Dossier

“A fin de poner el remedio que exige la tranquilidad y vindicta pública…”. Memoria de dos conyugicidas del siglo XIX 1

“In order to apply the remedy that tranquility and public vengeance demand”: Remembering two 19th-century husband killers

Yéssica González Gómez
Universidad de La Frontera, Chile

“A fin de poner el remedio que exige la tranquilidad y vindicta pública…”. Memoria de dos conyugicidas del siglo XIX 1

Revista de Humanidades, núm. 43, pp. 145-172, 2021

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 14 Mayo 2020

Aprobación: 29 Agosto 2020

Resumen: A partir del estudio de dos procesos judiciales incoados en los tribunales de justicia de la provincia de Concepción en el siglo XIX, aquí se exploran los alcances de la participación de las mujeres en hechos de violencia interpersonal con resultado de muerte de sus cónyuges. Lo anterior, con el objeto de avanzar en el análisis de los conflictos, las formas de resistencia y los discursos sobre la criminalidad femenina, desde un enfoque de género.

Palabras clave: Mujeres, violencia, criminalidad, justicia, poder, márgenes.

Abstract: Based on the study of two judicial processes initiated at the Concepcion courts of justice in the 19th century, we set to analyze the scope of women participation in acts of interpersonal violence that resulted in the death of their spouses. The foregoing, in order to advance in the understanding of conflicts, forms of resistance and discourses on female criminality, from a gender perspective.

Keywords: Women, Violence, Crime, Justice, Power, Margins.

1. Introducción

A partir de la lectura de fuentes judiciales y de dos expedientes por conyugicidio2 en la provincia de Concepción en el siglo XIX, este artículo analiza las formas de resistencia femenina en los conflictos conyugales que derivaron en crímenes (Ariza Sosa 77-8).

Teórica y metodológicamente, el análisis se orienta por los lineamientos de la historia social y de las mentalidades, la historia de la violencia y la historia de género. A partir del estudio de casos y sobre la base del método de descripción densa, aquí se avanza en el estudio de la criminalidad femenina, los discursos, lenguajes y prácticas en los ámbitos de justicia en Chile, en el siglo XIX.

Se centrará la atención en once expedientes referidos a crímenes con resultado de muerte en los que se atribuye responsabilidad directa a las mujeres como autoras intelectuales y materiales del asesinato de sus esposos o amantes, desde 1824, el primer hecho, a 1897, el último3. El análisis ha considerado de modo exclusivo las unidades documentales conservadas en el archivo, que, por la calidad de su registro, accesibilidad y estado de conservación, han facilitado su lectura. Los dos expedientes analizados fueron seleccionados en función de tres criterios. El primero, la naturaleza del conflicto y su desenlace criminal bajo una unión legítimamente consagrada en el matrimonio, lo que supone un grado mayor de transgresión de las leyes y los roles de género atribuidos a sus protagonistas. El segundo, el nivel de desarrollo del proceso incoado desde su origen hasta el pronunciamiento de sus respectivas sentencias y su ejecución. El tercero, la vigencia de los cuerpos legales coloniales a la fecha de ocurrencia de los crímenes.

Espacialmente, los hechos se produjeron en localidades próximas a la zona de frontera4, de características más rurales que urbanas, marcadas por la precariedad material, aunque próximas a ciudades como Concepción, Arauco y Chillán, o puertos como el de Talcahuano y más tardíamente Lebu5. Los crímenes ocurrieron en las propias habitaciones de las víctimas, cerca de rancheríos, pequeñas explanadas, inmediaciones de ramadas o canchas de carrera, es decir, espacios de sociabilidad doméstica y formas de festividad populares propias de los grupos subalternos del período (Goicovic 1-19). La dificultad y menor efectividad de los controles, sumado a la diversidad étnica, así como a la dispersión y movilidad de grupos dentro y fuera de sus márgenes, parecen favorecer la configuración de una zona permeable, donde el relajo de las conductas devela relaciones alternativas, cruzadas por la tensión, el conflicto y la violencia. Tales peculiaridades, si bien no justifican el uso de la violencia, contextualizan el fenómeno en su dimensión sociocultural y espacial (Braudel 63-78; Berbabeu 5-12).

Todos los procesos remiten a situaciones de violencia en escalada, motivadas por celos, apremios materiales y emocionales, y relaciones de infidelidad que desembocaron en situaciones de violencia extrema con resultado de muerte (Chesnais 20-5). Casi todos los casos consignan la planificación de las agresiones por parte de las mujeres y su consumación con ayuda de terceros, por lo general, sus amantes y, en algunos casos, se alude a la participación de parientes, sirvientes y, en un caso, de sicarios. Seis de los once asesinatos fueron ejecutados con arma blanca. En dos, el método combinó el uso de cuchillos o navajas, golpes y el estrangulamiento del occiso. Uno de los hechos de mayor violencia implicó el asesinato a palos del marido a manos de su mujer y su amante, en tanto los restantes aluden a métodos como la inmersión y el envenenamiento.

En cuanto al perfil de las autoras, se trató en su mayoría de mujeres de estrato bajo, analfabetas y vinculadas a oficios propios de la vida doméstica, cuyo promedio de edad fluctuaba de 27 a 30 años. Solo dos de ellas practicaban oficios fuera del hogar: una como partera y la otra como comerciante, no obstante, en la mayoría de los casos se trató de mujeres con ciertos márgenes de movilidad y autonomía dentro de sus propias comunidades y, en algunos casos, fuera de sus límites.

Las víctimas eran hombres adultos, de 40 a 50 años, ligados a faenas agrícolas, sin instrucción, violentos y consumidores frecuentes de alcohol y asiduos al juego. El promedio de la convivencia de las parejas era de al menos 10 años antes de incurrir en los crímenes.

La lectura preliminar de los datos permite deducir una diferencia notoria de edad entre los cónyuges, muy propia de las uniones formales o informales de la sociedad del período (Pereira Larraín 216-7). La diferencia etaria, así como el arrastre de situaciones de violencia motivadas por la ausencia de afectos o su desgaste a lo largo del tiempo son variables que, de modo individual o combinadas, permiten entender las infidelidades y, por cierto, la violencia bidireccional (Barros Sazo 26).

Respecto de los cómplices, en su mayoría eran hombres también jóvenes, de 20 a 30 años, vinculados sentimentalmente con las esposas de las víctimas, analfabetos y en ejercicio de oficios como sirvientes, clientes o gañanes ligados a faenas agrícolas, todos con estrecho contacto y conocimiento de la cotidianidad y conflictos de las parejas en cuestión.

Tras ser sometidas a proceso, seis de las autoras fueron condenadas a la pena de muerte por fusilamiento, aunque solo dos sentencias fueron efectivamente ejecutadas. En los casos restantes, la pena fue conmutada tras las apelaciones de rigor, por condenas a destierro o reclusión en casa de recogida. Todo lo anterior con apego a lo determinado por los cuerpos legales vigentes, pues para esos efectos eran los mismos del período colonial. El resto de los procesos figura inconcluso, en uno de los casos, por fuga.

Llama la atención en el desarrollo de las causas la diferencia argumentativa respecto de la gravedad de los crímenes según la condición de género de los acusados. Así, frente a un mismo delito, fiscales, jueces y testigos tendieron a ser más severos a la hora de juzgar las consecuencias de los actos protagonizados por mujeres. En la mayoría de los casos, las argumentaciones aludieron a convencionalismos amparados en el rol de subordinación atribuido a ellas dentro de la familia y en función de su estado conyugal. En ellos, aflora con frecuencia también la normalización de un discurso socialmente compartido, respecto de la amenaza atribuida al uso de la violencia por las mujeres como recurso o agencia (Esteban Santos 70 y ss.; Albornoz, 60 y ss.)6.

Jacqueline Vassallo, respecto de la delincuencia femenina, sostiene que en los siglos XVIII y XIX, en congruencia con las ideas de los nuevos estados nacionales, la asociación entre violencia y mujer estuvo fuertemente condicionada por la idea de la subordinación y domesticación de los cuerpos, las conductas de los sujetos y sus emociones (Mujeres 20-55). En línea con esto, también jugó un rol importante la producción de conocimiento científico, en especial desde la segunda mitad del siglo XIX, basado en el estudio y asociación de las características fisiológicas de los individuos y su tendencia al delito. En el caso de las mujeres, algunos de esos estudios señalaban que, aun cuando delinquieran en menor número que los hombres, tendían a ser más cínicas, crueles y violentas (De Paz Trueba 79-103). Tales aseveraciones reforzaron los prejuicios e imaginarios respecto de sus calidades morales y la mala vida a la que fueron asociadas las mujeres debido a sus infidelidades y otras transgresiones (Campos, “Locos” 11-28).

En el caso de Chile decimonónico y refiriéndose a la fundación del nuevo orden social y político en el siglo XIX, Marcos León plantea que dicho orden habría estado relacionado con la elaboración de un discurso asociativo entre criminalidad y pobreza, degradación moral y desorden que derivó en la discriminación y segregación de los grupos subalternos, en los que es posible situar a las mujeres. A su juicio, tales asociaciones dieron forma a un nuevo tipo de ordenamiento jurídico y penal que, por una parte, buscó romper definitivamente con la tradición del antiguo régimen colonial y, por otra, cumplir un rol civilizador y moralizante de la sociedad, basado en prejuicios por razones de clase, etnia y género (León 25 y ss.)7. Esta idea resulta novedosa a la hora de considerar las variables violencia y género, pues tradicionalmente dicho binomio ha situado a las mujeres en condición de víctimas y receptoras pasivas de diversas formas de violencia, como el resultado más evidente de su desigualdad frente a las estructuras de poder que las oprimen dentro de los márgenes de estructuras patriarcales (Araya, “El castigo” 349 y ss.; Undurraga, “De coléricas” 383 y ss.).

Los ejemplos que serán analizados en este artículo fueron vistos y juzgados de acuerdo con estas lógicas. Sus protagonistas, Tomasa Sánchez y Viviana Rodas, pertenecen al segmento de mujeres de extracción popular, cuya calidad moral y costumbres rompían la normatividad pretendida por los grupos dominantes. Se trata de mujeres consideradas de mal vivir. cuyas dudosas costumbres y ausencia de recato moral resultaron en una perturbación que había que combatir. En torno a ellas, expresiones como “mujer malvada”, “mal entretenida”, “viciosa”, “bestia con veneno en el corazón”, “mala mujer”, “mujer sin sentimientos”, figuran dentro de los expedientes como parte de un discurso sobre la criminalidad en que se ampara en el convencimiento de la culpa y la legitimidad del castigo penal, pero, sobre todo, en el peso de la discriminación social en razón de su género (González, “Malas” 189-255).

2. Pasiones, desbordes y crímenes

A diferencia de otras formas de delito, aquellos que aluden a la violencia entre parejas suelen asociarse a factores emocionales como los celos, la ira o el desamor, derivados de la naturaleza de los vínculos pretendidamente amorosos que regían la unión. Tal como lo expresa Núñez Cetina (“Entre la emoción” 28-44), este tipo de actuaciones, junto con ponernos en contacto con el mundo de la violencia y el crimen, también constituye una oportunidad de ingreso al mundo de las emociones y su agencia de modo individual o colectivo en su asociación con la variable de género (Bjerg 8-14); así como las producciones de sentido, los imaginarios, estereotipos y prejuicios a partir de los cuales la opinión pública y las instituciones develan, interpretan, juzgan y castigan lo prohibido, lo proscrito y los universos culturalmente posibles dentro de los márgenes de una comunidad (Núñez Cetina, “Los estragos” 28-51).

De acuerdo con Di Corleto, durante mucho tiempo los crímenes movidos por sentimientos de pasión, ira o celos fueron considerados esencialmente femeninos, resultado de excitaciones nerviosas irresistibles y basados, claro está, en la naturaleza emotiva de las mujeres, su falta de racionalidad e impulsividad. Según la autora, en esta lectura, la criminalidad femenina no solo estaba asociada a factores físicos o hereditarios, sino también a la ausencia de sentimientos nobles y buenos como el amor o el instinto maternal, y al dominio de una sexualidad desbordada (Di Corleto, “Los crímenes” 20-23). De algún modo estas asociaciones incidieron en la emergencia de un discurso hipersexualizado de las mujeres criminales, reduciéndolas a puro instinto, invisibilizando los contextos y las causas que gatillan el uso de la violencia y sus efectos. Estos discursos, si bien trataban de explicar racionalmente el desborde de las actuaciones femeninas y su incursión en el mundo del crimen, admitían la existencia de mujeres cuyos comportamientos se alejaban de la noción de subordinación y sacrificio esperado socialmente, evidenciando de paso, las contradicciones respecto de su lugar en la sociedad y los límites de su responsabilidad judicial (Di Corleto, Malas 11-18).

Particularmente inquietantes resultaban en dicho contexto aquellos crímenes que, además de ser perpetrados por mujeres, atentaban contra la familia, el matrimonio y, dentro de este, contra de la vida y autoridad masculina, todos elementos fundantes del orden social. Estos casos abrían una grieta en un sistema donde, por lo general, eran las mujeres el objeto de la violencia y no sus perpetradoras, invirtiendo la verticalidad del poder ejercido sobre ellas por padres, esposos, hijos, tutores, fiscales y jueces. Nuestras fuentes, junto con constatar esta arista, evidencian la complejidad de un fenómeno que cruzó la construcción de las relaciones de género del período, condicionando los itinerarios de la convivencia diaria y la originalidad de las respuestas posibles de algunas mujeres frente a la perpetuación de cuadros de abuso, desprotección y violencia.

Las actuaciones radicales de las conyugicidas se alejaban del modelo de subordinación y, por esta razón, la condena de sus actos combinaba esfuerzos de castigo y, también, de reconvención de otras transgresiones de similar naturaleza.

Sea como recurso desesperado ante un cuadro de violencia y abuso en su contra, por defensa propia o por quedar libres en o sin la compañía de sus amantes, estas mujeres no tributaron al modelo de la domesticidad pretendido por el nuevo Estado; al tiempo que sus procesos evidenciaron prejuicios propios de una práctica de justicia diferenciada, más próxima a las viejas concepciones del derecho colonial de clara raigambre patriarcal que se proyectaron porfiadamente a lo largo del siglo XIX (Otero 1-19).

3. “Su mujer legítima ha sido la asesina”. Tomasa Sánchez, conyugicida confesa y arrepentida

La madrugada del 29 de diciembre de 1834, Pablo Vergara, juez de primera instancia, junto a los testigos José María Mendoza y Mariano Cisternas, alertados por vecinos del lugar, concurrieron a una pequeña explanada, a distancia de dos o tres cuadras del caserío de Las Lagunas perteneciente al departamento de Talcahuano, con el objeto de reconocer el cadáver de un hombre, con evidentes señas de violencia atribuibles a terceros. Ello a fin de “poner el remedio que exige la tranquilidad y vindicta pública” dentro de la comunidad (ANHCH, FJC, leg. 96, pieza 11)8.

El cuerpo “se encontraba en distancia de setenta pasos poco más o menos de su misma habitación”. Estaba boca abajo y presentaba ocho puñaladas, “seis en la cabeza, otra en el pecho y la otra era estar degollado” (foja 2). Constituidos en el lugar de los hechos, el juez y los testigos pudieron constatar que se trataba de Rosa Pérez9, vecino de la misma localidad de Las Lagunas, dedicado como la mayoría a las faenas agrícolas, padre de familia y esposo de Tomasa Sánchez, mujer de aproximadamente treinta años, analfabeta y madre de cuatro hijos, todos de su legítimo matrimonio con el fallecido.

Fuera de la conmoción inmediata que provocaron los hechos, entre vecinos y lugareños, tres detalles llamaron poderosamente la atención de la autoridad. El primero, la casi nula existencia de sangre en el sitio del hallazgo, en el cuerpo y ropas del occiso, pese a la gravedad de sus múltiples lesiones. El segundo, la escasa distancia que separaba el lugar donde se encontró el cadáver de su propia casa, sin que nadie fuese alertado, escuchado voces de auxilio de la víctima u otros ruidos, antes, durante o después del incidente que provocó su muerte. Según el parte policial, “era regular diera voces cuando lo asesinaron, de lo que alegó la mujer del difunto no haber oído nada” (foja 2). El tercero, las escasas muestras de conmoción, tristeza y llanto de su viuda frente a lo que debía ser la pérdida irreparable de un esposo y padre de familia. Respecto de este último punto, solo uno de los testigos, Ambrosio Riffo, señalaría que, luego de reconocido el cuerpo, Tomasa, su mujer, al llegar al lugar de los hechos, “no hizo más que llorar” (foja 11).

La ausencia de llanto en Tomasa, o la escasa efusión de lágrimas, fueron leídas por el juez y el resto de los testigos, como ausencia de buen sentir hacia su esposo (Tausiet y Amelang 7-31)10, gatillando las sospechas respecto de la verdadera naturaleza de sus sentimientos, e incluso probable participación en aquella tragedia (Cloé 145-62). La sumatoria de estas señales llevaron al juez a instruir la detención de la viuda, con el fin de interrogarla y determinar si “tenía parte en los hechos” (foja 2), pues en su experiencia, aquello era un homicidio planificado. Según Tomas Lutz, en su Historia cultural de las lágrimas, cada sociedad atribuye sus propios significados al llanto, sin embargo, es claro en todas ellas, que configuran un lenguaje y forma de comunicación, que permite a los sujetos distraer la atención de sus sensaciones corporales para centrarla en la lectura de sus emociones (Lutz 20).

Más de cincuenta testigos, entre vecinos, familiares y curiosos del lugar fueron llamados a declarar, dentro de un proceso que se extendió por catorce meses y que concluiría con el pronunciamiento de una sentencia preliminar de muerte en contra de Tomasa y su cómplice Lucas Cifuentes. Todos los testigos dieron fe de la buena fama e irreprochable conducta de Rosa Pérez, describiéndolo como un “hombre honrado”, “buen vecino”, “sin vicios”, “ni deudas pendientes con terceros” (fojas 7, 7v, 8, 9, 12). Todas estas expresiones no hacían sino confirmar la arbitrariedad de su muerte, así como la alevosía con que habían procedido sus autores. Uno de ellos, Juan Manuel Mora, buen conocedor de la víctima, mencionaría que

no sería por robarle, porque nada llevaron, ni tampoco sabe el que declara que el finado hubiese estado mal con alguno ni que tampoco nadie lo cree aborrecido, porque era hombre muy juicioso y no tenía diferencias con nadie, y que ignora cuál sería la causa para que se cometiere aquel asesinato con él. (foja 22)

Especial importancia cobraría la comidilla de chismes y rumores que rodearon el caso, en tanto movilizaron las creencias y evidenciaron las relaciones de poder establecidas entre los miembros de la comunidad afectada, dentro de los cuales, claro está, Tomasa y sus actuaciones quedaron en el centro de la polémica (Elías 172-7). Los hechos no solo habían alterado la monótona vida cotidiana en el sector, sino también consiguieron despertar rumores e inseguridades entre los vecinos, sobre los posibles culpables y sus móviles, y la curiosidad casi morbosa respecto de los detalles del crimen, las lesiones del fallecido y la naturaleza de las actuaciones de su viuda.

Benito Riffo fue uno de los primeros testigos en alertar sobre lo que podría ser el principal móvil del crimen, al asegurar que “había oído que la Sánchez estaba teniendo mala amistad con otro hombre” (Foja 8 v). Similar fue la declaración de Agustín Albornoz, en cuanto a los rumores de un amor ilícito entre Lucas, su entenado y la ahora viuda Sánchez. Rumualdo Cisternas, mucho más enfático, declaró “que sabía él que se hallaba tratando ilícitamente con Lucas Cifuentes, Tomasa Sánchez, mujer del finado Rosa Pérez” (foja 6).

De acuerdo con estos antecedentes, a juicio de la policía y los representantes de la ley, el móvil del asesinato habría sido pasional11 y derivado de la ilícita amistad sostenida desde hacía cuatro meses por la viuda con Lucas Cifuentes, joven sirviente de su casa, de 25 años, a quien habría comprometido en su empeño de atentar en contra de su marido, bajo la promesa de “tomar estado con él” (foja 4). Sobre los motivos para urdir y ejecutar el crimen, en declaración del 3 de enero de 1835, Tomasa expondría al juez que “fue porque dice que le pegaba mucho su marido y que la tenía amenazada de matarla si decía alguna cosa a la justicia” (foja 14, 14v). En la misma declaración además agregaría que el último ataque lo habría recibido ocho días antes del asesinato. La misma versión fue entregada por Cifuentes quien mencionaría que “ ella –Tomasa– le tenía dicho al declarante que su marido le pegaba mucho y que la tenía prometido quitarle la vida” (foja 14, 14v).

La referencia a diversas formas de conflicto movidas por la violencia física dentro de las parejas resulta frecuente en los expedientes judiciales. Dentro del corpus considerado en este estudio, del 32 % de casos que remiten a delitos o transgresiones en contra de la moral o las personas (equivalentes a 58 expedientes), el 80% admite alguna forma de violencia entre cónyuges, amantes o convivientes (González, “Malas” 189-203). Pese a la contundencia de este dato, en el caso de Tomasa no hubo testigos que pudieran reafirmar sus dichos, ni dar fe de las posibles huellas derivadas de las agresiones supuestamente perpetradas por el fallecido en su contra.

El plan para la consumación del asesinato de Rosa Pérez consistía en fingir un asalto, para lo cual, Lucas se deslizaría dentro de la casa, ayudado por la misma Tomasa. El arma elegida sería un cuchillo, comprado pocos días antes por Cifuentes, tal como lo declararon Juan José Sáez y un tal Mella, agregando además que mientras bebían, el sospechoso se habría jactado de que lo usaría para “matar a su padrastro, con quien tenía varios pleitos pendientes, y al finado Rosa Pérez” (foja 4v). En mayor o menor grado, el resto de los testigos, no hicieron otra cosa que aportar elementos para reafirmar las sospechas del juez respecto de la naturaleza del crimen y de la participación de Tomasa y Lucas en su ejecución.

A pesar de haber planificado en conjunto el crimen, la lectura de las confesiones de ambos inculpados evidenció a lo menos tres contradicciones que derivaron en el enfrentamiento de la pareja por deslindar responsabilidades en el otro, aminorando así los efectos del castigo penal y la sanción social (Ludmer 1-7).

La primera dice relación con la autoría intelectual de la muerte de Rosa Pérez. Al respecto, mientras en su segunda declaración Lucas Cifuentes menciona que Tomasa lo habría buscado y convencido para ayudarle a asesinar a su marido, esta última mantuvo a firme su confesión respecto de la planificación concertada del atentado entre ella y Cifuentes, motivados por el deseo de ambos de permanecer juntos. De este modo, la viuda Sánchez tributó a los imaginarios sobre su maldad al planear fría y premeditada la muerte de un hombre bueno que además era su marido, violando las leyes humanas y divinas12.

La segunda contradicción de testimonios guarda relación con la autoría material de la muerte y la perpetración de las lesiones a la víctima. En este caso, Lucas, declaró que, al momento de entrar en la casa, habría sido Tomasa quien “… le pegó tres o cuatro garrotazos seguidos en la cabeza” a su marido, en su propia cama, de los cuales habría resultado muerto, luego de lo cual, entre ambos le llevaron al campo para apuñalarlo y degollarlo, “habiendo principiado primero la sindicada mujer a degollarlo y por su súplica de ella el que declara le pegó las demás puñaladas” (foja 12v, 13, cursivas mías). La viuda, en cambio, declararía que solo le dio “un palo en la cabeza a su marido” (foja 14) y no tres ni cuatro como aseguraba Cifuentes, agregando además que habría sido Lucas quien le había proporcionado los medios –el garrote– para ello. A pesar de las diferencias de los testimonios, un hecho era claro, Tomasa había participado activamente y por mano propia en el atentado que costaría la vida a su esposo. Del mismo modo, insistiría en mencionar que, si bien entre ambos retiraron el cuerpo de la casa hasta al lugar donde fue encontrado, “todas las demás heridas del cuerpo y el degüello habrían sido perpetradas por Cifuentes” (foja 14). Interpretamos el tenor de estos dichos como un esfuerzo consciente de Tomasa por esclarecer los márgenes exactos de su participación en el homicidio. En este punto, la acusada añade un elemento interesante en su confesión, al mencionar que “se lamentaba” (foja 14v) del garrotazo dado a su marido. La confesión, acompañada del probable arrepentimiento, forman parte de los efectos ideales buscados por la justicia, respecto del control y disciplinamiento para la restauración de los equilibrios sociales y morales. Los dichos de Tomasa en esta dirección no hacían otra cosa que verbalizar aquello que el sistema quería oír en lo que leemos como un intento de agencia frente a sus acusadores. No obstante, si el lamento interpretado como sentimiento de culpa podían mover a algún grado de compasión hacia la homicida, la confesión de su adulterio, reafirmaba su culpa y con ello la necesidad de un castigo ejemplar (Trabucco 1-36).

El último elemento contradictorio es la supuesta intención de la pareja de tomar estado. En este punto, el resultado de los interrogatorios evidencia claramente una grieta y el distanciamiento entre los amantes asesinos. El encierro, las presiones del fiscal en torno a la aplicación del máximo rigor de la ley y los efectos de la condena pública del crimen sin duda contribuyeron a tal fractura. Así, mientras Tomasa mantuvo su testimonio original respecto del deseo de permanecer unidos tras la muerte de su esposo, Lucas negaría la existencia de tales promesas, reduciendo su vínculo con la acusada, solo a la calidad de una amistad furtiva e impropia, cuyo desenlace había sido fatal (foja 12, 12 v., 13).

Diversas investigaciones respecto de las prácticas de justicia y sus usos aluden a la capacidad de agencia de los sujetos a la hora de interactuar con el sistema. También señalan cómo, y pese a no tener un conocimiento acabado de las leyes y sus alcances, delincuentes y transgresores, conocen los códigos y el lenguaje verbal, corporal y emocional al que deben recurrir para provocar ciertos efectos (Mantecón, “Impactos” 83-215). Tomasa y Lucas forman parte de aquel universo de sujetos que, pese a no dominar las leyes, entienden sus alcances e intentan hacer de ellas en su favor (Fradkin 121-58).

En virtud de los antecedentes, el fiscal José Benito Cabrera reafirmaría su convicción respecto de la necesidad de castigar a los criminales con el máximo rigor. Así lo obligaba la persecución de los delitos por la razón de la justicia, en nombre de la sociedad y el imperio de las leyes (Zysman 149-54). Se trataba de un crimen alevoso, planificado y ejecutado con frialdad, en el que la pareja pretendió burlar la justicia para luego confesar su crimen. Por lo tanto,

Si de caso pensado procedieron, si los estimados de la naturaleza desconocieron y si la razón precisa y las leyes no los contuvieron, se convierten en las bestias más feroces que puede plagar a la sociedad. La vindicta pública, cuyo cargo desempeño, exige la pena y castigo que ordenan las leyes, y el fiscal pide con arreglo a ellas que se los condene a la pena ordinaria de muerte por la naturaleza del delito, sus agravantes y escarmiento de los demás. (foja 19)

Pese a la riqueza del proceso, de manera inédita, la causa fue paralizada el 18 de febrero de 1835, producto del alegato del abogado defensor, Pedro Quiroga, respecto de la existencia de vicios de procedimiento durante los interrogatorios, una acusación de prejuicio y falta de imparcialidad en las averiguaciones conducidas por el juez de primera instancia y la falta de garantías mínimas de aislamiento y seguridad de los inculpados. Aunque existe una sentencia de muerte pronunciada contra los autores, no figura como ejecutada. La paralización del proceso se debió a la instrucción de nuevas indagaciones, pero además a la fuga de los acusados. La proximidad de la zona de frontera tendía a diluir las actuaciones de las instituciones de policía y justicia en la persecución de los infractores de la ley. El predominio de espacios rurales muchas veces facilitaba no solo la huida, sino el ocultamiento de los infractores y la posibilidad cierta de cruzar el rio Biobío a perderse tierra adentro entre poblaciones indígenas. Aunque el expediente analizado no permite constatar este hecho, otras indagaciones efectuadas para el mismo periodo y espacio permiten considerar esta hipótesis.

Trece años más tarde, y a varias millas de distancia, la sociedad de la provincia de Concepción sería sacudida por un nuevo hecho de sangre protagonizado por una mujer. A diferencia del caso anterior, el expediente llega a nuestras manos completo, permitiéndonos escudriñar en los detalles de un proceso extendido por más de cuatro años.

4. “Para ejemplo de los demás mal entretenidos…”. Vida, pasión y muerte de una conyugicida de La Florida

Hasta el alba del 14 de diciembre de 1847, el día en que ocurrieron los hechos que desembocaron en la muerte de Francisco Reinoso; su esposa, Viviana Rodas, era una mujer anónima, de vida y origen simple que formaba parte de la comunidad de vecinos de La Florida, perteneciente al departamento de Puchacay en la provincia de Concepción (ANHCH, Fondo Judiciales de Concepción, leg. 67, pieza 11). Siguiendo los convencionalismos sociales de la época, se encontraba legítimamente casada, aunque sin hijos aún.

Hasta antes del crimen, Viviana se había desenvuelto en la rutina de las tareas domésticas y los excesos de un marido alcohólico y celoso, mitigados por el solaz experimentado al alero de las fiestas comunitarias y, por cierto, los momentos de arrebato pasional que, de cuando en cuando, le prodigaba el trato furtivo que desde hacía ya un tiempo tenía con su cuñado Cipriano Reinoso.

Dicho itinerario quedaría abruptamente interrumpido cuando pasó a formar parte de un universo trágico de mujeres cuyas historias de vida, llevadas al límite, fueron reducidas al corolario final de sus actuaciones, percibidas como desacatos escandalosos e intolerables, en comunidades de márgenes más bien estrechos y periféricos (Zárate 149-180).

Como Tomasa Sánchez y otras, Viviana era una mujer analfabeta, de aproximadamente treinta años, desprovista de redes y recursos que le permitieran desenvolverse con soltura en la arena de la justicia a la hora de argumentar una defensa. Tal vez por ello, y sin mayores argucias, y casi con ingenuidad, tras las sospechas del inspector de policía Eusebio Aguayo que motivaron su detención en la cárcel de La Florida, reconoció abiertamente su responsabilidad en los hechos que se le imputaron (fojas 5, 6, 7 y 8).

Según el juez de primera instancia, y los testigos Gervasio Rifo y Francisco Flores, las señales en la garganta evidenciaban que la víctima había sido ahorcada, presentando además “otra señal en las sienes del lado siniestro, hecho al parecer con instrumento contundente” (foja 7v).

De acuerdo con las informaciones del expediente, Viviana, Francisco y Cipriano compartían la misma vivienda en las proximidades de La Florida, siendo habitual, según vecinos y testigos, las discusiones entre la pareja, derivadas del excesivo consumo de alcohol, la falta de privacidad y recursos, los celos de Francisco hacia su mujer, y las discusiones entre hermanos asociadas a la disputa de autoridad dentro del hogar común. Esta tensión los llevaban a protagonizar encendidas discusiones en las que no es descartable la violencia entre los cónyuges, ni tampoco entre hermanos, pese a no ser mencionado explícitamente en el proceso por la defensa13. A lo largo de las indagatorias, Viviana declararía en tres oportunidades, las mismas en que reafirmó sus dichos respecto de su precipitación en la muerte de su marido con la ayuda de su cuñado.

Como en el caso de Tomasa, aquí el leitmotiv del asesinato también fue reducido a una cuestión pasional, derivada de la configuración de un triángulo amoroso, donde el vértice sobrante era el marido engañado, dejando fuera las otras variables del conflicto y sus efectos (Núñez Cetina, “Los estragos” 28-51; Undurraga, “Uno de esos” 209-32). De acuerdo con las declaraciones del testigo Ricardo Quiñones la tarde anterior al crimen, mientras compartía con la pareja después de las galladas en las ramadas de Domen, “el finado Francisco Reinoso había tenido antes riñas celando a su mujer” (foja 19). La misma Viviana consignaba en su primera declaración haber amenazado a su marido con “separarse de su lado si seguía importunándola en adelante” por tal motivo (foja 6v). De modo similar, Cipriano Reinoso, también aludiría en su testimonio a los celos de su hermano y a una riña entre este y su cuñada en el camino de regreso a casa. Otro testigo, Juan José Opazo (foja 7), mencionó haberse encontrado con la pareja de inculpados y el occiso en el camino de regreso de las ramadas, escuchando lo que parecía ser una riña entre Francisco y su mujer, y luego entre ambos hermanos. Estas formas de violencia, nada excepcionales entre las parejas, remitían a actos arrebatados que, por lo común, surgían en el ámbito doméstico y en la intimidad del hogar y solían derivar en un escándalo público, la transgresión o el crimen en los casos más extremos (Llanes Parra 1-14). De acuerdo con las declaraciones de Viviana y Francisco, el día de los hechos, habían compartido y bebido en exceso, al punto que “al retirarse de la diversión en que se hallaban alcanzaron solamente a andar muy pocas cuadras porque se lo impedía el estado de embriaguez en que se encontraban los tres” (foja 12).

Según lo expuesto por Cipriano, estas circunstancias fueron aprovechadas por Viviana para fraguar el crimen, sindicándola como única responsable del atentado. La confesión de Viviana, por el contrario, señala que luego de participar en una riña de gallos y beber chicha en abundancia, junto a su amante planearon quitarle la vida a Francisco, su marido, “diciendo que por este medio vivirían más libremente en el trato ilícito que ya de tiempo atrás tenían; y luego verificaron el hecho” (foja 5). El ataque “se ejecutó con un pañuelo que le pasó la confesante a su cuñado Cipriano Reinoso”, quien procedió a amarrarlo “al pescuezo de su dicho marido”, para luego, entre ambos, tirarlo de las puntas para ahorcarlo” (foja 26, 26v). El desequilibrio de fuerzas entre los amantes y la reacción de autodefensa de la víctima, llevaron a Viviana a “montarse” (foja 26v) sobre el cuerpo de Francisco, hasta ser apartada por Cipriano quien finalmente se encargaría de rematarle. La abundancia de detalles configuraban una escena dantesca, que solo confirmó los juicios y prejuicios sobre la culpabilidad de los acusados, pero, sobre todo, los imaginarios sobre la maldad de Viviana. Adúltera y asesina, la idea de Viviana doblegando la voluntad de dos hombres, uno para convertirlo en su cómplice y al otro en su víctima, ciertamente la situaron en una posición de poder difícil de aceptar, si no era restándole validez a su acto vinculándolo a la maldad existente en ella. En un burdo intento de encubrimiento de la verdadera naturaleza del deceso de Francisco, Viviana se dirigió hacia las casas próximas para pedir ayuda a los vecinos diciendo que “había muerto su marido de dolor de estómago” (foja 26v). El cuerpo no fue reconocido por un perito profesional, sino solo por el agente de policía quien expresó al juez los rumores respecto de la amistad ilícita de la viuda y su cuñado. Las versiones de los testigos resultarían cruciales en la confirmación del trato ilícito de los sospechosos y la verdad de lo ocurrido (Foucault 35-40).

Los testimonios de Juana de Dios Martínez y su hija Francisca, Juan José Opazo y José Santos Jaque –vecinos y conocedores de los sospechosos– resultaron cruciales. Todos ellos reconocieron el cuerpo en un primer momento, sin que ninguno reparara en las marcas de estrangulamiento del fallecido. Del mismo modo, todos reconocieron ser sabedores de los rumores que corrían respecto de la mala amistad entre Viviana y Cipriano, aunque admitieron también no tener confirmación de ello.

De acuerdo con los antecedentes, pero sobre todo en función de las declaraciones de Viviana, se impuso la idea de su peligrosidad (González, “Historias” 233-55), fundada, en opinión del fiscal acusador Justo Barriga, en su “probada intención y ninguna esperanza de enmienda” (foja 8). Así, de mujer ordinaria, Viviana pasó a ser una “mujer malvada” (foja 8), que “solapado el veneno de su corazón de sacar el cuerpo al campo para obrarlo como consta de las declaraciones”, y perdida en el mar de sus malas pasiones y el sopor de la embriaguez, había actuado con premeditación en contra de un “hombre inocente”, para quedar “adulterando con su cuñado” (foja 8). En consecuencia, y considerando “que cuando peligra la vida que es lo más estimable en todo viviente […] debe cumplirse con lo mandado si las leyes así lo determinan y que la mujer sea ahorcada, y la cabeza sea puesta donde cometió el delito, para su castigo y ejemplo de los demás” (foja 14).

A diferencia del caso de Tomasa, aquí no hubo lágrimas ni arrepentimiento, tampoco recriminaciones de la acusada hacia su amante, ni deslizamiento de argumentos hacia las tristes circunstancias de su vida. Como otras muchas mujeres, esta suerte de resignación obedece, en nuestra lectura, a una especie de conciencia adquirida respecto de lo esperable en función de las normas y el juicio colectivo (Aresti 366-71).

En consecuencia y pese a los alegatos infructuosos de indulgencia, tras un proceso que se extendió por más de cuatro años, la mañana del 31 de enero de 1851, en la Villa de La Florida y auxiliada por el cura párroco Francisco Riveros, Viviana Rodas fue conducida frente al paredón de fusilamiento, en cumplimiento de la pena de muerte dictaminada en su contra por los delitos de adulterio y homicidio de su esposo Francisco Reinoso. De acuerdo con el informe del escribano público, Lorenso Reyes, la rea falleció a las 10 de la mañana. Tras su deceso, su cadáver fue introducido dentro de un saco de cuero; acompañado de una tabla donde figurativamente se dibujaron los retratos de “un perro, de un gallo, de una culebra, y de un mono”, según lo dispuesto en la Séptima Partida, ley 12, título 8, referida al crimen de parricidio (foja 58). Una vez cosido el saco, el cuerpo fue conducido y arrojado a las profundidades de la Laguna Turbia, en las cercanías de la localidad de Coyanco, perteneciente al Departamento de La Florida, donde había sido perpetrado el crimen. La sentencia y su ejecución formaban parte de una forma de justicia ritualizada (Brangier 1-8) que pretendía ser ejemplar en la sanción al desarreglo de la conducta de Viviana quien, a juicio del fiscal, habría traspasado gravemente los límites del respeto a la vida y los mandatos de su género (foja 8).

En cumplimiento de lo dictaminado por la Corte de Apelaciones de Concepción, cada imagen que acompañó figurativamente el cuerpo de Viviana cumplía una función simbólica. La víbora representaba la traición, asociada a su adulterio. El mono aludía figurativamente a la irracionalidad de un acto como el asesinato de su esposo. El gallo, animal pequeño y feroz, simbolizaba la temeridad con que Viviana, una mujer llamada a ser subordinada dentro de la estructura social y, por cierto, dentro del matrimonio, pretendía contravenir la fragilidad de su propia naturaleza. Finalmente, el perro simbolizaba lo inmundo y abyecto. Todas las figuras dibujadas sobre la tablilla depositada junto a su cuerpo, tenían algo en común: eran capaces de atacar y matar a otros miembros de su propia especie, representando así la irracionalidad y gravedad de unos actos, que en este caso ameritaron la aplicación de la pena capital (Torres Aguilar 11-23).

Como en la época de las ordalías medievales, el tormento del cuerpo, expresado en este caso en la muerte por fusilamiento, fue acompañado también de una suerte de tormento y condena simbólica del alma. La dureza ejemplar del castigo buscaba provocar cierta conmoción y un efecto disuasivo entre vecinos y a nivel de la opinión pública, en el esfuerzo de las instituciones de justicia y policía por restablecer el imperio de la ley, pero sobre todo el control social (Mantecón, “Desviación” 223-248). La noción de proporcionalidad entre el daño causado y el castigo asignado, más allá de la idea de justicia, se vinculan a la noción de disciplinamiento social y a la necesidad de reconocimiento de otro en situación de subordinación (Araya, “Azotar” 194-215). En este caso, los argumentos del fiscal, buscaban reafirmar la legitimidad de dicha subordinación y la funcionalidad pedagógica y moralizante que el castigo ejemplar debía cumplir.

Lo curioso es que, a pesar de que el crimen fue ejecutado por la esposa y el hermano de la víctima, el rigor de la ley recayó de modo exclusivo sobre Viviana. Su amante y cómplice solo fue condenado por el delito de adulterio incestuoso, dejando al descubierto el sesgo de la justicia en función de la variable de género. Remitidos al contenido de las leyes, estas eran claras en señalar este tipo de delitos como parricidio, definiendo la pena capital tanto para el o los responsables directos, sus cómplices y/o encubridores (Escriche 1347) 14.

Así, el 18 de diciembre de 1850, mientras el Consejo de Estado dirigido por el presidente de la república, denegaba la solicitud de indulto para Viviana Rodas; conmutaba “la pena ordinaria de muerte impuesta al reo Cipriano Reinoso […] en la de seis años de presidio general, contados desde el día seis de noviembre último” (foja 54). De esta forma, el proceso deja al descubierto una de las aristas menos exploradas y más polémicas entre de las prácticas de justicia en el Chile decimonónico, asociada a la proyección en la larga duración de formas diferenciadas de justicia en función del cruce de variables como el género, el estrato social y la pertenencia étnica de los recurrentes.

5. Conclusiones

A partir del estudio de los expedientes judiciales de Tomasa Sánchez y Viviana Rodas, dos conyugicidas de la provincia de Concepción en el siglo XIX, hemos explorado los alcances de la participación femenina en actos de violencia con resultado de muerte de sus esposos, en complicidad con amantes, parientes, sirvientes e incluso sicarios. Lejos de tributar a las imágenes de la mujer como sujeto pasivo y objeto de violencia, estos casos son representativos de las capacidades de agencia y resistencias femeninas frente a circunstancias de agobio, frustración, carencias materiales y afectivas, y los controles pretendidos sobre ellas, sus cuerpos, afectos y sentimientos, a través de la apropiación y uso de la violencia.

Catalogadas como amenaza y mujeres terribles, estas mujeres y sus historias también evidencian el funcionamiento de las instituciones de justicia en una fase de transformación y cambio, muy propia del siglo XIX, y en el que es posible observar la persistencia de imaginarios y prejuicios que sustentaron la elaboración de un discurso sobre la criminalidad femenina. El resultado más evidente de dicho fenómeno se asocia a la aplicación de formas de justicia diferenciadas entre hombres y mujeres que tendió a juzgar con mayor severidad y rigidez los delitos y crímenes femeninos, incluso ante la misma falta, pese a lo detentando por los cuerpos legales vigentes del período.

En la mayoría de los casos, las argumentaciones para el castigo aludieron a convencionalismos amparados en la idea de la maldad femenina, agravada por faltas morales como el adulterio que ameritó la aplicación de la pena de muerte. Este tipo de lecturas, con más frecuencia de la esperada, ocultó las verdaderas complejidades y alcances de las tensiones y conflictos acuñados en las relaciones de pareja, así como la dinámica social de los grupos en los ámbitos privado y público, que dan cuenta de situaciones de violencias en escalada, frente a las cuales estas mujeres reaccionaron no desde una posición de víctimas dolientes de un destino trágico compartido por todas las de su género. Estas fueron mujeres de armas tomar, dispuestas a correr el riesgo implícito en el desafío a la autoridad, los convencionalismos sociales y los discursos morales de su época.

Las actuaciones radicales de las conyugicidas dan cuenta de objetivos particulares que atentaban contra la noción de la autoridad masculina dentro del hogar, frente a sus comunidades y la sociedad, pero, sobre todo, frente a los grupos de poder y sus instituciones.

En los ejemplos analizados en este artículo, sus protagonistas junto con ser condenadas y castigadas por sus actos, también lo fueron por la interpretación de calidad moral de sus costumbres, su género y extracción social. Los avances de la historiografía permiten abordar algunas de las aristas de este complejo fenómeno, como expresión de un poder punitivo que se expresó en los momentos más difíciles de la vida de mujeres comunes, dentro de los márgenes del sistema judicial y las prácticas ligadas a él.

Los casos de estas mujeres y otras constituyen una arista que bien vale la pena indagar, en un esfuerzo por comprender la complejidad del fenómeno de la violencia, el crimen y los discursos sobre la criminalidad femenina con un ánimo de la larga duración.

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Notas

1 Este artículo fue escrito en el marco del proyecto DIUFRO DI18-0058. “Malas mujeres, violencia, criminalidad y prácticas de justicia en los márgenes. Concepción en el siglo XIX”. La investigadora agradece a la Dirección de Investigación de la Universidad de La Frontera el apoyo para el desarrollo de la investigación.
2 A diferencia del concepto de uxoricidio, que remite al asesinato de la mujer a manos de su marido, en este trabajo el concepto de conyugicida se aplica a la mujer que causa la muerte de su cónyuge. De acuerdo con las leyes vigentes para el período abarcado en este estudio ambas prácticas fueron definidas como parricidio.
3 Los casos forman parte de un corpus mayor constituido por 178 expedientes referidos a delitos y transgresiones protagonizados por mujeres en calidad de autoras, cómplices o encubridoras, pertenecientes al Fondo Judicial criminal de Concepción, contenidos en el Archivo Nacional Histórico de Santiago. La descripción general de las fuentes consideradas en este estudio se hizo desde el análisis de casos contenidos en los legajos 55, 62, 67, 69, 75, 79, 158 y 179 del fondo. De estos casos fueron seleccionados los dos expedientes sobre los que se sustentan las reflexiones de este artículo.
4 Frontera se entiende aquí en una doble acepción: i) como construcción sociocultural que designa aquellas áreas de convergencia, mediación, negociación y relación entre sujetos en función de los condicionamientos contextuales, históricos y sociales; y ii) como dimensión espacio territorial, que señala el borde o margen físico de control del Estado y sus instituciones. En ambos casos se alude a espacios y sujetos en movimiento, atendiendo a los múltiples elementos geográficos, jurídicos, políticos, económicos, sociales, mentales y culturales que definen los márgenes o bordes como espacios polisémicos de naturaleza compleja.
5 Como parte de la avanzada de Cornelio Saavedra hacia los espacios de frontera, en 1862 fue fundado el Fuerte Varas, con el objeto de reunir a las poblaciones de colonos dispersas en el valle de Lebu y que más tarde dio origen a la ciudad y puerto con el mismo nombre. El descubrimiento de minerales de carbón le dio una impronta especial a su población, al tiempo que transformó la zona en un polo de desarrollo económico. Así, en 1869, de villa pasa a transformarse en capital del departamento del mismo nombre y, en 1875, fue designada capital de la provincia de Arauco.
6 En “Mujeres terribles (Heroínas de la mitología griega)”, Alicia Esteban Santos analiza la elaboración de interpretaciones fantásticas, míticas e irreales de aquellas mujeres no pasivas a las que define como mujeres de armas tomar. En dichas elaboraciones la relación mujer/muerte y mujer/mal están muy presentes. En la lógica de ordenamiento patriarcal, estas asociaciones se proyectan como un fenómeno de larga duración y de características estructurales posibles de rastrear a través de los siglos.
7 En tanto herramienta de análisis contextual, los estudios de las prácticas de justicia desde un enfoque interseccional han favorecido la comprensión de cómo diferentes atributos identitarios inciden en las interpretaciones, los discursos y las representaciones de la violencia y la criminalidad.
8 Dado a que todo este apartado está referido al mismo expediente, en las citas restantes solo se referenciará la foja correspondiente al inserto.
9 Aunque llama la atención el nombre de Rosa Pérez del occiso, puede deberse a la costumbre de asignar el nombre en función del onomástico del calendario católico. En este caso, Rosa Pérez pudo haber nacido el 30 de agosto, fecha consagrada a Santa Rosa de Lima. Otros ejemplos como Mariano, Rosario o José María frecuentes en los expedientes permiten sustentar esta hipótesis.
10 A partir de la pregunta ¿qué son las emociones?, los textos reunidos en Accidentes del alma. Las emociones en la Edad Moderna remiten a la evolución histórica de los discursos sobre las emociones humanas, sus usos y funciones en las sociedades en diferentes contextos. Especialmente interesante resultan para este trabajo las distinciones socioculturales sobre los buenos y malos sentires en su relación con los modelos normativos y de control perfilados por unos grupos de poder sobre otros, cuestión que aquí leemos en clave de género.
11 Aunque no responde a un concepto epocal, en este trabajo emplearemos el concepto para designar aquellos casos en que el uso de la violencia y la perpetración de crímenes de pareja involucraron a un tercero en disputa, por razones sentimentales.
12 Hacia 1834, la regulación del matrimonio y las transgresiones asociadas a dicho estado seguían rigiéndose por los códigos coloniales, principalmente por la ley de las siete partidas (Séptima partida, Título 17,1) y el derecho canónico. En lo fundamental la ley asignaba mayor gravedad a las faltas femeninas en función de sus potenciales consecuencias (ley 1, del título 17 de la Séptima Partida). En cuanto a las penas, la ley 15 del mismo título establece que la mujer cuyo adulterio fuese probado en juicio, debía ser castigada y herida públicamente con azotes, puesta bajo encierro y vigilancia, perdiendo además su dote en beneficio del marido. En Chile, esta situación no cambiaría sino hasta la promulgación del código civil en 1853 y, aunque en términos práctico se eliminarían los azotes, el castigo patrimonial a la mujer acusada se mantuvo. Sobre el castigo a los homicidas, la misma partida, en su título 8, leyes 1 y 2, establece que estos, con independiente de su género, debían ser condenados a la pena de muerte. En la práctica, no siempre hombre y mujer fueron medidos con la misma vara.
13 La defensa de Viviana estuvo a cargo de tres representantes. El primero de ellos, Clemente Romero, desistió del caso luego de dos años de alegato. El segundo, Salvador Arias de Molina, solo alcanzó a estar a cargo de la defensa un mes y el último, Rafael López, limitó sus oficios a la presentación del documento de apelación de la sentencia de muerte en contra de su representada, sin éxito.
14 Según Escriche, el parricida es aquel que mata a su padre, abuelo o bisabuelo, hijo, nieto o bisnieto, hermano, tío o sobrino, marido o mujer, suegro o suegra, yerno o nuera, padrastro o madrastra, entenado o patrono. Las leyes 17 y 18, tit. 5, lib. 6, define a los parricidas como las personas de naturaleza más perversas, al ser capaces de atentar criminalmente contra aquellos con quien comparte vínculos de parentesco sanguíneo, espiritual o moral.
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