Dossier

¿Qué actualidad para la plasticidad? Historia y esquema motor 1

What present for plasticity? History and Motor Scheme

Diego Pérez Pezoa
Universidad de Chile, Chile

¿Qué actualidad para la plasticidad? Historia y esquema motor 1

Revista de Humanidades, núm. 39, pp. 17-46, 2019

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 01 Junio 2018

Aprobación: 27 Agosto 2018

Resumen: La obra de Catherine Malabou, basada principalmente en la reelaboración filosófica del concepto de plasticidad, ofrece una nueva lectura del tiempo y, puntualmente, de la conciencia histórica. En el siguiente ensayo pretendemos articular un nuevo sentido de la historia a partir del concepto esquema motor, ofrecido por la filósofa, siguiendo la pista de la conformación esquemática epocal del porvenir, y previstas en su noción de ver venir. El esquema motor permite repensar las nuevas prácticas y reflexiones tanto de la filosofía como de la historiografía.

Palabras clave: Plasticidad, esquema motor, historia, deconstrucción.

Abstract: The work of Catherine Malabou, based mainly on the philosophical re-elaboration of the concept of ‘plasticity’, offers a new reading of time and, punctually, of the writing of history. In the following essay we intend to articulate a new sense of History from the concept ‘motor scheme’; offered by the philosopher, following the track of the schematic epochal conformation of ‘avenir’, and foreseen in his notion of voir venir. The ‘motor scheme’ allows us to rethink, in this way, the new practices and reflections of Philosophy and of Historiography, properly so.

Keywords: Plasticity, Motor Scheme, History, Deconstruction.

¿Es la deconstrucción una filosofía accesible para cualquiera?, ¿cómo es posible pensar un tiempo histórico democrático para la deconstrucción en la época de la convertibilidad absoluta, la época donde es dificultoso –por no decir, imposible– huir de los sistemas cerrados de convergencia temporal?, ¿cuál es el tiempo histórico de las prácticas y reflexiones –filosofía, arte, historia– que han seguido la obra derridiana de la deconstrucción?, ¿qué ocurre con el ejercicio deconstructivo ante la aparición de la plasticidad? Todas estas cuestiones abren la reflexión instalada en este escrito: la plasticidad como la posibilidad de pensar el tiempo y las formas de organización histórica de la deconstrucción –y también de la dialéctica hegeliana y la destruktion heideggeriana–. Y, por último, ¿es posible atribuir una actualidad a la plasticidad? La plasticidad permite pensar experimentalmente una modalidad de la historicidad como reinscripción íntima y plástica de la subjetividad en el tiempo histórico de la différance, materializando algunos objetivos vitales de la fuerza deconstructiva. Por otra parte, el materialismo radical del pensamiento de la plasticidad –en un diálogo agradecido y heredero de la obra de Jacques Derrida– convoca los alcances que la deconstrucción tiene en los círculos académicos de filosofía y en otras prácticas de la reflexión humanista, instalando la discusión en torno a la forma y la huella de la escritura. De ese modo, Catherine Malabou se ha propuesto pensar, precisamente, el nudo de la problemática temporal tanto para la plasticidad como para la deconstrucción. Es más, uno podría estar tentado a decir que toda la problemática de la plasticidad consiste en definir la temporalidad y espacialidad que se abre entre la tradición metafísica del ser y su destrucción. Así, la plasticidad cobra la fuerza de ser la materialidad del tiempo que articula ambos elementos de constitución subjetiva, haciéndolos coincidir en una colisión trágica, dramática; pues, como se verá, la plasticidad se da “entre el surgimiento y la explosión de la presencia, abre la vía para un nuevo materialismo y para una nueva destitución del sujeto, iniciativas aún más radicales que la deconstrucción, de las que sin embargo son herederas” (Malabou, La plasticidad en espera 7).

Sin embargo, lo que se torna aún más relevante, es plantear una reflexión sobre la propia historicidad de la plasticidad. Malabou reflexiona sobre la temporalidad del porvenir dentro del movimiento mismo de la plasticidad en la introducción de su texto dedicado a Hegel, El porvenir de Hegel. Allí, nos dice:

…la posibilidad de pensar una determinación temporal –el porvenir– más allá de su simple estatuto de momento del tiempo –de ‘ahora por venir’– hace manifiesto que el tiempo mismo no se reduce para Hegel a la relación regulada entre sus momentos. Por ‘plasticidad’ entenderemos el exceso del porvenir en el porvenir, y por ‘temporalidad’ entenderemos el exceso del tiempo en el tiempo en la filosofía especulativa. (27)

Estas afirmaciones preliminares buscan crear la forma hegeliana de un sujeto-tema, o bien, un sujeto-espacio; son sentencias diseñadas para pensar a Hegel como proveedor autoral de un concepto –la plasticidad– y, a la vez, la posibilidad plástica de ampliación, difusión, o su porvenir mismo en la historia. Los alcances propuestos en este escrito consideran los efectos que la plasticidad ha ejercido sobre la escritura, y, de manera particular, sus efectos en la escritura de la historia. Por de pronto, la plasticidad tendría un impacto constitutivo en la práctica historiográfica: por una parte, afecta epistemológicamente los delineamientos del acontecimiento histórico y la historicidad, y, por otra, altera el tratamiento puramente escritural de la historia. Tal como nos recordaba Michel de Certeau respecto de los límites del pensamiento histórico, “la historia ya no ocupa más, como en el siglo XIX, el lugar central organizado por una epistemología que, al perder la realidad como sustancia ontológica, trataba de encontrarla como fuerza histórica, zeitgeist, y de permanecer oculta en el cuerpo social” (93-4).

Para alcanzar estas expectativas posmetafísicas de la historia y la filosofía, Malabou recurre a las cualidades desprendidas de la tradición filosófico-artística (las artes plásticas) de la plasticidad como donadora de forma para la creación conceptual[2]. Y lo hace no sin afrontar las dificultades de reflexionar la siguiente tarea: pensar el tiempo para la autora es, precisamente, tratar de conceptualizar –o por lo menos intentar crear, modelar– la plasticidad en el porvenir mismo. Más allá de la comprensión momentánea del tiempo, Malabou reflexiona la temporalidad de la plasticidad siguiendo el movimiento mismo que la convoca. Pues, “comprender el porvenir de un modo distinto a su sentido inmediato de momento del tiempo, implica a la vez una ampliación del significado del tiempo, ampliación que resulta de la plasticidad misma de su temporalidad” (La plasticidad en espera 38). La plasticidad materializa, de esta manera, las formas especulativas tanto de la filosofía como de las propias reflexiones hegelianas –una suerte de corporalización del espíritu–. La plasticidad insinúa los porvenires de una época; trata de anticipar su conceptualización, mediante el ejercicio exvoto de padecer y consagrar la forma al concepto, es decir, “depende entonces de su posibilidad inherente no solo para moldear sino también para consagrar [...] la posibilidad inherente de revelar lo que sin embargo es invisible” (84). Aunque la autora valora y advierte al lector de la doble temporalidad en la obra de Hegel, sus ansias poshegelianas la liberan de las ataduras que la propia sistematización de la filosofía hegeliana ofreció a la reflexión de la subjetividad como recreación de sí. Esta des-atadura es concebida por Malabou, leyendo a Hegel, en la forma de una coyuntura –núcleo y nuclear– como una saturación de tiempo que deja un vacío temporal: la liberación del tiempo libre. La apreciación no es menor, pues, una de las características que acompaña nuestra época, aterrando a los individuos, es la imaginación de sus actividades individuales ante un cese definitivo del imperio del trabajo. Esta imaginación invita incesantemente al descanso. Este temor por las inactividades marca la conciencia histórica actual: cómo afrontar los umbrales sobre el ocio, por ejemplo. En la modalidad subjetiva, por su parte, Malabou promueve la reinvención de una subjetividad gracias a la creación de la estructura de anticipación temporal del ver venir. Como sabemos, la relación entre dialéctica, temporalidad y plasticidad, en Hegel, toma la forma de una estructura del anticipo especulativo. Ante la certeza y la incertidumbre que habitan en el ver venir, en su trazado interno y externo, este concepto comprenderá un tipo de plasticidad que funcionará como centro de metamorfosis de la filosofía hegeliana. Producto del efecto resultante de las relaciones que la contemplación mantiene con el pensamiento y la naturaleza, la plasticidad invita a posar la mirada sobre la estructura que hace posible mirar y reflexionar una época. Así, la plasticidad –contenida en el ver venir– es la arquitectura posible que enlaza una reflexión epocal y su sentido histórico de emplazamiento. Una especie de hábitat histórico donde se incuban tanto las reflexiones e intuiciones filosóficas, así como las grandes esquematizaciones y sistematizaciones del pensamiento.

1. ¿Sistema histórico o esquema motor? Entre el esquema y la historicidad

Las consecuencias directas de la irreductibilidad absoluta de la plasticidad las recibe la escritura. Como tecnología proyectiva de las esquematizaciones filosóficas modernas, la escritura entraría en su fase de desarme crepuscular. Tras las experiencias reflexivas y filosóficas que el pensamiento de Jacques Derrida contrajo sobre la escritura filosófica en particular, la escritura tradicional advirtió su fatiga material; en otras palabras, la obra derridiana reconoció el cansancio filosófico de la escritura. Esta fase posenciclopédica de la escritura demostrará, a la vez, los rasgos motrices del esquema que hace posible el tiempo histórico actual: un tiempo heterocrónico y heterotópico de la escritura en forma ampliada.

Trataremos de concentrarnos en el concepto de plasticidad no solo como la posibilidad de inscripción en la historia de las múltiples formas de su interpretación y reflexión sobre el tiempo, sino también como la necesaria articulación entre imaginación histórica y las formas estructurantes de su perdurabilidad epocal –o lo que teóricos de la historia denominan un sistema histórico de largo alcance (cfr. White, “¿Qué es” 257)–. Si la plasticidad surge como la posibilidad metamorfoseante de la filosofía, por su capacidad de crear época y estructuras de inteligibilidad temporal con otras formas de filosofía –principalmente con la deconstrucción– es debido a que la plasticidad es la formación histórica que cualquier relato, narración, acontecimiento o pensamiento necesita para entrar-en-escena: la plasticidad permite que todos estos elementos reencuentren su durabilidad temporal ante la novedad histórica y surja, al mismo tiempo, la novedad histórica de ese esquema de contención epocal. A este procedimiento plástico Malabou lo denominará esquema motor, concepto que trataremos como espacio de disputa y alcance histórico de la plasticidad. También, claro está, veremos los alcances y transformaciones en la práctica historiográfica –especialmente con la escritura de la historia– ante la aparición del concepto de plasticidad: no será sorprendente ver cómo una práctica de la escritura tradicional –la historiografía– muta sobre el emplazamiento que la hace posible, sin advertir la transformación de su campo.

La dicotomía instalada entre sistema histórico y esquema motor, se vuelve conflictiva al momento de repensar la posición figurativa del tiempo que el movimiento de la plasticidad desplaza y contrae, a la vez, sobre la historicidad: la filosofía y la historia comparten un problema mayor, el cambio y su visibilidad. De esta forma, antes de ser sistematizada o esquematizada la historia, la tensión inicial filosófico-histórica emana entre una conformación esquemática trascendental y una figuración imaginativa subjetiva, que recibe los efectos del cambio. La transformación de la historia pasaría solo por su pura posibilidad de pensar y percibir el esquema que organiza el tiempo en el devenir de ese cambio. Esta tensión es pensada por Malabou, en el texto Le Change Heidegger. Du fantastique en philosophie, como fin de la historia del ser. Este abismo historial del ser –expuesto también por Derrida al comienzo de De la gramatología– no solo expone la forma suplementaria de inscripción temporal, también hace circular la idea del ser como fin del acontecimiento histórico. La noción de cambio heideggeriana es traducida como metabolismo de su propia diferencia ontológica. Este metabolismo es identificado por Malabou mediante un doble proceso de esquematización de la metafísica heideggeriana: “Es importante mostrar que la apariencia de la estructura de la metafísica es el resultado de un doble proceso de esquematización –archi y ultrafilosófico– que teje y rasga el mismo tejido” (49). Este urdimiento autodesgarrador funciona como el componente mismo de la metafísica heideggeriana; ya que, la textura de la metafísica heideggeriana comporta un rasgo autoesquematizante en su conformación. La historia de la filosofía, a los ojos de Heidegger, no cesa nunca de autoimaginarse sus propias esquematizaciones y figuraciones junto a sus migraciones fantásticas. Por tanto, la experiencia histórica heideggeriana es desplazada insistentemente por la propia exigencia metafísica de sus figuraciones fantásticas, y que transporta toda otra imaginación flotante metafórica. Así, la historia “no es nada sin el cambio (W, W, V) que la constituye” (92), el cambio no consistiría más que en la sustitución originaria de la esencia de la verdad revisada por Heidegger leyendo a Platón. Este cambio de imagen ancestral en la historia de la filosofía es el aparato de la historia misma; esta imagen es una doble imagen sobre la esencia que contiene su movimiento filosófico, pero que transporta –migratoriamente– un aspecto mitológico, ficcional o fantástico que permite emigrar su imagen verdadera como movimiento temporal de la filosofía.

El esquema, de este modo, comienza a manifestar su doble aspecto imaginativo: por una parte, retoma, remodelando toda forma constitutiva familiar del camino a la verdad, y, por otra, la transformación heideggeriana recibe su propio movimiento metabólico indicando el trabajo secreto de la diferencia sobre la historia del ser. De esta forma, la herencia esquemática de Malabou, permite pensar el pensamiento filosófico e histórico como metamorfosis del lugar organizacional y gravitacional de los centros pensativos del tiempo migratorio y fantástico.

La reflexión de Malabou –a partir de la lectura de Heidegger– trabaja sobre la idea de que el lugar de la filosofía es siempre un lugar mediático entre la organización temporal de un pensamiento y su lengua metafórica constitutiva de movimiento temporal, haciendo emigrar la imagen constitutiva del ser. Gracias a la idea de la doble esquematización del proceso metafísico, logra visualizarse que todo esquema del pensamiento es siempre esquema de transformación, es decir, esquema expuesto al accidente histórico del ser. Esta reflexión implica, como sedimentación posfilosófica, la esquematización sucesiva del ser sin ser. El acontecimiento se materializa, por tanto, como escenografía de un evento que no reporta más que los elementos que lo constituyen, y nunca, alguna esencia temporal subjetiva que finalice el movimiento esquemático de manera mimética. Por este motivo, todo movimiento no es movimiento en sí, sino esquematización de movimiento, esquematización que organiza sus propios accidentes temporales subjetivos. Sin embargo, esta reflexión aún evidencia la importancia de la huella del ser, es decir, un teatro histórico cuyo centro acontecimental se despliega solicitando la figura del ser. Por esto, tratemos de avanzar hacia una reflexión del esquema que sea consistente con la forma epocal. Revisemos, para eso, el concepto de esquema motor.

El concepto esquema motor aparece por vez primera en la obra de Malabou en La plasticidad en el atardecer de la escritura. Dialéctica, destrucción, deconstrucción, a propósito –según la misma autora– de la reflexión de Henri Bergson sobre las esquematizaciones físico-auditivas que preceden al movimiento del cuerpo, y que el autor denominó “esquema hermenéutico motor” (La plasticidad en el atardecer 38)[3]. Posteriormente, Malabou adoptará la esquematización bergsoniana para identificar los mecanismos de interpretación de una época de la plasticidad, siguiendo y capturando “las configuraciones móviles” (55) de la plasticidad como centro de coordinación del pensamiento finito de la metafísica, y así demostrar que dialéctica, destrucción y deconstrucción poseen su propia historia. De este modo, Malabou logra recomponer y definir lo que entenderá incipientemente por esquema motor, esto es, la necesidad de estructurar el pensamiento finito como “una tendencia histórica” (39). Tras advertir la dimensión ampliada de la escritura como archiescritura derridiana[4], la composición material de la plasticidad absorbió los elementos significativos y escultóricos que designan las nuevas imágenes de la escritura, más allá de su grafía –su rasgo histórico–, hacia una plasticidad de la escritura cuyo elemento plástico se encuentra dispuesto a explosionar la presencia. Por lo mismo, la autora concibe esta ampliación de la significación de la escritura –su doble aspecto, gráfico y plástico– como una respuesta al forjamiento de una época más que a una interpretación arbitraria o acuciosa de un pensador. Ese motivo forjado necesitó una herramienta que condensara las posibilidades de crecimiento y perdurabilidad de un pensamiento o un concepto; requirió estar ligado a una necesidad cultural e histórica de su existencia inteligible. Así vemos que una primera definición de esquema motor trata de “una suerte de instrumento capaz de captar la mayor cantidad de energía y de información en el texto de una época […] un esquema motor corresponde a lo que Hegel llama la característica (Eigentümlichkeit) de una época, su estilo o su marca” (40). No se trata, por lo demás, solo de contextualizar un pensamiento o un concepto, pues el esquema motor de una época trata siempre de advertir el movimiento conjunto de imágenes flotantes que permiten, en ese caso, la creación de marcos temporales –contextos históricos–.

Una primera diferenciación entre esquema motor y contextualización histórica se encuentra en las reflexiones que el historiador F. R. Ankersmit realiza a través de la problematización que se conjetura entre escritura de la historia y las generalizaciones reflexivas sobre el marco en las artes visuales. Ankersmit advierte las dificultades históricas de demarcación estética gracias a la idea de parerga utilizada por Derrida en La verité en peinture (Ankersmit, Historia 292). Es decir, equipara la enmarcación temporal del pasado, llevada a cabo por la historiografía, a la lógica suplementaria del juegos de las formas, no descartando el movimiento mismo que hace posible una reflexión como esa. Un esquema motor puede reunir varias construcciones de contextualización temporal y, por ende, puede englobar el mecanismo mismo de ese juego en la individualidad de cada texto histórico. La historia narrativista –como aquella reflexión que se preocupa de las modalidades y alcances que tiene la historiografía con la narración y la literatura– no explica necesariamente el cambio en la historia. La narrativa en la historia –que se concentra en el elemento gráfico de la historia– explica cómo funciona el texto histórico individualmente, como artefacto literario, pero no explica el esquema temporal y tropológico que organiza la necesidad de su fijación. En este sentido, las transformaciones de la disciplina y de los propios objetos históricos no pueden ser explicadas por la misma inteligibilidad del texto histórico, pues este necesita de una refundación sustitutiva que pasa por el agenciamiento histórico del historiante hacia los elementos reflexivos que permiten visualizar la necesidad de su organización central epistemológica. Por consiguiente, esto supone que el historiador advierte que su trabajo consiste en narrar hechos pasados que se materializan en textos históricos, pero no se detiene para resolver el conjunto de la situación que envuelve la necesidad de agenciar su práctica disciplinar –su escritura histórica– hacia el movimiento plástico de la misma. Esto quiere decir que la reflexión sobre la escritura de la historia –a la luz de la plasticidad– no solo debe concentrarse en los elementos lingüísticos y tropológicos (formales) del texto histórico, sino que dicha reflexión tendría que continuar su tarea constitutiva y esquemática de la historia hacia los elementos ficcionales e imaginativos del agente historiante con la época.

Este fue el fenómeno detectado por Ankersmit al leer la obra de White. El esquema historiográfico neokantiano de White –tal como lo identifica Ankersmit– no pudo salir de su forma trascendental, ya que “la prefiguración del campo de la historia [...] precede a todo lo que el historiador pueda querer decir sobre el pasado” (Ankersmit, Narrativismo 158). Esta prefiguración del campo historiográfico encuentra su analogía en la estética trascendental kantiana. La condición de posibilidad del saber histórico es la prefiguración que el historiador construye imaginariamente sobre un centro esquemático del pasado, reuniendo tanto el entramado tropológico formal del texto histórico como el componente ficticio de la tropología. Este entramado realiza analogías estructurales de significado histórico para lograr la comprensión general del saber pretérito –un juego constante entre la supresión o visualización de las particularidades imaginativas del pasado–. Por lo tanto, la ida y vuelta entre lo que aparece en el texto histórico con lo que patenta en su reversibilidad sobre lo real, deja en claro que por más que ahondemos en la textura de la historia, lo que se problematiza nuevamente es la naturaleza de la historia, y el narrativismo regresa a su naturaleza política. En este sentido, la palabra ficción se comporta de manera similar a la plasticidad, ya que, “en la medida en que la palabra [ficción] puede referirse tanto a lo que es ‘hecho’ por la mente como a lo que es ficticio en el sentido según el cual una novela es ficción” (Ankersmit, Narrativismo 160) alcanza a articular el pasaje entre lo real de una escritura ficcional y las imágenes poéticas de la ficción. Por ende, Metahistoria, la obra magna de la historiografía contemporánea, solo es un gran tratado de cómo se organiza formalmente la explosión ineluctable de la ficción histórica y de cómo se organiza el imaginario historiante propiamente tal.

Ankersmit logra establecer un umbral de la práctica historiográfica poniendo en entredicho las profundizaciones históricas para explicar los nuevos acontecimientos históricos y sus reflexiones. Señala que, el propio movimiento de lo que hemos concebido por historia “tampoco es una conquista progresiva de la objetividad del objeto histórico en su pureza prístina, pues no hay objeto permanente; se somete a una metamorfosis continua dentro de la oposición entre notación y significado” (Ankersmit, Narrativismo 298). Gracias a esta reflexión logramos visualizar el abismo de la historia narrativista que explica cómo se construye el pasado (el realismo histórico), y cómo se delimita ese pasado con su presente, pero que en ningún caso explica cómo se pasa de un contexto a otro, o bien, cómo transmuta la imaginación histórica. El conocimiento histórico, de esta forma, vierte su mutabilidad hacia el elemento excluido de toda escritura del tiempo: su ampliación escritural, su plasticidad, su alteridad.

El esquema motor, así mismo, subvierte las ansias contextuales y textuales de los historiadores por establecer un conocimiento histórico preciso y exclusivo, y extiende su carácter metamórfico como movimiento interno de la alteridad del historiador, proporcionando un movimiento interno de una obertura de la contemplación histórica novedosa de cualquiera. El esquema motor, a fin de cuentas, recibe la potencia de la reflexión subjetiva tras abandonar las ataduras del sujeto metafísico, y se vuelve histórico –tal como nos recuerda Malabou a propósito de Hegel– por su tono ambiental y acogedor de los pensamientos vivos: “Hegel mismo decía que no se puede más que filosofar con su tiempo, que toda verdadera interpretación siempre se hace en el presente, en lo vivo de una época” (La plasticidad en espera 95).

Retomando las reflexiones de Malabou sobre el esquema motor, encontraremos mayores bosquejos sobre la transformación de la historia como esquematización-cambiante de las formas reflexivas. Sobre todo a partir de las reflexiones sobre la imaginación histórica o, más precisamente, entre imaginación e historia. Esta relación se encuentra marcada por los alcances materiales de las esquematizaciones filosóficas. Las formaciones de sentido –nos recuerda Malabou– se ven reflejadas tanto “en la pureza del pensamiento como en la materialidad de una cultura” (40). Esta relación ya entrega los indicios, las tentativas, de que el esquema motor adquiere un estatuto ontológico que lo aleja de las formas heideggerianas de concebir el tiempo –historicidad y evento-– y, a la vez, de la radicalidad de la alteridad que podamos encontrar en el movimiento infinito de la diferencia, a través del movimiento general de la huella. Ante lo que en un primer momento se traduce como un definitivo abandono de la escritura como forma de representación de la historia y de la metafísica y su pensamiento de la alteridad, Malabou da “cuenta de que la escritura ya no era quizás la mejor imagen, de que la plasticidad se imponía en lo sucesivo como el esquema motor más adecuado y más revelador de nuestro tiempo” (41). Así, la plasticidad abre la imagen pura de la historia, captando las energías y los ritmos de una nueva época. Esta nueva época, para Malabou, presupone la necesidad de un concepto motor mucho más dinámico y democrático que la escritura. No obstante, la filósofa reconoce, casi inmediatamente anunciada esta presunción de abandono, la severa y melancólica imposibilidad de abandonar la escritura. Por tanto, la escritura debe tomar otra forma que la puramente escritural. La escritura se vuelve absoluta y debe encontrar su conversión en el absoluto mismo del texto, en su grafía. Malabou entiende esta mutación a través de dos reflexiones: la primera reflexión aparece en el capítulo a continuación del apartado dedicado al esquema motor, titulado “El atardecer y la época”. Analizando las profundidades epistemológicas de la metáfora del atardecer, de su negrura, el retorno de la escritura, posterior a su adiós o su destrucción, concibe la experiencia del duelo incesante como un paso necesario a este nuevo esquema motor, ya que “entre escritura y plasticidad se dibuja quizás también esa frontera oscura que decide el destino de dos mundos en el mundo. Imposibilidad de zanjar y, al mismo tiempo, un cabo debe pasarse” (La plasticidad en el atardecer 46). Tenemos, de este modo, una metáfora que da cuenta de una oscuridad en el movimiento geográfico y cósmico de la luz sobre la escritura, que indicaría el momento de un cambio profundamente histórico. Este cambio señala las distintas e infinitas experiencias históricas de los individuos, producto de la transformación de la escritura como mera especialización escritural del saber filosófico.

La otra reflexión sobre la mutabilidad de la escritura en su sentido de ampliación, la encontramos en La plasticidad en espera. En dicho texto aparece la sentencia introductoria de la plasticidad como convertibilidad absoluta, pues, tal como nos señala la autora, “no hay inconvertible […] Si la huella no juega el juego de su propia conversión, es decir, si en cierto sentido ella resiste a su borradura, precisamente si no es plástica, ella ya no es una huella” (11). La noción absoluta de la conversión retoma la valorización temporal de la plasticidad que permitirá adoptar la otra forma de la escritura, su alteridad dentro su misma materialidad. (Esta escena marca, como veremos, el destino des-puntado de la deconstrucción). En el mismo texto sobre el atardecer de la escritura, Malabou profundiza aún más en este asunto que denomina mutabilidad ontológica absoluta. Y lo hace a partir de su atenta lectura sobre Heidegger y la forma. La noción de cambio en Heidegger –como decíamos anteriormente– viene dada por un progresivo empobrecimiento del movimiento económico de la ontología; las prefiguraciones lineales del tiempo y la trayectoria generan una disminución de la fuerza transformadora del cambio en el ser. La constante dinámica de diferenciación entre el ser y el ente no cancelan, por lo demás, el proceso de valorización del campo óntico. A pesar de todo, el ser encontrará su verdad en el advenimiento del ser como ente, transformando al ser en el ente mismo.

Por esto, Derrida no tuvo más chances de percatarse del remezón hegeliano, de percibir la destrucción de la metafísica del ser en la zona trémula de Heidegger, en su pasadizo, mediante la imposibilidad de abandonar el esquema heredado filosóficamente;

la vacilación de estos pensamientos (los de Nietzsche y Heidegger) no constituye una “incoherencia”, es un temblor propio de todas las tentativas post-hegelianas y de ese pasaje entre dos épocas. Los movimientos de deconstrucción no afectan a las estructuras desde afuera. Solo son posibles y eficaces, y pueden adecuar sus golpes habitando estas estructuras […] Es preciso pasar por la pregunta por el ser tal como es planteada por Heidegger y solo por él, en y más allá de la onto-teología, para acceder al pensamiento riguroso de esta extraña no-diferencia y determinarla correctamente. (Derrida 31-2)

Este pasaje contiene la necesidad de la forma en la eficacia de la huella. Este pasaje, de un cabo a otro, es la traducción elemental de la escritura como inscripción del ser, prefigurando los acondicionamientos de lo historial que hace posible el mismo movimiento, con su misma fuerza, en la deconstrucción. No obstante, este pensamiento del paso implica que la huella –la archiescritura– no toma necesariamente la forma del fin sucesivo de la metafísica. La deconstrucción, al habitar el absoluto movimiento de la diferancia en el espacio onto-teológico, arrastra consigo, por decirlo así, los mismos materiales y esquematizaciones dispuestos por Hegel y Heidegger, esto quiere decir, la imposibilidad de pensar la diferencia sin la forma que pretende trascender. Entonces, ¿cómo es posible la obertura de la huella en la deconstrucción?, ¿es la diseminación el componente metamórfico de la escritura, o, más bien, es la caracterización –la máscara– intuitiva del cambio en el sentido del ser? Para Malabou, esta ausencia de carácter metamórfico en el movimiento mismo de la deconstrucción habla, u opera, una disimulación significativa. La máscara deconstructiva supone, en una primera instancia, la obertura de una alteridad infinita como desfase temporal de la huella sin origen. La diseminación, por ejemplo, supone sucesivos desplazamientos significativos. No obstante, estos desplazamientos de la diseminación sígnica, tampoco son metamorfosis, sino más bien rupturas, reinscripciones en un sistema heterogéneo, mutaciones, desviaciones sin origen. En este sentido, la insistencia metamórfica de un centro metabólico para la esquematización del sentido, y no el salto acrobático de la diferencia y su huella en la forma, permite comprender lo que Derrida anunciaba para la deconstrucción como “la empresa [que] siempre es en cierto modo arrastrada por su propio trabajo. Es esto lo que, sin pérdida del tiempo, señala quien ha comenzado el mismo trabajo en otro lugar de la misma habitación” (Derrida 33)[5]. El efecto de desplazamiento de la deconstrucción, en realidad, es el testimonio de una fuerza motriz e histórica de la escritura y del tiempo como otra forma. De ahí que para Malabou sea posible identificar y esquematizar la fuerza disruptiva de la plasticidad a partir de una tríada esquemática e histórica de la filosofía (como proceso temporal de la filosofía): Hegel, Heidegger, Derrida, es la máscara epocal metamórfica de una época crepuscular para los individuos por entrar en escena con los sentidos del mundo –utilizando una expresión de Nancy–. En otras palabras, la plasticidad es el esquema motor de una época donde la liberación del sentido histórico (historicidad) es liberado de sus ataduras onto-teológicas, mutando hacia un evento poshistórico del evento.

Como vemos, entre ambas reflexiones se urde el significado histórico de un esquema motor en un sentido testimonial de la imposibilidad de abandonar la escritura, permitiendo la entrada en escena de la plasticidad. Esta nueva entrada de la escritura metamórfica es la zona de descanso de la escritura, su ambición serena, y a la vez, el inicio de las inscripciones o programaciones culturales como estructuras contenidas en el juego de la diferencia. Así, entre plasticidad y escritura, se cotejan los acercamientos y distancias que son el propio movimiento de la historia del pensamiento de la diferencia. Un movimiento que se da por contracciones e intensidades en las subjetividades liberadas de los marcos y tiempo históricos colmados de una semántica por el sentido absoluto del ser. La historicidad –como revisaremos detenidamente– va perdiendo su estatus ontológico concentrado en la precepción autoafectiva del tiempo, y se convierte, paulatinamente, en una articulación constante entre reflexión epocal y puesta en escena de los esquemas culturales que la hacen posible. Un tipo de contemplación histórica que va marcando y señalando la época de la autoformación del sujeto, su autonomía en la modelación subjetiva.

El esquema motor restituye eso que lo historiadores, lentamente, han ido abandonando: las largas duraciones. Las formas de representación histórica perdurables, y las esquematizaciones culturales que interpretan las culturas en el tiempo, no siempre han convencido a la conciencia historiográfica, en especial a la historiografía académica. Varias corrientes historiográficas se han rendido a un tipo de escritura que se proyecta en solventar las prácticas culturales microhistóricas, y han desechado las dinámicas escriturales y conceptuales que permiten abordar estas prácticas. Esta esquematización temporal –según las palabras de Malabou– permite que la plasticidad sea un “motivo formal que domina la interpretación y en el instrumento exegético y heurístico más productivo de nuestro tiempo” (Malabou, La plasticidad en el atardecer 119). La forma ampliada de la escritura, su “ampliación semántica”, llevó a la de-formación de la escritura misma, moviéndola hacia espacializaciones de inscripción que la misma escritura no contemplaba en su grafía. Además, la plasticidad permitió un tipo de lectura epocal que facilita la descripción del estatuto de lo real posterior al efecto deconstructivo. El fin de la metafísica del ser, implicó una reflexión directa sobre la forma, especialmente, la forma histórica. La lógica sustituible de la fase temporal de la constitución subjetiva conllevó un cuestionamiento directo a esta realidad deconstruida. Y esto es así, debido a que “la subjetividad y la empresa de formación que le es inherente siempre serían secundarias en relación con la huella, con el puro trazado del tiempo, trazado que, según Derrida, nunca tomaría cuerpo o figura” (Malabou, La plasticidad en espera 96). Por eso, la plasticidad se plantea como otra forma que la pura configuración metafísica no permite.

La plasticidad, por lo tanto, es una sistematización posmetafísica de lo real deconstruido que organiza lo que Boris Groys llama la época cadavérica de la filosofía (9-84). El proceso de valorización de la plasticidad es estrictamente temporal –tal como lo señalábamos en un principio–. Esto quiere decir que la plasticidad, al ser donadora y receptiva de forma, es exvota del porvenir. Y esta situación votiva reconoce que la deconstrucción ha iniciado un tipo de filosofía que pretende sobrevivir a partir de una re-instalación de la reflexión en torno a la programación lingüística y su inherente movimiento de alteridad. Por tanto, lo que el esquema motor recoge de la experiencia deconstructiva, no es solo el inicio de un sentido ampliado de la inscripción programática, sino que, a la vista de su época de aparición como discurso filosófico, retoma su lectura de una época posmetafísica tras la “muerte de Dios” y el fin del “sistema filosófico”. La plasticidad, tras la deconstrucción, reconquista la forma como centro de reflexión epocal. Así, la subjetividad se enfrenta a una zona de espera, un tiempo de espera necesario, al dispositivo del acontecimiento de la sorpresa o el azar. Por tanto, “el sujeto hace en cierta medida voto de forma, él llama –a la vez anticipándolos y precipitándolos– a sus determinaciones, sus modos de ser, sus posiciones o posturas; llama a todo aquello que, en una palabra, forma su historia” (Malabou, La plasticidad en espera 91)[6].

Parte considerable de las reflexiones sobre la práctica historiográfica de los últimos cincuenta años, también ha pensado la forma como porvenir de su disciplina. El historiador y filósofo Hayden White ha cuestionado el estatus científico de la historia a partir de la forma narrativa como articulación de las representaciones históricas. En su temprano texto El contenido de la forma, ya emplazaba a la veracidad historiográfica desde la valorización de la narrativa, ya que

lejos de ser un problema [para los historiadores], podría muy bien considerarse la solución a un problema de interés general para la humanidad, el problema de cómo traducir el conocimiento en relato, el problema de configurar la experiencia humana en una forma asimilable a estructuras de significación humanas en general en vez de específicamente culturales […] sustituye incesantemente la significación por la copia directa de los acontecimientos relatados. (17)

Siguiendo las ideas de R. Barthes, White abre la reflexión de la práctica historiográfica hacia su metacódigo circundante artefactualmente en la cultura, como texto histórico disponible de ser reinterpretado las infinitas veces que los sujetos cubiertos por determinados velos simbólicos lo requieran. Esto implica, necesariamente, lo que el historiador denomina “un proceso de sustitución de antepasados” (White, La ficción 260).

El historiador, ya en el año 1972, en su visionario artículo “¿Qué es un sistema histórico?”, planteaba la cuestión de la forma narrativa y la sustitución de los pasados de manera más detenida, poniendo atención sobre las formas procesuales del pasado histórico. Los procesos aspiran a representar modelos de significación histórica donde las habitualidades microvitales de los individuos no podrían adquirir ningún sentido histórico de inscripción. Para ello, White compara lo que en su tiempo se encontraba en boga en términos de análisis generalizado con sistemas biológicos y sistemas históricos-culturales. A través de un gesto de previsión en torno a la importancia de la plasticidad y sus alcances epigenéticos, White reflexiona diciendo que

cualquiera que sea la constitución genética del individuo, se le pide que en cierto modo la altere y fusione sus aspiraciones con las del grupo; y se ve forzado a alterarlas por programas de educación y adoctrinamiento que trabajan en la conciencia del individuo de una manera más o menos directa. (La ficción 255)

Este espacio de alteración de las determinaciones genéticas, es el espacio de una sistematización histórica. La principal consideración diferenciadora entre un sistema y otro estriba en que los sistemas biológicos precisan una serie de determinaciones y formaciones individuales que no permiten al sujeto deformar, o bien, elegir su mediación en las acciones con el pasado de cada uno. Mientras que los sistemas históricos son plenamente modificables; es más, White considera –de manera coincidente con Malabou cuando piensa el esquema motor– que el “pasado histórico es plástico de una manera en que el pasado genético no puede serlo. Los hombres lo abarcan y seleccionan modelos de comportamiento para estructurar sus movimientos hacia el futuro. Eligen un conjunto de antepasados ideales que tratan como si fueran progenitores genéticos” (260).

El mejor ejemplo de este asunto plástico del pasado es la reflexión de White acerca del pasado ruso antes y después de la revolución de 1917:

la historia de Rusia escrita por un historiador ruso socialmente asimilado antes de 1917 no necesitaba incluir ninguna referencia a Karl Marx y a otros socialistas europeos para dar cuenta de manera completa y adecuada de la evolución de Rusia. Sin embargo, después de 1917, cualquiera historia de Rusia que no ubique a Marx y a los socialistas europeos en la línea principal de ascendencia ancestral de la sociedad en proceso de formación debe ser considerada incompleta. Y con razón, ya que los rusos en 1917, entre otras cosas, reconstituyeron retroactivamente su linaje ancestral y decidieron actuar como si descendieran de él en un grado tal que representó una mutación significativa en un sentido sociocultural. Una vez que se establecieron esos antepasados ideales, pudieron ser tratados como si fueran reales ancestros del pueblo ruso, y fue así como el pueblo ruso estructuró su comportamiento según las obligaciones que comprendió que tenía hacia sus modelos ancestrales de adopción. (262)

En esta cita, logra apreciarse la eficacia no solo de una sistematización histórica, sino también de las convergencias que tiene con el esquema motor como eficacia de remplazabilidad histórica. Esto es lo que concluyó White como “proceso de constitución ancestral retroactiva” (263). La diferencia fundamental –aunque no sea explícita en su conceptualización– entre esquema motor y sistema histórico es que este último aún considera un salto, o una distancia esencial, entre las funciones biológicas de los individuos y la vida sociocultural circundante de los mismos que, precisamente, hace la diferencia con el esquema motor que integra holísticamente como característica de una época las vinculaciones que los individuos hacen con su pasado tanto en términos genéticos como culturales. Es más, ese salto, esa diferencia en el esquema, hace evidente la presencia del tiempo; su espaciamiento permite la corporalización del tiempo.

Así y todo, ambos esquemas generalizados de explicación histórica comparten este rasgo material sobre la ancestralidad retroactiva: la importancia efectiva de la epigénesis. White, finaliza su propuesta con una reflexión al respecto, que coarta los efectos ilusorios de los individuos que pretenden creer que los pasados son inmodificables en el ejercicio mismo de su modificación. Esto quiere decir que “al construir nuestro presente, afirmamos nuestra libertad; al buscar una justificación retroactiva para nuestro pasado, nos despojamos silenciosamente de la libertad que nos permitió convertirnos en lo que somos” (264). En una especie de entrega al pasado sin mediaciones, la plasticidad –como esquema motor de la época de la convertibilidad absoluta– se plantea como posibilidad de ser reemplazada:

no hay más que sustituto: una forma por otra, una sanación por una enfermedad, una pierna de cera por una pierna real, un pasado por un presente, un síntoma o un porvenir por otro. Y de este modo toda la vida no sería más que una serie de deflagraciones consagradas a la forma, y formas consagradas a la deflagración. Este diferimiento, nacido de la sustitución, sería precisamente lo que hace pasar el tiempo. (Malabou, La plasticidad en espera 94)

Pero antes de donar la otra forma histórica, la plasticidad pide ser reconocida, pide su actualidad. Esto afecta inmediatamente las mediaciones y prestaciones entre historia y filosofía; quizás un sistema de prestaciones totales –tal como lo pensaba Mauss– donde los efectos de la economía simbólica gravitaban en un solo cosmos de interpretación. La plasticidad insiste en aparecer desde el corazón de una actualidad mediada por cualquiera. Pero, si esta época no permite el reconocimiento de la plasticidad, ¿qué actualidad reclama desde su ancestralidad filosófica? Tal vez el modelaje, o bien, la construcción diseminada de la mutación pensativa permita que la plasticidad forme su propia escenografía a partir de la presencia irreductible de la forma como garante de su tiempo. En ese caso, ¿quiénes moldearán el reclamo de la plasticidad y su actualidad?

2. Conclusiones: historia cerebral y subjetividades plásticas

Como hemos revisado, dialéctica, destrucción y deconstrucción son figuraciones sintomáticas o, mejor dicho, configuraciones móviles del paso del tiempo en el pensamiento de cualquiera con su época. Más específicamente, es el paso del tiempo, la fluidez del mismo, como una suerte de circulación energizante de la constitución subjetiva, que va a ir adoptando la forma temporal como forma histórica. Esta constitución posee una dinámica plástica contenida –como se sabe– en la misma dialéctica hegeliana. Autoformación y autodestrucción, contracción y dilatación, esencia y accidente, son elementos experienciales de la conformación subjetiva –de su musculatura espiritual– en el juego de las tensiones. Tal como lo reflexiona Malabou:

este juego de tensiones abre una perspectiva múltiple y móvil, un espejeo recíproco (una reflexión) que ya no es la producción de una conciencia individual y que ya no depende de un centro. Esta composición de perspectivas permite a las determinidades no oponerse simplemente las unas a las otras, sino sostenerse unas a otras en el tiempo en que se oponen. Cada determinidad abre su ángulo de vista sobre la otra, en una organización sistemática estimulada por el establecimiento de puntos de contactos. (Malabou, El porvenir 285)

Estos puntos de contactos espacian las formas de creación subjetivas, centralizando y des-centralizando las dinámicas de su conformación. Precisamente, estas creaciones subjetivas permiten la comprensión de las realizaciones históricas como puntos de convergencia energética –o zonas de tensión– entre esquemas motores históricos y relativizaciones subjetivas de la conciencia individual. Uno podría especular que el sentido histórico como tal, se encuentra, plásticamente, en el juego de esta tensión, es decir, entre la plena conservación subjetiva y su accidente material ante los sistemas históricos-plásticos. El sentido histórico podría estar flotando en imágenes entre el esquema motor que dibuja los contornos de una época, y las autoformaciones de un sí mismo que acontecimentiza sus incertidumbres. Asimismo, la historia se libera de las ataduras que la consagraban al sentido de una universalidad moderna –eurocéntrica, culturalmente civilizada, como en la lógica de la historia en el propio Hegel– y su pura descarga energética. Tras esta desatadura, la historia se bosqueja como una especie de contemplación subjetiva que se adapta a la época; una virtud serena, necesaria y suficiente ante la incertidumbre de los regímenes de experiencia temporal. Esta virtud serena concentra las posibilidades subjetivas –y espirituales– de lo que se conoce como una “actividad auto-abreviadora” (258). No es difícil asociar las representaciones del pasado como canalizaciones conceptuales de la vida elemental de ese “suelo originario” con mucha validez histórica, arraigadas a conmociones precisas que viven los individuos debido a sus interacciones con un medio cultural. Pues, tal como recalca la autora, “el clima sustancial de la antigua Grecia está perdido para siempre, y es en la sombra definitiva de un sol desaparecido que leemos a Platón y Aristóteles, o miramos las estatuas y obras de arte griegas” (258). Las imaginaciones históricas de los individuos comienzan a despojarse de las corrientes ideológicas de pensamiento que las sustentaban y empiezan a esparcirse los elementos reflexivos como posibilidades mediales de otra imagen del pensamiento histórico.

Si bien estas conjeturas aún habitan determinado lugar de la especulación, su lectura no deja de ser relevante cuando encontramos ciertas materialidades que consagran las proliferaciones plásticas de los individuos en los alcances escultores de sus propios cerebros. De la comprensión del concepto como sintetización del paso del tiempo en el espíritu, se funde, a la vez, el enlace de un concepto propiamente histórico de cada una de las individualidades: la automodelación del cerebro. Malabou ha dedicado tiempo en concentrarse en esta ampliación material a la cual invita la plasticidad. Parte de estas dimensiones y alcances se encuentran en las conexiones entre filosofía y neurociencias –y que solo la plasticidad lo permite–. (Por lo mismo, no es tan desmesurado pensar la plasticidad como un espacio de reencuentro transdisciplinar, o bien, como una verdadera zona experimental del reencuentro del amor por el saber). En su bello y provocador texto, ¿Qué hacer con nuestro cerebro?, la filósofa nos centra en una estimulante lectura de las relaciones etimológicas, reflexivas y prácticas que existen de la plasticidad entre filosofía y neurociencias. Los alcances que tendrá esta relación será una relativa definición epigenética sobre lo político en el “hombre neuronal” –como crítica a una ideología neuronal–. Como se sabe, una de las reconocidas definiciones de plasticidad la encontramos en los múltiples estudios sobre neurociencia, que tiene directa relación con las dinámicas y virtudes de las conexiones e intercambios ocurridos en la sinapsis como la relación entre determinaciones biológico-genéticas y variaciones en la identidad del individuo. Por eso, para Malabou, primero que todo, la plasticidad es una nueva zona de disenso y resistencia en la autoformación experimental de los individuos, ya que, “la plasticidad del cerebro constituye un margen de improvisación posible frente a la determinación genética” (15). Siguiendo esta primera imagen-modelo de la plasticidad cerebral, podemos discernir las ventajas reflexivas de poner, en el centro de la argumentación de la plasticidad, al cerebro: en él encontramos no solo un centro maquínico procesador de datos cognitivos, al mismo tiempo, es un centro de experimentación histórico para la construcción de lo político en los individuos. Es decir, en el cerebro y la dinámica sináptica se da el ejercicio constante de adaptación neuronal por parte de los individuos, y, a la vez, de modelación de la identidad, en todos sus planos. De este modo, “revindicar una verdadera plasticidad del cerebro es exigirnos saber lo que el cerebro puede hacer y no solamente tolerar” (19). Así, se reconstituye el poder creativo de las fases y conexiones sinápticas de los individuos, destinadas a adaptarse a las esferas de las experiencias sociales y políticas. Esta dimensión escultora del cerebro se refiere, precisamente, al cerebro histórico o, mejor dicho, a la capacidad de los individuos de “hacer su historia, llegar a ser el sujeto de su historia, captar el vínculo entre la parte de no determinismo genético que opera en la constitución del cerebro y la posibilidad de un no determinismo social y político” (20).

Una definición de plasticidad surgida a partir del discurso neurocientífico –nos dice Malabou– constituye un tipo de modelado creativo reflejado y caracterizado por la interacción programática de los individuos con su época cultural, social y política. A partir de esta reflexión se infiere que la “plasticidad sináptica que tiene en el curso del aprendizaje, en el curso del desarrollo y en el estado adulto, esculpe el cerebro de cada uno de nosotros. La educación, la experiencia, el entrenamiento convierten cada cerebro en una obra única” (14). Inadvertido, en cambio, no quiere decir inconsciente, sino adaptación autónoma. A través de la lectura que Malabou realiza de Freud, podemos decir que “toda la cuestión se convierte entonces en saber cómo una tradición se acomoda a esta alteridad fundadora de la identidad, [pues] la alteridad de la identidad consigo misma, al intentar ser negada, no hace más que repetir e intensificar aquello mismo que intenta ocultar” (43).

Esta historia del cerebro no considera el centro de operaciones humanas como un objeto más del gabinete del historiador científico. La relación entre historia y cerebro es aún más íntima, creativa y perdurable de lo que se advierte. Se trata de lo que he denominado una segunda historia de la humanidad, que no recolecta las grandes hazañas humanas, ni los grandes acontecimientos sociopolíticos, registrados y archivados en un espacio profano de los archivos culturales de los individuos. Se trata, en términos generales y análogos, de una segunda historia del arte; el arte plástico del cerebro, un arte neuro-ascético de sí mismo. Este arte opera sobre determinadas programaciones genéticas indispensables. Aunque existen fases secundarias de la dinámica sináptica que permiten comprender una etapa epigenética que se adhiere o vincula a este determinismo neurobiológico de la forma cerrada, modificándolo y modelándolo: pues, su función histórica estriba en la comprensión de los campos sígnico-ambientales donde interactúa esta forma cerrada. La experiencia permite reconocer, entonces, que

durante el proceso de puesta en marcha de las conexiones, el cincel del escultor sería el fenómeno llamado ‘apoptosis’ o ‘muerte celular’. Esta muerte es un fenómeno normal. Se trata de la ejecución de un programa genético que lleva a la eliminación de las conexiones inútiles y a esculpir progresivamente a la forma definitiva del sistema, adaptando las fibras nerviosas a sus funciones previstas […] El papel del medio es ahora fundamental. Una gran parte del desarrollo del cerebro humano se hace al aire libre, en contacto con estímulos del mundo que influyen directamente en el desarrollo de las conexiones y en su número. (25-6)

Mediante esta reflexión, Malabou advierte los rasgos históricos particulares a los que se encuentra sometida toda formación cerebral y neuronal: un medio histórico. Esta historia se construye con las interacciones que cada escultor entrega a su propio cerebro cuando se ve enfrentado al proceso de reconocimiento y formación de sus adaptaciones al medio histórico. El error es creer que esa adaptación no involucra las formaciones neurocelulares y que solo es un proceso de intercambios incorregibles con el hábitat social en el que se actúa.

cuanto más tiempo pasa, más pierde esta ‘primera plasticidad’ su rigor determinista. El escultor comienza progresivamente a improvisar. El modelado es, poco a poco, lo que nuestra propia actividad imprime a las conexiones […] En adelante, el entorno del cerebro, es cuanto órgano (modelado de conexiones), y después el medio exterior (modulación sináptica por influencia del medio), desempeñarán el papel de factores morfogenéticos. (27-8)

Solo mediante esta automodelación de las programaciones de la plasticidad primera, los individuos terminan un proceso de larga duración histórica de sus cerebros: el trazo para una nueva historia de la humanidad antropotécnica. Los escultores sinápticos son también creadores de un espacio en las formas de representación histórica que esgrime por completo las iniciales narrativista que vinculan conexiones de otro tipo que no sean las exclusivas relaciones entre la letra, la palabra y el pasado. Urdir el centro de conexiones que se ramifica en redes multitudinarias del cerebro es mucho más político que ampliar las redes de cuerpos exaltados y estresados por las viejas utopías políticas o las anticuadas asambleas vociferantes. Las asambleas neuronales generan un tipo de potenciación histórica mucho más completa que la mera pasividad coreográfica de las multitudes resentidas y reunidas como corderos a la espera de su guía pastoril. La forma en que nos agrupamos, implica, al mismo tiempo, cómo se agrupan nuestras propias redes neuronales –que no están determinadas en su formación–.

Una buena primera resolución tiene que ver con identificar el esquema motor que contribuye a recoger y diagramar el interés general de una época. Este reconocimiento crítico incentiva con insistencia la creación de las advertencias y filiaciones que mantienen los individuos con el medio político, económico y social, asociados directamente con las dimensiones de su utilidad y productividad en la sociedad. Es una reflexión, por decirlo así, de los individuos al nivel del cansancio y el rendimiento laboral. Esto es lo que Byung-Chul Han configura como características básicas para el sujeto de rendimiento:

que se pretende libre, pero en realidad es un esclavo. Es un esclavo absoluto, en la medida en que sin amo alguno se explota a sí mismo de forma voluntaria. No tiene frente a sí un amo que lo obligue a trabajar. El sujeto del rendimiento absolutiza la mera vida y trabaja. La mera vida y el trabajo son las caras de la misma moneda. La salud representa el ideal de la mera vida. Al esclavo neoliberal le es extraña la soberanía, incluso la libertad del amo que, según la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel, no trabaja y únicamente goza. Esta soberanía del amo consiste en que se eleva sobre la propia vida e incluso acepta la muerte. Este exceso, esta forma de vida y de goce, le es extraño al esclavo trabajador preocupado por la mera vida. Frente a la presunción de Hegel, el trabajo no lo hace libre. Sigue siendo un esclavo. El esclavo de Hegel obliga también al amo a trabajar. La dialéctica del amo y el esclavo conduce a la totalización del trabajo. (12-3)

Con este fin, la totalización de la vida por el trabajo, se traduce en la oportunidad ineluctable de la autoformación de los individuos entre libertad y agotamiento: pues, la plasticidad neuronal es el horizonte de las empresas políticas poshegemónicas que no buscan solicitar mayores rendimientos a los sujetos, sino, la ralentización de las aceleraciones de los programas políticos.

Este extrañamiento de la libertad por parte de los individuos, cuyo horizonte ha tomado la forma de la flexibilidad free lance, este empresario de sí mismo inserto en la cadena y totalización de la productividad privatizada, marcaría los intereses políticos de la plasticidad de las formaciones neuronales. También, toma la forma virtuosa y política ante la filosofía dialéctica (el sistema), cuya dialéctica totalizante entre amo y esclavo, libera a sus actores de la mera pasividad improductiva, hacia una desafiliación de las categorías reflexivas. Me atrevería a decir que, gracias a la “serenidad y en los peligros del descanso de la vida” (Malabou, El porvenir 328), a los cuales nos invita Hegel, se asoma un campo ocioso completamente irónico y contundente: la absoluta ocupación-de-uno. A este estado apunta, creo apreciar, las aventuras políticas de la plasticidad. El horizonte político de la plasticidad es que cada individuo debe ocuparse de sí mismo, en la medida en que se desafilia de las organizaciones que lo vinculan exclusivamente a la productividad de la política. A los revolucionarios de antaño no se les cruzaba por la mente organizar una arremetida sin poseer algún grado de autorrendimiento de explotación que lo relacionara con la causa ideal a la cual se encontraba sujeta. Por tanto, era inimaginable que un revolucionario admitiera a sujetos desganados o depresivos para la causa, pues, todo revolucionario necesita autoimponerse rendimientos ficcionales de la política. Un sujeto revolucionario, de hecho, no descansa; más bien, se autorrinde a la ficción colectiva. De este modo, la plasticidad neuronal invita a repensar el sujeto político, a partir del ejercicio mismo que involucra el imaginario político y el modo de subjetivación.

Para continuar, no podríamos dejar pasar el hecho de que, precisamente, en vista de las reflexiones anteriores, “toda concepción del cerebro es necesariamente política” (Malabou, ¿Qué hacer? 60). Dominar la imaginación cultural del cerebro –y sus funcionalidades– ha sido unas de las principales tareas de los diversos modos de dominación contemporáneos. Este reparto político apunta a resolver los desplazamientos de percepción entre quienes advierten la relación entre la organización cerebral y la organización económico-social, y quienes no toman conciencia de dicha relación. No obstante, la reflexión permite diferenciar un asunto más respecto a la conciencia de la conciencia, y así englobar el asunto hacia una especie de advertencia histórica de una aisthesis cerebral. ¿Qué es tomar conciencia? Esta es una pregunta de interés político profundo, y que enlaza la red igualitaria a la cual pertenece toda forma cerebral.

Las representaciones-obstáculo de un encéfalo rígido, privado del pensamiento, privado de lo esencial, permiten precisamente alejar el cerebro de sí mismo, separarlo de lo que realmente es, a saber, el lugar biológico sensible y crítico de nuestro tiempo, por donde pasan, de una u otra manera, las evoluciones y revoluciones políticas iniciadas en los años 80 y que abren el siglo XXI […] En un sentido, el progreso de las neurociencias ha hecho posible la emancipación política del cerebro. (60-1)

Al parecer, una verdadera conciencia de sí, pasaría por las ataduras que no permite la liberación del diálogo que uno mismo mantiene con su cerebro; pasaría por liberar las ataduras que reducen las funciones cerebrales como algo ajeno a la determinación neurobiológica, y concentrarlas en descubrir el elemento sensible que la compone. De este modo, la conciencia se traduciría en una conversación mediada con el actual esquema motor que invita a reflexionar sobre los formatos de vidas que consagran su tiempo, el cuerpo del tiempo, a las distintas maneras de neg-ociar[7] su mera vida. La recuperación de la auto-formación biológica y política de los individuos, es la dimensión histórica de la plasticidad. El hombre es, por lo mismo, un hombre neuronal –según la reflexión de Jean-Pierre Changeux–, un efecto autónomo de la dimensión epigenética.

Para finalizar, lo que habría que dejar en claro, por supuesto, cuál es la tarea fundamental de los historiadores ante la arremetida política de la plasticidad. Sobre todo, al advertir el doble flanco de ataque indirecto que proporciona el nuevo esquema motor a la disciplina: por una parte, la escritura (historio-grafía), y, por otra, la memoria y sus figuraciones ancestrales. La plasticidad permite repensar el ejercicio escritural de la historia concentrándonos, precisamente, en el movimiento posfundacional de la disciplina y sus centros de metamorfosis. ¿Cómo es posible que una disciplina como la historia –que trata sobre el cambio generalizado de los sujetos y la cosas en el tiempo– no logre concebir su propia transformación histórica? Los/as historiadores/as tendrían que asumir el rasgo profundamente desbordante de las comprensiones del tiempo de los individuos, en la medida en que estas apreciaciones epocales no pueden ser integradas a esquema de comprensión histórica que pre-determinan, justamente, aquellas miradas sobre el mundo y el pasado que pretenden acoger. Este gesto asumiría que el historiador posee algún poder monopólico, o bien, un efecto acusmático de las voces, que absorbe de sentido aquellas miradas profanas del pasado. Por tanto, el o la historiador/a podría resolver el asunto, concibiendo su práctica como una apertura efectiva ante el tiempo; lo que quiere decir, una apertura subjetiva y erótica hacia el pasado como tendencia equivalente entre historiador y referente.

Referencias

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Changeux, Jean-Pierre. El hombre neuronal. Madrid: Espasa Calpe, 1985.

Derrida, Jacques. De la gramatología. México: Siglo XXI, 2008.

Groys, Boris. Política de la inmortalidad. Cuatro conversaciones con Thomas Knoefel. Madrid: Katz, 2008.

Han, Byung-Chul. Psicopolítica. Neoliberalismo y nuevas técnicas de poder. Barcelona: Herder, 2014.

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Malabou, Catherine. ¿Qué hacer con nuestro cerebro? Traducido por Enrique Ruiz Girela. Madrid: Arena Libros, , 2007.

White, Hayden, El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica, Buenos Aires: Paidós, 1992.

White, Hayden, “Qué es un sistema histórico?”. La ficción de la narrativa. Ensayos sobre historia, literatura y teoría, 1957-2007. Traducido por María Julia De Ruschi. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2011.

Notas

[1] El autor de este artículo es licenciado en historia, magíster en estudios culturales; candidato a doctor en filosofía, estética y teoría del arte.
[2] Para la polisemia del concepto de plasticidad, y principalmente, el significado que emana de la tradición de las artes plásticas, para más información ver “La plasticidad en pena”, en La plasticidad en espera.
[3] Cfr. Bergson, Materia 136.
[4] Pues, las interacciones correlativas entre habla y escritura, o bien, la sustitución tras la ausencia de una habla primera, propuestas por Derrida, implicaron para la autora pensar el movimiento de la huella en general en la escritura como mutación del sentido de la escritura misma.
[5] Las cursivas son mías.
[6] La cursiva es mía.
[7] Neg-ocio, como negación del ocio.
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