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SOBRE LA POSIBILIDAD DEL PERDÓN Y LOS LÍMITES DEL LENGUAJE. ENTREVISTA A JOSÉ CARLOS AGÜERO, AUTOR DE LOS RENDIDOS

Lucero de Vivanco
Universidad Alberto Hurtado, Chile
Lorena Amaro
Pontificia Universidad Católica de Chile, Chile

SOBRE LA POSIBILIDAD DEL PERDÓN Y LOS LÍMITES DEL LENGUAJE. ENTREVISTA A JOSÉ CARLOS AGÜERO, AUTOR DE LOS RENDIDOS

Revista de Humanidades, núm. 37, pp. 319-332, 2018

Universidad Nacional Andrés Bello

En el marco del seminario “Violencia, memoria y derechos humanos”, organizado por la Red VYRAL (Violencia y Representación en América Latina), tuvo lugar, el 26 de abril de 2017, esta entrevista al historiador, poeta y activista de derechos humanos José Carlos Agüero, autor del libro Los rendidos. Sobre el don de perdonar (Instituto de EstudiosPeruanos, 2015, reeditado el 2016) y también del poemario Enemigo(Intermezzo Tropical, 2016). En Los rendidos, Agüero reúne materiales publicados anteriormente en su blog “Negro Agüero” (http://negloaguero.blogspot.cl/), donde relata su experiencia como hijo de padres militantes de Sendero Luminoso, ambos ejecutados extrajudicialmente. En este libro, Agüero va más allá del relato de su propia historia, para proponer una serie de preguntas y temas vinculados con la posibilidad del perdón, el lugar de las víctimas y los dilemas de las organizaciones de derechos humanos en una sociedad como la peruana, tras el violento conflicto que por dos décadas confrontó a sus habitantes con un resultado de cerca de 70 mil muertos, como plantea el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003).

Lucero de Vivanco (L.V.): Al inicio de tu libro hablas de tu “condición” en términos de “ser hijo de padres que militaron en el Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso (SL)”. ¿Cómo se habla desde una familia terrorista? ¿Cuál es el cuidado, la precaución —si la hubiere— que tienes que tener respecto del lenguaje o de tu posición frente a lo sucedido en el Perú?

José Carlos Agüero (J.C.A.): La pregunta es central porque tiene que ver con prácticamente todo el libro. ¿Quién tiene la legitimidad de hablar? Un poco ingenuamente creo que todos deberían de tenerla, pero la vida real nos muestra que no es así. Hay algunos que tienen más autoridad simbólica para expresar su memoria, sus recuerdos, su historia, sus opiniones sobre temas controversiales, como la violencia política o el conflicto armado interno, y otros que no. Dentro de esos que no, están —estoy, estamos, no sé muy bien cuál es ese “nosotros”, hasta dónde se expande ese “nosotros”— los hijos o los sobrevivientes de los que militaron en alguno de los grupos armados: el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) o SL. No solamente porque son los derrotados de la historia, que es un componente importante, ya que los derrotados de la historia no tienen las mismas armas y recursos para poder competir con otros discursos más hegemónicos. Pero creo que esa es una parte nada más del tema, porque en realidad no importa tanto si alguien es derrotado o no (aparte, yo no he sido derrotado por nadie: soy el hijo de dos personas que militaron en SL y que murieron siendo miembros de SL).

Hay otros mecanismos que te van restando posibilidades de interactuar con los demás de manera tranquila, transparente, algo así como “limpio” de cosas. Y creo que ese es también un componente: la sensación, la construcción siempre presente de que estás medio sucio. Si estás medio sucio, es difícil relacionarte con los demás, porque lo sabes. Y si estás medio sucio, ¿cómo haces para establecer una comunicación honesta? Yo creo que ese es un elemento clave, porque obliga a personas como yo, a “hijos de” o a “sobrevivientes de”, a toda una performance que puede durar una vida entera para vincularnos, para básicamente encontrar modos de no decir cosas; de encajar, o de silenciar parte de nuestra historia familiar o nuestra historia militante. Se plantea un problema que es de comunicación, que es de legitimidad, pero que es ético también. Porque ¿cómo habla alguien que sabe que no puede hablar con la verdad así no más, porque hay algo que lo está ensuciando? Podría construir un argumento; digamos, hay un truco que funciona en toda Latinoamérica, no solo en Perú: la construcción del guerrillero mítico, que se puede haber equivocado, que puede haber tomado malas decisiones, pero está justificado por una razón humanista.

La revolución no es una mala palabra para ellos, la revolución es una muy buena palabra, que puede justificar un montón de cosas, inclusive el uso de la violencia. Porque detrás de ello hay una cantidad de valores importantes que fundan un orgullo. El orgullo del papá, el orgullo de la familia guerrillera, radical. Pero es una trampa, porque yo creo que lo que hacemos todos en algún momento, yo incluido, es seleccionar la parte que nos conviene de la memoria, de la historia familiar, la parte donde justamente podemos hilvanar algo que no sea vergüenza, sino que sea un poco de orgullo. Yo podría hilvanar toda esta historia guerrillera y seguramente me sentiría mejor y formaría parte de una comunidad que existe en mi país, de gente que se apoya mutuamente porque es una familia extendida.

La izquierda legal también le da soporte. La izquierda legal, en muchos casos, entendió y sigue entendiendo a SL como un grupo que se desvió del camino, pero que forma parte de una familia ideológica mayor. Pero eso a lo más que puede llevarme es a calmarme psicológicamente. Ese es el truco, que no garantiza tampoco un gran discurso.

L.V: ¿Cómo se establece la comunicación, entonces, en este caso?

J.C.A: Lo hemos discutido públicamente, así que no hay ningún problema que lo comente: lo que yo sugiero es que no tenemos derecho, o sea, no tenemos derecho a escoger. ¿Quién decide moralmente qué parte de la historia cuento y qué no? ¿Quién decide cómo se construyen las personas, cómo se construye la historia? ¿Quién decide cómo construyo los sujetos? Si yo decido, soy parte del conflicto: yo decido obviamente para salvarme o para salvar a mis padres. Mi opción —que tampoco es como una fórmula mágica y no tengo seguridad sobre ella— es no escoger. No escoger. . . no es confrontar tampoco la palabra. Pero, digamos, mi padre —vamos a hablar de mi padre—, como lo recuerda mi familia, era un buen sindicalista, un luchador social, dirigente nacional de los metalúrgicos, asesinado, por lo tanto, injustamente por el gobierno porque era un antisistema, luchador, y un buen padre y buen hermano y buen tipo, además. Y yo digo: sí claro, era un buen luchador social y además integrante de SL y un tipo lúcido; no era objeto de la historia sino alguien que ejerció su voluntad. Mi papá no era ningún tonto. Tomó una opción, sabía lo que implicaba y sus opciones significaron muerte. Miles de muertes. En particular él, el día en que fue capturado por la policía, un policía murió, yo no sé si exactamente fue él el que lo mató. Pero es irrelevante saber si es que él lo mató. Es que murió en una acción que surgió porque ellos quisieron, que formaba parte de la guerra que habían planteado en ese momento. Entonces, es un poco complicado para la familia completar esa parte. Mejor es la imagen romántica de gran luchador social y buen padre, y buen hermano y no agregarle el “pero además militó en tal, con voluntad propia, no obligado por nadie”; la imagen romántica es otra manera de evadir responsabilidades, como que la historia explica todo y los sujetos no tienen nada que ver. No, los sujetos tienen que ver. Yo escribo desde ahí, pero es confuso y es difícil porque tiene costos a muchos niveles, porque tampoco es un programa de discurso.

Lorena Amaro (L.A.): En el libro planteas que tu voz es ilegítima, y que eso supone un problema ético al momento de enfrentarte a esta experiencia de los padres. Ahora, también implica, si se quiere, un problema estético. Cuando vemos la narrativa de los hijos en el Cono Sur, vemos por lo general dos opciones: narrar con perspectiva infantil la vida de los padres o la historia de la violencia, como en La casa de los conejos de Laura Alcoba, o confrontar, desde la autoficción, el secreto de los padres, lo elidido en las historias familiares. A mí me parece que en tu libro hay una tercera opción: defender la idea de la “comprensión”, comprender y reparar desde el presente. Tu libro se cifra en el presente, en que además hay una gran intervención de otras voces, de historias que tú rescatas: de Gonzalo, de Hortensia, de Juana, de Gerardo. . . Hay muchas historias que tú vas integrando en una suerte de polifonía o coro. Quería preguntarte sobre esa estrategia textual: si fue tal estrategia, porque yo sé que estos textos surgen de un blog, también. Cómo lo pensaste y cómo te vinculas con las otras opciones narrativas que mencioné.

J.C.A: Es mitad consciente y mitad inconsciente. A mí no me gusta la estrategia de escribir desde la infancia, desde un sujeto niño. Porque infantiliza la política, los problemas que plantean se vuelven afectivos, sobre todo. No digo que lo afectivo no sea importante. Es más, yo creo que es central volver a colocar lo afectivo dentro del espacio público. Pero no ayuda escribir desde allí, porque la mirada del niño o del adolescente o desde la búsqueda del origen o cosas así —la búsqueda de la semilla— necesariamente depura, impregna de inocencia los relatos, creo. Y la inocencia es un recurso, una clave para evadir temas como la responsabilidad. Para que haya reflexión ética tiene que haber sujeto primero. Si no hay sujeto que ejerza voluntad no hay reflexión ética. Para que el sujeto realmente exista tiene que tener atributos y no pueden ser los de la infancia, los de la ingenuidad. Quizás por eso que no hay tantos estudios éticos en Perú. Por ejemplo, mucho se ha escrito desde la historia, la antropología, la sociología, sobre el tema del conflicto armado interno. Pero la filosofía y la ética han dicho poco —hay un par de libritos, pero no hay mucho más—, porque no hemos logrado construir sujetos realmente complejos de la historia de la violencia política en el Perú. Tenemos grandes procesos, grandes explicaciones. Los sujetos están por fuera. Sin sujetos no se puede reflexionar sobre la voluntad. En principio puedo entender que se pueda escribir así, además, es estéticamente interesante, pero creo que escribir desde una mirada de niño está pidiendo inocencia, la propia narrativa lo pide así.

L.A: Implica también cierta victimización.

J.C.A: Claro, porque como no se construye exactamente con un sujeto adulto las cosas le suceden a quien cuenta o narra o al personaje que es construido así. Le sucede la historia, no hace la historia. La historia le cae encima. Es un poco lo que yo escribí al respecto de Lurgio (Gavilán).1 A él las diferentes cosas terribles de la vida en realidad le llueven, y él está allí observando cómo suceden, sufriéndolas, pero no haciéndolas. Como soy consciente de ese tipo de estrategia, no puedo contar así las historias. Los temas que a mí me interesan justamente pensar tienen que ver con la responsabilidad de la gente. Las consecuencias de sus actos se ven en el presente. No puedo ser eternamente el hijo de alguien, ya no tengo 18 años ni 15. Tengo 42 años. Esa es una cosa que estuvimos discutiendo también con amigos del colectivo HIJOS, hijos del MRTA que se han organizado, como en Argentina. Ellos hablan desde el hijo y yo les decía: “hombre, ya tienes casi 50 años y hasta cuándo vas a ser el hijo de esta persona. Estás grandazo. Ya tienes hijos, trabajo, has hecho política”. Que eso marque tanto tu identidad, que prácticamente sientas la necesidad de sustituir o prolongar la voz de tu herencia o de tus padres, de justificarlos o de hacerlos presente, me parece que no ayuda.

L.A: ¿Y qué dices de la fragmentación o montaje textual que realizas en tu libro?

J.C.A: La fragmentación es un recurso para no dejarse atrapar, es una defensa para mí. Puede ser que no sea tan buena la defensa, pero la fragmentación impide que otros se apropien de mi historia, de mi relato, de mi vida, tan fácilmente. Yo siempre estoy pensando en estas cosas: cómo hace la gente que ha sufrido algo —las víctimas, los afectados, los hijos de—, cómo hacen para defenderse de la apropiación de nosotros los intelectuales, los académicos, los artistas, los activistas de derechos humanos. Cómo te defiendes ante la apropiación de tu vida, de tu experiencia, de tu biografía, de las cosas que más has sentido, de tu historia. No hay manera. Igual el otro va a venir y te va a interpretar, te va a intermediar, te va a representar, te va a dibujar, te va a contar, te va sustituir, te va a instrumentalizar. Como sé que es un tema bien complejo y en realidad insolucionable, un modo es la fragmentación. Me refiero a cómo contar: no es una cosa lineal, con un inicio y un final; no es un arco narrativo tipo inicio, nudo, desenlace; no hay moraleja si se quiere, sino varios temas que sin duda tienen conexión pero que están articulados temáticamente, por así decirlo.

L.V: Relacionado con lo anterior, Lorena habló del secreto; también yo veo en tu libro, por momentos, como si estuvieras compartiendo “secretos”, tuyos, no de tus padres; como si estuvieras comunicando por primera vez sentimientos, emociones, ideas, que en el momento en el que los viviste los callaste y que ahora en el libro aparecen por primera vez, como si estuvieras develando algo, como si se hicieran públicos por primera vez en tu texto. Me refiero a frases que siguen a un acontecimiento equis, como: “Nada de esto le dije”, “Tampoco le mostré nada”, “No le conté. Por la costumbre de no hablar de estas cosas”. Uno puede ir identificando a lo largo del libro este tipo de marcas, en las que parece que nos dijeras es la primera vez que lo digo porque entonces no lo dije. En ese sentido me pregunto si hay algo de ritual de “confesión”, de retórica de “confesión”, que de alguna manera te vincule o te ponga en contacto con el tema del perdón, que es un eje fuerte de tu libro.

J.C.A: Puedo entender esa línea de interpretación. Además, el lenguaje te lleva: confesión, perdón, vindicación. No lo había pensado así, pero. . . Primero, el texto, en su modestia, implica un pacto que yo mismo planteé, que es “voy a intentar ser honesto”. Es un pacto ingenuo, pero para mí es imprescindible. O sea, para mí es imprescindible saber que no voy a hacer trampa, no voy a caer en mitificaciones, no voy a romantizar nada, y tampoco voy a detener mi pensamiento en soluciones porque no las tengo. Entonces, lo que voy a hacer es conversar, plantear algunas cosas. Una cosa totalmente real es que de esto no se habla. No es un invento del libro, nadie anda por la calle diciendo “ah, sí, mis papás eran de SL”. ¿Qué se gana haciendo eso? ¿Quién gana algo haciendo eso? En Perú, habrá consecuencias si dices cosas así, y negativas. Sufrí consecuencias negativas, pero otras positivas también. Pero negativas directamente. Estoy hablando sobre cosas que no se hablan, yo no le he contado esta cosa a nadie antes.

No soy mártir, no soy mártir de la democracia, ni de la memoria. No quiero sacrificarme en nombre de nadie, nadie lo hace. Por lo tanto, parte de la estructura del libro tienen que ver con decir cosas que no se dicen. Y si las digo ahora no es para sentirme mejor ni para sentirme parte de la industria de la memoria, sino porque me interesa discutir algunos temas públicamente. No para aliviar mi carga familiar, sino porque hay asuntos públicos que yo creo que son asuntos públicos. Que parece que no lo son, que tienen que ver con: “ah, bueno, estará afectado psicológicamente este muchacho”, “tendrá un trauma o estrés postraumático”; o estos temas en relación con la madre, el sentir “alivio” . . . Se escribió mucho de esa parte en la que dije que me sentí aliviado cuando mi madre murió. Hubo espacios públicos en los que me decían “ese tema no lo vamos a tocar, no te preocupes, porque entendemos que es íntimo”. Para mí no es íntimo. O sea, es íntimo, sí, pero es un asunto público también. El alivio por la muerte de las personas que uno quiere, para mí, por lo menos, como yo lo veo, no es un asunto psicológico. Es parte de cómo se configuran las relaciones en situaciones de conflicto armado, o de dictadura, o de lo que sea. Es parte de una manera de entender justamente el afecto y el amor en nuestra modernidad. Sentir alivio es una institución de nuestra modernidad, sentir alivio porque se muera quien te genera riesgo, pero al que amas. ¿Cuántas personas creen que han sentido ese alivio? Millones deben haberlo sentido en tantas guerras que hemos tenido en el mundo. Yo creo que es una institución, solo que no estamos acostumbrados a ver estas cosas como instituciones conformantes de nuestra modernidad. “Modernidad cruel”, diría Jean Franco.

L.A: Llama mucho la atención que en las primeras páginas de tu libro dices, y luego también, que tus padres fueron “ejecutados extrajudicialmente”. Te refieres varias veces al problema del lenguaje y me llama la atención esa expresión, “ejecutados extrajudicialmente”, de cara a la posibilidad de decir “asesinados”. Por un lado, este uso del lenguaje y por otro, en lo referente precisamente a la muerte de tu madre, la búsqueda de un decir poético y fragmentario para contar su historia.

J.C.A: El lenguaje. . . El lenguaje es el límite. Es un tema central, que no puedo enfrentar bien porque me faltan las armas. Hay un texto bonito, colombiano, es un diccionario. Tiene un par de ediciones. Se reunieron personas que trabajaban en el conflicto, periodistas principalmente. Lo escribieron para no reiterar la violencia, para que su lenguaje de cobertura del conflicto colombiano no acabara alimentando la confrontación, sino cubriéndolo de una manera más crítica. Trabajaron en conjunto, consensuaron una cantidad de palabras para poder cubrir de manera democrática los acontecimientos diarios. Entonces, en vez de decir “terrorismo”, decir tal cosa, en vez de decir “represalia”, decir tal otra cosa. El diccionario se llama Para desarmar la palabra, que es la forma también en que Alberto Gálvez Olaechea, miembro y dirigente del MRTA del Perú, que purgó prisión por más de 20 años, tituló su libro.2 Olaechea también está intentando que su palabra no hiera más. Lo que no le sale realmente —aunque no hiera más— es desarmarla del todo, porque todo esfuerzo tiene su límite. Porque él sigue hablando desde la política, le cuesta dejar de hablar desde una posición de derrotado político. Pero creo que hace un esfuerzo notable de aproximación hacia los interlocutores que no son como él: la ciudadanía común y corriente y cualquier otra persona que se haya podido sentir afectada por las acciones del MRTA. Pero es todo un tema, porque no podemos inventarnos todo un idioma nuevo, tampoco podemos recurrir al diccionario de los amigos colombianos, por más bonito que sea. No es suficiente. No es suficiente nunca porque el mundo no está hecho de libros, sino de gente y la gente tiene sensibilidades y las sensibilidades tienen razones.

L.V: Y en esta línea, ¿qué significa el uso en tu libro de la palabra “terrorismo”?

J.C.A: Es una concesión. No digo que SL no haya cometido terrorismo, obviamente cometió terrorismo. Lo que yo digo es que utilizar la palabra “terrorismo” no es inocente, forma parte de una estructura mayor de discurso global, que nos lleva a una interpretación de toda la historia, no solo la historia de SL, y nos sitúa políticamente y también moralmente en el presente. Y yo me siento muy alejado de ese tipo de estructuración. Pero, digamos, esa es una discusión académica, también política. Hay gente que sí cree que es legítimo decirlo, que es legítimo hablar de terrorismo, que realmente sufrieron acciones terroristas, que su familia o su entorno vivió el miedo y aún hoy lo vive. Entonces, cualquier cosa —incluido este libro— es una amenaza. Para poder conversar sobre estos temas que yo quiero conversar, podría simplemente hacer paréntesis de estas sensibilidades. Pero no sería coherente con lo que estoy intentando, que es: primero, intentemos conversar. ¿Cómo voy a intentar conversar si no respeto lo que tú sientes? Y tú legítimamente tienes miedo, es legítimo ese miedo, si esto es como una esquirla. Suena como una esquirla, un residuo de algo que les dio mucho miedo, les generó mucho daño. Si quieren decir “terrorismo”, que digan. Eso es lo primero. Ya, no estoy de acuerdo, no importa. Queremos hablar así, en esos términos. Hablemos, si sirve para conversar, úsalo.

L.A: Y “ejecutados extrajudicialmente”, ¿está también dentro de esta lógica de la necesidad de ponerse en diálogo?

J.C.A: Si yo digo “asesino” no es igual a “ejecutado extrajudicialmente”. Son herramientas, si quieres, puedo poner que fueron asesinados. Fueron asesinados. Ejecutar extrajudicialmente es asesinar a alguien, de manera no judicial, no legal. No digo que sea la receta, ni que me haya salido bien, solo que responde a esa lógica: si para conversar hay que conceder, hay que conceder. Sí, más valiosa es la conversación que tener razón.

L.V: En relación con todo esto que nos estás comentando, uno de los ejes centrales de tu libro parece ser el perdón. El libro tiene el título Los rendidos. Sobre el don de perdonar, pero ningún capítulo se llama “Perdonar”. Sería transversal, entonces, al texto. ¿Es posible el perdón? ¿Qué significa para ti este tema de perdonar?

J.C.A: Es un problema. Porque lo que escribí allí, que además es confuso, es confuso porque no lo tengo claro, es confuso porque es confuso en sí mismo. Hay demasiadas preguntas alrededor del perdón y el perdón no es un derecho. Podríamos discutir mucho sobre el derecho a la verdad, la justicia y la reparación, pero sobre el perdón, no. Lo que yo veo en la vida más corriente es que hay otras expresiones de intentos de la gente de moverse del lugar en el que está. Cambiar de rol, por decirlo de alguna manera. Si antes eran solo acusadores o víctimas, se mueven, intentan moverse de ese rol y salir de esa situación en la que se encontraban. Ese moverse, quizás no se llama “perdón”, quizás se llama de otra forma, pero tiene que ver con enfrentar dilemas que quedaron pendientes del conflicto armado. Dilemas que tienen que ver con cómo se relacionan con la familia, cómo se relacionan con los hijos, cómo se relacionan con el barrio, cómo se relacionan con la comunidad nacional, cómo se relacionan con su propia biografía, con las propias razones que tuvieron para ser como eran, cómo viven hoy. Cada vez que voy a un sitio estoy conversando sobre esto siempre con alguien. Por lo tanto, más allá de lo que hayan planteado Levinas, Wiesenthal, Derrida, Ricoeur, lo que yo veo es que existe algo allí, no sé cómo se llama, quizás no es perdón. No sé si es reconciliación. Pero hay una gran cantidad de cosas que suceden, que la gente está haciendo o no haciendo, o deseando hacer o dándole vueltas, o sufriéndolas, intentando moverse y no lográndolo. No esperes de eso nada, no esperes de tu acto ningún tipo de reciprocidad, que es una manera antigua de entender el perdón, también, cristiana y judía también. Lo que Derrida dice es que no esperes, simplemente se autosostiene.

¿Qué debemos hacer para pensar en estas cosas y en estas personas que están por todos lados? ¿Aplicarles el modelo, a ver si calzan? No calzan, pues, porque todo lo que esta gente hace es imperfecto, malo, ordinario, chueco, así como lo que estoy haciendo yo ahorita acá. ¿Acaso a mí esto me sale bien? ¿Por qué voy a pedir que a alguien le salga bien? Yo quiero creer que puedo perdonar, pero estoy muy lejos de asumir un rol de “ya perdoné”: ya perdoné, soy un santo y no siento nada respecto de quienes mataron a mis padres. No es cierto, cómo no voy a sentir algo, aunque quizás mañana piense diferente. Un ejemplo, concreto, vida real: el padre de un amigo fue desaparecido por militares en una zona altoandina en Ayacucho. Es uno de los pocos casos que ha tenido juicio, ha habido sentencia, el militar estuvo preso un tiempo. En algún momento de la reconstrucción de los hechos de este caso (hubo una segunda etapa en la cual se incluyeron a nuevos militares de más alta gradación), este militar decidió colaborar con la justicia, algo totalmente excepcional. Entonces, se hizo una reconstrucción de los hechos, que básicamente fue ir caminando por el campo hasta un cuartel y que él fuera reconstruyendo cómo los llevaron a los detenidos desaparecidos y los entregaron a alguien en la puerta y luego nunca más aparecieron. En ese momento, el militar se acercó a las señoras que hablaban quechua y les dijo que lo sentía, que no sabía qué hacer, pero les pedía disculpas. Las señoras no lo entendían, porque él hablaba en español y ellas hablaban quechua, pero estaba mi amigo, el hijo de una de esas señoras, que habla español y quechua. Entonces él entendió y les tradujo a las señoras. Era un momento tenso, porque él era el enemigo, él había sido construido como el enemigo. La mamá de mi amigo, que ya está bien ancianita, se acercó y le dijo: “ya, anda no más, anda. Sigue, sigue tu vida. Anda”. El militar se emocionó, lloró un poco. Mi amigo le dijo lo mismo, se sintió motivado y le dijo: “sí, sabes qué, hermano, anda ya. Gracias por lo que nos has podido ayudar. Vive tu vida”. Le agradeció también por colaborar con la reconstrucción de la justicia y ya, acabó. Hace poco tiempo, tomando un café, mi amigo me decía: “la verdad es que no sé qué pensar de eso”. Porque yo le estaba diciendo: “tu gesto, perdonar, es un ejemplo, hay que contarlo, hay que transmitirlo al mundo”. Él me decía: “pero, sabes qué, yo ahora le tengo un poco de cólera, porque yo sé que él sabe más”. Le han pedido, le han rogado y él les asegura que les diría dónde están si lo supiera, pero que no lo sabe porque los entregó a otra patrulla. Mi amigo me dice que no sabe qué pensar respecto de él, que le agradece que los haya ayudado, que ese momento fue auténtico, pero que ahora siente que no está bien cerrado, que quisiera seguir preguntándole cosas.

L.A: Hay un momento que tú dices que con este libro has pedido perdón “como un derecho, no como una humillación”, aludiendo a circunstancias o momentos de tu vida en que pediste perdón, también como dices ahora, humanamente, con torpezas. Con este libro en donde pides perdón como un derecho, ¿piensas tú que se marca un antes y un después, cierras algún tipo de capítulo? O el proceso continúa, no se cierra simplemente.

J.C.A: Es complicado eso porque ha habido mucha discusión con el movimiento de derechos humanos, también. Es un tema muy sensible, no se puede tomar a la ligera. Porque el eslogan, digamos, que no es gratuito, de “ni olvido ni perdón” tiene sentido también. No es irracional. Se ampara en un entramado de impunidad fuerte y de abuso de poder que continúa. Y las críticas que he recibido desde el movimiento de DDHH —“y tú quién rayos eres para perdonar”— me parecen legítimas. Porque constantemente hay alguien que está reproduciendo la ofensa que sufrieron.

L.A: Dices en tu libro que tú no hablas en representación de nadie.

J.C.A: Justamente. Lo que sugiero es —en este mapa de cosas que circulan, que necesariamente están instaladas por una situación de postguerra, o de postconflicto o de postviolencia— agregarle una ficha más, que pueda existir la posibilidad de que el perdón circule. que pueda mover los recursos que están alrededor, de los cuales todos disponemos: hay recursos para odiar, hay recursos para resistir, hay recursos para ser insumiso, para ser rebelde, para hacer memoria; hay recursos para denigrar, hay recursos para evitar que cualquier puerta se abra, hay recursos para intentar que el miedo nunca pase. Eso es lo que genera una situación de postconflicto: hay recursos para todos, discursivos y de todo tipo. Agregarle un recurso: que circule también la posibilidad de trabajar pensando que se puede perdonar. Pero, si agregas ese recurso, tienes que reflexionar sobre él: ¿se puede perdonar, en qué circunstancias, ¿quién?, ¿cómo?, ¿hay una manera de perdonar?, ¿quién tiene derecho a perdonar? ¿yo tengo derecho a perdonar si soy terruco o hijo de un terruco? En principio, no tengo derecho ni de hablar. Entonces, creo que agregar elementos, aunque no tenga razón, nos obliga a reflexionar sobre otra cadena de hechos y quizás sobre todo el utillaje de recursos que están ahí, al alcance para todos. Entonces, no es una apuesta ciega por el perdón, sino más bien por incrementar las cosas que tenemos a la mano para vivir mejor.

Notas

1 Se refiere al libro de Lurgio Gavilán Sánchez, Memorias de un soldado desconocido. Autobiografía y antropología de la violencia. Lima: IEP, 2012. El autor de este libro narra su paso por las filas de Sendero Luminoso cuando era todavía un niño, su posterior incorporación al ejército peruano para combatir a SL, seguido de una etapa en el convento franciscano y otra en la universidad, en estudios de pregrado y postgrado en antropología. Estas Memorias son el relato de esa experiencia múltiple.
2 Alberto Gálvez Olaechea. Con la palabra desarmada. Ensayos sobre el (pos)conflicto. Lima: Fauno, 2015.
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