, montaje de continuidad, etc. Si en Qati qati la ficción afianzaba la autoridad indígena, en Sirionó la ficción está al servicio del argumento que Palmira formula posicionada a las afueras del pueblo, con una mirada panorámica sobre sus eventos presentes y pasados. El filme, en su forma cerrada y coherente, se acerca a la forma de un pensamiento o una demanda. Así, en vez de cerrar la película con la imagen impactante de los fusiles alzados de Yawar Mallku o la figura de María Barzola con bandera en mano de El coraje del pueblo, Sirionó cierra con una imagen bastante más templada de los comuneros marchando. Estas escenas están dominadas por la pancarta que sostienen y que reza “marcha por el territorio y la educación”, una alusión a la manifestación que hicieran los indígenas de tierras bajas en 1990. Con ello, si bien hay un llamado a la acción (marchar), se impone en la imagen el texto escrito que sintetiza las conclusiones que saca el personaje de Palmira de su relato y que fueron articuladas colectivamente durante la escritura del guion.

Algo similar sucede en las escenas que muestran reuniones comunales −aquellas en las que una comunidad debate asuntos y toma decisiones−, que son características de películas del Grupo Ukamau como ¡Fuera de aquí! y La nación clandestina. En estas escenas, Jorge Sanjinés buscaba respetar

la unidad natural de tiempo y espacio ‘neutralizando’ la historia al usar planos secuencia “integrales” y abiertos con profundidad de campo, permitiendo que la imagen filmada abarcara a todos los protagonistas de una escena en lugar de privilegiar a un solo personaje que impulsa la narración” (Wood 2).

Las reuniones comunales también son escenas recurrentes de las docuficciones de la segunda fase del Plan Nacional, pero el uso del plano secuencia integral está prácticamente ausente. Las escenas favorecen más bien la fragmentación y privilegian el primer plano a personajes individuales cuando hablan. Más que dar cuenta del colectivo mediante una nueva gramática fílmica realista, las escenas en las docuficciones prefieren orientarse por el sentido de lo dicho, poniendo en escena la elaboración cuidadosa de los razonamientos colectivos. Con ello no se reproduce la temporalidad burguesa ni se desplaza la colectividad en las docuficciones. Tampoco significa que los protagonistas colectivos de las escenas del cine de Sanjinés se presenten como una turba sin discurso: la cuestión, aquí, tiene que ver más bien con la forma de habitar ciertos marcos de inteligibilidad en determinados momentos históricos. En el caso de estas escenas colectivas, específicamente, tiene que ver con el procedimiento mediante el cual un “individuo [decide asociarse] con una pluralidad de otros nombres y otros individuos concretos” para alcanzar un anonimato “que no es algo en que uno se sumerge sino más bien algo que hay que conquistar” (Jameson 132).

5. Conclusión

En este artículo he querido dar cuenta de un afán que ha sido persistente en el cine boliviano: el de tornar participativo un medio que históricamente ha estado en manos de unos pocos. Pero lo he hecho tratando de contrarrestar la noción de que la trayectoria de este propósito ha conducido a una mejor (o peor) representación de la realidad indígena. En lugar de eso, he propuesto que en distintas etapas de este proceso se han establecido nuevas formas de relacionar el dispositivo con la realidad, alcanzando con ello diversos efectos estéticos y políticos.

Como había mencionado con anterioridad, los realizadores y gestores del cine y video indígena, así como muchos de sus estudiosos, afirman con frecuencia que los medios indígenas han conducido a una mayor visibilidad y a la corrección de estereotipos coloniales. Esta afirmación es de una retórica poderosa que, sin duda, ha ayudado a promover y legitimar a los medios indígenas. Sin embargo, resulta también provechoso abordar a los medios indígenas asumiendo que, históricamente, la diferencia étnica ha sido visualmente producida en exceso, en su mayoría por no indígenas y muchas veces, en desmedro de ellos, aunque con una que otra luminaria en el camino, como el cine de Jorge Sanjinés. Esta visibilización afuerina ni siquiera ha dejado de estar vigente en los períodos de más severa imposición occidental, y no solo perduró por fuera de los discursos oficiales, sino también siguió presente en ellos, pues hasta para justificar la aculturación, había que nombrar aquello que debía aculturarse. Así con la “fuerza virgen”, por ejemplo: intocada por la modernidad, pasiva, sin deseos, esperando a ser fecundada por el Norte.

Asumir estas visibilizaciones previas y la forma en que se actualizan para incorporarse o desafiar nuevas fases de lo dominante (como el multiculturalismo, por ejemplo), ayuda a comprender el sitial –subversivo, o conforme, o a medio camino– que ocupan estos filmes en un campo más amplio de representaciones y discursos. Así, el hecho de que recurran a convenciones comerciales como el close up y a estereotipos algo añejos del indio permitido, no puede ser, por sí sola, razón para desecharlos o para creer que solo incumben a los propios productores. No deja de ser, además, de tremenda importancia recordar que heredan la rica tradición de un cine de impronta contrahegemónica, del que han extraído y perfeccionado formas de relacionarse con la realidad que rivalizan con la tediosa reverencia a la distancia y a la observación objetiva de algunos realismos.

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Filmografía

Ukamau. Dirigida por Jorge Sanjinés, Ukamau Grupo, 1966.

Yawar Mallku. Dirigida por Jorge Sanjinés, Ukamau Grupo, 1969.

El coraje del pueblo. Dirigida por Jorge Sanjinés, Ukamau Grupo, 1971.

El enemigo principal. Dirigida por Jorge Sanjinés, Ukamau Grupo, 1974.

Fuera de aquí. Dirigida por Jorge Sanjinés, Ukamau Grupo, 1977.

Cocanchej sutimpy (En nombre de nuestra coca). Responsable Humberto Claros. CEFREC-CAIB, 2005

El Grito de la Selva. Responsables Alejandro Noza, Iván Sanjinés, Nicolás Ipamo. CEFREC-CAIB, 2008

Llanthupi Munakuy (Quererse en las Sombras). Dirigido por Marcelina Cárdenas, CEFREC-CAIB, 2001.

Qati Qati: Susurros de Muerte. Dirigida por Reynaldo Yujkra, CEFREC-CAIB 1999.

Sirionó. Dirección colectiva. CEFREC-CAIC, 2010.


  1. 1 Este artículo fue escrito en el marco del proyecto Fondecyt posdoctoral 3200489, financiado por la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile (ANID) y dirigido por la Dra. Margarita Alvarado.

  2. 2 La Revolución Nacional de 1952 dio paso a lo que se denomina el Estado del ´52 en Bolivia, encabezado por el partido Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR). Significó un cambio en la estructura política, económica y social de Bolivia. Instauró un sistema democrático más inclusivo, que permitió el sufragio de ciudadanos indígenas, llevó a cabo la reforma agraria, y nacionalización de las minas. En el lenguaje político del Estado del ´52 se privilegió una nomenclatura de clase (campesino) por sobre la denominación étnica (indígena).

  3. 3 Sanjinés da cuenta de las dificultades y negociaciones que fueron necesarias para realizar Yawar Mallku en su posterior película Para recibir el canto de los pájaros (1995). También se puede leer un relato de lo sucedido en Sanjinés (26-31).

  4. 4 Los miembros del Plan Nacional evitan el término ‘autor’ o ‘realizador’ para reemplazarlo por ‘comunicador, o bien, ‘responsable(s)’ en los créditos de los videos. Con ello se busca hacer hincapié en la calidad integral de la obra.

  5. 5 Se trata de la Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia (CIDOB), la Confederación Sindical de Colonizadores de Bolivia (CSCB), la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), el Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qollasuyo (CONAMAQ) y la Confederación Nacional de Mujeres Campesinas Indígenas Originarias de Bolivia “Bartolina Sisa” (CNMCIOB-BS).

  6. 6 En el año 2009 cambiaría su nombre a Sistema Plurinacional de Comunicación Indígena Originario Campesino Intercultural, en un afán por cubrir todas las categorías indígenas plasmadas en la nueva Constitución. Sin embargo, quienes participan y colaboran en esta iniciativa, siguen refiriéndose a ella como Plan Nacional. En este artículo, me atengo también a esta denominación.