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El oficio del rey en Jonás de Orleans. Discurso episcopal y cultura política en el reino franco del siglo IX1

The office of the king in Jonas of Orleans. Episcopal discourse and political culture in the Frankish kingdom of the 9th century

Patricio Zamora Navia
Universidad Andrés Bello, Chile

El oficio del rey en Jonás de Orleans. Discurso episcopal y cultura política en el reino franco del siglo IX1

Revista de Humanidades, núm. 38, pp. 217-232, 2018

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 03 Noviembre 2017

Aprobación: 04 Abril 2018

Resumen: Este artículo busca establecer los principios y fundamentos teóricos que hicieron del tratado de Jonás de Orleans una de las primeras sistematizaciones del pensamiento político medieval, para entender el peso de la autoridad episcopal en un discurso que construye la trama de lo legítimo y lo ilegítimo en el mundo carolingio de la tercera década del siglo IX. Asimismo, se pretende analizar textos clave del tratado, la contextualización en su ámbito cultural y, en especial, el papel que jugaba el rey en un orden político modelado en función de la salvación de la sociedad cristiana.

Palabras clave: De institutione regia, Jonás de Orleans, pensamiento político medieval, oficio regio, episcopalización.

Abstract: This article seeks to establish the principles and theoretical foundations that made the treaty of Jonás of Orleans one of the earliest systematisations of medieval political thought. Our particular interest lies in understanding the weight of episcopal authority reflected in a discourse that builds the fabric of legitimacy and illegitimacy in the Carolingian world of the third decade of the ninth century. In addition to the analysis of key texts of the treaty, it is intended to contextualize the text in its cultural context and especially the role played by the king in a political order modeled on the salvation of Christian society.

Keywords: Institutione Regia, Jonah Of Orleans, Medieval Political Thought, Office of The King, Episcopalization.

En los últimos años los estudios de la Alta Edad Media han mostrado notables transformaciones. Las visiones historiográficas clásicas, también llamadas de conjunto, se han abierto a nuevos problemas de investigación generados por la relectura de los documentos y su estudio sobre la base de nuevas perspectivas de análisis. Como ha señalado Wickham (35), la Alta Edad Media es una época visceral, el período en el que las sociedades y las formas de gobierno configuraron por primera vez las entidades que constituyen los antepasados genealógicos de los Estados nación de hoy. Así, estos cimientos siguen siendo de interés para los historiadores en la búsqueda de definir la identidad del modelo cultural de Occidente.

En este mismo marco, la historiografía carolingia –desde alrededor de tres décadas– ha renovado sus perspectivas a la luz de la historia cultural, los estudios antropológicos, filológicos y documentales. Estas nuevas perspectivas de análisis2 han permitido expandir las valoraciones del período, reinterpretando muchos de sus elementos. En el ámbito político, se exploraron la circulación de las ideas y la conformación de un modelo virtuoso que, con una fuerte raigambre bíblica, dotó de fundamentación teórica a un orden que articuló el mundo social, estableciendo una verdadera economía de poderes, tanto en la esfera laica como religiosa.

1. El orden como articulador de política y sociedad

Los poderes del mundo franco altomedieval lograron superar el desorden administrativo y, en parte, el gubernamental, apoyándose en un modelo organizativo que hizo protagonistas a los obispos en la tarea de guiar a la sociedad. Esta solución reposará fuertemente en la idea del orden como garantía del buen gobierno, paradigma que será imitado por otros reinos europeos convirtiéndose en uno de los aspectos identitarios más característicos del Medioevo. Este modelo se apoyaba en el ideal de justicia, bajo el cual los príncipes debían encuadrar sus gobiernos y cautelar la construcción del reino de Dios en la tierra. En el célebre Concilio de París de 829, se estableció que sobre los obispos pesaba la responsabilidad de guiar a los reyes en la recta fe y ley divina. Los mecanismos de control para esta tarea fueron las advertencias y amonestaciones:

Si el rey gobierna con piedad, justicia y misericordia, merece su título de rey. Si estas cualidades le hacen falta, él no es rey sino tirano. En la antigüedad todos los reyes eran llamados tiranos, pero, a continuación, gobernando con piedad, justicia y misericordia, obtuvieron el título real […] El rey debe pues velar por hacer triunfar las buenas acciones en él y en su casa a fin de que todos sus súbditos tomen de él buen ejemplo.

El ministerio real consiste especialmente en gobernar y regir al pueblo de Dios en equidad y justicia y velar por procurar la paz y la concordia. En efecto, él debe, en primer lugar, ser el defensor de las iglesias, de los servidores de Dios, de las viudas, de los huérfanos, y de todos los pobres e indigentes. Él debe también mostrarse, en la medida de lo posible, terrible y lleno de fervor para que ninguna injusticia se produzca; y si se produce una, para no permitir a nadie conservar la esperanza de no ser descubierto o la audacia de hacer el mal, para que todos sepan que nada quedará impune.

El rey debe saber, en efecto, que la causa que ha recibido en su ministerio no es la de los hombres, es la de Dios; que él deberá darle cuentas a Dios de su ministerio el día del terrible juicio.

Es cierto que el poder real debe aportar el orden según la equidad a todos los súbditos. En consecuencia, todos los súbditos se someten fielmente y con obediencia a este poder, porque el que resiste a este poder resiste el orden deseado por Dios. (Concilio I, 2; II, 3 y 7)

Ahora bien, los concilios no deben ser vistos como simples declaraciones de un grupo de obispos, sino como una puesta en escena de un discurso performativo de los ideales que se pretenden instaurar. De hecho, son representaciones del concepto de ordo, pues siguen una ritualidad litúrgica que busca legitimar la dimensión de acto (Buc). Los textos conciliares son instrucciones dadas en un marco litúrgico que garantiza la credibilidad de sus conclusiones, creando así una imagen eclesiástica de unidad. La naturaleza prescriptiva de estos textos sirvió para asegurar que la pureza y la autoridad pastoral de los participantes permaneciera inviolable (Kramer).

A partir del año 829, primero mediante los concilios y, luego, los tratados, esta doctrina fue definiendo y limitando el ámbito político carolingio. Dos años más tarde, el obispo Jonás de Orleans (780-842/3) redactó una obra sobre los deberes de los reyes, titulada De Institutione Regia, en la que –según la crítica historiográfica– se comienza a dibujar lo que será el modelo que ordenará el devenir teórico-político del mundo medieval3. El texto consta de tres partes: una larga admonición, una pieza de versos laudatorios y un tratado dividido en diecisiete capítulos. La introducción es una sentida exhortación.

El universo de Jonás de Orleans se compone por una sociedad cristiana unida por la fe. El norte civilizatorio es la salvación universal y el camino hacia ese destino escatológico debía ser preparado por las figuras del sacerdote y el rey.

En el tratado de Jonás late fuerte la célebre doctrina gelasiana–al menos algunos de sus fundamentos y tradiciones–, pues incorpora el ideal de gobierno dualista en el ámbito de la Ecclesia, donde prima la autoridad pontificia basada en el principio de legitimidad por excelencia: la auctoritas. De esta forma los obispos poseen de forma colegiada la auctoritas y son responsables de los reyes ante Dios. Sin embargo, se debe usar con cautela el término doctrina gelasiana o gelasianismo, al menos como categoría de análisis que explicar un todo complejo y muchas veces contradictorio. Supuestamente la doctrina gelasiana postuló la inferioridad de la naturaleza del poder temporal (emperador romano) respecto del espiritual (papa romano). Esto, habría estado contenido en la célebre carta que el papa Gelasio envió a Anastasio (Herrera). No obstante, no debemos obviar una polémica que tiene ya varias décadas y que ha llegado incluso a cuestionar esta diferenciación de poderes y la preeminencia del papa sobre el emperador (Sassier). La división de poderes se debió más a una singularización espiritual que a una práctica y definición del poder en el plano jurisdiccional y material, según Hernández. Quien extrema esta discusión es Gilbert Dagron que niega la existencia de una esfera espiritual diferenciada de la temporal, opuesta a la confusión de los dos poderes en la tradición imperial oriental. Para este autor, aquello sería un invento de la historiografía occidental influida más por la modernidad que por la documentación y realidad histórica.

Más allá de las discusiones, lo claro es que el regnum forma parte del cuerpo de la Iglesia, y no a la inversa. Así, las personae que dirigen la Iglesia, también dirigen el reino. El concepto de ordo permite entender la articulación política y social de la Alta Edad Media. La ordinatio divina, u organización divina de la sociedad se asocia al orden ideal, entendido siempre dentro de la Ecclesia y la christianitas.

Citando a Fulgencio y su libro De la veracidad de la predestinación y de la gracia, Jonás ratifica la idea de orden planteada:

[El gobernante] debe someter el imperio a la judicatura de la fe, y si es previsto de una verdadera humildad de corazón, subordinará a la santa religión la cima de su dignidad real; si mejor desea servir a Dios debe hacerlo ejerciendo el poder sobre el pueblo en el miedo más que en el orgullo; si en él la dulzura templa la ira y si la bondad es el ornamento de su poder; si inspira a todos al amor más que al orgullo y si cuida la salvación de sus súbditos; si mantiene la justicia sin abandonar la misericordia; si ante todos se muestra como hijo de nuestra santa madre, la Iglesia católica, esto permitirá que él haga del principado, el instrumento de la paz y de la tranquilidad de aquella para el universo. (De Orleans 185)

Convengamos que el término ordo tenía otras acepciones en esta época. Respondía, sobre todo, a una suerte de clasificación, de división. La lectura social de Jonás se funda probablemente en la tradición paulina del orden (Romanos, XIII, 1-2) querido por Dios. Sobre esto, el obispo de Orleans construye una especie de cuadro sintético del mundo cultural del siglo IX, acaso una ¿antropología de su mundo? (Zamora 86).

Meta y propósito máximo de la sociedad cristiana corporeizada por la fe, es la salvación general y los rectores de esta empresa escatológica son dos personas notables:

Todos los fieles deben saber que la Iglesia universal es el cuerpo de Cristo, que su cabeza es Cristo mismo, y que existen en ella dos personas principalmente destacables, a saber, la del sacerdote y del rey. La persona sacerdotal es aún más eminente que la regia porque deberá rendir cuentas ante Dios. De esto, Gelasio, pontífice venerable de la Iglesia de Roma, escribía al emperador Anastasio: “Hay dos augustas emperatrices por las cuales el mundo está principalmente dirigido: la autoridad sagrada de los pontífices y el poder real”. (De Orleans 177)

La concepción de la sociedad y de las jerarquías que la rigen es ministerial, pues a cada orden social corresponde un ministerio. Desde este concepto –utilizado retóricamente en el tratado– el obispo establece el peso moral que corresponde a cada miembro de la sociedad cristiana:

El ministerio real está especialmente para gobernar y dirigir al pueblo de Dios con equidad y justicia, y para procurar la aplicación de la paz y la concordia. El rey debe en primer lugar ser el defensor de las iglesias y de los servidores de Dios, de las viudas, los huérfanos y de todos los otros pobres, y también de los indigentes. (De Orleans 199)

2. El oficio del rey

A pesar de titularse De Institutione Regia el tratado del obispo de Orleans es menos claro en la definición de la dignidad real que de la episcopal. El sentido de autoridad que asigna al rey está fuertemente asociado con el valor moral y su rol dentro de la sociedad cristiana. Se refiere en su tratado al significado de la palabra rey, siguiendo la costumbre de valerse de las Etimologías de Isidoro de Sevilla4 (Fontaine):

El rey toma su nombre del hecho de actuar rectamente. Si, en efecto, reina con piedad, justicia y misericordia, llevará el justo título de rey; pero si falta a estas virtudes, perderá el nombre de rey. De hecho, los antiguos llamaban a todos los reyes tiranos, pero quienes gobernaban con piedad, justicia y misericordia obtenían el nombre de rey. (De Orleans 185)

La dimensión del buen rey se afianzaba asimismo con la gracia divina, pues el rey era visto como portador de un carisma que fundado en la intervención providencial:

Por lo tanto, ya que es el hecho de gobernar lo que da su nombre al rey, primero debe aplicar, con la ayuda de la gracia de Cristo, purificarse, y purificar su casa de malas obras, y para hacerlo abundar en buenas obras, a fin que todos los otros reciban siempre el buen ejemplo. Además, que él mismo se ajusta a la fidelidad y obediencia a los preceptos salvíficos de Cristo y, actúa con rectitud, para mantener a aquellos sobre los que ejerce el poder temporal, en la paz y la concordia, en la caridad y la manifestación de todas las otras buenas obras, en tanto que la voluntad divina lo conceda. (De Orleans 185)

La naturaleza del poder real para Jonás se origina en la Providencia divina, y no en la dimensión humana. En este punto, es la exégesis lo que da fundamento al pensamiento del obispo al citar el Deuteronomio, donde se estipula lo que debe y no debe ser un rey (De Orleans 187; Deuteronomio 24, 20; 26, 12).

En otros artículos he abordado la idea de espejo de príncipes que bien podría aplicarse al tratado de Jonás (Zamora 85-6), pues el mismo texto se encarga de revelar al menos la idea de un espejo en tanto imagen ideal del gobernante, así como su pertinencia:

Pero no dudamos en que las enseñanzas de los santos que reinan con el Señor, enseñanzas transmitidas por el favor del Espíritu Santo, tengan más valor en los oyentes que las palabras de nuestra ínfima persona. Es por lo que hemos insertado en este opúsculo algunas palabras del mártir de Cristo, San Cipriano, que ofrecemos a vuestra Serenidad para que los mantenga a mano, para que las lea a menudo y las estudie, a fin de que sus palabras sean una suerte de espejo donde usted pueda contemplarse y mantener aquello que usted debe ser, lo que debe hacer y lo que debe evitar. (De Orleans 189)

El rey en el tratado del obispo de Orleans no solo debe establecer dominio en materia temporal, sino que velar por que las magistraturas propiamente clericales sean respetadas a todo evento:

Que la autoridad y el poder de unir y desunir estén acordes para Cristo y los sacerdotes –que son los sucesores de los apóstoles–, esto se evidencia con la lectura del Evangelio, que la plenitud de vuestra sabiduría nunca lo desconozca. Es por esto que suplicamos a Vuestra Excelencia a fin de que, por vuestro intermedio, los magnates y todos vuestros otros fieles aprendan a conocer el nombre, el poder, la fuerza, la autoridad y la dignidad sacerdotales, por temor que la ignorancia de esto pongan en peligro sus almas. (De Orleans 181)

El mal gobierno convierte el orden en caos. El rey corrupto alimenta las catástrofes sobre su reino y por ello pierde su título, legitimidad y sucesión dinástica:

De hecho, quien no administra su reino según esta ley no asegura que no haya numerosas dificultades para su gobierno. En efecto, es frecuente que por esta razón la paz se rompa entre los pueblos, y además que surjan obstáculos en el seno del reino, que los productos de la tierra igualmente disminuyan y que los servicios debidos a la población se compliquen. Además, muchos sufrimientos empañarán la prosperidad del reino, la muerte de seres queridos y de niños traerán tristeza, las incursiones de los enemigos devastarán completamente las provincias y destrozarán las manadas de ganado grande y pequeño; las tempestades del invierno dificultarán la fecundidad de las tierras y los oficios del mar, y también los rayos destruirán las cosechas y las flores de los árboles, así como la vid de las viñas. (De Orleans 191)

La revelación de la voluntad divina es el único camino que conduce al buen gobierno. Dicha revelación es materia exclusiva de los obispos quienes, como speculatores Domini, comprenden los misterios de la ley y la palabra divina, por ello, el rey está bajo el magisterio episcopal como hijo de la Iglesia: “En efecto, el gobierno y la expansión de un imperio cristiano están mejor asegurados por la preocupación de la situación de la Iglesia sobre toda la tierra que por un combate para la seguridad temporal de una parte de ella” (De Orleans 193-195).

Más allá de asumir completamente el controvertido concepto de “agustinismo político” (Dufal) de Henri-Xavier Arquillière, acuñado en 1933, en este tratado se expresa un evidente menoscabo de la dignidad real en favor de la primacía de los obispos del reino franco. Este autor propone que en la Alta Edad Media el pensamiento original de Agustín se fue transformando, al punto de confundir los conceptos originales planteados por él. Así, por ejemplo, se asoció estado secular a la Ciudad Terrenal y la institución eclesiástica a la Ciudad de Dios. Supuestamente, esta lectura errada se habría superado con el sometimiento del gobierno temporal a la Iglesia, construyéndose el ideal de la teocracia (Hernández 28). Sin embargo, es evidente que el rey –otrora sostén de la idea y sentido del reino (kingdom)– se convierte en el operario de un oficio definido como ministerio y confiado por Dios. Este ministerio se desarrolla en el capítulo cuarto de la obra de Jonás, titulado “Quid sit propie ministerium regis”, pues tras el ejercicio retórico de asociar al rey con la dirección del pueblo de Dios en el recto ejercicio de la equidad, justicia, paz y misericordia, plantea las formas en que debe ejercer más perfectamente esa judicatura (De Orleans 199).

Asimismo, plantea que todo rey debía hacer una buena elección de sus colaboradores y entorno próximos. Hablamos nada menos que de los orígenes de la corte, donde los funcionarios –como duques y condes– lejos de ser sus meros parientes tenían ya en esa época un rol administrativo y judicial muy relevante:

Lo anterior muestra claramente que aquellos que, después del rey, deben dirigir al pueblo de Dios, es decir los duques y los condes, deben, para ser elegidos, contar con cualidades tales que su designación no constituya un peligro para aquel que los nombra: ellos deben saber que están allí para reconocer al pueblo de Cristo como su igual por naturaleza, para protegerlos con su clemencia, y para dirigirlos con justicia, y no por dominio, sin oprimirlo y apropiarse de él para su propia gloria, lo que no conduciría a la justicia si no que a la tiranía y a la injusta dominación. (De Orleans 211)

Todas estas exigencias se enmarcan en el contexto del juicio final, al que se recurre permanentemente en la fundamentación del tratado. Es el mismo rey quien deberá rendir cuentas en “el más justo de los juicios” sobre el ministerio que le ha sido confiado. Asimismo, debe vigilar cuidadosamente a cada uno de los subordinados establecidos bajo su ministerio para evitar exponerse al castigo divino, ne ipse pro eis iudicium incurrat divinum (De Orleans 211).

Una de las dimensiones del ministerio real que más distingue nuestro obispo es la administración de justicia. En su texto, primero, se atiene a la tradición isidoriana “rex a recte regendo”, y luego, en el capítulo octavo (“Todos deben someterse y obedecer humilde y fielmente al poder real instituido por Dios”), precisa algunos asuntos sobre la promulgación de leyes:

Se establece que el poder real debe legislar (consultum ferre) conforme al orden de la equidad y, por esta razón, conviene que todos obedezcan fiel, útil y dócilmente a este poder, ya que “aquellos que se oponen al poder instituido por Dios se rebelan contra el orden querido por Dios” según las enseñanzas de los apóstoles. (De Orleans 221)

Así, la función legislativa, si es practicada con justicia, mantiene el orden en el reino, y asegura la paz, la salvación y hasta la felicidad del pueblo de Dios, siempre y cuando este último se someta a la autoridad regia:

Es necesario que cada uno de los fieles busque el beneficio general, el interés y el servicio del reino antes que las ventajas del mundo, a fin de que se ayuden ellos mismos en su salvación y paralelamente procuren la felicidad del reino eterno. (De Orleans 225)

El oficio de rey también contemplaba la defensa de la Iglesia y de los servidores de Dios. En la medida que el rey es el jefe de la militia saecularis y defensor de la Iglesia contra sus enemigos del exterior y del interior, es también la garantía de la paz y de la lucha contra las desviaciones religiosas, las que deben ser aniquiladas:

el [rey] ministro de los sacerdotes debe vigilar con diligencia, y sus armas deben defender la Iglesia de Cristo. (De Orleans 183)

La mayor parte de las personas cometen un error muy lamentable; sin caridad piensan pedir el favor de Dios en esta condición de mortal, buscan alcanzarlo, pero sin ella. De hecho, si en nosotros la caridad no existe, pero sí reina el odio, los celos, la codicia, la discordia, la ocultación, la lujuria y todos los otros males, incompatibles con el propósito del cristianismo, no sorprende que los castigos divinos nos golpeen en el interior y exterior de distintas formas, y provoquen los ataques de los enemigos contra nosotros. Es por esto que, si queremos llevar en calma y tranquilidad una vida de paz, amemos y temamos a aquel que ama la paz y la caridad, y bajemos humildemente la cabeza ante sus mandamientos. (De Orleans 229)

El valor de la concordia se dirige en el discurso jonasiano también hacia las tensiones entre el orden laico y clerical, muy comunes en esta época: “En cuanto a quienes viven en los honores de las funciones palatinas –clérigos y laicos–, es justo que estén unidos por el lazo de la caridad, que no mediten contra la voluntad divina, la injusticia o la pérdida de la función de unos u otros” (De Orleans 231).

Con todo, es perfectamente distinguible en el pensamiento del obispo de Orleans que el ministerio real se sitúa en el ámbito de la potestas. Se establece, en el Concilio de París del año 829, al menos teóricamente, una clara separación entre la auctoritas, en tanto atributo de poder episcopal, y la potestas, del rey. Aun así, se acepta una excepción respecto de la cual el rey puede hacerse en casos calificados del dominio de la auctoritas cuando el interés superior de la Iglesia así lo exija. Jonás resuelva el aparente disenso entre ambos enunciados citando las célebres Sentencias de Isidoro de Sevilla: “Los príncipes seculares, tienen, algunas veces, la cumbre del poder en la Iglesia, para que, gracias a este poder, puedan reforzar la disciplina eclesiástica” (De Orleans 203).

Para Jonás de Orleans, el mundo carolingio se presenta como una sociedad cristiana cuyos miembros se encuentran unidos por su fe. Esta sociedad, que apunta a un único objetivo, la salvación general, era dirigida por dos personas notables, la del sacerdote y la del rey. El De institutione regia, nos presenta un cuadro totalmente diferente al de los tiempos de Carlomagno, en que regía la fuerza de la conquista, concentrada en el emperador, jefe indiscutido de la Iglesia. En contraste, Jonás introduce una concepción dualista del gobierno, en la cual, la comparación de fuerzas juega a favor de la autoridad de los obispos.

Así, la realeza se encuadra dentro de la Iglesia como un ministerio. Dentro de las funciones ministeriales destaca la legislativa cuyo ideal y meta es garantizar la paz y la concordia de la Iglesia y el pueblo de Dios. También el rey es el administrador del poder militar, con vistas a la defensa de la sociedad cristiana contra sus enemigos internos y externos. Por último, destaca dentro del oficio del rey su función judicial. En este ámbito, el tratado demanda del gobernante una férrea corrección de los abusos y una comprometida defensa de los grupos más desvalidos.

Referencias

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Notas

1 Este artículo es resultado del proyecto de investigación “Genealogía del poder monárquico durante la Alta Edad Media (siglo IX)” (JM/834/2016-2017), financiado por la Universidad Andrés Bello.
2 Entre ellos los estudios de Davies y Fouracre (1986), Mckitterick (2008), (De Jong, 2001), Depreux (2002), Goffart (2005), Nelson (2006), Falkowsky/Sassier (2009), Rodríguez de la Peña (2008) y Sánchez (2013).
3 Esta obra estuvo por largo tiempo olvidada por la historiografía. Se descubrió, por azar, uno de los tres manuscritos en el siglo XVII, que fue editado por Luc D’Achery, como parte de su obra Spicilegium, en 1661, a partir del manuscrito romano. Los tres manuscritos son el Romano (R. Vatican, Archivo S. Pietro, Lat. D. 168), el de Orleans, de 1632 (A. Paris, Biblioteca Nacional de París, N., Nouv. acq. Lat. 1632) y el del Fondo Barberini, de 1625 (B Vatican, Barberini 3033). La Institución Real, fue traducida al francés en 1662, por Des Mares y cuenta con diversas ediciones posteriores. En 1930, Reviron reeditó el tratado desde una reproducción fotográfica del manuscrito de San Pedro en Roma, contrastando dicha copia con la segunda edición del Spicilegium (Zamora 85).
4 Para Isidoro “La palabra reino viene de rey. Pues, así como rey viene de regir, así reino viene de rey. Todas las naciones en sus tiempos tuvieron su reino, como los asirios, medos, persas, egipcios, griegos, mudándolos el tiempo de tal manera que a veces eran sustituidos por otros. Entre todos los reinos de la tierra se conocen dos principalmente como gloriosos: el de los asirios primero, y después el de los romanos, distintos y ordenados entre sí con arreglo al tiempo y el lugar”, Etymologiae, IX, 3, 1-2.
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