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Animales, personas, autómatas y espectros en América Latina[1]

Animals, people, automata, and ghosts in Latin America

Matías Ayala Munita
Universidad Finis Terrae, Chile

Animales, personas, autómatas y espectros en América Latina[1]

Revista de Humanidades, núm. 38, pp. 11-32, 2018

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 15 Diciembre 2016

Aprobación: 08 Junio 2017

Resumen: Este artículo aborda cuatro conceptos y figuras culturales y sus relaciones posibles desde un marco biopolítico: animales, personas, autómatas y espectros. Estas cuatro categorías se encuentran en los umbrales de la subjetividad, por lo tanto, al revisarlas se deconstruye la dicotomía entre cuerpo y alma del sujeto desde sus bordes y umbrales estéticos y conceptuales. También se proponen ejemplos de la literatura latinoamericana de los cruces entre estas figuras desde donde emergen espacios monstruosos de figuración y desfiguración individual y colectiva.

Palabras clave: Animales, personas, autómatas, espectros, sujeto, biopolítica.

Abstract: This article analyses four concepts and figures and their relationships in biopolitical framework: animals, people, automata and spectra. These four categories can be found in the aesthetic and conceptual thresholds of subjectivity, and for this, they deconstruct classical dichotomies such as body and soul. This article also proposes examples taken from Latin American literature of the intersections between these figures in which monstrous figures of individual and collective (dis)figuration arise.

Keywords: Animals, Person, Automata, Spectra, Subject, Biopolitics.

Animales, autómatas y espectros son figuras y conceptos que se encuentran en los bordes de la persona. Este concepto no tiene nada de natural. Al contrario, este debe considerarse como una creación histórica y cultural, por esto, los animales, autómatas y espectros desde sus límites internos o externos a la persona pueden mostrar, posiblemente, mejor las nociones filosóficas y las ficciones teológicas de cómo funciona esta idea, qué construye, qué permite visibilizar y qué deja afuera.

Animales, autómatas y espectros, por todo esto, son un suplemento de la persona. Lo humano parece necesitar de estas figuras para completar la percepción que solemos tener de ello: no se puede pensar lo que somos sin contar con la corporalidad básica del animal, con la virtualidad espectral de la memoria, con la repetición mecánica y compulsiva de los ubicuos aparatos digitales. Sin embargo, también se suele pensar que ellos no son fundamentales, que exceden a la definición tradicional de lo humano. Lo humano es lo que, por definición, no es animal. Ellos son un exceso que se puede desechar cuando se piensa lo esencial de lo humano (el espíritu, la conciencia, el lenguaje). Animales, autómatas y espectros tienen esta duplicidad del suplemento que hace de ellos figuras culturales muy productivas.

El animal, el autómata y el espectro, entonces, marcan las fronteras físicas, culturales y conceptuales de la persona y, al trabajar con ellos, aspiro a desdibujar, confundir o deconstruir los límites tradicionales entre lo humano y lo animal, lo actual y lo virtual, lo orgánico y lo inorgánico. Estas nociones descentran la importancia del sujeto moderno, definido por la filosofía, y la interioridad subjetiva con sus figuras de la conciencia, libertad y agencia, entre otras. La noción de persona –de filiación jurídica y teológica– encarna al extremo esta noción de sujeto tradicional ya que ella se ordena a partir de las dicotomías entre cuerpo y espíritu, naturaleza y cultura, determinación y autonomía, medio ambiente y sujeto.

Quisiera proponer un cuadrado semiótico para ordenar estas nociones. El cuadrado semiótico fue popularizado en la academia por el lingüista Alcides Greimas y utilizado por Jacques Lacan, Fredic Jameson, Rosalind Krauss y Donna Haraway, entre otros. Durante los años setenta y ochenta se usó para abrir las rígidas dicotomías formales del estructuralismo y crear series divergentes y paralelas, más abiertas y complejas El cuadrado semiótico organiza las ideas en torno a pares que se oponen en los ejes horizontales y que, al mismo tiempo, entre sus esquinas opuestas se contradicen. Lo interesante del cuadrado, en términos conceptuales, es que distingue entre una oposición y una contradicción lógica. Ahora bien, más que adscribirme al estructuralismo y sus deseos de ciencia universal, utilizo este cuadrado como herramienta heurística para desdoblar el tradicional dualismo filosófico del cuerpo y el alma y hacer una genealogía cultural de sus conceptos y figuras que se desprende de esa apertura:


La primera oposición superior articula a los seres vivientes: el animal y la persona. La categoría de lo viviente se puede entender bajo el marco de la teoría biopolítica. Michel Foucault propuso la noción de biopolítica para pensar la administración política y económica de las poblaciones (Historia de la sexualidad 168). La vida colectiva de los cuerpos en un nivel orgánico (la tasa de natalidad y fecundidad, la esperanza de vida, la alimentación y la vivienda, salud y enfermedad, epidemias) es el objeto de la política liberal. Estos cuerpos colectivos se pueden entender como la animalidad humana. Lo animal deviene así una de las figuras recursivas de la vida colectiva. En la oposición inferior, en cambio, están los seres inorgánicos que, sin embargo, hacen más compleja la noción misma de lo vivo: el autómata y el espectro. Autómata y espectro se encuentran, entonces, en una línea paralela a la de animal y persona. Ambos se ordenan a partir del dualismo tradicional del humanismo entre el cuerpo y el alma en unas formas de vida que, curiosamente, no están vivas. Ambos, por todo esto, son figuras impersonales hechas de materialidad transitoria.

Los ejes verticales del cuadrado se ordenan por una noción tradicional de consciencia y sus discursos asociados como espíritu, lenguaje, reflexividad, inconsciente, entre otros. A la izquierda en el eje vertical se encuentra el animal y el autómata, carentes de conciencia y figuras de lo impersonal y, a la derecha está, primero, el representante habitual de la conciencia dentro de lo vivo –la persona (legal y teológica)–, mientras que abajo se encuentra la principal figura subjetiva más allá de la vida, el espectro, una pura conciencia, el remanente vivo de un cuerpo muerto que sobrevive por la memoria, la fantasía o alguna técnica visual.

Por último, animal y espectro se oponen diagonalmente en las esquinas del cuadrado: el primero como puro cuerpo vivo frente a un segundo como una conciencia desmaterializada[2]. La persona y el autómata también lo hacen: el primero está completamente singularizado en el dispositivo legal y teológico de la persona, el segundo, en cambio, representa una articulación indiferenciada, impersonal y colectiva.

1. Animal

El animal es el lugar de partida para este recorrido por los bordes de lo subjetivo. El discurso teórico que le da visibilidad es la biopolítica propuesta por Michel Foucault y extendida a los campos de lo político, jurídico, histórico y biológico por varios pensadores[3]. La noción de gubernamentabilidad de Foucault se refiere la administración de las poblaciones en sus procesos biológicos de nacimiento y natalidad, salud y enfermedad, alimentación y techo, longevidad y muerte, en función de su productividad en el liberalismo moderno (ideología que da nacimiento a la biopolítica).

Lo interesante de este trabajo foucaultiano es la visibilidad inédita de corporalidad humana en un registro colectivo e impersonal, ya que estas políticas modernas no tienen por objeto a los hombres individuales, sino que a la población como corporalidad social (Defender la sociedad 220). Así, esta noción de vida colectiva es propuesta como la parte animal del hombre, como esa animalidad constitutiva que la filosofía y la teología, el derecho y la medicina tradicionalmente han tratado de superar, domesticar y manejar. La animalidad que, desde Aristóteles, Tomás de Aquino y Descartes, es reconocida como humana, pero que al mismo tiempo, es reprimida o subvalorada; ya a finales del siglo XX se hace patente que la represión de la categoría de animal tiene mucha inversión social, ya que en ella están las marcas que delimitan lo social.

La política moderna es, entonces, el gobierno de la animalidad del hombre a partir de la discriminación de los seres, de su división en jerarquías y categorías económicas, sociales y vivientes. Por esto para Foucault la política deviene la administración y la inversión entre el hacer vivir a algunos y dejar morir a otros. La clave biopolítica parece ser la discriminación de lo viviente entre seres, de especies, razas, naciones, clases sociales y género. Sobre esta diferencia se ejerce la selectiva violencia soberana y su inversión de capital. De forma más particular, tanto la práctica judicial y la práctica médica determinan qué vida es valiosa y cuál explotable, dónde y cómo se debe vivir; de qué forma distribuir el espacio y organizarse los cuerpos; cómo, en definitiva, producir.

A su manera, la medicina, la educación y la ley producen las categorías para aquello que se llaman técnicas de subjetivación, es decir, procedimientos en que una vida se hace legible, es decir, útil y administrable. Estas técnicas logran articular las vidas particulares en un entorno social y espacial –la supuesta animalidad humana– en una narrativa temporal biográfica, una cierta valoración y un flujo monetario. Por ejemplo, si se cruzan los datos del sujeto legal, educación formal y registro médico se construye una noción específica de persona con nombre, sexo, nacionalidad y número de identificación; herencia genética, educación y profesión; domicilio, renta y patrimonio, entre otros datos. Esta forma de subjetivación constituye un aparataje técnico, judicial y cultural en que una vida se hace legible socialmente. Al proponer los códigos de legibilidad de lo viviente se convierten –con un poder performativo– a los animales en personas y a las personas en animales.

Habría que leer la historia colonial de América Latina a partir de las series conceptuales que la biopolítica ofrece: el uso de la violencia, la ocupación del espacio y el flujo de capital. La violencia puede tener distintos nombres o signos culturales –puede ser imperial, colonial o nacional–, pero vista desde el marco biopolítico puede ser entendida, al fin, como un conjunto persistente y coherente de producción extractivista, control militar e inversión económica sobre un territorio y sus cuerpos.

Así, por ejemplo, a la población indígena de América Latina se le ha llamado salvajes, caníbales y bárbaros como una forma de llevar a cabo esta deshumanización animal. Como los animales se supondría que estas poblaciones carecen de libertad (son esclavos o hijos de la naturaleza), pero, sobre todo, no tienen derecho de propiedad porque originariamente se le han quitado sus posesiones. El pueblo se entiende como un pueblo animal que vive en la naturaleza –por esto el apelativo colonial de los naturales– y en un estado de naturaleza comunitario y prepolítico según la ficción liberal del contrato social[4].

La idea de la naturaleza americana es así el lugar primario de la propiedad privada, explotación y acumulación originaria. En América Latina la conquista del territorio consiste en la comprensión del espacio como objeto de posesión, producción y explotación por medio de la encomienda. Lo viviente que intervenga en ese espacio –animales, humanos, insectos, plantas, piedras y aguas– es agregado a la administración privada o del Estado, la producción capitalista y el relato modernizador mediante su cosificación.

En la época moderna, el célebre cuento “El matadero” (1839) de Esteban Echeverría puede leerse también bajo esta perspectiva. Ahí, el espacio físico de producción de carne exhibe cuerpos animales y cuerpos populares abiertos y abyectos, sucios y hambrientos. Hay una degradación y mezcla racial, cultural, de género y especie –negras, mulatas, indias, niños, perros, aves de carroña– enmarcada en la producción y la violencia. El pueblo es animalizado y bestializado, el matadero es el espacio de la violencia soberana (Giorgi 132). “El matadero” da cuenta de la exposición del cuerpo popular animalizado a partir de una división biopolítica y política a la vez. La tradición literaria argentina del siglo XX es pródiga en estas figuras. Hay un pueblo animal en Osvaldo Lamborghini y también en “La fiesta del monstruo” de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. En todos ellos los animales son una figura política.

Las relaciones entre animales y personas tienen muchas funciones. Gabriel Giorgi ha propuesto que en América Latina la figura del animal ocupaba el lugar del otro, es decir, de las vidas menos valiosas: indígenas, sujetos populares o mujeres. Sin embargo, a partir de los años sesenta, propone Giorgi, el animal se internaliza en la literatura no solo en lugar del otro, pues ese otro se configura en un yo que cambia de sentido. La tesis que sostiene Formas comunes afirma que, a partir de los años sesenta en América Latina, hay “una nueva proximidad entre los humanos y la vida animal” (Giorgi 12). Esto se manifiesta en las nuevas preguntas que se hacen al cuerpo y los deseos, las enfermedades y los afectos. El animal, que solía ser lo heterogéneo e inasimilable, se vuelve una figura interior. La distinción humanista y antropocéntrica entre las especies de hombre y animal se desdibuja. El libro lee con detención los momentos en que los cuerpos se confunden, se abren o acercan y hace hincapié en las implicancias filosóficas de reconocer la arbitrariedad de las categorías de lo viviente: ¿qué es lo humano?, ¿qué es lo animal? Quizá la vida sin adjetivos –un colectivo físico, animal y vegetal– es un continuo impersonal que es canalizado, estructurado y administrado en técnicas y discurso que lo dividen. En la literatura podría entenderse, en este contexto, la capacidad de distribuir de otra manera esta repartición de lo humano y lo animal.

2. Persona

La segunda noción de este cuadro semiótico es la persona. La persona no es lo mismo que lo humano, tampoco es igual al hombre o la mujer. La persona es una figura particular de lo subjetivo. Como recuerda Roberto Esposito, no todos los hombres y mujeres son personas. En el derecho romano solo algunos lo eran, los demás eran más bien un objeto, una cosa: “En Roma, era persona quien gozaba de la posibilidad de reducir a otros a la condición de cosa” (Esposito 23). Me interesa la noción de persona, más que humano u hombre, debido a lo restringido de su uso actual: jurídico, teológico y acaso médico.

La ley propone la figura de personalidad jurídica como una ficción fundamental para el ordenamiento institucional y económico. Las personas jurídicas son, en estricto sentido, un producto del discurso con derechos y obligaciones ya designadas. La persona legal es una posición subjetiva, una función del discurso, un lugar vacío y variable sobre el cual se arma todo lo demás. Desde la literatura se entiende con naturalidad la ficción de la persona teatral y el personaje textual como la máscara de figuración y desfiguración estética.

La ficción filosófica del contrato social –ese supuesto contrato con que la sociedad se constituye al aceptar las leyes– se basa en torno a la persona aislada como sujeto de posesión y de consentimiento. Por esto, la expresión persona legal se usa indistintamente con sujetos, empresas, corporaciones e instituciones. Persona es un sujeto determinado que puede tener propiedad, de hecho, su primera propiedad es su propio cuerpo (Esposito 31). Además, posee ciertos derechos y la obligación de cumplir la ley; por último, posee la capacidad de administrar y hacer productiva la propia vida, sus capacidades físicas e intelectuales.

En la teología católica, en cambio, la noción de persona tiene sentidos profundos y espirituales que contrastan con el vacío formal de la noción jurídica. Para la teología y filosofía las personas son singulares, irrepetibles y, su parte espiritual, eterna. La idea de persona es curiosamente inmutable, en contraposición al cuerpo que envejece y muere. En la Suma teológica, sin ir más lejos, la persona es una substancia particular que tiene dominio sobre sus propias acciones. Así, tanto Dios como el espectral Espíritu Santo son también personas.

La noción de persona conjuga así un aspecto jurídico y uno teológico, ambos se complementan, la formalidad del discurso jurídico se compensa con el espesor de lo espiritual. Ambos se articulan en torno a un cuerpo humano singular. Asimismo, este es un cuerpo administrado en su despliegue vital por la medicina. La práctica médica, a través del potencial performativo del diagnóstico y su tratamiento, define la relación entre enfermedad, vida cotidiana y futuro. O, a través de la medicalización legal compulsiva, puede mantener un sujeto en cierta afectividad determinada, incluso, puede mantener un cuerpo vivo tan solo respirando, aunque sus funciones cognitivas estén suspendidas.

Entendido así, los seres vivos fuera de la categoría de persona y de lo “normal” por razones jurídicas, biológicas, espirituales o morales, se incluyen en la categoría de monstruo. O, puesto de otra manera, los monstruos están dominados por su propia animalidad constituyente y no logran someterla y administrarla como una propiedad personal. Los monstruos muestran una anormalidad tanto natural como jurídica, esto los hace doblemente repudiables, como observó Foucault (Los anormales 71). Los asesinos en serie, sacerdotes católicos pedófilos, terroristas, criminales e incluso el Hombre Elefante pueden ser considerados monstruos por la prensa, ya que exhiben una anormalidad física notoria, una cualidad violenta o una crueldad bestial popular menos que humana.

También monstruosas pueden ser las fuerzas urbanas que no son procesadas por el sistema político, que lo desbordan y hacen irrisión de sus categorías tradicionales. Esta multitud no es el pueblo político tradicional de la izquierda ni tampoco es la mera población biopolítica –según Hart y Negri–, sino una figura de multiplicidad inestable compuesta de singularidades que dan figura a lo común y que desbordan los canales de articulación liberales (198). La multitud es una colectividad sin sustancia o rasgo fijo, una barbarie sin ontología que está en el espacio entre los cuerpos. Al ser una suerte de manifestación de la vida colectiva sin forma, la carne social de la multitud puede fácilmente aparecer monstruosa (Hart y Negri 190) ya que muestra la potencialidad abierta de la vida más allá de formas tradicionales de lo individual y lo colectivo.

Tanto las nociones de pueblo animal como la multitud de Hart y Negri son figuras de lo colectivo. Los criminales, en cambio, se encuentran singularizados e identificados por los aparatos del ideológicos del estado (como los llamó Althusser) Si bien esta es una diferencia significativa, estos autores tienen en común su confusión con lo animal. Si el colectivo popular se animaliza y desfigura hasta lo monstruoso, el criminal singular también lo hace quedar fuera de la ley. La animalización es un dispositivo que sobrepone lo popular y lo criminal, lo colectivo y lo singular sobre la noción de persona, pues la ley está determinada por intereses sociales y, en ese contexto, lo animal se presenta como una figura ideológica.

En la literatura latinoamericana hay casos emblemáticos donde animales y humanos entran en conflicto y así devienen una figura política. Pienso, por ejemplo, en los dos cuentos de metamorfosis humano/animal enmarcados en un discurso modernizador y de expansión cultural: “Juan Darién” (1924) de Horacio Quiroga o “Meu tio o Iauaretê” (1950) de Joao Guimarães Rosa. En ambas narraciones, los sujetos populares transformados en animales salvajes (tigre y jaguar, respectivamente) se enfrentan a la violencia económica y expansiva de la civilización occidental.

En estos relatos fantásticos, la alteración entre las fronteras de las especies y los cuerpos remite a la vida como la apertura entre el cuerpo, el espacio y el sentido, lo que se expresa a través de la tensión entre oralidad y escritura; ruido, sonido, gruñido y voz. La metamorfosis de los cuerpos en estos cuentos se produce en zonas selváticas de frontera en las que avanza la violencia colonial para instaurar el capitalismo. Como afirma Andermann las metamorfosis muestran la “continuidad de lo viviente que se enfrenta a la máquina antropológica occidental” (6).

3. Autómata

El autómata –la próxima figura del cuadrado semiótico– no es entendido como un objeto actual en el mundo –un artefacto, eléctrico, digital o sintético– dotado de autonomía relativa, sino como una figura retórica o una imagen dialéctica que articula cierta experiencia de la técnica, lo tecnológico y su despliegue en el capitalismo contemporáneo. Incluyo entre los autómatas a robots, androides y –en sus conjeturales y ansiosas mezclas con lo humano– los cíborgs. Uso deliberadamente la anticuada palabra autómata en vez de la más reciente y aurática cíborg, para enfatizar la artificialidad y hacer patente la cualidad ficcional y figural.

Se solía llamar autómatas a los artefactos mecánicos que tomaron visibilidad en la Europa ilustrada. Andreas Huyssen observa que los autómatas, que se pusieron de moda en la Europa del siglo XVIII, se pueden relacionar con la definición materialista de la mettrie del ser humano como un hombre máquina sujeto a las leyes naturales y no a las divinas. Posteriormente con la extensión de las máquinas en el trabajo durante la Revolución industrial en el XIX cesó la fabricación de ellos como entretenimiento (Huyssen 130-132).

El autómata es lo contrario de la persona en relación con la interioridad reflexiva, ya que su comportamiento es programado, repetitivo y ciego, por esto, en el cuadrado se encuentra en la esquina opuesta a la persona. El autómata es el doble inorgánico del animal ya que también se constituye en la alteridad de la persona. Animales y autómatas son inconscientes o carecen de reflexividad y, por esto, se sitúan por fuera de la subjetividad. Al mismo tiempo, si los animales y sus encuentros con lo humano dan la pauta para pensar la corporalidad y la política, el encuentro con la máquina y la técnica aspira a articular la relación con el capitalismo contemporáneo.

En una primera acepción, la máquina se entiende como una amenaza para lo humano. Así, se encuentra en el trasfondo de la idea de trabajo alienado de Karl Marx, la línea de ensamblaje industrial parodiada por Charles Chaplin en Tiempos modernos (1936) y el shock insistente de las máquinas que Walter Benjamin observó en la vida moderna (234). Una de las últimas encarnaciones de esta dialéctica la ha propuesto Jonathan Crary en 24/7 Late Capitalism and the Ends of Sleep, donde sostiene que internet y las pantallas portátiles digitales han colonizado la vida cotidiana con una rapidez inaudita. La temporalidad incesante del mundo electrónico, las redes sociales como el suplemento ya formateado de nuestra vida personal, social y laboral; el hábito y la compulsión por usar los aparatos todo el día en todas partes, propone Crary, han hecho cambiar la textura de la experiencia singular y colectiva (31), que ahora se encuentra mediatizada por las grandes compañías que archivan los textos, imágenes, preferencias de sus usuarios como datos que administran con objetivos de marketing y de control estatal.

Ya sea que se elija a Marx, Chaplin, Benjamin o Crary, la temporalidad del cuerpo acoplado a la máquina implica un presente saturado hasta el exceso. Saturado por varias razones. Es un presente siempre en movimiento que se define por no detenerse jamás: la televisión e internet, por ejemplo, tal como destacó Guy Debord en los años sesenta. Es un presente simultáneo, donde muchos hechos que suceden al mismo tiempo, pero cuya diversidad se hace equivalente e intercambiable en la distribución de la red que estandariza.

Desde la vanguardia de inicios del siglo XX hay registro de una fascinación por las máquinas. Las máquinas son atractivas, es difícil negar aquello, por lo que se las ha representado como aparatos liberadores. La velocidad del automóvil, el tren y el aeroplano; así como la experiencia del teléfono, el gramófono, la fotografía y el cine reconfiguran las coordenadas tradicionales del cuerpo y la percepción del tiempo y el espacio. Estas tecnologías producen un placer perceptivo y corporal donde la intensidad tiene una carga impersonal.

Figura de liberación es también aquella del cíborg desarrollada célebremente por Donna Haraway hace tres décadas. Como apuesta por la fusión de lo orgánico y lo tecnológico, el cíborg sería una figura liminar entre lo humano y lo animal, el organismo y la máquina, lo físico y lo ficticio (Haraway 151-153). La identidad parcial y contradictoria del cíborg de Haraway es un bienintencionado discurso por la liberación de las formas de subjetivación tradicional y la apertura de la vida hacia el encuentro entre especies.

Ahora bien, las figuras –para ejemplificar el cruce entre los animales y los autómatas– tienen que estar entre la vida y la muerte, entre lo orgánico y lo inorgánico. No se podría confundir con un sujeto consciente y sensato o, al menos, sería uno con sus facultades muy limitadas. Quizá podría tener algún tipo de lenguaje, pero su reflexividad sería divergente de la autoconciencia de la fenomenología clásica.

La figura de los zombis podría estar en este cruce, ya que están muertos y vivos a la vez. Esta confusión de lo viviente repercute en la limitación de su conciencia ya que los zombis han devenido en un puro cuerpo animal sin interior, actúan siniestramente como máquinas dirigidas a la distancia. Además, se alimentan de carne humana, signo de su cambio, los zombis comen humanos de forma similar como los humanos comen animales. Ambos comen otra especie en exceso y sin conciencia, confunden los límites corporales, y los bordes entre lo vivo y lo muerto. Al morder a los humanos esparcen su condición perversa como epidemia. Al menos es así en su versión popularizada por el cine en La noche de los muertos vivientes de George Romero (1968).

Recientemente, se publicó en Chile la novela Zombie (2010) de Mike Wilson. Ambientada en un escenario posapocalíptico debido a un ataque nuclear, el libro narra una comunidad de jóvenes que logran vivir sin padres, ciudad o sociedad. A la ciudad arrasada se la llama El Pozo ya que solo queda un terreno baldío de cenizas radioactivas. Algunos jóvenes viven en las casas de un acomodado barrio de la precordillera (que se salvó de la destrucción) y mantienen sus límites espaciales y subjetivos. Otros jóvenes, los huérfanos, viven de forma precaria y colectiva en campamentos en los bosques. Acomodados y huérfanos, esta es la primera división social que plantea la novela.

Estos jóvenes consumen la droga metanfetamina cristalizada (o crystal meth, su nombre en inglés) como forma de virtualizar lo real. El personaje principal del texto es Frosty, el fabricador y distribuidor de la droga, que tiene el rostro deforme debido a un accidente en un laboratorio. El uso extendido de la metanfetamina, junto con los efectos radioactivos, degrada rápidamente las funciones corporales y cognitivas de los jóvenes, “Es fácil reconocerlos. Tienen la ropa gastada, sucia, el cabello enredado y algunos portan las huellas inconfundibles de la meth: los ojos desenfocados, las manos temblorosas y miradas paranoicas que se desvían por sus hombros” (Wilson 29). La degradación física, social y perceptiva se asocia a una deshumanización, a su decadencia física reducida a una mera máquina viviente.

Junto a la droga, el otro elemento que altera las nociones de espacio, cuerpo, percepción y autoconciencia de los personajes de la novela es el juego de rol –ficción en la ficción–, donde se encarna una narrativa religiosa en que los jóvenes se inmolan lanzándose a un cráter en sacrificio al dios Cthulhu –creado por Lovecraft–. Drogas y mundo virtual son los elementos que crean una nueva comunidad que se sobrepone a la división social y espacial entre acomodados y huérfanos. Drogados, virtualizados en sus identidades sociales y su acción cotidiana los personajes devienen zombis que actúan sin conciencia y que se lanzan al cráter de El Pozo. Mediante el juego de rol y la droga los sujetos son partes de una comunidad tanatológica que los lleva a la muerte.

4. Espectro

La última figura del cuadro es el espectro. Los espectros son una forma de vida y un recurso narrativo y visual que encarna un remanente virtual o sobreviviente espiritual del sujeto. El alma separada del cuerpo sigue la tradición filosófica y teológica occidental de Platón, Aristóteles, Descartes, Tomás de Aquino y compañía. El espectro, además, ha logrado devenir una figura popular, visual y textual que cristaliza una serie de tensiones subjetivas y sociales en torno a la superviviencia conjetural del sujeto.

Sin embargo, los espectros no están vivos ni muertos, no son personas ni objetos, no están completamente presentes o ausentes. El espectro es una suerte de figura deconstructiva por antonomasia, toda categoría de la realidad es puesta en duda por esta sombra elusiva. Como notó Jacques Derrida el espectro es un ser que pone en duda, no solo su ontología, sino la idea misma de ontología (20). A pesar de esta complejidad teórica, los espectros –fantasmas o espíritus, aquí son sinónimos– tienen un funcionamiento más o menos claro. Tuvieron vida terrestre, después murieron y desde un orden espiritual o donde habitan los muertos, nos visitan, nos rondan y penan. Así combinan espacios y temporalidades disímiles, realidades paralelas. Los espectros son principalmente espíritus, aunque no solo eso, son huellas vivientes y sobrevivientes.

Una vez que aparecen, los espectros suelen volver con insistencia. Los fantasmas no llegan, más bien vuelven, porque ya estaban desde antes. Su aparecer tiene una acción retardada en relación con su ser. Como el retorno de lo reprimido o la repetición compulsiva de un hecho traumático, socavan la primacía del presente, la unidad del tiempo y del espacio y la cronología lineal. George Didi-Huberman dice que el fantasma es una imagen superviviente (58). Los espectros son parte fundamental de la literatura fantástica occidental, sin embargo, hay registro de su figura, u otras muy similares, en culturas muy disímiles a través del tiempo.

La relación entre los fantasmas y la memoria está bien documentada, desde la Edad Media los fantasmas aparecían poco tiempo después de ocurrida la muerte, y conforme pasaba el tiempo, las apariciones se espaciaban más (Davies 38). El fantasma, para ser comprendido, debe ser situado en un marco espacial y temporal dado por la memoria que le confiere un sentido. En un registro social, la presencia fantasmal de cuerpos e imágenes marcadas por la violencia aún tienen repercusión en la memoria política de los países del Cono Sur.

Los fantasmas también pueden ser proyecciones del deseo y el discurso. Giorgio Agamben ha hecho una sugerente lectura de los fantasmas como fantasía melancólica. En la poesía occidental el objeto de deseo ausente es convocado en el poema. Si bien el poeta desea la presencia, el poema logra paradójicamente la escritura de su ausencia. Esta duplicidad deja al objeto de deseo en estado espectral, ausente pero deseado, presente como ausencia en la escritura. En Estancias Giorgio Agamben lo llama el fantasma de eros y propone que la melancolía erótica busca capturar imposiblemente a un fantasma de la amada angélica y demoníaca a la vez (61).

En la época contemporánea los registros de los espectros son principalmente visuales. Es más, los espectros no solo son fenómenos que se experimentan ópticamente, sino que suelen aparecer en las fotografías, se aprovechan de los procedimientos técnicos, toma, revelado, ampliación; y sus procesos ópticos y químicos, para inmiscuirse en ellas. Las reflexiones y la experiencia de la fotografía como la técnica que entrega una imagen fiel de los muertos sin duda contribuyeron a esto. En Espectros de luz, Valeria de los Ríos hace una genealogía de la influencia del cine y la fotografía en la narrativa latinoamericana contemporánea.

¿Cuáles serían los seres monstruos que se encuentran entre las personas y los espectros? Interesantemente, estos se desdoblan en dos tradicionales: demonios y ángeles, brujas y hadas. Todos ellos son seres en parte humanos y espirituales, que se manifiestan a los humanos a través de una apariencia animalizada, por ejemplo, demonios, esfinges, grifos, centauros, medusas, minotauros y otros más. Sus apariencias, que combinan especies vivientes disímiles, muestran su capacidad para moverse entre espacios humanos y divinos. En los demonios, esta mezcla grotesca o abyecta es signo de una violación del orden cósmico[5].

Los espectros –como marcas de la memoria y como recuerdo de la violencia traumática– están muy presentes en la literatura latinoamericana. Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo es un ejemplo paradigmático. En esta novela, Juan Preciado viaja al pueblo de Comala que ha devenido en una ciudad espectral en medio de un paisaje desértico. En este texto la fragmentación textual y temporal es análoga a la memoria traumática y dispersa de la violencia soberana llevada a cabo por Pedro Páramo. La violencia no solo ha borrado a todos en Comala, sino que además los ha dejado como una comunidad de fantasmas fuera del tiempo, cerrados en un espacio inhóspito y presos en la memoria.

Ahora bien, para respetar la simetría del cuadrado semiótico quedan por dilucidar las figuras posibles entre los autómatas y los espectros. Autómatas y espectros son los dobles sin vida de las dicotomías del cuerpo y el alma, animalidad y razón, materia y espíritu. Por una parte, está la corporalidad inorgánica del autómata que contradice la interioridad reflexiva de la persona y, por otra, el espíritu sin espacio y tiempo determinado del espectro, el que solo se materializa a través de sus mediaciones visuales y de la memoria, que contradice la certeza de nuestro cuerpo orgánico y animal.

Por todo esto, las imágenes que podrían ubicarse acá son perfectamente inestables y singulares. Quizá se podría situar allí la figura de la realidad virtual y algunos elementos de ella como virtualidad, ilusión, potencialidad, inmersión e interactividad. Estas características se encuentran en la literatura y el arte contemporáneos. Tomo la precaución, de nuevo, de sostener que esta realidad virtual me interesa como figura cultural más que como la experiencia actual de sumergirse en un espacio visual virtual, creado por computadores que, por medio de un casco y un traje, enlazan los movimientos del propio cuerpo.

Prefiero, en cambio, para dar un ejemplo de la realidad virtual, la novela La invención de Morel (1940) de Adolfo Bioy Casares. En este texto el genio del doctor Morel logra desarrollar, a través de procedimientos tecnológicos, imágenes holográficas tridimensionales de seres que viven en una isla donde el narrador llega fugitivo de la ley. Los seres, en particular, la deseada Faustine, intrigarán la curiosidad del fugitivo solitario, hasta que descubre los procedimientos técnicos de la máquina que los mantiene en movimiento. Estos seres tienen la desmaterialización visual del cine, son espectros de luz, resultados visuales de máquinas. Hay una consecuencia importante del registro mecánico, la máquina al grabar a los sujetos les absorbe la vida, su vida animal se podría decir, para devenir espectros. Los seres de la isla forman una comunidad espectral a los que el fugitivo se entrega.

Animales, personas, autómatas y espectros son figuras culturales en las que se cristaliza, detiene y hace legible la potencia de lo viviente. Más allá del estructuralismo básico de la división cuerpo/alma lo vivo puede ser entendido como un acontecimiento en constante cambio y articulación, a la manera deleuziana, un flujo abierto que toma una forma particular para poder ser comprendido. Estas figuras, con que lo vivo es imaginado como el animal, la máquina o lo espiritual, asimismo, las metamorfosis monstruosas, pueden ser también umbrales de sentido.

El monstruo se suele definir como aquella imagen híbrida que confunde las especies que ordenan lo viviente (Cohen 6). Esta confusión produce ansiedad, desdibuja los límites corporales, culturales y sociales. Al mismo tiempo, el monstruo produce fascinación y deseo por una vida que se desmarca de las categorías de lo inteligible y propone nuevas formas de concebir lo viviente, nuevas formas en que los cuerpos se entienden y afectan.

El animal, el espectro y el autómata se infiltran en los bordes de la subjetividad y toman figuras de vida inestables. Los ejemplos de la literatura latinoamericana que se han utilizado, no obstante, más que presentar cuerpos monstruosos como irrupción de la alteridad narran espacios monstruosos en que la legibilidad de las vidas se hace confusa, abyecta y traumática. La literatura más bien representa el espacio como un lugar en que lo común deviene desfiguración de la violencia y recreación de la memoria.


El matadero, Comala, El pozo y la Isla de Morel son espacios colectivos y políticos, también son lugares en que se articula lo común y lo singular. Por una parte, “El matadero”, Comala en Pedro Páramo y el Pozo en Zombie están o fueron regidos por una violencia soberana que administra la vida y la muerte. Esa violencia produce este espacio monstruoso en las vidas singulares de los personajes, ahí toman forman y, al mismo tiempo, se deforman. Estos espacios traumáticos, espectrales, monstruosos son rearticulados por la memoria superviviente, en Comala, y por técnicas químicas y narrativas en El Pozo. La isla de Morel, al extremo, es la recreación máxima de la realidad mediante la virtualidad administrada de las tecnologías visuales.

No es extraño que las imágenes de lo vivo y lo muerto, lo consciente e inconsciente, desemboquen en una reflexión sobre la política, violencia y la memoria en América Latina. El animal, el espectro y el autómata son figuras liminares en que el sujeto y lo social se engarzan. Es más, en las fronteras entre la corporalidad y la memoria, la técnica y la política deben multiplicarse las figuras para configurar nuevas formas de vida.

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Notas

1 Este artículo fue apoyado por el proyecto Fondecyt “Vida y animalidad en la literatura latinoamericana” 1130363.
2 La novela Informe sobre ectoplasma animal de Roque Larraquy y Diego Ontivero logra desarticular esta oposición tradicional al narrar la historia de una empresa destinada a captar imágenes espectrales de animales en Buenos Aires a finales de los años veinte.
3 Giorgio Agamben, Roberto Esposito, Michael Hart y Antonio Negri, Maurizio Lazzarato, Nikolas Rose y Cary Wolfe, entre otros.
4 Ver Rolena Adorno, The Polemics of Possession in Spanish American Narrative y Anthony Pagden, The Fall of Natural Man: The American Indian and the Origins of Comparative Ethnology.
5 Algo similar sucede en el cine de Hollywood; los demonios que devienen en espectros encarnados en personas producen resultados nefastos y placenteros, por ejemplo, El exorcista (1973) y Poltergeist (1982). Por otra parte, los superhéroes del cómic poseen disfraces, máscaras y capas, instrumentos que, narrativamente, sirven para proteger su identidad. Estos los separan visualmente de las personas comunes y los reafirma como únicos en su especie. Hay superhéroes animalizados: Batman, el Hombre araña, Aquaman, lo animal les permite potenciar su capacidad física, cognitiva y moral. Tener rasgos de animales, paradójicamente, los hace más humanos.
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