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¿SINE IRA ET STUDIO? REFLEXIONES Y DESAFÍOS A LA HISTORIOGRAFÍA CHILENA DESDE LA HISTORIA DE LAS EMOCIONES 1

Sine ira et studio? Reflections and Challenges to Chilean Historiography from to the History of Emotions

Pablo Toro Blanco
Universidad Alberto Hurtado, Chile

¿SINE IRA ET STUDIO? REFLEXIONES Y DESAFÍOS A LA HISTORIOGRAFÍA CHILENA DESDE LA HISTORIA DE LAS EMOCIONES 1

Revista de Humanidades, núm. 36, pp. 229-248, 2017

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 30 Marzo 2017

Aprobación: 30 Mayo 2017

Resumen: El presente texto tiene como propósito principal presentar algunas reflexiones respecto a un desafío que la historiografía ha debido enfrentar desde sus orígenes: la relación entre el juicio del historiador y sus dimensiones volitivas o sentimentales. Luego de una identificación y breve caracterización de algunos aspectos de la corriente denominada “historia de las emociones” se vuelve a visitar este problema, complementándolo sintéticamente con algunos cuestionamientos recientes acerca de los modos de socialización del conocimiento histórico.

Palabras clave: Historiografía, historia de las emociones, subjetividad, método histórico, historia académica.

Abstract: This article exposes a challenge that historiography has faced since its origins: the relationship between the historian’s judgment and his/her volitional or sentimental dimensions. After identification and a brief characterization of some features of the historiographical current called “history of emotions” this issue is revisited, enhancing the analysis with some brief recent questions about the modes of socialization of historical knowledge.

Keywords: Historiography, History of Emotions, Subjectivity, Historic Methodology, Academic History.

Uno de los mandatos primigenios de la historiografía nos viene dado desde los Anales de Tácito: mirar el pasado (ya sea el lejano o el inminente) supondría adherir a una comprensión de la investigación histórica como ejercicio de dominio riguroso sobre las emociones del intérprete (controlar la ira, de la que nos pide huir el autor romano) y perseguir el riesgo de ausencia de equilibrio en los juicios (las preferencias o favoritismos, el otro peligro identificado por Tácito). Este imperativo gremial y rasero disciplinario nos resulta un punto de partida interesante para ensayar, en este texto, algunas reflexiones sobre los desafíos que supone para la historiografía la emergencia reciente, en el contexto de una oleada cercana de giros teóricos (lingüístico, cultural), del emotional turn como piso teórico y desafío epistemológico de cara a la constitución de un campo historiográfico inserto básicamente en el terreno de la historia cultural: la historia de las emociones.

Respecto a la advertencia de Tácito, es casi de sentido común entender que existiría una vinculación estrecha, asimétrica y causal entre un ámbito volitivo dominante, en este caso la ira, a la que usualmente se comprende como una pulsión interna gobernada por sus propias leyes, y el campo del juicio histórico (o, finalmente, de cualquier tipo de juicio en el marco, a lo menos, de las ciencias humanas), en el que dicho juicio (que, se asume, sería radicalmente distinto en naturaleza a aquella fuerza amenazadora) se vería puesto en interdicción. La idea subyacente en este enfoque de antagonismo y diferencia sustancial entre emoción y razón es que, la presencia de la primera, hipotecaría las posibilidades de la segunda. Esta contraposición, como se verá, forma parte de uno de los ejes de discusión temprana en el proceso de emergencia de una historiografía ocupada de asomarse al mundo de las emociones, principalmente desde trabajos pioneros como los de Johan Huizinga o Lucien Febvre.

Es posible identificar a la historia de las emociones como un campo de estudio en consolidación, que en la actualidad ha dado lugar a un desarrollo fértil y provechoso de centros de estudio, seminarios internacionales y publicaciones sobre los más variados asuntos, como ha relevado una de sus figuras recientes: la académica alemana Ute Frevert. Esta tendencia historiográfica encuentra parte de sus orígenes en los primeros precursores de la historia de las mentalidades como, por ejemplo, Lucien Febvre (Matt 117-124). A partir de la toma de razón sobre la posibilidad de comprender la experiencia humana desplegada en el tiempo como una contraposición entre naturaleza y cultura, un choque entre emoción y razón en que las primeras son dominadas por las segundas (expectativa que tomó forma de teoría psicogenética y sociogenética en la obra de Norbert Elias El Proceso de la Civilización de 1939), los historiadores prestaron creciente atención al problema de las emociones como zona oscura, volitiva o irracional, ello todavía hasta la década de 1960 bajo un paradigma que suponía una visión progresiva de la historia (Reddy 302-315). La crisis del paradigma del ascenso y triunfo de la historia como racionalidad y la desconfianza y horror ante las pesadillas nacidas de los “sueños de la razón” (ejemplificadas en los campos de concentración, gulags y dictaduras contemporáneas), junto con los desafíos a formas de moral o pensamiento hegemónicas en Occidente (surgidas en el marco de la revolución cultural y generacional de la década de los sesenta), llevaron a replantear la relación tanto jerárquica como alienante entre razón y emoción. Recientemente, la exploración sobre dicho vínculo ha tomado múltiples caminos: algunos de ellos, apoyados en los estudios provenientes de la neurociencia, han entregado nuevas luces sobre los circuitos materiales existentes entre estos dos dominios y han señalado la necesidad de comprenderlos como inextricablemente atados, interdependientes. La antropología, por su parte, ha brindado pautas que iluminan sobre los aspectos de las emociones como construcciones culturales y, por ende, posibles objetos de la investigación histórica. Ello ha incidido en que la historiografía contemporánea haya incluido como un problema más dentro de su campo de interés a las emociones, intentando huir de una concepción dualista como la ya señalada y, por ende, debiendo salir necesariamente al encuentro, como le es propio de su índole peregrina, de otras áreas de conocimiento que iluminen estos esfuerzos.

En el escenario recién descrito surgen algunas de las inquietudes sobre las que se pretende reflexionar de modo sucinto a continuación. Así, la propuesta que buscamos plantear intenta considerar algunos problemas que se constituyen al observar dos dimensiones, que entendemos, dialogan hermenéuticamente en el proceso de construcción de conocimiento histórico sobre las emociones: el intérprete y lo interpretado. En ese circuito (al cual reconocemos en su integridad e interdependencia) nos interesa distinguir analíticamente algunos desafíos que se le presentan al historiador en su práctica así como también un conjunto restringido de ribetes polémicos que presenta el “objeto” (las emociones, históricamente constituidas). Complementariamente, esbozamos un par de asuntos respecto a la socialización del conocimiento histórico y el rol que en él cumplen las dimensiones emocionales.

1. El historiador como profesional y las emociones

Respecto a lo primero, un asunto que resulta interesante sugerir como dilema en torno al historiador y su vínculo con las emociones es el papel que se les concede en la construcción de la propia disciplina y de la imagen, y labor profesional de los investigadores del pasado humano, así como el rol que las emociones poseen en el producto derivado de la operación historiográfica. Una consideración preliminar que nos parece necesario hacer tiene como propósito situar el problema de la investigación histórica y las emociones (que se ha visto, con Tácito, que tiene larga data) en el contexto de los orígenes modernos de la historiografía. Ello significa hacer una breve referencia, a guisa de contextualización, a cómo en la segunda parte del siglo XIX, tanto en Alemania, Francia como en Inglaterra, se produjo el afloramiento de los fundamentos modernos de la historiografía y subrayar que en este proceso emergió también una antinomia sumamente interesante, talvez no declaradamente percibida en sus últimas consecuencias por sus propios protagonistas: la contraposición entre una disciplina de pretensión racional, basada en la reconstrucción de “los hechos tal cual fueron” y las fundamentaciones de juicios históricos sostenidas en argumentos con base o contenido emocional.

El punto recién indicado es interesante, en la medida que formó parte de la tensión implícita en la primigenia historiografía profesional y académica, que debió lidiar con las exigencias de discursos cercanos al mundo de las ciencias experimentales y positivas, al mismo tiempo que producía conceptos legitimadores de la cohesión interna (la historia como unificadora de naciones) y validadores de las diferencias geopolíticas e imperiales (la historia como juez de civilizaciones). En su mirada a Oriente (una construcción conceptual europea), Ernest Renan identificaba a la población europea como producto de la mezcla de lo semítico y lo indoeuropeo, sin embargo, distinguía los productos ulteriores de ese tronco común, sosteniendo que europeos y musulmanes no compartían nada en común y que ello obedecía básicamente a diferencias radicadas en el aspecto moral y emocional: la falta de sentido del “bien común” y de “sentimientos morales” que el historiador francés les atribuía a los musulmanes (Saada 67-68).

Atendiendo a ello, antes de siquiera introducir variables relacionadas con posicionamientos o enfoques teóricos o alegatos epistemológicos, se podría sugerir que la comprensión canónica del núcleo profesional de la tarea histórica, entendida como una labor inserta en unas determinadas reglas gremiales del juego y una definición mínima de campo, está atravesada por la oposición entre la pretensión de objetividad, proveniente del tronco de la historiografía positivista, y los aspectos emocionales, siendo frecuente la existencia de una apelación a la empatía (y, en su último tramo, la identificación abierta) con el pasado bajo análisis.

El problema de la objetividad (entendida como un atributo que aplacaría las pulsiones emocionales del intérprete de los procesos históricos) ha tenido presencia dilatada en la historiografía chilena, pese a que no se explicite en la discusión la eventual polémica entre razón y emoción. Más bien, de lo que se ha tratado es de entender objetividad como despliegue de una intelección no partidista o ideológica respecto al pasado. De uno u otro modo, el clivaje fundacional de nuestra historiografía puede ser leído a partir de esta oposición: la disputa entre Andrés Bello y Jacinto Chacón, a mediados del siglo XIX, en torno al método de escribir la historia. Como es sabido, se planteó una antítesis entre dos formas de comprender la naturaleza de la investigación histórica: una que enfatizó su carácter deductivo, basada en interpretaciones filosóficas generales de la Historia (ad probandum) y otra que se definía como inductiva, de índole positivista, sostenida en el estudio crítico de los hechos particulares de un lugar y tiempo determinado (ad narrandum). Fue la última la que se impuso como código disciplinar, de la mano de Andrés Bello, Rector de la Universidad de Chile. En la postura del sabio venezolano se hacía visible el propósito de marginar del canon de la naciente historiografía nacional “los entusiasmos ideológicos y políticos y los apriorismos filosóficos” (Gazmuri 77). Con todo, el terreno de lo emotivo y sentimental como engranaje del proceso de construcción de la historia no parece haber sido tocado directamente. Sí es apreciable una cierta invocación hacia lo afectivo, entendida como habilidad heurística, que se esperaba de parte del historiador, en la medida que, en tanto herencia de la historiografía romántica europea, se buscaba el ideal de percibir el “color de una época”, ejercicio que suponía reconstitución rigurosa de hechos, tan cara al positivismo historiográfico, pero también despliegue imaginativo y sensorial para lograr acercarse al clima espiritual y social de una colectividad específica en un tiempo dado.

En continuidad con el hecho fundamental recién indicado, en el derrotero de la historiografía nacional durante el resto del siglo XIX y en el siglo XX, el problema de la contraposición supuesta entre razón y emoción estuvo, en general, subsumido en la disputa por la objetividad como talante necesario del historiador. La dimensión emocional se entendía inscrita en el conjunto de habilidades necesarias para el oficio, aunque su relevancia para el éxito de la operación historiográfica tuviera oscilaciones, conforme a la orientación de las corrientes predominantes. En tiempos de una historia de cuño estructural —como podría entenderse que eran aquellos en que transitaron las apropiaciones locales del marxismo, la historia serial y la de los grandes procesos con influencia de la Escuela de los Annales—, el interés en las dimensiones emocionales como “objeto” y, por otra parte, la atención al peso de lo emocional en el proceso investigativo tampoco estuvo en el foco de la discusión.

Para buena parte de la historiografía chilena del siglo XX el clivaje fundamental seguiría siendo, implícita o explícitamente, el de la objetividad versus un espíritu partisano al momento de emprender la investigación histórica y de comunicar sus resultados. En ello se expresaría el problema de la “ideologización” de la historiografía, entendida como un error respecto a un canon no sujeto a discusión. Según la percepción de una historiografía atenta a los grandes procesos (y, por ende, favorecedora de una comprensión de la primacía de los hechos económicos como causación histórica), frente a un núcleo sólido de fundamentos epistemológicos y metodológicos, acompañados de una cierta “ética gremial”, habría proliferado una manera de hacer historia que se apartaría de la objetividad y se embarcaría en empresas de motivación abiertamente ideológica (Villalobos 27-32).

En miradas panorámicas a la historiografía chilena más reciente, como la que presenta Jorge Rojas Flores, se constata que se ha hecho más visible la orientación ideológica de los historiadores, aunque en un sentido de “militancia” diferente al de épocas previas a la dictadura cívico-militar de Pinochet (Rojas 231-233). Más que una pertenencia que podría catalogarse de institucionalizada (cuyo ejemplo podría ser, en su momento, la identificación de Hernán Ramírez Necochea como expresión oficial de una historiografía oficial del partido comunista), lo que hoy se aprecia es una opción de protagonismo e implicación en movimientos sociales de parte de historiadores sociales (como, por ejemplo, Gabriel Salazar o Sergio Grez Toso), en un plano en que historiografía y praxis política no aparecen como lejanas ni incompatibles para buena parte de la escena académica actual. En este sentido, especialmente en Salazar, el prurito de la objetividad en sus versiones canónicas perdería relevancia frente a la implicación personal del investigador en la elaboración de la historia como una “ciencia social popular”. Aludiendo a la figura del weupife como articulador de la memoria social del pueblo mapuche, el reconocido historiador social resalta la pertinencia de “una práctica historiológica en la que el pasado se revive oral y emocionalmente en el presente, reproduciendo en las nuevas generaciones el sentimiento (no el mero concepto) de una misma identidad y un mismo proyecto de pueblo” (Salazar 2006, 145).

En virtud de lo anterior, la propia performance del historiador como comunicador y mediador del pasado con las comunidades presentes no se vería constreñida por los límites del academicismo, en la medida que sería esperable que la historiografía estuviera atravesada por la representación emocional del pasado y por una disposición a que el historiador se convirtiera, mediante la comprensión empática y sentimental, en hermeneuta de la identidad de un colectivo determinado. Este enfoque, como se verá luego, facultaría a los investigadores, por un lado, a aflojar, ocasionalmente, el cerco disciplinar impuesto a las dimensiones emocionales o sentimentales y, por otro, permitir que ellas se hagan presentes en sus textos. Con todo, en nuestros días es un tipo de gesto de teoría y acción comunicativa que no parece contar con la legitimidad suficiente en la historiografía profesional.

En el tratamiento de la objetividad como umbral de legitimación disciplinar, uno de los temas habituales, tanto de la historiografía local como universal, ha sido el tradicional alegato sobre la necesidad de existencia de una aconsejable distancia entre el historiador y el pasado analizado. Esto parece haber generado un profundo surco en el sentido común, en la medida que se concibe usualmente como una de las características deseables para quien quiera ser reconocido como profesional del área. Ello implicaría un ejercicio permanente de “control emocional” en aras de mantener un nivel de “lucidez” suficiente para presentar un análisis equilibrado y derivar de éste juicios plausibles sobre el pasado. Independientemente de los resultados que una determinada perspectiva pueda arrojar, fruto de una metodología de análisis que sea rigurosamente fiel a preceptos fijos o, por el contrario, que se construya desde una aproximación menos sistemática o más heterodoxa hacia el pasado (ya sea afirmándose en el legado tradicional de interdisciplinariedad del humanismo o en las procelosas aguas del posmodernismo), lo que se pone en juego en este primer ámbito de identidad profesional del historiador es más bien una actitud, una disposición previa al acto de investigación propiamente tal. Cierto es que esta distinción puede resultar eventualmente artificiosa para quien deseche a priori este nivel de discusión argumentando que el celo profesional ante el problema de la “pretensión de objetividad” de la disciplina es un gesto vano y anquilosado, una apelación nostálgica a certidumbres ya desvanecidas. Con todo, el problema de las disposiciones emocionales del historiador (en tanto elemento constitutivo de su estatus profesional), sigue teniendo presencia como asunto, incluso si es que se le desprende de la referencia al problema recién señalado. Así, por ejemplo, y como tributario de los contingentes “regímenes emocionales” que la propia historiografía reciente ha contribuido a caracterizar, podría tornarse iluminador analizar el campo profesional de la investigación en historia a partir de herramientas tales como la noción de “emocionología”.

A la “emocionología”, uno de los primeros conceptos dentro de la historia de las emociones que intentó presentar una idea interpretativa de aplicabilidad amplia y posibilidad comparativa, se le entiende como un conjunto de estándares emocionales colectivos en los que agentes sociales e instituciones promueven o prohíben ciertos tipos de emociones o, al contrario, otras les son indiferentes (Stearns 813-836). Si bien es una noción pensada prioritariamente para espacios en los que las formas de regulación pueden adquirir un rol muy determinante y en las que, además, los sujetos se encuentran inmersos de manera intensiva (y eventualmente permanente), la “emocionología” podría brindar algún rendimiento explicativo para ciertas predisposiciones para el análisis de un objeto, así como también para promover y regular determinadas formas rituales de expresión, tanto escrita como corporal, de los historiadores. Las tradiciones o estructuras del habitus del historiador como inquilino de un campo específico de conocimiento podrían ser entendidas, además de su dimensión de regulación como grupo, a partir de su naturaleza de factores de reforzamiento de una “comunidad emocional”, a la que entenderíamos (siguiendo las orientaciones de la medievalista norteamericana Barbara Rosenwein) tal como a otras comunidades sociales (al estilo de familias, vecindarios, gremios, etc.), como unidades de pertenencia en las que existen “sistemas de sentimiento”: expresiones emocionales que serían reputadas por la comunidad como peligrosas, deseables, propias o ajenas, así como habría una naturaleza, de base emocional, de los lazos entre los integrantes del grupo en cuestión (Rosenwein 821-845). Ahora bien, cuán pertinente puede llegar a ser el intento de aplicar de manera íntegra estas nociones a un campo de conocimiento es algo que nos merecemás de alguna duda pero que, a lo menos en su dimensión gremial y de construcción de habitus académico, sí podría tener alguna utilidad como herramienta de análisis.

De acuerdo a lo anterior resulta interesante, complementariamente, constatar que el oficio contemporáneo de historiador se inserta dentro de una expectativa emocional declarada y compartida por variadas escuelas de pensamiento historiográfico: la necesaria identificación de la labor como pasión. En tal sentido es que no resulta extraño que se releve como positiva y necesaria (al interior del sistema de coordenadas de lo vocacional) la existencia de una pasión, un engagement que debe expresar la naturaleza individual del vínculo íntimo entre autor e investigación u otra forma de acercamiento con el pasado (curaduría, archivística, expresiones audiovisuales, etc.).

El llamado “motivacional” a la pasión como un componente profesional es un asunto que, como se ha señalado, atraviesa escuelas historiográficas y concepciones sobre el papel de la disciplina en el mundo en que le toca existir. Así, por ejemplo, resulta un núcleo difícilmente posible de soslayar para el ideal del “historiador público”, en los términos que John Tosh lo concibe, y mucho menos todavía para el conjunto de líneas que se acogen bajo el paraguas de la “historia militante o comprometida” (Tosh 27). Por otra parte, en la concepción actual de la formación universitaria para definir a la historia como un campo de desarrollo profesional que reúne investigación, enseñanza y difusión en la sociedad, también se introduce este componente, apelando al clásico recurso de la empatía entre intérprete y pasado. En este ánimo de profesionalización, por ejemplo, recientemente James Banner, historiador norteamericano, ha señalado que se debe poseer

empatía ante todos los temas históricos y las épocas sin suspender la inteligencia crítica. La imaginación moral no pide ni permite posiciones fáciles. Los historiadores deben a menudo estudiar, retratar y escribir sobre temas (como hambrunas o masacres) que les atormentan en sus emociones o de personas detestables (como Hitler y Stalin) a quienes condenan, pues de lo contrario la historia de eventos terribles y figuras irremediablemente grotescas nunca sería conocida. (253)2

En la invocación de Banner se encuentra contenida la tensión ya señalada entre emoción y razón (empatía versus inteligencia crítica), oposición que no sería esperable ver omitida si se considera que, finalmente, el discurso histórico tiene profundas pretensiones racionalizadoras.

Pese a las aspiraciones de la argumentación racional propia del discurso de la historiografía, la apelación emotiva no parece estar necesariamente silenciada, incluso en las versiones presumiblemente más segregadoras del campo volitivo o supuestamente irracional. En ese sentido puede resultar iluminador, a mero título de aislado ejemplo local, el contraste existente entre la demanda discursiva a la que se adscribe (proveniente desde referentes teóricos normativos y/o nomotéticos como, por ejemplo, el marxismo) y el reconocimiento de un requisito cognitivo respecto al pasado, que moviliza consistentemente las emociones y la empatía del investigador. Este contraste se trasluce en las palabras de un reputado historiador nacional al señalar su necesidad para hacer historia de la infancia popular: “Para hacer historia de este nivel y de esos orígenes es casi innecesario ser científico. Historiador, con mayúscula. Más bien se requiere posesionarse plenamente, integralmente, de la piel humana. Hacer historia de niños es, sobre todo, una cuestión de piel, más que de métodos y teorías. Se trata de “sentir y de “sentirlos”. Es una cuestión entre los niños y yo” (Salazar 83). Si bien podría entenderse esta frase, al final de un hermoso y significativo texto de la historia social popular chilena, más como una concesión literaria que como parte de un manifiesto epistemológico, lo que aquí importa es, lisa y llanamente, pensar nuevamente en torno a la articulación imaginada por el investigador entre esas dos dimensiones, a las que el positivismo historiográfico ha considerado necesariamente como opuestas y en conflicto. Esta contraposición supuesta se encuentra alineada con la presunción tradicional (hoy superada, en general) de que los objetos por excelencia para el análisis del pasado histórico serían aquel tipo de fuentes que entregan, en su despliegue necesariamente escrito, argumentaciones sistemáticas, estructuras de pensamiento, testimonios de construcción ideológica o raciocinio doctrinario.

En una línea análoga, en tanto reivindicación de lo emocional o sensible (tanto como “objeto de estudio” como en cuanto componente del propio talante de quien elabora la investigación historiográfica, MaríaEugenia Albornoz (historiadora de una generación más reciente queSalazar, que ha constituido un grupo de investigadores en torno al ámbito de la sensibilidades) señala que “provocar y sembrar sin adoctrinamiento desde una historia que rescata subjetividades y construye resonancias, que ofrece ecos y sentidos, es un desafío que me interesa abrir y expandir” (Albornoz 2015, 133).

Conforme los problemas estudiados por los historiadores en la actualidad se acercan a su propio horizonte temporal, el abanico de fuentes presenta desafíos en los que la dimensión emocional del intérprete concita mayor atención. Sucede con los testimonios audiovisuales, por ejemplo, y especialmente con las entrevistas. La cognición no es un mero proceso intelectual-racional sino que involucra a la emoción; esta claridad epistemológica tiene como consecuencia que, por ejemplo, la investigación histórica basada en testimonios no pueda desentenderse de la imbricación entre texto y contexto, entre el discurso y su performance (Gammerl, “Can you feel” 153). De tal modo, el historiador se encuentra involucrado en una red de gestos corporales y faciales, entonaciones, silencios y énfasis de los cuales él no resulta un simple observador externo. Con ello, resulta difícil sustentar sin mayor discusión el antiguo baremo gremial de la objetividad histórica. Especialmente si se trata de las emociones como tema investigativo, señala Gammerl, en un análisis atento de la aproximación intersubjetiva que implica una entrevista histórica se pone en duda dos posibilidades: primero, que exista falta de impacto emocional en el intérprete e investigador, pese al prurito objetivista de éste; y, por otra parte, que la empatía entre entrevistador y entrevistado, y el piso común de intereses, asegure que no hay errores de interpretación o comprensiones parciales del sentido del testimonio.

Ahora bien, a propósito tanto del rasero de la formación profesional como de las dimensiones del historiador que son movilizadas en el acto de investigar el pasado, la toma de razón sobre los condicionamientos emocionales del intérprete histórico resulta un fenómeno interesante en la medida que puede entrar en tensión, además, con los cánones aceptados respecto a los mecanismos formales de producción y socialización del conocimiento histórico. Así, por ejemplo, se espera en el convencional paper académico un tono y estructura que garantice la proscripción de todo tipo de asomo emotivo. La misma solemnidad se aguarda respecto a la performance profesional, tanto en el plano de la clase como en la vida universitaria en su conjunto. Theodore Zeldin se preguntaba a qué se debía que la sombra de la figura doctoral de raigambre germana del siglo XIX, marcada por el ceño adusto y la pomposidad, predominara todavía entre sus colegas británicos de la década de 1980 como una máscara que les ayudaba a lograr distancia, autoridad y obediencia (Zeldin 339-347). Y, sobre todo, a qué se debe que esa máscara permanezca en su sitio cuando el historiador está a solas frente a sus fuentes y su máquina de escribir. Lo sugerente de las preguntas de Zeldin es que la consideración sobre el papel de las emociones en el trabajo del historiador ha recobrado sentido como problema, reinstalando a la subjetividad del investigador como asunto teórico, ahora bajo nuevos horizontes.

2. Emociones y nuevas formas de difusión del conocimiento histórico

Al visitante de la página web del Museo Nacional de la Guerra del Pacífico, en Fredericksburg (Texas, Estados Unidos) se le invita a concurrir a sus instalaciones para conocer los episodios del enfrentamiento entre norteamericanos y japoneses mediante el uso de los sentidos. El atractivo de la propuesta es que, estando en el lugar, el visitante sienta lo que “era caminar por un muelle de madera junto a un barco” o “pararse en la cubierta del hangar de un portaaviones mientras se prepara a un bombardero de torpedos para disparar” y “ver los atrincheramientos de los japoneses en el campo de batalla”.3 Al otro lado del Atlántico, muestras temporales del Museo Imperial de Guerra en Londres han creado condiciones de inmovilidad, ruido, temperatura u olores que permiten a los visitantes un acercamiento empático a las condiciones en que sus antepasados se vieron enfrentados en instancias críticas como, por ejemplo, la blitz y los bombardeos sobre la capital británica. Este tipo de experiencias sensoriales en que están involucrados los sentidos comienzan a proliferar en ámbitos que se encuentran en un espacio en disputa entre el marketing, el espectáculo y las nuevas formas de transmisión del conocimiento del pasado humano y plantean un campo de reflexión respecto a la tarea historiográfica en su conjunto.

En las reflexiones recientes sobre la interacción entre producción historiográfica y emociones, uno de los temas que se deriva al introducir el clivaje emoción-razón, siguiendo lo planteado por el investigador alemán Benno Gammerl (integrante del Centro de Historia de las Emociones desarrollado en Berlín al amparo del Instituto Max Planck), es la contraposición (no necesaria, tendemos a creer) entre una historiografía emocional-sentimental versus otra historiografía distante-objetiva, oposición que podría, en una primera mirada, conducir a una perspectiva degradada respecto a las posibilidades integradoras del discurso histórico y, además, a consagrar circuitos aislados de historia “popular” o “masiva” alienada de una historiografía “académica” (Gammerl, “Emotional Styles” 161-175). Esta polaridad aflora cada cierto tiempo conforme se levanta la discusión respecto a las dimensiones del discurso historiográfico como aparato literario o dispositivo con pretensiones científicas, lo que se ve representado, por ejemplo, en las distintas valoraciones que se hace, tanto desde la academia como desde el mercado, respecto a géneros tales como la novela histórica o las historias con formatos novelados. Al respecto, baste simplemente mencionar la polémica generada entre historiadores profesionales a propósito del fenómeno comercial y literario que ha resultado ser la saga de la Historia secreta de Chile publicada por el escritor nacional Jorge Baradit.4

La toma de razón de nuevos formatos de comunicación de la investigación histórica —consecuencia lógica de los desplazamientos de los soportes de transmisión de contenidos en el mundo contemporáneo desde las prensas y el papel hacia bits y pantallas—, ha conducido a la disciplina histórica a prestar atención a dichas nuevas plataformas de comunicación. Con ello se ha modificado el continente de los resultados de la investigación, lo que finalmente también ha terminado por modificar el contenido.

La interacción fructífera entre los dos enfoques, que se deriva de la toma de conciencia sobre la interacción funcional de emoción y razón (de la que crecientemente se conocen más dimensiones), puede apreciarse en terrenos intermedios entre ambos extremos. Algo de ello es posible de rescatar de tendencias de la época actual respecto a la mirada al pasado, en las que se nota una mayor apertura a una interacción con él desde la experiencia, a través del reenactment, como se deja ver en las series de televisión con base histórica o en las lógicas de los discursos museográficos que hoy predominan, como hemos indicado anteriormente (Agnew 299-312). En estos campos, la apelación a la empatía como disposición emocional de base promete o amenaza (dependiendo de la trinchera epistemológica en que uno se sitúe) con transformar, por la base, la comprensión tradicional de la narrativa racional de la historia.

3. Consideraciones finales

En las páginas precedentes se ha planteado, brevemente, el problema de las disposiciones emocionales como parte de la actividad propia de los historiadores. La supuesta ausencia de pasiones, al momento de escribir la historia, formaría parte de los sueños iniciales de una historiografía que imaginaba al relato histórico como un acto de elaboración de conocimiento positivo. En ello estaba involucrada la posibilidad de que la historia fuera una ciencia de lo general, de perfil nomotético, que pudiera acompañar el proceso de racionalización creciente en cuyo marco cobró sentido su formación como disciplina científica, académica y profesional en el siglo XIX. En ese predicamento, en el que la distinción entre razón y emoción era considerada un componente de la teleología de la Modernidad, se planteaba un modelo de suma y resta de términos antitéticos, como bien señala una historiadora interesada en el análisis de las emociones aludiendo a:

a imagen de una balanza: un mayor peso de la emoción significa menos peso de la racionalidad y al revés. El gran relato histórico-emocional de la era del “racionalismo” conduce inevitablemente a la suposición de que se da una reducción significativa, compleja y, a fin de cuentas, lineal de los afectos, sentimientos y pasiones a favor de la eficiencia de la razón. (Aschmann 59)

¿Cuánto del ánimo de la Modernidad sobrevive en los basamentos de la historiografía reciente? Restringiendo el problema al ángulo que ha ocupado nuestro interés en estas páginas, o sea, a la alegada contraposición entre objetividad y talante emocional del intérprete, puede arribarse a distintas conclusiones. Si se asume la distinción señalada como posible, es razonable concluir que el sesgo moderno con el que la historiografía profesional y académica nació ha terminado siendo disuelto o, en el menor de los casos, severamente erosionado. En sintonía con esta interpretacion, tendría asidero el espanto (señalado, desde su óptica francocéntrica, por María Eugenia Albornoz) de historiadores que tendrían que sobrellevar, en nuestros tiempos, una “inundación emotiva”, que condicionaría radicalmente las expectativas tradicionalmente asociadas a la disciplina pues “no se podría ya pensar sin evocar “siempre” la compasión y la empatía con los dolores del pasado” (Albornoz, 2016, 257).

Por otra parte, en una lectura más atenta a las propias tensiones iniciales de la historiografía como disciplina que sustentaba pretensiones racionalizadoras en difícil convivencia con alusiones a los talantes morales, los “tonos de época” y calificaciones emocionales colectivas de pueblos y naciones, puede desprenderse una apreciación más indulgente (y, creemos, por ende más comprensiva) de su complejidad, en la que se reconozca la mutua imbricación entre los condicionamientos emocionales del historiador, sus afectos y preferencias, y el programa anhelado de una historia como (deseado) conocimiento objetivo. Por ende, tomando la perspectiva muy gráfica de un par de autores especializados en temas medievales, el dilema de historiadoras e historiadores frente a las emociones será el de navegar riesgosamente sin encallar con Escila, una historia demasiado fría, armada solamente de racionalidad y objetividad académica, ni zozobrar frente a Caribdis, que equivaldría, en este caso, al riesgo de ser presa de la manipuladora emotividad que puede nublar el juicio (Nagy y Boquet, 2011).

Referencias

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Notas

1 Este texto se encuentra asociado al desarrollo del proyecto Fondecyt Regular 1140604. Un primer esquema de él fue presentado oralmente en las Jornadas de Filosofía y Teoría de la Historia organizadas por la Universidad Adolfo Ibáñez. El autor agradece los comentarios de quienes evaluaron anónimamente el artículo.
2 En el texto original: “empathy to all historical subjects and times while not suspending critical intelligence. The moral imagination does not ask for or permit easy positions. Historians must often study, portray, and write of subjects (like famine or massacres) that sear their emotions or of detestable people (like Hitler and Stalin) whom they revile, for otherwise the history of terrible events and irredeemably grotesque figures would never be known”.
3 National Museum of Pacific War http://www.pacificwarmuseum.org/your-visit/aboutPCZ/ (consultado el 6 de marzo de 2017).
4 Parte de los fundamentos de la polémica se encuentran en http://www.redseca.cl/jorge-baradit-la-apropiacion-del-saber-el-protagonismo-de-las-elites-y-el-ninguneo-docente/. Una síntesis del impacto de la polémica en http://www.redseca.cl/mercado-divulgacion-e-historiografia/ (consultados el 8 de marzo de 2017)
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