Dossier

La muerte cotidiana: Militancia femenina y lucha armada en Chile, el MIR y el FPMR (1970-1990)

Everyday Death: Female militancy and armed struggle in Chile, the MIR, and the FPMR (1970-1990)

Tamara Vidaurrazaga Aránguiz
Universidad Academia de Humanismo Cristiano, Chile
Javiera Robles Recabarren
Universidad Nacional de La Plata,, Argentina

La muerte cotidiana: Militancia femenina y lucha armada en Chile, el MIR y el FPMR (1970-1990)

Revista de Humanidades, núm. 43, pp. 173-210, 2021

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 30 Mayo 2020

Aprobación: 29 Agosto 2020

Resumen: Reflexionamos en torno a la opción por la lucha armada en mujeres de dos organizaciones resistentes a la dictadura pinochetista en Chile (1973-1990): El Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR, 1965-1987) y el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR, 1983-1990) nacido como brazo armado del PCCh. A partir de testimonios, documentos y prensa partidaria, indagamos en cómo ambas orgánicas justificaron el uso de la violencia política, así como en el interés de estas militantes por adscribir a estos proyectos y sus implicancias. Lo anterior, desde una perspectiva cultural de la historia y la teoría feminista; cuestionando la noción de naturaleza femenina y comprendiendo que las interpretaciones de mundo e imaginarios construidos contribuyeron a las decisiones tomadas.

Palabras clave: violencia política, militancias femeninas, MIR, FPMR, Chile.

Abstract: In this paper we are going to reflect about the option for the armed struggle in the militancy of women, from two military and political organizations that resisted the Pinochet’s dictatorship in Chile (1973-1990): Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR 1965-1987) and Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR 1980-1990), formed as armed branch of the Communist Party of Chile. From testimonies, documents, and political press we inquire how both organizations justified the used of violence, as well as the interest of these militant for be affiliated to these political projects and their disposition what they implied. The above, from a cultural perspective of history and feminist theory, questioning the notion of female nature and understanding the interpretation of world and imaginary build contributed the decisions made.

Keywords: Armed Struggle, Female Militancy, MIR, FPMR, Chile.

En este artículo reflexionaremos en torno la adscripción de mujeres a la militancia político armada, focalizándonos en dos organizaciones que resistieron a la dictadura pinochetista en Chile (1973-1990): El Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR, 1965-1987) y el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR, 1983-1990), brazo armado del Partido Comunista de Chile (PCCh). Si bien resultan evidentes las diferencias contextuales y estratégicas entre estas organizaciones, nuestro análisis apunta a cómo justificaron discursivamente la lucha armada, y cómo las militantes se vincularon con estas narrativas en términos de interés y convicción, así como sus disposiciones a la práctica revolucionaria y sus consecuencias.

Revisamos los discursos partidarios y de las militantes haciendo una lectura feminista, asumiendo que existió una transgresión a los mandatos de género que –a pesar de ser culturales y arbitrarios– aluden a una esencia supuestamente devenida de los cuerpos sexuados que redundarían en el actuar “correcto” para hombres y mujeres (Rubin; Butler). Esta construcción binaria y dicotómica, implica que existen roles, estereotipos y lugares socioculturales acotados y jerarquizados, las mujeres han sido vinculadas a la paz por la posibilidad biológica de dar vida; considerando la tríada: mujer/paz/vida versus hombre/guerra/muerte (De Beauvoir), división que cuestionamos a partir de los testimonios de mujeres participantes de estas organizaciones armadas.

Para esta reflexión, revisamos bibliografía especializada, así como documentos y prensa partidaria que evidencia la justificación de la lucha armada, admisible en el marco de una moral y culturas políticas particulares. Asimismo, analizamos testimonios a posteriori de entrevistas propias con la metodología de la historia oral, sumando entrevistas de archivos orales para el caso del FPMR. En el caso del MIR, las entrevistas se realizaron del 2002 al 2015 a militantes profesionales, quienes tuvieron un fuerte compromiso con la organización y priorizaron por el partido en algún momento de sus trayectorias políticas. Los testimonios de Cristina Chacaltana y Soledad Aránguiz corresponden a historias de vida y a largas conversaciones entre 2002 y 2003. El resto de las entrevistas fueron semiestructuradas y se produjeron del 2012 al 20142. En el caso del FPMR, las entrevistas se realizaron entre el 2012 al 2016 a exmilitantes operativas y parte de los equipos médicos, que luego se integraron al PCCh como espacio militante, a lo que sumamos un testimonio del Archivo Oral del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos (MMDH)3. Es relevante señalar que las entrevistadas pertenecían al PCCh antes de ingresar al FPMR, y que –tras el quiebre orgánico– algunas se mantienen en el partido, otras abandonaron su militancia y ninguna se mantuvo en el Frente autónomo. Citamos estos testimonios usando nombres de pila o seudónimos, según lo solicitado en cada caso, pues comprendemos que las condiciones de decibilidad han cambiado en el país, ya que todavía dependen de la orgánica o los períodos de militancias podrían relacionarse con causas judiciales abiertas.

Aplicamos una metodología de lectura transdisciplinar, comprendiendo la violencia política y el ser mujer como construcciones arbitrarias, desde la perspectiva de la historia cultural (Chartier; Burke) y oral (Passerini; Portelli), la teoría feminista y de género (Amorós, Butler; De Beauvoir, Mc Donell, Nash y Tavera, Pateman, Scott). Además, asumimos que la violencia política no es condenable a priori, sino que su reivindicación o repudio se vincula con el contexto histórico, así como con las interpretaciones y acciones que grupos humanos acotados realizan en un período para imponerse legítimas.

Diferenciamos la violencia política –más general– de la lucha armada, expresión posible de la anterior, en tanto la primera engloba múltiples acciones que devienen y/o persiguen fines políticos y pueden ser realizadas por amplios sectores sociales, por ejemplo, revueltas, protestas, barricadas, cortes de camino, tomas de terreno, entre otros. En cambio, la lucha armada requiere una adscripción oficial, formación especializada, así como planificación y dirección política y militar. Esta distinción es relevante en tanto el PCCh rechazó la lucha armada en la mayor parte del período estudiado, cuestión que cambió en 1980 con la Política de Rebelión Popular de Masas (PRPM) que dio origen al FPMR, aunque históricamente contempló otras expresiones de la violencia política.

Al revisar los testimonios, pusimos atención en cómo la opción por la lucha armada es justificada y explicada por estas militantes, así como la disposición a morir y/o matar, independiente de la concreción de estas acciones. Asumiendo que los relatos son construcciones presentes y a posteriori –y no el reflejo exacto del pasado– nos interesa cómo estas protagonistas se refieren a la posibilidad y disposición a ejercer violencia política y asumir las consecuencias de esta elección, en tanto ellas están ubicadas al patriarcado en la inmanencia y la reproducción de la vida y, además, entendiendo que la violencia política no era una estrategia inevitable, pues hubo otras respuestas ante la violencia de Estado (Slipak). Como plantea la ensayista Sylvia Molloy, para desestabilizar lo que se espera de un varón y una mujer es útil releer el texto cultural a partir del género, buscando producir fisuras y aproximaciones novedosas al mismo tema para comprender cómo las narraciones son tecnologías que operan con ciertos mecanismos y proponen ciertas representaciones de género.

Concordamos con Alejandra Oberti cuando releva la riqueza de la oralidad como fuente de investigación señalando que “la consistencia de los sujetos rememorantes está dada justamente por la compleja relación entre lo que permanece y lo que cambia, entre la posibilidad/necesidad de ‘hacerse cargo’ y aquello que el tiempo y las interacciones con otros aportan” (27). Como plantea Alessandro Portelli, la narrativa oral permite aproximarnos a lo que las personas hicieron, lo que quisieron hacer, lo que creyeron estar haciendo y lo que hoy día creen que hicieron, siendo los testimonios construcciones con coordenadas de sentido social (Calveiro) que responden a las necesidades del entorno y están mediados por el lugar de producción. Así, las fronteras de lo decible, confesable y transmitible varían, y los recuerdos pueden esperar el momento indicado para expresarse, por lo que las omisiones, los olvidos selectivos y lo no-dicho, así como el silencio de quienes se negaron a hablar, constituyen parte de los relatos.

Con la salida pactada de la dictadura y el reordenamiento de las batallas de las memorias durante la transición (Illanes, Jelin), los marcos sociales (Halbawchs) se transformaron, siendo la salida pacífica de la dictadura el relato hegemónico. La violencia política como herramienta de lucha y resistencia, que alcanzó a contar con amplio apoyo en el último período dictatorial, fue repudiada por el discurso oficial desde fines de los ochenta, que instaló la vía pacífica e institucional para recuperar la democracia como la única alternativa aceptable. Este marco estableció una condena transversal a todo tipo de violencia ejercida durante el período anterior, negando la relevancia y amplitud de las movilizaciones sociales que utilizaron la violencia política como estrategia para resistir, otorgando al plebiscito de 1988 el protagonismo como hito refundante de la civilidad chilena y satanizando a quienes fueron parte de la lucha armada. En ese escenario, la violencia política de las izquierdas se transformó en una memoria inoportuna, subterránea (Pollak) y escasamente reivindicada de manera pública.

A pesar de las transformaciones y la apertura de nuevos tópicos sobre el pasado reciente, las memorias sobre la lucha armada –y particularmente las descentradas de narrativas heroicas–, así como las referencias específicas de las mujeres militantes a sus participaciones y adscripciones a esta violencia son escasas.

1. La violencia y la mujer como construcciones culturales

La violencia política

La violencia política

Asumir que la violencia es inadmisible per se, obstaculiza comprender fenómenos como la adscripción a la violencia política por una parte de la población y en ciertos contextos históricos, negando a distintos colectivos las razones que impulsaron a decidir, actuar y transgredir el “no matarás” cristiano. La historia cultural resulta útil para comprender las trayectorias vinculadas a la lucha armada, entendida como herramienta para alcanzar un bien colectivo mayor, puesto que identifica “el modo como en diferentes lugares y momentos una determinada realidad cultural es construida, pensada, dada a leer” (Chartier, 17).

Más allá de los debates éticos respecto del uso de la violencia y el bien y el mal, por cierto, relevantes y necesarios, nos interesa conocer la producción colectiva de un orden deseable y los argumentos para imponerlo al resto de la sociedad como parte de las luchas políticas (Lechner). Si la cultura es, como señala Brosnislaw Malinowsky, una respuesta arbitraria a necesidades humanas que devienen en instituciones, la violencia política resulta reivindicable, admisible o repudiable, dependiendo si es requerida para ciertos objetivos y en contextos específicos que permiten incorporarla como parte del rango de acción política.

Lejos de un análisis que condenan la violencia –asociada con el sinsentido o como expresión impulsiva y salvaje–, proponemos pensar cómo –en ciertos contextos y comunidades políticas (D’Assunção)– resulta aceptable e incluso reivindicable. Tal como señala el historiador Keith Baker “la acción de un alborotador al coger una piedra no puede comprenderse al margen del campo simbólico que le dota de significado en mayor medida que la acción de un sacerdote al coger un cáliz” (citado en D’Assunção 132). Si resulta particularmente difícil comprender la violencia –y la violencia política en particular– como producción cultural, es porque la asociamos a respuestas desmedidas y pasionales, como si históricamente no hubiera sido parte de estrategias planificadas, colectivas e institucionales; y como si lo racional y lo emocional pudieran dividirse a la hora de comprender las acciones humanas.

Para atender a lo que resulta admisible en cierto período y en comunidades específicas, resulta útil la noción estructura de sentimiento (Raymond Williams), entendida como construcción que traspasa las leyes e ideas oficiales y refleja el estado de ánimo de una sociedad en un momento histórico específico y que tiene efectos relevantes sobre la cultura, produciendo explicaciones, significaciones y justificaciones que hacen parte y contribuyen a explicar los caminos elegidos por las generaciones de entonces. Esta militancia compartió una estructura de sentimiento epocal, en el marco de culturas políticas (Lechner) particulares y con diferencias entre sí, que establecieron comportamientos aceptables o repudiables.

La mujer

Al igual que la violencia como exabrupto ajeno a la racionalidad, la noción de la mujer ha sido examinada por la teoría feminista y los estudios de género, constatando cómo una “buena mujer” ha cambiado según los contextos históricos, geográficos, etarios, raciales y de clase, entre otros. Si bien el sistema de género patriarcal se caracteriza por su dicotomía binaria, organizada entre masculinidad y feminidad, con roles, espacios socioculturales y prestigios desiguales para unos y otras (Amorós, Espacio público; Pateman; Mc Dowell), la historia evidencia que no es la naturaleza el origen de esta desigualdad, sino la cultura instalada a partir de actos performáticos que construyen un ser mujer coherente, dado que –como señala Judith Butler– el poder actúa como discurso y, lejos de ser un acto individual y voluntario, se vincula con prácticas ritualizadas y repetidas en el tiempo, por lo que el género no es una identidad fija, sino estatuida por la redundancia de sus prácticas y actos. ¿Qué sucede, entonces, con los cuerpos de hembras que actúan según lo que se espera de los machos? ¿Qué pasa con las mujeres cuando están de acuerdo y dispuestas a tomar un arma, entregar la vida por un proyecto político, defenderse o atacar?

Los relatos de estas militantes posibilitan sospechar del lugar esencial de la mujer como dadora de vida y propulsora de la paz, al evidenciar en ellos una defensa de la violencia política y la lucha armada como estrategia necesaria y eficiente para alcanzar la justicia social, y por la que estuvieron dispuestas a morir y a matar. Con esta decisión, subvirtieron notablemente el lugar designado para ellas en el orden sociocultural hegemónico de género, a pesar de que la política formal ha sido un espacio históricamente masculino (Amorós, Espacio público; Astelarra), más aún las guerras y guerrillas, protagonizadas por varones. Para Simone de Beauvoir, el guerrero representa la trascendencia, pues está dispuesto a morir por una causa abstracta que da prestigio al colectivo; este rol minimiza la relevancia de de la reproduciión atribuida a las mujeres. Así, las mujeres y lo reproductivo fueron relegadas a la inmanencia, mientras que los varones se vinculan a la trascendencia a través de un proyecto elegido en libertad, basado en poner en riesgo la vida por ello en función de un bien supremo.

Aunque la construcción cultural mujer-paz ha sido tan expandida y naturalizada como la noción de instinto materno, la historia evidencia que las mujeres siempre fueron parte de los conflictos políticos y armados, aun cuando mayoritariamente se adaptaron a los roles de género esperables en estos contextos (Moreno). Joshua Goldstein distingue entre lo que el género permite y lo que las mujeres han hecho concretamente, por lo que no podemos continuar sosteniendo que la guerra es un espacio de hombres en tanto sistema que se reitera y afecta a toda la humanidad. Los conflictos bélicos siempre han requerido del trabajo, los cuerpos, las sexualidades y el apoyo moral de las mujeres y ellas han participado en la guerra en roles vinculados con la violencia, según el autor.

Mary Nash y Susanna Tavera indican que frente a todas las guerra, las mujeres han tomado posiciones individuales o colectivas, aunque sus voces de protesta y/o apoyo a la beligerancia no fueran reconocidas en las decisiones públicas. A principios del siglo XX, las adelitas integraron los ejércitos de la Revolución mexicana. En Cuba, la revolución de 1959 contó con reconocidas guerrilleras, y en Sudamérica y América Central en los setenta y ochenta, las mujeres no solo participaron de las luchas anticolonialistas y de resistencia a las dictaduras, sino que incluso las dirigieron, como en Nicaragua o El Salvador (Vázquez; Randall).

A pesar de lo anterior, algunas corrientes feministas asumen que la diferencia de género comprendería ciertas características que –por historia, crianza o naturaleza– distinguiría a las mujeres de los varones, como la defensa de la paz y la vida, lo que resulta cuestionable revisando los procesos históricos mencionados, así como las acciones de mujeres particulares que en la historia han usado la violencia no solo política, sino también criminal. Por esto, nos parece central la crítica de la mexicana Hortensia Moreno a este discurso: “ser mujer no implica ser pacifista, como tampoco, por cierto, implica ser feminista” (113). Celia Amorós, respecto de la noción del derecho al mal de Amelia Varcárcel, señala que

lo único que sé positivamente es que ¡no nos han dejado ir a lo guerra! ¡Yo no sé qué hubiera pasado si nos hubiesen dado una metralleta, todavía no lo sé! (…) No hagamos, por tanto, un pacifismo femenino blandengue, sino un feminismo pacifista serio (…) que no prejuzgue que las mujeres tenemos la ‘esencia de la paz’. (…) Si somos pacifistas seámoslo como sujetos de opciones, y no como objeto de definiciones. (Amorós, Feminismo 13)

Las militantes transgredieron los binarismos femenino/masculino, naturaleza/cultura, vida/muerte, desestabilizando el orden sexo genérico hegemónico y provocando fuertes reacciones; evidenciadas en cómo se las reconstruyó estereotipadamente, y en las represiones específicas genérico sexuales a las que fueron sometidas, en tanto encarnación del mal y de la feminidad fallida (Vidaurrazaga; Vidaurrazaga y Ruiz Cabello).

2. Las orgánicas y la violencia política

El MIR y el PCCh –del cual surge el FPMR como brazo armado–, nacieron en contextos muy diferentes, fueron incluso adversarios en los sesenta y setenta respecto de las estrategias para alcanzar la revolución, meta que siempre fue compartida. En los ochenta, y con la dictadura en su esplendor, ambas orgánicas coincidieron en que para derrocar a Pinochet se requería de todas las formas de lucha, incluida la armada.

El MIR se fundó en 1965, en un período democrático, al calor de la Revolución cubana y como parte de la nueva izquierda latinoamericana (Marchesi), sector que calificó de “caricatura de revolución” (Conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad, OLAS), la política de la Internacional Comunista (IC) respecto de la formación de amplios frentes populares que detuvieran la arremetida fascista mundial. El PCCh nació mucho antes, en 1922, siendo parte activa de este llamado de la IC, e impulsando frentes populares amplios que en los años treinta alcanzaron el poder ejecutivo en el país; estrategia que volvió a tener éxito en 1970, cuando la Unidad Popular (UP) obtuvo el triunfo del socialista Salvador Allende. Así, aunque ambas orgánicas tenían por finalidad alcanzar el socialismo, durante los largos sesenta se ubicaron en veredas contrarias. Mientras el PCCh se la jugó por el triunfo y luego el gobierno de la UP, el MIR –reconociendo que era un avance y deteniendo sus acciones armadas– insistió en la ineficacia de realizar alianzas con la burguesía y la necesidad de armar al pueblo para defenderse del poder oligárquico (Pinto; Casals; Álvarez).

En este período una parte de las izquierdas latinoamericanas se desplazó en forma progresiva hacia la valoración política de la violencia revolucionaria, entendida no solo como estrategia, sino también como fundante de una moral basada en un imaginario y una estética (Palieraki). Así, una diferencia fundamental entre estas dos orgánicas radica en el objetivo de la lucha armada. Para el MIR era una herramienta para alcanzar el socialismo –al modo de la Revolución cubana–, por ello fue su estrategia durante toda la existencia de este partido; mientras que para el FPMR era una instrumento para derrocar a la dictadura y recuperar una sociedad democrática, donde por vías institucionales y la fuerza de las masas se alcanzaría la revolución. La lucha armada fue rechazada enérgicamente por el Partido Comunista en el período previo a la dictadura. Así, entre 1983 y 1987, para ambas orgánicas la lucha armada fue parte de su estrategia política, aunque sus objetivos eran diferentes. En 1983, esta confluencia se concretó con la creación del Movimiento Democrático Popular (MDP), que agrupó en un inicio al Partido Socialista (PS) Almeyda, el PC y el MIR, luego se unieron facciones de la Izquierda Cristiana y el Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU). El MDP se levantó como alternativa a la Alianza Democrática (AD), nacida ese año al alero de la Democracia Cristiana, el ala socialdemócrata del PS y el Partido Radical. Si bien ambas coaliciones plantearon terminar con la dictadura, el MDP contempló todas las formas de lucha para lograrlo y encaminar al país al socialismo; mientras que la AD negoció con los representantes de la dictadura, oponiéndose a la violencia política. En agosto de 1985, estos últimos concretaron el “Acuerdo Nacional para la Transición a la Plena Democracia”, planteando frenar una potencial guerra civil y aislando a los llamados “grupos extremistas” (Goicovic), negociación rechazada por el MDP, especialmente el PC y el MIR, que explicitaron nuevamente su opción “por todas las formas de lucha en aras de una salida democrática y popular, inmediata y no pactada” (Salinas 81).

Esta disputa de sentidos sobre qué era violento y cuál era la violencia legítima, muestra cómo la dictadura posicionó ante la opinión pública a la militancia izquierdista, particularmente a quienes integraron orgánicas político-armadas como el MIR y el FPMR en tanto terroristas causantes del caos. En la vereda contraria, el MIR y el FPMR, como parte del PCCh, construyeron un relato que legitimó sus acciones y que, en el segundo caso, se dirigió también al sector de la militancia comunista que no comulgaba con la militarización en el partido.

El MIR

Si bien el historiador Igor Goicovic señala que no se puede hablar de un solo MIR, aludiendo a los distintos períodos de su historia, desde 1965 hasta 1987 existe continuidad en la convicción respecto de la lucha armada como herramienta necesaria para alcanzar la revolución socialista (Sandoval; Naranjo y otros); la violencia política, en este sentido, es parte constitutiva de la identidad y el ethos mirista (Ortiz) y fue reivindicada por sus militantes, dándole mayor visibilidad mediática al movimiento (Palieraki): las armas no solo eran una vía para alcanzar la revolución, sino la única forma para que fuese radical y, por tanto, verdadera. El documento Declaración de principios de 1965 señalaba que el MIR era el auténtico heredero de las tradiciones revolucionarias chilenas y que aliarse con la burguesía paralizaba el ascenso revolucionario y la verdadera vocación del pueblo; reafirmaba el principio marxista-leninista de que “el único camino para derrocar al régimen capitalista es la insurrección armada” (Ortega y Radrigán 100) y adhería a la noción guevarista de que una vanguardia idónea y dispuesta, podía crear las condiciones y conducir al pueblo hacia este objetivo. En 1965 el congreso fundacional del MIR aprobó la vía insurreccional y en el documento Sólo una revolución entre nosotros puede llevarnos a una revolución en Chile (1969) se fundamentó la guerra revolucionaria popular e irregular.

Aunque en la primera etapa la violencia del MIR fue más discursiva, en 1968 este partido ya había organizado dos escuelas de guerrilla –precarias– en el sur de Chile y un taller de artefactos militares caseros (Palieraki). En septiembre de 1969 comenzaron los asaltos, se intensificaron las ocupaciones de fábricas y tomas de terreno, agudizadas el primer semestre de 1970 en sectores urbanos (Palieraki; Salinas). Ese año se publicó Sin lastre avanzaremos más rápido (Naranjo y otros), documento que estableció la profesionalización de la militancia y estableció la lucha armada y la disciplina como el marco para establecer los comportamientos militantes deseables (Vidaurrazaga y Ruiz).

Ante el amplio apoyo alcanzado por la UP, el MIR planteó que las elecciones no lograrían una real conquista del poder, puesto que “las clases dominantes no vacilarán en dar un golpe militar” (Ortega y Radrigán, “El MIR” 38-39), por lo que –aun reconociendo el avance de esta mayoría electoral–, reiteró la vigencia de la lucha armada, llamando a armar al pueblo y asumiendo la política de avanzar sin transar. Tras el golpe de Estado esta orgánica fue muy reprimida, a pesar de la consigna “El MIR no se asila”, que redundó en sanciones partidarias para quienes salieron del país sin haber sido expulsados. Luego del asesinato de su máximo líder, Miguel Enríquez, en octubre de 1974 y la salida al exterior de la Comisión Política (CP) en 1975, esta orgánica fue derrotada y se replegó.

A fines de 1977 y en 1978, comenzó la contraofensiva denominada Plan 78 u Operación Retorno, consistente en el reingreso clandestino de militancia entrenada política y militarmente en Cuba (Pérez), que buscó “preparar las condiciones para el desarrollo de los frentes guerrilleros y el fortalecimiento de los grupos operativos urbanos y suburbanos, a fin de extender las acciones de resistencia armada” (Aguiló s.p.). Este plan contempló reconstruir la fuerza central en los principales centros productivos (Santiago, Valparaíso, Concepción) e instalar dos focos guerrilleros en el sur del país, planificando avanzar desde acciones armadas menores, a otras de sabotaje menor y luego a acciones operativas guerrilleras. A cargo de las primeras estarían las Fuerzas Milicianas Populares surgidas en los frentes de masas, bisagra entre lo político y lo militar que evidenció las dos caras de la estrategia de guerra popular prolongada (GPP) acordada para el período.

El contexto pareció reafirmar que era el momento para derrotar a la dictadura: en 1979 triunfó la revolución sandinista en Nicaragua, y a principios de 1980 el PCCh oficializó su adscripción a todas las formas de lucha, incluida la armada. En 1981 había sido detectado y asesinado un destacamento casi completo de los dos focos guerrilleros en Neltume, mientras el segundo en Nahuelbuta se replegó a la ciudad luego de estar meses paralizados. En ese período hubo protestas urbanas históricas impulsadas por fuerzas milicianas que ampliaron la resistencia contra la dictadura, pero estuvieron lejos de iniciar un levantamiento popular. En junio de 1985 el Comité Central (CC) reafirmó la centralidad de construir una fuerza revolucionaria y partidaria y desarrollar la lucha armada para dar un salto en la guerra popular, sin descartar el trabajo de alianzas y con los movimientos sociales, la movilización e insurgencia de masas. En esta reunión ya se avizoró la crisis que en 1987 y 1988 escindió al MIR en tres fracciones: El histórico, liderado por Andrés Pascal Allende, que abogó por mantener la combinación lucha de masas y armada; el político o renovación, encabezado por Nelson Gutiérrez y Jécar Neghme, que propuso abandonar la lucha armada sumándose al proceso político; y el comisión militar, dirigido por Hernán (Nancho) Aguiló, que planteó reforzar la práctica político-militar (Vidal).

El FPMR

En el caso del PCCh, la decisión de tomar las armas fue producto de un debate largo y complejo, dado que esta había adherido en las décadas anteriores a la estrategia de formación de amplios frentes populares que, por la vía electoral, revertirían la avanzada fascista, plan que resultó exitoso con el triunfo electoral de Salvador Allende y la UP. Tras el golpe, y con el objetivo de derrotar a la dictadura, este partido elaboró un plan de acción coherente con su política de gestionar amplios consensos: el Frente Antifascista (FA). Esta coordinación fue pensada como alianza amplia y multisectorial de todos los partidos opositores al régimen, para formar un gran frente democrático, que se mantuvo hasta el Pleno del CC de 1979.

En septiembre de 1980 el Secretario General del PCCh, Luis Corvalán, anunció en un discurso en Moscú por el X aniversario de la UP (1982), la política de rebelión popular de masas (PRPM) que validó todas las formas de lucha, incluida la armada. Un prolongado debate de tres años precedió este anuncio, que marcó un antes y un después en la historia del partido. La PRPM tuvo como protagonista no solo al Comité Central, sino también a estructuras intermedias como el Equipo de Dirección Interior EDI, los centros de estudios en el exilio y la experiencia internacionalista, entre otros; aunque no hubo un documento que delimitara y diera directrices claras sobre las formas de lucha, fue una orientación a la militancia para derrocar a la dictadura mediante una rebelión generalizada del pueblo. Tras esta oficialización, el EDI articuló el Frente Cero, estructura que concretaría la PRPM, realizando entre 1980 y en 1983 acciones audaces de mediana envergadura, a cargo de equipos operativos formados militarmente en el país (Bravo).

En diciembre de 1983, la orgánica militar pasó a llamarse Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Aunque públicamente el partido negó el vínculo con este brazo armado apelando a la seguridad, el FPMR fue parte de la política de rebelión popular de masas y dependía directamente del partido a través de su jefe histórico, Raúl Pellegrin, en la Comisión Militar. El FPMR ejecutó acciones especializadas, selectivas y de gran impacto, como sabotajes a torres de alta tensión para cortar la energía (apagones nacionales) y a ferrocarriles del Estado, ataques a cuarteles de la CNI, secuestros selectivos, toma de radioemisoras para transmitir proclamas políticas, asaltos a armerías para obtener armamento y la instalación de bombas en sitios estratégicos.

En 1986 el PCCh determinó que ese sería el año decisivo para derrotar a la dictadura tras un gran levantamiento popular. Se planificaron dos acciones de envergadura: la internación de armas a través de una caleta en la costa norte del país, Carrizal Bajo, y el atentado al dictador. Ambas fracasaron: en agosto de 1986 los aparatos de seguridad descubrieron la internación de armas y el 7 de septiembre Pinochet salvó ileso del atentado. Esto precipitó las diferencias entre la dirigencia del FPMR y el PCCh, haciéndose insostenible la permanencia del primero como brazo armado del partido. A fines de 1987, se produjo la división del brazo armado entre el FPMR Autónomo y el FPMR Partido. Es relevante comprender esta división como una fractura del PCCh y no como una separación de dos organizaciones vinculadas por un proyecto común, puesto que hubo militancia comunista de antigua data que optó por irse al Autónomo, así como quienes se quedaron en el Partido y quienes decidieron abandonar la militancia.

En El Rodriguista, órgano de difusión oficial, la reivindicación del uso de las armas y la radicalización de las prácticas políticas se acompañaron de explicaciones respecto del origen de esta suborgánica, sus objetivos y la necesidad de un brazo armado para derrotar a la dictadura. El artículo La violencia del pueblo es la justa ira señala:

Han sido los chilenos los que han reclamado una conducción político-militar que les permita devolver, en las mejores condiciones, el ataque sistemático de que han sido víctimas por más de una década (…) Hemos comprendido que si no se consideran las armas, su levantamiento puede conducir al fracaso y a la continuación de la tiranía. (El Rodriguista, n°13, marzo 1986 12).

En lo que Mariela Peller (2008) denomina una pedagogía de la guerra respecto del PRT-ERP argentino, en El Rodriguista se dan las instrucciones acerca del arme y desarme de una subametralladora UZI (n.º 16), un fusil M-16 (n.° 17) o la fabricación de explosivos caseros. También se difundieron acciones realizadas, reiterándose imágenes de combatientes rodriguistas4 con el fusil en mano (Robles). El mesianismo y la construcción identitaria de esta militancia, la disciplina, el honor y la moral revolucionarias, así como el mandato de dar la vida si fuese necesario, siempre presente en la historia del PCCh5, adquirió en este contexto un peso categórico.

3. Las voces del MIR y el FPMR

En este apartado nos interesa comprender cómo en los discursos posteriores a la dictadura estas militantes, interpretan, fundamentan y justifican su adhesión pasada a la lucha armada entendida como parte de la lucha política. Lejos de concentrarnos en el uso concreto de armas y la participación en acciones violentas, o en las diferencias ideológicas y estratégicas y de contextos en los que el Frente y el MIR adhirieron a esta práctica, nuestro foco es atender al relato respecto de la convicción del pasado, sustentada en una interpretación política compartida respecto de la violencia y las armas como herramienta que apuntan a fines superiores y legítimos. Al mismo tiempo, relevando que estas narraciones pertenecen a mujeres militantes de los setenta y ochenta, tiempo en el que en Latinoamérica la revolución sexual era todavía moderada (Cosse) y en que las políticas de domesticidad aplicadas por los gobiernos de los Frentes Populares en Chile (1938-1941) en adelante, devinieron en la promoción de la familia burguesa (Rosemblatt), asentando la noción de mujer-madre y encargada del hogar. Así, la disonancia entre ser mujeres y participar en la lucha armada en los setenta y ochenta era una cuestión contraria a la “naturaleza femenina” (Vidaurrazaga).

La convicción respecto del uso de la violencia política

Al referir a sus adscripciones partidarias, los testimonios evidencian una interpretación de mundo compartida en ambos espacios, que apunta a la necesidad de una violencia organizada como respuesta eficiente ante la injusticia social y/o la represión del período, argumentos sostenidos hasta el presente por algunas de estas otrora militantes.

En el caso del MIR, los relatos dan cuenta de militancias que iniciaron muy jóvenes, durante la UP o previamente, cuando las desigualdades sociales requerían una transfomación radical, a pesar de que Chile tenía un Estado de bienestar. Para Lucía –profesional de las comunicaciones durante la UP, parte del CC del MIR clandestino en dictadura y preparada en Cuba–, su convicción inicial se debió a que:

había estado como cristiana en trabajo voluntario en partes súper pobres de Chile, en Arauco, en zonas mapuche (…) ya tenía conciencia de la desigualdad, y no me parecía que hubiera una solución por la vía de la institucionalidad para resolver el tema del poder, del acceso a la tierra, (…) a un trabajo digno. Y estábamos todos muy entusiasmados con la Revolución cubana (…) no había prestigio para otras soluciones. Y como cristiana, estaba la cosa de Camilo Torres. Era una confluencia de factores.

Los procesos de resistencia y revoluciones armadas del período, así como la constatación de los límites de la vía institucional para lograr cambios radicales efectivos, son reiterados para explicar la adscripción a la lucha armada en un período democrático, donde observaban que las injusticias sociales y la violencia del Estado se mantenía. María Isabel alcanzó la dirección de un regional del partido cuando era una joven médica durante la UP y después del golpe integró el CC internacional, vivió la prisión política al inicio de la dictadura, se preparó militarmente e incluso fue parte de la Revolución nicaragüense; ella recuerda que su elección se debió a que “tú veías los procesos de resistencia, habían sido de lucha armada y, en ese sentido, era Argelia, era Cuba” (Morales 93).

Patricia, quien ingresó muy joven al MIR y fue detenida en los ochenta, explica su decisión política así: “si tú vas más allá de lo que permite la lucha política institucional (…) solito se te da la necesidad de armarte no solo de fierros6, sino de armarte de conocimiento, educación, de lo que es la autodefensa, la lucha miliciana y militar”. Ángeles estudiaba en la universidad cuando ingresó al MIR durante la UP y cayó presa tras el golpe, argumenta:

Uno iba leyendo, de la matanza del seguro obrero, la matanza de Iquique, cómo había reaccionado la Fuerza Armada frente a cada foco (…) de cualquier sector (…). Entonces, yo no creía en posibles acuerdos o avances con lentitud. Esa es la premisa de creer en un partido que defendiera la vía violenta, creí que no había ninguna [otra] posibilidad.

A diferencia del MIR, para las militantes del FPMR, la vía armada fue entendida como una estrategia necesaria exclusivamente para resistir y vencer la opresión dictatorial. Alicia –proveniente de una familia comunista de larga data, ingresó a los siete años a los pioneros7 en 1972, salió al exilio tras ser herida en una acción y se preparó militarmente en Cuba– considera que la violencia era la única respuesta posible ante el terrorismo de Estado:

Yo estaba sumamente convencida de que esta cuestión tenía que avanzar […] con las armas, porque lo habíamos visto en las poblaciones. Cuando nosotros íbamos a trabajar a las poblaciones, llegaban los pacos y dejaban la cagá, entonces, de repente tenías que dispararle y, por último, los hueones se asustaban.

Avelina fue parte de la generación becada para estudiar medicina en Cuba durante la UP, en consonancia con la experiencia internacionalista del PCCh, no pudo regresar tras el golpe e ingresó en 1975 a las Fuerzas Armadas Revolucionarias cubanas (FAR). Esta orden diferenció a hombres y mujeres militantes; se envió a 57 varones a las FAR que abandonaron los estudios de medicina para dedicarse a la carrera militar (Rojas). Las mujeres militantes no fueron incluidas en este plan en un inicio y algunas de ellas exigieron el mismo trato que sus compañeros, ante lo que el partido las instó a continuar los estudios para especializarse en medicina de guerra8, condición profesional en la que algunas participaron en el Frente Sur de la guerrilla nicaragüense, mientras otras esperaron en Cuba que el PCCh visara sus ingresos a Chile en el marco de la PRPM. Al recordar estos hechos, Avelina relata que “dentro del grupo de hombres llamaron a dos compañeras y entonces ellas dicen ‘bueno, ¿y las demás dónde están? ¿Por qué las demás no están aquí?’ Y ahí nos fueron a buscar con dos días de atraso [en relación con] el resto’”. Así, esas dos mujeres hicieron un llamado de atención que redundó en la incorporación de otras compañeras, aunque pocas y siempre en calidad de médicas, dando cuenta de la división sexual del trabajo militante del período.

La escasez de fuentes dificulta conocer las razones que tuvo el Estado Mayor cubano o los encargados del PCCh en la isla en esa decisión, aunque resulta evidente que se distinguió entre hombres y mujeres y que el trabajo militar con mayor prestigio era un espacio masculino. El testimonio del internacionalista José Miguel Carrera contribuye a comprender esta diferencia, pues relata en sus memorias cómo el grupo de varones juzgó en el período a los compañeros que se negaron a cumplir la orden partidaria: “muchos estudiantes de medicina aceptaron por la presión del momento. Solo dos o tres de los convocados rechazaron la solicitud de abandonar para siempre la carrera de medicina. Fueron descalificados por nosotros” (Carrera 25). Sobre lo mismo, Avelina indica que “No era una sanción que alguien te dijera ‘oye estás sancionada, no puedes ir al cine 50 días’. Pero había una sanción moral”.

Recién a mediados de los ochenta, la militancia que continuaba en Cuba recibió permiso partidario para retornar, algunos ingresaron de forma legal y otros clandestinos. Las mujeres retornadas a Chile se encargaron del resguardo médico del FPMR, ya fuera en atenciones individuales o en clínicas clandestinas. Para Avelina, más que acatar la orden partidaria, este ingreso concretó una cuestión esperada por ella y esta generación internacionalista: “Nosotros pensábamos que había que luchar […] que había que regresar al interior del país, […] levantar una fuerza popular que fuera capaz de derrotar la dictadura” y, según ella, esta decisión orgánica se debía a que

el partido tenía una concepción de cómo iban a desarrollarse los acontecimientos. Y para esa concepción pensaban que en algún momento iba haber un ejército, que había que formar un ejército de nuevo tipo. Y que en ese ejército de nuevo tipo nosotros teníamos cabida.

Este viraje político del PCCh que incluyó el uso de las armas, fue un proceso largo, lleno de tensiones y debates internos que empujaron los límites de lo políticamente aceptable en un partido que llevaba décadas defendiendo la vía institucional a través de amplias alianzas políticas y trabajo de masas. Transcurrieron siete años desde el inicio de la dictadura antes que el partido aceptara oficialmente el camino armado.

Para Mónica –quien ingresó a los 12 años a los pioneros en 1982 y fuera detenida durante su militancia–, la violencia política y el camino del FPMR era necesario y tan respetable como las vías institucionales que históricamente defendió el PCCh, dada la fuerza del enemigo:

yo soy [una] convencida, y lo digo muy responsablemente, de que había que luchar, no tan solo con un papel, había que luchar con todas las formas de lucha. Y dentro de las formas de lucha, tan respetables como la de poner un papel dentro de una urna, era también tomar las armas de igual a igual. (MMDDHH)

Natacha –con una historia militante en las JJ.CC. desde 1982 y quien estuvo en el exilio–mantiene esta convicción hasta hoy y pone el acento en la disciplina que implicó la formación militar. Muestra su desencanto ante lo que calificó como una “salida negociada de la dictadura”:

fuimos entregados absolutamente al mandato que diera el Partido con respecto al Frente. Creo que dimos todo. Dejamos todo y dimos todo. Y no me arrepiento en lo absoluto. Y si lo tuviera que hacer de nuevo, lo vuelvo hacer. En verdad no me arrepiento. Creo que ha sido la experiencia más increíble que yo he vivido (…). Solo lamento que esto no haya continuado, que esto no haya podido ser (…) y me da mucha pena (…). Pero no me arrepiento un ápice de todo lo que hice y (…) lo que hicimos. Fue mucha gente, (…) muchas mujeres dispuestas a darlo todo. Pero me queda la pena grande de que no fue posible. Que el desenlace fue feroz para nosotros. Que mientras nosotros y nosotras estábamos entregando la vida, los políticos, los partidos estaban arreglando todo para tener una salida. Estaba negociándose la salida de la dictadura en Chile. Eso es lo que más pena me da: la decepción (Natacha).

La muerte pisando los talones

Ingresar a una organización que propugnaba la lucha armada implicó no solo asumir y mantener la convicción respecto de la necesidad de la violencia política, sino también la disposición concreta de que sus cuerpos experimentaran las consecuencias de esa decisión: la posibilidad de morir en esta lucha, cuestión que estaba lejana al estereotipo simbólico de la feminidad hegemónica dadora de vida y, por tanto, pacífica y concentrada en las demandas del adentro (Lagarde, 2010).

Las miristas, que iniciaron sus militancias asumiendo la estrategia de lucha armada, se refieren a la muerte como una cuestión cotidiana o en algo que no pensaban a pesar de tener conciencia de que era una posibilidad. María Isabel relata: “yo creo que por la épica que teníamos […], que teníamos que ser guerrilleras heroicas hasta la muerte, […] el miedo a morir en mi caso y en el de muchas compañeras y compañeros no era lo que prevalecía en ese momento” (citada en Morales 93). Soledad ingresó al MIR durante la UP siendo estudiante secundaria, fue detenida tras el golpe militar, estuvo en prisión y fue exiliada, para retornar a fines de los ochenta con la Operación Retorno (Pérez, Goicovic), luego de prepararse militarmente en Cuba. Volvió a ser detenida y estuvo en prisión durante los ochenta, período en que sus compañeros y compañeras eran detenidos y asesinados cotidianamente: “Yo sabía que estaba cayendo gente, que estaban matando, pero obviamente uno siente que no le va a pasar. Yo iba a mis puntos convencida de que no me iba a pasar nada, hasta el día que me detuvieron (…) Uno vivía pensando que todo va a salir bien, que uno iba a sobrevivir para ver el triunfo”.

Lucía, frente a la posibilidad de morir durante su la militancia, señala que “la muerte se hizo (…) cotidiana, tú tenías que vivir con eso, al final era tan natural morir como luchar, para mí estaba incorporado, era parte de los riesgos, no había que detenerse mucho a pensarlo”. Durante la primera detención de Soledad, fue torturada en Villa Grimaldi y trasladada sin explicaciones junto a otros prisioneros a la prisión de Tres Álamos. Esta militante recuerda cómo Gladys –que era una reconocida periodista y como tal dirigía el Frente de Trabajadores Revolucionarios, espacio de participación de masas del MIR– la instruía en el camino de manera muy fría, asumiendo que la matarían por su nivel de responsabilidad en la orgánica:

Me dijo que tenía que aprenderme su nombre de memoria, ‘¿cómo me llamó yo?’, me preguntaba, y yo lloraba a moco tendido, y le decía que no dijera eso. Y ella súper racional, fría, diciéndome que era obvio que la iban a matar y que yo iba a vivir, así es que tenía que contar que la había visto y (…) lo que le había pasado al compañero socialista que estaba en la torre con ella, y que lo habían matado, porque yo era la única que iba a saber lo que pasó con él si a ella la mataban.

Sobrevivir implicaba también la responsabilidad de contar lo vivido, mientras la posibilidad real y asumida de la muerte vinculada con un heroísmo propio de la moral revolucionaria guevarista (Vidaurrazaga y Ruiz), implicaba que el miedo a perder la vida por esta causa no las detuviera. Cecilia decidió integrarse a la Fuerza Central del MIR en 1974, cuestión que para ella tenía más sentido que ser parte de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (AFDD) que actuaba pacíficamente, cayó prisionera en los ochenta y recuerda que perder la vida era algo asumido en ese tiempo: “Estaba dentro del compromiso y la opción de vida, en la opción que yo había tomado estaban esos riesgos, y esos riesgos eran que un día te llegara el balazo y chao”. Miryam –quien también se sumó a la Fuerza Central tras su retorno desde Cuba donde vivía con sus tres hijos pequeños; fue prisionera política en los ochenta– describe cómo antes de las acciones conversaba con sus compañeros respecto de la posibilidad de morir, quienes le solicitaban: “asegúrate de que esté muerto antes de recoger mi arma”, “no me vayas a dejar botado si estoy vivo”. En la segunda detención en 1984 y tras el retorno, Soledad reaccionó disparando ante el cerco represivo:

yo disparé, porque quería que me mataran. Lo que había vivido antes en mi proceso de tortura era fuerte, y pensaba que ahora iba a ser mil veces más fuerte. Porque ya no soy la cabrita nuevita que pueda hacerle creer a los demás que soy un pajarito (…). Ahora soy una retornada (…) que se calcula en niveles de dirección del MIR, pensé que me iban a hacer cagar. Y el temor de qué va a pasar conmigo físicamente, si voy a aguantar, cómo voy a sobrevivir a todo esto. Y cuando a mí me llegan a detener (…) más que arrancar lo que hice fue tratar de que me dispararan, para no tener que volver a pasar por eso (…) Porque la primera reacción de uno es un poco suicida. Porque lo menos malo que podía pasar para uno y para los demás, es que te maten. (Destacado propio).

Es relevante como a posteriori la propia muerte se describe como lo “menos malo para ella y los demás”, pues la tortura implicaba la posibilidad de entregar información –cuestión sancionada y repudiable en la lógica de esta cultura política– y la muerte aseguraba mantener la palabra. María Isabel describe su detención en 1974:

En la semiinconsciencia en la que una queda, yo pensé […] que iba morir, o sea, tú estás preparada y no te importa morir. Porque, bueno, esa era la posibilidad cierta que tú tenías […] si te apresaban no debías hablar y tenías que estar ahí, hasta que se te acabara la vida. (Citada en Morales 92-3).

En este relato, se explica la escala valórica en que la lealtad y la disciplina adquirían mayor valor que la vida, puesto que quebrarse era el peor de los males mientras que el honor sobrevivía a los cuerpos muertos9 heredándose. Explicar a la descendencia las razones de una muerte heroica era un tema recurrente en las noches de acuartelamiento antes de una acción, según el relato de Miryam, quien señala haberle encargado a sus compañeros: “cuéntales que yo luchaba, cuéntales por qué, cuéntales que pensaba en ellos hasta el último minuto, que era por ellos”.

En el caso del FPMR y, aunque el objetivo de la lucha armada era derrocar a la dictadura, la convicción respecto de morir por una causa más trascendente que la propia vida, es descrita en estos testimonios de manera similar a la de las miristas. Mónica (MMDDHH) indica:

estábamos decididos hasta dar nuestra vida si fuera necesario […] yo tengo compañeros que perdieron la vida en enfrentamientos, incluso tuve una pareja […] que cayó en un enfrentamiento, pero en un enfrentamiento de verdad, no en un falso enfrentamiento […] todos esos gestos de dignidad, de decisión de luchar contra lo que se estaba dando […] tú la enfrentabas y ponías a disposición lo más bello que era tu vida en favor de la libertad, en favor de recuperar esa llamada democracia. (Destacado propio)

Mónica acentúa la dignidad de morir en un enfrentamiento de verdad, pues alude implícitamente a los falsos enfrentamientos, en que la militancia no podía defenderse y era masacrada, mientras que en la prensa aparecían como batallas entre pares. Un enfrentamiento de verdad implica que hubo capacidad de reacción y se murió luchando con un arma en la mano, lo que califica de gestos de dignidad, en tanto la vida se comprende con real valor cuando se dedica a la lucha política como un proyecto superior a la propia existencia. Alicia describe una acción donde la muerte se le aproximó concretamente, de la que salvó con vida gracias al rescate de un compañero y tras la que resultó herida, por lo que el partido la envió al exterior para recibir tratamiento traumatológico adecuado:

Venía un paro y nosotros teníamos que volar una cantidad de postes, unos generadores que los botábamos y se caía toda la luz […] Y se apareció un paco [policía …] y nos apuntó a mí y al otro compañero […] al cruzar la calle me disparó, y me agarró una pierna y un brazo, y me quebró la tibia, entonces no podía caminar porque me rompió el hueso completo […] al salir […] le dije al compañero que iba a cargo que se retiraran todos […] que me pasaran el arma y yo me quedaba conteniendo a los pacos. Entonces me pasaron un arma, me quedé detrás de un poste, y a disparar, disparar, disparar, para que no llegaran y los otros compañeros pudieran arrancar.

Natacha relata en su testimonio cómo vivió junto a sus compañeros la posibilidad de morir, cuando a mediados de los ochenta las protestas en las poblaciones donde el PCCh tenía aparato militar eran cotidianas, y cómo esta decisión partidaria cambió su vida:

Un día (…) o dos días antes de una protesta grande, nos juntábamos todos, nos tomábamos unos vinitos, por si no nos volvíamos a ver (…) Nos despedíamos cada vez que teníamos que enfrentar una protesta nacional, un paro, lo que fuera. Y ya habíamos asumido un rol más fuerte dentro de la organización. Entonces vivíamos muy asustados, en realidad. No vivíamos, en realidad, no vivíamos. Ya no nos reíamos, cambió todo en realidad, cambió todo en nuestras vidas. Ya no disfrutábamos como cuando éramos de la Jota. (Destacado propio)

A diferencia de las miristas –que asumen desde un inicio de su militancia que podían jugarse la vida– que ingresaron al FPMR desde el PCCh experimentaron una transformación relevante en sus vidas, dado que la lucha armada se integró como estrategia siete años después del golpe. Quizás por esto, Natacha califica el vivir con miedo como un no vivir, no disfrutar, y relata las constantes autodespedidas cada vez que existió la posibilidad de no volver, como eufemísticamente denomina a la muerte. Es posible que esta experiencia difiera respecto de quienes se integraron directamente al FPMR, gente más joven y que partió su militancia asumiendo la lucha armada como una elección política, o entre quienes decidieron continuar en el FPMR Autónomo tras el quiebre de 1987.

La posibilidad de matar

Ingresar a una organización que reivindicara la lucha armada, implicó la decisión y disposición a usar a armas, así como la posibilidad de matar a otro. Esta constante en el discurso partidario del MIR se hizo más concreta o difusa dependiendo del período y las tareas militantes. María Isabel relata respecto de los primeros días del golpe cuando debió esconderse, que a pesar de la narrativa partidaria sobre prepararse militarmente, “no teníamos armas (…) Nadie, ni el compañero que era el encargado del Comité Central del norte chico, ni yo que estaba a cargo del regional Valdivia”. Gladys, señala que aunque para ella adscribir a la lucha armada no se centraba en la cuestión de morir o matar, inevitablemente lo incluía por las características de la militancia:

Para nosotros lo más importante era la destrucción del poder, no la destrucción física de personas (…) no éramos asesinos de hombres, nosotros amamos y respetamos la vida de los otros, estábamos contra un sistema. Para mí, dificilísimo pensar en matar, pero claro, enfrentada, él o yo, yo lo iba a hacer, en ese momento estaba dentro, pero pedía internamente nunca enfrentar esa posibilidad.

Asumir lo que implicaba esta militancia y, a la vez, esperar no tener que usar un arma en contra de otra persona, es algo que se reitera en el relato de María Isabel:

si bien es cierto que andábamos armados, bueno tendría que haberme enfrentado un día… sí, si me encuentro en un enfrentamiento, pero, en ese momento ni te lo podías imaginar. Te iban a disparar y te mataban al tiro o te mataban en la tortura.

Ángeles también señala que pensó que todo iba a estar bien y que nunca le pasaron un arma, aunque el día del golpe esta posibilidad dejó de ser abstracta: “Mi jefe en esa época (…) pidió arma y (…) la última vez que nos vimos, se despidió y fue muy hábil en decirnos, ‘aquí o ellos o nosotros (…) ustedes tienen que tomar la decisión de qué hacer, pero yo no me entrego vivo’. Y así tal cual fue”, agregando que ella siempre tuvo posibilidad de escapar antes que enfrentarse.

Cecilia, frente a la posibilidad de ellos o nosotros, expresa que “era una cuestión de vida o muerte, o el otro o yo, y yo pensaba que era importante todavía y que podía entregar mucho más. El otro había tomado otra opción, en la cual yo no estaba de acuerdo, y era mi enemigo”. La claridad del otro como enemigo al que se le puede quitar la vida, se reafirma en ella cuando decide pasar a la lucha clandestina y dejar la AFDD, trabajo que le pareció insuficiente tras la desaparición de su hermano también militante. Ella recuerda la siguiente conversación con una compañera: “(…) ¿sabí’ Negra?, yo voy a pedir la clandestinidad, esta hueá no da para más, a los cabros los mataron, no quiero pasar mi vida aquí, yendo de aquí para acá (…) no es para mí, voy a pedir irme a la clandestinidad a la estructura militar, voy a ir a matar a todos estos culiaos de la DINA10”.

En el caso del FPMR, sobre todo para la militancia que provenía del PCCh, el ejercicio de la lucha armada fue complejo y en la que experimentaron conflictos morales. Natacha relata una acción en las que participó, donde tuvo que usar armas:

uno de los trabajadores […] se puso difícil. Y fue terrible. Fue terrible tener que apuntarlo, tener que amenazarlo. Y era un trabajador, ¿qué iba a perder? […] en la entrada apareció el tipo, era como el nochero […] pero se puso difícil y tuvimos que… de hecho tuvimos que golpearlo, ponerle pistola y fue… fue feíto en realidad”.

Ella relata desde el presente el malestar de haber usado la fuerza contra un trabajador, sin embargo argumenta la necesidad de hacerlo, cuestión que reitera al relatar otras acciones:

necesitábamos […] cosas que no teníamos, que no nos llegaban tampoco. Entonces, teníamos que buscar la forma de conseguirlas, asalto a taxistas, autos, más que taxistas. Necesitábamos autos para trasladarnos, para movernos y otras acciones de […] enfrentamiento.

Para ella, estas nuevas exigencias militantes fueron un cambio que marcó un antes y un después, indicando que “contarlo es una cosa, pero vivirla es otro tema. Sí. Y no me quería morir, quería vivir harto (…). Ahí cambió todo en nosotros”.

Para Avelina, la cercanía con la muerte masiva y cotidiana del tiempo en que participó como médica en la Revolución nicaragüense, previo a su reingreso al FPMR, es recordada como algo difícil:

Los muertos, los muertos. La noche los bombardeos, y una tarde cayó en el pozo de una casa y ahí afuera habían durmiendo como diez, doce compas durmiendo, y el proyectil cayó al medio. Y era un regadero de sangre, carne, de gente muerta. Esa imagen la tengo todavía guardada. (...) cuando ya íbamos en la ofensiva final, encontrar los cadáveres en el camino, ya prácticamente osamentas con uniformes, pero cadáveres.

Quizás el relato más duro es el de Maite, quien ingresó a la JJCC con 14 años a fines de los sesenta y se mantuvo en el partido tras la fractura del FPMR. En su narración reconoce haber matado en una de las acciones, cuestión que es recordada y mediada por los sentimientos de culpa y arrepentimiento:

No sé si contarte o no, pero es terrible. Resulta que aquí […] se paró un furgón de pacos y esos iban para la Santa Adriana, ahí se mataron cinco pacos [carabineros] y los matamos nosotros. Ese es el que más me ha marcado a mí. Era tanto el odio que le teníamos a los pacos que nosotros no sentíamos nada, pero ahora yo siento, y me culpo de eso. Por qué hicimos eso si ellos no hicieron… A lo mejor ellos hicieron algo, pero yo no lo sé. Pero ellos eran malos, nosotros éramos malos. Así que realmente me marcó eso, harto me marcó […] Ahora me siento frustrada, arrepentida, me duele lo que hice, siento como culpa. Me considero mala […] me considero mala, a pesar de que yo protejo harto a mi familia, los quiero. A mi mamá la cuidé hasta el último, ayudo a mis hermanos, nos ayudamos. Pero igual yo creo que nunca voy a pagar mis culpas. Pienso que no las voy a pagar, porque lo que hice, a lo mejor ellos lo hicieron peor que yo… Los golpistas, los militares, fueron más malos que yo y, a lo mejor, pienso que ellos tuvieron la culpa de todo lo que pasé yo. Entonces (…) me siento culpable, me duele, siento rabia también con el partido. (Destacados propios)

En este caso, haber matado al enemigo de antaño resulta perturbador cuando se trae al presente el recuerdo de los hechos: ¿quiénes eran los malos?, ¿quién tenía la culpa? La responsabilidad y búsqueda de razones que legitimen el accionar cruzan el relato. La persona gramatical transita desde el impersonal –se mataron–, pasando por la primera plural –nosotros éramos malos–, hasta llegar a la primera personal –ahora yo siento y me culpo por eso–. Si bien a quién marcó esa experiencia fue a ella, la responsabilidad podría ser colectiva: ellos, nosotros, los golpistas, los militares, el partido. La culpa y el remordimiento de lo sucedido aparecen hoy como una memoria problemática. La duda de lo que antes parecía claro respecto de quién fue más culpable ilumina respecto de cómo las épocas y culturas políticas tienen sentidos compartidos que se transforman con el tiempo. Por tanto, lo que antes fue admisible e incluso elogiable, puede convertirse en un horror ante los mismos ojos, cuando interpretan de manera diferente y/o dejan de compartir ese sentimiento colectivo que reafirmó las decisiones del pasado. En este caso, es evidente el paso del tiempo en la evaluación de una acción que antes Maite interpretó como necesaria, justa y parte del trabajo partidario; explicaciones que en la actualidad parecen insuficientes. Esto es posiblepor un cambio en su juicio sobre este asunto: si bien el carabinero asesinado es el mismo, en ese tiempo, al representarlos como “los malos”, ella no sentía, mientras que hoy puede verlos como personas, por tanto siente y tiene culpas que nunca podrá pagar.

4. A modo de conclusiones

Podría parecer evidente que las nociones de mujer y violencia han sido construcciones socioculturales, en tanto la valoración de lo que significan –lo permitido y lo repudiable– ha variado con el tiempo tanto para las mujeres como en las organizaciones políticas. Sin embargo, existe un sentido común esencialista respecto de lo que es una mujer, usando palabras como instinto y situando a quienes nacieron con rasgos de hembras en un lugar inamovible –la bondad, la abnegación y la imposibilidad de dañar a otro–, cuestión que haría al colectivo de mujeres un aporte para que la política se transforme en un espacio más amable.

Respecto de la violencia, sobre todo la violencia como herramienta política y la lucha armada, tras el fin de la guerra fría y las dictaduras en la región, el paradigma de los derechos humanos y la noción de la violencia y el uso de armas en política como algo repudiable –no importa de dónde venga, ni el contexto o el fin que se busca–, se impuso como lo políticamente correcto. El cambio en las representaciones hegemónicas ha obstaculizado la posibilidad de revisar el pasado reciente para conocer las interpretaciones que las protagonistas tuvieron en ese momento, no significa asumir que es inverosímil evaluar éticamente estas acciones, en una idea que asimila el anacronismo con la falta de juicio respecto del pasado, o señalando la imposibilidad de utilizar conceptos y críticas actuales a otros tiempos. Más bien, implica comprender lo que para una comunidad política significaron cuestiones como la guerra y las guerrillas, sus representaciones y convicciones, para pensar estas acciones en términos éticos.

En este caso, los testimonios revelan que ni la violencia política ni la posibilidad de las mujeres de adherir voluntariamente a estrategias armadas –que contrarían a los esencialismos– han sido constantes en el tiempo, sino que dependen de la situación de los sujetos. Las entrevistadas, siendo mujeres y socializadas como tales, adscribieron –en mayor o menor medida– al uso de la violencia política como un medio para lograr un fin noble con la posibilidad cotidiana de morir e incluso de matar a otra persona. Es evidente que las mujeres también pueden matar, no como excepción patológica y desnaturalizada, sino dependiendo de sus posiciones, las estructuras de sentimiento y culturas compartidas por sus comunidades de pertenencia.

Este debate permite dicutir en otro nivel respecto de la violencia política y el pacifismo, o las estrategias válidas en una lucha política. La violencia y beligerancia organizada son productos de la humanidad y han sido aceptadas o rechazadas dependiendo del contexto y la estructura de sentimiento epocal, no dependiendo de esencias éticas supuestamente inherentes a las personas y/o del sexo con que nacieron.

Esta mirada permite también comprender las transformaciones en la posibilidad de habla y escucha en ciertos momentos de la historia, puesto que es distinto asumir el protagonismo en una lucha armada tras una revolución triunfante y en el poder, que de la derrota que implicó un acuerdo social de rechazo total a la violencia pasada. Ante los mismos hechos, las valoraciones propias y del entorno serán distintas dependiendo de los resultados y el sentido común hegemónico en el momento histórico de la narración. Por esto, resulta complejo referirse a este tema en las entrevistas, sobre todo cuando la disposición a morir y el compromiso con la lucha armada, implicó necesariamente la probabilidad de matar a otro. En las entrevistas, no solo el cambio del contexto y la ética personal influyen en el relato, sino también la confianza entre testimoniante y entrevistadora, las lealtades vigentes con la antigua militancia, la existencia de procesos judiciales abiertos, o el olvido como resultado de la compartimentación.

Por último, es relevante señalar que observamos similitudes y diferencias en los relatos dependiendo de la militancia de las entrevistadas. A pesar de que las dos orgánicas se asemejan en el mesianismo, ética y moral combatiente, y de que tuvieron como meta final alcanzar el socialismo, difieren en su origen y en las estrategias utilizadas para alcanzar esa meta. El MIR consideró la lucha armada como una cuestión requerida para lograr la revolución social “verdadera” durante toda su trayectoria y, por lo tanto, como parte del compromiso político; así, se diferenció de la izquierda histórica y formó parte de la izquierda latinoamericana de los años sesenta. Esta estrategia recién se cuestiona y se debate entre la militancia hacia el fines de los ochenta, y constituye una de las principales razones por las que se divide y, posteriormente, se disuelve el MIR. El FPMR, en cambio, surge tácticamente en un período puntual, en el marco de la política de la rebelión popular de masas del PCCh, que crea este brazo armado para acompañar una sublevación del pueblo para derrocar a la dictadura y no para combatir directamente a las Fuerzas Armadas como ejército o guerrilla. Su objetivo principal era recuperar la democracia, llamar a una asamblea constituyente y juzgar a los responsables de la violación a los derechos humanos y no para instaurar, en ese momento histórico, el socialismo en Chile. En los relatos resulta evidente la dificultad de las mujeres que asumieron la lucha armada tras una trayectoria militante en el PCCh, lo que se acentúa tal vez porque tras la fractura del FPMR, las entrevistadas se mantienen en el partido o abandonan la militancia, sin permanecer en el Frente Autónomo.

Al mismo tiempo, en los testimonios de unas y otras se evidencia un claro discurso a favor de la necesidad y legitimidad de haber utilizado la lucha armada como estrategia política, describiendo la posibilidad de morir –o incluso matar– como algo inherente a sus militancias. Resulta claro que en el MIR y en el FPMR también participaron activamente mujeres que, contrario a lo que indicaría una lectura esencialista y estática, estuvieron de acuerdo con el uso de la violencia en la política, fueron parte de la lucha armada y, en ese contexto, reivindicaron y/o estuvieron dispuestas a aceptar las consecuencias de esa decisión.

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Notas

1 Este artículo fue escrito en el marco del proyecto Fondecyt 11170200, “Voces intergeneracionales: madres e hijos en el contexto de la militancia de la nueva izquierda revolucionaria del Cono Sur en la historia reciente”, cuya investigadora responsable es Tamara Vidaurrazaga Aránguiz; así como de la tesis de Javiera Robles Recabarren (2019) “Violencia política y género. Estudio de la militancia de mujeres comunistas durante el período de la Política de Rebelión Popular de Masas (1980-1990)”, en el Magíster en Historia y Memoria de la Universidad Nacional de La Plata.
2 Todas las entrevistas del MIR fueron realizadas personalmente por Tamara Vidaurrzaga durante el período indicado. Citamos también la entrevista realizada a María Isabel Matamala dentro de un artículo académico, dado que es una de las entrevistadas con las que trabajamos en las investigaciones mencionadas. Las testimoniantes militaron en distintas ciudades y zonas rurales del país, y para la UP sus actividades y edades oscilaban entre quienes hacían estudios secundarios y aquellas que eran jóvenes profesionales. Muchas de estas mujeres fueron la primera generación de sus familias en acceder a estudios universitarios. La mayoría, salvo Lucía, estuvieron en prisión después de golpe o durante los ochenta, varias vivieron el exilio o pasaron por la escuela de guerrilla en Cuba.
3 Las entrevistas a exmilitantes del FPMR fueron realizadas personalmente por Javiera Robles Recabarren durante los años indicados. También se analizó el testimonio de Mónica Monsalves, entrevista realizada por el Archivo Oral del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. Las entrevistadas militaron en distintos períodos, compartiendo en sus historias de vida un ingreso temprano a las filas de las Juventudes Comunistas. Ellas pertenecieron a estructuras de bases y se mantuvieron en el PCCh una vez dividida la orgánica. Los marcos de escucha y decibilidad de las entrevistas están ampliamente descritos en Robles (2019).
4 Nombre dado por el FPMR a su militancia.
5 Incluso hoy la promesa de las JJ.CC. contiene dicho mandato: “Prometo luchar por la soberanía popular e integridad territorial de Chile, por los intereses de la clase obrera y del pueblo, la construcción del socialismo y el comunismo en nuestra patria, estando dispuesto a dar la vida por todo esto si ello fuese necesario” (Artículo 15, Estatutos Juventudes Comunistas de Chile, modificados en el X Congreso Nacional).
6 Armas.
7 Se conoce como pioneros a la preparación de niños y niñas menores de 12 años en los valores del comunismo. Hasta el día de hoy las JJ.CC. se encuentran a cargo del trabajo de pioneros.
8 La formación de cuadros militares estratégicos para una potencial sublevación nacional en Chile fue parte de la tarea militar del PCCh que partió en 1975. Lejos de ser producto de un consenso como línea política, resultó de la presión de un sector para radicalizar las acciones contra la dictadura. En relación con la distinción entre hombres y mujeres para ciertas tareas, no existe claridad y la documentación es escasa respecto de por qué se definió de esta manera.
9 Para una discusión sobre la noción de traición en el MIR y otras organizaciones de la nueva izquierda, ver los trabajos de María Olga Ruiz Cabello.
10 Dirección de Inteligencia Nacional, policía secreta de Pinochet que se disuelve en 1977, cuando comenzó a actuar la CNI.
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