La tragedia perfecta

ontología de la vida y narratividad trascendental

Revista de Humanidades n.º 52: 337-363

ISSN 0717-0491, versión impresa

ISSN 2452-445X, versión digital

DOI: 10.53382/issn.2452-445X.937

revistahumanidades.unab.cl

Iván de los Ríos Gutiérrez

Universidad Autónoma de Madrid

ivan.delosrios@uam.es

ORCID: 0000-0002-3804-5402

La tragedia perfecta

ontología de la vida y narratividad trascendental

The perfect tragedy: ontology of life and transcendental narrativity

Iván de los Ríos Gutiérrez

Universidad Autónoma de Madrid

Ciudad Universitaria de Cantoblanco, 28049,

Madrid, España

Resumen

El presente artículo pretende ampliar la propuesta del paradigma hermenéutico a un modelo naturalista de orientación aristotélica que, además de explicar el movimiento en términos de impulso y producción de efectos, dé cuenta del fenómeno de la vida en su carácter dramático, es decir, temporal, teleológico, holístico y práctico o autorreferencial; un modelo que permita no solo comprender la vida activa, sino generar mecanismos de autocomprensión y laboratorios de autognosis para esa vida que es, en cada caso, mi vida y en el interior de la cual me juego mi propia existencia, al igual que se la juegan los personajes de una tragedia.

Palabras clave: ontología de la vida, praxis, mímesis, tragedia.

Abstract

This paper aims to amplify the hermeneutic paradigm towards a naturalistic theoretical model, rooted on Aristotle´s philosophy, which explains movement in terms of impulse and efficiency, but also approaches the phenomenon of life in terms of its dramatic condition: temporal, teleological, holistic and practical or self-referential; a model which allows not only the understanding of active life, but also the generation of self-understanding and self-knowledge mechanisms for that life that, every time, is my own life, where I put my existence at stake, like tragic characters do.

Keywords: ontology of life, praxis, mimesis, tragedy.

Recibido: Aceptado:

Quid rides? mutato nomine, de te fabula narratur.

Horacio

1.

¿Qué sabe la narración? ¿Qué enseñan la novela, el poema y el drama? ¿Qué posibilidades de comprensión filosófica ofrece un horizonte como el del saber poético que, en clave mimética, posibilita un acceso cognitivo al mundo y una interpretación ética del mismo no reconducible a formas de saber proposicional? ¿Cuál es el rendimiento práctico de un arte escénico que, en opinión de Aristóteles, imita (mimetai) las acciones de los seres humanos (praxeis ton antrhopon) y, por tanto, la urdimbre causal y disposicional de los sujetos de praxis en el orden del tiempo? ¿Y qué significa exactamente ‘sujeto de praxis’? ¿De qué hablamos cuando hablamos de praxis y hasta qué punto resulta hoy pertinente e, incluso, necesario, considerar estas preguntas atendiendo al trasfondo biológico de un animal que despliega su existencia en una singular trenza entre el apetito (orexis), la acción racional (praxis) y la representación mimética (mimesis)? Un animal que desea y que apetece; que piensa, recuerda, proyecta y delibera, y que, además, es capaz no solo de imitar a otros animales, personas y objetos, sino, también, a sí mismo, representando su propio quehacer y dotándolo de unidad en la forma de piezas poéticas que parecen caminar por sí solas, como las estatuas de Dédalo y los trípodes de Hefesto (Aristóteles, Política 1253 b27).

La dimensión temática abierta por estas preguntas debe ir acompañada de una reflexión metódica: no basta con preguntar por la relación entre el deseo (racional o apetitivo), el despliegue de la praxis y la capacidad mimética del ser humano. Tenemos que preguntar, además, por el modo de acceso adecuado al problema: el fenómeno de la vida en general y el de esta vida mía en particular, que se presenta (y se representa) ante mis ojos como un desafío hermenéutico, ético y político. ¿Cómo pensar la vida humana (nuestra vida) sin renunciar a su peculiaridad en el orden de la naturaleza y en el horizonte del ser vivo? ¿Y cómo hacerlo de la mano del viejo Aristóteles, pero atendiendo a los modelos explicativos heredados de la Revolución Científica? ¿Son suficientes estos modelos para dar cuenta de la complejidad y la historicidad de lo humano? ¿Podemos pensar la vida más allá de la oposición excluyente entre el materialismo mecanicista y el espiritualismo vitalista que todo reduccionismo tiende a perpetuar? Dicho de otro modo: ¿puede la filosofía sortear por sí sola este escollo (como el Barón de Münchhausen) o le convendría alzar la mirada y habilitar canales de compatibilidad e integración no reductiva entre los distintos saberes a nuestro alcance?; ¿alzar la mirada, quizás, hacia las posibilidades de un modelo teórico como el de las ciencias de la vida que, sin renunciar al trasfondo animal del ser humano, amplía el perímetro de sus preguntas hacia la experiencia de la agencia racional como una experiencia histórica de significación no cuantificable sin desgaste? ¿Y no estarán ya acuñadas estas opciones en la obra de Aristóteles y en la posibilidad de un paradigma natural que, fundado en el movimiento del organismo y en el principio de continuidad de la vida, capture la gradualidad de las funciones vitales desde el orden más elemental hasta aquellas operaciones que, en ciertos casos, permiten al animal no solo nutrirse, reproducirse y sentir, sino también imaginar, fabular y proyectarse más allá de las urgencias de lo inmediato? Quizá el modelo aristotélico –tan alejado en la historia como urgente en el concepto– nos permita dar cuenta no solo de la capacidad natural para habitar, gozar y sufrir hacia adelante (calculando y planificando) y hacia atrás (rememorando), sino, también, de la potencia creativa para confrontar, valorar y sopesar nuestras posibilidades de vida buena en el horizonte no verificable de un saber de lo posible y lo imaginario como el que abre, por ejemplo, el universo de la ficción mimética.

En mi propuesta, ese modelo integral emerge de una lectura atenta y transversal de cuatro obras de Aristóteles: De anima (II y III 9-12), De motu animalium (700b15-701b1), las Éticas y, por supuesto, la Poética. “Atenta y transversal”, es decir: leyendo esos textos no solo como obras pertenecientes a diferentes regiones disciplinares (la psicología, la zoología, la biología, la ética o la teoría de las artes), sino como estrategias unitarias de aproximación al fenómeno de la vida humana desde un naturalismo no reduccionista1 que funda –pero no agota– la praxis del ser humano en su dimensión animal y que ubica sus capacidades miméticas en un plano antropológico más amplio y mucho más interesante que el de la teoría de las artes. Si esto es así, me gustaría proponer aquí algo más que una aproximación filosófica entre las nociones de orexis, praxis y mímesis. Me gustaría sostener, además:

i) que la mímesis no pertenece exclusivamente a la estética y a la teoría de las artes2 y que, por ello mismo, resulta ser un concepto crucial para abordar la pregunta por la condición humana en pleno siglo XXI.

ii) que la reflexión filosófica sobre el movimiento animal importa a la filosofía no solo desde una perspectiva biológica y ecológica, sino, también, ética, política y biográfica, esto es, desde una perspectiva atenta a la capacidad natural de autoconstitución y autoidentificación3.

iii) que la praxis no es acreditable en su riqueza si se ignoran los factores biológicos que articulan la base de lo humano y que posibilitan la proyección ética y poética de los mismos. En efecto, la existencia humana ni se agota ni se (auto)esclarece en el marco de una teoría normativa, sino que se amplía a una teoría de la acción de corte naturalista, pero no reduccionista4. Esto es: una teoría que responda, a la vez, a nuestra naturaleza físico-biológica y a nuestra capacidad de despliegue temporal autoconsciente, teleológico y anticipador de cierta noción global del buen vivir: eso que Aristóteles denomina la “capacidad de vivir según la propia prohairesis”: “Todo el que es capaz de vivir de acuerdo con su propia elección debe fijarse un blanco para vivir bien –honor o gloria o riqueza o cultura– y, manteniendo sus ojos en él, regular todos sus actos (pues el no ordenar la vida a un fin es señal de gran necedad (aphrosunês pollês)” (Aristóteles, Ética a Eudemo E I 2, 1214b 6 y ss; cf. EN I 2 1094ª17-25).

Ahora bien, un modelo de aproximación integral a la condición humana que no caiga en reduccionismos deberá, ante todo, renunciar a cualquier forma de excepcionalidad antropológica. Dicho de otro modo: un enfoque integral de la existencia humana que no quiera renunciar al principio de la continuidad de la vida y que, sin embargo, tampoco se deje arrastrar por estrategias elementarizantes de corte biologicista, fisicalista o espiritualista, exige de una modulación hermenéutica de la ciencia natural, en general, y de la teoría de la acción, en particular, como han sugerido –desde enfoques distintos– Alejandro Vigo (de la mano de la Crítica del juicio de Kant y del modelo de racionalidad hermenéutica), Markus Riedenauer (de la mano de la fenomenología y la ética del impulso o Strebensethik), Ernst Mayr (desde la biología), Jerome Bruner (desde la psicología) o J. M. Schaeffer (desde una filosofía atenta a las ciencias de la vida y a las ciencias cognitivas). Quiero sugerir que, a pesar de su diversidad, estos enfoques contemporáneos pueden tener un enorme rendimiento teórico. Para recorrerlo, propongo ponerlos a dialogar con el trasfondo de la ontología de la vida de Aristóteles y con la obra de Hans Jonas, El principio vida, en la que el filósofo alemán explora una “ontología de los fenómenos biológicos” que, si bien abreva en la fenomenología hermenéutica del joven Heidegger, es conducida más allá de toda forma de antinaturalismo.

2.

Partamos de las corrientes de ‘rehabilitación’ de la filosofía de Aristóteles y del interés metodológico por la actualidad de modelos explicativos y marcos conceptuales que, de algún modo, asedian un desafío tan antiguo como ineludible: gnothi sauton. Declinado en múltiples formas a lo largo de la historia –desde la Apología de Sócrates de Platón hasta los últimos cursos de Foucault en el Collège de France–, el precepto griego instala en nuestra tradición un imperativo de responsabilidad, autocomprensión y resistencia al autoengaño ineludible en todo ejercicio filosófico mínimamente franco. El problema que nos ha traído hasta aquí, querido Glaucón –y “aquí” es la Atenas del siglo V a. C. y el Santiago del siglo XXI– no es un problema cualquiera: ¿cómo tenemos que vivir?

Quiero despejar desde el comienzo un posible malentendido: lo que nos concierne al regresar al precepto délfico desde el siglo XXI no es un interrogante inofensivo acerca de la naturaleza humana; no se trata de retornar turísticamente a las reliquias del pasado como eruditos con guantes detrás de una mampara. Se trata, más bien, de historizar la pregunta y de resignificarla, sometiéndola a un espacio de resonancia netamente contemporáneo: ¿Qué sabemos hoy de nosotros mismos? ¿Qué importancia tiene lo que ya no podemos ignorar científicamente en nuestros modos de configuración de la vida individual y colectiva, es decir, en nuestros modos de responder a la pregunta ‘cómo vivir y por qué’? En otras palabras: los desafíos contenidos en el imperativo délfico (o en las célebres preguntas de Kant) no pueden ser abordados sin tomar en consideración los saberes científicos e histórico-naturales que venimos acumulando en los últimos doscientos años y, en particular, aquellos propios de las ciencias de la vida que, desde Darwin (que llegó a decir que, comparado con Aristóteles, Linneo era un principiante) parecen innegociables. La pregunta que me interesa, entonces, concierne al modo en que conviven en el siglo XXI nuestros saberes empíricos sobre la naturaleza en general –y la condición humana en particular– y nuestras cosmovisiones (es decir, esas imágenes del mundo que, sin necesidad de verificación y por vía de perpetuación mediante mecanismos de inmunidad epistémica y saturación semántica, nos orientan pragmáticamente y nos serenan metafísicamente) (Schaeffer 279-290).

En las últimas décadas, el problema de la convivencia entre modelos epistémicos ha sido abordado filosóficamente tanto en sede analítica como continental. Por lo general, ambas tradiciones son consideradas antagónicas, pero lo cierto es que cada vez contamos con más y mejores ensayos de aproximación teórica que se nutren de ambas tradiciones y que, al hacerlo, se centran en problemas filosóficos de primer orden y no en disputas inanes. Me detengo en cuatro nombres que influyen particularmente en este escrito: Hans Jonas, J.M. Schaeffer, Markus Riedenauer y Alejandro Vigo.

¿Qué tienen en común lecturas tan distintas y, aparentemente, distantes? Ante todo, encontramos en ellos el intento de integrar de manera exigente modelos de inteligibilidad de la agencia racional de corte externalista (es decir, centrados en las tramas de eficacia o producción de efectos que acompañan a toda modalidad de acción en el orden del movimiento físico, del obrar orgánico y del hacer humano) con paradigmas de comprensión hermenéutica que, sin renunciar al marco conceptual de las ciencias de la naturaleza, se abren a un horizonte más vasto que integra urdimbres existenciales, es decir, estructuras holísticas y redes significación ya siempre presupuestas en una existencia vivida en primera persona que, en cuanto tal, se manifiesta en clave de autorreferencialidad, autoconsciencia y labor de sí. Dicho de otra manera: una vida que aspira no solo a eludir la muerte, sino a ejercerse como vida plena, vida feliz o existencia digna de ser vivida. Desde este punto de vista, el obrar humano constituye una singular configuración narrativa, histórica y temporal del sustrato móvil que compone a toda entidad física y biológica. Ahora bien: ¿cómo dar cuenta de dicha configuración sin recurrir a estrategias explicativas de corte elementarizante? ¿Cómo pensar mi vida orgánica y mi existencia sin caer en el ‘egipticismo’ subrayado por Nietzsche o la Entlebung denunciada por Heidegger? ¿Cómo pensar filosóficamente la condición vibrátil de la existencia sin reducirla a un conjunto de datos, algoritmos, proposiciones o leyes estadísticas, pero tampoco a un misterioso flujo universal de fuerzas vitales e invisibles?

Tanto el modelo del materialismo como el del vitalismo presentan serios inconvenientes. El primero de ellos tiende a pensar la acción animal –la praxis es un modo singularmente complejo de la acción animal– mediante su plena absorción en un esquema mecanicista. Un esquema que, a todas luces, resulta insatisfactorio la hora de dotar de inteligibilidad a los fenómenos de significación, afectividad y relevancia práctica en el tiempo de la propia vida: lo que me pasa y lo que me importa; lo que me atropella, me incumbe o me estimula; lo que me pone en movimiento como un objetivo y un blanco dignos de ser perseguidos con tenacidad. Esa insatisfacción ya fue abordada por Leibniz en el parágrafo 19 del Discurso de metafísica:

Cuando se está en serio en estas opiniones que lo atribuyen todo a la necesidad de la materia o a un cierto azar (aunque una y otra cosa deban parecer ridículas a los que entienden lo que antes hemos explicado), es difícil que se pueda reconocer a un autor como inteligente acerca de la naturaleza. Pues el efecto debe corresponder a su causa, e incluso como mejor se conoce es mediante el conocimiento de la causa, y no es razonable introducir una inteligencia soberana ordenadora de las cosas y luego, en lugar de emplear su sabiduría, no servirse más que de las propiedades de la materia para explicar los fenómenos. Como si para dar razón de una conquista hecha por un gran príncipe al tomar alguna plaza importante quisiera decir un historiador que es porque los corpúsculos de la pólvora, libertados al contacto de una chispa, se han escapado con una velocidad capaz de impulsar a un cuerpo duro y pesado contra los muros de la plaza, mientras que las ramas de los corpúsculos que componen el cobre del cañón estaban bastante bien entrelazadas para no separarse por esa velocidad; en lugar de mostrar cómo la previsión del conquistador le ha hecho elegir el tiempo y los medios convenientes y cómo su poder ha superado todos los obstáculos.5 (89)

Dicho de otro modo: en el orden mesocósmico en el que habitamos los animales humanos, además de entramados casuales de eficacia y de transmisión de impulso, necesitamos contar con tramas de sentido y procesos de encadenamiento de las representaciones que permitan organizar la experiencia de manera significativa y evidenciar la estructura temporal de la propia vida6. Esta exigencia mínima es clave para la especie humana y, en cuanto tal, continúa siendo objeto de investigación y discusión en los campos de la neurociencia, la psicología evolutiva, la biología y, por supuesto, la filosofía. Parece necesario, en efecto, no tanto renunciar a la explicación causal-eficiente del obrar humano, como ampliar el campo de juego y apostar por la primacía metódica y explicativa de la totalidad de significación presupuesta en la estructura cognitiva misma de la comprensión. Y parece necesario hacerlo, además, eludiendo todo enfoque místico, espiritualista o vitalista. Un modelo semejante (acreditable filosóficamente en Ser y tiempo, par. 31-33), permitiría abrir la explicación al horizonte de la movilidad propia de la existencia humana e integrar nuestras acciones locales en contextos significativos y campos de remisión más amplios que conciernen a un animal capaz no solo de alimentarse, reproducirse y sentir, sino también, gracias a una cierta percepción del tiempo (aisthesis chronou, dice Aristóteles en De anima 433b8ss) abrirse a lo que aún no existe (el futuro incierto anticipado gracias a la imaginación y la proyección, que son modulaciones de una potencia narrativizante) desde la retención de lo que ya no existe (el pasado que se hace presente a través de la facultad de la memoria):

Es, pues, evidente que la potencia motriz del alma es lo que se llama deseo (hê kaloumenê orexis). En cuanto a los que dividen el alma en partes –si realmente dividen y separan atendiendo a las distintas potencias– las partes han de ser por fuerza muchas: nutritiva, sensitiva, intelectiva, deliberativa y, en fin, desiderativa; todas estas, desde luego, difieren entre sí en mayor grado que las partes apetitiva y pulsional. Y puesto que se producen deseos mutuamente encontrados –esto sucede cuando la razón y el apetito son contrarios; lo que, a su vez, tiene lugar en aquellos seres que poseen percepción del tiempo: el intelecto manda resistir ateniéndose al futuro, pero el apetito se atiene a lo inmediato; y es que el placer inmediato aparece como placer absoluto y bien absoluto porque se pierde de vista el futuro– habrá lo que concluir que si bien el motor es específicamente uno, a saber, la facultad desiderativa en tanto que desiderativa –y más allá de todo lo demás, el objeto deseable que, en definitiva, mueve sin moverse al ser inteligido o imaginado–, sin embargo numéricamente existe una pluralidad de motores. (Aristóteles, Acerca del alma 433b1ss, trad. Calvo)

Este modelo hermenéutico de racionalidad, si bien tiene el atractivo de habilitar un espacio filosófico para el pensamiento científico de la vida y de la existencia, presenta, en mi opinión, una tara cada vez más problemática en nuestros días: se trata del antinaturalismo latente en todas las formas de asunción de lo que Schaeffer denomina la tesis de la excepción humana. De acuerdo con esta tesis:

i) el ser humano sería un ente excepcional en virtud del postulado de una ruptura óntica entre la naturaleza orgánica y la vida racional (inaceptable después de la publicación de El origen de las especies, de Darwin, en 1859).

ii) Dicha ruptura, a su vez, asumiría un dualismo metafísico y antropológico que, vía Descartes, desembocaría en diversas modalidades de gnoseocentrismo y, por consiguiente, en un modelo epistémico de corte antinaturalista como único canal de acceso genuino a la condición humana.

Pues bien, al menos cuatro décadas antes de la publicación de la obra de Schaeffer, el filósofo alemán Hans Jonas, discípulo de Heidegger y de Bultmann, autor de una impresionante investigación sobre el gnosticismo antiguo y célebre por la publicación en 1970 de El principio responsabilidad, escribe una obra cuyos lineamientos principales quiero poner en diálogo con los interrogantes sugeridos hasta ahora. Jonas sostiene que tanto el reduccionismo de la biología científica como el anti-naturalismo de las filosofías continentales de la existencia traicionan el precepto délfico que nos convoca en estas páginas: el ser humano no hace más que desconocerse a sí mismo de manera flagrante cuando reduce su existencia al esquema teórico y metódico de la física, la lógica y la matemática; pero también lo hace cuando renuncia al trasfondo biológico y a la raíz orgánica común que sitúa el obrar humano en el horizonte de la continuidad de la vida:

Si tuviésemos que expresar el propósito de este libro con la máxima concisión, diríamos que presenta una interpretación “ontológica” de los fenómenos biológicos. El existencialismo contemporáneo, al igual que otras filosofías que le precedieron, dirige sus miradas solamente al hombre, como si hubiese sido encantado por él. Hace al hombre el homenaje, que es a la vez una carga, de atribuirle a él muchas cosas que tienen su raíz en la existencia orgánica como tal. Al proceder así, el existencialismo priva a la comprensión del mundo orgánico de los resultados que alcanza la autopercepción humana, y por esa misma razón traza mal la verdadera línea divisoria entre el animal y el hombre. Por su parte, la biología científica, atada por sus propias reglas a los hechos físicos externos, se ve obligada a pasar por alto la dimensión de interioridad propia de la vida. Hace desaparecer así la diferencia entre “animado” e “inanimado”, y al mismo tiempo convierte esa vida, que explica en su integridad desde el punto de vista material, en algo cuyo sentido es todavía más enigmático de lo que lo era antes de recibir esa explicación. Estos dos puntos de vista, que desde Descartes se mantienen antinaturalmente separados, guardan una relación de complementariedad lógica. Con la intención de afirmarse a sí mismo, cada uno le hace en realidad el juego al otro a la vez que perjudica su propio objeto, de modo que al cabo ambos salen malparados: la comprensión del hombre sufre por esa separación tanto como la de la vida extrahumana. Una renovada lectura filosófica del texto biológico puede recuperar la dimensión interna –que es la que mejor conocemos– para la comprensión de lo orgánico. De esta manera, proporcionará a la unidad psicofísica de la vida el lugar en el todo teórico que perdió debido a la separación entre lo mental y lo material iniciada con Descartes. Y lo que se gane para la comprensión de lo orgánico será también una ganancia con vistas a comprender lo humano. (Jonas 9-10)

¿Cómo eludir ambos extremos? ¿Qué tipo de pharmakon filosófico nos protege del antropocentrismo idealista y existencialista, por un lado, y del reduccionismo cientificista, por el otro? ¿Cómo acceder epistémicamente al “misterio del cuerpo vivo”? Y, por último, y más importante: ¿qué tiene todo esto que ver con la mímesis?

3.

En efecto: ¿qué tiene esto que ver con la mímesis, el arte y la narración? Me gustaría sugerir que una aproximación integral al fenómeno de la vida humana demanda no solo una recuperación –vía Aristóteles– de la ontología de los fenómenos biológicos, sino también una apertura al pensamiento poetológico y a la noción de mímesis. Esta es precisamente la vía explorada por J.M. Schaeffer en Por qué la ficción (1997) y Le troubles du recit (2021) y defendida con solvencia por Viviana Suñol en Más allá de la mímesis (2012)

Schaeffer ha prestado mucha atención a la importancia de la mímesis en la comprensión integral del ser humano como animal fabulador, imaginativo y proyectivo, esto es: como un sujeto de praxis que, ampliando gradualmente sus capacidades orgánicas y sus operaciones vitales, habita en el plano temporal de la anticipación y el recuerdo y, además, se muestra capaz de elevarse al territorio de lo inverificable y de lo posible, empleando este ámbito como un laboratorio de aprendizaje y de autocomprensión. Difícil, en este punto, resistir la tentación de citar a un novelista argentino:

Pero que nadie se confunda: no se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento de la “verdad”, sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la situación, carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento. Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva; muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha. No es una claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria. (Saer 11)

El texto de Juan José Saer es brillante, muy seductor. En principio, parece invitarnos a una recuperación de los relatos literarios como herramientas de reflexión acerca de la condición humana y el arte de la existencia. Esta lectura es, sin duda, certera, pero, en mi opinión, la propuesta de Saer rinde más allá de la historia de la literatura y de la necesidad de incluir relatos ficticios en nuestros marcos de reflexión teórica. La sugerencia de Saer puede también operar en sede científica, ontológica y trascendental. En ese enclave se mueve, precisamente, Schaeffer cuando presta una atención formal a los procesos cognitivos de encadenamiento de las representaciones en una estructura de urdimbre representacional innegociable para el animal humano7. Ese modelo de razón –que podemos llamar, con cuidado, razón poética, configuradora o narrativizante– permite dar cuenta natural de la estructura temporal, holística y teleológica de la praxis en continuidad con el reino de lo vivo. Y lo permite, de hecho, porque dichos procesos representacionales de la experiencia preverbal y prerreflexiva estarían a la base no solo de nuestra posibilidad de contar historias, sino de comprender el mundo circundante y a nosotros mismos y de desenvolvernos de manera mínimamente competente en los escenarios de la cotidianidad. Es decir: que operan como trasfondo de la identidad práctica de cada uno de nosotros, inmersos ya siempre:

i) en el interior de un encadenamiento causal, totalizador y aglutinante que se extiende en el orden del tiempo y que, más precisamente, se extiende como tiempo, como entramado global de sentido en torno a un yo situado en un contexto pragmático;

ii) en el interior de una orientación teleológica hacia un futuro posible y deseable que se abre, además, desde la perspectiva y la experiencia singular de la primera persona.

En este momento la imitación aristotélica de las acciones humanas comienza a cobrar relevancia: la mímesis espejea la estructura ontológica de la acción y el universo que esta presupone. La mímesis tiene causas naturales, dice Aristóteles, y ello nos permite no solo y fabricar historias, sino también acceder narrativamente a nuestra experiencia cotidiana del mundo y a nuestra agencia racional en su despliegue dinámico. De este modo, opera como una plataforma cognitiva de acceso mediado a la comprensión de nosotros mismos como sujetos de praxis ya siempre inmersos en una situación que bien podríamos calificar de escena. La escena representada frente a veinte mil atenienses confrontados con el esqueleto formal de su identidad práctica. Partiendo de lo ganado en este enfoque, parece posible defender algo más que la pertinencia de una ontología de la vida en toda aproximación filosófica al universo de la praxis. Podemos también aventurar que, i) además de una inflexión hermenéutica de las ciencias de la vida y de la teoría de la acción racional; y ii) además del esfuerzo filosófico por una “interpretación ontológica de los fenómenos biológicos”, iii) necesitamos de una razón mimética, poética y narrativa, es decir: de una atención filosófica exigente a la estructura natural y trascendental que posibilita y evidencia los canales de despliegue temporal, teleológico y holístico de la praxis racional.

Ahora bien, como ya advertí, no debemos confundir la dimensión formal de la narratividad natural del ser humano con la dimensión material, óntica e histórica de sus contenidos variables. No estamos, por tanto, en el terreno de la historia del arte y la literatura, sino de la ontología de los fenómenos biológicos, entre los que localizamos el despliegue narrativo de la propia existencia en una comunidad humana. La razón mimética y narrativa puede ser concebida, por tanto, como una herramienta cognitiva de primer orden que, además de posibilitar la ejecución de obras de arte majestuosas (como las pinturas de Lascaux y las películas de Ozu, Wilder o Ingmar Bergman) permite comprender el modo en que el ser humano ya siempre se desenvuelve y se relaciona con el mundo, consigo mismo y con los otros. Dicho desenvolvimiento tiene, precisamente, la estructura de un despliegue narrativo. Y, en este sentido, podemos secundar la idea (trabajada por Schaeffer, Bruner y Vilarroya) de que la extraordinaria abundancia de relatos que encontramos en todos los niveles de la sociedad humana y en las más diversas culturas a lo largo de la historia, permite pensar la narratividad en los términos de una capacidad natural en una especie inteligente cuya evolución ha dado lugar a la estructuración protonarrativa y preverbal de la experiencia y, por tanto, a su autocomprensión, su inteligibilidad y su transmisión cultural durante miles de años. Dicha experiencia conforma el plano interior de la memoria personal (episódica y autobiográfica), pero también la estructura teleológica de la acción racional (planificación, deliberación y acción conforme a fines), el pensamiento causal y la actividad onírica. Los procesos narrativos darían cuenta, por tanto, de una dimensión formal y cognitiva vacía de contenido predeterminado que, sin embargo, es condición de posibilidad de toda historia concreta. Vivimos y nos experimentamos a nosotros mismos y a los demás en plexos significativos, es decir: encadenados narrativamente en escenarios dinámicos que presuponen un yo histórico, situado entre otros agentes situacionales que también actúan conforme a fines en el interior de una trama global. De este modo, sujeto de praxis es aquel agente racional capaz de proyectar objetivos a corto, medio y largo plazo, de deliberar acerca de los medios adecuados para conseguirlos y de ejecutar una acción local que, además de satisfacer o alcanzar dicho objetivo particular, anticipa una totalidad de sentido con carácter autorreferencial: la totalidad que me concierne a mí y que identifico con una vida buena a la que, de algún modo, apuntan mis acciones concretas como el arquero apunta a un blanco.

La aproximación cognitiva a la narratividad

permite situar los relatos factuales y ficcionales estudiados por las humanidades. Los sumerge en la realidad más vasta de los hechos narrativos tomados en su sentido más amplio y en toda su diversidad. Y, sobre todo, permite mostrar la importancia de la narratividad en la constitución misma de la persona humana, así como su anclaje en los recursos de base que comparten todos los seres humanos. Lejos de hacer obsoleto el análisis estilístico, el análisis narratológico, o incluso la historia de las obras y de su interpretación, la aproximación cognitiva [a los procesos narrativos] las completa y nos da acceso a las raíces del arte de narrar. Es porque existen recursos narrativos básicos y porque estos tienen un papel central en la fábrica y en el buen funcionamiento de la persona humana por lo que […] las culturas humanas han inventado semejante “variedad prodigiosa” de relatos, y por lo que estos relatos pueden sin embargo ser “disfrutados en común por hombres de culturas diferentes, e incluso opuestas”. (Schaeffer, Le troubles 18-19, cursivas mías)

Esta perspectiva naturalista, cognitiva y no reduccionista nos anima a estudiar los procesos narrativos en un marco trascendental no tematizable, limitativo y posibilitante, que el filósofo francés denomina “arché protonarrativo”: “una forma específica de organización de las representaciones mentales” (46). Este nivel de encarnación de los procesos narrativos del animal humano aparece como “un tipo específico de organización de las representaciones mentales o de los contenidos mentales. Un proceso protonarrativo es, más precisamente, un encadenamiento de representaciones agentivas (acciones) o no agentivas (eventos), temporalmente orientado y perspectivista” (48). Es decir: toda vivencia y toda experiencia humana se presenta en el orden del tiempo, dotada de significación e instalada en una trama en la que la primera persona se experimenta a sí misma como agente deliberativo abierto al mundo y al futuro. Esta significación presupone, entonces, un encadenamiento preverbal de las representaciones y de los contenidos mentales, a la vez que los remite constantemente a un yo situacional, histórico y personal. Desde este punto de vista, Schaeffer distingue tres modalidades de protonarratividad: la memoria episódica, la proyección agencial y la construcción de cadenas causales (63). Interesante para nosotros, aquí, es el hecho de que la narratividad trascendental –la capacidad previa a toda organización significativa de la experiencia humana concreta–, no solo se hace evidente en la memoria episódica que nos permite reconocernos y regular nuestras vidas cotidianamente. La protonarratividad es también y sobre todo una

característica central de los procesos de planificación de la acción y de la imaginación agentiva. A diferencia de la memoria episódica, la protonarratividad agentiva […] no es de orden retrospectivo, sino proyectivo […] Es el resultado de una construcción consciente e intencional. La razón es que la acción (humana) es una intervención consciente e intencional en el orden de las cosas. Por otro lado, la naturaleza teleológica de la acción hace que su estructura protonarrativa sea generalmente una secuencia bien delimitada, comenzando por un momento inaugural (la formulación de un objetivo divisado), seguido de una fase de realización organizada jerárquicamente (mediante fines intermedios) y culminando en un cierre final, que corresponde al éxito o fracaso de la acción emprendida. (62)

Queda claro, entonces, que la razón mimética o narrativa que aquí nos concierne no es la de una mera acumulación de historias ficticias junto a las teorías, además de los axiomas, al lado de los datos y los experimentos científicos. No se trata de reivindicar la literatura trágica como herramienta de reflexión (como han hecho autores de la talla de B. Williams o M. Nussbaum). Se trata de algo más sutil y mucho más interesante:

i) en primer lugar, y en clave heideggeriana, se trata de subrayar la primacía pragmática del ámbito de la vida cotidiana como instancia antepredicativa que condiciona y posibilita el trato teórico y constatativo con el mundo;

ii) y, en segundo lugar, contra Heidegger y en la estela de Jonas, se trata de posicionar la acción humana (y su representación mimética en sede ficticia y literaria) en el marco de la estructura de la praxis racional como un hecho biológico, es decir, como un presupuesto innegociable en toda forma de acceso al mundo por parte del ser humano como miembro de una especie inteligente que goza de lenguaje y de cultura y que viene, además, dotado de facultades y estructuras configuradoras de sentido y de experiencia.

Dicho de otro modo: somos animales racionales, lógicos y epistémicos, pero antes –y para siempre– somos animales narrativos. Ahora bien, esto no significa que nos gusten sin más los chismes, las historias y los relatos de aventuras (que también), sino que la estructura misma de nuestra experiencia fundamental del mundo y de nosotros mismos presupone una configuración narrativa, holística, que proyecta una unidad de sentido posible que me concierne en cuanto agente práctico que aspira a una vida que valga la pena de ser vivida. Es decir, la estructura de la acción deliberativa conforme a fines de corto, medio y largo plazo (que es, entre otras cosas, la que nos permite a ustedes y a mí dedicar este momento a la escritura y/o lectura de un texto en Revista de Humanidades que, de algún modo, nos concierne) es una condición formal del sentido y de la experiencia humana del mismo. Y dicha experiencia es acreditada y representada en sede mimética en el caso de las representaciones teatrales y las obras literarias con una proximidad difícilmente alcanzable para una contemplación teórica y desde una función meramente constatativa del pensar. En otras palabras: la estructura de la praxis humana –individual y colectiva– demanda un modelo racional de aproximación que, además de explicar su objeto, se abra a una modulación hermenéutica del conocimiento y que, al hacerlo, albergue la dinamicidad, la fragilidad y la condición vibrátil propia de la existencia humana. Creo que, desde la Poética de Aristóteles, ese modelo puede ser el modelo de una razón narrativa enlazada con la teoría de la acción y sostenida por la consideración naturalista del fenómeno de la vida en sus diversos grados de complejidad ascendente.

4.

Mi sugerencia ha sido que, asumiendo la inflexión hermenéutica sugerida por Riedenauer y Vigo, entre otros, es posible, sin embargo, avanzar de nuevo (no digo retroceder) a un modelo naturalista de orientación aristotélica que, además de explicar el movimiento en términos de impulso y producción de efectos, dé cuenta del fenómeno de la vida en su carácter dramático, es decir: temporal, teleológico, holístico y autorreferencial; un modelo que permita no solo comprender la vida activa, sino generar mecanismos de autocomprensión y laboratorios de autognosis para esa vida que es en cada caso mi vida y en el interior de la cual me juego mi propia existencia, al igual que se la juegan los personajes de una tragedia. Y ese avance implica complementar la ontología de la praxis con la fundamentación antropológica de la mímesis, tal y como ha sido ensayada por Schaeffer y tanteada por Jonas de la mano de los escritos biológicos y éticos de Aristóteles. La vida humana puede ser abordada con los mecanismos explicativos de corte naturalista (como el De anima) sin por ello renunciar a las tramas de sentido no reconducibles al modelo mecanicista de explicación de la acción humana. Esa posibilidad de una razón desiderativa y temporalmente orientada al buen vivir se esclarece con la noción de razón mimética y con el postulado una capacidad biológico-evolutiva que condiciona la posibilidad de acceder a la autocomprensión humana en términos de proyección narrativa, es decir, en términos de la representación de la propia vida como una combinación entre lo que decidimos hacer voluntariamente y lo que nos acontece en cuanto animales embarrados de facticidad, animales situados que, además de nutrirse, reproducirse y sentir, pueden almacenar experiencia mediante la facultad de la memoria, explorar lo posible mediante la fantasía y la imaginación y elaborar su propia identidad gracias a una cierta percepción del tiempo. Si esto es así, un modelo explicativo próximo a la biología aristotélica y a la ontología de los fenómenos biológicos permite la inflexión hermenéutica de la teoría de la acción no solo porque funda la praxis en el movimiento animal mediante el recurso a los factores de comprensión que dan cuenta del sentido de lo humano, sino, además, porque habilita la posibilidad de esclarecer estructuras formales de inmersión narrativa en la propia experiencia que están fundadas en nuestra animalidad. Dichas estructuras son reconocidas, trabajadas y exploradas reflexivamente y con mucha intensidad en el plano de la producción poética y, en concreto, en el orden de artes miméticas, que ofrecen modelos de presentación y representación de la estructura de la vida humana y de su dimensión trágica, es decir, de la tensión entre lo que decidimos hacer (planificación, intención, deseo) y lo que nos viene dado y nos pasa (facticidad)

Desde este enclave, la narratividad es reveladora de mundo por cuanto indica y evidencia las estructuras constitutivas que habilitan el despliegue de la praxis –individual y colectiva– en el orden del tiempo. La capacidad protonarrativa nos revela la organización misma de la racionalidad práctica sin descuidar el trasfondo biológico que permite dotar de inteligibilidad el carácter bifronte de un cuerpo físico capaz de vida, de proyección temporal y de autoconfiguración limitada.

5.

Terminemos con una frase contundente. Edipo Rey es la tragedia perfecta, dice Aristóteles. A primera vista, esta afirmación podría ser privilegio de los estudios literarios, la estética y la teoría de las artes. Por su composición interna, su desarrollo y su extraordinaria cadencia dramática, la tragedia de Sófocles constituiría un modelo de ejecución en la historia de los artefactos poéticos. Sin embargo, hay quizá una razón más profunda por la que el filósofo distingue esta pieza como un ejemplo de excelencia y maestría. Más allá de sus virtudes técnicas, Edipo es una tragedia perfecta porque ilumina, en su realización teatralizada, la estructura ontológica de la acción humana. La tragedia habla de nosotros, espectadores blindados (por un instante, mientras se hincha el tiempo del arte) contra las fauces del absurdo, el dolor y la muerte. La praxis es una singular forma de realidad dinámica en cuyo despliegue se enlazan la dimensión motora de la eficacia causal y la dimensión hermenéutica del sentido. En efecto, las acciones humanas pertenecen al mundo físico y, en cuanto tales, intervienen y se posicionan en un plexo global de intercambio traducible en los términos de la física y la mecánica newtonianas. Sin embargo, dicha estructura no resulta ser un mero agregado transitorio de componentes materiales sometidos a las leyes del universo. La praxis se despliega, además, como un entramado narrativo atravesado de orientación, riesgo y significación. Materia en movimiento, sin duda, pero también materia poetizada y configurada; materia en formación orientada a cierto grado de plenitud, de belleza y de estilo.

Asistimos al teatro y leemos cuentos; miramos pantallas y escuchamos a nuestros mayores contar historias sin fin en la que un individuo preocupado por sí mismo persigue un deseo, apunta a un objetivo, delibera sobre los medios adecuados para conseguirlo y se aventura a su obtención en un determinado contexto o escenario: una reina, un soldado o una esclava; un amante, un bufón o un asesino; un lector demente y un escudero que se ponen en camino hacia la satisfacción de algo más que el hambre, la sed y el apetito sexual. Algo que se parece a la satisfacción demorada de un deseo complejo que no apunta a un objeto, sino a una historia y, en concreto, a un cierto tipo de historia: la trama en la que consisto y la que me importa; la historia que soy en cada caso y para siempre. Ahora bien, toda historia, como sugiere Fitzgerald, es la historia de un derrumbe y, por tanto, el relato depende en cierta medida de la constatación de un desajuste entre el esquema intencional de nuestras acciones y el territorio previo en el que se instalan; entre aquello que decidimos hacer y aquello que, sin más, nos pasa. Las tramas vitales en las que se expresa la estructura de la acción son trayectorias asediadas por la ruina, la facticidad y la muerte; aventuras que transpiran la inminencia del equívoco, la peripecia y el desastre y que, en ocasiones, quedan sepultadas sin remedio por el peso de una realidad siempre más poderosa que aquellos que la transitan. El fracaso, por tanto, es la condición de posibilidad de toda historia digna de ser narrada:

Las historias han de ser narradas. No son predecibles como procesos regulados por leyes naturales o como acciones planificadas, porque solo se convierten en historias cuando sucede algo imprevisto. Mientras no sucede nada imprevisto son predecibles, y narrarlas carecería de interés: si Colón hubiera llegado a la India sin descubrir América; si Caperucita Roja hubiera visitado a la abuela sin encontrarse con el lobo; si Ulises hubiera regresado rápidamente a casa sin incidentes, las suyas no habrían sido verdaderas historias. Antes de que comenzaran tuvo lugar la prognosis, como predicción o como planificación; después solo la constatación: ha salido bien. Únicamente cuando en un proceso regulado por leyes naturales o en una acción planificada irrumpe una contrariedad inesperada, solo entonces han de ser narrados y, de hecho, solo entonces pueden ser narrados: las historias son mezclas de procesos-sucesos, así como mezclas de acciones-sucesos. Y es válido que debamos narrar, porque nosotros somos nuestras historias. (Marquard 64)

¿Fracasan las piedras? ¿Fracasan el árbol, la tierra y la montaña? ¿Fracasan el viento, la noche o la carcoma? ¿Qué decir de los electrodomésticos, los lentes, las mochilas? ¿Qué pensar de los utensilios que nos rodean y que nada significan desligados de un contexto, suspendidos en el aire y privados para siempre de una historia que, en realidad, es la nuestra, es decir, una historia que evidencia el trasfondo significativo sobre el que destaca y cobra valor, sentido y presencia el más trivial de los objetos? ¿Se puede, acaso, contar la historia de los lentes que he usado o las camas en las que he dormido en los últimos cuarenta años sin presuponer una totalidad comprensiva que resulta ser, precisamente, la vida orientada, situada y autorreferencial en la que necesito gafas para leer y un lecho en el que tenderme con el fin de entregarme, una vez más, al Edipo Rey de Sófocles?

La narración se nutre del obstáculo y del desvío, de la interrupción inesperada que altera nuestra marcha y evidencia la complejidad inesperada que supone alcanzar cotidianamente el más simple de los objetivos: encender un interruptor, cruzar la calle, montar en ascensor o batir un huevo. Nada merece ser narrado si el ajuste entre lo proyectado y lo resultante es limpio como un tajo: las narraciones son estrategias de inteligibilidad retrospectiva porque presuponen un elemento inesperado que, de algún modo, altera significativamente la trama (causal y disposicional) de un determinado curso de acción intencional: la reina y la esclava actúan; el asesino y el amante actúan; el ladrón de bicicletas actúa; el prisionero, encerrado injustamente durante años, planea su venganza y, por fin, actúa. Real o imaginario, el agente racional actúa conforme a un fin. Pero al hacerlo, al comenzar a intervenir en el orden del mundo que le precede, le concierne y le ensucia, el actor se precipita en el orden de lo que no depende de mí mismo y pierde para siempre el destino de sus acciones; se abre a lo imprevisto, lo brutal y lo insospechado y, entonces, como el agua brusca de un manantial, brota el vocabulario de la incertidumbre: coincidencias, accidentes, casualidades, desgracias e infortunios; factores disruptivos que evidencian la compleja articulación y el singular estatuto de la praxis como un tipo de realidad procesual que combina elementos físicos y orgánicos (movimientos del cuerpo en el espacio atravesados de fuerzas, reacciones y estímulos) con elementos disposicionales e intencionales (planes y objetivos proyectados a corto, medio y largo plazo de acuerdo con cierta idea previa del buen vivir).

¿Cómo pensar el fracaso constitutivo que late en la estructura de nuestra identidad práctica? ¿Cómo reconocer que esa identidad no es tal sin la posibilidad de su erosión, su alteración y su desastre? En otras palabras, ¿cómo aprender a vivir? ¿Hacia dónde mirar para comprender (como se comprende un fruto con la boca) que no soy más que un híbrido de anhelo, proyección y resistencia fáctica? ¿En qué fuente de sabiduría posar los ojos y demorar mi estudio para adquirir un conocimiento no meramente constatativo de la fragilidad que atraviesa mis días, mi cuerpo y mis victorias? En definitiva, ¿qué quiso decir Horacio con aquel verso cruento y sin piedad?: Quid rides? Mutato nomine, de te fabula narratur.

Bibliografía

Aristóteles (todas las obras de Aristóteles son citadas según las ediciones y traducciones de Gredos).

Bruner, Jerome. Actos de significado. Traducido por J. C. Gómez y J. L. Linaza, Madrid: Alianza, 2006.

_. Realidad mental y mundos posibles. Traducido por Beatriz López. Barcelona: Gedisa, 2010.

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Jonas, Hans. El principio vida. Traducido por José Mardomingo. Madrid: Trotta, 2013.

Korsgaard, Christine M. Self-Constitution: Agency, Identity, and Integrity, Oxford: Oxford UP, 2009.

Leibniz, Gottfried Wilhelm. Discurso de metafísica. Madrid: Alianza, 1982.

Marquard, Odo. Filosofía de la compensación: escritos sobre antropología filosófica. Barcelona: Paidós, 2001.

Mayr, Ernst. ¿Por qué es única la biología? Traducido por José María Lebrón. Buenos Aires: Katz, 2006;

Riedenauer, Markus. Orexis und Eupraxia. Ethikbegründung im Streben bei Aristóteles, Würzburg: Königshausen & Neumann, 2000.

Saer, Juan José. El concepto de ficción. Barcelona: Seix Barral, 2014

Schaeffer, Jean-Marie. El fin de la excepción humana. Traducido por Víctor Goldstein. México: FCE, 2007.

_. ¿Por qué la ficción? Traducido por J. L. Sánchez Silva. Madrid: Lengua de Trapo, 2002.

_. Le troubles du recit. París: Thierry Marchaisse, 2021

Suñol, Viviana. Más allá del arte: mimesis en Aristóteles. La Plata: EDULP, 2012.

Vigo, Alejandro. “Inteligencia práctica y facultad del juicio según Kant”. Inteligencia y filosofía. Coordinado por Manuel Oriol Salgado Marova, 2012, pp. 211-257.

Villarroya, Óscar. Somos lo que nos contamos. Madrid: Ariel, 2019.


  1. 1 “El término ‘naturalismo’ es el escenario de múltiples malentendidos. A menudo opuesto al ‘culturalismo’, es entonces falsamente identificado con una concepción que supuestamente defiende la primacía de la ‘naturaleza’ biológica sobre la cultura. Otras veces el término se considera sinónimo del reduccionismo fisicalista, en cuyo caso es instrumentado por la estrategia de la escalada ontológica en su versión ‘materialista’. En esta obra el término es tomado (y defendido) en un sentido no reduccionista (ya se trate del reduccionismo fisicalista o biologista), cercano al ‘naturalismo biológico’ defendido por John Searle: el naturalismo es un principio mesocognitivo que guía el estudio de la cuestión de la identidad humana fijándolo en la evolución de las formas de vida biológica en la Tierra. El naturalismo así comprendido, pues, equivale a sostener que el estudio del hombre no puede ser sino el estudio de una forma de vida biológica. De esto se desprende una coerción epistémica mínima para toda atribución de una propiedad al hombre: debe ser compatible con el hecho de que el ser a quien se concede esta propiedad es un ser biológico. Es ‘naturalista’ todo estudio del hombre compatible con esta coerción” (Schaeffer, El fin 293).

  2. 2 Para una visión general y una defensa de este enfoque, ver Suñol (Más allá del arte).

  3. 3 Para estas cuestiones, ver Korsgaard (Self-Constitution).

  4. 4 Sobre la noción aristotélica de praxis y sobre la fundamentación de la ética aristotélica pueden consultarse los trabajos de Alejandro Vigo (2010 y 2011).

  5. 5 En el parágrafo siguiente, Leibniz reconoce su deuda con Fedón 96 y ss., donde, como es sabido, Sócrates habla del de Anaxágoras y reprocha a este no utilizar el principio fundamental que admite para explicar el mundo. Luego muestra el absurdo que sería explicar su presencia en la prisión por la situación material de su carne y sus huesos, en lugar de recurrir a la decisión de los jueces de condenarlo y a su voluntad de no huir y, por el contrario, sufrir la pena de muerte.

  6. 6 Para un enfoque de la narratividad en términos cognitivos, neurocientíficos y psicológicos, ver Bruner (2006 y 2010) y Vilarroya (2019).

  7. 7 Una estructura protonarrativa, según su denominación, que, en sede psicológica y científica, ha sido trabajada desde las nociones de “estructura mínima del relato” y de “relato primordial” y que, si no me equivoco, podría ser vinculada con la ontología de la vida en De anima 433b10 y ss y -EN I 2 y EE I 2.