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LAS CALETAS DE LA MEMORIA. RELATOS DE LA MEMORIA FAMILIARY DE LA MEMORIA DE LA VIOLENCIA EN PABLO ESCOBAR. MI PADRE DE JUAN PABLO ESCOBAR HENAO 1

The caches of memory. Stories of family memories and memory of violence in Pablo Escobar. Mi padre by Juan Pablo Escobar Henao

Daniuska González González
Universidad de Playa Ancha, Chile

LAS CALETAS DE LA MEMORIA. RELATOS DE LA MEMORIA FAMILIARY DE LA MEMORIA DE LA VIOLENCIA EN PABLO ESCOBAR. MI PADRE DE JUAN PABLO ESCOBAR HENAO 1

Revista de Humanidades, núm. 36, pp. 203-228, 2017

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 15 Diciembre 2016

Aprobación: 04 Abril 2017

Resumen: En el presente artículo se pretende una aproximación a la construcción de una memoria familiar y una memoria de la violencia en Pablo Escobar Mi padre. Las historias que no deberíamos saber (2015) de Juan Pablo Escobar Henao, haciendo énfasis en cómo la primera se elabora hasta soportar la segunda y conformar ambas una narratología de la historia reciente de Colombia; y también cómo el relato de memorias problematiza el género testimonio al posibilitar la intromisión de elementos no validados, algunos inclusive que pudieran rozar la ficción, acerca de un sujeto tan complejo como el jefe del Cartel de Medellín y su circunstancia de vida.

Palabras clave: Relato de memorias, violencia, Pablo Escobar, Colombia, Siglo XX.

Abstract: In this article an approach to building a family memory and a memory of violence in Pablo Escobar Mi padre. Las historias que no deberíamos saber (2015) by Juan Pablo Escobar Henao is developed, making emphasis on how the first is made to support the second to structure a narratology of Colombia’s recent history; and also how the story telling of memories enquiries the testimony genre by enabling the intrusion of invalidated elements, which include some that might be near fiction, about a person as complex as Medellin Cartel’s head and his life circumstances.

Keywords: Story of Memories, Violence, Pablo Escobar, Colombia, XX Century.



Creemos que existimos pero no,
somos un espejismo de la nada, un sueño de basuco.

Fuente: Fernando Vallejo

1. Fuego cruzado: abriendo la memoria

Un hombre mira la ciudad de Medellín a través de los días. Sus luces lo deprimen o lo avivan, pero no lo abandona la sensación de soledad. La banalidad de su vida ha desaparecido: sus jeans preferidos marca New Man, los libros y los periódicos con la carrera criminal de Al Capone a quien tanto admira… En algunos momentos, después de múltiples vueltas para despistar, el hijo llega y lo abraza. De ese tiempo de peligros pero también de otro, aquel de la evocación de la infancia y el esplendor ostentoso, Juan Pablo Escobar Henao recompone desde el afecto no exento de una mirada crítica la existencia de Pablo Escobar Mi padre. Las historias que no deberíamos saber (2015).

Este relato se construye a partir de la memoria minúscula y afectiva que hilvana una “historia otra” (Achugar 62), la cual fija a Escobar en una memoria mayúscula, la de la violencia, a través de una secuencia de omisiones y huecos del “exceso del poder, [del] silencio oficial” (62), permitiendo una lectura “otra” —de ahí su impronta más productiva—, no sólo como líder del Cartel de Medellín y como padre de familia, sino como sujeto del poder político y económico que lo atrapó como una telaraña. Como tantas veces le repitió su suegra Nora, “Si se mete de político no habrá alcantarillado del mundo donde pueda esconderse” (Escobar Henao 217).

La lectura que se propondrá en este artículo2 partirá de la apreciación de este libro como un nuevo producto para entender la construcción

particular de una subjetividad compleja como la de Pablo Escobar a partir de otra que lo enuncia desde la intimidad más cercana, la del hijo, la cual condiciona la especificidad para entenderla, separándose completamente de la rememoración de la amante Virginia Vallejo, mediada por el amor y luego por el despecho,3 o la de Jhon Jairo Velásquez Vásquez, alias “Popeye”, el sicario fiel, relator de las “hazañas” y la venganza en la narcoguerra colombiana en entrevistas y documentales. Así, aproximarse a Pablo Escobar Mi Padre. Las historias que no deberíamos saber tendrá que ver con el desmontaje de un nuevo texto que engrosa las múltiples prácticas de desarme alrededor de la figura del capo, vinculando los “retazos que sobreviven o acuden a la memoria [en este caso del hijo] y que el relato estructura y significa desde la actualidad” (Piña 1).

Como plantea Elizabeth Jelin en el ya canónico Los trabajos de la memoria “Las personas, los grupos familiares, las comunidades y las naciones narran sus pasados, para sí mismos y para otros y otras, que parecen estar dispuestas/os a visitar esos pasados, a escuchar y mirar sus iconos y rastros, a preguntar e indagar” (9). En el presente artículo se abordará el relato de una memoria de la violencia,4 fugaz y fragmentada, que se entroniza con el de una memoria familiar, detallista y amorosa pero frágil. Un hijo que arma narrativamente al personaje Escobar a partir de sus dudas, sus mínimas alegrías, algunos de sus negocios en el narcotráfico (los que conoció al azar) y la muerte que cruza su decir todo el tiempo. Relatar la subjetividad padre mientras su rememoración va evidenciando los devaneos de una nación, el polvo oculto debajo de la alfombra.

2. El relato de Los trabajos de la memoria

En una primera instancia de definición la memoria opera “hacia la realidad anterior, ya que la anterioridad constituye la manera temporal por excelencia de la ‘cosa recordada’, de lo ‘recordado’ en cuanto tal”(Ricoeur 22); en una segunda, complementaria por más rica y más provechosa, instala un espacio múltiple, en constante reacomodo, un compendio plural donde confluyen varias memorias sobre un acontecimiento o sobre un sujeto: familiar, oficial, doméstica, social; todas juntas —un recuerdo como impresión, como simple huella amnésica, no constituye la memoria según Augé en Las formas del olvido—, versiones que fijan y a la vez obturan el objeto de representación, aunque pueda parecer paradójico, pues lo disponen desde ángulos contrastantes, como en un calidoscopio.

¿Qué se recuerda hasta formar una memoria desde la cual se reflexione culturalmente?5 ¿O cómo llegar hasta una poética6 de la memoria? Para Jelin ésta tiene que ver con

Vivencias personales directas, con todas las mediaciones y mecanismos de los lazos sociales, de lo manifiesto y lo latente o invisible, de lo consciente y lo inconsciente. Y también saberes, creencias, patrones de comportamiento, sentimientos y emociones que son transmitidos y recibidos en la interacción social, en los procesos de socialización, en las prácticas culturales de un grupo. (18)

A partir de esta cita se puede originar un diálogo entre una memoria de “vivencias” individuales y los “saberes, sentimientos y comportamientos” intrínsecos a los “procesos de socialización”. Para hablar de la memoria deben calzarse ambos y, sobre todo, que los primeros encuentren un oído receptor para que la remembranza privada se coloque sobre escena y se comparta. Como apunta Augé, “Al recuerdo privado le hace falta la palabra, el relato para construir memorias” (61), de ahí que la memoria sea como una extensa lengua capaz de dar vida al relato, como en Escobar Henao.

Aunque la dinámica luce fluida (y hasta cierto punto obvia) no existe integración sin fractura, siempre “hay una tensión entre preguntarse sobre lo que la memoria es y proponer pensar en procesos de construcción de memorias, de memorias en plural, y de disputas sociales acerca de las memorias, su legitimidad social y su pretensión de ‘verdad’” (Jelin 17), esto debido a que la pluralidad de memorias imposibilita fabricar una verdad. El ejemplo más nítido puede pensarse a partir de las cartas escritas por Manuelita Sáenz a Simón Bolívar, compradas y obsequiadas por Escobar a su hijo cuando cumplió 9 años (Escobar Henao 171) y las cuales advierten un segmento de “verdad”, la de la amante y compañera de armas, que de inmediato se conecta con otras partículas de “verdades” como la del General Daniel Florencio O’Leary y sus varios tomos publicados entre 1879 y 1880, todos sustanciados por su cercanía con El Libertador; o con la de Gabriel García Márquez, que se queda en el carácter fabulador de la enfermedad de El Libertador en la novela El general en su laberinto (1989).

En la memoria nacional, memoria en-obra permanente, se cruzan memorias afectivas, cercanas y detallistas, que abren tramas disímiles con aristas ocultas o ensombrecidas por la duda, pero que exhiben acerca del sujeto y de su circunstancia lo que Arfuch denominó “la investidura afectiva [que] define y sostiene, a su vez, el valor biográfico” (155). Esta “investidura afectiva” pueden ser las memorias mínimas del amor y de las heridas sobre un país y sus individuos que dan cuenta de lo que no pudo consolidarse y de frustraciones nacionales y/o personales.

Desde este enclave se modulan los intersticios y se acomodan los trozos en falta aunque vanamente: tanto la memoria como el intento de “verdad” se retuercen y los restos se ajustan/se desajustan en una sucesiva incrustación y en un sucesivo desarme. Para Renan “En cuestión de recuerdos nacionales más valen los duelos que los triunfos, pues ellos imponen deberes; piden esfuerzos en común” (65), por tanto el relato de Juan Pablo Escobar Henao intervendría como parte de este “esfuerzo común” por formar narrativas sobre los procesos históricos colombianos y como un intento de articulación de una trama, en este caso la más íntima, dentro de otras que permanentemente van reacomodando los acontecimientos y las variables conocidas hasta originar una nueva lectura sobre los hechos.

Aquí se enfatiza la condición de relato de vida y no de testimonio a pesar de implicitarse este último en el de memorias, fundamentalmente en la exposición de una urgencia por contar o una necesidad de comunicar. Relato de vida que es un texto mestizo (Naín Nómez), agujereado por imprecisiones, catarsis y que no testimonia puntualmente sobre Pablo Escobar (en realidad no le interesa) sino que inserta al hijo a través del recorrido vital por el padre, cómo el primero se cuela en su azarosa biografía y su periplo después del asesinato (Capítulos desde el 1 hasta el 4 y el Epílogo).

Palabra memoriosa de un “sujeto [quien] ha perdido su capacidad de extender activamente sus pro-tenciones y re-tenciones por la pluralidad temporal y de organizar su pasado y su futuro en una experiencia coherente” (Jameson 46) y quien acude al relato de sus recuerdos para tratar de asentarse como individuo separado del conflicto Escobar-Colombia y, a su vez, como parte de un sumario político que lo condenó como victimario: “desde que era niño me han tratado como si hubiese sido el mismísimo autor de la totalidad de los crímenes de mi padre” (Escobar Henao 66). De esta manera el ejercicio de contar “organiza su pasado y su futuro en una experiencia coherente” o al menos lo intenta.

El relato de vida “es un texto de naturaleza interpretativa, generado por un hablante que elabora su tiempo pasado y lo significa mediante la operación de la memoria” (Piña 1). Este texto interviene el tiempo original, lo cambia a través del recuerdo y también matiza la vivencia que se relata, por eso parece más fértil hacer una deriva del testimonio que autorice una aproximación dúctil, no encajonada, a esta voz poco puntillosa, relajada, la cual, más que listar al dedillo hechos y personajes de una época, confronta o acomoda algunos pasajes, a veces superficialmente, desde la emoción y una remembranza a capricho o conveniencia. Una narrativa que no esquiva la máxima aristotélica “Todos los hombres por naturaleza desean saber” (Metafísica).

3. “Dios es algo muy íntimo de cada persona”: la memoria del afecto

La parte posterior de la portada del libro se diagramó con una foto del autor con su padre y su hermana Manuela. El lugar: la cárcel La Catedral. La fecha aproximada: junio de 1991. Sin embargo, no llaman la atención el lujo o la comodidad del sitio sino el pespunteo de palabras alrededor, tomadas de la correspondencia entre Escobar y su hijo; palabras que no concluyen, mutiladas, mínima grafía, exactamente como la memoria familiar7 que pone en circulación Juan Pablo. “Querido hijo: te envío un abrazo muy”, “ni te ilusiono”, “bre”, “pad”, “cial”, “van”: letras truncadas y etimologías tajadas. Porque no se trata del acto de reproducir mecánicamente, imposible desde el momento cuando la memoria se levanta con trozos de una conversación en una “caleta” en medio del miedo y el acoso o de un diálogo que muchas veces se escucha al azar, como como el de “Kiko” Moncada con Escobar: “—Entonces qué, ‘Kiko’, contame a ver cuánto es lo que te estoy debiendo. —Dame un segundito, Pablo, ya llamo al ‘secre’ que está acá afuerita” (Escobar Henao 359). Hay un trabajo de reconstrucción que pasa por quien narra, que nunca será una voz-grabadora, y quien matiza, soslaya y comprende la historia desde la imaginación creadora (Castoriadis), y es con lo que cuenta el lector, condenado a la aceptación precisamente porque busca otra instancia acerca de Escobar y de “las historias que no deberíamos saber”, subtítulo del volumen.

Un relato largo y memorioso de una voz “autorizada” por la cercanía mas no por la exactitud. El hijo reelabora la figura paterna en “una exploración personal y profunda de las entrañas de un ser humano que además de ser mi padre lideró una organización mafiosa como no la conocía la humanidad” (Escobar Henao 15), confrontándose con ella y desmitificándola, “llegó el día de partir, el día en que vi llorar a mi padre” (415), pero sobre todo comprendiéndola: “A mi padre le agradezco su cruda sinceridad, aquella que por la fuerza del destino me tocó comprender pero sobre todo sin justificarlo en absoluto” (415). Los lectores acuden a este relato parecido a una fogata de palabras y se disponen a escuchar, aunque esto signifique una lenta preparación para el horror; escuchar en el sentido de Jelin:

¿Cómo se genera la capacidad de escuchar? No se trata de la escucha ‘interna’ de quienes comparten una comunidad y un nosotros. En esos ámbitos, la narrativa testimonial puede a veces ser una repetición ritualizada, más que un acto creativo de diálogo. Se requieren (otros) con capacidad de interrogar y expresar curiosidad por un pasado doloroso, combinada con la capacidad de compasión y empatía. Sugiero que la ‘alteridad’ en diálogo, más que la identificación, ayuda en esa construcción. (86)

Esta cita soporta lo que se subraya para efectos de este texto: oír sobre una alteridad desde otra alteridad y aceptar los modales de la sinceridad, las penurias y la violencia, esta última en demasía: “todos saben lo que le pasa al que me hace una de esas” (Escobar Henao 367), generando un nuevo texto que resignifica la subjetividad primaria: no operan en idéntico plano escuchar una que otra palabra sobre el comportamiento de Escobar a tener la certeza de su carácter violento a través de lo que revela el hijo, cuyo relato es de primera mano.

Siguiendo con la cita anterior de Jelin, el lector posee la “capacidad de interrogar y expresar curiosidad por un pasado doloroso” y aunque se advierte la trampa de la memoria, gustosamente la acepta. No puede pasarse por alto que el hijo también cuenta para incorporarse a la dinámica de reconstrucción del mito Escobar que desde su muerte en 19938 no ha dejado de reproducirse y él no quiere quedar al margen. La memoria familiar se une a este mosaico soldado con escaso pegamento, que con el tiempo tiende a aumentar sus fisuras. El autor busca aplacar dos figuras: la del padre y la del capo, la del hombre de familia y la del terrorista, y sujetar ambas.

Los recuerdos de Juan Pablo sobre su padre resultan formativos tanto del mundo familiar como del exterior y no pueden separarse; recuerdos en minusvalía, tiernos por momentos, mas fragmentarios, atravesados por bombas, sicarios, miedo y cocaína: “Ese era mi padre. Un hombre capaz de escribir bellas cartas y de llegar a cualquier extremo por su familia, pero también alguien capaz de hacer mucho daño” (Escobar Henao 275), es decir la subjetividad que se instala evidencia un nudo de causa-efecto y de devenir-inmovilidad.

No existe reservorio de historias nacionales sin un reservorio de historias íntimas, la mayoría abiertas y, en el caso de Colombia, sangrantes. En su libro sobre las imágenes como registros de manifestaciones epocales Peter Burke asevera lo siguiente: “[éstas] incluso han desempeñado un papel importante en la ‘invención cultural’ de la sociedad” (236). En el relato de vida de Juan Pablo puede jugarse a otra lectura con esta frase: la palabra de Grégory (así le llamaba el padre) sacude y al unísono llena el depósito de imaginarios que la sociedad colombiana ha creado en torno al narcotráfico, el paramilitarismo y la narcopolítica, y los personajes detrás de éstos como Escobar.

Uno de los tantos enclaves que sostienen lo anterior en el libro data de los meses de agosto y diciembre de 1983. El hijo evoca tanto el embarazo de la madre, “nos dio la buena noticia de que finalmente había quedado embarazada después de seis años de intentos fallidos, tres abortos y un embarazo ectópico” (Escobar Henao 242) como el escándalo de las revistas sensacionalistas por la relación del padre con Virginia Vallejo, la famosa presentadora de televisión y modelo: “incluso aseguraban que se casarían pronto” (242), lo que condujo a la separación del matrimonio por veinte días. El trabajo con la memoria pasa por el dato minúsculo de una tarjeta en un arreglo floral: “Nunca te cambiaré por nada ni por nadie” (242) y por un breve flash: “un domingo en la noche llegó de sorpresa con cara triste y mi madre no tuvo corazón para rechazarlo. Lo dejó entrar de nuevo a la casa” (242); hasta incluir la referencia a la memoria-país que lo obliga a reconocer que su padre abandonó la política “por la puerta de atrás [lo cual lo] golpeó muy duro” (243):

el 25 de agosto, . . . , el diario El Espectador habría de propinarle un golpe demoledor a mi padre.

En la primera página apareció publicada una noticia que recordaba que en marzo de 1976 mi padre y otras cuatro personas habían sido detenidas con diecinueve libras de pasta de coca.

. . .

Desde ese momento mi padre comenzó a maquinar la idea de asesinar al director del periódico…

. . .

Uno de sus hombres de confianza me contó que se le transfiguró la cara de la furia cuando vio su foto publicada…

… ese día culpó a Guillermo Cano de su derrota política.

. . .

Pero el carrusel de las malas noticias no se detuvo y el escándalo en torno a mi padre, lejos de amainar, recrudeció. El juez Décimo Superior de Medellín, Gustavo Zuluaga, reabrió la investigación por la muerte de los detectives del DAS que lo detuvieron cinco años atrás y la embajada estadounidense le canceló la visa. Y como si fuera poco, el 26 de octubre la plenaria de la Cámara le levantó la inmunidad parlamentaria (241-242).

Basta rastrear en fuentes bibliográficas estos hechos puntuales, sin embargo el fondo que le da completud a la historia, a sus vacíos, “al sentido de [ser] testimonio otro” (Said) radica en mostrar el sentimiento y la condición psíquica de Escobar, con la descripción de ese rostro descompuesto por la furia, en la exactitud del minuto cuando decidió el crimen de Guillermo Cano (ejecutado tres años después), y en el develamiento de un estado anímico pocas veces asociado al capo: el de la derrota. De esta manera Juan Pablo sutura circunstancias familiares con políticas, domésticas con sociales. Alguien le comentó, él escuchó susurrar a dos escoltas o abrirse una puerta, vio un ramo de flores o una caja de bombones. El recuerdo toma cuerpo en el fragmento, en lo casero, pero intersticiado por resonancias mayúsculas que comprometen al padre como sujeto involucrado en el narcotráfico y como autor intelectual de un futuro asesinato. Esto se pierde con otra entrada a lo doméstico, en una suerte de anclaje de sentimientos desparramados, porfiados e inconclusos: “él intentó mantener el orden dentro de la familia. Todavía no había decisiones judiciales en su contra y ese fin de año de 1983 todos fuimos a Nápoles” (Escobar Henao 242-243).

Desde una memoria dolorosa e íntima viene el dibujo de Escobar. El hijo traza las costumbres cotidianas de su progenitor, sus gustos y sus aficiones. Como si estos segmentos restituyeran su semblante roto por la violencia, él victimario y al final víctima propiciatoria del Estado, el paramilitarismo y las propias redes del narcotráfico que instituyó.

Se escucha/se lee la palabra del Otro para durante ese momento adentrarse en una vida parcial o totalmente desconocida, en el tiempo de la distancia y de un pasado que, en ocasiones, se ha constituido con la incerteza; para estar próximos o en el lugar de ese Otro, como si se vistieran sus prendas y con éstas se pudiera experimentar una relativa comodidad. Aquí habría que separarse de Jelin cuando señala que “A menudo, escuchar o leer los testimonios puede ser sentido por el/la lector/a como voyeurismo, como una invasión de la privacidad de/de la que cuenta” (114); al contrario en el caso de Juan Pablo, pues al colocarse sobre escena el registro privado su voz apertura un archivo personal donde se hurga en los escondrijos de los recuerdos, aun si éstos hilvanan miserias que no deberíamos saber:

Para nadie era un secreto en la familia que en la época de las vacas gordas mi papá llegaba con bolsas plásticas repletas de alhajas y se las repartía a mis tías y especialmente a mi abuela. En ocasiones, para divertirse un poco, las rifaba conmigo sentado en su regazo y me pedía elegir el número ganador. Él recibía las sortijas, pulseras, collares y relojes en parte de pago de las deudas de quienes habían perdido cargamentos de cocaína o de quienes querían entrar en el negocio. (Escobar Henao 91)

Con esta cita se penetra en un terreno minado: una familia que acepta desde el no cuestionarse la propiedad ajena; el padre que hace partícipe del botín al hijo pequeño “para divertirse un poco” y el tráfico de cocaína como validación de la riqueza. El estamento microfísico que conforma la familia va trenzando la telaraña que se multiplicará hasta encapsular al nivel macrofísico de la sociedad, como lúcidamente argumenta Alonso Salazar en “Hacia una estrategia de reconstrucción cultural”: “[el narcotráfico] debe verse como hecho delictivo, político y cultural . . . , [que] ha transformado nuestra realidad en todos los ámbitos. No solo son los magnicidios ni los dólares ilícitos, sino también nuestras maneras de ser, de hablar, de relacionarnos, los gustos, la arquitectura y cómo se eligen los dignatarios de la política” (172). La abuela recibiendo la pulsera de oro opera en el nivel más reductivo del aparato económico que posicionó el narcotráfico, sustentado por “la gente ‘bien’ de Medellín” (Escobar Henao 203) y por los policías que “Iban [hasta la ‘oficina’] por la ‘liga’, por dinero” (204).

Retomando el anclaje de la memoria afectiva y escindida (esta última a semejanza de la violencia que se abordará en el siguiente acápite) como razón para contar, vale preguntarse con Arfuch si ésta no deviene “una especie de ‘palabra dada’, pero no ya como garantía de mismidad sino de cierta permanencia en un trayecto, que estamos invitados a acompañar” (97). Desde aquí se entiende la extensión de la mano de Juan Pablo cuando convoca a asomarse a su padre, sin conocerse —parafraseando a Wittgenstein y sus Diarios secretos— lo que ocurre en el otro extremo de la invitación, reconstruyéndole desde su remembranza: Escobar y su cena favorita: “[el plátano maduro frito] cortado en cuadritos y revuelto con huevo y cebolla junca. El plato era completado con arroz blanco, carne asada y ensalada de remolacha, su preferida” (Escobar Henao 124); Escobar y su deseo de ver una película de John Dillinger, “Sabes que su historia me apasiona” (345); Escobar alimentando a las aves: “En cada caleta a la que íbamos, mi padre siempre salía al balcón, al patio o donde fuera, a dejar comida a la vista de los pájaros” (351); y Escobar y su dicho “Dios es algo muy íntimo de cada persona” (382). El hijo relatando/descubriendo al padre desde lo cotidiano y lo emocional, ambos “afectivamente en el mundo y la existencia [como] un hilo continuo de sentimientos más o menos vivos o difusos, cambiantes, que se contradicen con el correr del tiempo y las circunstancias” (Le Breton 103). Esta última intervención impone cierta confiabilidad y revelación sin prejuicio.

Lo que siente “guía su vida, informa” (Heller) y mantiene su operatividad para el lector porque no existe recuento o historia que se valide con una sola perspectiva, desde un solo flanco, en este caso el del sentimiento:

La emoción es la resonancia propia de un acontecimiento pasado, presente o futuro, real o imaginario, en la relación del individuo con el mundo; es un momento provisorio nacido de una causa precisa en la que el sentimiento se cristaliza con una intensidad particular: alegría, ira, deseo, sorpresa, miedo, allí donde el sentimiento, como el odio o el amor, por ejemplo está más arraigado en el tiempo, la diluye en una sucesión de momentos que están vinculados con él, implica una variación de intensidad, pero en una misma línea significante. (Le Breton 105)

Se realza la última línea de la cita: “Una variación de intensidad, pero en una misma línea significante”. En el caso del hijo de Escobar el sentimiento del amor se soporta en el dar testimonio, lo que Steiner describió en Lenguaje y Silencio. Ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano como “presencia preponderante” a la hora de entronizar las partes privadas del lenguaje con su catadura oficial, pero ese sentimiento no se autoexcluye de la crítica “sobre cómo está diseñada nuestra patria y sus políticas, y por qué surgen de sus entrañas personajes como mi padre” (Escobar Henao 14).

En relatos biográficos complejos como Pablo Escobar Mi Padre. Las historias que no deberíamos saber ocuparse de un sujeto o de un acontecimiento desde el afecto no puede invalidar el acto negativo o el elemento inhumano; no tendría solvencia ya que se trata de conciliar una credibilidad que, aunque arranca desde lo subjetivo y ya con esto incorpora la sospecha, temporiza la posibilidad de un espacio intermedio, afirmando lo diferente y lo coyuntural como zonas de constitución para dicha subjetividad. A través del relato que se pliega al sentimiento del amor (el hijo cementa la imagen más íntima del padre) o al odio (Virginia Escobar, la amante despechada, o el mayor Hugo Aguilar Naranjo quien dirigió la operación que lo aniquiló), Pablo Escobar continúa configurándose como una subjetividad cambiante, en-construcción, laboratorio de la identidad (Arfuch).

Por último, dentro de esta memoria doméstica, un detalle revelado por primera vez, en un encuadre pormenorizado que determina la reafirmación de una cultura del cuerpo y sus ataduras tradicionales:

Pablo adoptó cuatro costumbres que habrían de acompañarlo el resto de su vida: la primera, que el primer botón de la camisa quedara justo en la mitad del pecho

La segunda, que el corte de pelo se lo hiciera él mismo . . . Nunca fue a una peluquería

La tercera, usar el mismo tipo de peineta para organizarse el pelo. Era pequeña, de carey, y siempre la tenía a la mano en el bolsillo pequeño de la camisa . . . Era de tal tamaño su fijación con la peineta de carey que años después, en la opulencia, hacía que le trajeran hasta quinientas de ellas de Estados Unidos.

Y la cuarta, bañarse por largo tiempo. Era impresionante . . . Esa rutina no cambió ni siquiera en la peor época, cuando vivía de caleta en caleta y con la sombra de sus enemigos encima. El simple acto de lavarse los dientes le llevaba no menos de cuarenta y cinco minutos y siempre con un cepillo Pro para niños. (Escobar Henao 110)

A juicio personal, esta cita borra la línea entre el territorio privado, aquel donde se instaura el privilegio del hijo al observar los rituales de aseo y cuidado de su progenitor, sin dudas testigo de excepción, y el territorio público desde el cual viene contando, se le lee (escucha) y aprovecha para impactar con estas costumbres tan individuales. También aposenta otro recurso dentro de la afectividad, uno desconnotado del horror sobre el asesino, como una tecnología de la que se valiera el yo para efectuar transformaciones sobre sí mismo (Foucault Tecnologías del yo y otros textos afines), humanizándolo y aproximándolo como si se tratara de un hombre común que despertara y ocupara el baño por horas.

Escobar con su peineta de carey, lavando su boca con un cepillo para niños o cuadrando la abotonadura de la camisa: simples detalles que devuelven teóricamente a Arfuch cuando expresa que “el registro de la afectividad es precisamente el que da cierto indicio de ‘la clase de persona’ de que se trata” (155). ¿O acaso este relato de vida tiende una trampa?

4. “Para que vayas a Cali yo tengo que estar muerto”: la memoria de la violencia

La memoria familiar con sus trozos de recuerdos íntimos no permanece estática en un punto, regodeándose por parte del sujeto que la arma, sino que sobrepasa lo personal y valida una memoria más extensa, explayada, la de la violencia, entendida ésta como el conjunto de trazas sobre acontecimientos políticos y sociales violentos que produjeron un imaginario y/o un relato, una narratología de circunstancias y actores que hacen “ver el mundo de sus sujetos y sus operaciones” (Rancière 71), sin olvidar su enunciado como “lugar de disensos atravesados por las lógicas del poder” (Castillejo 32).

En este sentido, la memoria de la violencia desde el relato del hijo de Escobar coloca sobre la escena las historias de sucesos y de algunos de los principales actores de la vida nacional colombiana de la época. Muchos registros de la memoria de la violencia conforman el libro, como la extensa entrada que Juan Pablo va tejiendo sobre el paramilitarismo, sus acciones y la intromisión de Fidel Castaño9 en la vida de sus padres; o los planes de Escobar con los guerrilleros del M-19;10 de ahí que se seleccionen dos de los menos relevantes pero poco abordados y por ende más fructíferos para la investigación: la entrega postmortem de las propiedades de Escobar al Cartel de Cali y las reuniones entre éste y la familia; y la tesis del suicidio del capo a partir de la rememoración de una frase.

Al igual que con la familiar, esta memoria de la violencia se instituye por obra y gracia del relato y de los dispositivos narrativos que va facturando; lo que Juan Pablo relata nace de destellos fugaces, atemperados por deslices o por alguna que otra ofuscación pero que da el contexto exacto postEscobar. El levantamiento pasa por los encuentros familiares con el Cartel de Cali11 después de la muerte del capo, que antes fueron imposibles: “[mi madre] llevaba cierto tiempo buscando contactos con la gente de Cali . . . estaba muy preocupada . . . Pero él [le] dijo . . . Para que vayas a Cali yo tengo que estar muerto” (Escobar Henao 82). Reuniones tensas, gestadas sobre la confrontación, con palabras como bombas, “que se refirieron en términos soeces a mi padre” (59). Dentro de esta cartografía memoriosa refulge la entrada del registro de la gubernamentalidad (Foucault Seguridad, territorio, población. Curso en el Collège de France 1977-1978) para analizarlo no desde el Estado de gobierno sino desde un círculo más cerrado, el de un Estado de administración particular: el de los carteles del narcotráfico, con sus poderosas redes dentro de los poderes judiciales, electorales, económicos y políticos; es decir, un Estado en el interior de otro Estado.

“Vivimos en la era de la gubernamentalidad” (Foucault Seguridad, territorio, población. Curso en el Collège de France 1977-1978 137), por esta razón el Estado debe comprenderse “sobre las bases de las tácticas generales de la gubernamentalidad” (137). Leer desde aquí este Estado impuesto por el narcotráfico dentro del Estado gubernamental y sus tácticas de “lo que debe o no debe estar en la órbita del Estado, lo que es público y lo que es privado” (137) para pensarlo con Salazar cuando señaló que “Colombia no logró construir un Estado cercano a la modernidad, pero tampoco un Estado con autoridad, acatamiento social y control territorial. Han pervivido a lo largo del tiempo poderes sociales y regionales paralelos al Estado, que desde dentro o desde fuera lo han menguado como instancia de regulación pública” (176) (Cursivas: D.G.). Apegándose a esta cita de Salazar la época postEscobar integra la lógica de la gubernamentalidad moderna con “la introducción de la economía dentro del ejercicio político” (Foucault Seguridad, territorio, población. Curso en el Collège de France 1977-1978 119), aun aquel que se encuentra en los márgenes de lo aceptado como ejercicio político. Esto se evidencia con claridad en la escena de la reunión entre la viuda de Escobar y el Cartel de Cali:

vivir tendría un costo elevado en dinero porque cada uno de los capos pedía recuperar lo que invirtieron, y más.

. . .

Vestida de luto, mi madre y Alfredo ingresaron a un salón donde ya estaban sentadas cerca de cuarenta personas que representaban la crema y nata del narcotráfico de Colombia; en otras palabras, la cúpula de los Pepes.

. . .

Más tarde y como en una especie de inventario, Miguel Rodríguez sentenció:

—Señora, necesitamos que hable con Roberto12 Escobar [hermano de Pablo] y con los sicarios que están en las cárceles, para que paguen. A Roberto le corresponden dos o tres millones de dólares y otro tanto a los detenidos. Usted nos debe a todos algo así como ciento veinte millones de dólares y vaya pensando cómo los va a pagar, pero en efectivo (Escobar Henao 55-61).

Impacta la versión de este cónclave de “negocios”. La guerra entre los carteles atravesó la sociedad colombiana de un extremo al otro, la sacudió salvajemente, y al final las cenizas de esta batalla campal se asentaron chamuscadas alrededor de delincuentes quienes con un ábaco entre sus manos cuantificaron la inversión “Escobar S.A.”. Para los sobrevivientes cercanos respirar tuvo un alto costo en dólares. La fabricación de la memoria de la violencia pasa por los episodios sobre la cuantificación del dinero de las actividades del narcotráfico mas no por el costo real de la guerra entre los carteles: las torturas, los asesinatos, los coches-bombas y los desaparecidos, que no se enlistan como deuda. En este sentido el relato de vida de Juan Pablo sutura un segmento vital desconocido como el encuentro de su madre con los enemigos de Escobar con el contexto histórico que capitalizó la extinción del Cartel de Medellín.

Además, dentro de esta memoria de la violencia se inscribe la reconstrucción de la muerte del capo. Precisamente aquí el trabajo evocativo de Juan Pablo echa por tierra la narratología oficial y los múltiples relatos13 alrededor de ésta, como el de Castro Caycedo, uno de los más autorizados, quien apoyó su investigación en el policía Aguilar Naranjo. A grandes rasgos, “Después de una década de aturdimiento, el Gobierno decidió emprender la Operación Pablo Escobar para someter al delincuente, ejecutada por un cuerpo que llamaron Bloque de Búsqueda: mil hombres de la fuerza pública” (Castro Caycedo 7), al cual se le unieron funcionarios de la DEA, agentes de la maquinaria represiva y económica del Estado vinculados al servicio de inteligencia colombiano DAS (Departamento Administrativo de Seguridad) y los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar), quienes eran miembros de los carteles de Cali y de Medellín (de este último los resentidos con su antiguo jefe) y del paramilitarismo (como los hermanos Castaño).

Escobar cayó abatido el 2 de diciembre de 1993 y las memorias personales sobre este acontecimiento elaboraron pequeños relatos a partir de trozos: “hubo más de quinientos tiros” (Castro Caycedo 181), “Al cadáver . . . le quité el reloj y lo detuve en la hora que marcaba”14 (182) o alguien de la DEA que dice “—Yo tomé unas fotos importantísimas” (185). Como expone Baudrillard “El suceso real de la muerte es del dominio de lo imaginario” (El intercambio simbólico y la muerte 155) y este momento pasa por cómo se experimentó, por lo que se incluye o lo que se desecha, por la subjetivación de la muerte.

Al igual que la familiar, el relato de esta memoria de la violencia no se sustrae de los sentimientos. Marcada por revelaciones del intramundo personal, algunas desconocidas —se había notado en el acápite anterior—, el amor hacia la figura paterna nunca se pierde, suerte de hilo de Ariadna en el laberinto de la catástrofe política colombiana. El reconocimiento público del lugar histórico/traumático que ocupa el padre, no se deslastra del cariño filial. En este relato memorioso, Escobar padre se acerca entrañablemente a Escobar hijo, quien atesora las virtudes del afecto como un legado de oro. De ahí que la muerte pueda erigirse en un registro de honorabilidad frente a los desmanes con los cuales se teje la urdimbre del personaje.15 Una frase soporta esto: “A mí nunca en la gran puta vida me van a coger vivo” (Escobar Henao 430), grabada, según Juan Pablo, por el Bloque de Búsqueda, aunque anteriormente él la había escuchado:

quiero referirme al tercer disparo, el que lo mató instantáneamente, situado en ‘la parte superior de la concha del pabellón auricular derecho, de forma irregular a nivel preauricular inferior izquierdo de bordes evertidos’. El proyectil, cuyo calibre no refiere el informe, entró por el lado derecho y salió por el izquierdo.

tengo la plena certeza de que ese disparo lo hizo mi padre de la manera y en el lugar donde siempre me dijo que se pegaría un tiro para que no lo capturaran vivo: en el oído derecho.

En varias ocasiones a lo largo de la implacable persecución me dijo que el día que se encontrara con sus enemigos dispararía catorce de los quince tiros de su pistola Sig Sauer y dejaría el último para él. En la fotografía donde aparece el cuerpo de mi padre sobre el tejado se observa que la pistola Glock está dentro de la cartuchera y su Sig Sauer está muy cerca y se ve claramente que había sido accionada. 16 (430)

En primer término de esta cita, a efectos de la memoria, el evento puede desfragmentarse cuantas veces se pretenda y por cuanto sujeto lo enuncie directa o indirectamente, desde el forense encargado de la autopsia o el hijo de Aguilar Naranjo, hasta el fotógrafo y funcionario de la DEA ubicado en un edificio cercano a la casa donde se refugiaba Escobar. Sin embargo, la distinción entre lo posible real y lo posible imaginado se funda en la traza de una memoria que viene de un recuerdo articulado con la persecución, el terror (de Estado y paramilitar) y el “encaletamiento”, en este último Juan Pablo explica: “Recuerdo uno de los momentos en que mencionó la posibilidad de quitarse la vida. Ocurrió cuando hablaba por radioteléfono con uno de sus hombres durante un allanamiento. La frase nunca se me olvidó” (Escobar Henao 430). Una memoria fugaz, en tránsito, amasada con intersticios de nerviosismo y miedo al vivir junto al padre esos instantes intensos, al borde de la muerte.

Pero en segundo término interesa la memoria fecunda —por inexacta y nutrida de restos, huecos y reminiscencias— de la violencia, desde donde se puede alterar, cambiar o registrar una narratología. Esa memoria donde se empoza “el relato de acontecimientos, a partir de lo cual es posible ver y hacer aparecer eventos cuyo origen se desconoce o se confunde” (Reyes 239), en éste se insertaría la muerte de Escobar, confluyendo la memoria del afecto que arma una subjetividad íntima con la de la violencia y sus subjetividades colectivas, plurales.

Memoria familiar encajonada que da cuenta de otra memoria, la de la violencia, ésta entre cadáveres cercenados, huellas de balas y metales retorcidos como los del vuelo 203 de Avianca. El relato de ambas memorias se entronca y desancla nuevos matices que pondrán en movimiento otro idéntico ciclo; en definitiva “Articular históricamente el pasado no significa conocerlo ‘tal y como verdaderamente ha sido’. Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro” (Benjamin).

5. Cerrando la memoria

Con los relatos de memorias se produce un trabajo de elaboración que se recopila a partir del fragmento filtrado por el rumor, la incertidumbre y los silencios, de ahí su sujeción a los detalles, como los estados anímicos y los sentimientos, ambos conductores e informantes en la vida de los individuos (Heller).

Memoria familiar menor, contaminante de otra mayúscula y fracturada, la de la violencia. Al tiempo que aloja nuevos recuerdos en el proceso de fabricar una subjetividad —por ejemplo la de un Pablo Escobar íntimo que mandaba su avión a Bogotá para recoger flores para su esposa—, el relato del hijo mueve los cimientos fuera de la verja de casa, es decir hacia la política, la nación y su constitutiva violencia: las primeras páginas donde Juan Pablo hilvana las conversaciones de su madre con los capos del cartel de Cali no sólo evidencian a los hermanos Rodríguez Orejuela sino también su vínculo con el paramilitarismo, sobre todo con Fidel Castaño, develado, por cierto, en una faceta desconocida como coleccionista de arte.

El hijo relata una memoria doméstica fragmentada y rota, semejante a los cuerpos de cemento de los dinosaurios de la Hacienda Nápoles, perforados por las autoridades “creyendo que estaban llenos de dólares” (Escobar Henao 137) y desde ahí soporta la memoria de la violencia del país, tan abaleada e incompleta como las figuras artísticas. En definitiva memorias todas de historias que SÍ deberíamos saber, mapas-guías de la experiencia íntima para recomponer las fronteras destrozadas de la vida afuera.

Referencias

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Notas

1 Este artículo forma parte del proyecto “Los personajes fatales. Sujetos, personajes y derivas en relatos de vida y en la narrativa de los chilenos Roberto Bolaño, Alejandro Zambra y Diego Zúñiga y del colombiano Juan Gabriel Vásquez” del Centro de Estudios Avanzados (CEA) de la Universidad de Playa Ancha.
2 Acerca del Estado de la Cuestión se apuntan los principales textos académicos donde se trabaja con el concepto relato de vida (que implicita el trabajo con la memoria, por supuesto): “Los Relatos de vida en el análisis social” (1989) de Daniel Bertaux; “Tiempo y memoria. Sobre los artificios del relato autobiográfico” (1999) de Carlos Piña; “Historia del testimonio chileno. De las estrategias de denuncia

a las políticas de memoria (1973-2005)” (2008) de Jaume Peris Blanes; “El nudo del mundo. Subjetividad y ontología de la primera persona” (2009) de Pedro Enrique García Ruiz; “Identidad, narración y entrevista periodística” (2009) de Maite Gobantes Bilbao; y “Narrativas y reflexividad: los efectos biográficos del enfoque biográfico” (2014) de Martín Güelman y Pablo Borda.

3 Vallejo escribió Amando a Pablo, odiando a Escobar (2007, Barcelona: Debate), un éxito de ventas.
4 En la memoria “la perspectiva ambivalente y antagonista de la nación como narración establece las fronteras culturales de la nación de modo que puedan ser reconocidas como tesoros ‘contenedores’ de sentidos que necesitan ser cruzados, borrados y traducidos en el proceso de producción cultural” (Bhabha 215), por tanto esta memoria no se encuentra aislada, se inscribe en el contexto de los debates contemporáneos sobre la nación, la historia y la identidad.
5 La cultura en el sentido aportado por la investigadora colombiana Elsa Blair Trujillo: “un contexto dentro del cual pueden describirse todos esos fenómenos [acontecimientos sociales, modos de conducta, instituciones o procesos sociales] de manera inteligible, es decir, densa” (16).
6 Poética como una “tarea de articular una inmanencia, de sentar una coimplicación” (Moreiras 326), un conjunto de principios que estructuran un estatuto, en este caso el de la memoria.
7 Siempre se conoció que el “talón de Aquiles [de Escobar] era la familia: la mujer, los hijos y la mamá . . . vibraba por cada uno de ellos” (Castro Caycedo 68). El relato de Hugo Aguilar Naranjo, el policía a cargo de la Operación Pablo Escobar, trabajado por Castro Caycedo pone en duda la honestidad de la esposa, Victoria Henao Vallejo, a quien Escobar llamaba Tata: “Se moría de amor por su mujer, a juzgar por sus comunicaciones por radio, y ella también debía morirse, porque le cohonestaba sus vicios (69); y desprecia a Juan Pablo a quien se refiere como “saco de manteca” (79) y “talego de manteca” (153).
8 El capo como fenómeno de masas; por ejemplo la serie de televisión colombiana “Pablo Escobar. El patrón del mal”, una adaptación del excepcional libro La parábola de Pablo. Auge y caída de un gran capo del narcotráfico (2001, Bogotá: Planeta) de Alonso Salazar, producida por Caracol Televisión entre 2009 y 2012. Las masas posicionaron a Escobar como un producto de consumo cultural, como la gran “cámara de eco y de simulación gigantesca de lo social” (Cultura y Simulacro 136) a la que se refirió Baudrillard.
9 Fundador de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, las que dieron origen a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), organización que agrupó a todos los grupos paramilitares. Amigo de Escobar, luego se convirtió, junto con su hermano Carlos, en uno de sus más férreos detractores. “Los Castaño crearon las bandas paramilitares y se enfrascaron en una guerra a muerte con las guerrillas después que en 1979 las FARC secuestraron a su padre, Jesús Castaño, quien murió en cautiverio. Nunca les entregaron su cadáver.

. . . Los hermanos Castaño integraron a principios de los años 90 una organización ilegal conocida como los ‘Pepes’ o los ‘Perseguidos por Pablo Escobar’, el temido narcotraficante fundador del Cartel de Medellín, que en diciembre de 1993 fue abatido por la fuerza pública en esa ciudad. Aunque desde la ilegalidad, los ‘Pepes’ fueron vitales para cazar a Escobar” (S/A “Exhuman cuerpo de Fidel Castaño”).

10 Lo que surgió como un movimiento de lucha y reivindicación en 1970, se convirtió en un cómplice más del narcotráfico: “La cercanía de mi padre con los hombres del M-19 se mantuvo en el tiempo, al punto de que envió a Pablo Catatumbo a administrar una bomba de gasolina situada no lejos de Miami Beach…

. . .

Sin embargo, el pacto con el M-19 se rompió de tajo el jueves 12 de noviembre de 1981 con el secuestro de Martha Nieves Ochoa, un hecho que mi padre calificó como un acto de traición y una afrenta a él.

. . .

Así, 123 días después, Martha Nieves fue hallada sana y salva en el municipio de Génova…

Contrario a lo que se podría pensar, no desencadenó una guerra entre mi padre y el M-19.

Por el contrario, en los siguientes meses surgiría entre ellos una alianza que le haría mucho daño al país” (Escobar Henao 181-186).

Esta organización desapareció a mediados de los años noventa.

11 Organización criminal dedicada al tráfico de drogas, con base de operaciones en la ciudad de Cali, y financista de los Pepes. Sus jefes máximos fueron los hermanos Rodríguez Orejuela, Gilberto y Miguel; José Santacruz Londoño y Helmer Herrera Buitrago (alias Pacho).
12 Roberto Escobar Gaviria escribió un relato personal titulado Mi hermano Pablo, publicado en 2008 (Bogotá: La Oveja Negra).
13 También El hijo de la guerra (2014, Bogotá: Panamericana) de Richard Aguilar, contado desde la óptica del relato que pasa del padre, Hugo Aguilar, al hijo, exgobernador del departamento de Santander (2012-2015); y Así matamos al patrón. La cacería de Pablo Escobar (2014, Bogotá: Icono Editorial) de Diego Fernando Murillo Bejarano, alias “Don Berna”, quien dirigió al grupo de escoltas de los Moncada Galeano, socios de Pablo Escobar, y se convirtió en paramilitar y miembro destacado de los Pepes.
14 De acuerdo con Aguilar Naranjo “Ese reloj se lo entregué más tarde al museo de la policía” (en Castro Caycedo 182).
15 En su libro El otro Pablo (2011, Bogotá: Pelícano, en colaboración con Catalina Guzmán), la hermana Alba Marina Escobar Gaviria también afirma que se suicidó.
16 Principal actor en la caída de Escobar, Aguilar Naranjo cuenta:

“—No, él ya está muerto.

Yo estaba super seguro de que le había pegado. Cuando uno es experto sabe cuando pega y cómo pega . . .

—Está tendido en techo —repetí.

. . .

Yo estaba viendo a Escobar quieto, tendido sobre el costado derecho sobre las tejas…

—Cuídenme la espalda, voy a saltar.

. . .

me preguntaron si era Escobar, le levanté el brazo izquierdo para mirarle la cara y les hice un gesto:

—Sí. ¡Este es!

. . .

También tenía dos pistolas, una Sig Sauer en una sobaquera, y en la mano una Glock, pero le coloqué al cadáver una Sig Sauer que me habían regalado los gringos y tomé la suya, que en un espectáculo de TV, le había dicho a los medios cuando ‘se entregó’, que la dejaba en manos del gobierno” (en Castro Caycedo 181-183).

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