Dossier

La construcción de una mujer mala: la figura de Euldarisa Puelma en el crimen de la calle Maipú (1894-1896) 1

The Construction of a Bad Woman: The figure of Euldarisa Puelma in the Crime on Maipú Street (1894-1896)

Solène Bergot
Universidad Andrés Bello, Chile
Javiera Errázuriz Tagle
Universidad Andrés Bello, Chile

La construcción de una mujer mala: la figura de Euldarisa Puelma en el crimen de la calle Maipú (1894-1896) 1

Revista de Humanidades, núm. 43, pp. 112-144, 2021

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 29 Mayo 2020

Aprobación: 29 Agosto 2020

Resumen: A partir del expediente judicial relativo al intento de asesinato de los tres hermanos Puelma (Santiago, 1894-1896), se analiza la figura de Euldarisa Puelma Ugarte, hermana y supuesta verdugo de los niños, así como la construcción de su figura en los testimonios y sus estrategias de defensa. De esta forma, se pretende aportar al estudio de los discursos sobre la criminalidad y la violencia femeninas desde un enfoque de género cruzado con la historia de la infancia desvalida.

Palabras clave: mujeres, violencia, criminalidad, infancia desvalida, justicia.

Abstract: This article examines the judicial case file related the attempted murder of the young Puelma siblings (Santiago, 1894-1896). It analyzes the construction of the figure of the sister, and alleged would-be murderer of the children, Euldarisa Puelma Ugarte, in the testimonies given and defense strategies employed in the case. The analysis contributes to the study of the discourses of female crime and female violence, from a perspective that combines gender studies and the history of vulnerable children.

Keywords: Women, Violence, Criminality, Vulnerable Children, Justice.

1. Introducción

“El crimen de la calle Maipú” titulaban los diarios santiaguinos en noviembre de 1894, para llamar la atención de sus lectores sobre un hecho escandaloso que calificaban, entre otros adjetivos, de desgarrador, indignante o terrible, y que parece haber suscitado una cierta conmoción en la sociedad2. Se trataba del rescate de los niños Puelma, tres huérfanos de 7 a 11 años, que supuestamente habían sido maltratados, descuidados y dejados al límite de la muerte por su tutor, su medio hermano, Manuel Segundo Puelma, el Chicoco, con el fin de recuperar su herencia. El despliegue mediático alrededor del caso fue grande en los primeros días, tejiendo una imagen de verdugo alrededor del Chicoco y de la que se pensó era su mujer, Eulalia González, quien en realidad era su hermana, Eulalia / Euldarisa Puelma.

El expediente judicial del caso Puelma, que se desarrolla de 1894 a 1896, nos adentra en los detalles de una historia conmovedora de miseria, hacinamiento, violencia y abandono de menores, en el contexto de una familia que hoy llamaríamos disfuncional y de escasos recursos. En sus páginas aparecen los testimonios de los niños Puelma, sus familiares directos, relaciones y vecinos del barrio. Entre ellos destaca el de Euldarisa, quien concentra la mayor parte de los ataques y de las estrategias de defensa, muy por sobre su hermano, quien es, sin embargo, el principal acusado. ¿Por qué se vuelve el principal foco de atención del juicio, defendiéndose de la construcción de mala mujer que se le impuso, y a contraluz de otras que aparecen como buenas mujeres?

Partimos de la hipótesis de que la construcción discursiva de estas mujeres es intencionada y mediatizada por las prácticas judiciales, revelando las estrategias de los distintos actores. Las representaciones tradicionales sobre lo femenino y lo doméstico juegan, entonces, un papel clave en este expediente, imponiendo sobre Euldarisa una responsabilidad moral que deviene en legal, y que se construye como exclusiva de ella, a diferencia de otras mujeres que circulan en el caso y que fueron absueltas de esta obligación. Ahora bien, Euldarisa no es un sujeto pasivo, sino que tiene una capacidad de agencia que se manifiesta en su defensa, en tanto busca desarmar la imagen que de ella han construido los testimonios, ofreciendo una construcción favorable con el propósito de eludir la responsabilidad. Por ende, el objetivo de nuestro artículo es analizar y problematizar estas construcciones discursivas en tanto representan, manifiestan y dan cuenta de la cultura de una época determinada, así como observar de qué manera los estereotipos de género inciden en los procesos judiciales.

Este acercamiento de género se constituye en un aporte en cuanto el caso de los niños Puelma ha sido abordado en investigaciones anteriores desde la perspectiva de la situación de la infancia desvalida de fines del siglo XIX (Milanich), y también como ejemplo de relato de la prensa sensacionalista y de escándalo (Cornejo), pero no desde la criminalidad femenina y las representaciones que emergen de ella. En este sentido, este artículo se plantea en consonancia con una literatura sobre mujeres que matan, aunque en este caso no se logró concretar el crimen, que subraya la predominancia de las concepciones positivistas en este ámbito para el período, proyectando la asociación entre mujer-maternidad-orden social, una asociación que Euldarisa parece desafiar en todos los ámbitos.

2. El escandaloso caso Puelma (1894-1896)

El expediente judicial contra Manuel Segundo y Euldarisa Puelma Ugarte (también citada como Uldaricia o Eulalia)3, procesado en el Primer Juzgado del Crimen de Santiago, está constituido de 222 fojas4. Abre con una serie de cinco fotografías, tres de ellas tomadas a la llegada de los niños Puelma al Juzgado, por los fotógrafos Díaz y Spencer, y dos después de que se les hubiera alimentado y vestido, para dar paso a los documentos escritos del caso.

El doctor Federico Puga Borne presenta la denuncia el 8 de noviembre de 1894, señalando que “el encargado de atenderlos [a los niños] y alimentarlos se proponía matarlos por hambre con el objeto de apoderarse de cierta suma del dinero que sus padres, al morir, les habían dejado, siendo tutor y curador la misma persona con quienes vivían” (f. 1). El juez del caso, Santiago Prado, ordenó el allanamiento inmediato de la casa ubicada en la calle Maipú 66, donde vivían los menores con su familia, el que fue ejecutado por Óscar Gacitúa, subcomisario de la Quinta sección de Policía (f.1 rev)5. Esto permitió descubrir el estado de extremo descuido en el que se encontraban los niños Delia, Ricardo y José Manuel Puelma y Puelma, y condujo a la detención de Manuel Segundo Puelma y Ugarte, su hermana Euldarisa Puelma y Ugarte y su esposo, Julio González y Jara. Dos días después se detendría a Tránsito Puelma y Ugarte y su esposo, Horacio Vargas y Elgueta, que también habitaban en la casa con sus tres hijos. El último detenido del caso es el hermano mayor de los niños, Manuel Puelma y Puelma, a la sazón de 16 años.

Empieza entonces una recopilación de datos sobre la vida y el estado físico de los menores, que surge de su propio testimonio (fs. 12-7), así como de las declaraciones de los acusados (fs. 19-40) y de unos primeros informes médicos, a cargo de Eduardo Donoso Grille y Eduardo Lira Errázuriz (fs. 32-4). De estos documentos iniciales, emerge, en primer lugar, el estado de degradación física de los menores: su falta de higiene (se describe la presencia de gusanos en el cuero cabelludo de Delia, por ejemplo), su extrema delgadez (incluso demacración), su falta de desarrollo físico los muestra mucho menores a sus edades, lo que los médicos atribuyen a “una alimentación escasa, defectuosa y mal dirigida”, sostenida en el tiempo y que podría haber conducido a la muerte de los niños.

En segundo lugar, se perfila la fragilidad social de estos niños y el desorden de su familia. Los menores en cuestión son hijos ilegítimos de Manuel Puelma Guerrero, que no siendo acaudalado, contaba con unos ciertos medios económicos, y de una mujer cuyo origen no logra quedar del todo esclarecido en el expediente. Manuel Puelma Guerrero tuvo hijos con tres mujeres. Con Juana Ugarte tuvo tres hijos ilegítimos: Manuel, El Chicoco, Tránsito y Euldarisa Puelma Ugarte. En 1889 se casó con su sobrina, Rosa Puelma Elgueta, con la cual tuvo dos hijos legítimos, Rosa y Manuel Humberto Puelma Puelma. Finalmente, con Gumercinda Puelma Covarrubias –el expediente la nombra también como Juana Covarrubias– tuvo a sus cuatro hijos menores, Manuel, Delia, José Manuel y Ricardo Puelma Puelma, ilegítimos y sobre los que recaía la sospecha de ser incestuosos (testimonios de Horacio Vargas, f. 19, y de María Mercedes Figueroa, fs. 67)6.

Cuando Gumercinda muere en julio de 1888, los niños fueron a vivir con su padre y su esposa, tal como lo declaraba Manuel Puelma Guerrero en su testamento redactado en noviembre de 1891, en el que señala que “estos niños están a mi lado y en el seno de mi familia cuidados y atendidos por mi esposa” (f. 45)7. A la muerte de Puelma Guerrero, en diciembre de 1891, Manuel Segundo, el Chicoco, fue nombrado tutor y curador de los niños y traspasó su cuidado a su tía paterna, Mercedes Puelma Guerrero de Figueroa. Los niños quedaron con Mercedes hasta agosto de 1893, cuando el Chicoco los encargó a su hermana, Tránsito Puelma Ugarte, casada con Horacio Vargas Elgueta8, a cambio de un pago por su alojamiento y comida (15 pesos mensuales). El incumplimiento de este pacto generó que Horacio y Tránsito se fueran a vivir con el Chicoco a la casa n.º 66 de la calle Maipú, como manera de resarcirse por los gastos no pagados.

Esta casa, escenario del caso, había sido adquirida por Gumercinda Puelma y, por ende, era parte de la herencia de sus hijos. Pero, como tutor y curador, el Chicoco tenía efectivamente potestad para gestionar los bienes de sus medios hermanos. En noviembre de 1894, vivían en ella el Chicoco, Euldarisa y su marido, Tránsito y su familia, además de los cuatro hermanos Puelma y Puelma. La recuperación de este patrimonio, según la denuncia inicial y algunos testimonios, habría sido el motivo por el cual el Chicoco, Euldarisa y Julio habrían empezado a descuidar sistemáticamente a los niños con el propósito de matarlos.

La primera parte del caso, que corresponde al sumario, duró desde noviembre de 1894 hasta julio de 1895, período en que se llevaron a cabo las investigaciones dirigidas por el promotor fiscal en vista a comprobar el cargo imputado a los acusados. Se trataba de un tiempo largo –siete meses–, que se explica por la complejidad del caso, pero también por la falta de un código procesal penal que fijara los plazos de cada etapa9, e incluso por su impacto en la opinión pública. De hecho, el expediente se hace eco, en algunas de sus partes, de la indignación suscitada por el caso en la prensa de la época. Durante estos meses, la investigación redujo progresivamente el número de los acusados, con el sobreseimiento temprano de Tránsito Puelma y Horacio Vargas el 13 de noviembre de 1894 (f. 29), luego de Manuel Puelma y Puelma el 22 de noviembre de 1894 (f. 65), para terminar con Julio González el 17 de abril de 1895 (f. 91).

La segunda parte, correspondiente a la causa a prueba o probatorio, duró hasta el 18 de octubre de 1895, cuando el juez Prado emitió su veredicto. Durante este período, los acusados –que ya se reducían a Manuel, el Chicoco, y Euldarisa– tenían la posibilidad de adscribir al expediente documentos y testimonios que les permitieran establecer una historia diferente a la planteada por la Fiscalía. Por ende, fue el período donde se sumó la mayor cantidad de testimonios exteriores a la familia (12 en total) a favor de ambos, siguiendo dos líneas defensivas: su honradez, que hacía impensable el crimen desde un punto de vista moral, y su extrema pobreza, que hacía insostenible la acusación de no compartir su comida. Sin embargo, no fueron suficientes para construir un relato alternativo y el juez Prado los condenó respectivamente a 9 y 3 años de presidio menor: una condena mayor para Manuel por ser el tutor legal de los niños y una menor a Euldarisa como su cómplice (fs.162-72). Lo interesante del fallo radica en la dificultad del juez a la hora de calificar el delito. De esta forma, descarta el abandono de menor y las lesiones, pero sí reconoce los “malos tratamientos y omisiones de cuidados” (f. 168), antes de tipificar el caso como tentativa de homicidio con premeditación (f. 170).

La tercera parte del caso empieza con la apelación de el Chicoco y Euldarisa, la que, después de unos meses de espera, sube a la Corte Suprema en marzo de 1896 a través de una solicitud de ratificación de la sentencia de primera instancia de la Corte de Apelaciones (fs. 177-81)10. Lo interesante de esta solicitud es que explica la dificultad de tipificar el delito, argumentando que

exigir a un Legislador que describa aberraciones como estas o que sospeche absurdas tan enormes y desgraciados, no es posible. Es por esto que ningún Código del mundo ha consignado una disposición que fije una pena especial al que mate por hambre o por repetidos martirios a un niño confiado a su cuidado. (f. 179)

Por ende, estaríamos frente a un caso que reflexiona sobre este tipo de comportamiento, no porque no haya existido con anterioridad, sino porque pareciera haber un cambio de percepción a su respecto, desde un punto de vista moral11.

La primera decisión de los jueces de la Corte Suprema fue devolver “el proceso a primera instancia para que se practiquen diligencias en orden al esclarecimiento de los hechos siguientes”, a saber, las fechas de nacimiento de los tres hermanos Puelma y Puelma, su estado de salud en distintas épocas y en la actualidad, además del avalúo de los bienes de los niños (f. 183). Para dar cuenta de estos aspectos, se citaron a declarar nuevamente a el Chicoco y Euldarisa, junto a otras dieciocho personas (dos que participaron del caso en primera instancia y dieciséis nuevas), además de producir un nuevo informe médico y de adjuntar distintos documentos para acreditar la fecha de nacimiento de los niños y el origen y valor de la casa de la calle Maipú. Finalmente, el 10 de junio de 1896, la Corte Suprema ratificó el fallo, pero rebajó la pena a 3 años de presidio para Manuel y 541 días (18 meses) para Euldarisa, a contar de su encarcelación en noviembre de 1894 (f. 222). Por la duración total del proceso (19 meses), Euldarisa pudo salir libre, mientras que su hermano tenía todavía 17 meses de cárcel que cumplir12.

3. La antifamilia Puelma

El caso de los niños Puelma constituye un muy buen ejemplo de la dicotomía, a fines del siglo XIX, entre el modelo de familia que las élites buscaban difundir y la realidad de lo que ocurría en las clases populares. La insistencia en el matrimonio y en la legitimidad de los hijos formaba parte de un discurso moralizador de las clases dirigentes, que tenía por objeto normar y ordenar las relaciones familiares. Esto obedecía a una concepción de la familia como núcleo de la sociedad moderna y, en tanto tal, debía constituirse de manera normada y legítima, traspasando esas formas a la sociedad en su conjunto (Ponce de León, Rengifo y Serrano).

Para la élite, la situación de desorden familiar incidía directamente en la falta de valores morales en los sectores populares, lo que, sumado a la pobreza, el hacinamiento y la cesantía, constituían un caldo de cultivo para enfermedades sociales como el alcoholismo, la delincuencia o la prostitución. Por ello, desde las capas dirigentes y el Estado, se buscaba imponer un modelo que permitiera el orden y control social de sus ciudadanos, mediante la normalización de las relaciones familiares. Este discurso chocaba permanentemente con una porfiada realidad, en la que el concubinato y los hijos ilegítimos eran más bien la norma, en particular en los sectores populares (Díaz, Gallego y Lafortune). Esta realidad se traducía, desde las teorías criminalísticas de finales del siglo XIX, en la idea de que las dimensiones sociales eran determinantes en las conductas delictivas, al igual que los factores biológicos (León 59).

Podemos observar claramente esta situación en la familia Puelma, donde se superponían familia legítima y familias ilegítimas. De esta forma, de los nueve hijos que había tenido Manuel Puelma Guerrero a lo largo de su vida, solo dos nacieron dentro del matrimonio, lo que los protegió en buena medida del destino trágico de los demás. Los siete hijos restantes fueron ilegítimos, pero no todos con la misma condición legal ya que reconoció a cinco en su testamento, con lo cual y según los artículos 36 y 272 del Código Civil, pasarían a ser naturales. Sin embargo, los cuatro menores eran, además, de “dañado ayuntamiento” porque provenían de una relación adulterina y/o incestuosa (art. 37 y 38 del Código Civil), por lo que no podían adquirir la calidad legal de hijos naturales, pese al reconocimiento vía instrumento público (art. 36 del Código Civil).

Árbol genealógico de la familia de Manuel Puelma Guerrero
Figura 1
Árbol genealógico de la familia de Manuel Puelma Guerrero
Elaboración propia sobre la base de los registros disponibles en www.familysearch.org.

Es posible observar diversos elementos endogámicos en los lazos cruzados entre generaciones y ramas, además de sospechas de incesto en la relación de Puelma Guerrero con la madre de sus hijos menores. En este sentido, la situación de los hermanos Puelma y Puelma era la más precaria en el espectro legal de los hijos nacidos fuera de matrimonio: eran adulterinos, pues habían nacido cuando su padre estaba casado con una mujer que no era su madre –al menos los tres menores, y sobre ellos pesaba la sospecha de ser incestuosos13.

Este desorden familiar tiene diversas implicancias que se manifiestan a lo largo de las páginas del expediente. Por una parte, la existencia de hijos legítimos e ilegítimos introduce complicaciones en el reparto de la herencia de Puelma Guerrero, quien, en su testamento, lega tres cuartas partes de sus bienes a sus dos hijos legítimos. En el mismo testamento, reconoce a su hijo Manuel Puelma Ugarte como hijo natural, le lega la cuarta parte de libre disposición de sus bienes y lo nombra albacea y tutor de sus hijos menores de edad, tanto de los legítimos como de los ilegítimos. También reconoce como hijos naturales a los menores José Manuel, Delia, Manuel y Ricardo Puelma Puelma, y señala que la casa de la calle Maipú 66, fue comprada por la madre de los niños, por lo que les corresponde a ellos y no a él (fs. 43-8). Interesante es señalar que Puelma Guerrero no incluye y ni siquiera menciona a sus hijas Tránsito y Euldarisa, ni para reconocerlas como hijas naturales ni para legarles una parte de la herencia, como sí lo hace con su hermano14. En cualquier caso, la diferenciación que se establece en el testamento de Puelma Guerrero entre los hijos legítimos, los reconocidos como naturales y los no reconocidos, y la distribución de los bienes entre ellos, puede perfectamente haber generado rencillas y odiosidades en la familia.

Por otra parte, la desestructuración familiar genera una situación de extrema vulnerabilidad para los menores Puelma, huérfanos de madre y padre a corta edad. A la muerte de su madre, estos pequeños circularon por diversas casas, siendo cuidados (o descuidados) por otras mujeres, madres sustitutas, que recibían una paga por este trabajo.

Así, los niños parecen transformarse en un inconveniente para toda su familia, circulando entre uno y otro de sus miembros, hasta terminar en el Patronato de la Infancia. A su vez, parecen haber sido un problema en particular para las mujeres de la familia, las que deben hacerse cargo de ellos a la muerte de su madre: la madrasta y prima, la tía y, finalmente, las medias hermanas.

Sabemos de sobra que, a fines del siglo XIX, las mujeres son las encargadas de cuidar a los niños, por ello –como el proceso Puelma involucra a menores de edad, y en particular la cuestión de su cuidado y protección– es también un caso con una fuerte presencia femenina. Así, a lo largo de las páginas del expediente, nos encontraremos con diversas mujeres, que representan distintos papeles y tienen distintas responsabilidades. Nos encontraremos con mujeres malas, mujeres indolentes, mujeres víctimas y mujeres salvadoras. Son ellas las que, de alguna u otra forma, protagonizan este caso, ya sea transgrediendo los límites de lo que se espera de ellas o bien apareciendo como ángeles al rescate de los menores.

4. Euldarisa: la construcción discursiva de una mujer mala

En este apartado, nos centraremos en Euldarisa Puelma Ugarte, media hermana de los niños y figura central del caso, porque, a lo largo de todo el expediente, se la presenta como la condensación de todos los males y como el producto de la desestructuración familiar de la familia Puelma.

Los múltiples testimonios que contiene el expediente apuntan a Euldarisa como la culpable material del hambre y el abandono en el que estaban los niños. Se construye así una imagen de mujer mala que servirá de chivo expiatorio para muchos de los implicados en el proceso. Para evadir la responsabilidad, o, como señala René Girard, “para desviar el azote”, había que construir un culpable, en este caso, una mala mujer, “y tratarle en consecuencia” (10).

En este sentido, las representaciones tradicionales sobre la feminidad, que imperaban en Chile a fines del siglo XIX, se ponen en tensión en este caso, justamente con la figura de Euldarisa. Las imágenes de mala esposa, mala hermana, mala madre sustituta, mujer floja, viciosa y adúltera servirán para arrojar sobre ella la indignación generada en la opinión pública, independiente de las verdaderas responsabilidades legales que le cabían, dado que ella no era la tutora legal de los menores.

Al comienzo del expediente, el testimonio del subcomisario Gacitúa, luego del allanamiento de la casa de la calle Maipú 66, presenta a Euldarisa Puelma Ugarte como la dueña de casa y la encargada de los niños Puelma (f. 4). Una vez allanada la casa y habiendo visto el estado de los niños, Gacitúa detuvo a Euldarisa, junto a su esposo y a su hermano, el Chicoco. Pese a ser una de las primeras detenidas, Euldarisa declarará ante el juez en penúltimo lugar, de modo que cada declaración aporta información relevante para construir la imagen de esta mujer, que solo será negada cuando sea su turno de declarar.

Uno de los testimonios más importantes del caso es el de la niña Delia Puelma. Ella presenta detalles sobre la vida cotidiana del hogar, destacando que Euldarisa se encargaba de las labores domésticas, como hacer la comida, y, según su relato, los niños comían aparte y no les daban lo mismo que a los adultos, “porque no querían” (f. 13). También cuenta que ella y sus hermanos le pedían a Euldarisa que les diera algún tipo de alimentos, pero ella se los negaba, por lo cual los niños se iban a una acequia a pescar basuras que pudiesen comer. Tampoco les daba ropa, abrigo, ni les permitía estar en los lugares más resguardados de la casa. Ante la pregunta del juez de si tenían fuego para calentarse, la niña responde: “No, porque la Uldaricia no me dejaba entrar a las piezas” (f. 14). La niña también relata los malos tratos y golpes recibidos por su tío el Chicoco y su hermano mayor Manuel Puelma Puelma, pero no se explaya en eso.

Al igual que los otros actores del expediente, los niños responden a preguntas específicas que les realiza el juez. Así, las prácticas judiciales implican que cada testimonio sea una conversación guiada que pone el acento en ciertos aspectos, dejando otros de lado, de manera que la narración construida es fragmentada e impide comprender la totalidad del proceso (Brangier y Morong 98-9). Por ende, no podemos aproximarnos al expediente en busca de una narración fidedigna, sino que, por el contrario, debemos cuestionarnos su veracidad y atender a los testimonios como construcciones discursivas que, sin embargo, aportan valiosísima información “sobre los imaginarios y los valores que se consideraban socialmente legítimos en el pasado” (Brangier y Morong 101-2).

Desde esta perspectiva, podemos constatar que estas preguntas profundizan en los aspectos domésticos de su vida, por ejemplo, quién hacía la comida, qué les daban de comer, quién les proporcionaba el abrigo y la ropa necesarios, quién se ocupaba de su aseo y salud, más que en los malos tratos y golpes. Se configura así un panorama en el cual es Euldarisa la principal responsable de su mal estado. Por ejemplo, el juez preguntaba “¿Y no llorabas tú de hambre, y le decías a la Uldaricia que te diera de comer?”, a lo que la niña respondía “Sí, y ella me decía ‘¿no comiste tú ya tallarines?’” (f. 14).

En el testimonio de los otros dos menores, nuevamente aparece la figura de Euldarisa como protagonista: “Sí llorábamos de hambre, pero la Uldaricia se enojaba con nosotros cuando le decíamos que teníamos hambre” o “Si entrábamos a la pieza de la Uldaricia, nos pegaba” (f.16). Los niños también relatan los abusos y malos tratos recibidos por su tutor legal o su hermano, pero no se explayan en ellos.

Los testimonios de los tres menores Puelma son clave para construir la imagen de esta mala mujer, quien sería la culpable de su deplorable estado de salud. Así, los estereotipos de género de la época, que asocian a la mujer con lo doméstico y con el cuidado de los hijos, son fundamentales para comprender este desplazamiento de la culpa desde el tutor de los niños hacia Euldarisa. En los testimonios, no parece tan relevante que el responsable legal de los menores hubiese incumplido la ley, sino que quien se hacía cargo de su cuidado material, la mujer, no lo hubiese hecho. En este sentido, es plausible sostener que se está juzgando a Euldarisa por no cumplir con un mandato de género, no por incumplir la ley.

Otro testimonio fundamental en la construcción de la imagen de malvada de Euldarisa es el de su cuñado, Horacio Vargas, quien, junto con relatar su relación con la familia y los niños, señala que cuando se trasladó a vivir a la casa de calle Maipú 66, “pude presenciar que los niños Delia, Ricardo y José Manuel eran víctimas del trato más brutal que se puede concebir, de parte de la Uldaricia y de Manuel ‘el Chicoco’” (f. 20). Señala también que él y su mujer le daban comida a los niños cuando podían, la mayoría del tiempo a escondidas, porque Euldarisa y el Chicoco se enojaban cuando lo hacían (f. 21). El testimonio relata “la indignación y el horror” (fs.21) del declarante frente a los malos tratos dados a los niños. Cuenta su intención de denunciar el caso a la policía, aunque no llegó a hacerlo, probablemente como una forma de librarse de la responsabilidad que le pudiera caber en este caso (fs. 21-2). En este sentido, quien entrega el testimonio tiene intereses, motivaciones, estrategias que sin duda estructuran y orientan su relato.

Horacio Vargas añade otro trazo a la imagen de Euldarisa, al señalar que “es público y notorio que lleva una vida licenciosa, entregada a toda clase de vicios, y esto lo hace con conocimiento de su esposo y de Manuel ‘el Chicoco’” (f. 22). También describe al Chicoco como un hombre vicioso y ocioso que “solo vive del dinero que pide prestado, sin que trabaje en cosa alguna” (f. 23). En contraposición, él se presenta como un hombre trabajador y sin vicios, al igual que su esposa.

En su declaración, Tránsito Puelma, la mujer de Vargas, ratifica lo señalado por su esposo y añade que su hermana mantenía relaciones ilícitas con un tal Alejandro Morales, fuera o dentro de su casa, en cuyo caso ponía de “aguaite” a Delia. Cuando salía para encontrarse con su amante, Tránsito señala que los niños “quedaban materialmente sin tener qué comer; y era entonces, cuando yo podía atenderlos y darles de comer con más libertad” (f. 24).

Este testimonio es particularmente interesante por diversas razones. En primer lugar, porque, al igual que el de Horacio Vargas, responsabiliza directamente a Euldarisa del mal estado en que se encuentran los niños Puelma. En segundo lugar, insiste en la vida licenciosa de Euldarisa con Morales, pero agrega un factor interesante, a saber, la utilización de la niña Delia como vigilante. En este sentido, esta vida licenciosa de Euldarisa no solo era moralmente reprobable per se, sino que corrompía también el ambiente moral en que vivían los niños.

Llama la atención que sea la hermana de la acusada la que entregue este testimonio, aunque desde una perspectiva legal tiene sentido. Tránsito y Horacio también vivían en la casa de calle Maipú y, aparentemente, tenían una situación económica algo mejor en la precariedad que caracterizaba a esta familia. En este sentido, ¿por qué se le exigía a Euldarisa que cuidara a los niños, y no a Tránsito, que tenía el mismo lazo de consanguinidad con ellos? ¿Por qué es Euldarisa y no Tránsito quien debía hacer las veces de madre sustituta? ¿Es porque Tránsito tenía tres hijos y Euldarisa no, pese a que llevaba más de cuatro años casada? La no maternidad de Euldarisa no se menciona explícitamente en el expediente, pero es plausible pensar que el hecho de no tener hijos la hacía más sospechosa, dado que, para la mentalidad de la época, una mujer sin hijos estaba incumpliendo su misión primordial y el mandato que Dios y la sociedad le habían asignado. De este modo, la transgresión del deber ser femenino acercaba a las mujeres al crimen y a la delincuencia (Zárate 152-4).

La insistencia en la responsabilidad de Euldarisa respecto de los niños Puelma es clave en la defensa del matrimonio Vargas Puelma, ya que son conscientes de que a ellos también les cabe una responsabilidad en el caso y, por tanto, podrían ser sancionados. Por ello, ambos cónyuges se presentan como víctimas de la maldad del Chicoco y Euldarisa, señalando que eran insultados y hasta golpeados cuando les daban de comer a los niños (fs. 24-5).

En su declaración, Tránsito retoma el motivo formulado en la denuncia inicial al señalar que el Chicoco, Euldarisa y Julio González

habían concebido el plan de asesinar a estos niños de alguna manera, para quedarse enseguida con la casa que mi padre dejó a estos niños al morir, y al efecto, trataban por todos los medios posibles de que nosotros saliéramos de la casa para quedarse ellos dueños de seguir adelante su criminal intento y sin testigos. (fs. 25-6)15

Evidentemente, el testimonio de Tránsito es interesado, ya que busca eximirse de una eventual responsabilidad en el caso (lo que finalmente logra), pero también nos permite reflexionar en torno a la configuración de una imagen multidimensional de la maldad de Euldarisa. No basta con presentarla como la mujer que descuida –en grado criminal– a sus tres hermanos pequeños, sino que, además, lleva una vida licenciosa, inmoral y reprobable, que harían más plausible su participación en el supuesto intento de asesinato de los pequeños. Además, busca expulsar a su hermana de la casa, dejándola en la calle. De este modo, a la mala madre sustituta, se suman ahora la mala hermana y la mala esposa.

No podemos comprobar que Euldarisa efectivamente haya llevado una vida licenciosa. En su declaración, ella lo niega (f. 31) e incluso produce testimonios que intentan rehabilitarla, como el del propio Morales, quien señala que solo tenía relaciones de amistad con la familia (f. 147). Sin embargo, poco importa si es cierto que mantenía relaciones ilícitas o no. Lo más relevante es cómo, a través de la palabra de otros, se construye una imagen que reúne todos los elementos de una mala mujer. La acusación de adulterio afectaba profundamente la reputación de las mujeres y era considerada “la consecuencia normal de la ‘naturaleza inmoral’ y ‘maligna’” (Zárate 172). Por ello, esta acusación se usaba como estrategia para generar escándalo y así cuestionar la honorabilidad de la imputada (Undurraga 20). De esta forma, Euldarisa estaba un paso más cerca de ser culpable.

No ocurre lo mismo con la figura del Chicoco, el tutor de los niños, y, por ende, el responsable legal de su situación. Si bien los testimonios lo describen como ocioso, vicioso y borracho que pegaba a los niños (fs.16, 23 y 39), su figura nunca aparece en primer plano, como si se tratara de una maldad secundaria. De esta forma, adquiere protagonismo una mujer criminal, más excepcional que el hombre, cuyos actos, según los criminalistas de la época, se explicaban por “la falta de instintos maternales, la iniciación sexual temprana o la exaltación de sentimientos pasionales” (Di Corleto 20), aspectos que parecen atribuirse a Euldarisa en los dos primeros casos. El epítome de esta mujer criminal era la infanticida, como máxima representación de la dismaternidad, la que, como madre sustituta de sus hermanos, Euldarisa casi llegó a ser, si bien no desde una perspectiva legal, por lo menos desde lo moral.

En sus respectivas primeras declaraciones, tanto Euldarisa como el Chicoco, niegan los cargos y señalan que a los niños Puelma y Puelma nunca les faltó el alimento, que comían lo mismo que los adultos y que iban pobremente vestidos porque eran una familia de escasos recursos (fs. 28 y 30).

La primera declaración de Julio González intenta alejar los dardos de su mujer, señalando que los niños no comían lo mismo que los adultos, porque el Chicoco tenía dicho que se le dieran tallarines dos veces al día” (f. 35). Insiste en que los niños estaban a cargo del Chicoco e intenta justificar la situación alegando que, “como él no cuidaba de ellos, nosotros tampoco lo hacíamos y por eso que estaban tan mal alimentados, tan desaseados y abandonados a sí mismos” (f. 37). Así, González culpa directamente al tutor legal de los niños, aunque en el intento se contradice con su mujer.

Finalmente, declara el último implicado en el caso, Manuel Puelma y Puelma, hermano carnal de los tres menores, que, según diversos testimonios, era tratado mucho mejor que sus hermanos, y además de pegarles y vigilarlos para que no se fueran a la acequia a recoger basuras. Relata que comía de la misma comida que Euldarisa y el Chicoco, mientras sus hermanos solo comían tallarines cocidos en agua, dos veces al día (f. 38). Agrega que a menudo los niños lloraban del hambre, a lo que Euldarisa y su marido sentenciaban: “Ojalá se murieran estos diablos, que por su causa tenemos que estar embromados y fritos porque todo lo tenían que empeñar para darnos de comer, siendo que éramos unos guachos malagradecidos” (fs. 38-9)16.

El testimonio de Manuel Puelma y Puelma cierra el círculo de declaraciones de los implicados directos en el caso. Pese a que reconoce que lo trataban mejor que a sus hermanos menores, porque “hacía mandados” (f. 39), el relato se explaya en las relaciones ilícitas de Euldarisa, ofreciendo un testimonio de primera mano (fs. 39-40). Resulta interesante constatar que sobre el Chicoco solo señala que “no se ocupaba en nada” y “las más de las noches llegaba borracho a la casa” (f. 39), mientras entrega muchos más detalles sobre Euldarisa, como, por ejemplo, el tiempo que llevaría viéndose con Morales, hasta qué hora se quedaba en la casa y cómo lo enviaban a él a vigilar la puerta. En este sentido, si pensamos que los testimonios iban respondiendo a las preguntas de un funcionario judicial, llama la atención el interés por las relaciones ilícitas de Euldarisa, frente a una aparente indiferencia por el alcoholismo y la violencia del Chicoco. Pareciera que la transgresión femenina es más digna de atención, quizás más peligrosa, que la masculina, justamente porque cuestiona no solo a esa familia, sino al sistema de dominio de la masculinidad (González 212).

Otro elemento que destaca en el expediente es una carta al juez de José González, padre de Julio González, en la que pide la libertad para su hijo, argumentando su inocencia y culpando de la situación a Euldarisa: “Por desgracia, y contraviniendo mi expresa voluntad, mi hijo contrajo matrimonio con una hermana de Puelma, que ha sido su ruina, su perdición, porque ha malgastado todo el patrimonio que le ha dado hasta verse reducido a la miseria en que lo sorprende esta inesperada prisión” (f. 54). En la misma línea, relata una ocasión en la que Euldarisa habría golpeado a su marido, “hasta dejarlo aturdido en el suelo por el estado de demencia en que se encuentra mi desgraciado hijo” (f. 55).

La carta del padre de González relata cómo Euldarisa arrastró a Julio al abismo de la pobreza y la corrupción moral, malgastando su dinero, engañándolo y golpeándolo hasta dejarlo en un supuesto estado de demencia, que lo eximiría de cualquier responsabilidad. Así, de la carta se infiere una suerte de inversión de los roles, en que la mujer golpea al esposo y no el esposo a la mujer, lo que estaba implícitamente permitido dentro de la potestad marital (art. 131 y 132 del Código Civil). Euldarisa sería, entonces, una persona violenta –incluso con una actitud varonil– y, por ende, desviada. Es justamente esta desviación femenina la que necesita ser controlada y castigada de modo de mantener el orden social (Constant 147-8).

Hasta aquí, los testimonios de miembros y allegados de la familia Puelma configuran un panorama bastante oscuro, dentro de los parámetros morales contemporáneos. Miseria, hacinamiento, alcoholismo, desocupación, violencia, sospecha de relaciones incestuosas, relaciones extramaritales; un sinfín de condiciones que cristalizan en el total abandono de los tres menores que dan origen al caso. Este mismo panorama, además de los problemas relacionados con la herencia del padre, haría plausible la acusación de intento de asesinato de los tres menores, que recae sobre el Chicoco y Euldarisa17.

De esta forma, los testimonios, cartas y alegatos construyen una narración que no es necesariamente fiel a la realidad, pero que tiene la capacidad de influir en la determinación de los jueces y en la opinión pública, generando indignación y horror. Estos testimonios son escuchados y valorados por el juez, quien asigna castigos “y categoriza a los individuos a partir de su comportamientos, reputaciones y decisiones” (Albornoz 63). De esta manera, el rumor, la sospecha y la reputación juegan un rol clave en la configuración del o la culpable.

En esta narración, es Euldarisa la principal culpable. Nunca se le recrimina al Chicoco que no haya cuidado a los niños, él tenía que poner los medios (lo cual, por cierto, no hacía), pero era su hermana la que tenía la misión de cuidarlos, en tanto mujer.

Esta mujer mala, que es capaz de negarle el alimento y el abrigo a tres pequeños, traiciona entonces no solo a sus hermanos menores, sino también su naturaleza femenina, y encarna la representación de la mujer viciosa, violenta, que se deja llevar por sus pasiones y que corrompe a quienes están a su alrededor.

Tras Euldarisa, aparecen figuras femeninas que, sin adquirir mayor relevancia en el expediente, se plantean como las salvadoras de los niños. La más importante es Emiliana Subercaseaux de Concha, a quien los tres pequeños son confiados para ser llevados al Patronato de la Infancia (f. 32). Es muy probable que Emiliana18 haya conocido la situación de los niños Puelma incluso antes de desencadenarse el caso, ya que fue el secretario del recientemente creado Patronato de la Infancia, el doctor Federico Puga Borne19, quien denunció la situación a la Justicia. La relevancia de estos actores en el medio político-social de la época puede parcialmente explicar la prontitud con la cual se verificó la denuncia. Si bien Emiliana no aparece en el expediente, ya que nunca testifica, su sombra parece planear sobre sus primeros días. Con fecha 12 de noviembre, solicitó que se le entregaran los niños para su ingreso al Patronato, alegando que estaban a cargo de la alcaldesa de la sección de mujeres del recinto carcelario desde el 9 de noviembre, donde entraban mujeres ebrias, lo que “no era propio” para ellos (f. 32). La solicitud fue concedida de inmediato por el juez Prado y los niños fueron llevados al Patronato, donde los siguió su hermano mayor el 22 de noviembre, una vez sobreseído, para que ingresara a un establecimiento educacional (fs. 64-5). De esta forma, Emiliana se convirtió en una suerte de hada madrina, que venía a transformar mágicamente la vida de los niños. La prensa incluso relataba que Emiliana, cual “ángel de la guardia”, los había llevado, no al Patronato, sino a su casa, como si fueran a ser adoptados. En ella, podrían vivir “los tres huérfanos en medio de la opulencia”, siendo que “su suerte ha(bía) cambiado por completo” (La Nueva República, 13 de noviembre 1894, 2). Un final de cuento de hadas, en el que los niños pasaban de la crueldad de una mala mujer-hermana-madre sustituta, hacia el trato bondadoso y amoroso de una verdadera mujer y madre. Observamos cómo los estereotipos de género naturalizan conductas y actitudes que imponen una determinada forma de ser mujer y quien los transgreda es, entonces, una antimujer que traiciona su género.

A pesar de que el expediente identifica el conducto de la denuncia, la prensa, en sus primeras publicaciones sobre el caso, plantea un relato alternativo, en que se configura un universo de mujeres virtuosas que se opone al Euldarisa. De esta forma, serían las vecinas que, aprovechando la visita de “algunas señoras de nuestra sociedad, fundadoras de la institución protectora de la infancia”, quienes se encontraban buscando “criaturas desvalidas a quienes favorecer en el asilo de niños que se ha fundado”, les habrían denunciado la situación. Luego de esto, este mundo femenino en acción habría buscado el amparo de un hombre para realizar la denuncia formal, de manera de darle mayor peso20. Esta intervención cuasi divina permitió terminar con el sufrimiento de los niños, poniendo “a esas criaturas en el camino de personas cristianas”, en este caso, mujeres virtuosas tanto del pueblo como de la élite (El Chileno, Santiago, 11 de noviembre de 1894, 1).

Estas marcarían el contrapunto de Euldarisa, no solo una antimujer, sino también una anticristiana, que, por sequedad del alma, quizás reflejo de la sequedad de su útero, es incapaz de la caridad mínima de amar y amparar a su prójimo: cuando ella hace sufrir de hambre y frío, maltrata y descuida, las otras curan y alimentan (la alcaidesa de la cárcel), visten (las esposas del subcomisario Gacitúa y del prefecto de la Policía de Santiago) y amparan (Emiliana Subercaseaux).

5. “Digan cómo es verdad y les consta...”: las estrategias defensivas de Euldarisa/Eulalia

El 19 de enero de 1895, Euldarisa y Manuel, el Chicoco, otorgan poder al abogado Augusto A. Morales para que asuma su defensa, sin embargo, esta solicitud es rechazada por el juez, dado que ambos estaban representados por el procurador de turno (f. 77). Con todo, a partir de esta fecha, se evidencia un claro cambio en el lenguaje utilizado por ambos acusados en sus escritos. De las expresiones coloquiales que encontramos en las primeras declaraciones de Euldarisa, se pasa a un lenguaje jurídico y culto, probablemente obra del procurador. Incluso, los escritos se hacen a nombre y con la firma de Eulalia Puelma, un nombre que ninguno de los miembros de su familia utiliza en sus testimonios. Esto podría responder a una estrategia de alejarse de la imagen de Euldarisa que los otros, prensa incluida, habían construido.

Consideramos que, a partir de esta fecha, comienza la defensa de Euldarisa/Eulalia, ya que se elevan dieciocho escritos al juzgado a nombre de la acusada. Se pide conocer las diligencias y el estado de su causa (f. 79), o bien se solicita su puesta en libertad (fs. 81-3), su libertad bajo fianza (fs. 84-5), el fin del sumario (fs. 86), el sobreseimiento del caso (fs. 94-100), la derogación de la sentencia de primera instancia (fs. 174-5), entre otras. Sin embargo, todas estas peticiones son rechazadas21.

Al leer estas solicitudes, supuestamente escritas por Euldarisa/Eulalia, pero claramente mediadas por un abogado, podemos desentrañar la estrategia de la defensa de la acusada, que se sustentó en dos ideas principales: por una parte, se alega la inexistencia de responsabilidad legal con respecto a los menores Puelma, toda vez que ella no era su tutora ni curadora, y, por otra, la defensa busca desmontar la imagen de mujer cruel, adúltera y ambiciosa que habían construido los primeros testimonios.

Respecto de la inexistencia de responsabilidad legal sobre los niños, Euldarisa/Eulalia es tajante al señalar que “no hay ni puede existir antecedentes en mi contra” (f. 79), ya que no tenía ninguna responsabilidad legal para con ellos. A pesar de esto, alega que “gustosa compartí con ellos mi alimentación en proporción a mis circunstancias, sin estar obligada para ello” (f. 98), en un intento de mostrar su generosidad. Desde esta perspectiva, la defensa presenta al matrimonio González Puelma como dos habitantes más de la casa de la calle Maipú 66, sin que ellos tuvieran ninguna responsabilidad sobre los niños. Se los compara con Tránsito Puelma y su marido, como una forma de demostrar que, si a estos los habían dejado en libertad sin cargos, lo mismo debía hacerse con ella y su esposo.

La inexistencia de una responsabilidad legal de parte de Euldarisa/Eulalia es, sin duda, el argumento central de su defensa, pero, para los propósitos de nuestro estudio, resulta más interesante analizar de qué manera la defensa intenta rehabilitar la imagen de Euldarisa. A este respecto, la acusada critica el trato dado por la prensa, señalando que ha exagerado sustancialmente los acontecimientos. Así, se nos habla de una prensa sensacionalista, “ansiosa(s) de novedad” y “cuyo más poderoso elemento de provecho es la sensación novelesca; hasta que se llegara a formar una atmósfera siniestra en que se deslizaran fácilmente y al antojo especies que rivalizaban en matices de horror” (f. 81). Esta prensa sería la que habría dado publicidad a la imagen de Euldarisa como una mujer malvada, dispuesta a perpetrar el asesinato de tres menores de edad, para quedarse con su herencia.

Euldarisa acusa a su hermana, señalando explícitamente que existían rivalidades entre ellas y que esas serían la motivación tras la declaración de Tránsito, testimonio que, además, alimentó a la prensa sensacionalista: “La delación innoble, fruto natural del encono y animadversión entregó especies ridículas en alas de la caprichosa y torpe fantasía de la crónica inconsciente” (f. 90). Tanto en respuesta personal a sus acusaciones de infidelidad como una estrategia para desestimar su declaración, Euldarisa acusa a Vargas de ser un borracho, hasta el punto de que “sufre frecuentemente accesos de delirium tremens” (f. 95). A su vez, señala que la han calumniado para vengar rivalidades familiares y “agravios personales” (f. 95). Así, el caso nos permite ver también a la justicia como un espacio donde se manifiestan los conflictos interpersonales, que superan los límites del proceso judicial, pero que tensionan su escenario (Brangier y Morong 99).

Ahora bien, Euldarisa nunca se refiere directamente a la acusación de adulterio que aparece en los primeros testimonios, pero sí presenta una versión de sí misma como mujer de su casa, obediente de su marido y honorable. De hecho, de enero a abril de 1895, todas las solicitudes que elevó el abogado se hacían en favor de Euldarisa y su esposo, intentando mostrarse como un matrimonio unido. También se muestra como una mujer generosa con sus familiares, que iba en ayuda de su hermana Tránsito, cuando tenía a su cargo a los niños, ayudándola al sostenimiento de estos “con harina, grasa y dinero” (f. 96). Una vez que los pequeños quedaron al cuidado del Chicoco, ella nuevamente habría prestado su ayuda. Producto de sus “sentimientos fraternales”, ofreció a su hermano “compartir con él y esos pobres niños la alimentación que mi situación me permitía proporcionarnos” (f. 96), pero de esa generosidad no derivaba una responsabilidad legal en el cuidado de los niños.

A través del lenguaje, Euldarisa pareciera demostrar su capacidad de agencia, desarrollando una estrategia que busca contrarrestar la imagen de mala mujer que los testimonios han construido. Sin embargo, no podemos dejar de preguntarnos si es una muestra efectiva de agencia de Euldarisa o una estrategia diseñada por su abogado defensor. Los registros escritos que conforman los expedientes están inevitablemente mediados por los agentes de la justicia, en este caso el abogado defensor de Euldarisa, lo que nos hace imposible distinguir la voz de la inculpada de la de su mediador. Nos encontramos aquí en los límites del trabajo con expedientes judiciales.

Luego de varias solicitudes rechazadas, Euldarisa vuelve a escribir al juez señalando que “como mujer sabía que ante la ley nuestro derecho es limitado, pero no puedo querer, aceptar ni concebir que en presencia de la justicia nuestra condición sea también pequeña” (f. 89). Esta referencia directa a la condición de mujer de Euldarisa, acusa un trato desigual y pone en evidencia la asimetría de poder que afectaba a las mujeres en los procesos judiciales. Consideramos interesante esta idea, toda vez que la construcción de la mala Euldarisa apela justamente a la representación femenina –y, en este caso, a su transgresión– como eje fundamental de su argumentación. Aquí, utilizando la asimetría de género, la defensa busca presentarla como víctima del sistema legal, intentando utilizar dicha inequidad a su favor.

Sin embargo, la estrategia de la defensa de Euldarisa/Eulalia no tuvo los efectos esperados y el 4 de mayo de 1895 fue formalmente acusada “por los delitos que nacen de los crueles tratamientos a que se sometió a los tres niños Puelma por su hermano i guardador Manuel Segundo Puelma” (f. 101). A partir de ahí, la defensa de Euldarisa concentra sus esfuerzos en rehabilitar la imagen de la acusada, apelando al dictamen del persecutor fiscal y presentando nuevos testigos (fs. 128-9), a los cuales se les pregunta lo siguiente: “Digan cómo es verdad y les consta que soy una persona honrada y trabajadora, de conducta irreprochable y amiga solo de los quehaceres de la casa, y estricta en el cumplimiento de mis deberes” (f. 128). También se les pregunta por la situación de pobreza de la familia Puelma, razón por la cual no se le podía acusar de matar de hambre a los niños, ya que no tenían los medios para darles más comida, y por el raquitismo congénito de los tres menores, que justificaría su estado de salud en noviembre de 1894 (f. 128).

Los testimonios respaldan esta versión, sin embargo, luego de varios meses de pruebas, testigos y apelaciones, Euldarisa y Manuel Segundo fueron condenados en octubre de 1895, como cómplice y responsable respectivamente, de tentativa de homicidio de cada uno de los menores Puelma y Puelma. Si bien el Chicoco fue condenado como responsable directo del delito, no deja de llamar la atención que el juez haya decidido condenar a Euldarisa, señalando que “uno y otro procesado estaban moral y legalmente obligados a prestar a dichos menores esos cuidados indispensables…” (f. 168).

6. Reflexiones finales

Como el propio juez declara en su fallo, Euldarisa Puelma no tenía responsabilidad legal con sus hermanos, por lo que, al condenarla, le estaba exigiendo una responsabilidad moral. Por ende, volvemos a preguntarnos, ¿por qué a ella se le exigió esta responsabilidad y no a los otros familiares de los niños? ¿Era más sencillo exigir responsabilidad a esta mala mujer, mala esposa, mala hermana que a otros familiares con credenciales menos sospechosas? ¿De qué manera la imagen construida y transmitida por la prensa de Euldarisa influyó en la decisión del juez? Nunca podremos saberlo a ciencia cierta, pero creemos pertinente hacernos estas preguntas para problematizar el papel que juegan los estereotipos de género en los procesos judiciales, ya que estos prejuicios inciden, de diversa forma, en las mentalidades e imaginarios de una época, y, por tanto, en la forma en que la justicia se aproxima y juzga a las mujeres (González 211).

Esta reflexión no agota la riqueza del caso del crimen de la calle Maipú, que se puede analizar desde otras aristas. Una de ella es la ilegitimidad y sus consecuencias, que se manifiestan en el proceso en la ley de herencia o el estatuto legal de los hijos. Otra es la inadecuación entre la legislación y los hechos juzgados, que parecen escapar a los intentos de tipificación de los jueces. Se visibiliza, de esta forma, una nueva sensibilidad hacia la infancia y una nueva percepción de los límites entre lo tolerable y lo intolerable, en particular desde la dimensión física. La extensa cobertura mediática y la indignación, en este sentido, evidencian un cambio en el espacio moral que luego impactará en lo político y lo jurídico, con avances hacia unos derechos de los niños.

Desde esta misma indignación, es posible reconocer la importancia de las emociones en la resonancia del caso en la opinión pública, o bien como motor de ciertas estrategias que tensionan a los actores, ligados en su gran mayoría por estrechos lazos familiares. De esta forma, el espacio judicial visibiliza conflictos internos que desbordan la causa juzgada, lo que nos permite preguntarnos por los usos sociales de la justicia. En este caso, se evidencian rencillas y rencores familiares, pero queda todavía en la sombra la pregunta por “las motivaciones de los contemporáneos por judicializar los conflictos” (Brangier, Díaz y Morong 76), es decir, qué (o quién) impulsó al doctor Puga a denunciar este caso en particular, por sobre otros similares.

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Notas

1 Este artículo surge de los proyectos Fondecyt 1160501, “Administrando el escándalo: honor y reputación en Chile, 1840-1940”, y Fondecyt de Iniciación 11170662, “Las Juezas/madres: una historia de la feminización de la Justicia de Menores, Chile, 1928-1968”. Agradecemos a Pablo Riquelme Muñoz, quien levantó los datos de prensa utilizados en este artículo. Queremos aclarar también que teníamos contemplado un mayor uso de la prensa como fuente, pero no se pudo completar el levantamiento de datos por la pandemia del COVID-19. Decidimos, sin embargo, usar el material parcialmente recopilado, ya que da cuenta de aspectos centrales del caso Puelma.
2 Este caso fue levantado en el marco de la recopilación de antecedentes del proyecto Fondecyt 1160501 (“Administrando el escándalo: honor y reputación en Chile, 1840-1920”, 2016-2020), del cual Solène Bergot fue coinvestigadora. Los casos levantados tienen tipificaciones muy diversas, porque el escándalo presenta múltiples formas y dimensiones, pero comparten una resonancia en el espacio público, en gran parte por la prensa, aunque con mayor o menor amplitud. La extensión, complejidad y magnitud del caso Puelma hicieron que lo seleccionáramos para este dossier.
3 En la primera parte de este artículo la llamaremos Euldarisa (Uldaricia parece ser una deformación fonética de su nombre), ya que así se presenta y firma ella misma. En la segunda parte, dado que su firma cambia a Eulalia, la llamaremos de ambas formas.
4 El expediente se encuentra en el Archivo Nacional, Archivo Judicial de Santiago, caja 1153, exp. 50. Como todas las citas provienen del mismo expediente, no se repetirá la referencia.
5 Santiago Miguel Prado Puelma (1858-1901) se tituló de abogado en 1881. Fue secretario del Tercer Juzgado del Crimen de Santiago (1886-1889), luego juez suplente del mismo juzgado (1889-1892) y finalmente juez propietario del Primer Juzgado del Crimen de Santiago (1892-1896). A pesar de haber jubilado en febrero de 1896 por su mal estado de salud, fue nombrado fiscal electivo de la Corte de Valparaíso en 1900, cargo que todavía ejercía al momento de su muerte (De Ramón 247).
6 La situación de esta mujer en los documentos del registro civil siembra aún más dudas sobre las relaciones que tenía con Manuel Puelma Guerrero. Por una parte, su acta de defunción la registra como Gumercinda Puelma, soltera de 27 años, domiciliada en la calle Magallanes, hija de Manuel Puelma y de madre no declarada. El acta está firmado por Manuel Puelma G., comerciante de 67 años, domiciliado en la calle Libertad (Registro de Defunciones, circunscripción 3 de Santiago, 1888, reg. 178, p. 60). En el acta de defunción de su hijo Manuel, ocurrida en 1916, aparece citada de esta forma (Registro de Defunciones, circunscripción, 1916, n.º 1 de Santiago, reg. 1994, p. 98), así como en las inscripciones de nacimiento de Ricardo y Manuel, solicitadas por el Juez de Letras en 1912 (Registro de Nacimientos, circunscripción de San Miguel, 1912, reg. 502 y 503, p. 27). Sin embargo, en el acta de defunción de Fresia Ester Puelma, infante de 7 meses que murió el 29 de septiembre de 1888 en el número 9 de la calle Magallanes, se indican como padres Manuel Puelma y Juana Covarrubias (Registro de Defunciones, circunscripción 3 de Santiago, 1888, reg. 471, p. 158). Por la proximidad de las fechas y el domicilio, parecemos estar en presencia de una quinta hija de Manuel Puelma Guerrero con Gumercinda. Llama la atención la identidad de la madre y surge la pregunta sobre si existió un intento de ocultar su identidad.
7 Esta versión está contradicha por Rosa Puelma y Mercedes Figueroa, que declaran que los tres menores vivían con Mercedes Puelma Guerrero desde el año 1888 (fs.65-67), lo que viene a quebrantar esta versión un tanto idílica de una familia acogedora, incluso con sus miembros ilegítimos.
8 Declaró además ser medio hermano de Rosa Puelma, por parte de madre, Antonia Elgueta. Podría ser factible, ya que se encuentra registrado un matrimonio de Antonia Elgueta con Fermín Vargas en Santiago el 31 de marzo de 1839 (Registro de matrimonios, Parroquia de San Isidro, 31 de marzo de 1839), y otro matrimonio de Antonia Elgueta Latorre con Raimundo Puelma el 30 de junio de 1855 (Registro de matrimonios, Parroquia de San Isidro, Santiago, 30 de junio de 1855).
9 El primer Código de Procedimiento Penal fue promulgado en Chile en 1906. Fijaba las etapas de cualquier juicio, respondiendo a lo que efectivamente se venía haciendo desde varias décadas. En primer lugar, se realizaba la denuncia, querella, requisición del Ministerio Público o pesquisa judicial (art. 102). Luego venía el sumario, que consistía en la “investigación de los hechos que constituyan la infracción i determinen la persona o personas responsables de ella, i las circunstancias que puedan influir en su calificación i penalidad” (art. 97). El código no indicaba la duración de esta etapa, pero sí un primer plazo de cuarenta días para que el inculpado pudiera solicitar su término (art.1 01). Una vez concluido el sumario, el expediente era transmitido al Ministerio Público para que se pronunciara sobre el sobreseimiento en distintos grados o la prosecución del caso, en cuyo caso daba paso al plenario. Esta etapa debutaba por la acusación formal y autorizaba pruebas y testimonios a favor de los acusados. En los casos criminales, venía luego el término probatorio, durante el cual se podían examinar las pruebas y eventualmente desestimar (tachar) algunas de ellas. El proceso de primera instancia concluía con la sentencia. Los condenados podían apelar esta sentencia en la Corte de Apelaciones y, finalmente, en la Corte Suprema.
10 De esta solicitud, firmada por Vial Ugarte, no existe registro en el expediente, lo que nos hace pensar que, en el período de noviembre de 1895 a marzo de 1896, la causa subió a la Corte de Apelaciones, donde se ratificó el fallo de primera instancia, pero los documentos no fueron integrados al expediente original. Existió un juez, Luis Vial Ugarte (1860-1912), que fue efectivamente fiscal de la Corte de Apelaciones de Santiago de 1892 a 1905, lo que parece confirmar esta hipótesis (de Ramón 264).
11 En la resolución se manifiesta una inadecuación entre las herramientas con las que cuenta el juez y la realidad, especialmente en un caso de una naturaleza tan sensible que involucra a menores en situación de indefensión absoluta. Es posible pensar que el fallo responde a una nueva visión sobre el derecho de menores, o al menos, a una nueva sensibilidad en torno a los infortunios de los niños vulnerables, de los que el Estado debe hacerse cargo.
12 Después de su liberación, Eulalia retomó su vida conyugal y tuvo por lo menos tres hijos, que nacieron de 1897 a 1901. Su marido murió de neumonía en 1906. No deja de llamar la atención que su fallecimiento haya sido reportado por un tal Arturo Morales, que ostenta una firma similar a la del Alejandro Morales que testifica en el caso, siendo además nombrado como amante de Eulalia (Registro de Defunciones, circunscripción 1 de Santiago, 1906, reg. 1321, p. 61). En cuanto a Manuel Segundo, el Chicoco, debería haber salido de la cárcel a fines de 1897 y tenemos registro de su fallecimiento, a causa de una neumonía, el 3 de febrero de 1899 en Valparaíso (Registro de Defunciones, circunscripción del Almendral, 1899, reg. 400, p. 201).
13 No podemos determinar si Manuel Puelma Guerrero estaba consciente o no de que los hijos nacidos de dañado ayuntamiento no podían adquirir el estatus de hijos naturales. En caso de tener conciencia de esto, los podría haber reconocido, en un intento de protegerlos, como lo hace cuando declara que la casa de la calle Maipú era de la madre de los niños, para que no entre en su propia sucesión. Quizás la más consciente de que los niños tenían derechos reducidos, aunque de forma parcial en términos jurídicos, era la misma Euldarisa, ya que se refiere en su defensa a su incapacidad a la hora de heredar (f. 104), lo que podría explicar que se haya solicitado las fechas de nacimiento de los niños para comprobar que legalmente no eran naturales y que no habían sido reconocidos por su madre.
14 Es posible que, al ser mujeres mayores de edad y estar ambas casadas, el padre considerara que no era responsable de su mantenimiento. A su vez, parece haber establecido una diferencia por el género, ya que profesa un cariño especial por el Chicoco, quien parece haber sido su brazo derecho en muchos aspectos, y, finalmente, su único hijo por muchos años.
15 Interesante es notar la convergencia entre diferentes actores del caso (el doctor Puga, Tránsito, las vecinas) sobre el motivo que empujó al Chicoco y Euldarisa a intentar matar a sus hermanos, en este caso, el interés económico. No podemos saber a ciencia cierta cuáles eran las bases que sustentaban esta interpretación de los vecinos, pero sí resulta interesante constatar el rol jugado por los rumores y que esta idea es clave a lo largo del proceso, al punto que la fiscalía no parece buscar otro motivo plausible.
16 Es irónico que Euldarisa hable de sus hermanos menores usando el término despectivo de guacho, chilenismo que se usaba coloquialmente para referirse a los hijos ilegítimos, siendo que ella también lo era, ya que el vocablo era sinónimo de bastardo y tenía una connotación de insulto (Rodríguez 235).
17 A propósito de la herencia como motivo del frustrado crimen, Euldarisa y el Chicoco alegan el poco valor real de la propiedad. Los diarios hablaban, en los primeros días del caso, de una herencia de 25.000 pesos que habría dejado Puelma Guerrero a sus cuatro hijos ilegítimos. Sin embargo, los documentos del expediente comprueban que esta herencia se reducía en realidad de la casa de la calle Maipú, que les había legado su madre a su muerte. Esta casa había sido comprada por Gumercinda Puelma en remate judicial en 1883, por 1.170 pesos (Conservador de Bienes Raíces, Santiago, 1883, vol. 62, f. 240). En la última parte del expediente judicial, la casa es avaluada en 3.000 pesos y con canon de arriendo de 20 pesos mensuales (f. 221). Para evitar cualquier posible captación de la herencia, el juez Prado emitió una prohibición de grabar o enajenar la propiedad (Conservador de Bienes Raíces, Santiago, 1894, vol. 121, fs. 74-5).
18 Al momento del caso Puelma, Emiliana Subercaseaux Vicuña (1841-1927) era viuda de Melchor Concha y Toro (1833-1892), quien había sido varias veces diputado y senador. Creó el Patronato de la Infancia de Santiago junto con Josefina Gana de Johnson.
19 Fue varias veces diputado, senador y ministro de Estado, www.bcn.cl.
20 Resulta interesante que un hombre haya hecho la denuncia, por sobre este mundo femenino que gravita en el caso. ¿Por qué el doctor Puga, en lugar de Emiliana Subercaseaux, por ejemplo? Podemos pensar que estas mujeres estaban conscientes de la asimetría existente en el acceso a la justicia y su poder limitado a la hora de movilizarla.
21 La defensa de Euldarisa se revela mucho más contundente que la del Chicoco, que parece estar supeditada a la de su hermana, probablemente porque al ser el tutor legal, su responsabilidad era más clara, mientras que podían caber más dudas sobre una eventual responsabilidad de Euldarisa.
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