Artículos

El teatro del Leviatán. Derrida y la ontoteología política de Hobbes

Leviathan theater. Derrida and Thomas Hobbes political ontotheology

René Baeza
Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación, Chile

El teatro del Leviatán. Derrida y la ontoteología política de Hobbes

Revista de Humanidades, núm. 39, pp. 273-298, 2019

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 04 Diciembre 2017

Aprobación: 15 Junio 2018

Resumen: El artículo propone una lectura acotada de la segunda sesión de La bestia y el soberano 1, insiste en la puesta en escena de un pasaje del Leviatán que teatraliza la mēkhanḗ entre religión y política. En este contexto, el ensayo realiza, por una parte, una serie de asociaciones sobre la deconstrucción del estatuto ontoteológico-político del Estado moderno. Por otra, revisa algunos de los conceptos implicados (representación, imaginación y teatro) que anticipan esta interpretación tardía de la obra de Hobbes.

Palabras clave: pasión, tono, teatro, representación.

Abstract: The article proposes a limited reading of the second session of The Beast and the Sovereign 1. It intends to insist on the staging of a passage of Leviathan that theatralizes the mēkhanḗ between religion and politics. In this context, the essay, on the one hand, performs a series of associations on the deconstruction of the ontotheological-political status of the modern state. On the other hand, reviews some of the concepts involved (representation, imagination and theater) that anticipate this interpretation late work of Hobbes.

Keywords: Pasion, Tone, Theater, Representation.

Mentira, máscara, disimulación: eso da el simulacro. Da también vértigo: es por amistad por lo que el sabio, sabio en eso, se disfraza de loco, por amistad también por lo que disfraza su amistad en enemistad […] Su fingimiento (sich stellen) consiste en la diferencia como de lo caliente y lo frío […], entre la cólera exaltada y la lucidez glacial […]

Jacques Derrida

1. Introducción

La imposibilidad de cifrar la tensión discursiva (lo advierte Derrida varias veces)[1], no fue impedimento para asignar importancia al análisis de la síntesis tonal. Si el pathos aloja movimientos del discurso cruciales (Derrida, Políticas 114), será la resistencia a la diferencia de tono la que motive la interpretación de la patética. Esta exige la lectura de la piedad –pasión, compasión e identificación con la voz del alter– que despierta la fuerza imaginativa (Derrida, De la gramatología 233). En este poder que desvela la imaginación, parece jugarse la solución, una determinada disolución del limes estrictamente teórico. En ella se complica la defunción del rigor filosófico (Derrida, Sobre 18). Excedida más allá de la totalidad hacia el sentido del ser o la nihilización del sentido (Derrida, La escritura 79-80), la rareza emotiva implica, de esta doble manera, un cierto deceso del logos. No es extraño que la muerte de la lexis en general, necesite practicarse más que declararse. Requiere menos ser formulada que ser ejecutada. Si la ejecución encarna la tonalidad en la puesta en teatro, quisiéramos asistir en adelante a una escena de montaje. Se trata de la mēkhanḗ entre teología y política que La bestia y el soberano (2001-2002) bosqueja sobre un pasaje del Leviatán (Derrida 2010).

2. Teología y antropología: la objeción y la respuesta

El duelo entre teología y política es descrito, en primer lugar (tomamos en cuenta este movimiento no accidental), como si en el fragor de la contienda patética estuviera ausente la religión. Esta ausencia de la dimensión religiosa, que se complejiza en adelante, corresponde a la exclusión que el Leviatán realiza no solo de Dios, sino también de la bestia, de Dios como bestialidad, y la soberanía divina no menos que del reino del animal. Más tarde aludiremos a esta última exclusión, señalada a la par de la primera. Podemos indicar que si el terror extremo ocupa el debate en que el animal parece estar ausente, las cosas no cambian una vez incorporada la trascendencia de la altura: el temblor de lo divino. Si, por un lado, puede decirse que el temple pavoroso es en Hobbes la pasión política por excelencia –no solo padecida por los hombres del llamado estado de naturaleza; pasión que da origen a la ley y luego al deseo de su revocación en el extremo, en la forma de terrorismo–, habría que agregar, por otro lado, que el pánico no es menos, como clamor de Dios, el pathos propio de la religión y la teología.

El temor sería el pathos, en efecto, de los que pretenden erigir la ley y defenderla, y los que intentan acusarla y derrocarla. Pero de haber diferencia entre estos dos frentes y los cuatro grandes bloques que se conforman una vez hecha esta división (Derrida, De la Gramatología 168), para la pasión terrorífica no hay adversidad en términos de contradicción. Para esta inflexión del humor, tal vez no hay una resistencia que simplemente la contradiga. Esta no confrontación ha sido observada en los enunciados comedidos (measured statements) de Hobbes, en sus proposiciones más o menos prudentes, –más y menos– discretas sobre el miedo (measured into more and less, more or less) (Derrida, La bestia 64)[2]. La circunspección hobbesiana, esta suerte de Φρόνησις mantenida en este punto por el autor del Leviatán, se inscribiría en los pliegues de un aparente teatro barroco. Aparece injertada en el telón de fondo de una situación babélica (Derrida, Habitantes 478). Será introducida por la confusión entre dos civitas. Tiene su inserción –lo indicamos– entre estos dos aparentes tours (torres/giros) de la política, se complica en el giro entre la torre divina y la torre humana.

Se advierte en Hobbes y, en no menor medida, en Bodino que una apelación a la humanidad se complica si se pretende desligar la soberanía política de la soberanía teológica. Hay un punto delicado al hacer la apología de la obediencia a la convención, pero al mismo tiempo al recurrir a la imagen naturalista como modelo del Estado. Pues Hobbes propone la sumisión incondicional al régimen institucional, acordada por el contrato humano, pero no deja de subrayar que el monstruo estatal “imita el arte natural de Dios” (71). En la introducción del Leviatán, Hobbes asume el préstamo teológico regulado por el paradigma natural, por un lado, habría aludido en las palabras de apertura al empréstito de una naturaleza que, sin embargo recusa, por otro, al establecer una relación de dependencia que supedita el convenio divino al contrato humano. De aquí la complejidad de desprender el nomos político de la physis prepolítica (Derrida, La bestia 82)[3]. De ahí la complicación de secularizar, laicizar e, incluso, poner en la vía de la economía y el mercado la denominada política moderna[4].

A pesar de que en las “primeras páginas” de Leviatán se marca la transacción entre el arte de Dios y la arquitectónica humana, al advertir la complicación Derrida señala que Hobbes rechaza, con todo, la objeción que sostiene la posibilidad de un convenio –por encima– del convenio:

Y a lo largo de la exposición de todo lo que implica esa obediencia incondicional a la convención […] es cuando Hobbes se encuentra con la objeción, que rechaza [Hobbes encounters and rejects the objection, cursiva nuestra], según la cual se puede situar una convención o un compromiso por encima [above, cursiva nuestra] de aquel que instaura al Estado. Por ejemplo, un compromiso para con Dios […]. Como imaginan, este punto es delicado [this point is a delicate, cursiva nuestra] para aquellos que, como es mi caso, hablan con frecuencia de una estructura onto-teológico-política de la soberanía (por deconstruir). Pues la respuesta de Hobbes (al igual, por lo demás, que la de Bodino) parece, digo bien parece [seems, cursiva de Derrida] que quiere desligar la soberanía estatal, así denominada moderna, establecida por convención o institución, de la soberanía divina. Pero el asunto se complica [But things get complicated, cursiva nuestra] en Bodino lo mismo que en Hobbes […]; en cualquier caso, en Hobbes […], se complica [it gets complicated, cursiva nuestra] por el hecho de que esa humanidad, esa esencia antropológica de la protestatalidad [prosthstatic] se hace, desde las primeras páginas del Leviatán, según el modelo divino. El hombre artificial, como dice Hobbes, el alma artificial, el animal artificial […] que es el Leviatán imita el arte natural de Dios. (Derrida, La bestia 71; Hobbes 170)[5]

Al atender a la objeción, tomar atención a la respuesta de la réplica, Derrida no deja de recordar la identificación mimética. Repara en la mímesis que pena sobre el Leviatán. Toma nota de una determinada imantación que seguiría acosando a la constitución política del Estado. A pesar de que el contrato político, que apunta hacia la emancipación del paradigma teológico, parezca rubricarse con una signatura civil, firmarse en los términos seculares exigidos por la convención de la ley: el supuesto compromiso incondicional con la antropología moderna. Destacar la mimética, según la cual retorna la referencia al arte natural, esboza una determinada equivalencia. Diseña una simetría paradójica que aún existe entre el constructum humano y la Opera de Dios; el Leviatán artificial y la creación natural no solo se parecen. Entre estas dos especies de obra quizás haya todavía un cierto tipo de parentesco. Una suerte de fisonomía, una especie de genealogía, señalaría la deuda del préstamo de modelo.

El parentesco que sería preciso establecer para reunificar lo político, supone la hermandad entre estas dos paternidades. Una fraternidad entre el padre antiguo y el hijo moderno. Los dos alegan, al momento de constituir el poder, el privilegio a la absolución soberana. Ambos se disputan el privilegio a la sucesión (cfr. Derrida, Políticas 253-98). Acerca del interés puesto en la primogenitura del derecho a la soberanía, el monarca divino y el monarca humano correrían a parejas. Harían una extraña paridad que, de inmediato puesta en jerarquía, subordina la política humana a la teología divina. La relega con un suplemento parental. Solo así, cabe decir, que la complicación aludida en la cita, se torna un complejo[6]. Y un complejo del complejo, si este espectáculo teatral en el Leviatán, es la representación de una tragedia edípica. La mēkhanḗ entre política y teología implica este doble acto dramatúrgico.

Si la semejanza de modelo mantiene el legado sujeto de un hilo genealógico, a través del que fluye el linaje familiar, otro hilo de la sucesión hereditaria complica la ascendencia pura de la estirpe. En cualquier caso, imitativamente el parentesco teológico parece restituirse en la cognación de la humanitas. Retornar en un humanismo que deniega la naturaleza; pero que no puede sino emular la construcción y la deconstrucción de la arquitectónica del Estado. Al responder a la objeción con esta forma de rechazo, en el contexto que analoga el complicado ajuste entre lo natural y lo artificial, Hobbes lejos de permanecer en el balcón del teórico filosófico, toma partido. En este parti pris, el Leviatán se entrega a un pathos que implicaría el humor desatado. Se prestaría a un deshilván en cadena de la pasión, cuyo tinte patético no sería el simple opuesto del Estado de razón, de la Razón de estado.

Aunque no se hable expresamente de imitación, no se diga de modo literal que al rechazar la objeción Hobbes pudiera estar remedando al adversario, hay que presuponer la mímesis en la puesta a la defensiva. La objeción y la respuesta serían hermanables en la rara similitud que cobra la repulsa. El discurso filosófico parece imantado, emulando el de los teólogos que recusa, en el instante en que –con el propósito de que la objeción gravite a la arena política, descienda al suelo antropológico de la historia– la respuesta sugiere la fuerza convulsa de la negación, de la denegación más o menos, más y menos automática. La artería de la mēkhanḗ (μηχανή), de la máquina de guerra, astucia y teatro (Derrida, Papel 31) es sugerida en el desborde del Leviatán.

A través del análisis de los tropos del fragmento indicado, se insinuará la complejidad del lazo entre los tours de la retórica y los giros o las torres de la política real. El double bind entre el sistema tropológico y la llamada Realpolitik. Los modismos discursivos no habrán dejado de tramar una cadena con la historia efectiva. La escena de la filosofía política no se habrá agotado en su sentido histórico-jurídico, sino que parece incorporar, de esta manera, el drama de un excedente de actuación. Sucede entonces como si el teatro de guerra entre religión y humanismo, adoptara un doble sesgo de la representación. Como si invocara dos direcciones miméticas. En el contexto del doblez de la mimesis, la salida de cabales que parodia la exaltación hobbesiana simularía la rotura de goznes de un siglo de luchas revolucionarias, de guerras de confesión. Este simulacro de desquicio se monta en el mismo escenario sobre el que, diez años antes, acerca del teatro de Shakespeare, parecía instalarse la tramoya de la locura del mundo, el fuera de razón (out of joint) de toda la era barroca (Derrida, Espectros 91; Schmitt, Hamlet 53)[7].

El tono será puesto en tablas en torno a la condena que Hobbes haría de todos los que pretenden ver un convenio, un Covenant, por sobre las leyes. Al enfatizar la objeción que Hobbes recuerda en el capítulo XVIII del Leviatán, se pondrá acento dramático en la respuesta con la que el enérgico pathos hobbesiano intentaría contener el levantamiento de la legalidad. El peligro que Hobbes ve en la refutación de la soberanía humana, no espera el rechazo elocuente. El automatismo del veto se opone, de esta manera, a la transgresión de la ley: la virulencia extrema, la vehemencia exagerada, dejaría traslucir el desborde pasional. Al tonalizar el exabrupto que expresa el bloqueo furioso del convenio con Dios, la denegación instala una cierta caja de resonancia:

[…] en el momento en que recuerda [recalls, cursiva nuestra] en resumidas cuentas que algunos plantean una ley por encima [above, cursiva nuestra] de las leyes, una justicia por encima [above, cursiva nuestra] del derecho y un soberano por encima [above, cursiva nuestra] del soberano, es cuando Hobbes responde ‘no’ con energía [Hobbes energetically replies: No, cursiva nuestra, comillas de Derrida]: tan ‘injusto’ […] es pretender eso como desobedecer al soberano. Pues [para Hobbes] no existe convención, Covenant, con Dios. (Derrida, La bestia 75)

Dejaremos en suspenso la continuación de la cita y la retomaremos en la segunda parte cuando tratemos el problema del cuerpo del soberano en el que Hobbes propone la unión de ambos convenios en disputa, cuando se hará un simulacro de incorporación de los dos tipos de contrato. Realizaremos solo una breve digresión sobre el recurso fraseológico que da el golpe de compás teatral. La expresión es curiosa, ya que no está en los fragmentos inmediatos del capítulo XVIII. Al invertir la literalidad del discurso de Hobbes (quien dice: under God, para aludir al lugar del estatuto que ocupa el soberano político), Derrida insiste en una fórmula compulsiva, en una obsesión recurrente que marca la aspiración a la altura sublime: por encima de las leyes, por encima del derecho, por encima del soberano. La persistencia de esta expresión tipificada, que no solo se repite aquí, pretende remedar el discurso hobbesiano, reiterar el uso del modismo que el filósofo político emplea en otros capítulos del libro (Hobbes 305)[8]. Parece recitar la intención de trascender la ley que diversos pensadores de la tradición, a diferencia de Hobbes, han imaginado por sobre la legalidad jurídica (Derrida, Políticas 208-9).

En La faculté de juger (1985), el sintagma típico había sido evocado al analizar la ascensión que Freud presupone en su teoría de la moral. La moralidad, para el psicoanalista, no habría tenido evolución antes de que el hombre se desligara de las zonas bajas, con antelación a que se hubiese erguido por encima (au-dessus) de los órganos genitales (Derrida, La faculté 120). Lo propio en Glas (1974). En dos ocasiones que cabe citar: en primer lugar, en relación con la jerarquía aristocrática. De la aristocracia se hacía notar –en una paráfrasis del sistema de la eticidad de la Fenomenología del espíritu– que la jerarquía es ostensible debido a que la élite afronta la muerte y se eleva arrojada a la finitud de la existencia, por encima (au-dessus) de las necesidades. Segundo, en la fermentación que la Aufhebung consuma en la naturaleza y la religión natural, aquí se menciona el fervor por el cual la religión se interioriza a sí misma de manera espiritual; se levanta, como una suerte de gas o una especie de efluvio, y se mantiene en suspenso sublime por encima (au-dessus) de la fermentación natural (Derrida, Glas 118, 263, columna izquierda). La lucha entre las dos patéticas pueda analogarse al relevo del fervor que implica la fermentación no solo de la teología, sino además –como veremos– de la propia antropología, del denominado humanismo moderno.

Thomas Hobbes rechaza con energía el conato de elevación que amenaza encumbrarse más allá del derecho político. Este amago de ascenso es un alzamiento insurrecto, no representa sino un levantamiento subversivo –para usar la expresión con que Políticas de la amistad traduce la stásis (soulevement) platónica– (131-57). Resquicio que apela a la altura, coartada que recurre a un resorte aspiracional con objeto de hacer bypass al Estado, el alzamiento incuba la posibilidad de la guerra civil. Mantiene la eventualidad de la revolución. Con este salto de fervor se recusa el realce anagógico que propicia la sublevación colosal. La erección desorbitada –fuera de órbita ya que carece de política vinculante– daría lugar a la anarquía. La teología naturalista (la torre divina) se yergue, de manera soberbia, sobre la política convencionalista (la torre antropológica). La pretendida inflación altanera provocaría el vértigo: explicaría la respuesta negativa de Hobbes. Justificaría que replicara con fuerza a la objeción contra la política humana. Y que hubiese prescrito, con la intención de amparar a la sociedad, que no hay soberano por encima del soberano.

La negación destacada recientemente parece sometida (igual que au-dessus del que hemos advertido múltiples resonancias) a una suerte de citación. Se emplea como si fuera una especie de recitación paródica que no solo involucra la negación hobbesiana. La cita quizás provenga –entre otras varias vertientes que aquí no intentamos agotar– de Defender la sociedad, en este curso de 1976 que en rigor se titula Il faut défendre la société, Foucault ya había dicho que “en el fondo (Au fond), el discurso de Hobbes implica cierto ‘no’ a la guerra (c’est un certain ‘non’ à la guerre, cursiva nuestra, comillas de Foucault sobre la negación)” (Foucault, Defender 93-4). ). Entonces ya se situaba en el marco de un teatro bélico, los actos del filósofo político. Se trataba el problema de la soberanía, su puesta en obra en el nuevo escenario de la guerra de razas. Luego indicaremos a pie de página en qué medida se implica la instancia del pathos. Prosigamos por el momento con la violencia patética, con el mal humor[9] que se escucha en un pasaje fecundo, complejo y abisal del Leviatán:

Visiblemente, Hobbes está muy enfadado, muy agresivo [very angry, very aggressive, cursiva nuestra], carece de palabras lo suficientemente duras para aquellos que se tornan a sus ojos culpables de viles mentiras [aquí las que pretenden que hay un convenio ‘por encima’ del convenio, RB]; son unos mentirosos que saben que mienten, seres injustos, cobardes, viles y villanos […] hay que imaginar [we have to imagine, cursiva nuestra] que, para estar efectiva y afectivamente tan motivado, tan violento, tan apasionado, para ensañarse tanto, Hobbes debía tener en mente riesgos cercanos a él, incluso enemigos en la política de su país, allí donde él fue sujeto y actor [subject and actor, cursiva nuestra]. (Derrida, La bestia 76)

Retomaremos después este rol de actor que Hobbes adopta contra los enemigos políticos de su época. Volveremos, además, a esta necesidad de imaginar la relación entre la violencia hobbesiana y los peligros próximos en la escena inglesa donde tuvo un rol de sujeto actoral. Recalcaremos aquí, solo dos puntos importantes. Los dos se relacionan con la analogía:

1. El montaje de los anatemas lapidarios que teatraliza el rechazo. En estos pretendidos dicterios, en esta tramoya de insultos, se basa la interpretación del humor. Derrida tiene interés en dar forma histriónica a las invectivas por las cuales el actor parece salirse de tono. No bien que representar, sobreactuar, simular, o parodiar el acento tonal. A partir de tales diatribas hablará poco después, no sin considerar la posible artificialidad del gesto, de la “ira de Hobbes” (Hobbes’s anger). Ya que en la tragedia griega de Sófocles, la inglesa de Shakespeare, la francesa de Corneille y de Racine (Foucault, Defender 164-5)[10], el sujeto de la ira es el monarca, la cólera hobbesiana aludiría al desborde pasional del príncipe. Aunque no se afirme explícitamente, sucede como si esta pasión clásicamente atribuida al soberano, en cuanto derecho capital, fuese transferible vía mimesis a Hobbes. La bestia y el soberano reemplaza el papel del monarca por el filósofo político. Asimismo, la ira de Hobbes es paralela a la ira divina. Haría las veces de la cólera de Dios, como veremos más tarde, si el lugar estatutario del príncipe no suplanta, a fin de cuentas, sino el topos del monarca divino.

2. La bestia y el soberano no se abstiene de realizar una injunción precavida entre los tropos del Leviatán y los sucesos históricos de la época de Hobbes topicalizados en los modismos retóricos, tampoco retrocede a la hora de señalar la similitud con acontecimientos contemporáneos, en particular con el acto terrorista contra las Twin Towers. Insinuamos la analogía que, a propósito de los giros de la retórica, hay entre las Torres Gemelas y los tours del barroco, entre el derrumbe del World Trade Center, y la ruina de la teología y la política. Esta suerte de equivalencia es prevista entre los refutadores de Hobbes y los que en la actualidad serían reticentes, resistentes al convenio humano, quienes intentando sobrepasarlo hacia la naturaleza, tienen interés en despolitizar, desjuridizar, desconstitucionalizar o desestatalizar el contrato.

Poco después del pasaje que hemos citado, Derrida seguirá hablando en parte por la boca de Hobbes, y proyectará la escena del Leviatán al tiempo actual:

Esos cobardes injustos, esos mentirosos son culpables [para Hobbes] de situar una ley por encima [above, cursiva nuestra] de la leyes, de sentirse autorizados a desobedecer al derecho y a la ley política en nombre de una ley trascendente […]. Son ciudadanos desobedientes, y eso puede llegar hasta la traición […]. Hoy en día serían objetores de conciencia, partidarios de la desobediencia civil […] que sitúan una ley por encima [above, cursiva nuestra] de las leyes o de la Constitución de su país […] hoy [today, cursiva nuestra], de una forma por lo menos análoga [at least analogous, cursiva de Derrida] serían gentes que sitúan los derechos del hombre por encima de los derechos del ciudadano, o de lo político de un Estado nación [above the rights of the citizen or nation-state politics, cursiva nuestra]. Son, en resumidas cuentas, agentes de la despolitización […], que amenazan lo político fundado en el territorio, el Estado nación, la figura del Estado-nación de la soberanía. (Derrida, La bestia 77)[11]

Derrida hace eco de una requisitoria parecida, cuando resumía las objeciones dirigidas contra el misterio profesado por los movimientos teológicos negativos y, a la par, los distintos tipos de deconstruccionismo (Derrida, La escritura 9)[12]. Lo que Hobbes parece tildar de mentira, de injusticia despolitizadora cuya desafección humana es contraria al régimen del Estado nacional, implica la presunción de un secreto por el cual se pretende convenir con Dios a espaldas del monarca; contratar a tergo con la divinidad por sobre los hombros del soberano político. No olvidemos que incluso el milagro en Hobbes debe pasar por la inspección del soberano humano. La gracia de su acontecimiento necesita la autorización legal, una autentificación jurídica si aspira a recibir crédito público (Hobbes 362-9). Saltar el vínculo del derecho, en lo que atañe a la salud del Leviatán, es un síntoma de oscurantismo, ostentar un separatismo terrorista que merece el enforcement de la ley. Si el secreto no se resigna solo a una relación de facción que lo relegue a la trastienda de la religión y de la moral, debería romper su hermetismo. Se exige desnudar la cripta si desea regir como moneda común. Se incita al intercambio universal, si se pretende extender el ejercicio del poder. Es necesario que desencripte el sello que resguarda el dominio: aun cuando la externalización lo debilite y su fragilidad parezca proporcional a la expansión de su imperio.

Este es el riesgo del traspaso del convenio y los peligros de la traducción del poder. Tornando el secreto hacia la exterioridad de la escena pública, remitiendo la cripta teológico-religiosa al afuera antropológico, la teoría política moderna de Hobbes reacciona contra un enigma que todavía se ampara en la esfera natural. Hobbes, exigiendo la externalización del secretum, apela al modelo “orgánico”. Ese paradigma organicista retornaría en la actualidad, de una forma al menos análoga, en los objetores de conciencia y en los partidarios de la desobediencia civil. Pero no menos (Derrida no los menciona) en los ecologistas, los ambientalistas, Greenpeace y en cualquiera que, perteneciendo a un Estado nación, se crea ligado al territorio por vínculos naturales y no por las leyes civiles. El Estado que rechazara a los partidarios del naturalismo, que les negara con rigor esta relación con la heredad de la tierra, sería más o menos aún –por democrático o seudodemocrático–, un constructo estatal de estilo hobbesiano. Hobbes inaugura, o en cualquier caso formaliza, la dimensión telúrica de lo político. Esta dimensión territorial se hace carne, e incluso, se encarniza en el cuerpo del soberano.

3. La ira de Hobbes: el cuerpo, la máscara, el escudo

Viejo roué ladino, concibe la vida histórica de los pueblos y los grandes actos de gobierno y de Estado como una comedia […], como una mascarada, en que los grandes disfraces y las frases y gestos no son más que la careta.

Karl Marx

¿En qué “terreno” se sitúa Hobbes? ¿Cuál es el tinglado de la interpretación teatral del tono? ¿En qué topos se asienta de acuerdo con la lectura pasional de la retórica? Parece ser el lugar de la contradicción performativa, un tablado de doble postulación simultánea (Sartre, Qué es 96-7; Sartre, La República 180-1)[13]. Según la firma del desquicio patético, Hobbes no refutaría sino la propia rúbrica suscrita. Entre temple y temple, una y otra signaturas, da pábulo a un estado de ánimo doble (Derrida Estados)[14]. Pone en obra dos animaciones o motivaciones, hay un teatro de dos orientaciones o direcciones de la patética. Este desfonde retórico invoca y revoca el contrato, estampa dos veces el compromiso hobbesiano. La trópica de Hobbes, que Derrida complica todavía más, propone –apremiada por la exigencia de dar cabida a las dos formas de mandato–, una solución de continuidad para lo que parece ser, a primera vista, un choque entre postulados incompatibles: abogar por el cuerpo del monarca como un lugar de la mediación. Este coeficiente de afinidad marca y demarca la separación, traza y borra el límite de la frontera de los convenios, entre órdenes diversos. Por un lado, aleja la proximidad; por otro, concede la distancia del resorte de un cuerpo mediático.

Esta es la continuación de la cita cortada en la primera parte, trata del pasaje en el que Derrida dice que Hobbes otorga a los refutadores de lo político la posibilidad de un Covenant mediato. Retomemos el pasaje donde lo habíamos dejado:

Hobbes responde entonces no con energía: tan injusto […] es pretender eso como desobedecer al soberano. Pues no existe convención, Covenant, con Dios. Dado que resulta difícil decirlo y hacer que se acepte de esa manera [que no hay, desde un punto de vista político, un convenio directo con Dios, RB], Hobbes tiene que complicar un poco las cosas [has to complicate things, cursiva nuestra] distinguiendo lo mediato y lo inmediato. Precisa, a fin de cuentas, que no hay Covenant inmediato con Dios más que por la mediación de un cuerpo o de alguien [some body] que representa a Dios […], lo cual no hace nadie salvo el lugarteniente de Dios [Gods Lieutenant] […], el cual detenta la soberanía por debajo de Dios [under God, cursiva nuestra]. “Pero –añade [Hobbes]– esa pretensión de una convención es una mentira tan evidente, incluso en las conciencias mismas de los que lo pretenden, que no solo es un acto injusto sino el hecho de una disposición ruin y cobarde […]”. (Derrida, La bestia 75)

El último fragmento del Leviatán, ha sido tomado por motivo retórico para la interpretación de la ira. Hobbes, con este argumentum ad hominem[15], desenmascara el reducto más íntimo donde se aloja la táctica de los objetores teológicos: la interioridad subjetiva. En este retiro interior del secreto es evidente la mentira, la felonía, el engaño de la pretensión del covenant directo. Aunque Derrida no precisa la dicotomía que Hobbes pone en el Leviatán entre la reserva interna, la creencia (fides), y la declaración externa, la confesión (confessio), esta distinción es aludida cuando se analoga la táctica de los refutadores del contrato social de los tiempos hobbesianos con los objetores de conciencia contemporáneos. Esta diferencia es propuesta por Hobbes, pero a condición de que la fe religiosa se mantenga replegada del espacio público (Schmitt, El leviatán 55).

Para efectos de una validación política de la instancia teológico-religiosa, como en el caso del milagro del que hemos hecho mención, la autorización queda sujeta nuevamente a los dictados corporales del soberano, remitida a la arbitrariedad pulsional de su cuerpo. La estrategia hobbesiana intimida a quienes hacen una objeción teológica, trata de amedrentarlos haciendo que en ellos surja la conciencia de culpa. Pero si desenmascara la conciencia creyente en su estado de rebelión, cuando se muestra remisa a obedecer la ley política, no parece hacer, por su parte, sino la performance de un nuevo enmascaramiento: la mediación de una superficie de contacto, de una interfaz en la que se encarna, como lugarteniente de Dios, el cuerpo soberano. Esta mascarada de la encarnación de Dios en el cuerpo del monarca, que da lugar al teatro de la ontoteología-política, no está alejada de la compresión que Hobbes tiene del príncipe como persona y actor. Este carácter de sujeto actoral aparece doblemente: como suposición de la diferencia o pretensión de la indiferencia. ¿De qué forma el médium puede ser diferente e indiferente? ¿No precisa pasar –por encima– de la diferencia, al menos si se trata de una representación, para acceder a la indiferencia de la universalidad de la ley? ¿El cuerpo del soberano no abre el espacio público de lo político sino a condición de encriptarse como lugar medial? ¿No queda el cuerpo interdicto por el Noli me tangere que prohíbe aproximarse y tocarlo? (Derrida, El tocar 105-8).

Sobre el estatus del soberano –pero no menos del estatuto del propio Hobbes que lo suplanta–, la escritura funciona como un conflicto entre esas dos clases de concepciones tradicionales sobre la esencia del carácter del Estado y, se diría, entre esos dos estados del Estado, del soberano y la ley. Dos versiones del Leviatán, como monstruo y constructo artificial: por un lado, la interpretación de un animal frío, helado, neutral, indiferente; por otro, la interpretación de la bestia caliente, radioactiva, arbitraria, comprometida. Políticas de la amistad confrontaba antes dos versiones de un adagio: la del sabio moribundo y la del loco viviente. Las máscaras representan aquí la cólera exaltada y la “lucidez glacial” (Derrida, Políticas 78-9).

Sobre la estructuración mimética del Leviatán, el teatro parece montado en torno a la posibilidad e imposibilidad de nombrar el nombre de Dios y de conceptualizar lo político. Solo con una máscara sería posible nominar a la divinidad en un marco civil cuyo concepto prescribe y prohíbe, en última instancia, la mediación de lo inmediato. Si el lazo político supone relativizar el impacto de lo absoluto –condición del constructo– la conexión política finita requiere una visera. El cuerpo del monarca es el primer amparo para la filosofía política de Hobbes. Una suerte de habeas corpus previo a todo recurso de protección válido en adelante como derecho civil. A la inversa, lo político sería imposible si la posibilidad de Dios, la invocación de su nombre, fuese inmediata, si su pathos se desbordara, ipso facto, en la arena antropológica sin la respectiva careta. La deconstrucción gira en torno a si la ley jurídica, que constituye el socius, e inaugura su principio soberano con la exclusión incluyente de Dios, con la mediación de lo inmediato, puede poner un freno rotundo, un peralte radical, al prurito de la divinidad, a la catexis divina. Es crucial el topos de la lugartenencia que enmascara el deseo de absolución. Esta figura no solo ha llamado la atención de los comentaristas de Hobbes (Schmitt 82; Zarka 131), sino que Derrida mismo había aludido a ella a propósito de Freud; esta es la razón para tratar aquí la instancia mediática del cuerpo suponiendo el límite ilimitado del flujo del deseo (Derrida, De la gramatología 270). Ella soporta la posibilidad y la imposibilidad, y liga –aun cuando no pueda precisarse que la lógica de Hobbes pertenezca literalmente al cristianismo y al judaísmo– religión y política. Más allá de esta precisión, en cualquier caso, la soberanía humana quedaría supeditada en el Leviatán a la soberanía divina:

En cualquier caso [In any case, cursiva nuestra], esa lógica (de Hobbes), ya sea judía, literalmente cristiana o no, de la lugartenencia de Dios [lieu-tenance of God], del lugarteniente como soberano después de Dios, marca muy bien [clearly marks] que el lugar propio [proper place, cursiva de Derrida] del soberano, el topos apropiado de la topolítica [topolitics] de esa soberanía humana es en efecto el de una autoridad sujeta, sojuzgada, sometida y subyacente a la soberanía divina. Tanto si se trata de Moisés, de Cristo, del Rey monarca como rey cristiano o de una asamblea de hombres elegidos e instaurados como soberanos, su lugar siempre tiene u ocupa el lugar de Dios. El soberano (humano) tiene lugar como lugarteniente, hace las veces de él teniendo lugar, el lugar que ocupa el lugar del soberano absoluto que es Dios. El carácter absoluto del soberano humano, su requerida y declarada inmortalidad, sigue siendo de esencia divina [remains essentially divine], cualquiera que sea la sustitución, la representación o la lugar-tenencia [lieutenance, cursiva de Derrida] que lo instaura estatutariamente en ese sitio. (Derrida, La bestia 78-9)

En la teoría de la absolución soberana, el monarca humano ocupa el lugar de la divinidad (Derrida, Espectros 96)[16]. Usurpa este sitio, aun cuando con esta erección traicionera, no haga más que obedecer con la suplantación estatutaria a su propio dictado. Hobbes tiene en mente esta suplantación cuando nombra una serie de figuras, una secuela de metáforas, entre las cuales se encuentra no solo el representante, el mandatario y el vicario; sino además el abogado, el diputado y el procurador. Sin descontar al guardián, que hace las veces de lugarteniente (lieutenant place), de inspector de la cripta. En la escena topolítica, el monarca suplanta a Moisés y a Cristo e, incluso, toma el lugar del Espíritu Santo. Derrida lo nota sin decir abiertamente que el capítulo XVI del Leviatán, donde tales modelos son invocados, Hobbes hace un trato, en relación con las escenas judicial y teatral, de los conceptos de persona, de autor y de actor (Hobbes 132). Acerca de este doble escenario, de teatro y de juicio, es preciso interpretar los análisis sobre la dramaturgia del capítulo XVIII, y las breves alusiones sobre el rol de Hobbes, como actor político estatutario en las convulsiones y las turbulencias de su época (76).

Hobbes dice que una persona es un actor, el representante de un papel. Un comisionado que realiza la representación autoral en las tablas y los tribunales[17]. Pues una persona es un prosopon, un disfraz, un rostro disfrazado con una máscara –Mask– o antifaz –Visard– (132)[18]. Como persona el actor se enmascara. Avanza tras la visera, a rostro encubierto (Derrida, Políticas 185)[19]. En la actuación política, como en el acto teatral, la careta es lo que aparece primero. La máscara de la soberanía –el rostro de Dios– adopta de inmediato el calco mimético del rostro humano (Derrida, La bestia 77-8)[20]. Es un simulacro de representación de dos rostros, el que se habrá apostado en el caso del cuerpo del monarca. El añadido suplementario que porta el disfraz, aquí la interfaz del señuelo de la carne, es aún válido para la interpretación de ira.

4.

La aproximación a esta retórica de tono patético entrega una importancia temprana a la escena teatral. En el ensayo consagrado a Artaud, veinticinco años antes (La escritura y la diferencia), se aclaraba que el teatro artaudiano, en cuanto puesta en forma de la crueldad, expulsa a Dios de la escena. No se dice que Artaud anunciaba, después de tantos parricidios fallidos, la definitiva muerte de Dios, más bien se advertía que es la “práctica teatral de la crueldad la que, en su acto y en su estructura, habita o más bien produce un espacio no-teológico” (La escritura 322). Algo análogo era observado por la misma época sobre el parricidio de Parménides: si este pretendido ajuste de cuentas con el padre, Platón nunca pudo resolver sinceramente, habiéndolo diferido en un asesinato alucinatorio, la interrogación indagaba la posibilidad de que un no-griego pudiese concretar, in acto, lo que un heredero de Grecia tuvo indefinidamente que aplazar. ¿Era necesario hablar la lengua del padre para cometer el parricidio? ¿No era exigido disfrazarse de griego, fingir hablar la lengua paterna, para dar muerte al rey? (121).

Como no se trata en definitiva sino de matar una palabra, habría que ser capaz de disfrazar la tonalidad de la lexis, necesario plagiar la propia palabra que mata, enmascarar la misma vocación asesina. Es preciso simular –ya que el pathos puede ser fingido, maquillado y sintetizado (Derrida, Sobre un tono 20)[21]– el timbre de la Stimmung. Parodiar los dos ánimos miméticos, pretender ambos humores de la imitatio (La escritura 17). Impostar la baladronada capciosa que sugiere el complejo de la paracitación del parricidium.

El problema de la ficción, que complica la posibilidad del parricidio –lo mismo que dificulta el complejo sobre la decapitación del soberano teológico en términos edípicos–, está relacionada con la escena de guerra que Hobbes, según la parodia tonal, parece denegar, rechazar, recusar. De la gramatología (1967) había sostenido que “la hostilidad primitiva nace de una ilusión primitiva [L’hostilité primitive naît d’une illusion primitive]” (237). Surge de una especie de acto ficticio original. Es cierto que el análisis implica menos a Hobbes que a Rousseau, pero se bosqueja –paralelamente a la explicitación de la noción de imaginación rousseauniana– por qué el Ensayo sobre el origen de las lenguas está lejos de inscribirse en la escena natural donde se afirma la guerre de tous contre tous. Sobre la guerra del estado de naturaleza, acerca del belicismo natural, había que considerar el matiz (nuance) que hace el mismo Ensayo: “Rousseau no dice, aclara Derrida recurriendo a la matización tonal [que los hombres], ‘eran enemigos’ sino [que] ‘se creían enemigos, los unos de los otros’ [‘ils étaient ennemis les uns des autres’ mais ‘ils se croyaient ennemis les uns des autres’]” (237).

De acuerdo con esto, la ferocidad (férocité) sería menos belicosa que temerosa (belliqueuse mais craintive). Tendría causa en una opinión (opinion), génesis en una “creencia extraviada, nacida del aislamiento, de la debilidad, del abandono [une croyance égarée, née de l’isolement, de la faiblesse, de la déréliction]” (237). El animal feroce que sería el ser viviente “a falta de haber sido despertado a la piedad por la imaginación, no participaba aún de la socialidad y del género humano [faute d’avoir été éveillé à la pitié par l’imagination, ne participe pas encore à la socialité et au genre humain]” (236.). En su interpretación de Rousseau, De la gramatología sostiene, en efecto, que la crueldad no es una “maldad positiva [méchanceté positive]”; antes bien, el resultado del temor y la debilidad (crainte et la faiblesse). La misma “disposición para hacer el mal [La disposition à faire le mal]”, no se encuentra entonces en un carácter cruel originario, sino en la “representación ilusoria del mal que el otro parece dispuesto a hacerme [représentation illusoire du mal que l’autre semble disposé à me faire]” (238 y 233).

La breve secuencia en De la gramatología sobre la relación entre piedad y crueldad, entre compasión y hostilidad, es importante pues en ella, frente a Thomas Hobbes, Derrida adopta el partido de Rousseau. Este partido raya en la suspensión que el texto rousseauniano haría de la filosofía política, en ese estado la piedad todavía dormita, y las “oposiciones que tienen curso en Hobbes aún no poseen sentido ni valor”: “Aquí [previamente al despertar de la piedad] se puede hablar indiferentemente de bondad o de maldad, de paz o de guerra [On peut ici parler indifféremment de bonté ou de méchanceté, de paix ou de guerre] [...]. Lo que así pone al desnudo Rousseau [met ainsi à nu], es el origen neutro de toda conceptualidad ético-política [l’origine neutre de toute conceptualité éthico-politique], de su campo de objetividad o de su sistema axiológico” (238). Derrida parece estar de acuerdo con el Ensayo, es preciso

neutralizar todas las oposiciones que surcan la filosofía clásica de la historia, de la cultura y de la sociedad. Antes de esta neutralización o de esta reducción [cette neutralisation, ou cette réduction], la filosofía política procede dentro de la ingenuidad de evidencias adquiridas y sobrevenidas [dans la naïveté d’évidences acquises et survenues]. (238)

Privilegiar la guerra o la paz, asumir que en el estado originario predominaba, por escoger la primera alternativa, solo la hostilidad que lleva a la guerra, habría sido “el error de Hobbes [l’erreur de Hobbes]”, quien pone énfasis en una elección que redobla la opinión, la doxa ilusoria de los “hombres” que “se creían enemigos” (239). La hostilidad no sería, estrictamente hablando, un dato de la causa, ya que según el matiz los hombres no eran enemigos sino creían serlo. El carácter hostil es un escudo de defensa en un teatro bélico que ha proyectado, con el telón de fondo del miedo y del abandono, el mal que el otro puede causarme. Se trata de un blasón inmunitario que establece la guerra antes de que esta, en términos reales, se desencadene.

Referencias

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––. Glas. Paris: Galilée, 1974.

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Hobbes, Thomas. Leviatán. México: Fondo de Cultura Económica, 1998.

Foucault, Michel. Defender la sociedad. México: Fondo de Cultura Económica, 2000.

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Macpherson, Crawford Brough. La teoría política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke. Madrid: Trotta, 2005.

Marx, Karl. El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Madrid: Fundación Federico Engels, 2003.

Sartre, Jean-Paul. La república del silencio. Buenos Aires: Losada, 1969.

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Schmitt, Carl. Hamlet o Hécuba. La irrupción del tiempo en el drama. Valencia: Pre-Textos, 1993.

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Strauss, Leo. La filosofía política de Hobbes. Su fundamento y su génesis. México: Fondo de Cultura Económica, 2006.

Zarka, Yves Charles. Hobbes y el pensamiento político moderno. Barcelona: Herder, 1997.

Notas

1 Sobre la preocupación de Kant por el tono: “De hecho, si Kant tuvo la audacia, bien singular en la historia, de interesarse sistemáticamente en un cierto tono en filosofía, es preciso inmediatamente matizar el elogio que desearíamos dedicarle. Para empezar, no es seguro que él se proponga o logre analizar el fenómeno puro de la tonalidad… Y además, él no analiza tanto un tono en filosofía como denuncia una manera de darse importancia; y esta es una manera o un manierismo que precisamente no le parece de muy buen tono en filosofía, y que por lo tanto marca ya una distancia con respecto a la norma del discurso filosófico. Más gravemente aún, él se enfrenta a un tono que anuncia algo así como la muerte de la filosofía” (Derrida, Sobre 18).
2 “[…] el miedo es pues a la vez el origen de la ley y de la transgresión de la ley, de la ley y del crimen. Y si llevamos el miedo al límite de la amenaza ejercida o padecida, a saber, el terror, debemos concluir de ahí que el terror es a la vez lo que motiva tanto el respeto por las leyes como la transgresión de las leyes. Si traducimos ‘ley’ por ‘soberanía’ o por ‘Estado’, hemos de concluir de ahí que el terror no solo es opuesto al Estado como un desafío sino también que es ejercido por el Estado como la manifestación esencial de su soberanía. De ahí los enunciados comedidos de Hobbes, quiero decir más y menos, más o menos comedidos. No hay más que miedo en el fondo, el miedo no tiene contrario, es coextensivo a todo el ámbito de las pasiones y, aquí, de la pasión política” (Derrida, La bestia 64-5).
3 “Una filosofía, incluso una teología de la mímesis, funda de este modo en última instancia el discurso más humanista o antropologista de la soberanía. De modo que nos es preciso, por difícil que resulte, comprender constantemente por qué la instancia humanista, antropologista, así llamada moderna, sobre la especificidad del Estado o de la soberanía política así denominada moderna, no dibuja su originalidad irreductible, a saber, su naturaleza artificial, convencional, tecno-protestatal […], si no es basándose en una ontoteología profunda, incluso en una religión” (La bestia 72).
4 Incluso un estudioso como Macpherson, que trata la obra de Hobbes desde el punto de vista del desarrollo del “individualismo posesivo”, ha observado que un equívoco importante del autor fue considerar que la soberanía debía perpetuarse, es decir, supone –creemos– el rasgo “teológico” del poder político en la propia teoría que daría origen a la sociedad de mercado (cfr. Macpherson 97).
5 Derrida señala después: “Hobbes, por su parte, menos de un siglo después de Bodino, también querrá, al tiempo que se basa en el modelo del arte divino, salvar la autonomía humana de la institución de soberanía estatal. Rechazará la objeción de una convención superior a la convención humana, por ejemplo una convención con Dios” (74). Este reparo parece estar conectado con lo que Hobbes llama la “objeción máxima”, que es la de la “práctica”: “La objeción máxima es la de la práctica [The greatest objection is, that of the Practise, cursiva nuestra]: cuando los hombres preguntan dónde y cuándo semejante poder [el poder soberano del monarca político, RB] ha sido reconocido por los súbditos. Pero [but, cursiva nuestra] uno puede preguntar entonces, a su vez, cuándo y dónde ha existido un reino, libre, durante mucho tiempo, de la sedición y de la guerra civil” (Hobbes 170).
6 Retorno, primero, del complejo parental y retorno del complejo espectral, inmediatamente.
7 “The time is out of joint. Habla teatral, habla de Hamlet ante el teatro del mundo, de la historia y de la política. La época está fuera de quicio” (Derrida, Espectros 91). Sobre el drama de Hamlet, de Shakespeare, dice Schmitt: “El drama de Shakespeare coincide con la primera fase de la revolución inglesa, si se considera, cosa posible y razonable, que esta comienza con la destrucción de la Armada invencible en 1588, con la expulsión de los Estuardo. A lo largo de esos cien años, sobre el continente europeo, se desarrolló a partir de la neutralización de la guerra civil entre confesiones un nuevo orden político, el Estado soberano, un imperium rationis como Hobbes lo denominaba” (Schmitt, Hamlet 53).
8 “Aunque en la palabra de Dios existan cosas que están por encima [above, cursiva nuestra] de la razón, es decir, que no pueden ser demostradas ni refutadas por ella, nada existe contrario a la razón, y cuando lo parece, el defecto radica o bien en nuestra torpeza de interpretación o en un erróneo raciocinio” (Hobbes 305).
9 Las alusiones al humor, en este caso al buen humor inglés, a la ironía hobbesiana, ya se encuentran en el análisis de un pasaje del Leviatán de Schmitt (El Leviatán 18, nota 2).
10 Foucault ya hablaba en 1973, a propósito de Edipo, de la relación entre derecho y tragedia (La verdad 37-59). Tres años después, en Defender la sociedad, decía: “Creo […] que la tragedia shakespeariana es, al menos por unos de sus ejes, una especie de ceremonia, de ritual de rememoración de los problemas del derecho público. Podríamos decir lo mismo de la tragedia francesa, la de Corneille y, tal vez más aún, la de Racine, justamente. Por otra parte, de una manera general, ¿la tragedia griega no es también, siempre, esencialmente una tragedia del derecho?”. Y, casi seguidamente: “En el fondo (Au fond), la corte es esa especie de operación ritual permanente, reiniciada día tras día, que una y otra vez califica a un individuo, a un hombre particular, como rey, como monarca, como soberano. En la monotonía de su ritual, la corte es la operación renovada sin cesar mediante la cual un hombre que se levanta, se pasea, come, tiene sus amores y sus pasiones es, al mismo tiempo […] un soberano. […] ¿Qué hace la tragedia clásica, la tragedia raciniana? Tiene por función […] constituir el reverso de la ceremonia, mostrar la ceremonia desgarrada, el momento en que el poseedor del poder público, el soberano, se descompone poco a poco para convertirse en un hombre de pasión, en un hombre de ira (en homme de colère)” (Defender la sociedad 164-5).
11 “[…] Esa gentuza [terrible people, dirá seguidamente Derrida] que pretende tener una convención o una alianza [covenant] inmediata con Dios se parece a los judíos, y esa semejanza [resemblance, cursiva nuestra] por la palabra ‘covenant’, término con el que casi siempre [most often] se traduce en inglés la alianza de Yahvé y de la nación de Israel, ‘covenant’ que lo convierte justamente en un ‘pueblo elegido’ que no recibe su ley, sus órdenes, su misión, su derecho, ni sus deberes sino de la trascendencia divina, más allá de cualquier política o de cualquier institución político-jurídicas humanas”. (Derrida, La bestia 77)
12 “1. Esas gentes, adeptos de las teologías negativas o de la deconstrucción (la diferencia importa poco a los acusadores), deben realmente tener un secreto. Ocultan algo puesto que no dicen nada, hablan de forma negativa, responden ‘no, no es eso, no es tan simple’ a todas las cuestiones y dicen en suma que aquello de lo que hablan no es ni esto, ni aquello, ni un tercer término, ni un concepto, ni un nombre, en suma no es y en consecuencia no es nada.

2. Pero como, visiblemente, ese secreto no se deja determinar y no es nada, ellos mismos lo reconocen, esas gentes no tienen secreto. Hacen como que tienen uno para reagruparse alrededor de una palabra hábil en hablar para no decir nada. Estos oscurantistas son terroristas que recuerdan a los sofistas. Un Platón sería muy útil para combatirlos. Detentan un poder real del que ya no se sabe si se encuentra en la Academia o fuera de la Academia: se las arreglan para confundir también esa frontera. Su presunto secreto depende del simulacro o de la mistificación, o mejor, de una política de la gramática. Pues para ellos no hay más que la escritura y el lenguaje, nada más allá, incluso si pretenden ‘deconstruir’ el ‘logocentrismo’ e incluso empiezan con eso.

3. Si sabe usted interrogarlos, acabarán por confesar: ‘el secreto es que no hay secreto, pero hay al menos dos maneras de pensar o de demostrar esta proposición’, etc. Pues, expertos como son en el arte de evitar, saben mejor negar o denegar que decir sea lo que sea. Se las arreglan siempre para evitar aun hablando mucho y ‘cortando en cuatro cabellos’. Algunos de entre ellos parecen ‘griegos’, otros ‘cristianos’, apelan a varias lenguas a la vez, se sabe que los hay que parecen talmudistas. Son lo bastante perversos como para hacer su esoterismo popular y ‘fashionable’. Final de la requisitoria conocida”. (Derrida, Cómo 9)

13 Derrida habla de contradicción performativa, pero en otros lugares, repitiendo la frase de Baudelaire dice “doble postulación simultánea”. Esta última es la expresión que ya Sartre empleaba en ¿Qué es la literatura? y “Orfeo negro”, refiriéndose también a la frase baudelaireana; en los dos casos para aludir a la situación compleja de la estrategia de reivindicación de raza: “Así, cada obra de [Richard] Wright contiene lo que Baudelaire hubiera llamado ‘una doble postulación simultánea’; cada palabra remite a dos contextos; se aplican a la vez a cada frase dos fuerzas y esto es lo que determina la tensión incomparable del relato. Si el escritor se hubiera dirigido únicamente a los blancos, tal vez se hubiera mostrado más prolijo, más didáctico y también más injurioso; si a los negros, más elíptico todavía, más cómplice, más elegíaco. En el primer caso, su obra se hubiera acercado a la sátira: en el segundo, a las lamentaciones proféticas: Jeremías hablaba únicamente a los judíos. Pero Wright, al escribir para un público roto, ha sabido a la vez mantener y separar la rotura; ha hecho de ella el pretexto para una obra de arte” (Sartre, ¿Qué es? 96-7). “La negrez, triunfo del narcisismo y suicidio de Narciso, tensión del alma más allá de la cultura, de las palabras y de todos los hechos psíquicos, noche luminosa del no-saber, elección deliberada de lo imposible y de lo que Bataille llama el ‘suplicio’, aceptación intuitiva del mundo y rechazo del mundo en nombre de la ‘ley del corazón’, doble postulación contradictoria, retractación reivindicatoria” (Sartre, La república 180-1).
14 Sobre el doble estado de ánimo, ver Jacques Derrida, Estados de ánimo del psicoanálisis.
15 Cabe citar aquí el siguiente pasaje en el que Leo Strauss alude al argumentum ad hominem (¡dirigido contra el Papa!), en una escena análoga a la que sitúa Derrida: “Lo mismo [que a propósito de la validez concedida a la virtud aristocrática, RB] ocurre cuando Hobbes (con un argumento ad hominem) reconoce la fuerza vinculante de los diez mandamientos y ‘solo’ niega que sean aplicables sin una interpretación más detallada por el poder secular”. (Strauss 141-2).
16 En Espectros de Marx, Derrida define “ontopología”: “Entendemos por ontopología una axiomática que vincula indisociablemente el valor ontológico del ser-presente (on) a su situación, a la determinación estable y presentable de una localidad (el topos del territorio, del suelo, de la ciudad, del cuerpo en general)” (96).
17 Es la pragmática contemporánea la que disocia teatro y foro cuando trata la teoría de las decoloraciones: “Me refiero, dice Austin, por ejemplo, a lo siguiente: una expresión realizativa será hueca o vacía de un modo peculiar si es formulada por un actor en un escenario, incluida en un poema o dicha en un soliloquio” (Austin 63).
18 “La palabra persona es latina; en lugar de ella los griegos usaban prosopon, que significa faz, del mismo modo que persona, en latín, significa disfraz (disguise) o apariencia externa de un hombre, imitado en la escena, y a veces, más particularmente, aquella parte de él que disfraza el rostro, como la máscara (Mask) o antifaz (Visard). De la escena se ha trasladado a cualquiera representación de la palabra o de la acción, tanto en los tribunales como en los teatros” (Hobbes 132).
19 Véase la referencia que hace Derrida al enmascaramiento de Schmitt en Ex captivitate salus: “El prisionero evoca entonces la terrible angustia de Descartes frente al Genio Maligno, el engañador por excelencia, el otro espíritu, el spiritus malignus. En la angustia del engaño, el filósofo se enmascara, se protege de la desnudez. Larvatus prodeo. Schmitt cita y se hace eco, en primera persona: habla de él mismo enmascarándose bajo la máscara de Descartes”. (Políticas 185).
20 Al referirse al concepto de Lugar-tenencia, Derrida dice: “es poco dudoso que ese concepto de Lugar-tenencia, del sustituto representante de Dios en la ciudad terrenal de la política y del Estado de los hombres, no esté ahí para justificar o en todo caso para dejar abierta la posibilidad de un fundamento cristiano de la política, mas un fundamento mediato, mediatizado que no encenta, ni amenaza, ni reduce la especificidad ni la autonomía humanas de lo político, ni, por ende, del rostro humano de la soberanía, así como de la convención que la funda” (La bestia 77-8).
21 En relación con la requisitoria de Kant contra los mistagogos, se decía: “La sátira versa pues sobre la mímica y no sobre el tono mismo, puesto que un tono puede ser imitado, fingido, maquillado. Me atrevería incluso a decir sintetizado” (Derrida, Sobre 20).
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