Dossier

Enfermedad mental y plasticidad. Neurociencias, psicoanálisis y crítica cultural en Catherine Malabou

Mental illness and plasticity. Neuroscience, psychoanalysis and cultural critique in Catherine Malabou

Renata Prati
Universidad de Buenos Aires, Argentina

Enfermedad mental y plasticidad. Neurociencias, psicoanálisis y crítica cultural en Catherine Malabou

Revista de Humanidades, núm. 39, pp. 47-75, 2019

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 04 Junio 2018

Aprobación: 27 Agosto 2018

Resumen: Este artículo propone una lectura de los libros Que faire de notre cerveau? (2004), Les nouveaux blessés (2007) y Ontologie de l’accident (2009), de Catherine Malabou. En estas obras, la filósofa francesa elabora una investigación del cruce entre psicoanálisis, neurociencias y pensamiento crítico, que representa un acercamiento original a problemas teóricos y políticos de suma actualidad. El propósito principal del presente artículo es comprender cómo Malabou vincula la cuestión del sufrimiento con un diagnóstico de época, y por qué considera productivo detenerse en la plasticidad destructiva, en la negatividad sin más, “sin remedio”, de la enfermedad.

Palabras clave: trauma, enfermedad, plasticidad, psicoanálisis, neurociencias.

Abstract: This article advances an interpretation of the books Que faire de notre cerveau? (2004), Les nouveaux blessés (2007) and Ontologie de l’accident (2009), by Catherine Malabou. In these works, the French philosopher develops an inquiry at the crossroads of psychoanalysis, neuroscience and critical thinking, which represents an original approach to theoretical and political issues of contemporary relevance. The main goal of the article is to understand the way in which Malabou links the problem of suffering with a diagnosis of the present time, and why she believes it is worthwhile to reflect on destructive plasticity, to dwell in the pure negativity, “without remedy”, of the illness.

Keywords: Trauma, Illness, Plasticity, Psychoanalysis, Neuroscience.

El cerebro es una obra, y no lo sabemos. Somos sus sujetos –a la vez autores y productos– y no lo sabemos.

Catherine Malabou, Que faire de notre cerveau

Este artículo aborda la obra de Catherine Malabou –en curso y multifacética– desde el terreno constituido por los libros Que faire de notre cerveau? (2004), Les nouveaux blessés (2007) y Ontologie de l’accident (2009). En estas obras, así como en artículos y entrevistas publicados en el mismo período, la filósofa francesa elabora una investigación del cruce entre psicoanálisis, neurociencias y pensamiento crítico, con especial atención al problema del sufrimiento psíquico, que representa un acercamiento original y potente a problemas teóricos y políticos de suma actualidad.

Como punto de partida plantearé la hipótesis de que, a pesar de las diferencias entre Que faire por un lado, y Les nouveaux y Ontologie por el otro, es fundamental leerlos juntos. Si bien Que faire se distingue de los dos libros siguientes por un tono más optimista, aquí sostendré que se trata de dos gestos complementarios, cada uno necesario para comprender cabalmente al otro. Si se los lee como parte de una misma empresa, presentan un aporte significativo en varios campos de discusión de suma actualidad, como son el problema del dualismo entre mente y materia, el conflicto entre psicoanálisis y psiquiatría (y el debate, fuertemente vinculado con este, en torno a la psicofarmacología), la discusión con ciertos postulados y cierta herencia del psicoanálisis y, finalmente, una constelación de cuestiones vinculadas a un diagnóstico de época. Mostrar las discusiones y los intereses de Malabou en estos libros permite, en suma, apreciar mejor la fuerza y la actualidad de su pensamiento: el de una filósofa a la altura de su tiempo, de nuestro tiempo, preocupada por responder a los difíciles desafíos y urgencias que este plantea.

1. El espíritu del capitalismo. Flexibilidad y trauma

Es evidente que, al menos a primera vista, entre Que faire y Les nouveaux hay un notable cambio de tono; basta recordar las vigorosas primeras páginas del primero, ese texto breve, ensayístico, potente, casi un manifiesto, donde Malabou lanza su llamado a una “crítica de la ideología neuronal” que permita ganar conciencia acerca de la radical libertad y plasticidad del cerebro. En Les nouveaux y Ontologie, en cambio, Malabou aborda lo que llama plasticidad destructiva, y para ello se concentra en varias figuras de enfermedad: pacientes con alzhéimer o párkinson, sobrevivientes de traumatismos cerebrales, personas con síndrome de estrés postraumático, esquizofrénicos, autistas, así como también personas gravemente deprimidas, e incluso marginados sociales (Nouveaux 10, 159). Sin embargo, la unidad entre ambos gestos se hace manifiesta a partir del elogio de la plasticidad destructiva con el que Malabou cierra Que faire, donde la presenta como una forma de resistencia: para “no replicar la caricatura del mundo”, para “rechazar ser individuos flexibles que combinan un autocontrol permanente con una capacidad de autotransformación según el capricho de flujos, traslados, intercambios”, dice allí, hay que “aceptar explotar de vez en cuando: eso es lo que debemos hacer con nuestro cerebro” (79).

La coherencia entre estos textos se comprende, entonces, a partir del motivo de crítica política y cultural que se encuentra en su base. Se trata de un diagnóstico de la actualidad que abreva explícitamente en la obra de Luc Boltanski y Ève Chiapello, El nuevo espíritu del capitalismo, y que tiene puntos de sugestiva resonancia con los diagnósticos de pensadores como Slavoj Žižek, Franco “Bifo” Berardi, Richard Sennett o Mark Fisher. Estas diversas lecturas coinciden en poner el foco en la flexibilidad y en una cierta desafección como notas propias de nuestra época. Ya en las últimas páginas de L’avenir de Hegel, Malabou veía al mundo contemporáneo como determinado, algo paradójicamente, por una situación de saturación y de vacío: al mismo tiempo que el “nuevo orden mundial” implica una “extenuación del afuera”, la imposibilidad de cualquier acontecimiento diferente, esa saturación se percibe como vacío, como una sensación de que “ya no hay nada que hacer” (325). Esta descripción recuerda las reflexiones del crítico británico Mark Fisher, quien toma la fórmula de realismo capitalista para caracterizar la situación en la que no solo el capitalismo aparece como “el único sistema económico viable, sino que es imposible incluso imaginarle una alternativa” (22). Esta clausura imaginativa se convierte fácilmente en una ausencia de sentido, y así se la puede vincular a su vez con esa violencia abstracta, que no puede experimentarse sino como sinsentido, que para Žižek constituye lo singular de nuestro momento histórico: “en un extremo, la especulación financiera perseguida en su propia esfera, sin ninguna vinculación evidente con la realidad de las vidas humanas; en el otro extremo, una catástrofe pseudonatural que golpeó a miles como un tsunami, sin ninguna razón aparente” (Žižek 299).

Al caracterizar la ideología neuronal en Que faire, Malabou destaca el paralelismo entre los discursos del management y ciertas ideas de las neurociencias, y se detiene particularmente en las nociones de red y deslocalización y en los mandatos de adaptabilidad, optimización y flexibilidad. También Fisher –siguiendo un análisis de Žižek– señala la flexibilidad, el nomadismo, la descentralización y la espontaneidad como “rasgos salientes de la gerencia posfordista” (57). Richard Sennett, en su obra La corrosión del carácter, caracteriza al capitalismo actual como un “capitalismo flexible”, y agrega además que este funciona, en general, como “un régimen de poder ilegible. Tal vez el aspecto más confuso de la flexibilidad es su impacto en el carácter” (10). Es en este punto, en el de las consecuencias personales y afectivas del estado del mundo contemporáneo, donde intervienen precisamente estos libros de Malabou. En Les nouveaux, por ejemplo, sostiene que la “dificultad de ser tocados es el mal de nuestra época” (267), y en Ontologie describe la situación actual como una “crisis de la conexión” (14). Junto con la flexibilidad –y en relación con ella– la otra nota de este diagnóstico epocal es una cierta desafección, un empobrecimiento de la vida emocional o afectiva, o –en el vocabulario de Bifo– una erosión de la sensibilidad.

El tránsito de Que faire a Les nouveaux podría ser pensado como una radicalización de ciertas tesis; si en el primero Malabou ya señalaba la dirección de la plasticidad destructiva, las figuras para pensarla –los “nuevos heridos”– aparecen recién en el libro de 2007. Además, estas son figuras extremas, en el sentido de que presentan no solo un empobrecimiento afectivo, sino más bien una total desafección, una desconexión tajante y radical, un verdadero “sujeto autista”, como dice Žižek (318). Esta operación puede entenderse como una manera de reconocer en el sinsentido lo singular de nuestro tiempo. La figura del trauma permite acercarse a esa violencia irrepresentable en la medida en que “la experiencia traumática es primero y siempre una experiencia de la ausencia de sentido” (Nouveaux 155). Uno de los puntos más sugestivos y polémicos de los desarrollos de Les nouveaux es la tesis –que Žižek retoma y subraya– de que hoy en día es prácticamente imposible distinguir los efectos (afectivos o psíquicos) de una catástrofe política y de una natural: “la opresión política, hoy, asume la apariencia de un golpe traumático, desprovisto de toda justificación” (Nouveaux 11). Esto tiene, evidentemente, un sentido ideológico; la naturalización y la despolitización de los hechos sociales, hoy como ayer, comportan enormes ventajas para el sostenimiento del sistema económico dominante. Sin embargo, hoy lo natural ya no tiene el mismo sentido que ayer, y este desplazamiento debe ser sopesado. La crítica de esta ideología despolitizadora ya no puede identificarse sin más con una reivindicación de lo social como lo otro de la naturaleza, porque esa misma dicotomía está puesta en cuestión por las transformaciones epocales y los nuevos discursos científicos y filosóficos. Se trataría, en cambio, por medio de estas figuras postraumáticas, de ensayar nuevas categorías para abordar (y problematizar) esta hibridación entre lo natural y lo político. Contra la complicidad entre capitalismo y neurociencias que Malabou denuncia en Que faire, ya no se puede enarbolar una supuesta independencia y superioridad de lo psíquico como algo radicalmente diferente de lo cerebral o material. Como señala Elizabeth Wilson, “el problema crítico del determinismo [biológico] se ve desplazado: ya no tiene sentido la acusación de que las fuerzas psíquicas son controladas por las somáticas, si el soma mismo es ya psíquico, cognitivo, afectivo” (23). En cierto sentido, toda la apuesta de Malabou en estos libros puede entenderse como un esfuerzo por asimilar el sentido de las consecuencias de esa tesis (el soma mismo es ya psíquico y la psique es ya somática), que para ella constituye un desplazamiento verdaderamente revolucionario (Que faire 2).

En las páginas que siguen, me propongo dar cuenta de la constelación de problemas y preguntas que la filósofa francesa pone en movimiento en estos libros, así como de algunas de las discusiones que suscitaron. Para Malabou, es evidente que la filosofía continental y el pensamiento crítico en general necesitan reinventarse: necesitan asimilar las consecuencias y el significado de las enormes mutaciones de las últimas décadas, y revisar sus conceptos y sus métodos de modo acorde. En ese sentido, debe comprenderse, por ejemplo, su discusión con el psicoanálisis en Les nouveaux; nuestro tiempo ya no es el de Freud, y es lógico que sus categorías ya no sean suficientes para enfrentar el sufrimiento actual. Hoy en día, y Malabou está absolutamente convencida de ello, es necesario un diálogo entre psicoanálisis y neurociencias, y es tarea de la filosofía propiciar ese cruce, trabajando en la superación del dualismo cartesiano. Cuando señala –parafraseando a Deleuze– que hoy vivimos la “coexistencia de un cerebro moderno y una identidad agotada” (Que faire 67), no se refiere solo a la sensación de saturación y vacío ya mencionada, sino también –aunque en parte en relación con aquella– a la necesidad de actualizar las maneras en que entendemos la subjetividad. Para Malabou, si no somos capaces de comprender las nuevas formas de subjetividad y de subjetivación, tampoco seremos capaces de hacer nada con ellas.

El objetivo más profundo de estos libros puede entenderse, entonces, como un esfuerzo por comprender las formas actuales del sufrimiento y de la subjetividad en estrecha relación con un diagnóstico de época, y de abrir un camino para imaginar qué puede hacerse a partir de allí. Se trata, también, de un esfuerzo por pensar el accidente, la contingencia, el azar, justamente en un momento en el que las posibilidades parecen haberse agotado; se trata de reabrir el horizonte cuando este parece saturado. La estrategia de Malabou para enfrentar este efecto ideológico de clausura, este “realismo capitalista”, por retomar la expresión de Fisher, aquí pasa ante todo por la plasticidad destructiva y explosiva; su insistencia en pensar una negatividad “sin remedio” (Nouveaux 187) se vincula así con el diagnóstico epocal y con los “peligros de una transición apresurada hacia la remisión y la cura” (165). En última instancia, el propósito principal del presente artículo es comprender mejor el nudo de estas tesis: cómo Malabou vincula los problemas del sufrimiento y la subjetividad con ese diagnóstico cultural, y cómo y por qué considera productivo detenerse en la plasticidad destructiva, en la negatividad sin más, sin remedio, de la enfermedad. Quizás, si es cierto que, como dice Malabou, “algo como una total ausencia de sentido es el sentido de nuestro tiempo” (“Father” 121), entonces “solo la esperanza sin sentido parece tener sentido” (Fisher 23).

2. Enfermedad mental, enfermedad cerebral. Sobre el dualismo y el conflicto entre psicoanálisis y neurociencias

El antiguo problema filosófico del dualismo entre mente y cuerpo se ve convocado a partir de la distinción entre enfermedad mental y daño cerebral, que Malabou problematiza en Les nouveaux. Como punto de partida, me gustaría retomar completa la cita de Antonio Damasio que funciona de epígrafe a la introducción de ese libro:

La distinción entre enfermedades “del cerebro” y “de la mente”, entre problemas “neurológicos” y problemas “psicológicos” o “psiquiátricos”, es una desafortunada herencia cultural que impregna nuestra sociedad y nuestra medicina. Refleja una ignorancia básica de la relación entre cerebro y mente. Las enfermedades del cerebro se consideran como tragedias infligidas a personas a las que no se puede culpar por su condición, mientras que las enfermedades mentales, especialmente las que afectan a la conducta y a la emoción, se ven como inconveniencias sociales de las que los que las sufren tienen que responder […]; se supone que el principal problema es la falta de voluntad. (Damasio 62)

Además de mostrar la conexión de enfermedades mentales y cerebrales con el problema del dualismo, esta cita también señala su imbricación con el problema ético-político de la voluntad y de la responsabilidad –sobre el que volveré más adelante–, y deja así asentada desde el comienzo la importancia de lo que está en juego. Más adelante, Damasio continúa:

La idea de una mente separada del cuerpo parece haber modelado la manera peculiar en que la medicina occidental enfoca el estudio y el tratamiento de las enfermedades. La escisión cartesiana impregna tanto la investigación como la práctica médica. Como resultado, las consecuencias psicológicas de las enfermedades del cuerpo […] se suelen pasar por alto y solo se tienen en cuenta en una segunda consideración. Más desatendida todavía es la situación inversa, los efectos sobre el cuerpo propiamente dicho del conflicto psicológico. (286-7)

La propuesta de Les nouveaux consiste precisamente en una exploración de esa doble relación: cómo, por un lado, una enfermedad o un daño en el cerebro tienen consecuencias que percibimos como psicológicas, y cómo, por el otro, un evento psicológico (un shock o trauma, por ejemplo) tiene repercusiones en el cuerpo y en el cerebro. En contra del dualismo, Malabou aduce la noción de plasticidad, que contradice la vieja comprensión del cerebro (y del cuerpo en general, se podría aventurar, aunque no hay lugar aquí para desarrollar adecuadamente esta hipótesis) como mero soporte o materia inerte. En este sentido, Malabou sostiene que “la diferencia entre el cerebro y el psiquismo se está achicando considerablemente, y no lo sabemos” (Que faire 8). Este “y no lo sabemos” es un verdadero leitmotiv en las primeras páginas de su ensayo, donde resalta la importancia de elaborar, desde la filosofía y la teoría crítica, las consecuencias de los revolucionarios descubrimientos que las neurociencias han producido en los últimos cincuenta años; entre ellos, y ante todo, la noción de plasticidad.

Este es uno de los primeros puntos de conflicto con la tradición psicoanalítica en Les nouveaux, y uno de los más importantes. Según Malabou, “Freud nunca disputó la pertinencia de la metáfora del cerebro como un sistema eléctrico” (Nouveaux 32), es decir, como mero medio de transmisión que “permite la comunicación o la retrasa, pero no añade nada” (Que faire 34). Dado que, como Malabou advierte, hoy sabemos que el cerebro es mucho más que eso, ¿qué sucede pues con la teoría freudiana? En contra de la comprensión del cerebro “como pura base material […] sin autonomía en el manejo de sus impulsos energéticos” (Nouveaux 36), Malabou defiende la existencia de una autorregulación cerebral, que en Que faire se vincula con el “proto-yo” de Damasio y en Les nouveaux recibe mayor desarrollo bajo los nombres de autoafección cerebral o inconsciente material. Malabou construye así una cierta idea de una agencia cerebral, en consonancia con el hecho de que, para la neurología contemporánea, “los sistemas cerebrales aparecen hoy como estructuras autoesculpidas que, sin ser elásticas o polimórficas, de todas formas toleran una constante reelaboración de sí mismas, diferencias de destino, y el modelado de una identidad singular” (Que faire 30).

En suma, si la plasticidad cerebral pone en jaque el dualismo entre mente y cerebro, resulta lógico poner en cuestión también la distinción entre enfermedad mental y enfermedad cerebral, y eso es en efecto lo que puede verse en los análisis de Les nouveaux. En varios contextos, Malabou defiende la necesidad de trabajar en pos de un nuevo materialismo que rechace de plano cualquier separación entre el cerebro y la mente, pero también entre el cerebro y el inconsciente (Nouveaux 211-2) y entre lo biológico y lo simbólico. “No hay más que una sola vida”, afirma (“Une seule vie” 39). Un materialismo así, sin embargo, no está exento de tensiones. Malabou señala que la tesis de la continuidad entre mente y materia es tanto el punto fuerte de las neurociencias –es decir, su aporte más importante y original–, como su flanco más débil, en la medida en que “constituye necesariamente una posición filosófica o epistemológica” que no puede probarse con rigor científico (Que faire 55-6). Sin embargo, esto no es una excusa para evitar el problema; apenas unas páginas más adelante, Malabou advierte la necesidad de clarificar el proceso de traducción entre neuronal y mental para que no pueda ser capturado por la ideología (62-3), y aventura la hipótesis de que esta transición es también una transformación plástica: habría una suerte de “plasticidad de la transición” que modularía la tensión entre lo neuronal y lo mental (69). En otras palabras, la plasticidad, “repensada filosóficamente, podría ser el nombre de este entre-deux” (82). Con todo, hasta el mismo final del ensayo, esta relación –tensión o traducción– sigue siendo un misterio y una tarea pendiente; y en Les nouveaux, lamentablemente, no vuelve sobre el tema (al menos no de forma sistemática), de manera que debemos conformarnos, por ahora, con estas indicaciones de un materialismo por venir, por inventar, por elaborar.

El problema del dualismo así planteado se toca, por otra parte, con el conflicto entre neurociencias y psicoanálisis. Si bien no es mi intención adentrarme aquí en una polémica que cuenta con décadas y ríos de tinta en su haber, sí me interesa señalar un sentido particular en el que Malabou interviene en ella, y que es a mi entender una contribución capaz de aportar claridad a los términos del debate. Me refiero al hecho de que, desde las primeras páginas de Les nouveaux, Malabou identifica la disputa entre psicoanálisis y neurociencias con un enfrentamiento entre dos principios etiológicos: sexualidad y cerebralidad (aunque este es un neologismo de su propio cuño, hay que admitir que no es difícil entender rápidamente a qué refiere). Estos dos principios son diferentes “economías de la exposición de la psique” (Nouveaux 4) que dan cuenta de dos realidades diferentes, casi mundos paralelos. Aunque, por cierto, esta coexistencia no es ni pacífica ni simple, no se trata de un empate: hoy en día, dice Malabou, “insidiosa pero inequívocamente, la cerebralidad ha usurpado el lugar de la sexualidad en el discurso y la práctica de la psicopatología” (2).

Debe notarse, sin embargo, que esta afirmación no es normativa sino descriptiva. Malabou no está diciendo que ese desplazamiento sea deseable o necesario; pero el debate normativo no puede ni comenzar si no se reconoce el estado actual de la situación, y en efecto es muy difícil negar que hoy el discurso neurocientífico ha ganado terreno sobre el psicoanalítico, tanto en la teoría y la práctica clínicas como en los registros más amplios de la divulgación, la discusión pública y el imaginario del sentido común. Es importante aclarar esto porque, a diferencia de lo que sostiene Johnston (274-5), no considero que Malabou se proponga en Les nouveaux ofrecer algo así como el fundamento teórico para un desplazamiento sin más de la sexualidad –y, con ella, de la teoría y práctica psicoanalítica en su conjunto–. Por el contrario, podría pensarse que sus esfuerzos para elaborar una confrontación atenta entre los dos principios obedecen a una actitud conciliatoria, cuando menos una voluntad de diálogo; incluso sugiere pensar la “cerebralidad como una redistribución de la economía libidinal, más que su demolición” (Nouveaux 109). De cualquier forma, lo que es seguro es que se puede seguir operando como si los dos regímenes fueran igualmente válidos, cada uno rey en su reino. El caso de la lesión cerebral, en efecto, de ningún modo funciona como argumento para “derrocar” al psicoanálisis –puesto que la psicoterapia suele reconocerse como parte necesaria en tratamientos postraumáticos–, sino que a lo sumo señala la insuficiencia de la psicoterapia sola y la necesidad de usarla en el marco de tratamientos médicos y psicofarmacológicos. En esas condiciones, es preciso poder dar cuenta de ese doble tratamiento de una manera más eficiente y menos contradictoria, en lugar de simplemente dejar sin cuestionar la coexistencia independiente de los dos principios.

Retomando el hilo de la argumentación, el reconocimiento de estos dos principios puede aportar claridad al debate en la medida en que permite ver que lo que urge discutir, hoy, es la diferencia (y la posible conciliación o combinación) de dos maneras de entender la exposición de la psique, o, en otras palabras, la relación de un sujeto con su afuera: con lo accidental y lo azaroso, pero también con lo cultural, lo social, lo político, en suma, con los otros. Reflexionar sobre la vulnerabilidad del sujeto, por lo demás, no implica solo pensar cómo este recibe los impactos (cómo se hiere), sino también avanzar en la comprensión de qué puede hacer con ellos (cómo se cura). Si el encuadre de Malabou significa un aporte valioso y original al debate entre psicoanálisis y neurociencias es ante todo porque –sin obliterar la heterogeneidad entre los dos discursos y reconociendo la importancia de elaborar sus discrepancias– tiene también el mérito de reencauzar la discusión, e incluso quizás pueda reconducirlos, en cierto sentido, hacia un posible terreno en común de crítica social y cultural.

La cuestión no es criticar el reduccionismo psiquiátrico en nombre de una supuesta “libertad” del psiquismo. Negar las bases neurológicas de la depresión, negar el poder terapéutico de ciertas moléculas, sería absurdo y vano. […] Por lo tanto, la cuestión no es enfrentar la nobleza del psicoanálisis “clásico” contra las bajezas de la psiquiatría, sino que se trata de ver cómo una cierta concepción de la flexibilidad –llevada adelante, paradójicamente, por los análisis científicos de la plasticidad neuronal– modela el sufrimiento y permite una identificación entre enfermedad psíquica y enfermedad social. (Que faire 48-9)

En esta línea, lo que a Malabou le importa no es la competencia entre cerebro y psique –de hecho, le parece una dicotomía caduca–, sino la tensión entre interioridad y exterioridad, entre sistema y evento, y (por más viejos que suenen los términos) entre ideología y liberación. Estas tensiones no se dejan alinear de forma simple con la oposición entre neurociencias y psicoanálisis. Como advierte Fisher, tanto las neurociencias como los discursos psi pueden tener efectos reductivos y despolitizadores (69, 136-7). En el feroz y desalentador contexto del capitalismo flexible actual, lo que debería llamarnos la atención (y a reflexión) no es la existencia del sufrimiento, de desórdenes mentales o afecciones cerebrales en las personas, sino el hecho de “que se ponga el foco en su interioridad (ya sea en las características de su química cerebral o en las de su historia personal) para encontrar las fuentes del estrés que puedan sentir” (126, el énfasis es mío). En cambio, al poner el acento en el trauma como puro shock, evento imposible de anticipar, y al reconducir así la discusión hacia la exposición y vulnerabilidad de la subjetividad, lo que Malabou logra es abrir el camino para una reconexión teórica de la dimensión subjetiva –psíquica y material– con el plano cultural, social y político.

3. Enfermedad de la plasticidad, plasticidad de la enfermedad. Sobre resiliencia y plasticidad destructiva

El meollo de la cuestión, y la columna vertebral de toda la aventura neurológica de Malabou, no es otro que la pregunta guía de Que faire: “¿qué deberíamos hacer para que la conciencia del cerebro no coincida pura y simplemente con el espíritu del capitalismo?” (12). Allí, Malabou instala la hipótesis de que el principal efecto de la ideología neuronal es disimular el “verdadero sentido de la plasticidad” detrás de su “falso cognado, la flexibilidad”. Mientras que la plasticidad remite a un verdadero sentido de la libertad como no exenta de determinismo (algo plástico se ubica entre la solidez y la maleabilidad), la flexibilidad promulga una ilusoria adaptabilidad sin límites, con el único objetivo de fomentar la docilidad. La apuesta teórica y crítica pasa entonces por diferenciar estas dos ideas que se quieren confundidas; y es por eso que Malabou se concentra, hacia el final de Que faire y sobre todo en Les nouveaux y Ontologie, en ese polo de la plasticidad que le falta a la flexibilidad: el de la resistencia, el límite, o la capacidad de explotar.

Conviene detenernos un momento en las definiciones de la plasticidad neuronal que ofrece Malabou en Que faire, para aprehender esta tensión entre la determinación y la libertad, entre la rigidez y la elasticidad: plástico es algo que puede moldearse, pero no al infinito, sino algo que ofrece una cierta resistencia, y que una vez transformado no puede revertirse a su forma inicial (15-7). Allí se ocupa de describir y ofrecer ejemplos concretos de tres formas en que se reconoce hoy el funcionamiento de la plasticidad cerebral: la plasticidad de desarrollo, que remite a la primera formación de las conexiones neuronales o morfogénesis cerebral; la plasticidad de modulación, vinculada ya con la historia del individuo y la modificación de las conexiones cerebrales a lo largo de su vida; y la plasticidad de reparación, que refiere a la habilidad cerebral de compensar y curar lesiones, y que contradice el viejo dogma de que no hay regeneración neuronal. Todos estos casos de la plasticidad cerebral, sin embargo, son ejemplos de la plasticidad positiva: siempre formar, no deformar. El sentido negativo de la plasticidad –la plasticidad explosiva en Que faire o destructiva en Les nouveaux– es de suma importancia para Malabou porque de él depende que “hablar acerca de la plasticidad del cerebro significa verlo no solo como creador y receptor de forma sino también como una agencia de desobediencia a cada forma constituida, una negativa a someterse al modelo” (Que faire 6). Es decir que, puesto que se trata de diferenciar plasticidad y flexibilidad, es preciso encontrar figuras concretas para el último sentido de la plasticidad, el que remite a su capacidad de perder la forma. Esto es lo que Malabou hace en Les nouveaux, siguiendo las indicaciones ya presentes en Que faire, donde dice, por ejemplo, que un “paciente con alzhéimer es la némesis de la sociedad conexionista, el contramodelo de la flexibilidad” (52). El cambio de tono entre ambas obras se explica, entonces, en función de esta profundización del sentido negativo de la plasticidad para asegurar su diferenciación de la flexibilidad. En ese contexto, Malabou pone el foco en el trauma como evento destructivo, tanto a nivel psíquico como cerebral.

Como punto de partida, Malabou toma de las neurociencias la premisa fundamental de que todo trauma impacta en la organización neuronal, y específicamente en la zona de constitución de los afectos (Nouveaux 111). Incluso en ausencia de un traumatismo cerebral evidente o clásico, toda experiencia traumática deja una huella en el sistema de autoafección cerebral, fundamento de la constitución de los afectos y de la identidad personal. Esta localización específica del trauma es lo que le permite vincularlo con la desafección radical que considera un rasgo común a todos estos nuevos heridos; por eso es que puede colegir que, “en la medida en que todo trauma provoca trastornos en la base del ‘yo’, todas las transformaciones traumáticas de la personalidad presentan tal desafección o deserción” (Nouveaux 49). La categoría de los nuevos heridos remite entonces a todo aquel que, como consecuencia de un evento traumático –que puede ser tanto material como psicológico en el sentido clásico– ha visto su organización neuronal y su equilibrio psíquico permanentemente transformados y adolece, como consecuencia, de algún grado de déficit afectivo o emocional. Como resultado del quiebre traumático surge una nueva identidad que no tiene nada que ver con la identidad anterior, de cuya historia se ve irremediablemente cortada y a la que no le debe nada. El déficit emocional de estos nuevos sujetos remite a una erosión de la sensibilidad, una cierta incapacidad o desconexión afectiva, que además se vincula –y esto es crucial para la argumentación de Les nouveaux– con una incapacidad para comprender o dar sentido al evento traumático, puesto que no es posible ya, para estos sujetos quebrados, tejer una continuidad narrativa entre sus identidades pre y postraumática. En este punto se juega no solo la relación de estos desarrollos con el diagnóstico epocal –la violencia abstracta y el sinsentido–, sino también la potencia de la noción de plasticidad destructiva: el hecho de que estos sujetos postraumáticos, a pesar de todo, siguen viviendo, para Malabou resulta indicativo de una cierta creatividad de la destrucción.

La discusión con el psicoanálisis que Malabou entabla en Les nouveaux obedece ante todo a la necesidad de aggiornar las herramientas conceptuales para poder dar cuenta de estos problemas. En ese sentido, pueden distinguirse dos estrategias en la lectura de Malabou: por un lado, una discusión acerca de la relación del psicoanálisis con la noción de sinsentido y con el diagnóstico epocal; por el otro, una discusión en torno a la noción de destrucción, que según Malabou se vincula con lo que el psicoanálisis nombra como un más allá del principio del placer, pero que sin embargo no logra pensar. Esta segunda discusión es la que retoman y objetan Slavoj Žižek y Catherine Kellogg, quienes argumentan que sí hay en el psicoanálisis herramientas para pensar un más allá del principio del placer: la jouissance de Lacan, y su comprensión del sujeto como siempre sobreviviendo su propia muerte. No es posible adentrarnos en la minucia de una controversia acerca de una correcta interpretación de Lacan; me interesa, en cambio, sopesar los gestos de Malabou en relación con los frentes más amplios de discusión que intento reconstruir. En ese sentido, creo que cuando Malabou señala como límite del psicoanálisis su incapacidad para ir más allá del principio del placer (Nouveaux 189), lo que le importa es la incapacidad del psicoanálisis de conceptualizar una psique desprovista de las estructuras básicas de la emoción, cortada de su pasado, de sus capacidades afectivas básicas y de su historia significante. Y, para Malabou, esas son las notas de nuestro presente: “la entrada de la frialdad y la desafección a la escena de la psicopatología mundial nos autoriza a afirmar que un más allá del principio del placer se está manifestando y tomando forma” (Nouveaux 199). Ese más allá, que se manifiesta en nuevas formas de sufrimiento y subjetividad, es precisamente lo que Malabou propone pensar con el nombre de plasticidad destructiva.

Pero es posible que el reproche de Malabou al psicoanálisis se comprenda mejor a través de la discusión sobre el problema del sinsentido como lo singular de nuestro tiempo. Según Malabou, el trauma debe entenderse como “un acontecimiento desastroso que no juega ningún rol en un conflicto afectivo supuestamente preexistente”, y que es, por lo tanto, “incompatible con la posibilidad de ser imaginado”, representado o elaborado psíquicamente (Nouveaux 8-9). Esta imposibilidad de digerir simbólicamente el acontecimiento tiene que ver con la clausura imaginativa que forma parte del diagnóstico epocal, pero también con la desafección y la frialdad, que para Malabou traducen el impacto o la repercusión en la psique de este tipo de eventos traumáticos. La premisa que opera aquí es que, para Freud, las herramientas necesarias para una elaboración simbólica de un evento se encuentran siempre en la estructura del psiquismo y en la historia previa del individuo. Las nuevas formas de sufrimiento y desafección postraumáticas, sostiene Malabou, dan cuenta de un corte radical con esa historia personal, y de un trauma que no deja intactas ni siquiera las estructuras fundamentales del psiquismo, sino que afecta y puede llegar incluso a destruir completamente las estructuras básicas de la capacidad afectiva misma, que ella llama el inconsciente cerebral.

Si bien Johnston señala que es posible encontrar en el psicoanálisis –sobre todo en Lacan y Colette Soler– maneras de abordar e incluir el sinsentido y la discontinuidad, me parece que –sin entrar en el detalle de la discusión hermenéutica– el argumento de Malabou sigue siendo fuerte, en especial cuando discute con Freud. Por más que el psicoanálisis no excluya a priori y sin más el evento, el sinsentido y la discontinuidad, en última instancia sí los subordina, ya que de lo que se trata –en la teoría y en la práctica– es de lograr un cierto grado de coherencia narrativa, que se organiza a partir del principio etiológico de la sexualidad. La materialidad del cerebro, por ejemplo, en el caso de la pura fuerza destructiva de un trauma, no encaja en ese sistema; si se la incluye, suele ser de forma condicional y jerarquizada.

La insistencia del psicoanálisis freudiano en sostener el principio de la sexualidad y excluir una comprensión de la cerebralidad redunda, según Malabou, en que el trauma o el malestar psíquico “solo pueden ocurrirse a una psique que, en cierto sentido, los está esperando” (Nouveaux 78). Aunque la compresión del evento varía a lo largo de la obra de Freud, Malabou arguye que este nunca deja de entenderlo como una síntesis entre lo externo y lo interno donde tiene primacía lo interno. En la medida en que el evento es comprendido como un accidente significativo, como una conjunción entre Ereignis y Erlebnis, la dimensión material, puramente accidental y sin sentido del evento queda relegada. “El trauma es traumático solo en la medida en que dispara un conflicto interno que existe antes que él. El enemigo […] es siempre un ‘enemigo interno’” (Nouveaux 79). La incapacidad de enfrentar el sinsentido de un puro evento material se debe a que el principio de la sexualidad determina la apertura de la psique como una estructura de anticipación. Esto, a su vez, puede asociarse con una cierta culpabilización del sujeto postraumático, en la medida en que el trauma no puede existir si él mismo no lo hace suceder; mientras que el principio etiológico sea la sexualidad, esto es, la historia y las estructuras del psiquismo, la responsabilidad por el sufrimiento y el daño no pueden sino recaer, en última instancia, en el mismo sujeto que sufre. Para el psicoanálisis tradicional, la causalidad es en última instancia interna y personal, psíquica y no material; y, quizás podríamos agregar, individual y no política.

El límite del psicoanálisis sería entonces su incapacidad de aprehender las consecuencias del corte radical que inflige un trauma, del “enigma de un segundo nacimiento que no es un renacimiento” (Ontologie 90). A la inversa del neurótico freudiano, cuyo trastorno se definía como una regresión, los nuevos heridos ponen sobre la mesa la cuestión de un punto de no retorno (Nouveaux 59). Esta irreversibilidad constituye el aporte específico de la plasticidad destructiva y es lo que, según Malabou, falta en la concepción freudiana de la plasticidad. En Les nouveaux, Malabou distingue dos sentidos de la plasticidad en Freud: por un lado, la vitalidad o la movilidad de la libido, esto es, su capacidad para cambiar de objeto (que por lo demás constituye el principal criterio de la salud y la normalidad); por el otro, la indestructibilidad del estrato primitivo de la vida psíquica que determina la comprensión de la enfermedad mental como una regresión a un estadio previo. Malabou discute con ambos sentidos, en un esfuerzo por mostrar la necesidad de incorporar un sentido material y destructivo de la plasticidad. En cuanto al segundo sentido aduce, en primer lugar, que las neurociencias han mostrado la vulnerabilidad de la totalidad del cerebro; es decir, que incluso los estratos primitivos pueden ser destruidos como consecuencia de un acontecimiento traumático. Pero además, y esto funciona como argumento contra las dos plasticidades freudianas, Malabou defiende también una plasticidad de la enfermedad (la enfermedad no puede reducirse a la rigidez o parálisis de la libido) y una creatividad de la enfermedad (la enfermedad no solo regresa o destruye, también da forma).

Es usual entender las enfermedades mentales y cerebrales como fallas de la plasticidad; el alzhéimer como una erosión de los mecanismos plásticos de la memoria, la depresión como una tendencia a la fijación de ciertas conexiones sinápticas. Como explican François Ansermet y Pierre Magistretti,

Una red de huellas conectadas entre sí por el trauma tendería a imponerse con pregnancia en la vida del sujeto, introduciendo cierto grado de determinismo. El trauma, al igual que algunos trastornos psicopatológicos, podría ser visto como una enfermedad de la plasticidad. (175)

Aunque esta hipótesis puede ser útil, e incluso cierta, Malabou considera necesario ir un paso más allá. “A nadie se le ocurre que otra plasticidad pueda estar en obra cuando se retira la ‘buena’ plasticidad”, señala en Ontologie (39). Si tanto para el psicoanálisis como para las neurociencias la enfermedad es una ruptura de la plasticidad, lo que Malabou se propone elaborar bajo el nombre de plasticidad destructiva es en cambio una plasticidad de la ruptura, una plasticidad de la enfermedad. Puesto que existe el sujeto postraumático, esto es, puesto que es posible sobrevivir a esa avería de la plasticidad “buena”, cabe suponer una cierta capacidad de crear formas después y a través de la ruptura. Esta plasticidad de la enfermedad, creativa y formadora, entra en acción más allá de la buena plasticidad; se trata de una creación a través de la destrucción. La identidad postraumática, insiste Malabou, no es una reconstrucción de la vieja identidad: es una identidad radicalmente diferente, nueva, que le debe más al mismo trauma que a lo que solía ser antes de sufrirlo.

Este potencial creativo de la destrucción, la indisociabilidad en el concepto de plasticidad entre destrucción y formación, es lo que según Malabou hace falta reconocer para poder distinguir la plasticidad de su falso cognado, la flexibilidad, que no es más que “la plasticidad sin el genio” (Que faire 12), y es también lo que hace falta en la actual discusión en torno a la resiliencia. En Les nouveaux, Malabou sostiene que el uso actual de esta noción esconde una peligrosa confusión entre plasticidad y elasticidad. Si bien la resiliencia incluye ciertas notas propias de la plasticidad (la irreversibilidad, la metamorfosis), para Malabou en esta noción todavía prima la capacidad de recuperar la forma inicial (181).

En este punto puede ser útil retomar las reflexiones de Que faire acerca de la depresión y su tratamiento. Allí, Malabou considera la definición de la depresión como un episodio psíquico que tiene como correlato cerebral una disminución de las conexiones neuronales; se trata de una atrofia de la plasticidad cerebral, similar a la que produce el síndrome de estrés postraumático. Además, en la medida en que la depresión se manifiesta como una forma de apatía y parálisis, se trata de una “enfermedad que corta al paciente de su aspecto como agente” (Ehrenberg 221, citado en Que faire 48). La neurología entiende que la salida de la depresión se logra restaurando la capacidad plástica del cerebro; aumentando la flexibilidad y la actividad de las conexiones sinápticas. Para la psicofarmacología, como parte de esa ideología neuronal que es el nuevo espíritu del capitalismo, “curar significa reintegrar, restaurar la flexibilidad”; en efecto, Malabou recuerda que, cuando se introdujo por primera vez el Prozac se presentaba como un “elevador del ánimo” y un “facilitador de la acción” (51). Sin embargo, insiste Malabou, “la plasticidad no debe ser confundida […] con la mera capacidad para actuar” (48). Para ella es vital no excluir el sentido destructivo de la plasticidad: este representa el índice de lo que no es posible resistir, y nos recuerda que también hay creación en la destrucción.

Por todo esto, es fundamental leer las páginas combativas y optimistas de Que faire junto con las más complejas y casi sombrías argumentaciones de Les nouveaux: la plasticidad sin la destrucción es pura flexibilidad, mera adaptabilidad, y la destrucción sin plasticidad ni creatividad –tal como se suele entender la enfermedad– no le hace justicia al complejo fenómeno del trauma. Malabou aclara que su insistencia en pensar la negatividad no puede reducirse a una suerte de pesimismo, ni tampoco a una mera inquietud teórica; se trata en cambio de un paso necesario para poder avanzar, luego, en la dirección de la cura y una verdadera resiliencia: “antes de preguntar cómo tratar o cómo curar, es importante, de acuerdo con una lógica de lo más elemental, preguntar de qué sufren aquellos que sufren” (Nouveaux 212). Una cierta plasticidad de la enfermedad, una creatividad de la destrucción, parecen ser rasgos constitutivos del sufrimiento postraumático actual.

Aunque en Les nouveaux plantea estas discrepancias con la noción de resiliencia, lo que dice acerca de ella en Que faire en verdad parece adelantar ciertas notas de la plasticidad destructiva y explosiva. En efecto, allí Malabou la define como

una lógica de la autoformación que parte de la aniquilación de la forma. Aparece como un proceso psíquico de construcción, o más bien de reconstrucción y autorreconfiguración, que se desarrolla simultáneamente contra y con la amenaza de destrucción. […] Si estos individuos fueran simplemente “flexibles”, no serían resilientes sino conciliatorios, es decir, pasivos. (Que faire 76)

Sin renegar del “potencial terapéutico” de ciertos avances psicofarmacológicos, se trataría para Malabou de no obliterar –jamás– la posibilidad de explotar. Sin desconocer el sufrimiento que conlleva una experiencia traumática, se trataría quizás de ver también qué formas se crean allí, ya que “todo sufrimiento es formativo de la identidad que lo padece” (Nouveaux 18). En ese nudo, ¿qué nueva identidad surge o puede surgir? ¿Qué hacer cuando ya no es posible volver atrás, cuando la vieja identidad ya no puede recuperarse? Esto, dice Malabou, es también un mensaje político.

4. Pacientes y marginados. ¿Qué hacer con estos cerebros?

Un último problema que resulta importante abordar para dar cuenta de la empresa de Malabou en estos textos es el del paralelo que establece entre los nuevos heridos (entendidos estrictamente como pacientes neurológicos y psiquiátricos) y quienes sufren formas extremas de exclusión social. Este paralelo, que se explicita en Les nouveaux, ya estaba sugerido en Que faire a partir de la idea de desconexión o desafiliación (47). Otros pensadores, como Mark Fisher, Alain Ehrenberg o Byung-Chul Han, también encuentran ciertos puntos de relación o comparación entre formas de malestar psíquico y exclusión social; sin embargo, en general lo hacen tomando figuras menos extremas y más ubicuas (como el deprimido o el estresado), y desde la desnaturalización de esa normalidad interrogan la relación de ambas formas de sufrimiento con un sistema más amplio de explotación. Malabou, en cambio, elige tomar como paradigma de la contemporaneidad un caso más extremo: el sujeto postraumático y prácticamente autista, que pone sobre la mesa la cuestión material de la cerebralidad. Cabe preguntarnos: ¿cuál es la ventaja de una apuesta así?

Uno de los puntos cruciales de la discusión de Malabou en torno al trauma como evento, como accidente, es que este “nunca esconde nada, nunca revela nada, salvo a sí mismo” (“Father” 120, énfasis mío). En cierto sentido, todo se juega en ese “salvo a sí mismo”. Tal como la he reconstruido aquí, la argumentación de Malabou apunta en gran medida a refutar la idea de que el malestar psíquico y cerebral tiene su origen en el interior del sujeto. Pero cómo se interprete ese “salvo a sí mismo” determina si acaso los desarrollos de Malabou, que sirven para algo más que para desconectar el malestar de la responsabilidad individual. Puesto que las figuras elegidas por Malabou remiten a una causalidad neurológica, la pregunta que se impone es ¿acaso es posible pensar una causalidad material que no sea meramente individual? En otras palabras, ¿acaso es posible un principio etiológico del sufrimiento psíquico que dé cuenta, al mismo tiempo, del plano material y del plano social? Parece razonable asumir que estas preguntas forman parte de las preocupaciones y los intereses de Malabou, quien afirma que “la neuropatología hoy reabre la gran pregunta de la relación entre la biología y lo social” (Nouveaux 158).

Desde ya, una primera respuesta al sentido de este paralelo entre heridos y excluidos, así como de la relación entre lo biológico y lo social, puede encontrarse en la cuestión de la “ideología neuronal” y la “sociedad conexionista” trabajadas en Que faire. Puesto que el capitalismo contemporáneo demanda flexibilidad y adaptabilidad, aquellos individuos que no logren cumplir con estas exigencias se verán desplazados y eventualmente marginalizados. Pero me gustaría aquí tomar algo de espacio para ensayar una respuesta más amplia a estas preguntas a través de ciertas tesis de Franco “Bifo” Berardi. También él reconoce, en Fenomenología del fin, una cierta desafección como propia de nuestra época.

La sensibilidad es la facultad que hace posible la interpretación de los signos que no pueden definirse con precisión en términos verbales. […] ¿Están los humanos perdiendo esta habilidad a medida que su comunicación pasa cada vez menos por la conjunción de cuerpos y cada vez más por la conexión de máquinas, segmentos, fragmentos sintácticos y materia semántica? Mi respuesta tentativa es que sí. Estamos perdiendo algo que ni siquiera somos conscientes de tener (que sabemos perfectamente que tenemos, sin siquiera tener que pensar en ello). Estamos perdiendo la capacidad para detectar lo indetectable, para leer los signos invisibles y para sentir los signos de sufrimiento o de placer del otro. (11)

En concreto, la hipótesis de Bifo puede reconstruirse de la siguiente manera: las condiciones de la experiencia actual determinan una exposición a una cantidad creciente de estímulos y a una aceleración del tiempo en que debemos procesarlos; sin embargo, y por más que el sistema nervioso es plástico, “el tiempo necesario para una elaboración psicológica y corporal no puede ser reducido más allá de cierto punto”. Esta creciente presión sobre el sistema nervioso y psicológico y este desfase entre el tiempo del mundo (de la “infoesfera”) y el tiempo de “la mente humana con sus limitaciones” tienen efectos patológicos sobre el individuo; los desórdenes afectivos personales remiten así a una dinámica supraindividual e impersonal (Bifo 48-50). Estas repercusiones patológicas, en la medida en que afectan la habilidad de sentir los signos no verbales del sufrimiento y el placer de los otros, se traducen también en una erosión de la empatía y la solidaridad.

La transformación tecnológica a la que se refiere –y que por lo demás se conecta con transformaciones culturales, económicas, sociales y políticas– tiene para Bifo un carácter traumático, lo que determina que sus consecuencias afectivas y personales escapen los marcos psicoanalíticos tradicionales: “no solo la dimensión psicológica del inconsciente se halla perturbada, sino que también el tejido mismo del sistema nervioso está sometido al trauma, la sobrecarga y la desconexión”. En el capítulo 7, Bifo se hace eco de los planteos de Malabou; concuerda con ella en que “necesitamos integrar el planteo neurológico con el psicoanalítico si queremos comprender las enfermedades orgánicas como el párkinson o el alzhéimer”, y establece enseguida una clara conexión con sus propias ideas: esto mismo “puede decirse respecto a la mutación conectiva producida por la transformación tecnológica” (256).

Con estas tesis, Bifo propone una manera de aunar el plano neurológico con una explicación sociocultural y con una dimensión política; de este modo no solo se hace más fácil comprender la relación entre ambas figuras de sufrimiento y la desafección contemporáneas (o mejor, comprenderla como una relación, en lugar de como un simple paralelo), sino también se vuelve posible ampliar el alcance de las hipótesis de Malabou más allá de los casos extremos. Al fin y al cabo, la misma Malabou había expresado su intención de pensar los nuevos heridos como paradigmas de la subjetividad contemporánea, espejos en los que vernos a nosotros mismos (Nouveaux 54). Quizás Bifo pueda ofrecer ciertas herramientas para, por así decirlo, acercarnos al espejo.

Por otra parte, su esquema permite apreciar de forma directa la dimensión política de estas transformaciones subjetivas, y la gravedad del problema que plantean los sujetos postraumáticos. Desde esta perspectiva, la cuestión de esta subjetividad postraumática se revela como actual y urgente, en el sentido en que se descubre la posibilidad de su aprovechamiento político. Como sugiere Malabou, “el peligro consiste en la siempre posible –y muchas veces organizada políticamente– volatilización del supuestamente ‘indestructible’ núcleo del inconsciente” (Nouveaux 213). Una psique con un déficit emocional, incapaz por lo tanto de sentir empatía y de entablar una comunicación significativa, constituye un sujeto al que resulta imposible incluir. No solo, como señala Malabou, no hay ya transferencia posible –lo que remite a la necesidad de repensar el tratamiento psicoanalítico–; tampoco puede haber solidaridad ni comunidad con y entre estos sujetos.

Frente a este panorama sombrío, la única esperanza parece ser en efecto una esperanza sin sentido (como decía Fisher), como necesidad, quizás, de trascender los límites de lo que consideramos el sentido de lo político. Bifo insiste en la “ambigüedad” del concepto de neuroplasticidad, que según entiende no solo conduce a esta subjetividad “apática y a-empática”, sino que también “puede proveer la condición para una reactivación fundamental del aparato psicocognitivo en su expresión social” (348). En otras palabras, aquí Bifo deposita esperanzas políticas en un concepto biológico, una operación que ciertamente, desde un paradigma más tradicional de lo político, podría parecer absurda. Aun así, considera necesario “concentrarnos” en la noción de neuroplasticidad, y “preguntarnos si el cerebro plástico logrará encontrar la salida de este laberinto, y si el sistema nervioso descubrirá una nueva conjunción posible entre el mundo y la mente” (254). Con esto Bifo parece avanzar en la dirección que señala Malabou en “Une seule vie” (30), cuando se pregunta si es posible pensar –en contra del “prejuicio antibiológico” de la filosofía– formas de resistencia de lo biológico, esto es, lo biológico como sujeto de la resistencia, en vez de únicamente pensarlo como aquello que se debe resistir (como para ella sucede, en general, cuando se tematiza la sujeción al biopoder). Una forma de resistencia biológica, una forma posible y necesaria hoy, pasaría entonces por una reinvención de las bases neurológicas de la afectividad y la solidaridad en la época de la flexibilidad y la aceleración tecnológica traumáticas. Es decir que –algo paradójicamente quizás– a la pregunta sobre qué hacer con nuestro cerebro frente a este colapso afectivo, puede que al menos una parte de la respuesta remita a dejar hacer a nuestro cerebro. Quizás haya que confiar en las potencialidades de la neuroplasticidad, como heterogéneas y excesivas con respecto a las de la voluntad y la subjetividad tradicionales. “Usted no es su cerebro, su cerebro es mucho más que usted”, decía el escritor argentino Salvador Benesdra (137). Escuchar las posibilidades del cerebro plástico en el contexto actual implica, tanto para Malabou como para Bifo, prestar más atención a la plasticidad destructiva, a ese “regresar” del infierno que es también el surgimiento de una nueva identidad. Esta es para Malabou la “gran lección de la neurología contemporánea” (Nouveaux 200). Bifo, llamativamente, cierra su libro con una formulación muy similar cuando, tomando la figura de Malinche como quien “ha experimentado el fin de un mundo” (351) –es decir, como una figura de estas subjetividades postraumáticas–, afirma que detenerse en esta negatividad es necesario para vislumbrar una salida. “Solo cuando uno es capaz de ver el colapso como la eliminación de la memoria, la identidad y como el fin del mundo, es posible imaginar uno nuevo. Esta es la lección que debemos aprender de Malinche” (355).

5. Conclusiones

A través de esta reconstrucción de las tesis y las discusiones de la aventura neurológica de Malabou, espero haber mostrado no solo en qué sentido la filósofa francesa se esfuerza por pensar críticamente el presente, sino también cómo pueden encontrarse en sus reflexiones ciertos indicios para una reapertura del horizonte que hoy se siente clausurado. Ahora bien, es importante subrayar que el llamado a una conciencia de la plasticidad cerebral, la insistencia en la negatividad e incluso la invitación a una cierta rabia explosiva (Que faire 79), no constituyen para Malabou respuestas cerradas ni definitivas, ni mucho menos una especie de panacea. Una mayor comprensión de nuestro cerebro no es por supuesto la respuesta a todos nuestros problemas; pero es un principio. En la medida en que acarrea una crítica de la ideología neuronal, en que desacopla la confusión interesada entre plasticidad y flexibilidad, esta conciencia “debería permitirnos entender por qué, dado que el cerebro plástico es libre, seguimos siempre y en todas partes ‘encadenados’; […] seguimos sintiendo que nada ha cambiado; […] que nos falta un futuro” (Que faire 11). Desentrañar esa paradoja es solo un primer paso hacia una reinvención de las ideas de libertad y de porvenir.

La potencia del concepto de plasticidad, que Malabou propone como “esquema motor de nuestra época” (Plasticité 33), se relaciona con su capacidad para salvar las distancias entre tradiciones disciplinares, algo que se hace cada vez más necesario a la luz de las mutaciones tecnológicas, científicas, culturales y políticas de la actualidad. Pero, además, la plasticidad se confirma en este contexto como una herramienta invaluable para abordar las paradojas contemporáneas, en la medida en que remite a “la posibilidad que tiene un sistema cerrado para acoger, transformándose, los fenómenos nuevos” (Avenir 326-7).

En definitiva, la gran lección que nos deja Catherine Malabou con estas obras tiene que ver con una relación diferente con la negatividad, un tema que puede rastrearse, evidentemente, desde su obra sobre Hegel, pero que adquiere resonancias de suma actualidad y pregnancia al verse inscrito en el contexto de los debates neurológicos y psicoanalíticos contemporáneos.

Al excluir toda negatividad de su discurso, al ahuyentar toda consideración conflictiva acerca de la transición desde lo neuronal a lo mental, ciertos neurocientíficos no pueden escapar, en general, los confines de una noción bienintencionada de una personalidad exitosa, “armoniosa y madura”. Pero la armonía y la madurez no nos interesan para nada, si solo sirven para convertirnos en “luchadores” o en “prodigal elders”. Crear resistencia a la ideología neuronal es lo que nuestro cerebro quiere, y lo que nosotros queremos para él. (Que faire 77)

Un pensamiento del accidente y del acontecimiento, sobre todo uno que se quiera actual, no debería rechazar la negatividad, ni tampoco evitar una reflexión interdisciplinaria acerca de la relación entre lo neuronal y lo mental. Las formas de plasticidad destructiva que Malabou describe en Les nouveaux muestran en qué sentido puede decirse, como en la última cita de Que faire, que es el cerebro mismo el que resiste, explota, el que no quiere ni puede más. La plasticidad, en suma, “es la forma de la alteridad cuando ya no queda ninguna trascendencia, huida ni escape” (Ontologie 11). En lugar de negarnos a reconocer las transformaciones en curso, en lugar de forcejear con la necesidad de explotar, lo que podemos aprender de Malabou es una nueva apertura a las posibilidades que pueda traer consigo, o dejar tras de sí, esa negatividad. Como se deja oír en el “himno” de Leonard Cohen: “There’s a crack in everything / That’s how the light gets in”.

Referencias

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