Entre la urbanidad y el urbanismo
la modelación del caminar y del paseo urbano en el Santiago decimonónico
Revista de Humanidades n.º 52: 195-235
ISSN 0717-0491, versión impresa
ISSN 2452-445X, versión digital
Camila Gatica Mizala
ORCID: 0000-0003-0866-885X
Natalia López Rico
ORCID: 0000-0002-7867-2080
Patience A. Schell
ORCID: 0000-0002-4005-6573
Entre la urbanidad y el urbanismo
la modelación del caminar y del paseo urbano en el Santiago decimonónico1
Between urbanity and urbanism: the modelling of walking and urban strolling
in nineteenth-century Santiago
Camila Gatica Mizala
Universidad de Chile
Facultad de Filosofía y Humanidades
Capitán Ignacio Carrera Pinto 1025, Santiago, Chile
Natalia López Rico
Universidad Diego Portales
Centro para las Humanidades,
Av. Ejército 260, Santiago, Chile
Patience A. Schell
University of Aberdeen,
School of Language
King’s College, Aberdeen AB24 3FX, Reino Unido
Resumen
El artículo explora las regulaciones y formas de caminar en Santiago de Chile entre 1850 y 1910, entendiendo esta actividad como parte fundamental del surgimiento y la consolidación de la urbanidad y el incipiente urbanismo moderno, que fueron componentes claves en la disposición y disciplinamiento de los cuerpos que más preocuparon a los intereses del desarrollo del nuevo Estado nación: el cuerpo ciudadano y el urbano. Proponemos que caminar, como actividad –en un sentido práctico o de recreo–, daba cuenta de nuevas formas de entender y activar la ciudadanía en los nuevos espacios públicos donde se mezclaba la decencia, la urbanidad y el urbanismo. Para cumplir con este objetivo, recurrimos y cotejamos tres fuentes principales: manuales de urbanidad, textos dedicados a la reforma urbana bajo la intendencia de Benjamín Vicuña Mackenna y escritos testimoniales de la época.
Palabras clave: urbanidad, urbanismo, caminar.
Abstract
The article explores the regulations and ways of walking in Santiago, Chile between 1850 and 1910, understanding this activity as a fundamental part of the emergence and consolidation of modern urbanity and early urban planning. These two elements were key components in the disposition and control of the bodies that most concerned the interests of the nation-state in formation: the citizen and urban bodies. We propose that walking, as an activity (either for practical reasons or as a pastime), demonstrates new forms of understanding how to behave in public spaces in which decency, civility and city planning were mixed. To achieve this aim, we use diverse manuals of courtesy, Benjamín Vicuña Mackenna’s texts focusing on the urban reform of Santiago and other witness accounts of the era.
Keywords: civility, city planning, walking
Recibido: 05/03/2024 Aceptado: 10/07/2024
1. Introducción
En este artículo exploramos cómo caminar por la ciudad latinoamericana en vías de modernización da cuenta de ciertos cambios que se esperaban de los habitantes urbanos en tanto ciudadanos modernos y el modo en que se registra esta expectativa diferenciada del caminar en los ambientes urbanos del fin del siglo XIX2. Atendiendo a las fuentes analizadas, dicha expectativa implicó que los cuerpos se comportaran de maneras determinadas e incorporaran la decencia, proyectando no solo una nueva forma de vida, sino también una pauta de movimiento exigida por las ciudades que experimentaban sus primeras reformas modernas. El caso que observamos es Santiago de Chile, enfatizando el marco de los proyectos de reforma urbana de la intendencia de Benjamín Vicuña Mackenna.
Con ese fin, examinamos algunos discursos que difundieron, entendieron y registraron el caminar en el Santiago decimonónico, sin perder de vista que las nuevas pautas no borraban antiguas culturas del caminar, sino que se entretejían, chocaban y, al mismo tiempo, ofrecían algo diferente. De este modo, postulamos que todas las formas de caminar, desde pasear por moda y distinción social, hasta caminar usando los pies apenas como medio de transporte, existían bajo consideraciones renovadas de cómo comportarse en la vía pública y en los nuevos espacios públicos. En esta forma de entender el caminar en las ciudades modernas se mezcla la decencia, la urbanidad y características incipientes del urbanismo.
El surgimiento y la consolidación de la urbanidad y el urbanismo en América Latina a fines del siglo XIX marcharon de la mano como un mismo proyecto (Almandoz; Almandoz e Ibarra; Gorelik; Hardoy; Ibarra, Romero); y si bien el urbanismo como una disciplina académica no se desarrolló hasta inicios del siglo XX, utilizamos el término para dar cuenta de una reimaginación del espacio de la ciudad en la que el Estado nación puso en juego la regulación, el control y la disposición de los dos cuerpos que más preocuparon a sus intereses: el cuerpo ciudadano y el cuerpo urbano3. La dinámica resultante osciló entre ambos polos: reformar al ser humano para reformar la ciudad y viceversa, de una ciudad transformada se esperaban hombres y mujeres reformados. En suma, se trataba, según Alain Musset, de darle civitas a la urbs (Núñez 265). Y aunque se trató de prácticas discursivas que pretendían delinear la educación del cuerpo y de los sentidos, operando, según Michel Foucault, como verdaderas microfísicas del poder disciplinario y anatomías políticas del detalle, las pautas pasaron por un proceso de adaptación y resignificación donde ganaron otros contornos y usos superando el mero sometimiento y control de los cuerpos, pues como el mismo Foucault señala, “no existen relaciones de poder sin resistencias” (171).
La urbanidad y el urbanismo comandaron de este modo la transformación urbana y la creación del urbanitas a partir de la difusión de fuerzas modélicas que, junto con disciplinar el espacio público y el cuerpo, trataron de moralizarlos (Sennet). Fueron también dos caras de la misma moneda que coincidieron en el esfuerzo de pautear y ordenar la experiencia urbana, aunque terminaron por intensificarla: la urbanidad detalló minuciosamente las disposiciones corporales que exigía la ciudad; y el urbanismo, al planificar y trazar calles, caminos y paseos en vez de configurar límites, delineó puntos de fuga. Surgidos en primera instancia en el plano discursivo, la preeminencia de estos dos campos en la república de las letras no tuvo parangón: aparecieron bajo el formato de leyes, reglamentos, decretos y normativas (González Stephan, Modernización).
El siglo XIX entreteje así esta relación que, aunque de larga data, se afianza y hace palpable: la relación entre escrituras y experiencias urbanas. Una relación que fue impulsada, en buena medida, gracias a la difusión que de ella se hizo a través de los primeros proyectos de educación pública nacional que propendían a la alfabetización en gran parte de América Latina. No es pues de extrañar que fueran precisamente los textos que contenían códigos normativos, como los manuales de urbanidad que delinean al sujeto urbano y que aborda en primera instancia este artículo, la herramienta utilizada en la enseñanza y aprendizaje de la lectura: la letra nos llegó en forma de disciplina (Rama; Ramos; González Stephan, Modernización y Cuerpos de la nación).
Así, en este artículo analizamos las formas del caminar presentes en las prácticas discursivas de la urbanidad y el urbanismo que circularon en Santiago desde 1850 hasta 1910, formas contenidas en manuales de urbanidad y en el urbanismo del proyecto reformista del intendente Vicuña Mackenna, centrándonos en dos aspectos esenciales: primero, en el caminar los nuevos paseos urbanos y calles como uno de los gestos que se convirtió en el acto por antonomasia de la ciudad moderna; y, segundo, en los testimonios en torno a las transformaciones y vivencias de viajeros y observadores de los paseos urbanos. Al considerar tres fuentes principales –manuales de buena conducta, proyectos de reforma urbana y testimonios de la época– pretendemos hacer una lectura que atienda y supere la mera disposición discursiva al disciplinamiento de los cuerpos y espacios, dando cuenta de las tensiones y diversas apropiaciones que hicieron paseantes y observadores de la urbe en general, y de los nuevos paseos urbanos en particular.
2. La trama disciplinaria: manuales de urbanidad – reglas de policía – urbanismo
En América Latina, el siglo XIX vio un auge de los textos de urbanidad, alentado por el régimen disciplinario del Estado, así como por la inserción de la región en el mercado global de textos y el impulso dado a la producción local de libros (Roldán). Los primeros tratados y las voces autorizadas para dictar las normas de comportamiento procedían del contexto europeo: Chesterfield y su civilidad inglesa, La Salle y su civilidad cristiana, Urcullu y su urbanidad republicana, entre otros.
Chile no fue ajeno a este proceso, es por eso que a mediados de siglo las imprentas todavía en ciernes publicaron los primeros libros de urbanidad con autorías locales. Estas autorías recayeron, por lo general, en religiosos como Lorenzo Robles y pedagogos como José Bernardo Suárez. Pero toda América Latina, incluido Chile, sucumbió a una misma autoría que podríamos denominar ‘civil’, un hombre interesado en la educación y en la religión, pero, ante todo, un “hombre de mundo”: Manuel Antonio Carreño y su Manual de urbanidad. El manual se publicó en 1853 en Caracas y en 1863 encontramos la primera versión de su Compendio publicado en Chile4. Con un gran alcance en el mundo de habla castellana y múltiples ediciones, durante buena parte del siglo XIX la urbanidad de Carreño fue apreciada como una especie de biblia que enseñaba a los cuerpos a desenvolverse en los nuevos espacios urbanos públicos y privados5.
De algún modo, los espacios de sociabilidad pública y privada que delinea la urbanidad en los textos de mediados de siglo XIX anticiparon las modificaciones a las que debía someterse la ciudad e intentaron preparar a los individuos para los cambios que ello implicaba. Primero se intentó moldear el cuerpo individual y de ahí el cuerpo urbano y colectivo. A este respecto resulta significativo que en la escuela primaria estatal el enfoque puesto en el traje, el aseo personal, la forma de mover el cuerpo y el cómo tratarse entre los alumnos, reflejara el propósito civilizador y el régimen disciplinario del mismo Estado (Egaña y Monsalve 124-7). En este marco, el concepto de decencia aparece como un componente fundamental para entender algunos de los discursos asociados al cuerpo que surgieron en el siglo XIX. Al contrario del concepto de honor, que tenía un carácter legal, la decencia era un concepto afín a usos sociales muy vinculado a las élites latinoamericanas, que sostuvieron que representaban valores morales particulares (De la Cadena; Whipple). En términos lexicográficos, para 1884 el Diccionario de la Real Academia Española establecía que el significado del adjetivo iba desde “honesto, justo, debido” a “bien portado” en su sexta definición (Real Academia Española 338). Apelar a la decencia como rasgo y posesión de un grupo particular, fue también el modo que encontraron las élites para recalcar su superioridad social una vez terminado el dominio colonial e introducidas las nuevas construcciones políticas en la forma de jóvenes repúblicas. Ahora bien, si durante la Colonia la decencia pertenecía a un único sector social, con la República salió de sus manos y fue “reclamada, usada y entendida desde cualquier posición social y bajo múltiples significados” (Whipple 31). Esto significó que todos, independiente de su contexto o clase, podían ser o intentar parecer decentes, siempre y cuando fuesen honestos, limpios, sobrios y obedientes (33-34). La ampliación de la idea, circulación y posesión de la decencia desafiaba así la exclusividad que las élites latinoamericanas tenían del concepto, en tanto lo utilizaron como una forma de establecer su estatus y superioridad moral en el tránsito de la Colonia a la República.
La decencia también jugó un papel importante en la intensificación de las disposiciones en materia de regulación urbana poniendo en diálogo el cuerpo urbano y el ciudadano. La República modificó el espacio urbano, y los espacios públicos y de sociabilidad ganaron importancia, especialmente los lugares que posibilitaban el flujo de intercambios y transacciones: calles, parques, plazas y paseos. En todos ellos, se esperaba la concurrencia de paseantes ‘decentes’ que sabrían cómo moverse y desenvolverse sin crear alteraciones al orden, a la vez que se desarrollaba un tipo de sociabilidad virtuosa que Pilar González Bernaldo caracteriza como sinónimo de civilidad y urbanidad al mismo tiempo (36).
Uno de los primeros intentos republicanos por condensar en un mismo código textual este cuerpo urbano y humano fueron los reglamentos de policía que indicaban los modos en que debía disponerse la ciudad y sus habitantes. Esta reglamentación, que pasó del siglo XVIII al XIX, contenía una de las primeras formas del incipiente urbanismo moderno. Como apunta Graciela Favelukes, la policía moral, vial, edilicia y de abastos comprendía el gobierno urbano donde al no acatamiento de la norma le sobrevenía una sanción en forma de multa (9). Con el correr de las décadas, los discursos de policía y urbanismo fueron diferenciándose. Durante el afianzamiento de la república de las letras, uno y otro se separaron para regirse por reglamentos y saberes distintos, aunque dialogantes. En buena medida, fue este corpus textual reglamentario desplegado en manuales de urbanidad y reglas de policía el que dispuso la ciudad y sus cuerpos para asimilar las reformas sucedidas entre 1872 y las primeras décadas del siglo XX, corpus implementado y aplicado en parte por el plan de transformación de Benjamín Vicuña Mackenna.
La transformación de Santiago es el texto que recoge el programa de reforma urbana que proyectó el intendente Vicuña Mackenna, y aunque como apunta en su saludo introductorio, se trata de una “obra común” (8), es firmado y presentado “por el intendente de Santiago”6. En el plan se concibe al urbanismo como un mal para redimir males y la renovación física de la ciudad como su única salvación. En esa urgente renovación primaba “el bien público y el negocio rentístico para el municipio”, con las soslayadas ganancias de algunos privados. Sería además necesario que las diversas clases de la población se ajustaran a las condiciones de todas las sociedades “cultas y cristianas” (Vicuña Mackenna), lo que incluía, a la manera de los manuales, cumplir con formas determinadas de comportarse y el cada quien en su lugar.
Para convencer al parlamento ante el que se presentó el documento de la urgencia de las reformas, el texto apela a dos recursos discursivos: iniciar la presentación de cada uno de los veinte ítems del proyecto con una declaración rotunda y cerrada: la canalización del Mapocho “no admite discusión” (12), la transformación de los barrios del sur es la necesidad “más capital de todas” (24) y requiere la “destrucción completa de todo lo que existe” (27; mayúsculas del original), “Santiago no tiene plazas” (45), y el empedrado de las calles “es la más grave porque es cuestión fundamental” (99), entre otros. El otro recurso es la repetición de calificativos negativos de la ciudad, una adjetivación de lo inmundo. La idea de un Santiago pestilente, cloaca, muladar africano o potrero de la muerte, entre otros epítetos, recorre todo el texto en un gesto que más que explicitar una realidad, parece querer inventarla. Ahora bien, como señala Pía Montealegre, el fatal diagnóstico urbano realizado en el plan de transformación tiene ante todo el efecto de depositar en el urbanismo un “potencial de redención” (209) que se proyecta como camino hacia el futuro. Y para ello, siguiendo a la misma autora, “se apelará dialécticamente a los valores de la tradición y del progreso: la moral, la higiene, la estética y el confort” (209).
En el texto también se vislumbra el temor ante lo público como un espacio que corre el riesgo de ser ingobernable o gobernado por las pasiones típicas “de la calle pública”, pasiones que pueden inducir a quebrantos, donde, además, “(l)as exageraciones del vulgo” (12) son también pasiones incontroladas. Este prejuicio y temor ante lo público –del que también da cuenta la urbanidad– como inductor de pasiones, pretende contrarrestarse con formas materiales de control espacial, así como con los controles propios de la esfera privada. El mundo privado es el que enseña el gobierno de las pasiones, un gobierno que debe trasladarse al espacio público.
De este modo fue tejiéndose la trama discursiva disciplinaria entre la urbanidad y el urbanismo en el Santiago de la segunda mitad del XIX, lo que sentó las directrices del nuevo cuerpo y orden urbano. Con ese fin, hay características que son sustraídas a ese cuerpo. Ambos discursos pretenden ser paradigmas transformadores del cuerpo humano y el urbano fijando en el espacio el flujo de los sujetos o, en el mejor de los casos, propenden, en palabras de Luis Alberto Romero, a “ocupaciones diferenciadas de espacios comunes” (Romero 167), en las que se privilegian los cuerpos individuales en movimiento en una suerte de admonición de la necesidad de individualizar la multitud. De ahí que buena parte de los manuales de urbanidad insistan en no pararse por mucho tiempo en la calle y no obstaculizar con conversaciones el espacio público. En este sentido, los paralelismos que hace Vicuña Mackenna entre cuerpo individual y cuerpo social están en consonancia con el pensamiento sociológico en ciernes de la época (Fernández 32).
No obstante, como intentaremos mostrar, el discurso disciplinario de la urbanidad y el urbanismo en la voluptuosidad del detalle que quiere atacar y prohibir, termina exponiéndolo. En la proliferación y organización de detalles menores que constituían los instrumentos, también a veces menores, como dispositivos dispuestos para el control, orden y exclusión, se encarna una exaltación del propio cuerpo (Foucault). Así, aunque los discursos promueven la creación de un cuerpo controlado y pasivo, terminan por exponerlo y activarlo, lo que resulta en un cuerpo marcado por el movimiento y animando, a su vez, nuevas experiencias urbanas que tuvieron como una de sus mayores expresiones el acto de caminar por las nuevas calles y paseos públicos.
3. Caminar la ciudad: los caminos textuales
Como quisiéramos sostener, el caminar como un gesto típicamente moderno es a la vez reglamentado y promovido por la urbanidad y el urbanismo emergente. En América Latina, la preparación del paseante de la ciudad moderna estuvo antecedida y marcada por la convicción política y social de civilizar la barbarie del sujeto americano a partir de la proyección de una subjetividad ideal en el plano discursivo que direccionaba minuciosamente hasta el ritmo de los pasos. De ahí que en la construcción de la nueva ciudadanía moderna haya prevalecido la lógica de la civilización y la decencia que redimiría a la sociedad de sus aspectos y resabios más primitivos. La pedagogía cívica decimonónica no se delegó solo a la ciudad, fue ante todo reforzada en las lecciones escolares, en los libros de urbanidad y en la literatura, ordenadores de la experiencia urbana y dibujantes de la ciudad normatizada que debía transitarse. La educación, y la lectura en particular, se convirtieron en un elemento fundamental para moldear a los nuevos ciudadanos, hombres y mujeres que debían seguir los estilos urbanos que eran presentados como ideales. Para Beatriz González Stephan, “el proyecto nacional implicó la producción de un nuevo marco cultural” en el que el ideal ciudadano estaba delimitado por la idea de lo decente como base de la civilización (Modernización 130). En este sentido, el esfuerzo de Vicuña Mackenna coincide con la corriente transformadora de la ciudad que se trasladó a América Latina en forma de prácticas y técnicas del urbanismo moderno (Hardoy 97).
Con el fin de conocer y hacer confluir los componentes discursivos e ideales del/la paseante y los paseos urbanos, abordaremos a continuación, en orden cronológico, una serie de manuales de urbanidad y algunos de los proyectos de la reforma urbana de Vicuña Mackenna relacionados directamente con la proyección y construcción de paseos públicos.
Como señalamos al inicio, fueron decenas los manuales de urbanidad y buen comportamiento publicados a fines del siglo XIX y principios del siglo XX en Chile y en toda América Latina. Para este artículo decidimos elegir dos manuales escritos por chilenos, un sacerdote y un profesor, y el célebre manual de Carreño, cubriendo de este modo las principales figuras autorales de ese tipo de textos en la época. Robles y Suárez fueron autores de gran influencia: el texto de Robles tuvo al menos dos ediciones y su publicación antecede al manual de Carreño en Chile, y Suárez fue una figura relevante en la educación pública nacional, por lo que su libro tuvo una especial legitimidad desde su autoridad de experto. Finalmente, y siguiendo el trabajo que Patience Schell ha realizado con los catálogos de distintas bibliotecas latinoamericanas, sabemos que el libro de Carreño era de fácil adquisición, contando además con múltiples ediciones. En suma, estas tres publicaciones representan los tipos de manuales más relevantes para el período. En el caso de Vicuña Mackenna, cuya productividad es ampliamente reconocida por el campo historiográfico7 –sumando obras de ficción y novelas históricas, memorias de viajes, informes, reportes y monografías–, nos concentramos en esta ocasión en tres obras principales que detallan los proyectos de reforma de Santiago: La transformación de Santiago (1872), El paseo de Santa Lucía (1873) y el Álbum de Santa Lucía (1874). Este último, un paseo considerado como “la obra predilecta de Vicuña Mackenna” (268), en palabras de Pía Montealegre, apreciación compartida por Bárbara Ossa para quien el paseo “refleja la visión de ciudad que tenía [el intendente]” (3).
El primer texto de urbanidad es el del sacerdote y pedagogo Lorenzo Robles, en su segunda edición (1854). A pesar de ser un manual que refuerza ante todo los comportamientos religiosos, Robles da lugar en su libro a la forma en que se debe caminar advirtiendo que “Es señal de perezoso el arrastrar los pies, i se tiene por loco el andar corriendo de una acera a otra” (30). Pero lo que más parece interesar en el tratado es el encuentro público con las personas que denomina respetables por su edad o “dignidad”, a quienes se debe saludar “cortesmente sin volvernos demasiado ácia ella: en las grandes ciudades (como en Santiago) solo se saluda a las personas conocidas. Si alguno nos detuviese en el camino para hablarnos, es preciso que le correspondamos en los mismos términos, con tal que no sea inferior a nosotros” (30). La marca del anonimato y la impersonalidad que se vive en la gran ciudad es anotada por Robles como diferencia de las maneras rústicas donde prima la vida comunitaria y es deber saludar incluso al desconocido.
Este texto ubica al tratadista como un testigo de la ciudad. El ojo testigo se advierte, por ejemplo, en la condena airosa que hace Robles sobre la conducta en el espacio urbano: “El ir fumando, silvando o cantando por las calles, es de jente ordinaria, i no importa que lo hagan sujetos que se tienen por caballeros, porque tambien hai caballeros ordinarios i de mala educacion” (31). Asimismo, el ojo atento del autor a la caza de los malos actos urbanos que luego son incluidos en sus manuales, suele recaer en una de las figuras preferidas de la censura:
Una mujer que fije los ojos en los hombres, denota falta de vergüenza, i si mira a uno i otro lado la tendrán por una loca. La mujer debe contener su marcha sin detenerse a no ser que lo exija algun motivo honesto. Si alguno de estos jóvenes atrevidos le dirije la palabra, debe hacerse desentendida (31).
Por su parte, Manuel Antonio Carreño, como tratadista, se caracterizó por ofrecer un modelo de subjetividad urbana general que fungió como pauta para toda América Latina y España. La primera evidencia de circulación de su manual en Chile la encontramos en el catálogo de las Librerías del Mercurio en 1858, tanto en su formato completo como en el compendio. En ese mismo año, las Librerías del Mercurio tenían tiendas en Valparaíso, Santiago, Copiapó y Concepción (Librería del Mercurio). Ahora bien, la primera versión que puede consultarse del manual en su formato compendio publicada en Chile data de 18638. A través de la consulta de catálogos de librerías e imprentas, desde esa primera publicación de 1863 hasta 1904, es posible observar que tanto el Manual de Carreño como su Compendio salían a la venta en un amplio rango de precios, indicando su accesibilidad y atractivo para sectores variados de la sociedad. Por ejemplo, un Compendio publicado por el Mercurio en 1878 costaba 20 centavos (Librería del Mercurio 39)9.
Carreño empieza por llamar a los espacios públicos como lugares “fuera de nuestra casa”, estableciendo el bien inmueble y el espacio privado burgués como referencia espacial. Para el tratadista, el modo de conducirse en la calle está signado por la manera de caminar: “Nuestras pisadas deben ser suaves, y nuestros pasos proporcionados a nuestra estatura. Solo las personas ordinarias asientan fuertemente los pies en el suelo, y forman grandes trancos para caminar” (102). Y más adelante continúa: “Respecto del paso demasiado corto, esta es una ridícula afectación, tan solo propia de personas poco juiciosas” (102). A pesar de sus anotaciones generales, al referirse al paso corto Carreño también parece actuar como testigo de modas que se introducen en la forma de conducirse en lugares específicos. Pero el caminar no solo dependía de poner en movimiento los pies, también están muy presentes las coacciones de los sentidos que debían operarse, como la vista:
No nos acerquemos nunca a las ventanas de una casa, con el objeto de dirigir nuestras miradas hacia adentro. (102)
No fijemos detenidamente la vista en las personas que encontremos […] ni en las que se hallen en sus ventanas […]; costumbres todas impropias de gente bien educada, y que si pudieran ser perdonables en un hombre, jamas lo serian en una mujer. (102)
Nuevamente, a la manera de Robles, se hace presente la doble o triple sanción que recae en la mujer que comete faltas y que no demuestra un total control de su cuerpo. Con Carreño aparece, además, una nueva velocidad de los encuentros en la calle que imprime un ritmo coreográfico a la vida urbana determinado por las jerarquías sociales y la postura recta del cuerpo:
Una vez detenidas dos personas, toca a la mas caracterizada adelantar la despedida […] Cuando se encuentran dos personas de circunstancias análogas, la regla general es que se conserve la acera el que la tiene a su derecha. (103)
Siempre que en sociedad nos hallemos de pié, mantengamos el cuerpo recto, sin descansarlo nunca de un lado, especialmente cuando hablemos con alguna persona. (293)
Una rectitud del cuerpo y de los encuentros que a la vez siguen las líneas de la ciudad, pues se equipara al trabajo de ingenieros y arquitectos en tanto se espera crear espacios y cuerpos geométricos (De Certeau)10. Rectitud y encuentros que también delatan una sociedad en pleno proceso de aburguesamiento, con la significativa consideración del “hombre de negocios” que merece un respeto sin par y posee un ritmo propio del caminar, el ritmo acelerado del capitalismo (Carreño 103).
Las normas sobre el caminar en Carreño también dan cuenta de categorías espaciales, en apariencia menores, que tienen una relevancia inusitada en el manual. Tal es el caso del tránsito por las aceras: “Es un acto muy incivil el conservar o tomar la acera, cuando ha de privarse de ella a una persona a quien se debe particular atencion y respeto. Para el uso de la acera hai reglas fijas, las cuales no pueden quebrantarse sin faltar abiertamente a la urbanidad” (107). Sin embargo, la severidad de las reglas referidas a las aceras viene acompañada de una nota al pie de página que morigera la sanción en el uso de este pequeño espacio urbano en las grandes ciudades, ya que la mayor cantidad de personas circulando “haría embarazoso el examen de las personas, para cederles o no la acera, según las circunstancias que se expresan en este artículo” (107). Todo esto indica tanto la aparición de nuevas categorías de espacios públicos, separando peatones de tráfico con ruedas o pezuñas, como una conciencia del tratadista de los límites de su reglamento, que no tendría cabida en ciudades definitivamente masificadas (Romero).
El último tratadista es José Bernardo Suárez, influyente pedagogo, autor de libros de texto e inspector de escuelas, quien varias veces copia al pie de la letra el texto de Carreño sin citarlo11. De ahí que en su Compendio de moral i urbanidad (1890), las reglas para caminar de Carreño formen la base de las instrucciones de Suárez acerca de cómo comportarse en la calle. Las únicas aclaraciones que hace se encuentran a pie de página, donde precisa algunas adaptaciones de las reglas a Chile. Suárez deja entrever cómo en treinta años desde la publicación del manual de Carreño el corpus reglamentario, quizá presionado por el crecimiento urbano, cede paso a modos de ser más distendidos en el espacio público (tal como lo habría vaticinado Carreño al hablar de las aceras) y se muestra un poco más indulgente que el resto de los tratadistas con las mujeres (39). De cualquier forma, se observa una coherencia a través de las últimas décadas del siglo XIX en las instrucciones renovadas que dictaminan los movimientos del cuerpo en los espacios públicos urbanos.
Al igual que los autores de los manuales, Vicuña Mackenna se erigió en ejemplo y promotor de civilidad en su empeño por vincular arquitectura y espacio público con la formación de la ciudadanía en sus proyectos reformistas. Ahora bien, el intendente tomó la responsabilidad de crear los espacios y escenarios urbanos adecuados para desplegar la decencia y urbanidad en las formas de caminar y pasear.
El primero de los programas de Vicuña Mackenna era el trazado de nuevas avenidas, como el Camino de Cintura, y la apertura de calles tapadas: la Ejército Libertador que sería un bulevar; La Paz, que llevaba al cementerio; así como la apertura de nuevas plazas (proyecta 18 plazas en lugares eriazos) y el paseo Santa Lucía que pondría a Santiago a la par de las ciudades europeas (De Ramón). Este mismo programa incluía la repavimentación y primera pavimentación de calles y la canalización del río Mapocho (De Ramón 146). El empedrado de las calles era calificado como gran necesidad, ya que la pavimentación era la medida del paisaje civilizado urbano por permitir el tránsito de medios de transporte y paseantes (Vicuña Mackenna, La transformación 99).
De este modo, el intendente traza los proyectos de calles, plazas y paseos que más tarde deben ser recorridos por los sujetos ‘civilizados’ y ‘cristianos’, los ciudadanos decentes delineados por los tratados de urbanidad. De ahí que la reforma física de Santiago esté acompañada por una intensa campaña en pos de la reforma moral que permitiera crear dichos ciudadanos. La honra moral de la propia ciudad se encontraba amenazada y por eso su foco de atención era aquella “población proletaria de Santiago” (30), a quienes nunca llama ciudadanos. La salvación moral estaba, por lo demás, en los hombres más acaudalados de Santiago, a quienes sí designa como tales. La persistencia del roto evidenciaba, según Vicuña Mackenna, “que no existirá el ciudadano, esto es, que no existirá la república sino como nombre” (89). En cambio, “para el niño, que puede y debe ser ciudadano, la escuela!” (94). La ciudadanía era entonces una promesa y la escuela y sus dispositivos didácticos, como los manuales, eran los encargados de purificar las costumbres y darle forma a esta nueva ciudadanía urbana marcada por la decencia y la urbanidad.
A este respecto, uno de los pasajes más prístinos del proyecto del intendente, que no solo resume su propia iniciativa sino el proyecto ciudadano decimonónico, se encuentra en la propuesta de que la municipalidad creara establecimientos que reemplazaran a la chingana, el foco de la inmoralidad, según Vicuña Mackenna. La modificación de los sujetos a partir de los cambios materiales y nominales estarían apoyados en un proyecto ampliado de control y policía (operado por los agentes de la vigilancia) y en los reglamentos (operados por la letra). La base de la reforma es el concepto de “policía”, pues según Vicuña Mackenna, no habría más crímenes, desórdenes y delitos: “porque la policía estará en el recinto, en la puerta de la casa, en el mesón, en todas partes” (92). Urbanidad y reforma urbana propendían de este modo a convertir la ciudad en un lugar de policía como figura del orden y el control y a todos en policía de sí mismos y de los otros.
Ahora, si la conversión de las chinganas en casas de diversión popular fue lenta y gradual, la transformación del Santa Lucía fue rápida y de ahí que la obra fuera calificada por Vicuña Mackenna como su principal contribución como intendente. El tiempo empleado en los trabajos fue de “dos años, cuatro meses i trece dias” (Vicuña Mackenna, El Santa Lucía 44). Junto con el paseo Santa Lucía, Vicuña Mackenna entregó al público dos publicaciones en 1874: El Santa Lucía. Guia popular y breve descripción de este paseo, de bajo precio, y el Álbum de Santa Lucía, libros-guías donde el intendente lleva de la mano al paseante por el cerro. Ambos libros comparten el mismo texto que explica la construcción del paseo y los diferentes trazados para caminar. La guía se podía comprar a la entrada del parque por 10 centavos para “beneficio” del paseo y prescinde de imágenes. Mientras el Álbum es un libro de lujo y propaganda, compuesto por 50 imágenes en sepia que testimonian el estado inicial del cerro y sus principales vistas urbanas tras la remodelación. Ambos libros están dispuestos, como el propio paseo Santa Lucía, para el orden y provecho de los lugares públicos.
En el álbum se refuerza la idea de la domesticación del cerro, con sus caminos para paseantes de a pie y caminos para carruajes, como metáfora de la misma domesticación que debía operar en sus caminantes (Vicuña Mackenna, Álbum VII). Sin embargo, es notable cómo el Álbum muestra paseos y lugares de diversión sin personas. Incluso las calles alrededor del cerro están vacías. Pueden verse solo unos pocos trabajadores, captados en su labor (Álbum XL) y los “hombres ilustres” responsables de la transformación (Álbum XXVIII).
La meta de hacer del Santa Lucía un lugar de diversión, como se ve en los dos textos guías, se basaba en “conservar al cerro todas sus bellezas naturales” y, al mismo tiempo, hacerlas “accesibles al público por medio de cómodos caminos de carruajes i por agradables senderos de a pié” (Vicuña Mackenna, El Santa Lucía 13). Los caminos para carruajes no dejaban de lado, sin embargo, a los paseantes, pues el intendente consideró la importancia de construir a lo largo de ellos las aceras que servirían como prolongación del paseo a pie por la Alameda. Se proyectaba para el Santa Lucía una “acera de asfalto […] con solera exterior i un ensardinado de ladrillo […] dando un aspecto elegante a la perspectiva” (Vicuña Mackenna, El paseo 14). Ahora bien, entre los senderos para caminar, el más importante y el primero en estar listo, es el nombrado como “La subida para las niñas”. Debería ser el paseo para las señoras y en el álbum se señala paso a paso lo que debe hacerse en cada lugar, hacia dónde se debía dirigir la mirada, recordándonos el modo en que Carreño y Suárez asociaban el caminar con la vista como una diada fundamental12. No ocurría lo mismo con el Sendero de los Indios, nombre dado por los trabajadores del cerro, en su mayoría presidarios, pues por tal camino habrían subido “a caballo los patagones y araucanos en 1873” (Vicuña Mackenna, El Santa Lucía 38) quienes habían sido exhibidos durante la “Esposición del Coloniaje” en septiembre del mismo año13. Los objetos de esta exposición compondrían poco tiempo más tarde la muestra permanente del “Museo Histórico-Indígena” que se instaló en el Castillo Hidalgo, en el Santa Lucía. Además, como anota Bárbara Ossa, parte del programa de actividades de inauguración del paseo Santa Lucía en 1872 incluyó, “junto con las presentaciones de bandas de música y ejercicios gimnásticos […] bailes indígenas interpretados por mineros e ‘indios’, en conmemoración de los orígenes prehispánicos del lugar” (6). La población indígena tenía así lugar como representación de un pasado dado por superado, y no como una realidad con presencia y agencia efectiva en la modernidad urbana que se proponía echar a andar. Es decir, el reconocimiento de la presencia indígena venía a través de las estatuas que consagrarían el pasado indígena de la nación, la instalación de un museo y el nombre de un sendero por el cual habrían caminado personas convertidas en exposición, pero no eran invitados a ocupar el espacio de paseo y ocio como visitantes o caminantes.
El Santa Lucía. Guia popular y breve discripcion de este paseo ofrece también un significativo encuentro entre leer y caminar. Según señala, el cerro Santa Lucía era una “verdadera maravilla urbana”, que habría pasado de ser un salvaje cerro, ubicado “a ménos de 500 metros de la plaza principal” (El Santa Lucía 6-7), para adaptarse “a los usos i propósitos de las ciudades modernas, es decir […] para paseo público i sitio de reuniones populares” (8-9). La guía cumplía el papel de “conducir al público en una rápida escurcion […] para que la tarea de visitarlo sea para cada cual no una fatiga estéril sino un agradable pasatiempo” (9). El culmen de la visita era llegar a la cima, “que domina toda la estructura i lo presenta en su natural i majestuoso relieve” (14). Junto a la descripción de los paseos, a los potenciales caminantes también se les ofrecía la oportunidad de entender el esfuerzo puesto en la transformación y conocer los negocios de quienes habían participado en ella: “todos los asfaltos del paseo han sido trabajados con mucho celo i desinteres por el hábil contratista don R. Batista i miden una superficie de mas de seis mil metros cuadrados” (21). En resumen, el resultado era glorioso, pues se aunaba en un mismo espacio lo urbano y la civilización con la naturaleza: “No creemos exista en el mundo un paisaje que sea de mas cómodo acceso i que presente a la vez un conjunto mas grandioso de bellezas naturales, desarrollando en contraste la estructura del cerro i el relieve de sus plantaciones con la vista de la ciudad i de su verde campaña i de sus lejanas i elevadas montañas” (40). El paseo se erige entonces, también, como un acto de intervención sobre la naturaleza (Chávez), un proyecto que reunía paisajismo y arte, donde jardines y flores nacían sobre lo que hasta hacía poco eran ruinas, cementerio y muerte, en una metáfora perfecta del sueño del intendente extensible a la ciudad y sus habitantes a la espera de la ciudadanía. Ciudad y ciudadanos se proyectan así como planos que pueden moldearse.
La convicción de Vicuña Mackenna de crear una ciudad moderna coincide con la convicción de los tratadistas, especialmente de Carreño, de crear un nuevo sujeto urbano y a los y las caminantes y paseantes que exige dicha ciudad. En estas convicciones conviven, por lo general contradictoriamente, el deseo del orden y el temor al encuentro con el otro, con la verdadera búsqueda de mejoras sociales, aunque finalmente parece perderse de vista que las formas y cuerpos que los mismos discursos denominan como bárbaros, incivilizados y rústicos, son una realidad y una permanencia activa. De ahí que los límites de estos discursos, siguiendo las ideas de Lefebvre en “La producción del espacio”, es que no resolvieron ni tampoco se hicieron cargo de las contradicciones inherentes al cuerpo y al espacio. Los cuerpos se educan para moverse en la ciudad y pasar inadvertidos, sin molestar a los demás. No obstante, en este esfuerzo homogeneizador y reglamentario, el mundo urbano es creado, nombrado y activado, abriendo nuevas experiencias individuales y colectivas. Se crea un mundo de encuentros, un mundo en común con el consecuente enriquecimiento de la subjetividad, que es lo que mostrará, por ejemplo, la rica ficción finisecular (Darrigrandi; Netto), así como los testimonios de urbanitas santiaguinos y visitantes, hombres y mujeres que vivieron esta transformación y que dan cuenta de los alcances y límites del proyecto reformista urbano y de la constante ruptura de la estricta pauta del código corporal de la urbanidad.
4. Invertir los caminos: las rutas testimoniales
Nos remitiremos ahora a las fuentes que ofrecen una mirada al uso y experiencias de los caminos urbanos de Santiago en clave de inversión y desvíos. Mediante varios tipos de testimonios –pinturas, memorias, relatos de viajeros, guías de viaje y guías urbanas– podremos acercarnos al ritmo de las calles, paseos y espacios públicos del centro de Santiago, que contrastan y tensionan los caminos textuales y las tramas disciplinarias. Son reseñados en este apartado varios espacios y paseos como la Plaza Independencia o de Armas, la Alameda y el Parque Cousiño, pero hacemos hincapié en el Paseo Santa Lucía, el orgullo de la transformación urbana de Vicuña Mackenna.
Comenzamos este recorrido testimonial con una acuarela de la Plaza de Armas de Joseph Selleny, de 1859 (imagen 1), que muestra un espacio abierto donde se mezclan medios de transporte y peatones sin que puedan distinguirse rutas obvias para diferenciarlo. Y aunque no perdemos de vista que, en buena parte de los casos, las pinturas y grabados de la época tienden a recrear imágenes ideales y no realidades, sería posible conjeturar que contra ese aparente desorden de coches y caminantes que se dirigen hacia todas partes, precisamente se imponen los textos referidos a la modernización y reforma de Santiago. La disposición aparentemente natural de las calles para ser espacios de recreo, ocio y encuentros, debía entonces ser mejor dispuesta y ordenada. Martina Barros de Orrego recuerda en sus memorias, por ejemplo, que a las cinco de la tarde, después de comer, los jóvenes salían a pasear en la calle. Para ella, esta caminata era la oportunidad de observar a su alrededor; esperaba a un muchacho específico, su vecino Augusto Orrego Luco, con quien se casó en 1874. Su romance empezó cuando vio a los hijos de su nuevo vecino en sus balcones (uno de ellos sería su esposo futuro), desde su propia casa. Las estrictas diferencias que impone Carreño entre lo doméstico privado y la vida de la calle no fueron entonces aquí atendidas, menos la exigencia de restringir las miradas femeninas que se lanzaban desde el adentro hacia el afuera (70).
Imagen 1
La Plaza de Armas de Santiago, por Joseph Selleny, 1859. Expedición Novara.
Colección Museo Histórico Nacional de Chile.
Por su parte, Chile ilustrado de Recaredo Tornero, muestra tanto la importancia de pasear por la calle como la transformación del espacio urbano, creando espacios específicos para la caminata. El libro incluye los ‘paseos públicos’ como una de las categorías que merece mayor atención en las descripciones de provincias de Santiago, Valparaíso, Atacama, Coquimbo y Talca (489-493). Tornero recuerda que, en “años todavía no mui lejanos, el tajamar era el paseo favorito de la juventud santiaguina, pues está rodeado de hermosísimas quintas i planteles, i mas lejos, de cerros cubiertos de nieve, que hacen de él uno de los sitios mas pintorescos de la capital” (13). Esta apreciación de Tornero sobre el Tajamar se reafirma en el testimonio del viajero inglés Peter Schmidtmeyer, quien durante su viaje de 1820-1821, observó que este
es muy frecuentado en las mañanas o en la tarde de acuerdo a las estaciones, pero en la exhibición de la tarde es la más magnífica. Los Andes forman una hermosa vista desde ahí. […] A la derecha hay un asiento prolongado, y muchos de los paseantes pasan al frente y cerca de quienes están sentados. (238-239)
En el mismo paseo los caminantes también aprovechaban para tomar algo refrescante en las tiendas de dulces y chinganas. Estas últimas llamaron la atención de Schmidtmeyer por la confluencia de personas de varias clases sociales. Una confluencia que también es perceptible en la observación del viajero en cómo las mujeres “a veces se bajaban de ellos [los carruajes] para mezclarse con los caminantes” (238-239). Pero para la década de publicación del libro de Recaredo Tornero, los antiguos paseos, como el del Tajamar, habían pasado de moda. Tornero anota que “(e)n Santiago actualmente no son numerosos los sitios de recreo, i aun se puede decir que no existen mas que dos: la Alameda (el gran paseo … i al que concurre el público con mas frecuencia) i la plaza principal o de la Independencia” (15). Las imágenes 2, 3 y 4 nos permiten, precisamente, tener una idea de cómo lucía por entonces la Plaza de Armas (o de la Independencia) y puede notarse un cambio significativo en la concepción del espacio respecto de la década anterior, dividido ahora para peatones, recreación y transporte, aunque con peatones que conservan su derecho de andar en las calles. Esta falencia de paseos públicos es encarada por el proyecto reformista de Vicuña Mackenna con la construcción, fundamentalmente, del Paseo del Santa Lucía, o el Parque Cousiño financiado por Luis Cousiño, inaugurado en 1873 bajo la misma intendencia de Vicuña Mackenna.
Imagen 2
Recaredo Tornero, Chile ilustrado, 1872 (20).
Imagen 3
Recaredo Tornero, Chile Ilustrado (1872), p.26
Imagen 4
Recaredo Tornero, Chile Ilustrado (1872), p.116
La expectativa frente a este último paseo es anotada por Tornero, para quien el parque se convertiría en “El mas importante i hermoso de los paseos de Santiago […] Ese parque será una imitación en pequeño del universalmente famoso bosque de Boulogne de París” (19). Su esperanza nos ofrece una lista de los requisitos para un paseo exitoso: “multitud de bosquecillos, alamedas, cerros de formas diversas, arroyos, cascadas, jardines, etc.” (20).
Los visitantes de Santiago en las décadas de 1870 y 1880 encontraron un panorama cambiado y veían en la Alameda y en el nuevo Cerro Santa Lucía la oportunidad de observar una ciudad elegante. En 1879-1880, el viajero inglés Nelson Boyd notó que “una multitud de ciudadanos vestidos de manera elegante pasaban unas horas de la tarde o tarde-noche” en el paseo de la Alameda (112)14. Boyd también observó el uso de paseos diversos a diferentes horas del día: “En la tarde la ‘sociedad’ conduce al Parque Cousiño, un jardín recién diseñado y presentado a la ciudad por el difunto Don Luis Cousiño; en la tarde-noche, el paseo continúa a pie en la Alameda” (119). Gaston Lemay, viajero y periodista francés, también nos dice que entre las cuatro y seis de la tarde, “los buenos burgueses de Santiago” iban al parque, a la Alameda o a la Plaza de Armas para hablar “temas de actualidad” (255). Por su parte, el explorador francés André Bresson realizó en 1886 una descripción de la Alameda como un paseo que “tiene más de dos kilómetros de longitud, y que está bordeado por las casas más hermosas de la capital chilena; disfrutamos del panorama más maravilloso de urracas nevadas que es posible ver” (180).
Sobre el Cerro Santa Lucía, Lemay señaló que este era uno de los lugares “de moda” de Santiago (258); paseo que también llamó la atención de Boyd como un lugar que “es utilizado como paseo por los habitantes, y desde él se puede obtener una excelente vista del soberbio paisaje que lo rodea” (113). Si bien Boyd no estaba completamente satisfecho con las decisiones sobre adornos del nuevo parque urbano, sí parecía bastante a gusto con el decoro de los santiaguinos en la calle: “Hay mucho movimiento por la mañana y por la noche, pero es tranquilo y silencioso” (113-114).
Las mujeres ocupaban el espacio público de forma distinta, con su tiempo dividido entre las visitas a la iglesia y, para las clases medias y las mujeres acomodadas, paseos al Parque Cousiño15. Boyd observa al respecto: “Es costumbre que las mujeres, de todos los grados, asistan al servicio de la mañana, cuando se las puede ver yendo en todas direcciones hacia las iglesias, vestidas de negro y encapuchadas con la manta” (120). En contraste con estas observaciones de paseantes tranquilos, corteses y disciplinados, vale recordar al tratadista José Bernardo Suárez, preocupado por la “juventud dorada” santiaguina, quienes “se burlan, en la calle pública, de señoras respetables” (4), ofreciendo una perspectiva de la calle como un espacio un tanto amenazante para las mujeres. Para Bernardo Suárez, el comportamiento en la calle evidenciaba las fallas de la sociedad y de toda una generación.
Ahora bien, si los comentarios de Lemay y Boyd exaltaban las bondades y bellezas del cerro Santa Lucía, para 1905 las cosas parecen haber cambiado. El cerro había dejado de ser la promesa de una ciudad moderna y se volvía un tranquilo lugar del pasado y la nostalgia, tal como anota un artículo de la revista Zig-Zag: “si realmente se amara el Santa Lucia, no se verían tan despobladas sus avenidas, tan silenciosas sus plazuelas, tan desiertas sus bancas” (10). El autor lamenta que todos habían ido al cerro “alguna vez; pocos, muchas veces” (8). Por eso, el texto funciona como una invitación o propaganda para volver a situarlo como “el mejor sitio de paseo, de distracción y de solaz” (8), dando cuenta de su ubicación privilegiada “en el medio de la ciudad, cerca de los colejios, de las oficinas, de las casas, de los clubs” (10). Además, alaba al cerro como sitio de recreo, salud y ejercicio (11), acorde con las nuevas ideas higienistas de fines del siglo XIX y principios del XX (Leyton y Huertas). El artículo funciona a la manera de un fotorreportaje pues viene acompañado por cinco fotografías que siguen a una mujer solitaria, una “hermosa paseante, vestida con elegantísimo traje de mañana”, desde que llega al cerro en su carruaje, sube sola por las escalinatas y se sienta en lugares de descanso.
Imagen 5
“En el Santa Lucía”, Zig-Zag, 1905 (9).
Imagen 6
“En el Santa Lucía”, Zig-Zag (Santiago, 1905), p. 8
Imagen 7
“En el Santa Lucía”, Zig-Zag, 1905 (10).
Según el articulista, la mujer habría “querido llegar en su tonneau y deslizarse rápidamente por las avenidas solitarias, buscando entretenciones y encantos” (8). En el texto, la paseante es a la vez expuesta y oculta al recrear la historia de una mujer que accede a dejarse fotografiar por el reportero impertinente si su nombre y su cara no son revelados para evitar problemas maritales: “Usted no tiene idea qué complicaciones me pueden resultar. Si mi marido supiera que yo he dejado publicar cinco fotografías mías en un solo número, se pondría furioso” (10). El artificio parece quedar develado, pues la mujer no podría saber con anticipación cuántas fotos suyas compondría el supuesto número en el que saldrían las imágenes; imágenes, vale decir, cargadas de un aire de irrealidad. Sin embargo, la anécdota y el ocultamiento del nombre y el rostro responden a la vigencia de la decencia y las normas que recaían sobre las mujeres en los espacios públicos. Aquellas mujeres que, para Carreño, no deberían caminar solas por cerros, sino “por la senda de la religion y del honor” (35). Sin embargo, en su tono publicitario, el artículo es una invitación a que las mujeres, especialmente de la élite, recorran el cerro incluso estando solas, apropiándose de un gesto típico de la esfera masculina y contraviniendo otro precepto de Carreño que señala que, si una mujer “tomara el aire desembarazado del hombre, aparecería inmodesta y descomedida” (35). Así, en la tensión entre la conservación de la decencia y la ruptura de la norma de conducta que supone esta paseante solitaria, se refuerza la imagen de los y las paseantes ideales del cerro, la élite o clases altas, pero se abre la posibilidad de imaginar una nueva manera de experimentar el mundo urbano para las mujeres.
Un antecedente de la queja sobre los paseos sin paseantes y la invitación a que las mujeres recorran los parques se encuentra en el libro El cerro Santa Lucía de Alberto Prado Martínez, una versión actualizada y detallada del cerro y sus paseos para el año 1901. Siguiendo las nuevas ideas higienistas que consagraban la circulación del aire y las caminatas al aire libre como la cura para muchos males, Rafael Sanhueza Lizardi, uno de los colaboradores del libro, lamenta la poca propagación de estos hábitos saludables en suelo patrio, donde serían “raros los andariegos” y se veían “casi desiertos nuestros paseos mas hijiénicos”. En cambio, los parques solían llenarse “de espléndidos carruajes embellecidos con nuestra mas hermosa i elegante juventud femenina. Pero los ánjeles no pisan la tierra” (83). Ángeles como el mostrado por el reportaje de Zig-Zag, que desciende de un carruaje y recorre el cerro conservando su apariencia etérea, reafirmando la condición del lugar como “elegante paseo” (88). No obstante, el propio Vicuña Mackenna, en una defensa del carácter popular del paseo, habría esbozado muy tempranamente una proyección futura para el cerro que cuestionaba la supuesta función de paseo de élite que sus coterráneos le habrían endilgado16:
queda evidenciado que el antiguo sitio predilecto del vicio i la ociosidad será en los años venideros el paseo favorito de las clases medias de la sociedad i del pueblo de la capital. Léjos de ser una obra de lujo, es una obra esencial de democracia. (El paseo de Santa Lucía 90. Cursiva original, subrayado nuestro)
La transformación del cerro como obra esencial de la democracia dependería entonces del retorno transmutado de sus antiguos dueños y usuarios en la forma de pueblo. También es un reconocimiento, al parecer inconsciente, de que el mundo indígena no era un pasado superado y que la experiencia ritual del Huelén sería retomada en el momento en el que caminantes de todos los géneros y orígenes se dieran cita, nuevamente, con sus formas diversas de caminar, en el cerro Santa Lucía.
5. Reflexiones finales
En este artículo ofrecimos, primero, un acercamiento al modo en quese delineó y difundió la imagen de un/a caminante moderno/a, segundo, se proyectaron y construyeron algunos de los espacios que sirvieron como escenarios para el despliegue de estos nuevos sujetos y, tercero, fueron percibidos tanto los caminantes como los paseos en el Santiago decimonónico. Alentar y regular el caminar en la ciudad fue sin duda uno de los principales dictámenes de la urbanidad y el emergente urbanismo moderno, un elemento que, quizá por su aparente naturalidad y obviedad, no ha sido lo suficientemente atendido en los estudios sobre el proceso de modernización urbana en Santiago. No obstante, lo que revelan las tres categorías de fuentes en las que se detiene nuestro análisis, a saber, los manuales de urbanidad, el urbanismo que emerge en los proyectos de renovación y los testimonios de la vida urbana de artistas, santiaguinos/as de la clase alta, cronistas y viajeros, es que el pilar y la medida del éxito de la modernidad urbana era comprendida en su unidad mínima y en su gesto más instintivo: el/la urbanitas en movimiento.
Ahora bien, si los dictámenes y mecanismos textuales de la urbanidad y el urbanismo funcionaron mayormente como regímenes disciplinarios y se interesaron tanto en la modelación del caminar como en la jerarquización y el ordenamiento de los usuarios de calles y paseos, fueron prácticas discursivas no completamente clausuradas y de ahí que su adaptación y apropiación haya permitido la resignificación y el dinamismo de cuerpos y espacios: la urbanidad que dictaba los modos correctos de caminar podía servir como fachada para que no solo personas pertenecientes a la élite se sintieran y fueran percibidos como “gente decente”, y la proyección de parques, plazas y paseos siempre dejó rutas abiertas y puntos de fuga que conectaban la ciudad normalizada con su periferia y los mundos plebeyos. Porque es justamente en el propio movimiento de caminar la ciudad en el que suceden los escapes y lo inaprensible en la lucha constante por el derecho a la ciudad y por la democratización de los espacios que ya vaticinara el propio Vicuña Mackenna para la ciudad de Santiago y el cerro Santa Lucía.
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Librería del Mercurio. Catálogo jeneral de los libros de fondo y surtido existentes en las Librerias del Mercurio de S. Tornero y Ca. en Valparaiso, Santiago, Copiapó y Concepción. Economia, politica, lejislación, jurisprudence. Valparaíso: Imprenta y Libreria del Mercurio, 1858.
_. Extracto del catálogo jeneral de la Librería del Mercurio en Valparaíso y Santiago. Valparaíso: Imprenta del Mercurio, 1878.
Prado Martínez, Alberto. El cerro Santa Lucía. Historia y descripción de este paseo en sus distintos períodos. Santiago: Imprenta i Litografía Esmeralda, 1901.
Real Academia Española. Diccionario de la lengua castellana. Madrid: Imprenta de D. Gregorio Hernando, 1884.
Tornero, Recaredo S. Chile ilustrado: guía descriptivo del territorio de Chile, de las capitales de provincia, i de los puertos principales. Valparaíso: Librerías i Ajencias del Mercurio, 1872.
Sanhueza Lizardi, Rafael. “El cerro Santa Lucía”. El cerro Santa Lucía. Historia y descripción de este paseo en sus distintos períodos. Santiago: Imprenta i Litografía Esmeralda, 1901, pp. 77-89.
Schmidtmeyer, Peter. Travels into Chile over the Andes in the years 1820 and 1821: with some sketches of the productions and agriculture; mines and metallurgy; inhabitants, history, and other features, of America; particularly of Chile, and Arauco. Londres: Longman, Hurst, Rees, 1824.
Zig-Zag. 26 feb, 1905.
1 Las autoras agradecen a la arquitecta Olivia Coutand por sus aportes en torno a la discusión sobre el urbanismo en Chile. Patience Schell quiere agradecer a sus dos coautoras por el placer de trabajar juntas y compartir ideas. También agradecemos el Leverhulme Trust, quien apoyó la beca “Carreño’s Manual: Manners, Society, History” (RF-2022-056) y también la British Academy por su apoyo para el proyecto “Carreño’s Manual de Urbanidad: Fashioning Chilean Manners and Modernity” (SG171223) y al Fondecyt iniciación 11230303.
2 Este artículo no se trata de caminatas sin destino o mirando las vitrinas de las tiendas, como el flâneur de Baudelaire y Benjamin, porque este concepto no aplica a esta situación. El término flâneur fue usado en un inicio por Charles Baudelaire y luego explorado por Walter Benjamin. El término refiere a una persona que camina por las calles sin un objetivo fijo. Para ambos autores, la multitud define al flâneur como un personaje de la vida urbana moderna, pues solo se entiende en un espacio donde puede existir en el anonimato que la multitud brinda: la ciudad con sus avenidas, paseos y tiendas.
3 En este punto, seguimos la propuesta de Arturo Almandoz y Macarena Ibarra en sus trabajos dedicados a las “vísperas del urbanismo” en Latinoamérica y Chile, urbanismo analizado como un “despertar de la conciencia sobre la ciudad en proceso de modernización” (Almandoz e Ibarra 11), más que en su sentido propiamente técnico o disciplinar. La detección de temas y problemas de la ciudad decimonónica hecha por médicos, ingenieros, arquitectos, y añadimos, también por educadores y tratadistas de urbanidad, marcaría “la agenda del urbanismo profesional en el siglo XX en varios contextos” (Almandoz e Ibarra 10).
4 El libro se ha reeditado hasta hoy en toda América Latina.
5 Antes de Carreño, los textos de buen comportamiento preferían en muchos casos nombrarse como libros de civilidad. A partir de Carreño la palabra urbanidad designará las disposiciones que en materias reglamentarias delinean a los nuevos ciudadanos.
6 Como señala Pía Montealegre, es necesario tener presente este tipo de consideraciones autorales a la hora de interpretar el texto. Según la autora, gran parte de los calificativos y adjetivos presentes en el documento, que asimilaban al bajo pueblo con el salvajismo y el vicio, pertenecían a Manuel Domínguez (209). Sin embargo, no debe perderse de vista que el texto contó con la aprobación y firma final del intendente y que gran parte de estos calificativos formaban parte de las concepciones dominantes que se tenían del mundo plebeyo y la pobreza en la época.
7 Sobre este reconocimiento y los debates asociados a la labor historiográfica de Benjamín Vicuña Mackenna, recomendamos los trabajos de Manuel Vicuña, su libro Un juez en los infiernos. Benjamín Vicuña Mackenna y el artículo “El bestiario del historiador: las biografías de ‘monstruos’ de Benjamín Vicuña Mackenna y la identidad liberal como un bien en disputa”. Agradecemos a la instancia de evaluación de la Revista de Humanidades por las sugerencias al respecto.
8 Considerando que la versión completa del Manual circuló en Chile en la época, para efectos de este artículo utilizaremos la edición del Manual publicada en Caracas en 1867 por la editorial Rojas Hermanos.
9 Siguiendo al historiador Mario Matus, el jornal diario de un minero del carbón para 1878, en términos nominales, era de 65 centavos. Veinte centavos habrían equivalido entonces a casi un tercio del pago diario de un minero del carbón. Ahora, para un peón rural adquirir el periódico habría sido más difícil ya que tenía un jornal diario de 28 centavos entre 1876-1880 (Bauer 326). Para más información acerca de la historia del Manual de urbanidad de Carreño véase López Rico (2017) y Schell.
10 El cuerpo recto es también uno de los dictámenes en toda la tradición de tratados de conducta, lo que le permite hablar a Georges Vigarello de una “semiología de la rectitud” que se agudiza en las publicaciones sobre las buenas maneras para la nobleza europea en el siglo XVI.
11 Acerca de Suárez, véase Castro (1933).
12 Sobre el Santa Lucía y la activación de la mirada panorámica (un modelo de visualización moderna), véase Germán Hidalgo (2009). Vale también recordar la nada casual acepción de Santa Lucía, patrona de la “buena vista”.
13 Resulta significativo que este sendero no aparezca en el primer plan del Paseo, donde eran cinco los caminos principales para paseos a pie: 1. Camino de las Niñas. 2. Camino de los Niños. 3. Camino de la Hermita. 4. Camino del Mapocho. 5. Camino del Alto del puerto (El paseo 9).
14 Todas las traducciones fueron realizadas por las autoras.
15 Es importante señalar que el mismo Vicuña Mackenna utiliza el concepto de clase media en El paseo de Santa Lucía (90).
16 El debate en torno a la conversión del Santa Lucía en paseo de la élite puede verse en Vyhmeister y en Montealegre.