Dossier

Alzar la mano contra otro: mujeres asesinas en la literatura latinoamericana 1

Raising a Hand against Another: Women who kill in Latin American literature

Andrea Kottow
Universidad Adolfo Ibáñez, Chile
Ana Traverso
Universidad Austral de Chile, Chile

Alzar la mano contra otro: mujeres asesinas en la literatura latinoamericana 1

Revista de Humanidades, núm. 43, pp. 55-83, 2021

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 16 Abril 2020

Aprobación: 29 Agosto 2020

Resumen: En la literatura latinoamericana del siglo XX desfila una serie de mujeres que matan. Mujeres que empuñan un arma para dirigirla, en la gran mayoría de los casos, contra un hombre. La violencia expresada en estos actos homicidas apunta a diversas direcciones. A partir del análisis de obras de las autoras chilenas Marta Brunet, Maite Allamand, María Carolina Geel, María Luisa Bombal y la argentina Silvina Ocampo, daremos cuenta de tres diferentes escenarios para la emergencia de la violencia. En el primero, el homicidio es una reacción a la opresión de la mujer en un sistema patriarcal; en el otro, el crimen no se deja explicar y se resiste a la decodificación por la palabra; y, en el tercer y último, la violencia se enmascara tras juegos infantiles que fingen inocencia.

Palabras clave: literatura latinoamericana, crimen, violencia, homicida, resistencia.

Abstract: Latin American literature of the twentieth Century showcases women who kill: women who take a gun and, in general, point it at men. The violence expressing itself in these homicidal acts, points in various directions. Using the analyses of the literary work of Chilean female writers Marta Brunet, Maite Allamand, María Carolina Geel, María Luisa Bombal, and the argentinian author Silvina Ocampo as a starting point, we elaborate three different scenarios for the emergence of violence. One of them portrays the homicide as a reaction to women oppression in a patriarchal system; in the other case, the crime can`t be explained and resists decoding through words; in the third case, violence hides behind childish games which pretend innocence.

Keywords: Latin American Literature, Crime, Violence, Homicide, Resistance.

Asesinatos, suicidios, golpes, abortos, heridas y dolores: la literatura escrita por mujeres en Chile y América Latina presenta un prolífico panorama de la violencia. Muchas veces las figuras femeninas son víctimas de actos cometidos por hombres que insisten no solo en su supremacía física, sino también en el derecho que tendrían sobre el cuerpo y destino de las mujeres. Pero también aparecen mujeres que, de diversas formas, hacen eco del dolor y se convierten en agentes de la violencia: asesinas, mujeres que se rebelan contra un sistema patriarcal que sume en el silencio y la incapacidad de actuar al género femenino. La violencia emerge ahí como el nudo que termina por atar un sinfín de contradicciones y dificultades, un actuar ciego contra un sistema social que no permite vislumbrar un espacio autónomo para las mujeres. Cuando a la razón se le niega su capacidad de articular un habla y una acción que encauce caminos de salida de la subordinación, es la violencia, una especie de acto puro, sin discurso, el que se abre paso.

Escritoras como Marta Brunet, María Luisa Bombal, Maite Allamand, María Carolina Geel, en Chile, y Silvina Ocampo, en Argentina, tiñen de sangre las tramas de sus obras. Algunos flujos sanguíneos son de un púrpura oscuro, como la sangre que mensualmente se hace presente en los cuerpos de las mujeres. Un rojo profundo que remite a violencias ancestrales, a destinos que parecen inscritos inevitablemente en los cuerpos y sinos femeninos. Otros tonos rojos se asemejan a los atardeceres melancólicos de otoño y generan atmósferas más nostálgicas, de tristezas tenues. Otros, a su vez, son de un tono furioso y pasional, en que la sangre puede ser una vía oblicua de agenciamiento.

En este artículo queremos explorar una serie de textos literarios escritos por mujeres, en que las protagonistas se convierten en homicidas y en algún punto alzan el puño, levantan la pistola, lanzan la piedra, atentan contra la vida. La violencia –contra otros, pero también contra sí mismas– se cifra de diversas formas, y son estas las que queremos recorrer, a partir de ciertos gestos que parecieran reiterarse en los textos. Poner la atención sobre mujeres asesinas, mujeres que hacen suya la violencia, implica posar la mirada sobre algo que, en primer lugar, golpea como paradoja: la premisa de que las mujeres no serían violentas queda entredicha por las homicidas. De débiles y víctimas a fuertes y victimarias; de ser quienes reciben los golpes, se transforman en quienes los dan. Mujeres que pegan, matan o violentan a otro y que con ello parecen tachar su propia femineidad. Mujeres brutas y brutales, que cuesta comprender y analizar según los modos de desciframiento habituales.

Leyendo a estas autoras, hemos identificado tres formas de articulación del crimen femenino que se dan con cierta insistencia y, a veces, de maneras superpuestas en las obras que conforman nuestro corpus: los cuentos “Soledad de la sangre” (1943) y “Piedra callada” (1943) de Marta Brunet, El funeral del diablo (1960) de Maite Allamand, La última niebla (1935) de María Luisa Bombal, Cárcel de mujeres (1956) de María Carolina Geel y los cuentos “La boda” (1959), “El vestido de terciopelo” (1959) y “El retrato mal hecho” (1937) de Silvina Ocampo. Estas obras fueron escritas desde los años treinta hasta los setenta. Sus autoras y protagonistas son mujeres que históricamente habitaron un tiempo bisagra: uno donde el tradicionalismo patriarcal convive con posibilidades de imaginar una femineidad que se desvíe de los modelos más hegemónicos. Sin embargo, la insurrección cobra un precio. El crimen y la violencia están entretejidos con esa búsqueda: a veces se abren paso intentos de escapar de un mundo masculino que subyuga a la mujer a sus cauces; en otras, irrumpe un actuar que no encuentra acogida en el lenguaje y queda sin explicación; y otras veces las escritoras crean máscaras –infantiles e irónicas–, donde lo femenino encuentra inusitadas formas de acogida. He ahí los tres nodos a partir de los cuales proponemos el análisis de nuestro corpus asesino.

El primero dice relación con leer el crimen como resistencia a la subordinación que la mujer padece en un cosmos masculino y patriarcal. La mujer, que no encuentra manera de oponerse a los dictámenes masculinos, –por no contar con los mismos derechos ni de actuar ni de hablar–, obtiene por vía de la violencia una manera de venganza y agencia. Un crimen cuyo gesto se dirige no solo al asesinado, sino que trasciende a un mundo experimentado desde la posición de víctima condicionada por el régimen patriarcal.

La segunda escena que proponemos atender se encuentra en textos donde la violencia irrumpe sin que logre ser explicada en el orden del lenguaje. Las obras se estrellan contra el silencio, tantean a ciegas con balbuceos y negaciones, que apuntan hacia aquello que no se deja domesticar por la palabra en el crimen. El asesinato ya no aparece como un efecto más o menos comprensible de múltiples injusticias vividas, sino como un ente extraño, de imposible absorción. Las obras literarias se transforman en un lugar de exploración para ese imposible, cuyo estatuto criminal no se configura nunca como tal.

La tercera aproximación se focaliza en textos donde la violencia se esconde detrás de máscaras que ostentan una cierta inocencia, una falta de conciencia, que apunta hacia lo infantil. El humor es la manera en que estos textos desdramatizan el asesinato que, más bien, aparece como un acto inconsciente, donde las consecuencias se difuminan en la carcajada. Hay un juego con el absurdo, con lo surreal, donde el crimen cobra una cierta irrealidad, que solo el espacio estético posibilita.

1. Resistencias femeninas

Desde el comienzo en el cuento “Soledad de la sangre” impera un ambiente pesado y tenso. En la medida que la narración avanza, se va cargando de una gravedad que, así presentimos, necesitará una salida. Es un relato situado, como muchos textos de Marta Brunet, en el campo chileno, en coordenadas marcadas por violencias que parecen remitir a tiempos inmemoriales. Los personajes no reciben nombres propios, como si fueran historias intercambiables, que se reiteran en situaciones siempre iguales y se reencarnan en sujetos cualesquiera.

Sobre la figura masculina, esposo de la protagonista, se apunta que

De vivir en contacto con la tierra, el hombre parecía hecho de elementos telúricos. Por el sur, montaña adentro, mirándose en el ojo translúcido de los lagos, pulidos de vientos y de aguas, los árboles tienen extrañas formas y sorprendentes calidades. En esa madera trabajada por la intemperie sin piedad estaba tallada el hombre. (107)

El hombre se funde con el entorno al cual pertenece, en un gesto narrativo que remite a una tesis compartida entre el naturalismo y el criollismo. Lo que los realistas franceses llamaron en el siglo XIX milieu, superponiendo el entorno físico, con el social, moral y psicológico, en la variante criollista se traslada al ambiente rural. El hombre y la tierra están hechos del mismo material, sujeto a las fuerzas implacables e indiferentes de la naturaleza2.

La mujer del relato ayuda a la economía de la pareja con su destreza en el tejido, lo que en la lógica del cuento plantea una problemática de orden económico: la mujer gana su propio dinero, que luego alcanza no solo para sus pequeños caprichos personales, sino también para aportar a la administración del hogar. Ella con sus ingresos arregla una casa precaria y tosca, y trae al hogar un objeto que simboliza la fragmentaria emergencia de la modernidad en estas tierras rurales: un fonógrafo. Este aparato opera como una fuerza centrípeta, que irradia en direcciones múltiples. Es símbolo de cierta independencia económica de la mujer y, en este sentido, la narración pareciera apuntar al hecho histórico de que la mujer ingresa con mayor masividad, a mediados del siglo XX, al campo laboral3. Asimismo, el fonógrafo anuncia una modernidad que se asoma en los parajes periféricos, haciendo posible imaginar que esa correspondencia ciega entre la tierra y el hombre –sumidos en una atemporalidad de lo existente– pueda resquebrajarse. El fonógrafo podría ser emblema del cambio histórico, el índice de una transformación de las coordenadas espacio-temporales. El fonógrafo también constituye el cobijo de la mujer, un espacio que posibilita su subjetividad e intimidad, una especie de cuarto propio, al que puede retirarse tras haber cumplido las exigencias de la vida cotidiana. La intimidad, para la mujer, está situada en su pasado, en una ilusión amorosa que experimentó cuando joven. Por último, el fonógrafo funciona como máquina del tiempo que traslada a la mujer a la imaginación de una felicidad perdida:

Y súbitamente todo en su contorno se abolió, desapareció sumergido en la estridencia de las trompetas y el redoble de los tambores, arrastrándola hacia atrás por el tiempo, hasta dejarla en la plaza del pueblo norteño […] ellas, ella y sus hermanas, ella y sus amigas, del brazo, con las trenzas desasosegadamente resbalando por los pechos que ya combaban suspiros, pasaban y repasaban ante los mayores, cruzando grupos de muchachos, que parecían no verlas y que al fijar lo circundante solo a una de ellas miraban, sorbiéndolas como sedientos a agua de campo, en propio manantial con ávida boca que el deseo agranda. (111)

Es solo en estos tiempos remotos, de una juventud en la que se asoma el deseo femenino, que la mujer goza de su propia pulsión. Juegos de miradas escondidas, anhelos cruzados y correspondidos, cuerpos que se buscan de forma disimulada. El fonógrafo retrotrae a la mujer hacia allá en sus momentos de soledad, lo único que quiere es volver a la escena de su primer enamoramiento: “Quererlo como quiere una mujer, porque ella ya lo era y sus quince años le maduraban en los pequeños pezones, mulliendo zonas íntimas y dando a su voz un súbito trémolo obscuro. Quererlo siempre…” (113). El fonógrafo posibilita lo que en su momento terminó como cualquier amor de juventud; en la desaparición del objeto de amor, absorbido por el torbellino de la vida. El aparato opera como un mecanismo mnemotécnico mediante el que la mujer se encuentra con un pasado melancólicamente retenido para escapar de un presente tortuoso.

Una noche, un huésped llega a la casa del matrimonio, en pos de sellar un negocio de cerdos que beneficiaría al marido. Tras cenar, la visita atisba el fonógrafo, aparato desconocido para él y quiere verlo funcionar. La mujer se aferra a lo que para ella es una metonimia de su ser íntimo: “El fonógrafo era su bien suyo y nadie tenía derecho sobre él” (116). En un intento de distraer a su esposo –ávido por complacer al huésped y cerrar el trato con él– y al extraño, los emborracha con aguardiente, caldeando aún más los ánimos. Los hombres insisten en que la mujer les muestre el funcionamiento del fonógrafo y en ella crece un odio ciego que se alimenta no solo de la situación presente, sino de una vida frustrada en la convivencia con un hombre tosco, que no la comprende y la somete a una obediencia continua. Cuando el huésped finalmente le pone la mano encima al aparato amado, la mujer reacciona como una fiera acorralada y le muerde la mano, en un desplazamiento que evoca su propio cuerpo4. El marido, avergonzado por una mujer convertida en bestia rebelde, y con el miedo de perder su negocio, se abalanza sobre ambos para separarlos, “Ella le daba patadas y dentelladas, animalizada, furiosa, como si en el monte una puma defendiera sus lechales” (118). En la escena –de una violencia que rebasa con creces la cuestión de un aparato técnico–, el fonógrafo sintetiza para ella toda su subjetividad, su deseo, felicidad e intimidad, además de la única posibilidad de escape de su marido y la opresión, la amenaza de perderlo, en este sentido, se vuelve un asunto existencial. En la lucha, el fonógrafo cae al piso y se rompe, accidente que deja a la mujer sangrando y sollozando. Sale despavorida de la casa en una fuga sin rumbo ni destino:

Terminar con todo. […] No ser más. Nunca más volver a la casa y hallarse diciendo lo hecho y lo rendido, oyendo la insinuación de lo necesario por comprar y lo preciso por realizar. No encallecerse las manos majando trigo, ni con los ojos llorosos al humo del horno, ni sintiendo la cintura dolida frente a la batea del lavado. […] Ni nunca más sentirlo volcado sobre ella, jadeante y sudoroso, torpe y sin despertarle otra sensación que una pasiva repugnancia. Nunca. (119)

La fantasía de una claudicación total, que acabaría con todo, es la salida anhelada tras la violencia desatada. Esta fantasía apocalíptica no adopta una figura clara: es una violencia que se dirige contra un sistema patriarcal que no ofrece a las mujeres una vida digna de ser vivida. La violencia experimentada –tanto en términos de las labores diarias como en el ámbito de la sexualidad–, desemboca en esta fantasía asesina/suicida –no dejan de ser dos caras de la misma moneda– y apunta a un sistema experimentado como intolerable. La humillación vivida por años aflora en rencores y resentimientos de una existencia frustrada. El relato termina con la imagen desesperanzada de una mujer que regresa a su casa y a la situación vital que repudia5.

Es precisamente este hombre al que mata Eufrasia, figura que en “Piedra callada” adopta rasgos de un ángel vengador. Una mujer que se venga por la vida de su hija Esperanza, en la que precisamente la esperanza de tener una vida mejor se trunca al lado de Bernabé, un campesino tosco, cuyos pocos recursos –simbólicos y afectivos– lo vuelven un hombre violento. Desde que Esperanza expresa el deseo de casarse con Bernabé, Eufrasia se niega a aceptar a su futuro yerno. Por la intervención de los patrones, el matrimonio termina por celebrarse y la joven pareja se asienta en un rancho en tierras alejadas. Eufrasia, herida en su orgullo, no quiere saber nada más de su hija. Solo escucha, fingiendo indiferencia, que Esperanza tiene un hijo tras otro, y que la vida resulta ruda en el rancho y al lado de Bernabé: “Tanto chiquillo y tanto aborto, no es pa’menos, así ice mi viejo. Y Bernabé no quiere saber na’de llevarla pa’l pueblo pa’que la vea el doutor. ¡Tan bestia el pobre! Con razón, usté no fue gustaora d’ este matrimonio” (89). Luego se sabe que a Esperanza “tenían que operarla del interior” (90). El habla campesina, imprecisa en su señalamiento de la enfermedad, sí indica el vínculo con la feminidad y la capacidad reproductora, relacionando el padecer de la mujer con sus múltiples embarazos y abortos. Esperanza no saldrá viva del hospital y Eufrasia se traslada al rancho, donde se hace cargo de sus seis nietos y de la casa. Desde un comienzo, se desata un silenciosa lucha entre Eufrasia y Bernabé; la que recrea la rivalidad en torno a la muerta –que involucra la tuición de los niños– y una lucha más antigua, la de la repartición desigual del poder entre hombres y mujeres. La casa se va atiborrando de tensiones y odios cruzados que terminan en la descarga por vía de golpes del padre a sus hijos y a su suegra. Los días se suceden, la violencia aumenta, la hija mayor crece y se desata a su vez, una implícita rivalidad en torno a ella, pues Eufrasia reconoce las miradas lascivas que el padre posa sobre el cuerpo adolescente de su hija. Suegra y yerno se disputan el futuro de los niños y reviven la batalla por la hija y esposa muerta. En medio de estas escenas, se le ve una y otra vez a Eufrasia apuntar con su honda a pequeños pájaros que vuelan en el aire. Con gran destreza y puntería, caza a estos animales. Al regresar el padre con sus hijos de un día de trabajo en el campo, los niños cruzan el río por el puente que lo atraviesa. A Bernabé lo espera otro destino: “El hombre puso el pie en el puente. Como los chiquillos, parecía adherido a la piel del árbol. Pero en la mitad, de súbito, vaciló, osciló y desapareció entre las paredes del tajo, sumido en lo húmedo, en lo fragoroso” (99). La piedra de Eufrasia había dado en el blanco.

La victoria final se la lleva Eufrasia, y se la lleva en nombre de todas las mujeres oprimidas por los hombres brutos y violentos que pueblan estos y otros parajes rupestres. Eufrasia no solo venga a su hija Esperanza y su prematura muerte, sino también evita que su nieta corra la misma suerte. Y, así, su acto se dirige contra un sistema de subyugación patriarcal que no permite que las mujeres vivan vidas libres y autodeterminadas. Es más, son existencias marcadas por la violencia cotidiana, por la opresión y por la subordinación sexual. Eufrasia, así, también venga a la mujer del fonógrafo. La muerte de Bernabé responde a una reacción frente a una violencia más brutal, normalizada en las relaciones entre hombres y mujeres. Podemos leer, entonces, el asesinato de Eufrasia en clave feminista, pues busca desnaturalizar las relaciones de poder anquilosadas en los paisajes campestres, fundidos con una naturaleza áspera y dura.

En parajes similares se desarrolla la trama del cuento “El funeral del diablo” de Maite Allamand. Lenguaje costumbrista, espacios campesinos, maltratos masculinos y mujeres que matan como reacción a una violencia que no tiene castigo ni pena judicial, son los retratos que comparten las autoras del criollismo chileno. “Asesina. ASESINA. ¿Ella una asesina?” (15). A partir de este cuestionamiento y primera aproximación a su responsabilidad, la protagonista asume la muerte de su marido como un acto que le pertenece. La tranquilidad que comienza a vivir durante los tres días de velorio, esa “tranquilidad definitiva”, se interrumpe cuando reconoce en ella este nuevo “estado próximo a la felicidad”: “Es posible que yo me sienta desahogada, tranquila, casi feliz, cuando él está allí, pared por medio, muerto, inútil, tendido en un cajón, para siempre…” (15). Ese nuevo estado, como ella lo define, se acrecienta al haber transformado el otrora espacio familiar en su cuarto propio, al igual que la mujer del fonógrafo. Se había deshecho del catre de él –“lo que no sirve, sobra”– y la habitación compartida era ahora exclusivamente suya. “Ahora, la cabeza era ella. Ella la autoridad, el jefe de familia, ella… De nadie recibiría órdenes, de nadie tampoco alivio en la tarea” (13). Su desafío como autoridad será en lo inmediato defender su patrimonio del resto de los parientes que intentaría “mil combinaciones para desposeerla de lo propio, invocando su inexperiencia” (13).

Con la conciencia de su propiedad, de su rol de jefa de hogar y de su responsabilidad para borrar de su memoria el recuerdo de los abusos sufridos, la mujer se apropia también del acto criminal que ha posibilitado este cambio en su vida:

La dulce, la suave, la mujer serena y sumisa, la que todo lo soporta sin quejas, la del corazón que alienta, de la sonrisa que acoge, de la mano que despide, de la bondad que perdona y olvida. ¿Asesina? La verdad dicen que tiene dos filos y varios rostros a veces enemigos. ¿La verdad? Aunque ella lo dijera todo, nadie daría crédito a su confesión. Nadie. Nadie tendría la imaginación bastante alerta para asociar su nombre a esa palabra nueva y sangrienta que ella pronunciaba, como ensayándose a decirla entera, en esas horas de lluvia y de tinieblas. Asesina, asesina... (15)

Cuesta, sin embargo, leer la escena como un asesinato. Este relato en tercera persona, contado por una voz que a todas luces simpatiza con la mujer, nos describe más bien un accidente. El hombre vuelve una noche a casa, después de dos días de juerga, borracho y le exige a punta de latigazos que se desnude. Mientras ella intenta esquivar los golpes, el hombre se desestabiliza y cae al suelo. “La cabeza azotó el borde labrado del brasero” (17). El hombre no se mueve, pero respira, oportunidad que ella aprovecha para sacarle las espuelas, abrigarlo y rogar que “no despertara hasta al amanecer” (17). Solo al día siguiente lo encontrará muerto.

El acto dista de tener intención criminal; no existe la conciencia ni el deseo de su muerte. ¿A quién pertenece entonces esta versión? Aunque igualmente narrada desde la omnisciencia realista, esta pareciera ser la confesión que la mujer ensaya para cuando deba contarla en público. ¿Es en el reordenamiento de la tragedia que se borra cualquier posible acusación contra ella? Pues difícilmente esta versión alertaría a alguien a llamarla, como ella se dice, asesina.

La última parte de esta historia describe el difícil y misterioso entierro del cadáver. El clima de tormenta no favorece el traslado del ataúd, como tampoco la disposición de los pueblerinos, todos ellos resentidos por las deshonras de sus mujeres en manos del finado. El difunto esposo, además de mujeriego resulta ser un sujeto deleznable y abusador que bien merece estar muerto para tranquilidad de todos. El sentimiento de la viuda es compartido por toda la comunidad y resulta imposible imaginar alguien que lo defienda. Tal es así que antes del término del trayecto hacia la sepultura, cuatro hombres negros, con fuerzas sobrehumanas, cogen el ataúd sin poder ser seguidos por los deudos y cargan el féretro a un lugar remoto, desde ese entonces este episodio se conoció como el “funeral del diablo”. Con final de leyenda, domina la perspectiva popular para juzgar la maldad del hombre. La justicia no es esperable del Estado ni de sus leyes, que solo se mencionan para invocar sus recovecos y arbitrariedades6. Las únicas preocupaciones que empañan su nuevo estado de tranquilidad se relacionan precisamente con las leyes: sus parientes –imagina– estarían “lucubrando mil combinaciones para desposeerla de lo propio, invocando su inexperiencia, la minoría de los muchachos, y quién sabe cuántos otros pretextos imaginarios o legales, o lógicos, o fraudulentos… Quién sabe” (13). Aunque se sabe la jefa de familia, la viuda también advierte que la ley la dejará desprotegida por su condición de mujer. Asimismo, ronda en ella la palabra asesina con la cual pudiera ser sentenciada. ¿Quién sino la ley podría llamarla asesina, cuando ni sus actos, ni la opinión de la comunidad podrían siquiera probar su culpa o responsabilidad en esta muerte? ¿Qué solución se vislumbra ante la violencia de género, si la ley no defiende a la mujer ni aplica su justicia contra el abuso masculino? Frente a la ley asoma la leyenda, con su sabiduría popular, tradicional y oral, ofreciendo una versión comunitaria de justicia que resiste a los artificios de leguleyos y letrados.

2. Paso al acto

Un lazo subterráneo, cuyas huellas llevan al centro de Santiago, al famoso Hotel Crillón, une a las escritoras María Luisa Bombal y María Carolina Geel. Un vínculo hecho de sangre y pasión, pero también de miedos innombrables y oscuras fuerzas (auto)destructivas.

El día 21 de enero de 1941, María Luisa Bombal, al regresar de Buenos Aires, aguarda, frente las puertas del elegante hotel que solía albergar a la élite santiaguina de la época, a Eulogio Sánchez, su expareja, y le dispara, hiriéndole el brazo. Años antes, Bombal había sido instada por su amigo Pablo Neruda a irse de Santiago a Buenos Aires, para recuperarse de la desilusión amorosa que sufriera después de la ruptura con Sánchez. Tras haberse comprometido en matrimonio y romper Eulogio la promesa, Bombal pasó por un período de gran ansiedad. Un día, en una reunión celebrada en el departamento de Eulogio, Bombal encuentra un arma en sus cajones y la levanta contra sí misma. Solo por poco salva su vida, y para alejarla del escándalo, la autora se traslada a la capital argentina. Pero los años de (auto)exilio no fueron suficientes para borrar los dolores que la ruptura amorosa había provocado en ella. Ese mismo disparo que se había inferido ella, en un desesperado intento de autoaniquilación, años más tarde fue dirigido al objeto de su deseo, en este fracasado homicidio.

En 1955, el Hotel Crillón volverá a convertirse en el escenario de un sangriento hecho, que convulsionará a la clase alta de Santiago de mediados de siglo. Ahora es la escritora y crítica María Carolina Geel la que dispara a Roberto Pumarino, su amante, amigo, pareja, terminando la acometida ahora sí en la muerte de la víctima. Geel y Pumarino llevaban una relación hace años. De amigos pasaron a ser amantes. Pumarino intentó, sin éxito, anular el matrimonio, pero su joven mujer no dio el consentimiento. Sin embargo, cuando ella muere por enfermedad, él siente que por fin puede estar libre para la mujer que ama. Geel se desespera frente a la idea, y termina diciéndole que no está preparada para el matrimonio. Lo que sigue es la compra de un arma y luego el desenlace fatal en el salón del Crillón. Las razones por las cuales Geel mató a Pumarino permanecerán en el misterio. Ni el caso judicial que la condenó a años de presidio, ni la prensa de la época –que cubrió con fascinación el crimen ocurrido en el corazón de la élite chilena–, ni tampoco el texto de género híbrido –entre autobiografía, testimonio y novela– que Geel escribió durante su estadía en la cárcel, nada termina por explicar este hecho de violencia7.

Quizás –en línea con lo que insinúa la escritora Alejandra Costamagna en un pequeño y bello texto que le dedica a Geel, donde imagina los estados anímicos que podrían haberla embargado en los días previos al hecho que cambiaría para siempre su vida– la autora de Cárcel de mujeres venía a completar aquel intento fracasado de Bombal. El levantar la mano en contra de Pumarino había estado, a su vez, antecedido por el impulso de apagar su propia vida, como si suicido y asesinato fueran las dos caras de la misma moneda. Un acto de doble impronta: una violencia que implica al otro, pero también a sí mismo, borrando los límites entre el otro y el yo, tachadura que, a su vez, está implicada en el crimen de Geel. En Cárcel de mujeres, en uno de los muchos rodeos de la autora, ella confiesa que quizás el disparo a Pumarino estaba destinado a sí misma:

Estábamos frente a frente, y yo, que nunca supe vivir, quedé sujeta a la vida; y él, que tan cabal se daba a ella, que nada sabía de ese otro modo de morir que tienen algunos, cayó. Cruzo las manos y me digo que fui yo quien volvió hacia él la muerte; yo, que levanté un arma mortal, y, en vez de aniquilarme, ¡lo hice morir! (93).

Se alzó un arma y alguien murió; eso parece indiscutible. La muerte advino y en ese advenimiento víctima y victimario son posiciones potencialmente intercambiables. El arma podría haberse volcado contra ella misma. La asesina mira confusamente la escena del crimen y no se reconoce en su calidad de victimaria. ¿Quería, en realidad, matarse ella? ¿Buscaba el suicido? El crimen aparece en Cárcel de mujeres como un acontecimiento insondable, un hecho que se escabulle a las explicaciones, a la puesta en palabras. Todo el texto gira obsesivamente en torno a algo que permanece en la sombra, algo que se resiste a entrar en el orden de la significación: “¿Cómo escribir sobre eso?” (87), se pregunta Geel. Y la imposibilidad de encontrar las palabras se corresponde con lo inconmensurable que envuelve al homicidio:

tú, ¿por qué llegaste a hacerlo en el último instante? ¿Por qué pudiste hacerlo?; me incorporo bruscamente y me parece que algo retrocede hasta debajo del cerebro y ahí desaparece. Entonces de nuevo me desplomo y una horrible opresión de frialdad, un cansancio que pesa mucho en las sienes, dan la respuesta a mis labios yertos: los actos nacen con uno. (99)

Una respuesta –que no termina por explicar nada– a una pregunta tan insistente como imposible de responder. La narradora sabe que aquella interrogante no la abandonará jamás, que es, de alguna manera, lo que la dominará de allí en adelante. Pero el intento de responderla resulta en una tautología. El acto se fusiona con quien lo cometió hasta tal punto que no hay un sujeto que realiza una acción, sino solo un informe enjambre entre actor y lo realizado. No hay explicación posible para el asesinato; este se escurre entre los pensamientos que intentan atraparlo y solo queda la insistencia muda de su existir. Un golpeteo puro de lo real, que irrumpe sin cesar, sin hacer su entrada al mundo simbólico para encontrar una posible significación.

En su Seminario 10, dedicado a la angustia, Jacques Lacan opone el pasaje al acto al acting out. Nos interesa retomar el pensamiento lacaniano para pensar el crimen de Geel, y algunos fragmentos vinculados al suicidio y a la muerte en La última niebla de María Luisa Bombal, desde la noción del pasaje al acto. Para Lacan y retomando a Freud, cristaliza un momento donde algo se deja caer, al mismo tiempo que se agolpa algo en esa caída. No solo se pierde algo, sino también se hace palpable algo. El pasaje al acto denomina una situación que destituye al sujeto en todo lo contingente que lo determina. En palabras de Lacan:

El momento del pasaje al acto es el del mayor embarazo del sujeto, con el añadido comportamental de la emoción como desorden del movimiento. Es entonces cuando desde allí donde se encuentra –a saber desde el lugar de la escena en la que como sujeto fundamentalmente historizado puede únicamente mantenerse en su estatuto de sujeto– se precipita y bascula fuera de la escena. (128)

En el pasaje al acto, el sujeto pierde relación con su historia, con su conciencia, con las formas en que es reconocido por otros, con las narraciones que (se) hace de sí. No hay nada relacional en el pasaje al acto; el sujeto queda despojado de todo, menos del hecho de que sigue estando allí. Este mero existir, es lo que visibiliza el paso al acto, y lo pone en escena como experiencia. Lacan dirá: “El sujeto se mueve en dirección a evadirse de la escena” (129). Es un paso hacia el vacío, un movimiento del sujeto en pos de huir del lugar donde se encuentra, pero sin destino; un arrojo al mundo.

El crimen de Geel adopta para ella misma el carácter de un pasaje al acto. No logra captar en los obsesivos vaivenes de sus pensamientos el motivo de su asesinato: “Preguntas que resbalan sobre mí y que trato de retener casi ansiosa. Respuestas que procuro hallar en algún rincón de mi entendimiento o en mi visión de los hechos que parecen formarse y deformarse como cosas que flotan dentro de un agua” (31). Acto puro, el crimen no puede ser vinculado ni a la decisión ni a la voluntad de quien lo comete:

Porque cuando él estaba sentado allí, en el último instante, frente a mí, lleno de su vida, yo sentía, escuchaba que mi corazón palpitaba adentro de mis sienes, que iba a ocurrir y que ningún poder sobrevendría para evitarlo. Que iba a ocurrir, ¿qué? ¡Quién comprenderá que ese saber que iba a ocurrir era a la vez como ciego, sin saber! (76-7).

Las posibles razones para su crimen se van continuamente desplazando. ¿Era, quizás, una forma desviada de suicidio? ¿O era que la víctima, Roberto Pumarino, le estaba pidiendo que lo matara?8 ¿O era una forma radical de escabullirse del escenario de un posible matrimonio?

El advenimiento de la muerte –como si de un hecho despersonalizado se tratase– posibilita imaginar que Geel venía a finiquitar lo que 15 años antes Bombal había dejado incompleto. Una idea que vincula a dos mujeres, dos crímenes, dos narradoras y sus obcecaciones. El tema de la muerte es un tópico recurrente en la narrativa de María Luisa Bombal. Más allá de La amortajada, un texto que se urde desde la tumba, también La última niebla gira una y otra vez en torno a la muerte: una que la narradora en primera persona añora y envidia en otros.

Me acerco y miro, por primera vez, la cara de un muerto. Veo un rostro descolorido, sin ni un toque de sombra en los anchos párpados cerrados. Un rostro vacío de todo sentimiento. […] Silencio, un gran silencio, un silencio de años, de siglos, un silencio aterrador que empieza a crecer en el cuarto y dentro de mi cabeza. (37)

No sabremos a quién correspondía ese cuerpo muerto, que se convierte en un cadáver despojado de identidad.

La crítica ha insistido en las confusiones que se producen en la narrativa de Bombal entre realidad e imaginación. En numerosas escenas, no se resuelve si acaso son fruto de ensoñaciones o tienen lugar en la realidad del relato. Pero más allá, se asoma acá el orden de lo real, entendido como irrupción de algo que no logra nunca entrar del todo en el régimen de la significación. Las palabras parecen estrellarse contra sus propias limitaciones, los nombres solo rozan aquello que no tiene nombre.

Un día llega la noticia de que Regina, una figura que opera como una especie de espejo inverso para la protagonista –es una mujer de pasiones fuertes, que tiene un amante y que exuda vida y deseo–, está en la clínica, al borde de la muerte. La protagonista parte junto a su marido Daniel a verla:

La puerta se abre. Es Felipe. No está pálido, ni desgreñado, ni tiene los párpados hinchados ni las ojeras del que ha llorado. No. Le pasa algo peor que todo eso. Lleva en la cara una expresión indefinible que es trágica, pero que no se adivina a qué sentimiento responde. (75-6)

Felipe está marcado por la emergencia de lo real: aquello que se dibuja en su cara no es descriptible, no se le puede dar nombre. Es la sombra, la huella de la muerte, del horror, del miedo, del abandono. De algo que nunca puede ser agotado por las palabras, que solo logran rodear aquello que queda, simultáneamente, fuera del lenguaje. “–Se ha pegado un tiro. Puede que viva” (76), especifica Felipe. La protagonista se ve invadida por una sensación que no corresponde a lo que socialmente se esperaría y, otra vez, esta falta de correspondencia remite a un real inadministrable: “Sé que piedad es el sentimiento adecuado a la situación, pero yo tampoco la siento. Inquieta, doy un paso hacia la ventana y apoyo la frente contra los cristales empañados de neblina. Trato de hacer palpitar mi corazón endurecido” (76).

El intento de suicido de Regina opera para la protagonista como un pasaje al acto; una acción pura, cuyas claves de lectura se escabullen al significado. Esta falta de sentido es la que queda plasmada en el rostro de Felipe y también en la imposibilidad de conectar un sentimiento identificable y adecuado en la narradora. La reacción después de enfrentarse a un acto que le produce una emoción que roza la envidia, muestra la pérdida de subjetivación que sufre: “¿Son míos estos sollozos cortos y monótonos, estos sollozos ridículos como un hipo, que siembran, de repente, el desconcierto?” (77). El despojo que experimenta, a partir del cual un acto o un comportamiento queda desvinculado de la subjetividad, es una especie de reflejo del pasaje al acto que encarna el intento de suicido de Regina. La protagonista anhela su anulación, su aniquilación, pero no es capaz de desfigurarse del todo: “El hecho de lanzarse bajo las ruedas de un vehículo requiere una especie de inconsciencia. Cerraré los ojos y trataré de no pensar durante un segundo” (83). El suicido –que toma la forma de un intento en Regina y de un deseo en la narradora– ocupa el lugar de un pasaje al acto. Arrojo absoluto de un sujeto que sale de sí y se entrega al abismo de lo innombrable.

3. Una vuelta de tuerca

Si los crímenes cometidos por mujeres pueden ser leídos como resistencias feministas a las presiones del patriarcado, en textos más vanguardistas9 –sin abandonar la denuncia sobre la violencia de género–, se juega una exploración que comparte el interés por la confesión íntima y los bemoles del inconsciente, al mismo tiempo que se da cabida a una dimensión irónica, lúdica, tendiente a aceptar e indagar en las crueldades humanas. Los impulsos perversos dominarían a hombres y mujeres, niños y niñas, y el interés por indagar en estos deseos del orden del mal tendería, en un cierto sentido, a suspender el juicio moral, tal como opera la terapia psicoanalítica10. El sujeto con la confesión buscaría comprenderse, ser comprendido y perdonado.

A pesar de esta preocupación por el impulso homicida, en los textos de estas autoras se advierten ciertas marcas de género que vuelven particular la violencia que cometen las mujeres y que, además, no revela mayores diferencias entre niñas y adultas. “Una mujer que mata […] está dos veces fuera de la ley: fuera de las codificadas leyes penales y fuera de las leyes culturales que regulan la feminidad” (14), afirma Alia Trabucco en Las homicidas. ¿Pero qué sucede con las niñas que matan? Tal como señala José Amícola, a propósito de las nenas terribles de Silvina Ocampo, habría también una doble minusvalía en querer narrar desde la visión femenina, por un lado, e infantil, por otro. El horror vinculado al crimen, pero sobre todo a lo ominoso de los ambientes en que se mueven las mujeres, cuestionaría la preocupación por el siniestro universal de Freud, quien dio “por sentado que lo masculino era el representante absoluto del género humano. A los varones del psicoanálisis no les interesó demasiado cuáles podían ser los miedos femeninos, puesto que la mujer no era el universal como patrón de medida de la humanidad” (Amícola 2). El terror al interior de la casa familiar tensionaría las relaciones entre adultos y niños, pero “lo que interesa es la función del autoritarismo ejercido dentro del propio mundo femenino” (3). La violencia ejercida por mujeres parece ocurrir en espacios donde priman las relaciones puramente interfemeninas y donde el asesinato ocurre en una complicidad entre mujeres y, muchas veces, contra mujeres. Como en el texto de Henry James, la vuelta de tuerca que moviliza estos cuentos, apunta a mostrar el juego entre el saber y el no saber de las voces narrativas, poniendo en duda la inocencia infantil al evidenciar la pose que simula no saber por qué ocurren las cosas11. Dos de los tres cuentos –“La boda” y “El vestido de terciopelo”– son narrados y protagonizados por niñas, confesando en ambos ser autoras de asesinatos. El tercero, “El retrato mal hecho”, describe el mundo de dos mujeres adultas que resalta la misma impostada inocencia infantil que hace pensar que, tal vez, la aparente falta de conciencia moral no sería exclusivo del universo de los niños. Fuera de las leyes penales y de las leyes culturales –y de la ley simbólica, podríamos agregar–, las mujeres se protegen tras una máscara de ingenuidad y frivolidad, que acogiendo las tretas del débil (Ludmer) logran burlar la ley paterna liberándose de culpa y responsabilidad12.

Así entonces, la peligrosidad de las mujeres atenta contra sí mismas al desatarse en un mundo clausurado por signos asociados a lo femenino. Bodas, peinados, vestidos, revistas de moda, son las preocupaciones de estas mujeres que, en apariencia fútiles, devienen en las armas mortales con que se expresa la violencia. El cuento “La boda” gira en torno a los preparativos del matrimonio de Arminda. Ella y Roberta “se querían como primas que eran, pero a veces se hablaban con acritud: todo surgía por las conversaciones de vestidos o de ropa interior o de peinados o de novios que tenían” (276). Expuesta esa rivalidad al modo hipócrita de las narradoras de Ocampo, veremos desarrollarse la trama asesina igualmente indirecta y en apariencia inofensiva como un juego de niñas. Las personajes que “nunca pensaban en su trabajo” (276), con el compromiso marital de Arminda, verán volcado todo su interés en este evento social. A pesar de la fascinación que le produce la peluquería –desde las horquillas al secador de pelo y, sobre todo, la peluca, que a la niña “agradaba más que nada en el mundo” (276)–, pierde relevancia en comparación con las novedades del casorio; siendo, sin embargo, el escenario donde más tarde se desarrollará el plan criminal. Mientras a Roberta la envidia la devora por no tener un amor como su prima y no estar casada a los veinte años como correspondería, la narradora en cambio siente el orgullo y la “dicha que ninguna de mis amigas tenía” (276) amistad con una “muchacha de la edad de Roberta” (276), haciendo todo lo posible por satisfacerla y mantener el vínculo: “Si me hubiera ordenado ‘Gabriela, tírate por la ventana’ o ‘pon tu mano en las brasas’ o ‘corre a las vías del tren para que el tren te aplaste, lo hubiera hecho en el acto” (276). Así, dispuesta a autoinfligirse daño o dar muerte, frente a la decisión de cometer el asesinato de la novia hay solo un paso. Será entonces la envidia de Roberta y su deseo de castigar a quien posee lo que ella anhela, lo que Gabriela intentará satisfacer. En este triángulo en que Gabriela desea satisfacer a Roberta y ella desea producirle un mal a Arminda, Gabriela termina disponiéndose hacia el asesinato. El acto se realizará de modo engañoso y simulado. Es Roberta quien parece darle ciertas pautas e instrucciones encubiertas. Así, juntas rescatan una araña, porque Roberta dice que traen esperanza, a pesar de que hay que cuidarse de su picadura. Porque Roberta le advierte que no la pierda, Gabriela la lleva en una caja a todos lados. Y así, mientras Roberta, bajo el secador de pelo, no escucha pero ve los movimientos que hace la niña, parece consentir cuando Gabriela introduce la araña en el rodete de Arminda. Gabriela por su parte, en una lealtad encubierta también, la defiende y la inculpa en el acto de confesión de su relato: “Se me antojó que Roberta me miraba, pero era tan distraída que veía solo el vacío” (278). No le responde cuando le pide autorización para poner el insecto en el moño, “pero inclinó la cabeza como si asintiera” (278). Y a pesar de los años, aún recuerda Gabriela que le dijo “Todo esto será un secreto entre nosotras” (278), mientras ella –tratando de convencerse de su inocencia– dice no haber recordado “qué secretos me había dicho aquel día” (278), empero refuerza el pacto con una promesa de lealtad: “Seré una tumba” (278). Sin cumplir del todo su promesa, tras la muerte de Arminda en la dramática escena del casorio, Gabriela sin dudarlo confiesa haber sido la autora del hecho. Aunque nadie le cree, Gabriela mantiene, también a medias, su voto de silencio: no revela el nombre de Roberta pero introduce indirectamente su responsabilidad al afirmar que le tomó antipatía y repulsión, y “jamás volvió a salir conmigo” (279). Así, en la confesión que elabora Gabriela vuelve a incriminarse por un acto que no ha sido condenado porque “nadie le creyó”, incorporando esta vez el nombre de Roberta como cómplice. Inclusive, en esta nueva versión, Gabriela desvía la motivación del asesinato, el plan y el consentimiento hacia la amiga mayor, en este disimulado modo de decir sin decir directamente. Con la astucia de los niños de The Turn of the Screw de James, acá también nunca llega a saberse plenamente cuánto saben, cuán responsables o inocentes son, en un juego de desviar al lector el juicio moral y su posibilidad de análisis y perdón13.

De la peluquería nos trasladamos al mundo de la costura en el “Vestido de terciopelo”. Casilda y su ayudante de ocho años se desplazan desde las afueras de la capital, bajo el pesado calor del verano argentino, a un elegante barrio donde deben entregar un vestido de terciopelo. Todo es dificultad y desagrado en el relato: el clima, el trayecto del viaje, el malhumor de las modistas, las cosas que se les caen, los comentarios de la clienta, todo ello es presentado desde las desigualdades de clase, minimizado con un “¡Qué risa!”, que intercala la joven narradora después de cada situación molesta. Las provocativas quejas de la clienta y su falta de voluntad para probarse el vestido, acrecientan la escasa paciencia de las costureras. Lo ajustado del modelo aumenta técnicamente las dificultades de la prueba, hasta que ambas logran calzar la prenda y las tres admiran la belleza del diseño. Un momento de tranquilidad parece respirarse y expectantes de la reacción de la clienta, contemplan fascinadas el dibujo de un dragón bordado de lentejuelas. Mientras Casilda hace los últimos ajustes al vestido con los alfileres, la señora se explaya en las delicadezas de su percepción: “El nardo es mi flor preferida, y sin embargo me hace daño. Cuando aspiro su olor me descompongo. El terciopelo hace erizar mis dientes, me eriza, como me erizaban los guantes de hilo en la infancia y, sin embargo, para mí no hay en el mundo otro género comparable” (265). En la ambigüedad del placer y el displacer, se desarrolla esta escena de prueba, e igualmente ambigua es la inocencia y conciencia con que percibe la niña esta situación. Fascinada ve tambalearse a la señora y al dragón por separado, y ante la pregunta si desearía un vestido así al ser grande siente “que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello con manos enguantadas” (265). No logran sacar el vestido ante el ahogo de la clienta hasta que finalmente cae desvanecida mientras la niña acaricia “el terciopelo que parecía un animal” (266) y Casilda murmura “Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer este vestido! ¡Me costó tanto, tanto!” (266). La expresión “¡Qué risa!” termina transformándose en una especie de refugio frente a lo siniestro de la escena, donde el vestido convertido en animal ha matado a la señora. La inocencia de la confesión infantil se tiñe sin embargo de una permanente crítica a las desigualdades de clase que impone la muerte de la clienta como verdadera justicia a sus reclamos. Entre el terror y la venganza parece oscilar el ánimo de la niña, encubriendo y minimizando con la risa la violencia de la muerte.

“Retrato mal hecho” se desarrolla en la intimidad de una casa familiar y se describen los usuales aburrimientos femeninos de las madres de la época. Con la ayuda de las sirvientas y sin más entretención que la lectura de revistas para mujeres, la protagonista del relato es calificada por la voz narrativa como un “retrato mal hecho”. “Mal hecho” por su falta de amor maternal: “Detestaba los chicos, había detestado a sus hijos uno por uno a medida que iban naciendo, como ladrones de su adolescencia que nadie lleva presos, a no ser los brazos que los hacen dormir” (36). Y “mal hecho” por, precisamente, ser incapaz de sostenerlos en sus brazos y piernas. Así irán desapareciendo las partes de su cuerpo: “una mitad del rostro se le había borrado” (36) y no podrá subir a los chicos en sus faldas “por culpa de la desaparición de las rodillas y los brazos que dejaba caer de forma involuntaria” (36). Como si el cuerpo femenino solo estuviera diseñado para sostener niños, la falta de uso hará de sus miembros partes prescindibles. De este modo, “a fuerza de vivir en postura de retrato mal hecho, la impaciencia de Eponina se volvió paciente y comprimida” (36). En la antítesis de este retrato, se desenvuelve la mucama, Ana, quien junto con ocuparse de los niños es alegre, incansable y responsable de realizar todas las actividades del hogar. Un retrato bien hecho, habría que deducir. Descritas en oposición, una activa la otra pasiva, cuidadora la una, la otra carente de amor maternal, construyen juntas un binomio donde se desarrolla la complicidad. Como en los cuentos anteriores, los actos de las mujeres parecen, en primera instancia, obedecer al intento por satisfacer los deseos de otras. Si Eponina detesta a sus hijos pero carece de capacidad de acción, su sirvienta habría de resolver el problema. Solo, bajo esa lógica, podría explicarse que el día en que desaparece la sirvienta, la encuentren en el altillo “con la cintura suelta de náufraga” (37) e indicando el baúl con el cuerpo del niño mientras confiesa “lo he matado” (37). Un pacto de lealtad que se consagra cuando “Eponina se abrazó largamente a Ana con un gesto inusitado de ternura” (40), mientras la familia enmudece de horror y de odio. Ahora con la “cintura suelta”, Ana pasa a ser un “retrato mal hecho” mientras Eponina “vio a su hijo muerto, al que más había ambicionado subir sobre sus faldas” (36). Una cierta transitividad que se desplaza de una a otra, y que despierta en Eponina, ahora al ver a Ana convertida en su retrato, el irremediable deseo de repararlo.

Hay una aparente liviandad en el modo en que los personajes enfrentan los asesinatos. Eponina, tras el abrazo, musita todas aquellas frases leídas en sus revistas de labores femeninas: “Niño de cuatro años vestido de raso de algodón color encarnado. Esclavina cubierta de un plegado que figura como olas ribeteadas con un encaje blanco. Las venas y los tallos son de color marrón dorados, verde mirto o carmín” (37), que contrasta –y por otro lado aumenta– con lo siniestro de la escena. Frases que han ocupado la cotidianeidad de la mujer y que ahora se agrupan en un solo párrafo, resistiendo con ello, y de modo similar al ‘¡qué risa!’ de la joven costurera, la violencia del crimen. La máscara de ingenuidad, de frivolidad o de ignorancia refuerza el lugar tradicional en el que se sitúa a las mujeres. Pero al mismo tiempo, una vuelta de tuerca que las hace sobrevivir a la violencia en que viven, simulando que nada saben y que nada han visto.

El mundo tradicional de las mujeres, marcado por las obligaciones domésticas, la feminización y precarización del trabajo, la normalización del matrimonio y la maternidad como única opción de vida, generan las condiciones de la violencia que las mujeres vehiculan entre y hacia ellas mismas. Sin posibilidad de transgredir las leyes que rigen los comportamientos asignados al género, la resistencia de estas mujeres se vuelve necesariamente contra ellas. En un mundo clausurado en lo femenino, sin opciones de abrir ni flexibilizar sus marcos, los patrones de conducta estarán mediados por otra mujer: la amiga mayor, la empleadora, la patrona, quienes, a pesar o a causa de la relación de jerarquía implícita, orientan los caminos del deseo de las otras mujeres. Aquellas que admiran o siguen a otras, lo harán imitando sus mismas esclavitudes; un modelo de reproducción que evidencia la violencia de género en la crueldad que existe entre ellas mismas. En un espacio donde no está permitida la agresión a las mujeres, esta se desata como si nada pasara, ocultándose en la risa, la aparente candidez y la frivolidad femenina, acallando el horror bajo la máscara de la ignorancia.

***

Las escenas que hemos recorrido son variadas y van trazando coordenadas diversas para la emergencia de mujeres que actúan con violencia. Son tres las formas de anudamiento del crimen que hemos desarrollado: en una primera escena, en relación con dos cuentos de Marta Brunet y uno de Maite Allamand, identificamos una violencia femenina vinculada a la subyugación en que se encuentran las mujeres, que mediante la violencia intentan liberarse, en algunos casos de forma exitosa y en otros no, de la sumisión al hombre. El crimen o el deseo de cometerlo emergen como una forma de agenciamiento, cuando no hay posibilidades de hablar y/o actuar.

La segunda escena tiene en su centro a María Luisa Bombal y María Carolina Geel, quienes no solo hacen de la violencia y del crimen tópicos trabajados literariamente, sino que son protagonistas de homicidios, uno frustrado y el otro exitoso. Tanto en la vida como en la literatura, la violencia que se abre paso responde a lo que Lacan llama el pasaje al acto, poniendo el acento en que ciertas acciones no responden a ninguna racionalidad que pueda ser reconstruida con los instrumentos de la lógica o el lenguaje. Las palabras tantean en la oscuridad, buscando posibles explicaciones, pero solo apuntando al vacío de lo real en tanto tal. Rozan tenues aquello que motivó el crimen, que queda suspendido en la ininteligibilidad.

En la tercera escena, vista en los cuentos de Silvina Ocampo, los relatos juegan vanguardistamente con la ironía y la risa. Acá las asesinas se enmascaran y parodian gestos y juegos infantiles, que no permiten su enjuiciamiento. Las risas encubren los actos de violencia, haciéndoles parecer tan solo sosos inventos de niños.

A pesar de las diferencias, en los tres escenarios nos confrontamos con la paradoja de leer sobre mujeres violentas, aquellas que parecen contradecir una serie de características asociadas tradicionalmente a la femineidad. Por ello, se pueden leer todas las obras, en mayor o menor medida, como textos que resisten prejuicios y estereotipos, poniendo en juego imágenes que impulsan otros imaginarios.

La literatura nos hace especular acerca de la necesidad que parecen tener las mujeres de descargar un malestar que está indisolublemente vinculado a su género. Se trata de un intento de salir de la subordinación, aunque en muchos casos sea una salida autodestructiva. El acto de alzar la mano, contra sí o contra otro, nos invita a leer un lenguaje que no está hecho de palabras, pues estas se han hecho insuficientes.

Bibliografía

Allamand, Maite. El funeral del diablo. Santiago: Zig–Zag, 1960.

Amícola, José. “Las nenas terribles de Silvina Ocampo y Marosa di Giorgio”. Cuadernos lírico, n.º 11, 2014, pp. 1-12.

Bombal, María Luisa. La amortajada. Santiago: Nascimento, 1941.

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Brunet, Marta. Obras completas. Santiago: Zig-Zag, 1963.

Carreño, Rubí. Leche amarga: violencia y erotismo en la narrativa chilena del siglo XX (Bombal, Brunet, Donoso, Eltit). Santiago: Cuarto Propio, 2007.

Cisternas, Natalia. Entre la casa y la ciudad. La representación de los espacios público y privado en novelas de narradoras latinoamericanas de la primera mitad del siglo XX. Santiago: Cuarto Propio, 2016.

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Los Prisioneros. “Corzones rojos”. Corazones. Santiago: EMI, 1990.

Ludmer, Josefina. El cuerpo del delito. Un manual. Buenos Aires: Libros Perfil, 1999.

_. “Tretas del débil”. La sartén por el mango. Encuentro de escritoras latinoamericanas. Puerto Rico: Huracán, 1984, pp. 47-54.

Ocampo, Silvina. “El retrato mal hecho”. Viaje olvidado (1937). En Cuentos completos. Buenos Aires: Emecé, 2017.

_. “El vestido de terciopelo”. La furia. Cuentos completos. Buenos Aires: Emecé, 2017, pp. 263-66.

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Podlubne, Judith. “La intimidad inconfesable en los cuentos de Silvina Ocampo”. Orbis Tertius, vol. 9, n.º 10, 2004, pp. 1-7.

_. “La visión de la infancia en los cuentos de Silvina Ocampo”. Confluenze, vol. 2, n.º 5, 2013, pp. 97-106.

Trabucco, Alia. Las homicidas. Santiago: Penguin Random House, 2019.

Traverso, Ana y Alfaro, Karen. “Amas de casa con mención en literatura”. Anales de Literatura Chilena, n.º 31, 2019, pp. 145-62.

Notas

1 Este artículo es resultado del proyecto Fondecyt 1180559, “La literatura en el diván: escenas psicoanalíticas en las literaturas chilena y argentinas”.
2 Brunet, en un guiño intertextual que apunta a su propia obra, retoma con la expresión “montaña adentro” el título de su novela Montaña adentro, publicada 20 años antes, en 1923, otro gesto que insinúa cierta circularidad. Aguas abajo –nombre del libro de cuentos al que pertenece “Soledad de la sangre”, aparecido en 1943–, y Montaña adentro son así dos facetas de ese mismo ambiente rupestre donde todo parece permanecer siempre igual.
3 El ingreso de las mujeres al mundo laboral se constituye en un problema que la narrativa de las autoras abordó bajo la figura de la trabajadora “aficionada”, denunciando con ello las brechas educativas, salariales, profesionales y de género, en relación con sus pares masculinos (Traverso y Alfaro). Natalia Cisternas, por su parte, analiza algunas novelas latinoamericanas de este período, focalizándose en la representación de los espacios público y privado a propósito de la inserción laboral femenina.
4 Rubí Carreño analiza en su libro Leche amarga algunos cuentos de Marta Brunet –incluido “Soledad de la sangre” y “Piedra callada”– para resaltar el anudamiento entre sexualidad y violencia, placer y destrucción que en ellos se daría. En su análisis, el fonógrafo es considerado como “el último reducto femenino”, lo que explica la reacción violenta de la mujer.
5 Como dirían Los Prisioneros: “Seguirá esta historia, seguirá este orden, porque Dios así lo quiso porque Dios también es hombre”
6 En la línea de la tesis de Ludmer en el capítulo “Mujeres que matan” de su libro El cuerpo del delito. Un manual, lo que aquí encontramos es a esas “mujeres que matan hombres para ejercer una justicia que está por encima del Estado, y que parece condensar todas las justicias” (355). Así, afirma, la “que mata representa todas ‘las justicias’: la de Dios, la del padre, la justicia de clase, la racial y la sexual” (363), burlándose de la justicia estatal. El “crimen femenino no recibe justicia estatal” (369), dice, y “ni siquiera se sospecha de ellas”, sea porque son madres o vírgenes, o porque ante la justicia hacen una farsa de la verdad” (369).
7 Alia Trabucco le dedica uno de los perfiles de Las homicidas a María Carolina Geel, pseudónimo de Georgina Silva Jiménez, sobre la que anota que “declaró a lo largo del juicio que jamás planeó el asesinato, que no tenía un motivo especial para cometer el crimen, que quizás pensaba en atentar contra sí misma, que en ningún momento se desesperó, pero que sí, era cierto, se sentía muy infeliz. La propia sentencia aclara que no fue posible descifrar las verdaderas causas de su comportamiento” (115).
8 Como bien plantea Diamela Eltit en el prólogo a la reedición del año 2000 de la pequeña obra, “el homicidio del amante se constituye en trasfondo de los diversos relatos. Sin embrago, los motivos se diluyen. Cada vez que la narradora empieza a explorar en su acto criminal, las palabras parecen desviarse o camuflarse o volverse especialmente elegantes para equilibrar así la violencia de la bala. El relato alude a más de una versión, más de una razón para el crimen” (12).
9 Pensamos en autoras como Silvina Ocampo (Argentina), Clarice Lispector (Brasil) o Armonía Somers (Uruguay), que escribiendo en los mismos años que las autoras chilenas (desde la década del treinta hasta la del setenta), desarrollaron una estética que se distancia del retrato realista o criollista. Si bien comparten con las chilenas una indagación en la intimidad de sus personajes, los juegos literarios, intertextuales y narrativos, complejizan los niveles de lectura y delatan con ello la mayor riqueza del campo cultural de esos años en Argentina, Brasil y Uruguay respecto del chileno.
10 Julia Kristeva acerca de la pregunta si el perdón puede curar, afirma que “la palabra del perdón, más allá del juicio, sería una interpretación –y he aquí, entienden ustedes que estoy aludiendo al psicoanálisis– que restituye el sentido del sufrimiento. Esta interpretación suspende el tiempo de los castigos y de las deudas pero con la condición de que provenga del amor. Tomada en el perdón, la culpabilidad aparece en cambio como una incompletud, como una insuficiencia de amor; y solo en el vínculo de amor al Otro puede esta insuficiencia ser puesta de manifiesto y rectificada” (29).
11 Al respecto, sugerimos revisar los trabajos de Judith Podlubne sobre los cuentos de Silvina Ocampo, donde indaga en la estructura confesional de los relatos, la que llama intimidad inconfesable, y en la ambigua inocencia infantil de sus personajes.
12 Más que estar fuera de la ley –como ocurre en los relatos de la primera sección de este artículo–, o, independientemente de ello, los personajes de Ocampo juegan a que lo están a través de estas máscaras de inocencia, infantilidad y desconocimiento de cómo operan las reglas y leyes del mundo.
13 Es interesante lo que ocurre en estos cuentos respecto del sentido que el lector debe dar a la confesión de las voces narrativas. Por una parte, se confiesa explícitamente una culpa (el crimen, en este caso) que al intentar ser comprendida despliega otros sentidos anudados que la motivarían, como la atracción que siente Gabriela hacia Roberta, un lesbianismo que nunca llega a decirse pero que se insinúa para ser comprendido y perdonado –en términos de Kristeva– a partir de una lectura amorosa por el lector.
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