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HENRI MALDINEY: ACONTECIMIENTO Y PSICOSIS1

HENRI MALDINEY: EVENTS AND PSYCHOSIS

Patricio Mena Malet
Universidad de La Frontera, Chile

HENRI MALDINEY: ACONTECIMIENTO Y PSICOSIS1

Revista de Humanidades, núm. 37, pp. 133-164, 2018

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 16 Noviembre 2016

Aprobación: 13 Abril 2017

Resumen: El siguiente texto busca interrogar la relación compleja entre acontecimiento y psicosis proponiendo una aproximación desde una fenomenología páthica, por ejemplo, la practicada por Henri Maldiney en Penser l’homme et la folie. De este modo, la intención de este trabajo es interrogar a la locura como posibilidad radical del ser del ser humano, del hombre del hombre sano y enfermo, que devela y pone al desnudo los existenciales del existente. La hipótesis mayor del texto es que la locura, como posibilidad, devela al existente en crisis, al tiempo que la crisis que aporta la locura es la imposibilidad para el existente de ser en crisis.

Palabras clave: Maldiney, psicosis, acontecimiento, crisis, páthico.

Abstract: This paper aims to questions the complex relations between event and psychosis proposing an approximation from a pathic phenomenology, for example, the phenomenology practiced by Henri Maldiney in Penser l’homme et la folie. Thus, the objective this paper is to interrogate madness as radical possibility of being of the human being, of the man of the healthy and sick man, which makes patent existential existing. The major hypothesis of the papers is that madness, as a possibility, reveals the existing crisis, while the crisis of madness is the inability for the existing to be in crisis.

Keywords: Maldiney, Psychosis, Event, Crisis, Pathic.

1. Introducción

El título, Acontecimiento y psicosis, que retoma por lo demás el título homónimo de un texto de Henry Maldiney (Penser l’homme et la folie 183-213), ya indica, de alguna manera, la orientación de este trabajo. Pues, lo que se busca poner en cuestión es cómo la psicosis2 —la psicosis maníaca, melancólica y esquizofrénica— pone en riesgo aquella apertura del sujeto a los acontecimientos que pueden hacer un hito en la existencia, hacer época o historia, hiriendo el curso de nuestra vida al marcar un antes y un después en ella. Así, la “y” del título antes que subrayar una unión, un lazo o un vínculo, marca más bien la imposibilidad que conlleva la psicosis de entrar en relación con los eventos: un no poder hacer la experiencia de lo que llamamos acontecimiento en tanto que sucediéndonos nos aportan un sentido extraordinario que nos permite reconocernos radicalmente “otro” en un mundo también reconfigurado de par en par y en una historia verdaderamente inédita abierta por el paso de los eventos. Es, precisamente, aquella compleja relación entre la psicosis y los acontecimientos, que se quisiera interrogar de la manera más detenida posible aquí. Sin embargo, aquello no se puede hacer sin antes avanzar mediante un largo rodeo que no puede sino consistir en el esclarecimiento de varias preguntas o inquietudes que son, a nuestro juicio, del todo fundamentales. En primer lugar, ¿cuál es el ámbito propio desde el cual la locura puede ser interrogada? Pues, ciertamente, ésta tiene un suelo seguro que la hace operativa, esto es, que permite no solo dilucidarla, sino también tratar a aquellos —pacientes— que son tomados por la locura. Y en este sentido, la psiquiatría parece ser el horizonte más adecuado desde el cual interrogar lo que es la psicosis y cómo ésta puede ser comprendida a la luz de los acontecimientos. Mas, el primer paso que intentaremos dar consiste en mostrar que la psicosis, antes de ser un tema psiquiátrico, un objeto científico que le atañe a esta ciencia es una cuestión filosófica y, aún más, fenomenológica, puesto que lo que ella saca a la luz siendo interrogada no son ni síntomas ni diagnósticos que afectan al hombre enfermo, sino al hombre mismo —al “hombre” del hombre enfermo— en su modo de ser, en las maneras como su existir desfallece o es dislocado por la locura. Es la fenomenología, o al menos un tipo de fenomenología, la que podrá, por consiguiente, instruirnos respecto de lo que la locura revela del hombre en su dimensión existencial. Para ello, avanzaremos interrogando la fenomenología páthica3 de Henri Maldiney –—fenomenología páthica o del sentir, de lo transpasible4 y de lo transposible— que se comprende con relación al proyecto de la psiquiatría fenomenológica de Binswanger. Esta psiquiatría, movida como lo fue por el aprendizaje de las obras de Husserl y Heidegger, se opuso de manera radical a las ciencias positivistas, y con ello a la psiquiatría positiva para la cual la locura es una patología. Así las cosas, la fenomenología que nos interesa para abordar la cuestión del acontecimiento y la psicosis, es aquella que siendo heredera de Husserl, el padre fundador de la fenomenología intencional y trascendental, habiéndose apropiado el esfuerzo, por tanto, de hallar leyes de esencia en la descripción de los fenómenos, también se ha dejado instruir por la filosofía heideggeriana, asumiendo el desafío de describir “en qué el hombre proviene de la experiencia del ser” (Housset, “L’anthropologie au risque de la phénoménologie” 58). De este modo, la fenomenología de Maldiney tiene el mérito de abordar la cuestión de la locura en su dimensión existencial que pone en juego la dislocación de la presencia a sí y al mundo, así como el quiebre de la “continuidad temporal” de la vida de la conciencia. Interrogando la psicosis, se cuestiona también el acceso al existir humano en tanto que estar fuera de sí, tenerse a sí mismo fuera de sí. De esta manera, Maldiney busca analizar, interrogando la psicosis, la presencia en el mundo, la estructuras temporales y espaciales de la existencia, su articulación que proveen al existir un “estilo” y un “ritmo” particulares y una orientación en el sentido. Como se puede apreciar, nuestro autor no interroga la psicosis sino para develar las estructuras existenciales propias del ser humano, y, en primer lugar, lo que la psicosis devela, será aquello a lo que nos abocaremos a lo largo del texto, es este modo de presencia en el mundo, fundado como está, en lo que Heidegger llama Stimmung o ambiente o atmósfera, y que es aquel “momento decisivo sobre el cual se funda todo comportamiento posible. Designa así el momento páthico de todo ser en el mundo” (Cabestan & Dastur, Daseinanalyse 150). Precisamente, el análisis de la psicosis pone en evidencia —en cuanto revela sus momentos críticos— aquellos momentos páthicos de la estructuras temporales y espaciales del existir humano.

Siguiendo entonces la vía fenomenológica de Maldiney, intentaremos aportar comprensión sobre la psicosis, en su dimensión existencial, interrogando lo que recibir —un acontecimiento— significa, y cómo ésta pone en jaque la capacidad de encontrar, de hacer la experiencia del mundo y trastoca, a su vez, las estructuras espaciales y temporales “en tanto que articulaciones de la existencia” que “estructuran nuestro ser en el mundo” (Regard parole espace 137). La vía que enfrenta Maldiney es la de una fenomenología de lo páthico, del sentir y del acontecimiento. Con ello, lo que se busca exponer, en palabras de Caroline Gros, es el existir

como un enraizamiento afectivo, climático y thymico de base en un mundo ante-perceptivo, ante-predicativo y ante-judicativo. Se tratará, por tanto, para nosotros, de explicitar este espacio de juego en el cual el existente no es fuera de sí sino en la medida que es en el mundo, o más bien en su mundo, en un mundo suyo que es el lugar del advenimiento de los posibles que resultan del poder-ser y del acontecimiento imprescriptible a partir del cual la ipseidad se anuncia y se ipseisa antes de decir ‘yo’. (Gros 70)

Así, una fenomenología de lo páthico, esto es, del padecer, de la pasibilidad, no deja de cuestionarse por lo que “recibir” quiere decir y la locura nos pone en situación de preguntar si acaso esta capacidad —la de recibir en tanto que padecer— no es puesta en jaque de un modo tan complejo como abismal.

2. El hombre en la psiquiatría

En “L’homme dans la psychaitrie”, Henry Maldiney afirma que:

El hombre es cada vez más ausente de la psiquiatría. Pero pocos se dan cuenta de ello, porque ¡el hombre es cada vez más ausente para el hombre! Es posible comprender cómo esta retirada se efectúa en suma de modo humano y lo que implica de humano. Pues el hombre, en su retirada, sigue esta vía específicamente humana que se llama, desde Heidegger, ‘proyecto’, el cual está al principio de toda empresa . . . También es posible percibir al mismo tiempo lo que se muestra del hombre en esta deshumanización humana, y sacar de aquí aclaraciones sobre el proceso humano que constituye la locura. Así, en la tragedia de Sófocles: Ulises, testigo de la locura de Ayax, dice a Atenea.: ‘Yo percibo en él algo que es mío’ ¿Qué significa eso? Eso significa, dice aún Maldiney, que la psicosis es una forma desfalleciente del modo propiamente humano de existir, es decir de ser-en-el-mundo, con los otros, consigo mismo; o todavía de habitar, construir, acoger y excluir, incluso de excluirse. (31)

He aquí como Maldiney intenta dar cuenta de la dificultad de un abordaje que busca aclarar la locura haciendo de ella un objeto científico, un hecho cuya etiología fuese posible y evidente. Precisamente, es su convicción de que la psiquiatría, en su esfuerzo por determinar las enfermedades psicóticas —a saber, la melancolía, la manía y la esquizofrenia—, arriesga perder al hombre de vista para quedarse tan solo con un objeto,5 allí, disponible o a la mano, dispuesto para ser conocido y clasificado, distinguido y diferenciado, reducido a una patología entre otras. Ciertamente, nuestro autor tiene en la mira a las psicologías y psiquiatrías positivas que, buscando tomar prestado su método de las ciencias exactas o positivistas, se vuelven éstas hacia una

generalidad separada de la individualidad concreta, y esta generalidad, variable de una a otra, es la de una estructura abstracta que tiende hacia la objetividad haciendo corto-circuito con la realidad. Mas simplemente —agrega Maldiney— la psicología positiva hace caso omiso de la dimensión esencial del hombre real cuya existencia, como lo dice Hegel, no es positividad, sino que destino. (Regard parole espace 131)

Se trata de un proceso de alienación de la psicología —positiva— que para hacer del hombre su objeto lo reduce a un “sistema cerrado” (132) y se prohíbe la inspección de la dramaticidad del existir humano: aquella que se despliega en el pathos del encuentro entre el sí y el mundo, el sí-mismo y el otro, en el “a través” de tal encuentro donde el existente no queda indemne y, por tanto, no queda fijo en una identidad, mantenido en una sustancialidad, sino que abierto a los posibles que advienen según el modo de la sorpresa y la primera vez. Mientras que la psiquiatría no fenomenológica se aproxima “temáticamente” al análisis de la psicosis y del existir mismo, por medio de abstracciones que no toman en cuenta al existente en carne y hueso, el Daseinanalyse, busca más bien dar razón de los modos de presencia propios del existir; y es en dicho caso, que el existente —afectado o no por la psicosis— no solo se halla puesto o instalado en el mundo, sino también destinado hacia aquello que dándosele lo conmina o lo envía fuera de sí. De este modo, lo que la psiquiatría positiva pone fuera de juego es el hecho que la psicosis le acontece al existente en tanto que proyecto, lanzado, como lo está, hacia sus posibilidades y expuesto a la interrupción crítica de su decurso o proyectarse existencial. Lo que la psicosis revela, en cuanto que posibilidad del existente, no es tal o cual enfermedad, sino una afección profunda en los modos que tiene el existente de mantenerse abierto a las cosas mismas, a los otros, y, en suma, al mundo que le conmina.

Y entonces, el objeto del saber psiquiátrico, siendo el hombre, “no está en concordancia consigo mismo sino a condición, precisamente, de no ser un objeto sino un existente” (133). A diferencia de esta aproximación positiva y objetivista, la psiquiatría fenomenológica busca comprender al hombre enfermo, esto es al “hombre en situación”, lo que a su vez significa comprender a la “psiquiatría en situación en la experiencia humana” (133). El ser humano, tomado e interrogado el ser del ser humano, está irrevocablemente en situación, incluso, si cada situación particular y específica puede ser revertida, cambiada, el hecho de “estar en situación” es irrevocable. Y aquello que la psiquiatría fenomenológica se compromete a comprender es, precisamente, al hombre-enfermo-en la situación que es la suya; pues, en efecto, si lo que la psicosis revela es un hondo trastocamiento en la experiencia temporal y espacial, entonces, aquello que en última instancia debe ser recomprendido, son los modos de estar en situación a los que la psicosis nos expone. Y por ello mismo, lo que hay de común entre el hombre enfermo —psicótico— y el hombre sano —el analista— es aquel estar en situación que, en cuanto estar, es común a uno y a otro. Así, puesto que el hombre, en tanto que existente, está fuera de sí, se tiene a sí fuera de sí, lanzado y en relación con el mundo, siempre en situación, su existir no puede, sino que consistir en responder de lo que se le da y, dándosele, lo abre a la experiencia del mundo y de la alteridad. El existente que somos no se deja por ello tematizar, es lo no-temático por excelencia en cuanto no es ni objeto ni objetivable. Su ser no radica en la constancia propia de un objeto, claramente delimitado y ciertamente confrontado cuando se busca conocerlo. Por el contario, el existente no se halla en sí coincidentemente puesto que está ahí donde las cosas lo envían tras su encuentro: así, por ejemplo, cuando hacemos la experiencia de un encuentro significativo por medio del cual nos hallamos lanzados y como en órbita de aquello que, hallado por nosotros, reorganiza nuestra vida como siendo comisionada en algún respecto. Mas, esto no puede sino significar que el existente que somos no halla el inicio de sí, el sentido de su iniciativa, en sí mismo, sino en la relación con el mundo que lo exige, con la situación en la que se halla y encuentra y por la que se encuentra. Es, precisamente, éste, si se quiere, el “objeto” que la locura pone en juego. Y esto solo puede hacerlo —es, por ejemplo, la convicción de Binswanger (Introduction à l’analyse existentielle 49-77; “Événement et vécu” 5-28)— si antes de explicar un síntoma o un disfuncionamiento psico-somático, se aboca, más bien, al esfuerzo de comprensión de la historia de la vida del “hombre” enfermo. Comprensión posible puesto que tanto “el hombre sano y el enfermo, el psiquiatra o el analista y su paciente, comparten el mismo mundo, incluso si difieren en su manera de comunicar con él” (Dastur, “Henri Maldiney. Les structures…” 42). La psicosis se ofrece para su comprensión en tanto que ella se revela como una fractura en aquel modo de ser fundamental del ser que somos y que es el ser-en-el-mundo y que es también un ser-con-otros. De esta forma, la psicosis no es tomada y abordada desde la mirada de un espectador desinteresado que tiene a la mano un objeto que observar; por el contrario, el hombre enfermo y el hombre sano tienen cómo comprenderse en cuanto habitan un mundo común, orientan su existir en el mundo y con otros: la locura se manifiesta, precisamente, como la dislocación de aquellas estructuras existenciales que son propias del “hombre” simplemente. La psicosis desnuda, de este modo, un modo de ser situacional que ya no comunica necesariamente con otros y se repliega en sus propias maneras de ser en situación temporales y espaciales-contracción de la temporalidad, por ej., o imposibilidad de reconocer la proximidad exhortante o no de las cosas; mas, aquellas transformaciones en su despliegue de la situacionalidad del hombre se sostienen en aquel estar en situación irrevocable y común, en ese sentido, tanto al hombre sano como al enfermo.

Se deja entender allí que uno de aquellos esfuerzos fundamentales del abordaje filosófico que hace Maldiney de la locura, es reintegrar, precisamente, al “hombre” mismo al cuestionamiento sobre la locura, tomada ésta de otro modo que un objeto y tomado aquel como un existente no-tematizable. Así, en Penser l’homme et la folie nuestro autor afirma que: “Ustedes que tienen que ver con el hombre enfermo, tienen que ver con el hombre” (215).6 Pues, precisamente, abordar la locura solo y en tanto que una patología a partir de la cual reconocer múltiples disfuncionamientos, incapacidades sociales, etc., es, a juicio de Maldiney, buscar emancipar a la enfermedad del enfermo, enmudeciendo la dimensión “existencial” que ella misma, la locura, revela y aclara, aunque sea de un modo negativo. La enfermedad, en este caso, la locura, no se esclarece al ser tematizada como un “objeto” de saber; ella requiere ser interrogada, más bien, como una “constante posibilidad de la existencia humana” (Housset, L’intériorité d’exil 171), como un riesgo que el existente corre, vive y “lo existe” al menos como posible, en cuanto posibilidad; como una amenaza, en suma, para el existir mismo. La psiquiatría clínica, por el contrario, y al decir de nuestro filósofo, insiste en dejarse orientar “por la preocupación de establecer un diagnóstico, es decir de situar, para darle sentido, las expresiones del enfermo bajo un horizonte de posibles predefinidos: las categorías nosológicas. Todo su método, continúa Maldiney, está fundado en la distinción radical y principal de lo normal y lo patológico” (Penser l’homme et la folie 10). Pero tal actitud no deja ver al “fenómeno” de la locura que, antes de ser una patología entre otras, como ya decíamos, es en primer lugar una “posibilidad” constante del ser humano que, amenazando el existir personal, nos mantiene implicados en ella y por ella, así como lo estaban los espectadores de las tragedias griegas. Al decir de Aristóteles, estas últimas —las tragedias— tenían la finalidad de producir en aquellos —los espectadores— los sentimientos de temor y compasión. Aquel destino irremediable que sume en una profunda e irrevocable tragedia al héroe que no puede evitar el infortunio (atyje),7 debe ser comprendido por los espectadores como una posibilidad cierta de ser vivida por ellos. Los sentimientos de temor —temor porque tal tragedia podría ser la mía— y de compasión —compasión por aquel sufriente que padece un infortunio inmerecido— no pueden tener sino la función de poner al desnudo el riesgo de la propia existencia y producir una catarsis, i.e., una limpieza o esclarecimiento de sí mediante el espectáculo trágico que viene a sacar el velo de los ojos8 para comprender los verdaderos alcances de lo que existir significa. Es eso, precisamente, lo que Maldiney quiere indicar cuando cita del Áyax de Sófocles la respuesta que Ulises da a Atenea que lo invitaba a reír de la locura de Áyax: “yo percibo en él, en su locura, algo mío”. Tal respuesta de Ulises revela una comprensión de la locura como posibilidad propia y personal; siendo que ella se deja ver en el otro, el enemigo mortal de Ulises, así también refleja una condición común entre ambos: la locura del otro “puede” ser la mía; esto es, tanto como él, “yo” soy “capaz” de volverme loco; o si se quiere, aquella capacidad no es tanto el poder de tomar una iniciativa y abrir un curso de acción, sino que su poder o potencia consiste en dejarse abrir o dejarle espacio a lo otro que sí, en este caso a la locura que se muestra como un horizonte posible para la propia existencia. La capacidad, tal como es abordada en las discusiones medievales sobre lo que significa ser “capaz de Dios” (capax Dei) es una disponibilidad para el espaciamiento de lo otro en sí. Así, la locura puede hacerse espacio en cada uno precisamente porque cada uno ya está abierto y dispuesto a ser espaciado por ella.

Se trata, por tanto, de una posibilidad existencial, de una dimensión de la condición humana que, siéndole propia, a su vez le es impropia en cuanto significa un quiebre o una ruptura al interior del existir mismo. Es propio del hombre poder volverse loco, perder la razón —lo que para Husserl significaría ya no poder constituir más el sentido del mundo—, esto es, perderse como ego trascendental (Husserl 81-96). Mas aquello no significa otra cosa, sino que el ser humano “puede” lo que le es impropio, es decir, “existirse” inauténticamente sin poder apropiarse a sí porque se está demasiado lejos de sí, o no pudiendo distanciarse de sí porque se está insoportablemente consigo sin distancia alguna entre sí y sí mismo. Lo que significa a su vez que la locura pone en juego el sentido de la propia “interioridad”. En palabras de Emmanuel Housset, esto se puede expresar del siguiente modo:

la cuestión de la locura conduce al corazón del problema de la interioridad, en la medida que la locura puede ser a la vez la interioridad bloqueada en ella misma e incapaz de estar disponible a la alteridad del mundo, y la interioridad totalmente entregada a la exterioridad sin ninguna distancia posible: es por tanto al mismo tiempo la imposibilidad de la exterioridad y la imposibilidad de la interioridad. En este doble movimiento, ella es la imposibilidad de asumir su presencia en el mundo y la presencia para sí, es la razón por la que el sí-mismo y el mundo desaparecen de manera concertada. (L’intériorité d’exil 172)

Pero, se puede reconocer con claridad que lo que aquí se llama interioridad depende y se sostiene en su capacidad de apertura a lo real, y por tanto en su relación con la exterioridad. En efecto, todo el problema de la locura —en su fundamento existencial— no se deja comprender sin reconocer el desfallecimiento mismo del existir en tanto que tener su ser afuera de sí. Solo hay interioridad, se podría decir, para aquel sujeto capaz de estar en relación con el mundo, de estar vuelto hacia él, hacia las cosas, los otros, pero también hacia sí mismo. Así, la interioridad es correlativa a la exterioridad y la locura parece, en una primera instancia, poner en jaque aquel estar y entrar en relación: afecta al “entre” de la relación mantenida entre el sujeto y el mundo, y, por ende, afecta los modos de estar presente al mundo, para sí y con y para el otro. Interioridad y exterioridad no nombran sino modos de ser relacionales de la presencia existencial. Pues, el existente que somos pre-temáticamente está siempre presente a sí en el mundo y éste, por consiguiente, no deja de serle presente en los modos de su ocupación. Y es en este sentido, que la psicosis hace de algún modo desfallecer no sola la correlación estricta entre interioridad y exterioridad, sino por ello la capacidad del existente para mantenerse presente a sí mismo, para sostener la presencia de las cosas en su decurso temporal y en su instalación espacial. Bajo tal respecto, la psicosis sin implicar el derrumbe de la situacionalidad irrevocable del existente, pone en jaque el poder de aquel de sostenerse implicado en las relaciones de proximidad y distancia, de interioridad y exterioridad, siendo que aquellos modos de ser se desperfilan, se atenúan o son trastocados de un modo dramático y profundo. Un ejemplo de ello podría ser la desesperanza propia de la angustia según Kierkegaard, a partir de la cual el sujeto desespera de no poder ser sí mismo, así como de no poder dejar de ser sí mismo. Esto podría traducirse como la imposibilidad de sostener la presencia para sí de sí mismo y como la imposibilidad sostener la distancia con uno mismo. Ambos de presencia —proximidad y distancia, interioridad y exterioridad— son constitutivos del existir y la psicosis los revela precisamente en su “crisis”, esto es, cuando aquellos, posibles como son, se hacen imposibles en su ejecución y son confrontados, desde entonces, como momentos temáticos y objetivos del existir.

Basten estas razones por el momento para afirmar, junto con Maldiney, que la locura antes que ser un tema psiquiátrico, es, tal vez y originariamente, una cuestión filosófica en tanto que su dilucidación depende de la interrogación del sentido —y de la orientación, por ende— de ser del ser humano. Es lo que pone en juego la pregunta: ¿cómo es posible la locura? Tal interrogación no hace sino poner en cuestión el establecimiento de la locura como un hecho que, afirmado o constatado, demanda una indagación etiológica, en busca, por tanto, de sus causas y de la identificación de síntomas que permitan clasificar y distinguir a la locura como patología. Mas, la posibilidad de la locura no es evidente; esto es, no se deja comprender de antemano cómo y en qué sentido puede alcanzar y hacer desfallecer el poder-ser más propio del ser humano, el hecho de su existir. Interrogar la “posibilidad” de la locura implica preguntarse de qué modo esta última puede apremiar hasta lo imposible al existir humano y conducirlo a sus límites, precisamente, allí donde “la psicosis es una forma de lo imposible” (Penser l’homme et la folie 7). Es decir, la locura, en tanto que posibilidad y por ello tomada en su inminencia, “tomada en ella misma —y no a título de síntomas o índices—” (7) pone en juego o en “crisis” al existir mismo, siendo que esta crisis es la afectación de la capacidad del ser humano para existir en “crisis”. La locura es una crisis que impide al existente existirse, esto es, ser según el modo de la crisis. Y en este sentido, no se deja reducir a objeto temático alguno; por el contrario, siendo que ella afecta y vulnera de modo radical al existir mismo, se puede decir de ella que conlleva una dramática: su “dramática (tô páthei máthos) revela lo que hay de irreductible en el hombre” (7). Esto es, lo que no puede ser tematizado ni objetivado, porque si así fuera perderíamos de vista lo que es propio del hombre: ser un existente, es decir, tenerse afuera de sí. Abierto y en relación, el existente nunca es definitivamente, “clausuradamente”, sino que “se existe” siempre “allí”, desde y a partir de lo que llama, conmina y comisiona. Es irreductible e “inobjetivable” porque no se deja reducir a una identidad, a una sustancia, puesto que su lugar comienza en otro lado que en sí y el que responda a lo que lo comisiona implica que su respuesta se bosqueja más allá de sí. Basten estas palabras de Maldiney para ejemplificar lo que existir quiere decir para el existente y la resistencia de éste a ser reducido a objeto, esto es, a caracteres constantes, firmes y abstractos que empobrecen la fenomenicidad de la cosa misma, del phainomenon, de lo que se muestra y se da. En Aux déserts que l’histoire accable, nuestro autor afirma: “Ahí donde yo veo yo soy. Ahí donde yo soy yo veo” (Aux déserts que l’histoire accable 93). Y esto, para mostrar que el existente es ese “ahí” anterior al sujeto y al objeto, más acá de aquellos, así como también más acá “del hombre y del mundo”, siendo más bien el “lugar apertural de su co-nacimiento” (93). Es este existente, en cuanto “ahí” apertural de la mundaneidad y de la temporalidad, que no puede existir sin quedar expuesto al riesgo de la locura, tomada ella como posibilidad radical de desfallecimiento de sí. De este modo, pensar al hombre y la locura, al ser humano conducido al límite por la posibilidad misma de la locura, es reconocer en la experiencia psicótica “el momento ‘agónico’ donde la pérdida de lo real es inmediatamente mutación de la presencia y emergencia de ‘lo irreductible’, que invalida toda teoría del hombre” (Joli 80).

Hasta aquí, entonces, el título de este parágrafo, “El hombre en la psiquiatría”, indica más que solo la interrogación por el sitio que tiene el hombre —en tanto que hombre enfermo— en la psiquiatría positiva y fenomenológica; pues es también, y aunque falten los signos de exclamación, una consigna que llama a la psiquiatría a resituar al “hombre” del hombre enfermo, esto es, al hombre como existente que se existe al riesgo de la locura, a ser pensado, precisamente, a partir de las estructuras fundamentales del existir que son aquellas que la locura “puede” hacer desfallecer. Una consigna como ésta solo puede ser lanzada si se reconoce ya el carácter problemático que representa el hombre para sí mismo, pues pensar al hombre en la psiquiatría no es, en primer lugar, pensar al hombre enfermo, sino al hombre, al hombre sano y al enfermo, al psiquiatra y al paciente, pues ambos participan de un mismo mundo y para ambos la locura ha sido siempre una posibilidad radical de ser conducido al límite de sí, de perder los límites o de encerrarse en ellos.

3. La crisis del existir

Para Maldiney, la fenomenología no dice nada fuera de la necesaria y constante interrogación sobre el modo de volver a las cosas mismas para dejarlas aparecer, manifestarse y así poder acogerlas en su presencia. De esta manera, Maldiney puede afirmar que: “El aparecer, el phainesthai no tiene más acá. Él aporta y lleva consigo su comienzo. Lo que aparece se descubre por sí mismo a partir de nada” (L’art, l’éclaire de l’être 16). El aparecer, la donación misma de los fenómenos se impone e impone un hacer experiencia que no debe ser medido conforme a la experiencia que, repetible “n” veces, como la que se hace en un laboratorio, nos puede proveer de conocimientos seguros y claros puesto que lo es de objetos que resultan de una reducción de la cosa a sus caracteres esenciales, constantes y perdurables, a costa de una sustracción de la riqueza fenomenal de la cosa (Marion 147-189).9 La experiencia, aquí en juego, no es aquella que organiza, puesto que constituye a la cosa en la evidencia de su manifestación, sino aquella otra que va al encuentro de lo que se da y se le da.10 Así, “hacer la experiencia” de lo que se da, de lo real, no puede significar “tener eso real delante de sí —como ob-jeto” (Grosos, “L’expérience du rien” 147). Por el contrario, tal como lo recuerda Maldiney, la raíz indoeuropea per que se halla en el vocablo griego empeiría, experiencia, etc., remite a una travesía que se hace, a una aventura que se prosigue. Así, Maldiney afirma: “Nuestra primera relación con el mundo se expresa por ese ‘a través’. El mundo que se anuncia en la raíz ‘per’ es el de la experiencia: empeiría, experientia, Erfahrung. La experiencia en la que nos encontramos y aprendemos las cosas es una travesía. Pero entendamos bien: una travesía humana” (L’art, l’éclaire de l’être 232). Esto es, el “hacer experiencia”, que remite al tô páthei máthos de Esquilo, es aquel aprendizaje que se obtiene del padecer y del sufrimiento, sin el cual las cosas no podrían verdaderamente ser comprendidas.

Mas, he aquí que el acento de la interrogación debe virar —para complementar— del “cómo” de la manifestación del fenómeno —interrogación reivindicada ciertamente desde Husserl en adelante—, hacia el dónde de su surgimiento. Así, ante la pregunta que le es dirigida respecto de los momentos críticos que guían su camino filosófico, Maldiney responde:

Una vez . . . en la que, de algún modo, me encontré perseguido por la visión de un paisaje, en uno de mis libros de clase [se refiere al período de su infancia] que era la reproducción de un cuadro de Corot. Yo no sabía en ese momento lo que era la pintura, ni siquiera que eso existía. Y fui tomado por la pregunta ‘dónde’: ‘Pero dónde pasa eso’. No pasa aquí, ni allí, ni en ese lugar, y tampoco en el imaginario. (“Entretien avec Henri Maldiney” 181)

Así, la cuestión del dónde implica un desplazamiento —y no un abandono—, puesto que la respuesta a la pregunta por el cómo de la manifestación se contesta más bien por la del dónde del surgimiento de la presencia de lo que nos arriba, i.e. de los fenómenos tomados en su acontecialidad.11

Retomemos brevemente el relato autobiográfico recién citado. Allí nos cuenta que la pregunta que se le impone como tal es aquella de “dónde pasa eso”, es decir, de dónde viene eso que se me impone y me toma a tal punto que me persigue en cierta forma. La cuestión del dónde ya manifiesta, por un lado, el hecho de que la pregunta tiene su origen, su inicio, en otro lugar que en aquel que la descubre, puesto que ella lo toma, lo persigue, lo acosa, si se quiere en tanto que le adviene. El dónde señala que aquello que surge viene a nuestro encuentro desde otro lugar, por lo que aquel capaz de encontrar, cuando halla y es tomado por lo encontrado, no puede afirmarse a sí como el principio de eso a lo que responde preguntando, precisamente, por el dónde de su surgimiento. O, tal como lo afirma Waldenfels: “Responder quiere decir comenzar en otra parte, comenzar por algo que se sustrae. Respondiendo a la demanda de lo otro, salimos de nosotros mismos” (37). Y en este sentido, el responder ya es un modo de ser hundido en la situación y que, desde ella, se deja constituir como despliegue, asunción y responsabilidad respecto de aquello a lo que se responde. La respuesta que ofrece el existente no es nunca primera, sino siempre motivada por la fuerza afectiva de las cosas, de las situaciones en las que nos hallamos, y que despiertan al existente tanto a sí mismo como a aquello con lo que se descubre en relación. Por ello, el responder comienza en otro sitio que, en el existente, en cuanto, a su vez, el existente está siempre desplazado y emplazado más allá de sí, afuera de sí, precisamente, donde están sus intereses desplegándose y a los que se halla abierto.

Retomando la inquietud de Maldiney, “dónde pasa eso”, la respuesta que él mismo ensaya a lo largo de su obra —pues tal vez ésta es de aquellas preguntas que son constantes en su filosofía— pudiera ser aproximadamente como sigue: eso que surge, el cuadro de Corot, no se dona allí delante como un objeto, sino que apareciendo sorprendentemente —puesto que su surgimiento era inimaginable e inesperable— no surge en el mundo, aunque en algún respecto sea precisamente una cosa del mundo. “Su aparición primera, afirma Maldiney, no es la de un accidente determinado que ocupa un lugar determinado. No es en el mundo, sino que el mundo es en ella, comienza en ella” (Aux déserts que l’histoire accable 93). El emerger mismo de la cosa que nos sorprende, que viene a nuestro encuentro de modo inesperado —¿cómo podía anticipar el niño Maldiney que aquella pintura haría nacer en él la pregunta acerca del dónde y por lo tanto que se manifestaría para sí como un acontecimiento que hace época en su historia? —, radica en el sentir que “porta consigo el instante-lugar de su aparición sin referencia posible. . . El acto puro del aparecer, el phainesthai es el ¡Ah! universal, la exclamación fundadora que desgarra el catálogo razonado de las apariencias y el código de las razones. Aquel que se despierta en el mundo a la luz de la desgarradura es el ahí de todo lo que tiene lugar” (93). Si las cosas aparecen y se presentan no lo hacen en tanto que fenómenos intramundanos —objetos por ejemplo útiles o tecnológicos—, sino en cuanto son sentidas, siendo el sentir “el lugar originario del aparecer” (Barbaras 19). Se trata de un sentir pre-perceptivo que está más acá de toda percepción que en cuanto tal no deja de ser intencional y por consiguiente objetivante. La experiencia del sentir originario es una que abre al existente a una receptividad pura y no objetiva, que no depende en nada de un ser capaz de proyectarse y que no cuenta con el movimiento intencional —i.e. objetivante y anticipatorio— propio de la percepción. Por el contrario, abre al existente a la experiencia misma de la nada —así la angustia, por ejemplo (Grosos, “L’expérience du rien” 143-165). De otro modo dicho, el sentir, que es aquí el de dónde de la aparición del cuadro de Corot, no está vuelto a nada que pueda ser anticipable, imaginable y anunciado previamente, puesto que en él “todo está ahí para mí y es solamente que está ahí para mí que es ahí en tanto que tal” (Straus 503). Mas acá de la objetivación, el sentir es un “vivir-con inmediato” pre-conceptual, pre-judicativo que revela la participación primordial del existente en el mundo; es aquella presencia a. . . que se deja sentir abrazando del todo al existente conforme a múltiples tonalidades afectivas por las que éste —el existente— es tomado.12

Esta dimensión existencial del sentir es la dimensión de lo páthico y de la transpasibilidad: “es una apertura sin propósito y sin diseño, a aquello de lo que no somos a priori pasibles” (Penser l’homme et la folie 421). Lo que significa que aquel cuadro de Corot solo se presenta en tanto que la impresionabilidad que causa, no la causa el objeto, sino que ese co-surgimiento, co-nacimiento, entre el existente y el cuadro, entre el existente y el mundo. No había manera de anticipar el modo como tal obra iba a ser recibida, porque su acogida implica, al mismo tiempo, la crisis del existente, esto es, la disponibilidad a quedar abierto tras y por el encuentro con la presencia del cuadro de Corot. Este último solo se hace presente haciéndose espacio para su recepción, enviando al existente a un afuera y ofreciéndole una cuestión, una pregunta y acosándolo con ella: hace época e historia en él. Inanticipable, y precisamente porque su presentación es inimaginable, es que solo se manifiesta en una primera instancia primigenia en el sentir.13 Lo que significa, a su vez, que el recibir no está preparado para la acogida de lo que le sorprende. Es el cuadro de Corot aquel que, presentándose, dejándose sentir, se vuelve pasible y se abre en el existente un espacio posible, un dejarse determinar y enviar que no podía ser preparado de antemano. Maldiney dice esto de modo ejemplar: “La existencia se abre ella misma abriéndose a la dimensión de lo posible, de lo único posible auténtico que no falla nunca con respecto a su posibilidad porque es posibilitación” (420). El surgimiento sorpresivo, el “¡Ah! de las cosas” (Villela-Petit 117-127) que se abre el espacio de su propia recepción es, él mismo, posibilitador. Y la existencia no consiste sino en posibilitarse manteniéndose abierta a lo Real que es, a juicio de nuestro autor, lo inesperado, lo que no puede esperarse, porque arribando desborda toda espera posible.

Lo que hasta aquí se halla comprometido es por tanto al existente en su capacidad para hacer el encuentro de lo otro, de la alteridad —del mundo, del otro y de sí—, de quedar abierto pasiblemente hacia las cosas en su advenimiento. Tal pasibilidad, que es por lo demás una capacidad —la capacidad de ser pasible, de sufrir y padecer el advenir de las cosas—, es a su vez un modo de ser en crisis. Puesto que nada puede ser recibido sin que aquello que se nos da se haga espacio en nosotros, nos abra a su experiencia, nos conmine e inquiete, es que el existir es ya una “crisis” por los acontecimientos que abren un mundo al existente, lo aportan y reconfiguran del todo. Tal como dice Maldiney: “La irrupción del acontecimiento determina un estado crítico. Nuestra presencia en el mundo es amenazada, pues un acontecimiento no se produce en el mundo, es él al contrario quien abre el mundo: y lo abre según una tonalidad determinada” (“Existe: crise et création” 92). De este modo, la crisis del existir tiene su fundamento en aquella receptividad radical que es el sentir, dimensión páthica de la experiencia, así como la transpasibilidad en tanto que disponibilidad radical para recibir lo que a priori no se puede acoger —no se puede porque no se sabe qué sería lo acogido, porque no hay modo de prepararse ante el evento que, en sí, es inesperado y sorprendente—. El acontecimiento, tal el cuadro de Corot, es, de este modo, una crisis del mundo, puesto que es reconfigurado de par en par, así como una crisis del existente que, haciendo su experiencia, es llamado a sí, esto es, llamado a decidir, a decidirse con relación al sentido portado por estos. Así, el acontecimiento es recibido como una apelación o exhortación a retomarse a sí mismo de otro modo, a dejarse enviar por eso que le adviene y a asumir, por lo tanto, el riesgo de ser: “En la llamada, afirma Maldiney, yo expongo mi ser al peligro del advenir” (Penser l’homme et la folie 293). Esto es, la llamada capaz de volver al sí-mismo a la tarea de su existir —i.e. de tenerse a sí afuera de sí— no se escucha sino como una crisis propia del existir. Esta crisis, experienciada como una interrupción o un quiebre en el curso de la historia interior de la vida —como una decisión, entonces, que viene a tranzar, a zanjar la orientación del proyecto y a proveer de un estilo al propio existir—, capaz de reorientarla de modo radical, tiene su fundamento en aquella capacidad del existente de “responder” de lo que le sucede; a saber, la ipseidad. Ésta, en palabras de Romano, es: “la capacidad del adviniente de estar abierto a los acontecimientos, en tanto que aquellos le advienen insustituiblemente, la capacidad de estar implicado él mismo en eso que le arriba, o aún la capacidad de comprenderse a sí mismo a partir de una historia de los posibles que ella articula” (L’événement et le monde 125). Es propio del existente, aquí un adviniente en cuanto capaz de asumir el riesgo de existir, “poder” asumir el sentido reconfigurante de sí y del mundo que aportan los múltiples eventos que ponen en jaque nuestra existencia. Pero aquel “poder de recibir” es, a su vez, una crisis en la medida que indica una interrupción en el orientarse del existente, al tiempo que llama a una decisión que pausa y zanja para dar contenido a la respuesta. Mas, esto implica que la crisis antes que ser una cerrazón del sujeto sobre sí mismo —como cuando se afirma que alguien por estar viviendo una crisis determinada ha perdido la capacidad de comunicar a los otros, como si se viviese encerrado en sí—, es, y de modo originario tal vez, la ocasión de la apertura del existente a ser totalmente reconfigurado en sus posibilidades. Esto, puesto que el “mundo se abre cada vez a partir del acontecimiento” (“Existence: crise et création” 91), y éste, el mundo, es en relación implicada con el existente, que el sentir y sentirse de este último, deja de manifiesto. En suma, se podría afirmar, conforme a lo dicho, que la crisis que aporta la psicosis le adviene al existente en su ipseidad, entendida ésta última, como aquel modo de ser a partir del cual el sujeto se arrostra a sí mismo en cuanto exhortado por aquello que se dona como asignándole una responsabilidad, por tanto, como designándolo en cuanto respondiente de lo que le adviene, sin que sea él mismo su agente o principio. Así, en verdad, el existente tiene su origen fuera de sí, más allá de sí, si por ello entendemos que éste se comprende a sí mismo, se arrostra su modo de estar presente, en su capacidad de recibir el sentido aportado por los acontecimientos que compromete su responder de ellos. La psicosis —en sus diversas formas— es un modo de afectación y alteración de la ipseidad del existente, quedando así comprometida su capacidad de responder de lo advenido y, por lo tanto, de “recibirse” ante lo que se hace acoger en uno mismo. Bajo este respecto, la psicosis no es una enfermedad del yo —temático— sino de su ipseidad como capacidad respondiente ante lo advenido.

4. La crisis de la locura

Ciertamente, una fenomenología del acontecimiento y del encuentro como la propuesta por Maldiney, de algún modo, poniendo el énfasis en la fuerza irruptora del acontecimiento, intenta develar las estructuras fundamentales del existente en su ipseidad, esto es, en su capacidad para recibir y recibirse de lo que se le da. Mas, también es necesario decir que la locura tiene un carácter metódico del todo relevante en la medida que pone al desnudo a la humanidad del existente. En palabras de Housset, la locura es: “esta existencia en la cual no es posible darse una máscara, elegir su personaje, y por tanto en la que el hombre aparece ‘en persona’” (“L’anthropologie au risque de la phénoménologie” 60). Cumple de algún modo la función de una epojé, se podría decir de ella que es una epojé psicótica (Joli 82) en la medida que pone entre paréntesis el carácter sustancial del sujeto, su tendencia a la auto-identidad cerrada y estable, suspendiendo de este modo toda adhesión y creencia en la evidencia de ser sí mismo como en el poder constituyente o trascendental del sujeto.

Bajo este respecto, la locura abre un acceso para la comprensión del “existir desnudo” en cuanto que se inhibe de afirmar y plantear al sujeto en su poder de constitución de sentido —ego trascendental— así como la comprensión del hombre como sujeto racional, i.e. definido conforme a tal facultad. Todo el interés que tiene la locura, en tanto que crisis de la existencia —es precisamente esta cuestión lo que es preciso examinar aquí; si acaso la crisis que aporta la locura es correlativa a la crisis que aportan los acontecimientos—, es que permite un acceso comprensivo a las estructuras existenciales del existente. ¿No es acaso eso mismo lo que posibilitan los acontecimientos, a saber, el poner al desnudo las estructuras fundamentales del existir? ¿No ofuscan también los acontecimientos al poder constituyente y trascendental e intencional del ego puro, permitiéndonos pensar a un sujeto respondiente del mundo en su conminación o en sus exigencias según el lenguaje de Waldenfels? ¿No ponen estos, los eventos, en jaque a las pretensiones de fundamento o de fundación del sujeto, en tanto que pretendidamente autónomo, sacando a la luz su carácter profundamente relacional? Y todo ello —más otras consecuencias que podrían extraerse, más baste en este caso la enumeración de estas para plantear el punto—, ¿no nos vuelve patente el hecho de que el existente es un ser siempre en crisis, puesto que se halla expuesto a la reconfiguración radical del mundo y de sus posibles, a la refundación de la historia de su vida en tanto que un acontecimiento puede volverse un hito abriendo un antes y un después en su biografía?

Parece claro, entonces, que la crisis es constitutiva del existir, sin la cual éste no tendría relación alguna con evento ninguno. Pues, si es propio de los acontecimientos el darse ellos mismos con cierto retraso al sujeto al que les advienen, eso significa que solo se muestran en la afectación producida en el hombre que hace su experiencia, siempre a posteriori. Así, la crisis es la instancia de apertura al carácter inédito de la existencia, mas también es la atestación del ocurrir que nos pasa, que nos trastoca y estremece en nuestra orientación en el mundo y en nuestras posibilidades. En este sentido, la crisis del existir que aportan los acontecimientos, aunque implique interrupción en el libre curso de la aventura humana y una reorientación a veces radical del proyectarse propio del existente, no es primariamente cerrazón ni clausura sobre sí. Mas bien, lo que sostiene al existir es su capacidad para padecer los acontecimientos, para dejarse afectar y constituir por ellos, volviéndose el sujeto un respondiente. Pero, y entonces, ¿qué es aquello que devela la locura que no muestra la crisis del existir desnudada ella por los acontecimientos? Preliminarmente, se puede responder que la crisis de la locura consiste en la imposibilidad de la crisis del existir. Y de esta manera, la locura revela la imposibilidad de tenerse afuera de sí del existente en sus múltiples modalidades. Mas, ello, en relación, por ejemplo, con acontecimientos traumáticos que no se dejan integrar. Así, la locura parece ser una modificación de nuestra relación con el mundo motivada por la imposibilidad de mantenerse en relación con lo que se recibe como un trauma, esto es, como lo que se vive en la imposibilidad de acoger y de responder.

Un acontecimiento se distingue de un hecho en la medida que éste —el evento— es vivido como teniendo el carácter de primera vez (Penser l’homme et la folie 190) y de incomparable novedad. Por ello, éste no se deja explicar según etiología alguna, demandando más bien ser comprendido a la luz de las posibilidades y del sentido que él mismo abre, antes que conforme a contextos previos donde se inscribe finalmente. De este modo, los eventos traen la marca de una novedad radical, de una impredecibilidad inanticipable y de una repentineidad trastocante: “escapan a toda explicación temporal” (190). Con todo, el acontecimiento para ser vivido como tal se debe abrir paso, en tanto que vivido, en el ámbito de la afectividad. Así, E. Strauss interroga la siguiente situación, que cada uno de nosotros podría reconocer perfectamente si examina la historia de su vida: frente a un accidente automovilístico con resultado de muerte dos sujetos se aproximan con la intención, por ejemplo, de ayudar. El primero, un médico habituado a tratar casos límites —pacientes entre la vida y la muerte— se halla acostumbrado a ese tipo de espectáculos y ha desarrollado cierta insensibilidad que permite que no se impresione ni se sienta afectado por lo que ve. El segundo, un joven que, confrontado a tal experiencia, toma dramáticamente conciencia de que la muerte es inminente: morte certa, hora incerta. Así, mientras que el médico ante la muerte se halla como acorazado, el joven se encuentra profundamente impresionado. ¿Qué es lo distinto en ambos casos? Pues, el tipo de relación con el hecho: mientras que para el médico se trata de un hecho intramundano desprovisto de aquellos caracteres de “primera vez”, de impredecibilidad y de repentineidad, para el joven la visión del cadáver tiene en él un efecto profundo que es vivido como un hecho original —en el lenguaje de Waldenfels— que abre en él un ámbito de preguntas y respuestas que lo desafían. Aquella relación entre el existente y el acontecimiento muestra que el acontecimiento si es integrado o no —he aquí la posibilidad de la locura— lo hace poniendo en cuestión la historia interior de la vida. Ni las funciones vitales permiten explicar la impresionabilidad del joven —que pudiera ser tal que no logre olvidar por el resto de lo que le queda de vida la visión del cadáver—, ni el mero hecho vivido —que podría mantenerse como un hecho cotidiano intramundano como en el caso del médico o podría volverse un hecho original que resignifique el mundo del joven—. Pues, un acontecimiento no se recibe desprovisto de historia, si no, no se entendería cómo puede reorientarla o reiniciarla. Así, desde Strauss, pasando por Binswanger hasta Maldiney, hay claridad de que el acontecimiento afecta la dimensión temporal del existente y su relación con la historia. También pone al desnudo la relación de proximidad o de lejanía que podemos mantener con nosotros mismos, con los otros y con el mundo. Todo esto, si la capacidad de recepción del acontecimiento se ve ofuscada por su advenimiento.

Ante un acontecimiento traumático, el hombre melancólico permanece en una constante lamentación y auto-reproche que se expresa como un: “¡Ah! si solamente no hubiese. . .” realizado tal o cual acción, tomado tal decisión, etc., “entonces no estaría. . .” en esta situación. Tal lamentación, inconsolable, implica una cierta dislocación de la estructura temporal del existente. Mientras que el melancólico se reconoce como aquel que ha decidido, que tomó una decisión irreversible en cuanto tal, pierde distancia con el momento de la decisión —tomada en otro tiempo— que parece aún se efectúa. De este modo, Maldiney afirma que es preciso comprender: “‘si yo no hubiese decidido. . .’ en el sentido de: ‘si yo no me encontrase (ahora) en el estado de haber decidido. . .’ (47). Lo que significa que el melancólico no puede tomar ni medir la distancia con el pasado vivido que, en tanto que pasado, parece haber sido abolido, manteniéndose aún como siendo vivido. Así, el momento de la decisión tomada persiste de tal modo que aquel pasado histórico se vuelve en sí un “pasado absoluto” (47). No pudiendo recibir el peso de la decisión tomada, no puede tampoco asumir la distancia con el pasado de aquella decisión. El pasado absoluto amenaza con “engullir la última historicidad de ese presente”, es decir, del presente de la decisión que persiste en mantenerse como tal, absuelto del pasado histórico y del futuro esperable, sin que el hombre melancólico pueda tampoco tener expectativa alguna respecto del porvenir porque ya nada puede pasar puesto que la dimensión “acontecial” del existir ha sido fracturada. Por ello, el hombre melancólico es inconsolable, siendo que una de las estrategias privilegiadas del consuelo es permitir restablecer la dimensión histórico y temporal del existir, resituando el dolor propio en la historia de la comunidad, volviendo su atención no solo hacia los otros, los contemporáneos que sufren como uno, sino, sobre todo, hacia los antepasados que han sufrido tanto o más que lo que hoy nos devasta.

La imposibilidad, entonces, de mantenerse abierto a los acontecimientos, esto es, de mantenerse abierto a lo inimaginable de sí, al hecho de la propia reconfiguración de sí y del mundo propio, es una de aquellas dimensiones que la locura viene a poner en jaque, siendo entonces que la crisis que ella abre en el existente deja de contar con la crisis misma de la existencia. En palabras de Dastur: “De lo que hacemos la experiencia en esos períodos de crisis, es de nuestra incapacidad de experimentar en el presente el acontecimiento ‘traumatizante’ cuya sorpresa nos aparece como absolutamente no anticipable” (“Henri Maldiney, Les structures…” 44). La recepción impedida es precisamente aquella de la crisis de la locura. La temporalización —la posibilidad de esperar, por ejemplo— y la espacialización —la posibilidad de aproximar o alejar— se descubren bloqueadas y el existente se halla impedido de estar cerca de sí y de los otros. Esto significa que lo que es puesto en jaque en el caso de la locura es la capacidad de encontrar y, por consiguiente, la de conquistar la alteridad en su darse o presentarse. La “sorpresa ante el surgimiento de las cosas” (Housset, “L’anthropologie au risque de la phénoménologie” 67) se ve ahogada en sí misma e impedida en su expresión y, por consiguiente, la receptividad parece más bien reducida a la pasividad que ve suprimida su dimensión pasible y disponible para hacer el encuentro con las cosas mismas. O, dicho de otro modo, lo que la locura revela, como posibilidad de ser conducido hacia lo imposible de sí, es la no aperturidad a lo otro en su carácter adventicio lo que, a su vez, puede ser comprendido como no poder no recibir sin poder acoger lo que se recibe. De esta manera, el hombre enfermo por su locura, por ejemplo, en el caso de la melancolía, se ve impedido de hacer cada vez la experiencia recurrente de aquel pasado que no deja de volver hasta engullir el presente histórico en un presente absoluto. El hombre melancólico es aquel que no puede evitar tal recurrencia, pero con ello ve ofuscada la posibilidad de acoger lo que recibe.

5. Conclusiones

Conforme a todo lo dicho hasta aquí, la psicosis, en la aproximación que hace de ésta Henri Maldiney, devela que la existencia —del hombre sano— está constituida de crisis, de irrupciones de sentido que desafían su comprensión; el existir del hombre enfermo, en el caso de las psicosis, se halla afectado por la imposibilidad de acoger el sentido que aportan las crisis; el existir psicótico pone en evidencia entonces “una experiencia lagunar hecha de consecuciones discordantes y de distancias disruptivas” (Penser l’homme et la folie 88), que es, por ejemplo, lo propio de la experiencia del esquizofrénico que, a juicio de nuestro autor, ya “no puede encontrarse” (88). Y bajo este respecto, la psicosis confronta al hombre con la posibilidad no sólo de la privación de sentido, sino con el carácter problemático, diríamos incluso, agónico del sentido. El hombre enfermo -el psicótico- no abandona la situación mundana en la que se halla; ésta, como decíamos, es irrevocable; pero, lo que queda puesto en cuestión es la imposibilidad de reconocerse concernido por las cosas que arriban e interrumpen el fluido estar arrojado al mundo haciendo crisis, contraponiendo sentidos inesperados o sorprendentes y que operan una transformación en el existente —el hombre sano— (91). De este modo, la psicosis confronta al existente a la posibilidad, siempre latente, de ya no poder reconocer el sentido en su dimensión exhortiva de las cosas. No hay a que responder porque ya nada adviene —como en el caso de la melancolía— o porque ya nada tiene sentido; así, por ejemplo, sucede con un enfermo de Minkowski, quien declara: “Sí, yo sé cómo he llegado aquí, pero aquí, para mí, eso no quiere decir nada” o, en palabras de Maldiney, “Ahora, para mí, eso no quiere decir nada” (100). Y de esta manera, lo que la psicosis devela es la metamorfosis que ésta opera en los modos de presencia de sí y de las cosas para el existente. Así, la crisis de la locura es vivida como la ausencia de crisis por lo que el existente deja de hacer la experiencia de su propia transformación tras o en el encuentro del sentido que le acontece. Y aquello es vivido como la imposibilidad de reconocerse a sí mismo concernido, exhortado, implicado por las cosas; éstas ya no dicen nada, no porque no lo digan, sino porque la dimensión relacional propia del existir ha sido ofuscada; las cosas siguen ahí, por cierto, pero la “evidencia natural” (Blankenburg, La pérdida de la evidencia natural ) de su presencia, del modo cómo se hallan en relación y esta última abierta por el existente que se tiene a sí mismo fuera de sí, ha sido, de algún modo, dislocada.

A su vez, si antes hemos dicho que la experiencia psicótica de algún es vivida como la pérdida de la relación exhortiva con las cosas, ahora se puede indicar, siempre según la aproximación filosófica de Maldiney a este fenómeno, que en ella el “poder de poderse” (201), a partir del cual nos desplegamos en el mundo y en nuestras situaciones de existencia, también es afectado, complicado y hasta impedido. No se trata solo del poder de iniciativa que es puesto en juego, sino también, y, sobre todo, del poder propio de la pasibilidad, de la acogida del sentido; es por ello por lo que a juicio de Maldiney en “la psicosis no hay acontecimientos” (202); pues para que advenga un acontecimiento con su fuerza irruptora y trastocante, es preciso un existente capaz de recibir su sentido haciendo la experiencia de su propia transformación. La psicosis, entonces, ofusca la acontecialidad del mundo y las capacidades de acogida del existente. Pero si la locura es una posibilidad, en su más insigne sentido, lo es precisamente en cuanto el hombre está abierto a aquello que no puede, o si se quiere, que pudiendo lo que puede, queda siempre expuesto hacia lo que a priori no puede; y bajo este respecto, la psicosis devela aquella estructura existencial en su negatividad: en efecto, el hombre enfermo —psicótico— hace la experiencia de no poder eso que de antemano no se puede.

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Notas

1 Este artículo presenta resultados de la investigación desarrollada en el marco del proyecto Fondecyt Regular Nº 1140997 (2014-2016) del que el autor es investigador responsable.
2 El presente artículo se enmarca en los desarrollos de la fenomenología de la psicosis desarrollada por Henri Maldiney, formado en la escuela de la fenomenología del Daseinsanalyse, de la que Binswanger, Tellenbach, Straus, von Weizsäcker, son sus principales referencias. En este sentido, la discusión que se propone aquí sobre la relación compleja entre psicosis y acontecimiento debe ser comprendida en el marco de las discusiones que mantiene Maldiney con dichos autores que, a su vez, buscan oponerse a un tipo de psiquiatría bien específica y que Maldiney caracteriza como psiquiatría positivista. De esta manera, asumimos el concepto de psicosis en este contexto, así como el de psiquiatría, sin preocuparnos, en los límites de este artículo, de entrar en discusión ni con los modos específicos de psicosis, ni con los desarrollos contemporáneos de la psiquiatría. Esto, pues el interés acotado de este texto es pensar, a partir de la cuestión misma del existir, cómo la psicosis —tal como ha sido entendida en este contexto— puede ser vivida como un acontecimiento que no se deja integrar en la vida de sentido del existente. Y con ello, se busca dar cuenta de ciertas dimensiones existenciales que la psicosis, en todas sus formas, saca a la luz. De este modo, Maldiney comprende al Daseinanalyse en tanto que: “análisis de la presencia, marca suficientemente la manera como Binswanger entiende esta presencia de sí a sí cerca del otro, que es la condición de comprender. Excluye las dos actitudes contrarias de la puesta a distancia que aliena y de la confusión donde toda vigilancia se abisma: consiste en la proximidad” (Regard parole espace 135).
3 Es decir, aquella fenomenología que se deja instruir por la experiencia entendida ésta como un aventurarse al encuentro de lo otro, de aquello cuya experiencia es ya un padecimiento, un pathos. Esto será retomado más tarde, cuando sea interrogado el sentido del páthei máthos (es preciso sufrir para aprender, de Esquilo) que Maldiney interroga constantemente en sus escritos.
4 Al respecto, Maldiney define del siguiente modo lo transpasible: “La transpasibilidad consiste en no ser pasible de nada que pueda hacerse anunciar como real o posible. Es una apertura sin propósito ni diseño, a eso de lo que a priori no somos pasibles” (Penser l’homme et la folie 421). Renaud Barbaras, por su parte, se refiere del siguiente modo a la cuestión de la transpasibilidad en Maldiney: “Se trata de pensar un sentir que sea apertura a nada, una pasividad que sea receptividad respecto de nada. Es esta apertura que nombra el concepto de transpasibilidad. . . Este concepto expresa la necesidad de pensar un sentir absolutamente no perceptivo, o aún una apertura absuelta de toda intencionalidad. Señalemos aquí que, como lo hemos ya señalado, esta marcha es secretamente comandada por el presupuesto según el cual la intencionalidad es necesariamente perceptiva u objetivante, de modo que volver a un sentir puro, más acá de toda percepción, es ipso facto renunciar a la intencionalidad. Se trata, por tanto, de sacar a la luz una receptividad pura, tal que nada pueda ser proyectado, mentado o anticipado en ella, lo que significa que no es apertura a nada, o más bien que eso a lo que ella abre no es más que la nada” (Barabaras 20-21).
5 Al respecto, Coulomb afirma lo siguiente: “Henri Maldiney, más que Binswanger, no desea ‘estudiar’ la locura, tomándola como objeto de saber, ni menos aún ‘interesarse’ en ella por una curiosidad superficial, estetizante y malsana. Si se encuentra regularmente con enfermos en el hospital psiquiátrico de Vinatier, cuando es profesor en Lyon, si habla y escucha a los psicóticos, es que el síntoma le importa menos que el fenómeno, la enfermedad le importa menos que el hombre enfermo. Es esta misma atención a la humanidad de aquel que sufre no poder ser él mismo, de aquel que es alcanzado en su poder-ser más propio, que encuentra en Binswanger” (82).
6 La fenomenología de Maldiney tiene como trasfondo una antropología crítica que no busca, sin embargo, definir al hombre al estilo de las antropologías clásicas. Respecto de la dimensión antropológica en la fenomenología de la locura de Maldiney, se pueden consultar: Joli (79-97) y Housset, “L’anthropologie au risque de la phénoménologie”.
7 Al respecto, Aristóteles afirma: “Es pues, la tragedia imitación de una acción esforzada (práxeos spoudaías) y completa (teleías), de cierta amplitud, en lenguaje sazonado, separada cada una de las especies [de aderezos] en las distintas partes, actuando los personajes y no mediante relato, y que mediante compasión (eléou) y temor (phóbou) lleva a cabo la purgación (kátarsin) de tales afecciones” (Poética de Aristóteles 25-28).
8 Al respecto Martha C. Nussbaum profundiza en el sentido que tiene kátharsisen la Grecia antigua. Así, por ejemplo, afirma que: “el conocimiento katharós se da cuando el alma no es entorpecida por obstáculos corporales (esp. Rep. 508c, Fed. 69c). Kátharsis es la limpieza de la visión del alma mediante la supresión de estos obstáculos; así, lo katharón se asocia a lo verdadero o verdaderamente cognoscible, y el ser que ha alcanzado la kátharsis, al que conoce verdadera o correctamente” (481).
9 Al respecto, Jean-Luc Marion aborda esta cuestión en múltiples lugares de su obra. Bástenos citar un pasaje de su último libro: “El objeto no se regula sobre la verdad de su existencia (ni de su esencia) en realidad, sino por la puesta en orden por nosotros en vista de producir la evidencia para nosotros. En el fondo del objeto, antes que él mismo y la realidad de la cosa (revera, res vera) y según un a priori incondicional, se revela el punto de vista de nuestra mirada (spectare, ‘poder de intuición’). Más esencial al objeto que la cosa, se encuentra en él, o más exactamente fuera de él, el poder de conocer que lo constituye en tanto que cognoscible y pensable (cogitable) —el poder del Yo trascendental, aquel ya del ego cogito tal como nos instaura, a nosotros los hombres, ‘como amos y poseedores de la naturaleza’. Solo esta alienación de la cosa al ministerio del conocimiento cierto permite constituir al objeto como tal” (162).
10 Maldiney, junto con autores como Levinas o Marion, renunciando a la fenomenología trascendental, intenta interrogar al fenómeno liberado de las condiciones subjetivas y trascendentales a las que estaba sometido en la fenomenología idealista de Husserl. Así, por ejemplo, ha declarado que: “La fenomenología no inventa su objeto. Ella debe encontrarlo allí donde es, descubrir el suelo fenomenal sobre el cual se deja percibir” (L’art, l’éclaire de l’être 268). O: “Lo propio de la fenomenología es develar el ser de los fenómenos a partir de ellos mismos” (219).
11 Con acontecial, traducimos al castellano la expresión acuñada por Claude Romano de événemential, que el autor distingue de événementiel (aconteciario). A juicio del fenomenólogo francés, el acontecimiento puede ser pensado como ‘hecho intramundan’o (événementiel, aconteciario) o como hecho acontecial (événementiel, acontecial) que da cuenta del acontecimiento en sentido fuerte, como lo que arriba de modo sorprendente, inesperado y personalizante. Esta traducción la hemos propuesto ya en la traducción que hemos realizado del libro de Romano, Lo posible y el acontecimiento, y luego ha sido replicada por María Cristina Greve en su traducción de Acontecimiento y mundo de Claude Romano.
12 Al respecto, Claude Romano afirma respecto del sentir —conforme a los análisis de E. Strauss— que: “es el lugar de significaciones adherentes a las cosas, conocidas antes de ser reconocidas, el lugar de un ‘saber’ indiviso, global, no analítico, no temático y sin embargo consistente” (Le chant de la vie 46).
13 Para expresar la diferencia fundamental entre sentir y percibir, Maldiney toma prestada de Strauss la siguiente fórmula: “El sentir es al conocer lo que el grito es a la palabra”, para luego agregar que: “Sentir es lo propio del viviente, el cual es de todos los entes el único capaz de encuentro” (Penser l’homme et la folie 276).
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