Dossier

La formación de lectores en Colombia: de los profesores republicanos a los obreros como lectores intensivos (1930-1970) 1

The formation of readers in Colombia: from Republican teachers to workers as intensive readers (1930-1970)

Diana Paola Guzmán
Universidad Jorge Tadeo Lozano, Colombia

La formación de lectores en Colombia: de los profesores republicanos a los obreros como lectores intensivos (1930-1970) 1

Revista de Humanidades, núm. 35, pp. 75-101, 2017

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 19 Junio 2016

Aprobación: 21 Septiembre 2016

Resumen: La lectura es una práctica social que hace referencia al lugar que el sujeto ocupa en el mundo, y es parte fundamental de los modos de sociabilidad, de la circulación del pensamiento y de las dinámicas que han modificado las relaciones de poder. A partir de una genealogía de la lectura, en este artículo se revisan conceptos tales como alfabetización, lectura y lector desde los artesanos y lectores católicos de la segunda mitad del siglo XIX, hasta la construcción de un lector emancipado encarnado en los huelguistas de la editorial colombiana Bedout.

Palabras clave: Genealogía, lectura, alfabetización, lector, Estado.

Abstract: Reading is primarily a social practice; it refers to the place of subjects in the world, it belongs to modes of sociability as well as it accomplishes a key role for both the circulation of thought and the changes regarding power relations. From a perspective of the genealogy of reading, this article reviews concepts such as literacy, reading and reader taking into account diverse milieus. Therefore, we analyze reading culture for artisans and Catholic readers of the second half of the nineteenth century as well as the construction of an emancipated reader such us the strikers of the Colombian publishing house Bedout.

Keywords: Genealogy, Reading, Literacy, Reader, State.

Leer es un acto extensivo que se cifra no solo en el sistema impreso, sino que reproduce los vínculos que el hombre, como parte de una comunidad, define en su existencia. Entonces, si pensamos que leer es un acto de existencia que expresa una forma de vida y una visión del mundo, el estudio de la lectura debe orientarse hacia nuevos ámbitos más allá de una reconstrucción cronológica de las formas de leer.

Estudiar a los nuevos lectores, como los ha llamado Martín Lyons haciendo referencia a los obreros, mujeres y niños en la Inglaterra decimonónica (490), exige ver lo visible, aunque suene redundante; es decir, exige acceder a las tradiciones de lectura más recurrentes, a los usos más tradicionales y difundidos.2 Es así como dirigimos la ruta de este estudio hacia la enseñanza de la lectura en Colombia, las maneras cómo la instrucción construía unos modos de lectura que dependían de las directrices estatales, religiosas y que formaban parte fundamental de los proyectos de nación. Estas maneras de leer plantean la lectura como un acto de doble vía: exclusión/inclusión, sistemas que expresan, al mismo tiempo, aquello que debe ser y aquello que se resiste a serlo. Siguiendo la idea de una genealogía de la enseñanza de la lectura como proceso de instrucción y adoctrinamiento, hasta considerarla como una acción de resistencia y autonomía, a partir de la idea de un lector católico que funge como mecanismo de defensa del proyecto de la Iglesia en 1850 y que se contrapone a un lector que fuera actor político en las sociedades de artesanos.

Otro escenario de dicha genealogía es la intervención directa del Estado en un proceso educativo hermanado con los ideales liberales y traducido en el Decreto de Instrucción pública en 1870 a través del cual se regularon los métodos y materiales con los que los estudiantes aprenderían a leer y escribir.3 Dicho decreto rigió, con algunas modificaciones en 1889, gran parte de la dinámica educativa del país, sufriendo una reforma sustancial en la década de 1930.

Hacia 1930 con el inicio de la República Liberal, Colombia emprendió una serie de procesos de alfabetización y creación de bibliotecas en el campo. En dichas bibliotecas se distribuyeron, hacia 1940, la Biblioteca del maestro que publicaba editorial Losada. Caracterizada por un corpus republicano y liberal, los profesores colombianos, encargados de la formación de los hijos de los obreros en las escuelas gremiales, basaron gran parte de su labor a través de estos ideales.

Al igual que el paralelismo entre los lectores católicos y los lectores artesanos a los que hicimos referencia anteriormente, el proceso de laicización de los profesores ocurría al mismo tiempo que la formación de una biblioteca para los obreros casada con una idea conservadora y religiosa. Dicha biblioteca era editada por la casa Bedout quienes por años tuvieron a su cargo la elaboración, traducción y distribución de materiales didácticos para las escuelas del país. Estos obreros formados por los profesores-lectores de los libros editados por Losada, pero adoctrinados con libros que los reducían a ser operarios obedientes, deciden irse a huelga, poniendo la vida de la editorial Bedout en vilo.

A través de una serie de informes entre 1945 y 1966 enviados al Partido Trabajador Colombiano y al radioperiódico El Clarín, los huelguistas de la editorial Bedout relataban sus días en las vigilias, conformando una red de turnos en los que se hacían tertulias que involucraban la lectura. Por esta razón, el análisis de la vida cultural de la editorial se enfoca en dos frentes: el primero corresponde a los libros dirigidos a la alfabetización de los obreros y, el segundo, a las biografías lectoras y el lugar de las lecturas de aquellos huelguistas. Si bien el periplo temporal entre las primeras publicaciones que la editorial realizó para la campaña de alfabetización (1945) y la huelga (1966) es de 21 años, lo que ocurre entre un hecho y el otro es precisamente aquello que resulta más interesante. La idea de este trabajo es evidenciar la relación que existe entre este acceso a la lectura y las dinámicas que los obreros empiezan a generar como acciones públicas.4

Tanto la representación de un lector que es objeto de la caridad cristiana y del adoctrinamiento religioso como la presencia de un lector que es sujeto de acción política y social, son atravesadas por la relación entre práctica lectora y procesos históricos. Tanto Roger Chartier, como Robert Darnton y Kate Flint, plantean que es necesario hablar de una materialidad de la lectura que se evidencia en la idea de un lector quien ocupa un rol social determinado. Los elementos como el corpus legal sobre el lector y la lectura, la organización de una distribución de lo escrito, la configuración de un círculo de lo legible y el vínculo entre lector y sujeto social, estructuran la llamada condición lectora.5

De acuerdo con Fabre, la condición lectora es un mecanismo determinante en los procesos de “historización” de la práctica lectora, las representaciones, los materiales y los contextos definen al lector y a la lectura como un sistema que es determinado por las concepciones y las dinámicas de cada tiempo (27). De este modo resulta fundamental pensar en categorías movibles que se trasplantan históricamente; es el caso de las nociones de alfabetización, de lector y de lectura.

El objetivo es ir revelando, en momentos determinados, la relación entre estos tres conceptos, el modo en cómo se transforman de acuerdo con lo que hemos llamado condición lectora; es decir, el entronque de circunstancias políticas, históricas y sociales determinantes para el lector y sus prácticas.6 Hemos partido de la representación de la lectura y el lector, como un campo potencial de enfrentamiento de fuerzas y resistencias entre los sujetos y las instituciones como la Iglesia, el Estado y la escuela (Marín 20). Teniendo en cuenta la materialidad de la lectura, es evidente que la idea de una genealogía contribuye a comprender los procesos de implantación, cambio y pervivencia de las condiciones lectoras y sus representaciones.

1. Lectores de la caridad y lectores artesanos

El periódico La Caridad. Lecturas para el Hogar fue una de las publicaciones de mayor duración de la segunda mitad del siglo XIX colombiano; salió por primera vez en 1864 y por última en 1882. El subtítulo que acompaña dicha publicación Lecturas para el Hogar deja clara la preocupación de la Iglesia por recuperar un terreno perdido y neurálgico para su proceso de evangelización.7

Desde el principio, el semanario presenta su posición en relación con el modo como debe ser leído y, a la vez, enuncia a su lector ideal: “Escribiremos para las clases menesterosas de la sociedad, privadas de instrucción i sin libros que leer” (Ortiz 1). La Caridad escribe para un país en donde los no-lectores superaban por un gran número a los posibles lectores, pero, aun así, el prospecto de La Caridad se convierte en una suerte de instructivo para enseñar a los ignorantes. Un hecho que resulta muy curioso es la propuesta de una lectura en voz alta para los analfabetas quienes “ . . . algo pueden aprender mientras escuchan, la ignorancia puede curarse con buenas lecturas en la voz del sacerdote o el padre” (Ortiz 2). Es decir, no basta con las buenas lecturas, sino que la voz ha de ser masculina y autorizada, sea el padre o el cura.

De hecho, en 1860 se publicará Cartilla y doctrina cristiana para la instrucción de los niños, libro que será promocionado en el periódico, pero que además se instaurará como parte esencial de la enseñanza. Si bien el objetivo de esta cartilla es enseñar a leer a los niños con el método de la citolegía, todos los textos que componen el libro son oraciones y fragmentos bíblicos.

Lo más interesante de esta publicación es que comienza con un aviso importante: leer es un acto cristiano, destinado a la formación de almas puras y virtuosas, no se lee para conocer, se lee para creer. Podríamos limitarnos a pensar que la lectura es una práctica espiritual más que intelectual, pero debemos tener en cuenta que funciona, a su vez, como una proclama editorial.

Como lo hemos dicho anteriormente, la alfabetización es una categoría movible, que puede implantarse históricamente. Sin lugar a dudas, en el momento en el que se publica La Caridad. Lecturas para el hogar, alfabetizar significaba dos cosas fundamentales: adoctrinar y traducir. Como lo ha referido Pierre Bourdieu, existe una gestión del capital religioso cuya estabilidad y sistematización beneficia la movilidad de los bienes simbólicos (200); es decir, resulta necesario que todos los materiales a través de los cuales se evangeliza y adoctrina a los más necesitados, a los ignorantes, estén al alcance de su desconocimiento. Por esta razón, este periódico, al igual que El Centinela, publicación de la misma naturaleza, van a iniciar una campaña de divulgación del nuevo Catecismo Astete “traducidos para todos, incluso para los más alejados del conocimiento” (Prospecto 1).

En 1850 la Iglesia inicia una campaña de educación a partir de las publicaciones periódicas que intentaba formular un lector obediente, piadoso y alejado del poder corruptor del gobierno (Guzmán). Los lectores ideales fueron las mujeres (por ser el centro de la familia) y los niños (porque estaban creciendo y podían ser modelados). Es necesario aclarar que el concepto de alfabetización puede transformarse de acuerdo con su uso, resulta fundamental evidenciar el cambio que la noción de alfabetización, sus relaciones y cadenas equivalentes van teniendo a lo largo de los momentos a los que haremos referencia. En este apartado, fijaremos nuestra atención en la formación del lector como un ser dócil, objeto de una instrucción directa fuertemente ideologizada.

Este lector obediente era en realidad un constructo discursivo producido por la Iglesia que apostaba por fortalecer su lugar en la sociedad, y que servía como defensa frente a la embestida que el Estado le había dado a los poderes eclesiásticos al proponer una educación laica. De hecho, la fecha de 1848 significó el fin de la Colonia y el inicio de la vida republicana, la reforma constitucional de 1853 promulgó derechos como el sufragio, educación gratuita y libertad de cultos. La separación entre la Iglesia y el Estado fue definitiva para que la instrucción se abriera a sectores como los artesanos. En consecuencia, las Escuelas de Artes y oficios se legitiman hacia 1850 y se convierten en un espacio de instrucción y educación para esta población, al igual que barrios de artesanos como el de Las Nieves donde la población que desempeñaba este oficio era del 36% y, además, se ubicó una pequeña biblioteca llamada Biblioteca de las Nieves que contaba con “algunos volúmenes para la entretención de los artesanos y en donde se concentran en reuniones para dialogar” (“A los artesanos” 5). De acuerdo con esta nota publicada en el Periódico obrero La Alianza, los espacios lectores iban constituyéndose de acuerdo con el rol que el sujeto-lector desempeñaba en la sociedad. Es decir, las bibliotecas de artesanos, las librerías y periódicos son las piedras angulares sobre las cuales se construye un proceso de resistencia propio y definitivo.

Si lo comparamos con la prensa católica a la cual hemos hecho referencia, la concepción de lector en relación con la de los artesanos tiene puntos diferentes y, a su vez, de encuentro. Evidentemente, la concepción de alfabetización como una acción social que determinaba la independencia de los artesanos era una de las preocupaciones del periódico La Alianza que acabamos de mencionar, en su prospecto enunció que “el lector de la Alianza será testigo del progreso y de la verdad” (“A los artesanos” 4). Con el tiempo, las publicaciones de artesanos van a recrudecer su postura frente a la lectura como un elemento esencial para el progreso y la situaran como un arma vital en el combate social.

La diferencia con el lector de las publicaciones periódicas católicas es clara: uno lee por caridad y adoctrinamiento, el otro lee para el progreso y el combate. La lectura es reflejo inmediato de la dinámica vital del lector, es así como el lector católico, aquel que pertenece a las clases menesterosas, debe ser objeto de una lectura dirigida, obediente y moderada. Los artesanos, por su parte, también comparten con los lectores católicos, la necesidad de ser adoctrinados y guiados en las contiendas sociales, presos de políticas de libre cambio económico. Una lectura gremial e independiente sería el ejercicio de conjunto de sujetos libres e independientes también.8 La lectura de obras francesas, no solo de textos políticos sino literarios también se patrocinaba e impulsaba con ahínco al interior de dichas sociedades: “ . . . De las novelas de Eugenio Sué . . . sacaban materia los tribunos para remedar aquellas arengas con que se incitaba al pueblo a reivindicar sus derechos, conculcados, según decían, por una opresión secular . . . ” (Cuervo10).

Es claro que tanto las publicaciones católicas, como las de los artesanos, poseen y manifiestan una “conciencia precoz de una sociología del lector” (Chartier 34), ambos espacios tienen y disponen de una anatomía hecha para el lector ideal que pretenden adiestrar y mantener. En nuestro concepto, dicha sociología puede definirse a través de la configuración estructurada de una alfabetización como práctica jerárquica en donde existe un instruido y un instructor. Bien lo ha explicado J. Hébrard, el terreno de la lectura y el lector se convierte en una “resistencia encarnizada”, con bandos bien definidos, que, irónicamente, a pesar de ser contrarios pueden compartir formulas y objetivos (21). Resulta evidente que esta tribuna dividida entre el lector católico, sujeto de caridad y el lector artesano sujeto de adoctrinamiento político, decantó en una retórica sobre el lector que va a implantarse a lo largo del siglo XX y de la cual daremos cuenta a continuación.

2. Entre el campo y la ciudad: lectores diferenciados

Hacia mediados del siglo XIX, la alfabetización era vista como un proceso de traducción y adoctrinamiento, pero con la irrupción de los ideales liberales y la entrada de Pestalozzi a la enseñanza y a los materiales de instrucción, la lectura pasó de ser parte de esos procesos primarios de alfabetización a convertirse en una acción pública dependiente del Estado. La Iglesia, por su parte, propuso una suerte de giro doméstico y se concentró en la vida del hogar y la labor de la mujer como su principal escenario, generando un sistema simbólico y discursivo muy estructurado, el Estado no se quedó pasivo ante los embates de la Iglesia y generó, en 1870, un Decreto Orgánico de Instrucción Pública que no solo organizó la educación para el país, sino que generó una serie de políticas educativas alrededor de la lectura y la educación en el campo.9

En este segundo apartado, el análisis se concentrará en la noción de lectura y la diferencia que existe entre la práctica lectora del campo y de la ciudad. Los protagonistas de este decreto no fueron solamente los estudiantes, sino los profesores quienes comenzaron a ser el centro de las preocupaciones estatales, recibiendo, incluso, una serie de principios alrededor de la enseñanza de la lectura que perduraron hasta bien entrado el siglo XX y que fueron impartidos por la primera misión pedagógica alemana que visitó el país en 1872.10

La admiración de la Colombia federalista de entonces por una Alemania, que bajo los ideales prusianos, había derrotado a Francia, no solo se documentó en la prensa, sino que acrecentó la influencia de estos principios en la educación del país. De hecho, uno de los elementos por los que Alemania había triunfado fueron aquellos trasmitidos por la educación; es decir, Alemania había educado a sus connacionales para el triunfo y el desarrollo, ese era el objetivo del DOIP. Fueron dos los afanes fundamentales de este decreto: regular y organizar la distribución de los libros a través de bibliotecas e inspectores y diferenciar a los lectores de acuerdo con su lugar en el escenario social; así lo afirma el punto sexto referido a los deberes del Director Jeneral (sic.) de instrucción pública: “Adoptar los textos que han de servir para la enseñanza en las diferentes escuelas; Adquirir los textos que se hayan ensayado con buen éxito en los países (sic.) donde la instrucción (sic.) está más adelantada, estudiarlos, i traducir i adoptar los mejores, o hacerlos traducir i adaptar a las escuelas de la República” (Decreto 5).

Precisamente, una de las distinciones que hace Pestalozzi dentro de sus principios pedagógicos es la relación del aprendizaje con las condiciones vitales del lector: “ . . . no leerá lo mismo ni de la misma manera un niño que trabaje en el campo para el progreso de la nación, que otro que habite las ciudades y tenga más tiempo para la reflexión” (120). De hecho, el Estado reguló la educación en el campo de manera diferente por varias razones: los niños trabajaban en jornadas que intervenían en su educación, por esta razón, los niños de la ciudad estudiaban entre 9 y 10 horas, mientras los del campo lo hacían entre 4 y 5 horas y alternaban los días, una jornada las escuelas recibían a las niñas y otra a los niños. En este sentido, los pequeños de las zonas rurales asistían a la escuela la mitad del tiempo que los de las urbes.

Lo que sí unifica la enseñanza de la lectura tanto en el campo como en la ciudad, es una inmensa conciencia alrededor de la utilidad de la lectura. En este sentido, se supera la idea de una alfabetización incipiente que consideraba la relación entre lectura y adoctrinamiento como vínculo principal. Los radicales encontraron en la educación la posibilidad de desarrollar políticas de progreso económico, tener una mano de obra más instruida significaba dos cosas fundamentales: mayor y mejor producción y un lego civilizado que no se levantara ni rebelara al Estado. Uno de los instrumentos más valiosos del decreto es precisamente la organización de un sistema de promoción de la lectura, la publicación periódica llamada Escuela Normal (1870-1882), allí se publicaban lecciones que debía ser usadas por los maestros, además de una serie de artículos que reflexionaban sobre el quehacer pedagógico. En este periódico aparece un texto llamado “La instrucción popular”, que declara la función civilizatoria de la educación, pues ha “de ser igualitaria y es labor de los letrados provenientes de las ciudades y de los centros civilizados ayudar a ver a los pobres el mundo del conocimiento. Cuando se hubiera evitado Francia si hubiera educado a sus campesinos, pues la plebe furiosa no se compone de hombres ilustrados, sino de gente sin cultura” (480).

De hecho, resulta curioso determinar que en los informes de los instructores e inspectores se incluyen una serie de canjes de libros alrededor de la agricultura y el cultivo del cacao y el café. Además, en los mismos informes también se encuentran quejas de inspectores y secretarios que deben enfrentarse a la Iglesia que se opone a la educación pública. Así lo afirma en 1870 el secretario de instrucción del Estado de Boyacá, que, curiosamente, es uno de los territorios con mayor población rural y de tradición conservadora y católica: “ . . . desde la cátedra sagrada lanzan anatemas contra los niños y jóvenes que asisten a la escuela pública, incluso le niegan los sacramentos a ellos y a sus padres” (Informe 10). La condición lectora de los niños del campo se estructura en base con una agencia entre instructor e instruido, de esta misma forma se conforma una división de los materiales que se leen. Así lo afirma, en Vindicación de los derechos de la Iglesia (1864) Manuel José Anaya en donde se enuncia que: “El salvaje, el menesteroso merece una instrucción moral permanente, es necesario guiarlo como un niño recién llegado al mundo. Las lecturas maliciosas que se dan en las escuelas del gobierno son la peor de las perversiones, la Iglesia como la madre bondadosa, daría lecturas buenas y prudentes” (Anaya 6).

En el caso del DOIP, la lectura se relacionará con la acción de comprensión y de cultivo de la razón. Si bien la diferencia estriba en que el dispositivo de vigilancia que encarna la lectura varía en su concepción, la Iglesia y el Estado siguen considerando esta práctica como un ejercicio que ha de ser dominado por sus intereses. La institución que gane el pulso será la más legitimada y la que domine la voz autorizada. En el campo, por ejemplo, el Estado prestaba el servicio de la educación pero desde una visión determinante y que convertía a los estudiantes en trabajadores con cierto rudimento de lectura; la Iglesia, por su parte, consideraba que la mente de los campesinos era básica y podría pervertirse fácilmente. Para los dos agentes, el lector rural es en lector débil y ha de ser objeto de instrucción.

Sin embargo, cabe resaltar un fenómeno importante que deviene precisamente de la diferenciación de lectores y del enfrentamiento de los bandos: el lector rural comienza, de una u otra manera, a entrar en el espacio público, a ser reconocido como lector potencial y real, incluso adquiere un lugar en la producción editorial de los textos. Como bien lo ha dicho Ann Marie Chartier la lectura o por lo menos la enunciación en la práctica lectora puede considerarse como una suerte de paso a la vida adulta (25). Aparecieron algunas publicaciones que rondaron las bibliotecas creadas por el gobierno radical y que tenían como protagonistas a los campesinos, tal es el caso de Cuentos Campesinos (1865) de Antonio de Trueba y que hace referencia a la vida y costumbres campesinas de Viscaya en España.

Ahora, el campesino también era visto como un personaje que podía decir verdades contra el gobierno o contra la Iglesia como lo evidencia pequeño pasquín publicado entre 1869 y 1871, diálogo de un campesino con una culebra: “La Iglesia no entiende que el diezmo sea para el gobierno aunque pobre. Entiende pues que el diezmo sea para los pobres del Pueblo, para las viudas, huérfanos, pupilos; estos son los pobres de la Iglesia, y no el gobierno” (4).

El Estado, por su parte, veía a los campesinos como seres perfectibles a los que había que curar de la ignorancia pero en pequeñas dosis. Damaso Zapata, quien fue uno de los ideólogos principales de la reforma educativa de 1872, es quien mejor explica esta posición a través de un artículo publicado en El maestro de escuela (1873): “Los campesinos y trabajadores tienen cuerpos fuertes pero mentes que requieren de adiestramiento. Por eso la aplicación mental que da la lectura medida es una cura no solo para la enfermedad de la ignorancia, sino para las del cuerpo” (16).

Como lo hemos mencionado anteriormente, la visita de los profesores alemanes a Colombia entre 1872 y 1873 tenía como epicentro de actividades las escuelas normales ubicadas en las zonas rurales, dentro de las funciones de estos 9 profesores estaba la divulgación de los principios pestalozzianos, según los cuales los profesores debían trabajar de la mano con la familia y ser conocedores de la vida diaria de sus estudiantes: “Es nuestra función como profesores visitantes, multiplicar los espacios del conocimiento que es el natural complemento de la provisión de textos. Por ejemplo, los textos sobre oficios prácticos deben estar en donde más se les necesite y se les use” (“Los profesores alemanes” 15).

Una acción que resulta importante es que los profesores alemanes, de un modo u otro, concientizan al Estado en la necesidad de conocer mejor las zonas rurales y de llevar hasta allá toda la colección de libros que le habían comprado en 1872 a la casa Hachette. Pero hay que sumarle otro ingrediente a este afán del gobierno: comienzan a pensar en estrategias de enseñanza que se relacionen más directamente con la vida en el campo, por esta razón, la mayoría de los silabarios, piezas gigantes que ofrecían grandes dibujos de las letras, viajaron en mayor número a los pueblos y municipios pequeños. Los materiales lectores que transitan de un lado a otro, adquieren el tono de manual y de instrucciones básicas alrededor de temas de salud, cultivo de la tierra e higiene. Es decir, la vida del campesino se convertía en un acto alfabetizado (Street 29) parte de un sistema impreso y letrado; acontece de esta forma una suerte de doble traducción que va de lo cotidiano al manual y del manual a la cotidianidad.11 Si bien la concepción de la alfabetización como traducción y adoctrinamiento en el caso de los lectores católicos y de los artesanos, como lo analizamos en el apartado anterior, se estructuraba a partir de los objetivos políticos y sociales de la Iglesia y del Estado, en el caso de los lectores rurales y de su acceso a la lectura se le añade otro elemento a la pugna entre el poder eclesiástico y el poder estatal: la necesidad de acercarse de manera más determinada y real a la futura mano de obra y la exigencia de un progreso que requería la ayuda de todos los colombianos.

Además, la entrada de Pestalozzi como ideario rector de la instrucción, resulta fundamental para que los materiales de lectura convirtieran esta práctica en un hecho cotidiano y vinculado con una idea de laboriosidad que transformaría a los campesinos en “mejores padres, hijos y esposos, pero también en futuros ciudadanos que puedan seguir contribuyendo al progreso de la nación” (Zapata 17). En consecuencia, la lectura en el campo se conformó como una cadena equivalente de actos alfabetizados por la clase dirigente, sin embargo, estos campesinos estaban aprendiendo a leer y llegarían pronto a la ciudad para formar la clase obrera a principios del siglo XX.

3. De lectores aldeanos a lectores huelguistas

En 1931, el señor Jorge A. Rodríguez ebanista de profesión, le escribiría una carta al presidente de entonces, Enrique Olaya Herrera. Rodríguez reconocido como un líder obrero en la década de 1930, era el director de la biblioteca de la caridad a la que describió como “ . . . una institución compuesta en su totalidad por obreros, convencidos de que la lectura es uno de los medios más prácticos para adquirir una educación sólida que redunde en beneficio de la patria y la sociedad” (Rodríguez 1).

La década de 1930 no solo es el momento en que, luego de una hegemonía de 30 años bajo el gobierno del partido conservador, la llamada República Liberal (1930-1946) vuelve a regentar los destinos políticos del país. La educación, luego de la llamada Regeneración (1886-1889) que subsiguió al Olimpo Radical, había regresado el poder que los radicales le habían quitado a la Iglesia y que hemos expuesto anteriormente. Durante este periodo de gobierno ultra conservador, la educación volvió a manos de la Iglesia y reformó del DOIP; sin embargo, y al contrario de lo que se podría pensar, dichos cambios no fueron tan sustanciales.

Si bien en 1912 el Estado decretó una reforma en los materiales de enseñanza de la lectura y se decretó que todos los materiales fueran escritos por colombianos, el Estado estaba más preocupado por levantarse de la fuerte crisis económica y darles entrada a inversionistas extranjeros. Cuando esto acontece los inversionistas no solo traen dinero, sino maquinarias que requieren de una mano de obra especializada. Estos nuevos pobladores que se asentaban en las postrimerías de la ciudad, fueron entrando al espacio urbano a través de su trabajo en las fábricas, pero además en los proyectos de construcción ferroviaria que un país en desarrollo necesitaba llevar a cabo. De nuevo fue la Iglesia pensó en un terreno que el gobierno había descuidado por estar ocupado con las políticas económicas; fue así como los hermanos lasallistas, los Padres Salesianos y los Jesuitas se dedicaron a fortalecer la educación técnica para combinar, de manera permanente, la enseñanza del oficio con la doctrina religiosa.

Quien aparece en escena es el padre Javier Campoamor, quien crea en 1917 el círculo de obreros; sin lugar a dudas el padre se anticipa a los efectos de la industrialización y es encomendado por el gobierno para que se encargue de la educación obrera. El padre Campoamor diseñó un conjunto de estrategias para “crear en ellos hábitos morales y de higiene que son propios de la vida urbana, pero pensando siempre en la moral y la economía” (10).12 Es así como se lleva a cabo un convenio entre el padre jesuita, en su afán por mejorar la vida de los obreros, propone a la editorial Bedout como rectora de la llamada biblioteca para el obrero. El padre decide trasladar sus esfuerzos al círculo de las Marías en Cali y fijar su atención a la educación de la mujer obrera; sin lugar a dudas, el padre Campoamor rompió la tradición entre mediador letrado y alma ignorante que se había gestado en el siglo XIX bajo la idea de la caridad.

Pero el padre no fue el único que se preocupó por la educación obrera, los mismos obreros iniciaron un proceso de vinculación a la cultura impresa y fundaron una serie de periódicos y publicaciones que rodaban por las fábricas. De acuerdo con Luz Ángela Núñez, el avance de la industria no solo provocó el advenimiento de políticas capitalistas, sino el fortalecimiento del “obrerismo” y la conformación de un sistema de divulgación y de tribuna pública (16). Volviendo a Núñez, es en la prensa en donde mejor se evidencia la entrada con paso fuerte de los obreros a la cultura impresa, de hecho, muchos de los periódicos llamados “para industriales”, fueron reemplazados por publicaciones que tenían en el título la palabra obrero y trabajador (34).

La República Liberal, a la que hemos hecho referencia antes, inicia una campaña de divulgación y acceso a la lectura a la que llamó Bibliotecas Aldeanas. Dichas bibliotecas viajaban por todo el país llevando una colección de 100 volúmenes cuya selección había hecho el entonces Director de la Biblioteca Nacional don Daniel Samper Ortega, aunque estas bibliotecas ambulantes no son obreras, si se convierten en un fortín importante para las bibliotecas gremiales que comienzan a pedir una colección para sus anaqueles. Este es el caso de la Biblioteca de la caridad que citamos anteriormente, de los lustrabotas en Cali, de los barberos en Antioquia y de los obreros de Fabricato.

Precisamente, es en este apartado en el que nos dedicaremos al lector como lo hemos hecho a la alfabetización en el primero y a la lectura en el segundo. La cadena de equivalencia nos presenta, a través del lector obrero, un agente activo que comienza a solidificar su autonomía por medio de la educación (Koselleck 112). Es sorprendente ver la cantidad de cartas e informes que las bibliotecas obreras envían al Estado solicitando libros, pero también expresando sus experiencias como lectores; de este modo, hemos querido definir dichos escritos como biografías lectoras que nos cuentan, a través de la propia experiencia del lector, su reacción, sensación, rechazo o admiración por lo que es leído.13

En 1940, Gabriel Uribe, director técnico de Ferrocarriles Nacionales, escribirá al director de la Biblioteca Nacional una carta agradeciendo la recepción de la biblioteca aldeana y a la vez dirá: “Es para nosotros muy importante recibir la colección del maestro, como lo fue hace cinco años recibir la biblioteca aldeana, como (sic.) olvidar el día que abrimos por primera vez aquellos libros, con el envío de la biblioteca aldeana iniciamos nuestra biblioteca en los ferrocarriles” (2).

Lo interesante es que cinco años antes, el director de los ferrocarriles de Cundinamarca le escribiría al Ministro de Educación al que le subrayará lo importante que resultaba para los obreros tener dicha colección porque “en próxima fecha esta empresa abrirá la escuela para obreros . . . nos proponemos que los obreros tengan su propio salón de lectura . . . si iniciamos la biblioteca con la colección que pedimos, estamos seguros que los trabajadores traería uno o varios libros para aumentar nuestra biblioteca” (Carta del director de ferrocarriles 1).

La mencionada escuela de los Ferrocarriles de Cundinamarca se abrió en 1945, la campaña de alfabetización promulgada en 1948 por el gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez (1946-1950) tuvo como base legal la creación obligatoria de escuelas para los trabajadores de fábricas y empresas que superaran los 12 empleados. Estos espacios funcionaban en las escuelas rurales y se desarrollaban en las noches, para el funcionamiento de estas escuelas el Estado conformó las juntas pedagógicas en donde se formaban los profesores que daban clases a los obreros. Fue en la década de 1940 cuando la editorial Bedout fortaleció su biblioteca para el obrero y fue el distribuidor número uno en esta iniciativa.14 Dentro de la biblioteca que Bedout comenzó a distribuir de manera continua en 1916 hasta 1962, se encontraban títulos que subrayaban la palabra “elemental”, manuales de geografía, historia y literatura que resultaban ser extractos de libros más grandes y que recogían los conocimientos que los editores y el Estado consideraban suficientes para los obreros.

En 1967, mientras se llevaba a cabo en las instalaciones de la editorial en Medellín, una huelga de hambre a la que los trabajadores llamaron “Dios le da hambre a quien no tiene dientes”, Jorge Martínez Pulido escribe a la Revista Problemas órgano informativo de los partidos comunistas y obreros, en noviembre de ese mismo año, Martínez Pulido dirá: “ . . . nosotros como obreros hemos tratado de negociar con los patrones, de todas maneras se los digo compañeros, yo aprendí mis primeras cosas de minería con la cartilla que publicaron acá, y leí muchas otras cosas, por eso quisimos negociar pero no ha sido imposible” (12).

Pero sin lugar a dudas, todos estos obreros formados en las escuelas gremiales que le heredaron el puesto a sus padre o a sus tíos, también fueron sujetos del influjo de la Biblioteca para el maestro publicada por la editorial Losada y que entró a Colombia en 1940. En 1939, por lo buenos oficios de don Agustín Nieto Caballero quien participó como invitado de honor en la V conferencia Internacional de Instrucción pública en donde conoció a varios españoles exiliados, a través de ellos, Nieto Caballero se identifica con la idea de una educación liberal. Interesado por la filosofía de los republicanos ibéricos, Nieto Caballero le da la entrada a la Biblioteca del Maestro fundada en Argentina por el ibérico Gonzalo José Bernardo Juan Losada Benítez. De acuerdo con las cartas de Nieto Caballero, las referencias que recibió de don Gonzalo Losada fueron extraordinarias y debía darle entrada a su pensamiento por medio de la formación de maestros.

La biblioteca del maestro se instauró como lectura obligatoria de las cátedras de pensamiento pedagógico que todos los normalistas, a partir de 1932, debían tomar como parte de su formación. Con 104 títulos, la Biblioteca del Maestro entra a Colombia con títulos que van desde John Dewey, Dilthey, Decroly o Montessori, esta biblioteca nace de los esfuerzos hechos por el ibérico Lorenzo Luzurriaga quien percibe en la pedagogía de estos pensadores, una suerte de giro copernicano de la educación y una entrada a la modernidad que le valió el exilio de España en 1939.

La admiración que sentía Nieto Caballero contribuyó para que el Estado comprara la biblioteca y la distribuyera a lo largo y ancho del país. En 1941, la profesora Lucía Jaramillo del instituto Central Femenino ubicado en Medellín y centro de formación pedagógica, escribiría en la revista del colegio sobre su experiencia con la biblioteca para el maestro de Losada: “No solo es el formato tan interesante y versátil, son los autores, la variedad de nombres que nos hacen reflexionar sobre nuestro oficio de profesores. La profesora Montessori es nuestra favorita, educar a los niños para que sean ciudadanos de bien, libres e inteligentes” (Jaramillo 20).

Educados con los manuales distribuidos por Bedout, los obreros se dividían entre una instrucción técnica y limitada dada por los textos con los que estudiaba, y unos principios republicanos y de autonomía fundamentados en los profesores-lectores de la biblioteca del Maestro. Es decir, las escuelas nocturnas son una muestra fidedigna de lo que Carlo Guinzburg llamó la circularidad cultural, es decir, los procesos de resistencia y oposición muchas veces acontecen en los lugares de opresión y emplean, para su defensa, los instrumentos que las propias instituciones usan para el control de los sujetos (100).

En 1966, la editorial Bedout, encara una de las huelgas más largas y radicales de la historia colombiana. Las peticiones de los trabajadores estribaban en un ajuste salarial de más del 50%, apoyo para el transporte y jornadas laborales más cortas, pero, curiosamente, dentro de las demandas que más subrayaban los huelguistas era la continuación de la escuela que había cerrado sus puertas desde finales de la década de 1950 cuando la editorial Bedout se asoció a la editorial Voluntad, propiedad de los Jesuitas.

En carta enviada el 6 de octubre de 1966 al partido del trabajo de Colombia, Juan Londoño, presidente del Sindicato de trabajadores unidos, describirá la situación de la editorial, pero además hará hincapié en la contradicción que acabo de enunciar: “Queridos camaradas, resulta triste que una casa del conocimiento, llena de libros por donde uno camine, decida cerrar la escuela y quitarnos la posibilidad de que los hijos estudien. Yo armo libros para que otros vayan a aprender, pero mis hijos no pueden. La situación es desesperada y hemos decidido irnos a huelga” (2).

Sin lugar a dudas, las cartas más emotivas son las escritas en 1967 durante la huelga de hambre que ha sido referenciada anteriormente. En el radio periódico el Clarín (1959-1988) varios de los llamados hechos por los trabajadores se emitían en el espacio que este noticiero radial tenía en Medellín o se leían las cartas que los trabajadores enviaban a la dirección del programa. Uno de los más conmovedores es el de un obrero anónimo quien escribe: “Con el catecismo que publicó esta casa, me preparé para la primera comunión con el libro que salió de acá, yo lo recuerdo bien y recuerdo que nos lo regaló el padre y mi mamá lo guardó. Y ahora, mire usted como nos tienen, después de todo lo que aprendimos, mire como nos tienen (Razones de la huelga s/p).15

El radio periódico El Clarín, fue sin lugar a dudas, uno de los espacios en donde más se documentó la huelga, de hecho fue el lugar elegido para socializar el comunicado que daba inicio al paro en marzo de 1966. Como lo hemos mencionado anteriormente, los empleados de la editorial se fueron a huelga de hambre en 1967, el radio periódico comunicaría esta decisión y leería los comunicados las 16 noches que duró esta protesta: “El día 25 de octubre los huelguistas de Bedout iniciaron una huelga de hambre, preferimos morir antes de doblar el brazo, acá estaremos noche tras noche, apoderándonos de lo único que tenemos, los libros que andan sueltos por ahí” (Razones de la huelga s/p). El extenso comunicado de 77 folios, resulta interesante porque desde el principio va a establecer la lectura como una de las actividades más importantes de las vigías. De hecho, en ese mismo año el noticiero radial demandará a los trabajadores explicaciones por personas extrañas que han entrado en las noches a las instalaciones tomadas por los trabajadores, el 3 de noviembre los huelguistas enviaran un comunicado que es leído en el radio periódico dando respuesta a las preguntas: “No son extraños, se trata de los compañeros de la Unión de trabajadores de Antioquia, nos han traído el único alimento que recibimos, periódicos y libros para darle de comer al alma”(Respuesta a las preguntas del Clarín s/p).

Más adelante, en una carta dirigida al mismo radio periódico en 1970, específicamente en enero, uno de los trabajadores va hacer referencia al comunicado que en el mes de diciembre de 1969 la editorial ha escrito a sus trabajadores y ha publicado en los diarios de mayor circulación en Medellín: “Sin lugar a dudas, somos ciudadanos que han sido educados bajo los principios de la libertad y de la justicia, yo como trabajador fui a la escuela Normal de Varones de Medellín, allí me educaron los profesores que nos enseñaron el valor de la palabra y del honor” (Carta a la editorial Bedout s/p).

Esta es tal vez la carta que más arroja luces a nuestra hipótesis; los obreros de Bedout, por lo menos algunos de ellos, habían sido educados en escenarios que formularon sus directrices desde la filosofía de la escuela Nueva y basados en las lecturas de la Biblioteca de Maestro. De hecho la institución que menciona el trabajador, la Normal de Varones de Antioquia es uno de los colegios en donde más claramente se llevaron a cabo estos principios republicanos. Por ejemplo, en 1910, Ignacio Restrepo, secretario de instrucción pública de Antioquia, agradecería al gobierno “su generosa mano a la Instrucción trayendo profesores extranjeros para que enseñen métodos en las Escuelas Normales” (Restrepo 6).

Otro elemento importante es que en la Biblioteca de la Normal aparecen registrados no solo los volúmenes de Decroly sellados por la misión belga que visita la Normal en 1920, sino toda la Biblioteca del Maestro que era de uso obligatorio en las cátedras de pensamiento pedagógico que se declaran en 1932. Esos valores que menciona el huelguista, son a los que hace referencia la profesora Lucía Jaramillo y que citamos anteriormente, son los mismos que el trabajador encuentra en su historia, la posibilidad de la ciudadanía enunciada claramente, la autonomía y el valor del honor son la herencia más apreciada por los obreros, por los lectores de aquellos libros con los que aprendieron el oficio y transmisores de los principios republicanos que sus profesores les otorgaron.

4. Conclusiones

El ejemplo de los obreros de Bedout, quienes abandonan la huelga en 1977, es, sin lugar a dudas, una muestra clara de aquello que hemos llamado genealogía de la lectura. En este sentido, heredar la estructura del instructor y el instruido enunciado a través del lector católico en la segunda mitad del siglo XIX, no solo permanece a lo largo del tiempo, sino que construye un escenario en donde aparece la idea de la lectura como un sistema de ideas políticas que se oponen a la hegemonía, como un proceso de autonomía que evidenciamos en los lectores artesanos y los obreros. Sin embargo, la permanencia de este modelo, la implantación histórica de esta cadena entre lector, lectura y alfabetización como ejercicio de poder, puede demostrarse en la educación rural.

Un elemento que resulta común y de permanencia conceptual, es que la lectura se concibe como un sistema ideologizado en donde aparecen relatos vinculados a una estructura jerárquica; sin embargo, los lectores obreros le confieren a dicha herencia un sentido más amplio: si bien fueron instruidos bajo la idea de una educación limitada a manuales concebida por el Estado, también tuvieron el influjo de las ideas republicanas. Lo que evidenciamos es que los obreros, al final, hacen su propia lectura de la lectura como práctica de emancipación y no solo como herramienta funcional o civilizatoria.

De esta manera, las ideas políticas que atravesaron la huelga en Bedout, se convierten en actos alfabetizados, pero esta vez, dicha conversión dependió de los obreros y no de sus instructores. En consecuencia, la condición lectora que siempre había sido formulada por la naturaleza jerárquica de la instrucción, es ahora un espacio de enunciación que depende exclusivamente del lector y de su relación con lo que lee.

Referencias

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Notas

1 Este artículo forma parte del proyecto “Caracterización del lector en Colombia (1870-1950)”, subsidiado por la Universidad Jorge Tadeo Lozano y adscrito al grupo “Mente, lenguaje y sociedad” de la misma universidad.
2 Lo mismo enunciará Jean Hébrard en “Les nouveaux lecteurs”. Para Hébrard los nuevos lectores son resultado de la relación que existe entre la alfabetización y el Estado moderno, son ellos los nuevos individuos que conforman nuevas agencias; es decir, al ser alfabetizados y entrar al mundo de las letras, sus roles tradicionales se amplían en posibilidades o cambian radicalmente (400).
3 Uno de los intereses más destacables de este Decreto, es su preocupación por conocer las cifras del analfabetismo, que superaba el 65%, y el estado de las escuelas y maestros en la zona rural. De hecho, a los largo de los artículos que los componen, el Decreto Orgánico de Instrucción Pública, hace una diferencia sustancial entre el lector rural y el lector citadino. Dicha diferencia se evidenció en la distribución de los materiales y las horas de lectura, las jornadas y los métodos de aprendizaje que variaban para el campo y para la ciudad.
4 La huelga comienza en 1966 y, aunque la editorial reanudaba actividades después de arduas negociaciones con los trabajadores, la huelga se restablecía y terminaba en lapsos cortos de tiempo. Es hasta 1975 cuando termina definitivamente. Luego la editorial se declara en quiebra hacia el inicio de la década de 1980.
5 Hemos retomado la idea de Daniel Fabre sobre la condición lectora (27). Para Fabre dicha categoría agrupa la experiencia individual del lector, pero esta experiencia se encuentra regulada por una serie de factores sociales, físicos y políticos que atraviesan la práctica lectora. He querido hacer más extensivo este concepto al proponer que la condición lectora es, en esencia, una experiencia individual que puede ser impuesta y que puede convertirse en una directriz colectiva. Quisiera sumar un elemento adicional, la condición lectora que se impone desde lo individual a lo colectivo, responde a un modelo hegemónico que intenta construir un discurso cifrando el bien personal o el bien de unos pocos, como el bien de todos. Este es el caso de la primera campaña alfabetizadora en Colombia, aparentemente los primeros beneficiados serían los campesinos analfabetas; sin embargo, el Estado propendía un modelo de enseñanza direccionado a la capacitación de mano de obra más calificada (podrían leer las instrucciones de las máquinas) y con una deuda muy grande hacia sus benefactores por enseñarles a leer.
6 Cuando hablamos de conceptos transferibles, hacemos referencia a la propuesta de la semántica histórica, concretamente al trabajo de Reinhardt Koselleck (101). Para este autor, los llamados conceptos transferibles son aquellos que tienen un sentido general —todo el mundo sabe que leer entraña la acción de pasar los ojos por un escrito y comprenderlo, que alfabetizar consiste en enseñar a leer y que el lector es quien lleva a cabo la acción de leer—. Según Koselleck estos conceptos pueden transferirse fácilmente de línea de tiempo a línea de tiempo y, por su generalidad, se particularizan más rápido de acuerdo con su lugar de enunciación. En nuestro caso, el concepto de lectura que aparece en el prensa católica de siglo XIX, es totalmente diferente al expresado en un decreto de educación pública promulgado por un Estado liberal; el cambio radica en que las acciones que suscitan estas categorías cambian respecto al escenario donde se implanten.
7 Cuando nos referimos a un territorio perdido, aludimos a los gobiernos liberales que ocuparon el poder desde 1845 con el gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera. Este presidente subió al poder con ayuda de los conservadores, pero poco a poco sus políticas apuntaron a proceso de tono más liberal. Luego, en 1849 subiría José Hilario López quien radicalizaría las políticas contra la Iglesia. En el gobierno de López se suprimieron los diezmos, el fuero eclesiástico y, además, los jesuitas fueron expulsados. También se redactó la Constitución de 1853 en donde se declaraba la libertad de imprenta y de culto, lo que resultó en un golpe muy fuerte para las comunidades religiosas y sus seguidores.
8 La disminución de aranceles hacia 1847 benefició la entrada de mercancías extranjeras, fue así como se crearon las sociedades democráticas que trataron de favorecer la vida de los artesanos comenzando por su educación. Por ejemplo, en 1849 se publica el reglamento de la sociedad de artesanos que contempla un plan de estudios en donde la lectura y la escritura van a ocupar un lugar principal. De hecho en las juntas se dedicaba una parte del tiempo a la lectura de periódicos franceses y de textos liberales.
9 De ahora en adelante nos referiremos a dicho decreto con sus siglas (DOIP).
10 Esta misión viene desde Alemania invitada por el entonces presidente de los Estados Unidos de Colombia, Eustoquio Salgar. El objetivo de los 9 profesores que llegaron a suelo nacional fue la organización de las escuelas normales y la formación de maestros. Al parecer, la irrupción de los principios alemanes como la filosofía de Petalozzi, Fröbel y Herbart resultó definitiva para la educación colombiana y se implantaron métodos como el de lectura objetiva que superaba la idea de una enseñanza que dependía únicamente del profesor y que invitaba a participar al estudiante en su propia educación.
11 Algunos ejemplos de estos manuales divulgados en el campo colombiano son: “El manual del ciudadano”, que se publica a lo largo de 1872 en el periódico La Escuela Normal, “Manual de economía práctica de Francisco Marulanda publicado entre el número 123 y 140 del mismo semanario entre mayo y julio de 1872. Dentro de las listas de circulación de los textos auspiciados y aprobados por el Estado, se encontraba Manual de Escuela (1874) escrito por J.A Márquez e impreso en New York por la librería de N. Ponce de León. Dicho Manual contenía varias materias como salud, cuidado de los animales, de los sembrados, principios de higiene y de carpintería.
12 Uno de los planes específicos del padre fue hacer alianzas estratégicas entre la Iglesia, el Estado y las editoriales; era necesario legislar de manera directa y controlada los materiales que los obreros leerían en las escuelas católicas y gremiales ordenadas por el Estado hacia 1920.
13 El concepto de biografía lectora es introducido por Michèle Petit (108). La biografía lectora recoge las experiencias del lector como sujeto de identidad, él mismo describe y manifiesta la relación y la experiencia que establece con la lectura. A través de estos documentos es posible dar cuenta de la condición lectora y de la relación de los sujetos con la lectura en tanto acto individual y colectivo.
14 En 1889 don Félix de Bedout Moreno funda una pequeña fábrica de tarjetas con una máquina que trajo de Estados Unidos, este negocio se llamó “La Tipografía”. En 1903 publica sus primeros textos escolares: Historia Sagrada y el catecismo Astete, desde allí comienza su relación con los padres lasallistas y con los Salesianos. Con la ayuda de los sacerdotes, Bedout imprime los textos y distribuye en los colegios religiosos. El pequeño negocio se convierte, en 1914, en la librería Bedout y la editorial que cuenta con la primera imprenta de cilindro (evita mojar el papel). Su hijo, Jorge León Luis de Bedout, asume la dirección de las empresas familiares y se convierte en la editorial más grande del país, de hecho, el mismo Jorge León fue uno de los grandes empresarios de Antioquia.
15 Considero que el obrero se refiere a La mejor preparación a la segunda Comunión o Banquete Eucarístico de R.L Gómez, editado por Bedout en 1941.
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