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El murmullo de las abejas de Sofía Segovia: ocio y pasión en la narrativa mexicana del norte

The Murmur of Bees by Sofía Segovia: Leisure and passion in the Mexican narrative of the north

Paulo Alvarado
Universidad de Monterrey, México

El murmullo de las abejas de Sofía Segovia: ocio y pasión en la narrativa mexicana del norte

Revista de Humanidades, núm. 39, pp. 189-212, 2019

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 11 Marzo 2018

Aprobación: 04 Septiembre 2018

Resumen: En el contexto del norte mexicano, dominado por un discurso que enaltece el trabajo hasta la alienación, El murmullo de las abejas (2015) de Sofía Segovia se suma a la crítica de la modernidad mediante la reivindicación del ocio y la pasión. Lo que aquí argumento es que Simonopio, protagonista de la novela, es signo del ocio –no pereza– puesto que recurre al asombro, la desproletarización y la definición de una orientación de su mundo. Este marco conceptual lo tomo de Josef Pieper. A la vez, siguiendo los conceptos de Jorge F. Aguirre Sala, es signo de una pasión prudente en tanto que sus actos dan cuenta de un reconocimiento de la pasión como juicio, como una posición del sujeto en el mundo y una mediación simbólica a interpretar. Este estudio se suma a la resignificación, desde la narrativa mexicana del norte, del discurso del trabajo moderno e industrial.

Palabras clave: narrativa mexicana, Revolución mexicana, reforma agraria, modernidad, alienación.

Abstract: In the context of northern Mexico, dominated by a discourse that praises work to alienation, The Murmur of Bees (2015) by Sofia Segovia joins the critique of modernity through a demand for leisure and passion. What I am arguing here is that Simonopio, protagonist of the novel, is a sign of leisure - not laziness - since he resorts to amazement, de-proletarization and the definition of an orientation of his world. I take this conceptual framework from Josef Pieper. At the same time, following the concepts of Jorge F. Aguirre Sala, it is a sign of a prudent passion insofar as his acts give an account of recognition of passion as judgment, as a position of the subject in the world and a symbolic mediation to interpret. This study adds to the resignification, from the Mexican narrative of the North, to the discourse of modern and industrial work.

Keywords: Mexican Narrative, Mexican Revolution, Agrarian Reform, Modernity, Alienation.

Desde su primer auge industrial, hacia fines del siglo XIX, en la historia de Monterrey han estado presentes los discursos a favor de la vida laboral hasta elevarla a un carácter heroico. Sirva como breve ejemplo una publicación periódica de 1929 distribuida entre los obreros de la Cervecería Cuauhtémoc, uno de los documentos que ha dejado registro de que en Monterrey, capital del estado Nuevo León, “quien de algún modo no es obrero, debe eliminarse de la masa del mundo, debe dejar la luz del sol, y el alimento del aire y jugo de la tierra, para que gocen de ellos los que trabajan y producen y a los que desenvuelven los dones del vellón, de la espiga o de la abeja” (Rodó s/p).

Este auge industrial se sostuvo en promesas de modernidad como el trabajo seguro, el sentido de identidad o pertenencia, la confianza mutua entre obreros y patrones hasta la lealtad, autosuficiencia, respetabilidad, orgullo regional, promesas a las cuales podría acceder cualquier regiomontano mediante el ejercicio de valores como el ahorro, el trabajo, la templanza, el ascenso social. “Disciplinar el trabajo, elevar la productividad y maximizar la ganancia se mantuvieron como objetivos patronales constantes” (Palacios 166), bajo una cultura del trabajo de colaboración subordinada, en la que el obrero era sometido o convencido de que su posición estaba junto al patrón y no contra él.

El trabajo era el aliado para que las promesas de la modernidad se cumplieran en Monterrey. Nada de esto ocurrió. La literatura regiomontana de las últimas dos décadas da cuenta de ello, pues exhibe la falta de compromiso a estas promesas de modernidad y sus procesos de reificación. Representantes de estas narrativas son novelistas como David Toscana, Eduardo Antonio Parra o Ricardo Elizondo Elizondo, quienes exploran tópicos como el desempleo, la migración o la marginación social hasta la violencia física que ponen en entredicho los ideales de la modernidad como el trabajo seguro, un sentido de identidad y una confianza hasta la lealtad, entre otros. Al respecto, Nora Guzmán ha advertido que esta “es una literatura que refleja la inequidad de la sociedad así como los problemas generados por la violencia, la inseguridad, la injusticia, la desterritorialización y migración” (10).

En este contexto laborioso puesto en entredicho por la narrativa mexicana del norte, surge El murmullo de las abejas de Sofía Segovia, publicada en 2015. Esta segunda novela de Segovia (Monterrey, 1965) llega después de Noche de huracán, editada por el Consejo para la cultura y las artes de Nuevo León en 2009, y reeditada por Lumen en 2016, con el nuevo título de Huracán. Con El murmullo de las abejas, Segovia se aleja de la narrativa estudiada por Guzmán, deja de lado la crítica a las promesas de la modernidad para poner su atención en el ocio, descuidado desde fines del siglo XIX hasta la década de los ochenta del XX por la literatura del noreste de México. Simonopio, el protagonista de esta novela, es el personaje ocioso –contemplativo, no perezoso– puesto como contraste de la Revolución mexicana y el primer auge industrial regiomontano –tiempo en que se desarrolla la novela–. Simonopio es un niño abandonado bajo un puente en Linares[1], en 1910, malformado y mudo, rescatado por los hacendados Morales que intentan defender sus propiedades y convicciones laborales ante la reforma agraria posrevolucionaria. Desde su hallazgo, el chico estaría rodeado por lo ignoto; baste, por ejemplo, el hecho de que fue encontrado “cubierto por un manto vivo de abejas” (Segovia 10). Sirva también la malformación en la boca de Simonopio, quien no tenía labio, encía superior al frente ni paladar (42), lo que algunos habitantes tomaron como prueba de que el niño era hijo de alguna bruja o que había sido besado por el diablo (36). De las abejas, el chico aprenderá a interpretar las señales de la naturaleza. Simonopio será el nuevo miembro de la familia Morales, a pesar de que el resto de los habitantes lo considerarán una maldición, debido a su malformación genética, e incluso un estorbo para los agraristas venidos del sur mexicano.

Lo que aquí argumento es que, a partir de la novela de Segovia, aquel discurso a favor del trabajo como ejercicio primordial para el cumplimiento de las promesas de la modernidad continúa como tópico de resignificación ahora ante la figura de Simonopio. Como símbolo de interpretación, a este personaje de Segovia lo significaré basándome en dos conceptos: el ocio desde la filosofía de Josef Pieper y la pasión de Jorge F. Aguirre Salas.

Josef Pieper[2] tiene una amplia obra dedicada al marco de la filosofía medieval. Ensayos como La verdad de las cosas. Un estudio sobre la antropología de la Alta Edad Media (1947) y Filosofía, contemplación y sabiduría (1991), signan su pensamiento que busca revisitar y reivindicar conceptualizaciones desarrolladas durante el medioevo. Por su parte, el filósofo mexicano Jorge F. Aguirre Sala (Ciudad de México, 1960) concentra su reflexión alrededor de tres términos: la hermenéutica, la pasión y el placer. En textos como El placer de la filosofía clásica (1992) o Ética del placer (1994), Aguirre Sala discute los prejuicios que han orillado al margen de lo irracional a conceptos como el placer o la pasión.

Ambos pensadores hacen un giro a la filosofía anterior, medieval y clásica, a fin de discutir la época en la que viven y proponer para ella el afinamiento de conceptos que se han ido corrompiendo, a saber, el ocio y la pasión.

1. Ocio no es pereza

El ocio y la pasión son conceptos de significación para El murmullo de las abejas que, estéticamente, tiene características del realismo mágico latinoamericano. La novela de Segovia se aproxima a aquella definición que Emil Volek ofrece para el realismo mágico, pues el tema de estas obras es el mundo espiritual de los pueblos originarios en su lucha contra los poderes de explotación de la modernidad (Volek 145-6). El mundo espiritual de los pueblos originarios expuesto en la narrativa de Segovia apunta a la contemplación de la naturaleza, “el ruido del viento fresco circulando entre los árboles, el canto de los pájaros y la despedida de los insectos de la noche” (Segovia 9), que –desde las primeras páginas– quedan en registro y cuya contemplación es relegada por la racionalidad moderna en páginas posteriores, cuando la familia Morales busca por todos los medios al desaparecido Simonopio –los caminos hechos, las conjeturas que apuntan a la imagen del niño “en el fondo de un cañón, incapaz de moverse, con las piernas rotas, asustado y asediado por pumas y osos” (Segovia 209)–, sin considerar las causas irracionales como que Simonopio no había llegado a dormir a casa por perseguir a las abejas animado solamente por una intuición: “al final del camino lo esperaba algo importante, algo que ellas siempre habían tratado de compartir con él, de darle a entender” (Segovia 208).

Esto que le dan a entender las abejas a Simonopio es la solución a la problemática que la reforma agraria presentó para los Morales. Tras seguir por los primeros años de su infancia a las abejas, Simonopio descubre que “el tesoro de sus abejas” (Segovia 240) era un campo de azahares, esto es, que la tierra de la que eran dueños los Morales era propicia para el cultivo de la naranja. Hasta entonces solo plantaban caña de azúcar, maíz y trigo (248), pero la reforma agraria[3] los orilló al cultivo de los cítricos, pues había quedado “publicada en la Constitución: [que] toda tierra plantada con árboles frutales quedaba exenta de cualquier expropiación” (257).

Aunque no es mi intención dar cuenta de las características del realismo mágico en El murmullo de las abejas, la fábula de la novela recurre constantemente a episodios fabulosos o fantásticos que, siguiendo la definición de Volek, refieren al asombro que provoca en la modernidad la cosmovisión de sus pueblos originarios latinoamericanos. Me interesa en este apartado revisar el ocio en Simonopio, para lo cual me apoyo en la siguiente tesis que tomo de Josef Pieper: “solo puede haber ocio cuando el hombre se encuentra consigo mismo, cuando asiste a su auténtico ser” (44). El autor de El ocio y la vida intelectual fundamenta su afirmación en la filosofía griega y medieval al decir que entre pensadores de estas épocas había, no solo en la percepción sensible, sino también en el conocimiento espiritual del hombre, un elemento de pura contemplación receptiva:

La Edad Media distingue la razón como ratio de la razón como intellectus. La ratio es la facultad del pensar discursivo, del buscar e investigar, del abstraer, del precisar y concluir. El intellectus, en cambio, es el nombre de la razón en cuanto que es la facultad del simplex intuitus, de la “simple visión”, a la cual se ofrece lo verdadero como al ojo el paisaje. (Pieper 21)

La facultad cognoscitiva es ambas cosas: ratio e intellectus. El pensar discursivo está acompañado y entretejido por la visión comprobadora y sin esfuerzo del intellectus, una facultad “no activa, sino pasiva, o mejor dicho, receptiva; una facultad cuya actividad consiste en recibir” (Pieper 22).

El murmullo de las abejas de Sofía Segovia hace una constante distinción entre ratio e intellectus, pues mientras el resto de los personajes siente sosiego al instalar su facultad cognoscitiva en la ratio, Simonopio adopta como natural el intellectus. Simonopio suele atender la simplex intuitus, practicar la pura contemplación receptiva que le ofrece la naturaleza, en la que descubre certezas al ejercitar, además, la conjetura (ratio); todo ello, sin embargo, se completa con la intuición (intellectus).

Al chico lo adoptó con cariño Reja, una vieja que parecía de madera y nana de la familia Morales (Segovia 38), los hacendados de Linares que, a su vez, fueron padrinos del recién llegado (42-3). El niño destaca por su habilidad para observar y comprender la naturaleza y sus señales, desde sus abejas, a las que instaló en la hacienda La Amistad, hasta los cambios climáticos, las conductas de la fauna y otros fenómenos que gustaba contemplar. Al protagonista:

le habría gustado hablar sobre sus abejas y preguntarle a cualquiera por qué tú no las escuchas si también te hablan, como a mí. De haber podido, habría hablado sobre la música que las abejas cantaban a su oído dispuesto sobre flores en la montaña, encuentros lejanos y amigas que no habían completado el largo viaje de regreso; sobre el sol que un día brillaba fuerte, pero que al día siguiente quedaría cubierto por nubes de tormenta. (Segovia 52)

Observador de la naturaleza y sus manifestaciones, a Simonopio le habría gustado preguntar a su vecina Lupita “¿por qué tiendes la ropa que lavaste si al rato, cuando llueva, tendrás que correr a quitarla?” (Segovia 52). De igual manera, como persona que atiende y comprende los ciclos del medio ambiente, el chico habría querido cuestionar a su padrino Francisco Morales sobre las causas de su descuido “para evitar que se muriera la cosecha en una noche helada del pasado invierno: ¿qué no sintió venir el frío?” (52).

A los pies de su nana Reja, el niño “aprendió a regir su vida en torno al horario de las abejas y muy pronto aprendió a alejarse de la colchoneta donde lo acostaban durante el día para intentar acercarse y seguir por el jardín a sus incansables compañeras” (Segovia 50). Simonopio, pues, es un chico que se conduce de la contemplación (intellectus) a la descripción racional (ratio), es decir, de aquello que observa en la naturaleza a aquello que conceptualiza en descripciones de los fenómenos ambientales. El contraste entre el chico y aquellos linarenses que no atienden la observación o contemplación, el conocimiento que surge de escuchar la música de las abejas que anuncia días soleados o nublados.

En esta conceptualización que describe Pieper, la Alta Edad Media había comprendido lo que hoy resultaría difícil para nuestros contemporáneos, a saber, que “la falta de ocio, la incapacidad para el ocio, está en relación estrecha con la pereza” (41), esta última entendida como el desasosiego y la actividad incansable del trabajar por el trabajo mismo. La pereza, acota Pieper, “es la desesperación de la debilidad, de la que dijo Kierkegaard que consiste en que uno desesperadamente no quiere ser él mismo” (41). La pereza, en el sentido antiguo y medieval, no es sinónimo ni símil del ocio, es más bien íntimo supuesto de la falta de ocio, es decir, la esencia de la acedia es la no correspondencia del hombre consigo mismo,

El ocio es, como actitud del alma (pues hay que dejar bien sentado algo evidente: que el ocio no se debe solamente a hechos externos como pausa en el trabajo, tiempo libre, fin de semana, permiso, vacaciones; el ocio es un estado del alma), precisamente lo contrapuesto al ejemplo del “trabajador”, y esto desde cada uno de los tres aspectos de que se ha hablado, a saber: trabajo como actividad, trabajo como esfuerzo y trabajo como función social. (Pieper 45)

Revisemos detalladamente esta cita en relación con la narrativa de Sofía Segovia. Primero, frente al trabajo como actividad está el ocio como la actitud de la no actividad, de la íntima falta de ocupación, del descanso, del callar. “El ocio es una forma de ese callar que es un presupuesto para la percepción de la realidad; solo oye el que calla” (Pieper 45). Sin embargo, el silencio del ocio no es apático, significa más bien “la actitud de la percepción receptiva, de la inmersión intuitiva y contemplativa en el ser” (45). Simonopio, por ejemplo, aprendió a conquistar el silencio, una actitud que, iniciada por su discapacidad para hablar, siguió con la observación de las abejas y de la inercia de los fenómenos de la naturaleza, que culminó con la disponibilidad hacia sus seres queridos, como el ánimo continuo de ayudar a su padrino Francisco Morales, a quien “Simonopio siempre lo escuchaba con atención, porque era lo que mejor sabía hacer en una conversación unilateral” (Segovia 159).

Segundo, frente al trabajo como esfuerzo se encuentra el ocio como la actitud de la contemplación festiva. El ocio no es únicamente posible en tanto el sujeto concuerde consigo mismo, “sino también con el sentido del universo (mientras que la pereza radica en la falta de esta conformidad). El ocio vive de la afirmación” (Pieper 47). No es simplemente lo mismo que falta de actividad; implica una “detención aprobatoria” de la realidad, materializada en la forma más elevada de afirmación, es decir, la fiesta. La fiesta en Simonopio es regalo y donación. El protagonista vive sosiego cada ocasión que (se) comparte con sus compañeros, como lo hace con su padrino Francisco, pues “mientras pudiera, Simonopio haría con gusto lo que fuera por él” (Segovia 116). El gusto con que el personaje apoya a sus compañeros no puede ser sino celebración.

Tercero, frente al trabajo como función social el ocio corta de forma perpendicular el término de la jornada laboral. La razón de existir del ocio no es el trabajo mismo, no es facilitar en forma de descanso corporal o de recreo espiritual nuevas fuerzas para el trabajo. Francisco Morales sabe que la presencia de su ahijado Simonopio es ocasión para otorgar una nueva dimensión al trabajo. Cada día Francisco supervisa las labores de sus haciendas, sean las de cultivo en Linares, La Amistad o La Florida, o los ranchos ganaderos en Tamaulipas (Segovia 35), pero cuando Simonopio aparece para acompañarlo, el padrino experimenta paz. El chico lo percibe, y “lamentaba lastimar a su padrino con su presencia solo esporádica” (237). El ocio, no la pereza, que representa Simonopio bajo conductas de observación, escucha atenta y gusto, el “compañero constante, el alegre, el gozador” (233) es evidencia de que no es descanso corporal o recreo espiritual solo como nuevas fuerzas para el trabajo. El ocio de Simonopio abarca con su mirada al mundo como una totalidad.

Hasta ahora he presentado la concepción negativa entre trabajo y ocio, es decir, solo he mostrado lo que no es el ocio; propongo el ocio desde la positividad, siguiendo la distinción de las mismas tres formas laborales anteriormente mencionadas. Primero, frente al trabajo como actividad Pieper encuentra al ocio como condición para el asombro. Esto significa alejarse, no de las cosas cotidianas, sino de sus interpretaciones corrientes, porque repentinamente se manifiesta un nuevo semblante de las cosas[4]. El que se asombra lleva a cabo en forma pura aquella primaria actitud que, desde Platón, se llama theoria, pura captación receptiva de la realidad, no enturbiada por las voces del querer, “Solo existe theoria en la medida en que el hombre no se ha vuelto ciego para lo asombroso que yace en el hecho de que algo sea” (Pieper 129).

El asombro recrea a Simonopio. Son pocos los personajes que intentan entender al chico, y menos todavía quienes logran hacerlo. Tan pocos que, en alguna ocasión, el protagonista se pregunta por qué los demás ni siquiera intentan detener el andar para escuchar las señales que ofrece la naturaleza, seguramente se asombrarían de todas las certezas que obtendrían tras la contemplación receptiva.

[Simonopio se preguntaba] ¿Cómo hablar sobre las constantes imágenes imposibles que paseaban delante de sus ojos cerrados, o sobre los eventos que aún sin presenciar veía suceder antes, después y durante? ¿Qué ven las demás personas cuando cierran los ojos? ¿Por qué cierran oídos, nariz y ojos cuando hay tanto que oír, oler y ver? ¿Es que solo yo oigo y escucho pero nadie más lo hace? (Segovia 52)

En la novela, a excepción de la vieja nana Reja, nadie más atiende la naturaleza en la forma como Simonopio lo hace; sin embargo, no por eso sus compañeros dejan de sorprenderse ante los descubrimientos del chico (Segovia 209-10). El asombro más extenso ocurre con la flor de azahar que Simonopio lleva a casa de los Morales. El proceso que narra la novela va desde la contemplación inicial de Simonopio hasta la transformación de los campos de cultivo en la región. Simonopio es quien inicia observando el vuelo ordinario de las abejas desde su cuna y hasta que logra crecer y caminar largas distancias (Segovia 50).

Dispuestas sus piernas para viajes de 50 kilómetros, de Linares a Montemorelos, solo y a escondidas, Simonopio persiguió a sus abejas hasta el campo de azahares, del que tomó una flor para llevarla con los Morales. La familia recibió con una interpretación corriente aquella flor. Francisco Morales, el padre de la familia y protector de Simonopio, fue el primero en percibir en aquella flor una interpretación distinta: “No son (flores) para la novia. Estas flores son para mí” (Segovia 246). Por supuesto, “todos lo miraron con extrañeza” (246).

El asombro no terminó ahí, pues Francisco recordó que el señor Joseph Robertson había plantado esos árboles en Montemorelos a fines del siglo XIX, “sin importarle que lo llamaran gringo loco y extravagante por no querer plantar caña de azúcar, maíz ni trigo, como lo habían hecho ahí los hombres desde que se tenía memoria” (Segovia 248). Francisco seguiría esos caminos de la extravagancia ante el asombro de su propia familia. Beatriz, su esposa, quedó perpleja: “¿Cómo era posible que unas simples flores le hubieran dado la inspiración o lo ayudaran a ganarle a la ley federal (a la reforma agraria)?” (Segovia 253). Poco a poco, Beatriz fue atendiendo el plan de Francisco, quien “compraría naranjos en varias etapas, ya que era una inversión fuerte –otra más–. Luego erradicaría para siempre los cañaverales de sus tierras” (Segovia 253-4). Esta transformación de los cañaverales a tierras citrícolas terminó librando a los Morales de las expropiaciones de la reforma agraria (Segovia 337).

Fue el asombro el que inició, acompañó y culminó el cambio en el mundo de los Morales. Se alejaron, no de las cosas cotidianas, pues las abejas continuaron ahí, rodeando a Simonopio, sino de sus interpretaciones corrientes. Francisco Morales se alejó del sentido común de que las flores de azahar son solo para una novia y las aceptó para sí como un acertijo que le ofreció una respuesta extraordinaria para lidiar con la expropiación. Solo el ocio como condición para el asombro, para el lugar de una nueva interpretación facilitó los cambios en la vida de los personajes.

En segundo lugar, frente al trabajo como esfuerzo Pieper encuentra una política del ocio hacia la desproletarización. El filósofo señala que si ser proletario no significa otra cosa sino la vinculación al proceso laboral, el punto capital de su superación, la desproletarización, “consistiría en que al hombre que trabaja se le depare un ámbito de actuación que tenga sentido y que no sea ‘trabajo’; con otras palabras: que se le dé acceso al verdadero ocio” (Pieper 65).

Sin embargo, no basta con otorgar un tiempo para el espacio vital del trabajador –que solo llegará a ser efectivo cuando el sujeto sea capaz por sí mismo de ejercitarse en el ocio–, la dificultad radica en saber con qué clase de actuación se llena el ocio. Esta dificultad se personifica en el antagonista de Simonopio, el campesino Anselmo Espiricueta, un hombre orgulloso, supersticioso e ignorante. Hay en este personaje una caracterización antitética para el ocio, a saber, la pereza. Espiricueta es orgulloso y no acepta la ayuda de nadie, incluso en las más difíciles circunstancias, como la ocasión en que la epidemia de influenza española mató a sus hijos y esposa. Su patrón Francisco le “había llevado aspirinas Bayer, pero al día siguiente las encontró tiradas en el suelo, despreciadas, húmedas. Sintió lástima por el desperdicio de algo tan valioso y tan costoso” (Segovia 122). Espiricueta es un supersticioso que, desde que la familia Morales encontró a Simonopio abandonado, se dedicó a decir que al niño “lo besó el diablo” (42), por eso su “quijada superior se abría desde la comisura del labio hasta la nariz” (42); y, a pesar de que el médico Cantú le había explicado que es una malformación, que “a veces así sucede, como cuando se nace sin dedos o con dedos de más. Es triste, pero natural” (42), el antagonista esparce el rumor del maleficio que pesa sobre el niño (39). Espiricueta es un ignorante que no quiere que sus hijos sean educados en la escuela: “a eso no van mis hijos. ¿Para qué? ¿De qué les sirve? Necesitamos a los muchachos para la siembra y la cosecha. ¿Y qué de bueno les van a enseñar a las hijas ahí? ¿A ser mejores sirvientas?” (142).

Orgulloso, supersticioso e ignorante, no es de sorprender que Anselmo Espiricueta acuse a los demás de su desasosiego y desdicha: “mi campo nunca ha dado lo que otros desde que llegó éste [Simonopio], y luego mi familia se me muere como ninguna otra. ¿Por qué namás a mí?” (Segovia 194). Todo ello resume una irresponsabilidad, la actitud de quien no asume su mundo y que es la expresión del concepto de pereza, pues Espiricueta “desesperadamente no quiere ser él mismo” (Pieper 41) y prefiere acusar a los demás. Es decir, por más que su patrón Francisco pueda ofrecerle espacio para el ocio, si Espiricueta no asume sus decisiones, no se desproletarizará y tampoco superará sus sentimientos de alienación.

La contraparte de Espiricueta es su patrón Francisco Morales, dueño de las haciendas, que se constituye en un personaje desproletarizado en tanto decide ser él mismo. Francisco decide escuchar como Simonopio; recurre al ocio, particularmente al asombro, a mirar las cosas cotidianas lejos de interpretaciones corrientes. De tal asombro, Francisco comprende situaciones nuevas que lo llevan a mover su mundo cotidiano, a plantar naranjas donde siempre había plantado caña de azúcar. Francisco se encontraba dispuesto para el asombro, incluso antes de que Simonopio llegara con la flor de azahar, pues el hacendado había tenido una discusión introspectiva con su difunto padre, a quien lanzó “una disculpa silenciosa” (Segovia 222) por tener que repartir las mismas tierras que aquél había defendido de los intentos de secesión en Nuevo León, durante el imperio de Maximiliano de Habsburgo en México (223).

Para no entregar sus tierras al gobierno, que legalizó la expropiación de terrenos sin cultivo, Francisco decidió asociarse con “hombres de confianza y trabajadores”, “hombres que él escogía y nadie le imponía”, antes de que “un desconocido cualquiera, abusador y con deseo de tierra ajena, llegara y, con una simple solicitud, se la adjudicara sin mayor mérito que el deseo personal” (Segovia 225-6). Francisco ponía la tierra, aportaba la semilla, el agua y hasta la casa del peón, a cambio del cincuenta por ciento de la cosecha. De esta manera, el padre de los Morales esperaba no perder ni una hectárea de la herencia familiar. En sus rezos, Francisco estaba convencido de que “el mundo era de los vivos” (223), esto es, rechazaba alienarse en la tradición de sus padres y abuelos, por lo que asume su responsabilidad en un mundo que cambia. Con esperanza, quiere ser él mismo, precisamente a través de su trabajo y su ocio y no de la pereza. El padrino de Simonopio llega a decir con orgullo: “Ya. Tú a lo tuyo, papá. Déjame a mí lo mío” (231).

En tercer lugar, frente al trabajo como función social, el ocio es una forma de relacionarse con el mundo. La actualización de la theoria está ligada a la relación que establece el sujeto con el mundo de forma puramente receptiva. El mundo al que se refiere Pieper es solo vista receptiva, no mera materia prima para la actuación humana. Reivindica así el carácter del ocio lejos de una búsqueda de una función social, para aproximarlo de manera “que seamos capaces de ver lo que es, la totalidad de aquello que es” (Pieper 94).

Simonopio estrecha un vínculo entre la contemplación que ejerce y su mundo. Para el protagonista, el mundo se orienta bajo narraciones –historias, fábulas o leyendas– orales, que, a diferencia de los textos escritos, permiten la improvisación. De esta manera se entiende que el temor más grande de Simonopio sea el vacío, “nunca terminar de caer” (Segovia 190), es decir, le teme a un mundo sin orientación. El chico no asume que el sentido de mundo le sea dado o impuesto; insisto, el protagonista cree en el poder orientador de las narraciones. Lo que Simonopio no soporta es que el mundo no tenga orientación, que ninguna narración alcance a explicarlo. Además, no actúa sobre el mundo para transformarlo. Observa los ciclos y se ajusta a ellos, no los modifica. De esta manera se aproxima al ocio del que habla Pieper, aquel que hace al sujeto capaz de ver lo que es (Pieper 99).

El ocio en Simonopio no es pereza. El ocio en él es silencio para la contemplación, es fiesta para la donación, es presencia para la recreación. El ocio en el chico es encuentro consigo mismo, asombro que manifiesta un nuevo semblante de las cosas, es desproletarización responsable, es el mundo orientado bajo narraciones. El ocio en Simonopio es condición necesaria para el descubrimiento de las pasiones. En El murmullo de las abejas, ocio y pasión son correspondencias para una resignificación del trabajo.

2. La pasión no necesariamente es irracional

En este apartado, estudiaré tres características puntuales que Jorge F. Aguirre Sala reconoce para una ética de la pasión, a saber, que la pasión supone un juicio; que este juicio es, a su vez, posición del sujeto en el mundo, y que la pasión, en su relación con la ratio, está mediada por una función simbólica a interpretar. Definiré cada una de estas tres notas y expondré su expresión en El murmullo de las abejas, a fin de pensar a Simonopio como símbolo de una pasión prudente.

La tesis de Aguirre Sala es que “la pasión es causada originariamente por una mediación simbólica (productora de un significante, representación privilegiada que será condición del juicio) y que, a su vez, su correspondiente juicio desembocará en una acción (u omisión) pasional” (Aguirre 18), esto es, la pasión supone juicio. La pasión propuesta por Aguirre no es irracional como lo ha estipulado el pensamiento tradicional occidental, en especial con el estoicismo (95). Por el contrario, la felicidad, el placer, el cumplimiento de los deseos y la realización de las pasiones dependen de una elección o de una negación, esto es, se someten a la capacidad de juzgar (84). De esta forma, prudencia y pasión no son contradictorias.

Esta pasión prudente, en Simonopio, toma forma de fraternidad. Nunca el chico deseó ser líder, ni tampoco ser sumiso. El chico de Linares se dedicaba a observar la naturaleza, vientos, cambios de temperatura, conducta de los animales y, al descubrir y proyectar visiones, actuaba para evitar malestares y hasta tragedias a sus compañeros. Por ejemplo, en alguna ocasión, miró un pozo amplio y, prudente, corrió a taparlo “preocupado porque el caballo rojo se torcería una pata pisando un pozo [...] de haberse lastimado, el caballo jamás se habría recuperado” (Segovia 113). Ni qué decir de las calamidades que le ahorró al dueño del animal.

No es que Simonopio tenga poderes sobrenaturales, es tan solo que presenta actitudes de atención, observación y prudencia, todo ello en favor de sus compañeros. Su pasión por descubrir los secretos de la naturaleza se vuelve en él una prudencia que conduce a la fraternidad. Esta prudencia o juicio es posición del sujeto en el mundo, y “la pasión es un estado de ánimo adelantado al enfoque conceptual y temático de nuestra posición en el mundo. Antes de iniciar la teorización sobre la vida y su sentido, las pasiones nos proyectan a opiniones y acciones” (Aguirre 92).

La pasión es, entonces, un modo de apropiarse del mundo, pues al revestirlo de valor con la intencionalidad, lo requerimos en conformidad con lo que somos. Vuelve aquí la correspondencia sujeto-mundo que iniciamos al estudiar el ocio, pues la apropiación del mundo en Simonopio se materializa bajo esa correspondencia, una coherencia entre el protagonista y el sí mismo que apoya sus deseos de fraternidad. La pasión-fraternidad en el chico se torna sentido de comunidad; define para sí un lugar entre sus compañeros y la naturaleza. Luis Villoro descubre tres notas a la comunidad que intentaré revisar en la narrativa de Sofía Segovia, para componer esta apropiación del mundo que ejerce el protagonista. Primero, la comunidad tiene por fundamento el servicio. “El servicio ha de ser recíproco, nadie está dispensado de él, pues es el signo de la pertenencia a la comunidad” (Villoro 29). Simonopio se apropia del mundo mediante el servicio, no la sumisión, en tanto que colabora con otros personajes no al hacer las tareas por ellos, sino al cooperar. Ocurre, por ejemplo, cuando el protagonista le insiste a su padrino Francisco visitar la hacienda La Amistad, abandonada tras el paso de una epidemia de influenza y, por supuesto, llena de polvo acumulado tras cuatro semanas sin habitantes.

Simonopio sabía dónde se encontraban los jabones, aceites, trapos y plumeros, y además cómo se usaba cada cosa. A Francisco le dio un plumero.

Sería el primer varón de la familia Morales en dedicar su tiempo a esas, hasta entonces, actividades de la vida femenina. Y en ésas, sorprendido, encontraría sosiego, consuelo y desafío una vez a la semana, acompañado por Simonopio. (Segovia 126)

La segunda nota que Villoro encuentra para la comunidad es la no renuncia a la afirmación de la propia identidad. “Intenta una vía distinta para descubrir el verdadero yo: la ruptura de la obsesión por sí mismo y la apertura a los otros, a lo otro” (Villoro 29). En el proceso de apertura al otro, y su consecuente apropiación del mundo, Simonopio no se disuelve, a pesar, por ejemplo, de que muchos compañeros le advierten los peligros de osos, coyotes o abejas, el chico no deja su pasión: explorar el campo. El mismo Francisco intenta decírselo, pero termina por reconocer la determinación de su ahijado.

Francisco sabía que a Simonopio le gustaba alejarse de la casa, pero no tenía idea de que se atreviera a explorar tan lejos. Sintió el impulso de decirle no te alejes tanto, te vas a perder en las montañas, Simonopio, y te pueden comer los osos, niño, pero se contuvo. A Francisco no le gustaba desperdiciar energía ni palabras, y en ese momento tuvo la certeza de que Simonopio no necesitaba las suyas, ya que claramente había llegado a donde quería llegar, sin la ayuda de nadie. (Segovia 124)

La comunidad que practica Simonopio es el descubrimiento del yo en la apertura a los otros, pues la exploración que el chico hace no culmina en la satisfacción de la propia curiosidad.

El último rasgo que Villoro encuentra para la comunidad es el respeto por los fines y valores que cada individuo se plantea, pero también por aquellos que son comunes y que cada quien tendrá que hacer suyos si pretende superarse. “No propone solo respetar la libertad de los otros, sino contribuir a su realización” (Villoro 30). En Simonopio este respeto es una contribución para que los demás logren la correspondencia consigo mismos, como ocurre cuando proyecta mudar la máquina de coser Singer de la abandonada hacienda La Amistad a la hacienda La Florida, donde los Morales se refugian para no ser contagiados de la influenza que azotaba a Linares. El plan era complicado, pues la máquina de coser era pesadísima; sin embargo, el chico calculó los mayores beneficios que tendría para Beatriz, la esposa de Francisco,

Mi mamá (Beatriz) siempre admitió que esa máquina de coser le salvó, si no la vida, sí la cordura. Y eso se lo agradecería más a Simonopio que a mi papá (Francisco). Aunque se negaran a discutirlo abiertamente, ambos sabían que su ahijado había sugerido la costura, porque sabía que le daba paz. (Segovia 133)

Servicio, afirmación de la identidad personal en la apertura al otro y respeto por la pluralidad en la realización de las libertades, son prácticas que exponen la apropiación del mundo que Simonopio hace: el mundo es comunidad.

Para Aguirre la relación entre la ratio y la pasión se basa en una mediación simbólica. La pasión está definida por el deseo en tanto que este la provoca con independencia de estímulo. Nos apasiona aquello que elegimos por la mediación simbólica y no lo que nos afectó en la mediación simbólica. Es decir, existe una elección racional a priori, pero esta racionalidad de la pasión “exige percatarnos de la existencia de su hábito. O sea, de un carácter afectivo y emotivo por el cual persisten modos de juzgar pasional” (Aguirre 97). Tal hábito se materializa en la mediación simbólica.

La mediación simbólica –aquello que es deseo puesto que compone un carácter afectivo y emotivo– es al inicio de la novela medianamente desconocida para Simonopio. Poco a poco, el protagonista descubre los misterios de sus abejas. Si bien en distintas ocasiones lo habían protegido –desde su nacimiento, cuando “cientos de abejas se paseaban por el pequeño cuerpo del bebé” (Segovia 41), para aliviarlo de una hemorragia por el ombligo sin anudar y del frío; o cuando ofrecían su miel que nana Reja usó para alimentar al pequeño (50)–, el protagonista llegó a asumir que los insectos deseaban mostrarle algo. Había que seguirlas por caminos no hechos todavía, “las abejas habían sido pacientes con él: habían aguardado durante años a que estuviera listo para completar el viaje con ellas” (208).

En el lapso, Simonopio construye su mediación simbólica. Desea conocer el sitio al que cada primavera viajan las abejas; siente tal afecto por ellas que “aprendió a distinguirlas individualmente” (Segovia 50), y a escuchar “la música que las abejas cantaban a su oído dispuesto” (52); siente tal emoción por ellas y, ante todo, por el secreto que está por descubrir. Todo ello constituye un deseo vuelto pasión para Simonopio.

La mediación simbólica, sin embargo, puede tornarse perjudicial o benéfica. Es por ello que algunos pensadores desprecian la pasión, mientras que otros la incluyen en sus proyectos, según acota Aguirre. Conviene entonces advertir los alcances de cada una de estas concepciones.

Respecto de la pasión irracional, existen dos fenómenos que parecen favorecer esta argumentación, a saber, la provocación de actuar pronta y espontáneamente, y el placer que lo acompaña. En el primer fenómeno, la espontaneidad parece una muestra del acto con intereses distintos a la objetividad. En el segundo, el placer aumenta la intensidad de la pasión y hace imperioso su motivo, es decir, “la euforia y el ímpetu parecen provocar una desmesura que se interpreta como irracional” (Aguirre 97). En realidad, en la ponderación de los diversos motivos de la deliberación, a priori la elección, influye el yo con sus inclinaciones, principios y experiencias (Aguirre 97); la pasión, para ser, requiere un sujeto, un sujeto racional[5].

La pasión es intencional y, por ende, juicio. Sin embargo, sí puede conducir y caer en la irracionalidad, a la que Aguirre llama pasión perjudicial, aquel “juicio que obliga y esclaviza” (115); es decir, obliga a hacer algo frente a lo que no podemos sino actuar. El objeto pasional aparece como necesario y, por tanto, obsesiona.

La exclusividad con que se reviste al objeto pasional como causa de par sin gozo, supone la necesidad de vivir con un agrado mínimo para que la existencia resulte soportable. La exclusividad provoca la pérdida de libertad y entonces la pasión arrastra: “No se puede-no hacer”. La pasión perjudicial sitúa a su objeto en lugar del único gusto deseable. Provoca la elección forzada ante el objeto sin igual que merece la pena. (Aguirre 115)

En El murmullo de las abejas, el deseo de Espiricueta es tierra y libertad y se torna necesidad en tanto que no permite, ni siquiera considera, opciones como no sea poseer una tierra de inmediato. De esta manera su pasión corresponde a la que Aguirre llama perjudicial. La pasión del antagonista sitúa la tierra y libertad en el lugar del único gusto deseable; provoca una elección forzada incluso hasta la muerte. Espiricueta llega al norte mexicano en 1910, huyendo de las condiciones de sumisión en las que trabajaba en el sur. Soñó el día en que “sus hijos ya no lo verían humillarse ni empinarse ante un capataz” (Segovia 137). Espiricueta también anhela una desproletarización y, en lugar de buscarla en el ocio, se ofusca en la pereza, es decir, en la disfunción y desajuste entre sí y su mundo. Esta falta de correspondencia y el trastorno del deseo en necesidad, se muestran, por ejemplo, en la impaciencia que experimenta hasta sentirse dominado por esa pasión. “Ya no viviría a merced de la voluntad de otros. Con ese deseo vivo declarado, Espiricueta no tuvo la paciencia para esperar” (Segovia 136). La pasión es riesgosa cuando comienza a rechazar alternativas para el logro de su deseo: su patrón Francisco sí le promete que tendrá tierra y libertad, incluso le preguntó “¿que si le gustaría tener su propia parcela, su propia casa? Sí, patrón” (140); el patrón ordenó entonces que lo llevaran a la casa de dos habitaciones que le ofrecía, sería suya, pero habría que trabajar. El problema es que Espiricueta no considera esa opción para satisfacer su deseo de tierra y libertad.

El problema lo encontró cuando entendió que [Francisco] Morales le hacía una promesa donde la tierra era de uno, pero no, y la casa también era de uno, pero tampoco. Había que trabajar el doble, la tierra del patrón y la tierra de uno, para pagar una renta en cada cosecha y así, poco a poco, y si uno ahorraba, comprarla y heredarla a los hijos al final de la vida.

Anselmo Espiricueta no tenía la paciencia para eso del ahorro y de la espera. (Segovia 140-1)

El deseo de tierra y libertad en Espiricueta se vuelve necesidad y no presenta opción. Tan perjudicial es esta pasión que, para satisfacerla, dejó morir de influenza a su esposa e hijos, pues no aceptaría ayuda de otros (Segovia 122) y hasta da muerte a Francisco (379).

La pasión benéfica, por el contrario, permite y reconoce el binomio hacer-poder, es decir, logra ejecutar un juicio intencional, ya que no obliga y su consecuente es el poder-hacer. Entre el primer hacer, que motiva, y el último, el que ejecuta, existe la mediación del poder. De esta manera, para la pasión benéfica hacer que queramos implica el hacer que se pueda. Interpreta al objeto pasional como viable y, por tanto, deseable (Aguirre 123). De esta manera, “la pasión benéfica mueve al sujeto por su interpretación y no por una necesidad o reacción ante un estímulo” (123)[6].

Tres notas componen a la pasión benéfica: esta pasión es erótica, esto es, “constituye un entusiasmo que excita la vida para que despliegue su plenitud” (Aguirre 123); su mediación simbólica permite optar y no solo reaccionar; y evita la falta de resolución puesto que implica la elección de un valor que llega a cumplir el deseo.

La pasión en Simonopio es erótica en tanto que supone ejercicios de libertad para él y sus compañeros. Lo que Simonopio encontró al final del vuelo de las abejas fueron azahares que el chico llevó a su padrino Francisco quien, a su vez, se convenció de renovar su productividad agrícola con las naranjas. El fin de la pasión del protagonista se tradujo en el vuelco productivo de Linares que, desde entonces, ha sido conocida como región citrícola.

La pasión en Simonopio es erótica, en tanto excitación de la vida para su despliegue pleno. La erótica compone la pasión benéfica del protagonista en distintos niveles: para él mismo, el constante ejercicio de seguir a sus abejas fue una continua conquista de miedos (Segovia 206), pues “antes de emprender el viaje por primera vez, supo de antemano que no lo lograría de inmediato, que le tomaría tiempo llegar y le exigiría esfuerzo” (207); para su padrino Francisco significó un súbito contagio de energía y vitalidad hasta la creación, pues él haría lo que ningún linarense de la época, esto es, “comprar árboles de naranjo” (254) para cultivarlos y suplir la caña, el maíz y el trigo en sus propiedades; para los linarenses, la pasión de Simonopio fue convicción de las bondades que tenía cultivar naranjos y dejar muy arraigadas costumbres (257).

La pasión en Simonopio es benéfica, en tanto su mediación simbólica permite optar y no solo reaccionar. A primera vista, la pasión por descubrir el sitio al que llegan sus abejas y, en última instancia de su mediación simbólica, descifrar el secreto que desean comunicarle, es opción y no necesidad, en tanto que el protagonista opta por esperar la siguiente primavera cuando las abejas evitan los fríos del invierno. De otra manera, si la pasión fuera en Simonopio necesidad, la espera de meses sería insoportable.

La pasión es benéfica en Simonopio, en tanto que evita la falta de resolución, implica la elección de un valor: cuando encuentra el secreto de sus abejas, lo comparte con su padrino Francisco y los linarenses. Si bien no sabía las consecuencias del descubrimiento, su pasión alcanzó la elección de un valor que benefició a la comunidad.

Quedaron todavía algunos [linarenses] que habían batallado para cambiar, ya fuera por escasez de fondos para invertir o porque estaban negados a cultivar árboles frutales, cual señoras en su jardín. Al final hasta los más reacios se convencieron, porque recientemente habían incluido una excepción a la reforma agraria publicada en la Constitución: toda tierra plantada con árboles frutales quedaba exenta de cualquier expropiación. (Segovia 257)

Francisco Morales quedó satisfecho por dos razones: por “llevarle ventaja a cualquier plan del gobierno por quitarle lo suyo” (Segovia 257) y por ayudar a que los linarenses y demás habitantes de la región se libraran de ser desposeídos por esa ley (257).

Erótica, opcional y resolutiva, la pasión de Simonopio es benéfica. Inyecta vitalidad y despliega la libertad, permite elegir y no ofuscarse en una única vía, y logra la actividad que no niega las notas anteriores, así la pasión es una aliada para la felicidad, el sosiego de Simonopio.

En suma, el discurso de El murmullo de las abejas pone en discusión conceptos como el ocio y la pasión. La novela de Sofía Segovia fisura aquellas promesas de la modernidad. Alcanza a separar el ocio de la pereza que, en las últimas décadas, han venido a considerarse, si no como sinónimos, sí como términos muy próximos; en un tono similar, la pasión es alejada de la irracionalidad, en tanto que es posible interpretar, desde la novela, que la pasión presupone un juicio por el que el sujeto se posiciona en el mundo. Asimismo, su narrativa, resignifica el trabajo en el norte mexicano, al reivindicar significados antiguos y medievales para el ocio y la pasión: para la narrativa de Segovia, el trabajo por el trabajo mismo es despreciable, próximo al concepto de pereza, aunque sea paradójico para la contemporaneidad. La pasión por el trabajo no es en esta narrativa un asunto de irracionalidad o desbocamiento, sino, por el contrario, es una consecuencia deseada a posteriori de una elección racional del sujeto respecto de su entorno.

En la novela El murmullo de las abejas de Sofía Segovia está implícito un discurso que instala nuevas significaciones para una región que, aunque trabajadora, es perezosa. No podríamos responsabilizar a un texto como este de modificar todas las conductas de quienes lo leen; lo que sí podemos afirmar es que su discurso alcanza a poner en discusión, fisurar y resignificar conceptos de ocio y pasión tan tradicionales que, tal vez en próximos tiempos, puedan quedar obsoletos.

Referencias

Aguirre Sala, Jorge F. Hermenéutica ética de la pasión. Salamanca: Sígueme, 2005.

Guzmán, Nora. Todos los caminos conducen al norte. La narrativa de Ricardo Elizondo Elizondo y Eduardo Antonio Parra. México: Fondo Editorial de Nuevo León, 2009.

Palacios Hernández, Lylia. “De la cultura de trabajo a la cultura de la competitividad”. Nuevo León en el siglo XX. Apertura y globalización: de la crisis de 1982 al fin de siglo. Coordinado por Víctor López Villafañe. México: Fondo Editorial de Nuevo León, 2007, pp. 165-96.

Pieper, Josef. El ocio y la vida intelectual. Traducido por Alberto Pérez Masegosa, y otros. España: Rialp, 2003.

Rodó, José Enrique. “Trabajo y ahorro”. Publicación de la Sociedad Cooperativa Cuauhtémoc, n.º 299, 1929, s/p.

Segovia, Sofía. El murmullo de las abejas. México: Lumen, 2015.

Villoro, Luis. De la libertad a la comunidad. México: Ariel, 2001.

Volek, Emil. “El realismo mágico entre la modernidad y la postmodernidad”. Revista Cultura De Guatemala, vol. 1, enero-abril 2000, pp. 137-52.

Zebadúa Serra, María. “El agrarismo en Nuevo León”. Nuevo León en el siglo XX. La transición al mundo moderno. Del reyismo a la reconstrucción (1885-1939). Coordinado por César Morado Macías. México: Fondo Editorial de Nuevo León, 2007, pp. 143-82.

Notas

1 Linares es uno de los municipios del estado de Nuevo León, que se encuentra a 130 kilómetros de distancia de la capital estatal Monterrey.
2 Josef Pieper (Westfalia, 1904-1997) fue catedrático de antropología filosófica en la Universidad de Münster, Alemania. Entre sus obras se cuenta Tratado sobre la astucia (1949), Sobre la justicia (1954) y Muerte e inmortalidad (1968).
3 En Nuevo León, la reforma agraria posrevolucionaria provocó un movimiento agrario “en el que la fuerza campesina y la de los terratenientes se enfrentaron en el marco de las cambiantes políticas institucionales” (Zebadúa 145) hasta la violencia física.
4 Pieper afirma “que en las mismas cosas que manejamos todos los días se hace perceptible una faz más profunda de lo real […]; que a la mirada dirigida a las cosas que nos encontramos en la experiencia diaria le sale al paso lo no habitual, lo que no es absoluto obvio y evidente de esas cosas. Es justamente a esto a lo que está coordinado el acontecimiento íntimo en el que se ha situado desde siempre el comienzo del filosofar: el asombro” (Pieper 126-7).
5 Al respecto, Jorge Aguirre profundiza al decir que “la fuerza de este yo es inmensa porque conjunta el juicio intelectivo de la deliberación con la fuerza de la experiencia/asociación y de la inclinación propia del sujeto pasional. La pasión no fabrica arbitrariamente sus razones, se poseen y experimentan ligadas a sus evidencias de placer. Este vínculo detona o cancela muchas fuentes de conocimiento, y por lo mismo de canales de comunicación, persuasión y justificación de las pasiones [...]. El placer se ubica dentro de los límites de nuestra pasión y marca a esta de tal suerte que ahí en adelante se juzgará en referencia al marco de satisfacción original” (Aguirre 97-8).
6 Para profundizar e ilustrar esta pasión benéfica, Aguirre señala que “del hacer-poder al poder-hacer hay el mismo tránsito del pedagogo a sus discípulos: hace que quieran para lograr que los discípulos quieran hacer. Por tanto, hace que puedan y que hagan” (123).
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