Artículos

Huellas posmodernas en la ciudad anterior de Gonzalo Contreras

POSTMODERN TRACES IN LA CIUDAD ANTERIOR BY GONZALO CONTRERAS

José Rivera Soto
Universidad Viña del Mar, Chile

Huellas posmodernas en la ciudad anterior de Gonzalo Contreras

Revista de Humanidades, núm. 35, pp. 267-291, 2017

Universidad Nacional Andrés Bello

Revisado: 25 Abril 2016

Aprobación: 27 Junio 2016

Resumen: Este artículo indaga en las marcas epocales de la novela La ciudad anterior (1991), de Gonzalo Contreras. La obra —utilizando una estructura narrativa convencional— da cuenta de los cambios en las subjetividades acaecidos en la sociedad chilena tras la implementación por la fuerza del modelo neoliberal. Esto se expresa en la radicalidad de ciertos signos que inscriben a sus personajes en lógicas posmodernas, destacando el individualismo, psicologicismo, perspectivismo, proceso de personalización, emergencia de un sujeto abyecto, carencia de conciencia histórica, entre otros. De este modo, la novela entregaría un registro de época que prefigura el contexto social, político y cultural que predominará en la transición democrática que se inicia en esos años.

Palabras clave: La ciudad anterior, Gonzalo Contreras, posmodernidad, subjetividad, psicologismo, epocalidad.

Abstract: This article looks into the epoch marks in the novel La ciudad anterior (1991), by Gonzalo Contreras. The work —using a conventional narrative structure— shows the changes in the subjectivities occurred in Chilean society after the forced implementation of the neoliberal model. This is expressed in the radical signs that enroll its characters in postmodern logics, outlining individualism, psychologism, perspectivism, personalization process, emergence of an abject subject, lack of historical consciousness, among others. Therefore, the novel demonstrates an epochal record that prefigures the social, political and cultural context that will predominate in the democratical transition that is beginning at that time.

Keywords: La ciudad anterior, Gonzalo Contreras, Postmodernity, Subjectivity, Psychologism, Epoch.

Intentaremos demostrar en esta investigación que la obra novelística de Gonzalo Contreras (1958), y muy especialmente su primera incursión en el género, La ciudad anterior (1991), pueden entenderse como una escenificación del cambio de epocalidad, de gozne de la modernidad a la posmodernidad,1 experimentado durante la dictadura de Augusto Pinochet, que solo se cristaliza bajo las legitimaciones institucionales de la transición política, adquiriendo densidad y consistencia inclusive a nivel simbólico, con una serie de obras literarias que dan cuenta de un modo naturalizado de las transformaciones en las subjetividades del colectivo.

Al volver a la democracia, era posible imaginar que algunos agentes del campo cultural —aquellos que fueron disidentes a la dictadura— albergaran esperanzas en la aparición de una literatura comprometida, que diera cuenta de las atrocidades vividas durante el régimen militar. Sin embargo, lo que se encontraron fue con la emergencia de la Nueva Narrativa Chilena, un programa literario narrativo inscrito en lógicas endógenas al mercado, el consumo e individualismo instalado por el modelo neoliberal, siendo uno de sus principales exponentes el autor que estudiaremos.

Salvo textos marginales respecto al grueso de lo publicado y difundido por las distintas casas editoras en Chile, no se lee en los autores de principios del noventa mayor preocupación por la política y la vindicación de la memoria. Uno a uno, los libros publicados —algunos de los cuales logran cierto impacto comercial, como la novela que analizaremos, La ciudad anterior de Gonzalo Contreras, que vendió 36 mil ejemplares en dos años— muestran realidades fragmentarias, disociadas del acontecer social, con una retórica aspiracional y adaptativa, con mundos ocluidos al plano de lo íntimo, que descreen o simplemente “desvanecen en el aire”, como diría Marshall Berman (2006), el plano material, histórico e inmanente de la construcción de sociedad.

El aparato crítico de izquierda, perplejo ante estos libros apolíticos, se lanza en una violenta ofensiva contra los autores del también denominado mini-boom. Desde luego, los autores del programa son tildados de reaccionarios. Marco Antonio de la Parra, Alberto Fuguet —ambos explícitamente posmodernos en sus apuestas literarias—, Arturo Fontaine, Sergio Gómez, Gonzalo Contreras, entre otros, dan cuenta de una sociedad otra, una nueva sociedad, transformada hasta límites inimaginables por la dictadura.

Lo interesante, empero, es que estas obras no están más que evidenciado el cambio epocal y de la psique colectiva, que ha acontecido imperceptible pero progresivamente en el Chile de los setenta y ochenta. Las novelas son, desde esta perspectiva, un correlato del imaginario social que se erige como hegemónico a partir de la implantación de la teoría neoclásica económica, cuya virtud radica, precisamente, en espejear los valores y antivalores que predominan en el Chile de la transición democrática.

1. Textualizaciones: tránsitos de lo moderno a lo posmoderno en las novelas de Gonzalo Contreras

Hasta 2015, Contreras ha efectuado ocho entregas: La danza ejecutada (1985), La ciudad anterior (1991); El nadador (1995); El gran mal (1998); La ley natural (2004), Cuentos reunidos (2008); Mecánica celeste (2013); y Mañana (2015).

En el presente trabajo analizaremos en detalle su primera novela, La ciudad anterior, debido a que lo que nos interesa es, precisamente, ese punto de gozne que marca la narrativa en el momento de la apertura democrática.

De todos modos, las otras tres siguientes obras (El nadador, El gran mal y La ley natural ) también tienen bastante que decirnos.

En El nadador, nos encontramos con Max Borda, un personaje encapsulado en sus constantes devaneos psicológicos. El protagonista es académico de profesión, así como un ex nadador relativamente exitoso, que obtuvo varias medallas en su carrera deportiva, actividad que todavía practica con asiduidad, aunque no de manera competitiva. Max es un sujeto atormentado por el flujo constante de sus deseos y pasiones, atrapado en triángulos amorosos de alta intensidad emocional que, sin embargo, nunca logran conectar genuinamente a sus integrantes, emergiendo entre ellos muros infranqueables, imposibles de derribar. Lo propio ocurre con su esposa, una mujer diagnosticada clínicamente como depresiva, que permanece siempre sedada por los somníferos y potentes antidepresivos que consume, sin acceder tampoco a un vínculo auténtico y estable con su marido.

El crítico Rodrigo Cánovas señala sobre el texto:

La novela El nadador es un registro posible de nuestra condición existencial posmoderna [donde el] narrador se limitará a presentar los mundos individuales de sus personajes . . . El relato no es dramático ni es cómico; será, más bien, una introspección lúdica sobre los mundos absolutamente atomizados de los personajes, quienes aparecen constreñidos a su individualidad. (67)

Se reconoce en esta novela “una estética del desapego” que “condena a los individuos a experimentar un tiempo presente perpetuo” (69).

La crítica María del Pilar Lozano, en su texto La novela española posmoderna (2007), advierte algo muy similar respecto a la sociedad posmoderna, regida únicamente por el “éxito individual ante la imposibilidad de grandes empresas colectivas”. Esto hace de la existencia “una serie sincrónica de partidas mortales que siempre se juegan contra alguien y en las que todos estamos involucrados como jugadores o actores, representando un papel” (187).

En concordancia con esto, Gilles Lipovetsky plantea que la posmodernidad es el instante histórico concreto en que los impedimentos institucionales que dificultaban “la emancipación individual se resquebrajan y desaparecen, dando lugar a la manifestación de deseos personales, la realización individual, la autoestima” (22). Aquí, “las estructuras socializadoras pierden su autoridad”, las ideologías del siglo XIX y XX ya no representan una salida y “los proyectos históricos ya no movilizan, el campo social ya no es más que la prolongación de la esfera privada: ha llegado la era del vacío” (23-24).

Si otrora había individuos preocupados por la felicidad colectiva, donde la política y la sociología eran la base de dicha construcción, en la actualidad son personas preocupadas por la felicidad personal, donde la psicología emerge como principal vehículo para conseguir esta ambición. Antes las ambiciones eran ilimitadas, ahora son prudentes, y se restringen a pequeñas superaciones de índole personal.

Creemos que es pertinente leer este texto —así como su predecesor, La ciudad anterior (1991)— como un posible anuncio del advenimiento de la sociedad chilena a la edad posmoderna, con el respectivo cambio de subjetividades que acompaña a la nueva episteme (Foucault). Tras la derrota de los proyectos utópicos, los sujetos pueden comenzar a vislumbrar como alternativa refugiarse en el hedonismo y la individualidad. Con la caída de las grandes narraciones sociopolíticas, en la época posmoderna ya no se justifica la subordinación de lo individual a reglas colectivas pretendidamente racionales, dado también el fallo en las promesas de la Ilustración. Se fomenta, en cambio, un proceso de ‘personalización’, que desemboca en un narcisismo que, según Lipovetsky, sería el rasgo distintivo de nuestra era, la era del vacío.

De igual manera, Macarena Areco (2014) investiga El nadador—junto a una novela de Zambra y otra de Bolaño— a la luz de un teórico de la posmodernidad de raigambre marxista, Fredric Jameson. La crítica señala que debe considerarse con particular interés que su contexto de producción sea la posdictadura chilena, es decir, “la tercera etapa del capitalismo, también llamado capitalismo avanzado o tardío”, tiempo en el que la ferocidad del capital se ha maximizado y es incluso

más pura, pues realiza la ampliación de este hasta límites nunca antes alcanzados, eliminando todas las modalidades precapitalistas y colonizando, no solo la naturaleza, sino también el inconsciente. En esta realidad nuestros “cuerpos posmodernos”, dice Jameson, se encuentran inmersos en “volúmenes asfixiantes y saturados”, sin coordenadas espaciales que les permitan tener conciencia de su posición, lo que los vuelve impotentes. (12-13)

En ese escenario epocal es que Areco se propone analizar la emergencia de la figura del acuario en la novela —que, según evidencia el artículo, posee innegable centralidad en la obra y se presenta de distintas maneras a ojos del lector— al modo de “un fragmento del imaginario social [que] permite vislumbrar representaciones ideológicas respecto al espacio y al sujeto en el Chile actual y en su entorno mundializado” (10).

Así, las escasas huellas críticas que dejó la segunda novela de Contreras a su haber, la inscriben, una y otra vez, como un vívido registro de la condición posmoderna de la sociedad de la que da cuenta.

Tres años después Contreras publica El gran mal, ocupando, otra vez, a un narrador/protagonista, como en su entrega inaugural en el género. En Cartografía de la Novela Chilena Reciente (Areco 2015), Catalina Olea ha asociado el triunfo de la primera persona en la tradición realista —donde incluye, además de Contreras, a Diego Zúñiga, Álvaro Bisama, Alejandro Zambra, Gonzalo León y Antonio Ostornol— con presupuestos ligados, precisamente, a la epocalidad posmoderna: para conseguir el “verosímil realista”, los autores han debido hacerse cargo de “la valoración de la subjetividad” (27) como signo ineludible de los tiempos. Existiría una especie de autoridad epistémica en el relato cuya inscripción es subjetiva —y subjetivizante—, dado que la única verdad posible parece ser “mi verdad” (28).

La novela trata de un joven epiléptico y con aspiraciones literarias, que decide emprender rumbo a las montañas para darse a la tarea de redactar la biografía de su tío, Marcial Paz, un pintor de renombre en su época, pero que ha ido perdiendo importancia en el mercado de las obras de arte con el paso del tiempo. Esta biografía es, además, una deuda que excede lo afectivo y filial: el protagonista se ha sustentado económicamente a través de la venta de los cuadros que su tío le legó. Pero también es una forma de entenderse a sí mismo, sobre todo en su incapacidad de ser creativo (una herida narcisista provocada por no producir una obra de arte que valga la pena y por no generar una familia y vástagos que lo suceden, desde una perspectiva psicoanalítica) o siquiera atreverse a llevar una vida excesiva y arriesgada como la de su prestigiado pariente.

Es posible aseverar que Contreras en esta obra textualiza el tránsito de la modernidad a la posmodernidad, pero desde un ámbito exclusivamenteartístico. El tío pintor que es biografiado, realiza un fructífero periplo por las capitales del mundo, y encarna de alguna manera las ilusiones y miserias colectivas de la posguerra, siendo las décadas del 50 y 60 las más productivas en su carrera. Paz es un hombre desmesurado, con una ética de artista incuestionable, que construye su propia historia al alero de las épicas de los creadores que atraviesan la legendaria primera mitad del siglo XX, con un arte que se propone, una y otra vez, cambiar el mundo a su antojo. Así, arte y política se fusionan continuamente; se traicionan y vuelven a reunirse, huyen y se emparejan en las obras visuales de este pintor y sus contemporáneos.

Su sobrino, en cambio, está instalado en la lógica posmoderna más despiadada y negativa: tiene una neurosis cuasi invalidante que le impide cualquier atisbo de autoconciencia y, por ello, se le niega un espacio de creación genuina (Freud); habita en una soledad y aislamiento absolutos en Santiago, lo que viene a representarse hasta la caricatura en su reclusión en la pieza de un hotel perdido en la cordillera, vacío por no ser temporada de esquí, donde de nuevo se demostrará incapaz de establecer una relación amorosa con Ágata.

De esta manera, el tío encarna los rasgos más constitutivos del siglo XX, entre ellos la unión de la vida con el arte, con sus utópicas y radicales formas de percibir el mundo para luego representarlo; el sobrino, en cambio, enseña un individualismo extremo, tan dañino como pragmático, y se mueve en la pura inmanencia, quemando su único producto creativo y trascendente —una biografía que al cabo se malogra— antes de bajar a la ciudad nuevamente, junto con despechar también una posible relación amorosa con una joven que conoce en la montaña y que resulta estar tan dañada como él.

Los rasgos posmodernos mencionados hasta ahora, se ven de manera aún más nítida en su novela La ley natural (2004), historia que narra el arribo al continente de los Bertrán, una notable familia de inmigrantes franceses. Desde aquel primer antepasado que pisa tierras americanas, la medicina fue la labor que ejercen los hombres de la casa, y lo hacen como un servicio a la sociedad más que con fines lucrativos. El abuelo Louis, se nos informa, fue un conspicuo servidor de la comunidad en la Quinta región. Este personaje es mostrado con la energía del colono, alguien que llega a salvar a un pueblo (el chileno) de enfermedades ya superadas en el primer mundo. Louis es el clásico idealista del XIX y principios del XX, que cree en la política, la razón y las ciencias. A éste ciudadano ejemplar le sigue Daniel, su hijo, para quien la medicina ya no será una carrera con tintes épicos sino sólo una profesión que ejercer para ganarse la vida. El contrapunto posmoderno lo pone la tercera generación, con el doctor Pascal que emigra a África para ayudar en causas importantes. Se inscribe en Médicos sin fronteras y parte, tal como hizo su abuelo, a salvar a las personas más vulnerables del planeta. Pero ya son las postrimerías del siglo XX, y las causas han perdido todo contenido. Esto se muestra en que, a diferencia de su abuelo intachable, Pascal es expulsado de la organización de ayuda humanitaria por robar morfina, sustancia a la que se ha hecho adicto. Así, dos viajes que parten exactamente igual, poseen finales diametralmente distintos debido a las epocalidades en que se desarrollan.

Tras su expulsión, Pascal comienza a vagar por África. El personaje, a diferencia de su abuelo, está perdido en un mundo que ya no se rige por las mismas reglas de antes. Su periplo lo lleva a zonas cada vez más peligrosas, siempre en busca del tráfico de morfina que aliviane su existencia. Su regreso a Chile coincide con el embarazo de una hija de la que nunca se hizo cargo y que su ex mujer holandesa ha dejado al cuidado de su hermano, protagonista de la novela, Francisco Bertrán.

La imagen del paso de la modernidad a la posmodernidad es trasparente. Las páginas de La ley natural parecen obstinarse en marcar un flujo que va del sentido al sin-sentido, de lo sólido a lo evanescente, de las convicciones y los valores a las inseguridades y la bajeza moral, en una nueva visión en exceso negativa de la posmodernidad, desde luego influida por los referentes político sociales de nuestro propio país en los últimos decenios, contexto de producción de toda la obra de Contreras.

Otro elemento decidor es el final de la novela, cuya imagen estampa el modelo de la felicidad postmoderna. La escena es la siguiente:

En el jardín de Francisco Bertrán pueden verse tendidos sobre unas reposeras, al propio Francisco y Muriel. En el prado, no muy lejos, Bárbara y Rudy, juegan con Bernardita. Es un día ardiente de verano. Algunos chicos del condominio ensayan clavados en la piscina común. Francisco toma un gin tonic. Muriel lee el diario. Bárbara se sienta de pronto junto a Francisco, jadeante por la actividad en el prado. Se le ve contenta.

—¿Y no has sabido nada de tu hermano en todo este tiempo?

—No, nada —responde Francisco.

Me lo imaginaba —dijo ella marchándose. En ese momento Francisco miró hacia el cielo. El sol estaba en su cenit. (180)

Aunque viven en la comunidad Castillo Velasco, prácticamente no conocen a sus vecinos. La contigüidad de las casas había sido diseñada para que, en caso de la llegada de militares o policías al lugar en tiempos de dictadura, las familias pudieran ayudarse entre sí. Esa finalidad ya está fuera de lugar en esta era individualista, y prueba de ello es que ni siquiera requieren de muros físicos, tangibles, para que cada grupo familiar viva aislado del resto; sólo la piscina reúne a los más jóvenes, pero nadie tiene verdadero interés en interactuar con los otros habitantes del condominio. La escena es perfecta: la felicidad, en la edad posmoderna, se da en un colectivo mínimo, reducido y atomizado al máximo: la familia nuclear. Esto ha sido descrito lúcidamente por Tomás Moulian, para quien “el ciudadano crediticio” está volcado hacia el núcleo irradiante de la familia y del hogar, “de lo suyo” (103), y tiene como metas el confort del hogar, la educación para sus hijos, las áreas verdes, es decir, objetivos “portátiles” (104).

2. La ciudad anterior como registro del cambio epistémico

En La ciudad anterior, el narrador/protagonista es Carlos Feria, quien acaba de llegar a una pequeña ciudad de provincia por su actividad laboral, la venta de armas por catálogo. Desde esa posición de relativa extranjería, nos describe los conflictos personales por los que atraviesa al estar en medio de una separación conyugal nada amistosa. Muy en consonancia con Lipovetsky, Feria es un sujeto apolítico que no adscribe ni abomina de la dictadura, lo que no es baladí por el contexto de enunciación de la novela: es la década de los ochenta en Chile y los aparatos represivos del Estado se encuentran en plena vigencia, la capital del país lleva más de una década en estado de sitio, existen incipientes huelgas, paros y marchas de trabajadores, un par de hijos de detenidos desaparecidos transitan por la ciudad desconociendo por completo el final de sus padres, estallan en el reducido poblado violentas acciones tildadas de terroristas, adjudicadas a grupos marxistas de extrema izquierda.

Los diversos personajes que rodean a Feria son bastante curiosos, atípicos, pero aun así con algo representativo en ellos: un inválido, su mujer y su hijo deficiente mental (Blas Riera, Teresa y Arturo, respectivamente); los hermanos huérfanos Iván y Susana, que tras la muerte de sus padres —ejecutados políticos— han quedado al cuidado de Araujo, el empresario más poderoso de la ciudad, quien, en algunas exégesis de la obra, se ha visto como una metáfora de Pinochet, al tener en sus manos la posibilidad de decidir los destinos de los demás personajes que abarrotan estos sombríos escenarios.

Para comenzar la lectura de esta novela, podemos acudir a un aspecto del que siempre se da cuenta al hablar de la posmodernidad: “la experiencia del narrador frente a una clase de tiempo condensado en el presente”. Esto lo expresa Mario Lillo (2007) en su artículo “El pasado como archivo vacío en La ciudad anterior de Gonzalo Contreras”. El mismo crítico afirma: “es pertinente sostener que Carlos Feria, el protagonista de la novela, tiene escasa conciencia del pasado, en el sentido de que no lo recuerda, lo reprime, lo ignora o lo descarta como una base, un sustento o un fundamento que le permitirían eventualmente manejar sus relaciones personales” (59).

Así, podemos notar que Feria “es, por excelencia, un paradigma de aquel sujeto que podemos identificar como carente de conciencia histórica” (59).

Este elemento se releva, de igual manera, en la imagen inaugural del texto: la narración —en primera persona y forma verbal en pretérito— nos muestra a un hombre solo ingresando a un pueblo innombrado. Las descripciones aumentan el sentimiento de opacidad e intemperie con que se introduce la historia que está por comenzar. Es también significativo que la novela termine de igual modo, pero ahora con Feria aproximándose a paso lento a la Ruta 5, dejando la ciudad anónima para convertirse en prófugo de la justicia.

Esta soledad no le pasa inadvertida al propio narrador, que señala al llegar al ‘Bar Hércules’: “Yo sé cómo arrojo una bocanada de soledad cuando entro a esas horas de la noche a un bar” (11) (citas no aludidas corresponden a La ciudad anterior). Después señala: “Un vendedor viajero sabe mejor que nadie lo que es la soledad. La conoce de una manera técnica. La soledad está conjurada de antemano” (13).

Pero veamos otro aspecto que hacen de esta novela una apuesta posmoderna, lo establece Lozano al hablar que existe una cierta “consideración posmoderna del sujeto” y, junto a ello, “del autor, el narrador, los personajes y el lector: el sujeto débil, abyecto, semiótico, esquizofrénico de la realidad” (266). Con estos términos invoca autores variados sobre el sujeto, todos imbuidos en la temática posmoderna, tales como Vattimo (sujeto débil), Jameson (sujeto esquizofrénico) o Eco (sujeto semiótico). Nos quedaremos, sin embargo, con el sujeto abyecto surgido a partir de teóricos como Lacan, Kristeva, Deleuze y Guattari, de la mano del concepto de belleza compulsiva de Bataille retomado luego por Foster. Sobre el particular, Lozano señala: “Este sujeto abyecto explica las performances de McCarthy, las fotografías escatológicas de Cindy Sherman o las operaciones de cirugía estética retrasmitidas en directo por internet de Orlán. Es un sujeto que se siente a gusto sin velos, sin simulaciones, sin representaciones, que busca provocar repugnancia y asco para alterar la subjetividad del espectador” (166).

Sobre la misma categoría, Isidoro Vegh señala: “Tenemos tres elementos en la abyección. Hay una degradación, una bajeza; hay algo de separación, quiere decir que quien se ubica en la posición abyecta sabe que al mismo tiempo se segrega del conjunto de los bien pensantes; y tiene ese carácter de residuo, de lo que está pronto a ser tirado” (75).

El mismo autor trata el tema de la abyección observando a Jean Genet. Expresa: “se hizo pederasta, ladrón, convicto, traidor y una de las figuras más brillantes de la literatura de los años 50-60”. En la misma dirección, Catherine Millot nos dice:

Niños expósitos, recogidos por la Asistencia Pública, Louis Cullafroy y Jean Genet fueron criados en una familia sustituta de Alligny, en Morvan. El primero se convirtió en jefe de empresa. El segundo en ladrón, convicto y homosexual. A fuerza de abyección declarada, gracias a la escritura, obtuvo la gloria. ‘Mi victoria es verbal’, pudo afirmar. (74-75)

Regresemos a la novela en estudio. Hallamos, en esta línea, un primer aspecto de carácter vocativo: la manera en que el protagonista se refiere a sus pares, que lo emparenta con una especie de “estética del desprecio”. Desde este contexto, apreciamos el relato de la primera vez que Feria se encuentra con sus anfitriones en la casa-residencial: “La presentación no siempre es fácil. Ahí estábamos los tres, la mujer de pie y el inválido observándolo todo como un espectador desde su butaca” (19). Y así se referirá a Blas Riera, el hombre en silla de ruedas, durante todo el relato, inclusive cuando lo considera su amigo: el inválido. Y lo propio hará con el hijo discapacitado intelectualmente, a quién denominará “el idiota”. Presenta a este desvalido personaje de la siguiente manera: “un hijo idiota, ya adulto, que vivía en un colegio especial” (29). Utilizará esta cruda expresión cuatro o cinco veces en las dos páginas que describen su llegada a la casa donde aloja.

Pero existe una muestra de abyección aún más esclarecedora. Primero, el tono neutro y cínico en que describe sus continuos actos de pederastía; luego, la manera en que detalla la violación al enfermo mental por parte de la niña de la cual el propio Feria abusa sexualmente.

Todo esto comienza cuando Araujo e Iván viajan a otra ciudad por motivos de negocios. Entonces la hermana del segundo, Susana,demuestra un interés explícito en Feria. El narrador/protagonista menciona sus rutinas sexuales con esta menor sin hacer mayores aspavientos. Es pedofilia, pero eso no parece importarle:

Desnuda, se veía aún más niña, y sólo cuando se recogía en sí y se hacía un ovillo, en algunos pliegues que se formaban en su cuerpo, los muslos contra el vientre, su brazo cerrado contra sus pechos, que los hacía parecer más llenos, se podía vislumbrar a una mujer, y entonces aquel cuerpo liso mostraba en esos rincones una inquietante adultez. (115)

Más tarde, cuando el inválido le consulta por ella, Carlos Feria destaca sus virtudes en la cama: “Ni mejor ni peor porque sea más joven. Es algo distinto. Ahora, si quiere detalles, es un pequeño diablito, sabe más que cualquier mujer y nada le asusta. Ah, y no es más estrecha que una mujer del doble de su edad” (115).

El asunto se enreda cuando Susana empieza a visitar al idiota. En un incidente importante en la obra, se incendia un enorme gasoducto en construcción y la ciudad entra en un caos completo: lanzan bombas lacrimógenas en las calles, se declara estado de sitio, se agrupa un gimoteante grupo de personas en la plaza de la ciudad para pedir explicaciones y demandar seguridad. La pequeña Susana aprovecha la salida de los padres del deficiente mental, que como los demás ciudadanos caminan rumbo al centro del poblado, y lo viola. El chico, a partir de ese momento, esperará su reaparición con aire desesperado; el narrador se encarga de mostrar todo el placer que experimenta con su violación, lo que le abre un mundo atrayente y desconocido hasta entonces. Feria comenta sobre la situación: “La simple y maleable naturaleza del idiota me producía vértigo en manos de Susana. Podía imaginármela manejando el cuerpo del muchacho. Era la indefensión de Arturo y la insondable potencialidad de la niña lo que ejercía el efecto de una devastadora tormenta en mi imaginación” (134).

A partir de entonces, también, el idiota se adosará a Feria en busca de Susana, y comenzará a pasar las tardes junto a él. El cuadro que se arma es de un patetismo singular: Susana desaparece y ambos, el protagonista y Arturo, el retardado, quedan prendados de su imagen de niña perversa. En ese instante, Feria confiesa la humillación que le significa sentir unos celos arrebatadores de un enfermo mental, quien se presenta como una competencia para conseguir la exclusividad amorosa y sexual de la adolescente.

De las casi doscientas páginas que tiene la novela, solamente una vez se pierde el tono abyecto de la primera persona que narra. El protagonista cae en un melancólico sentimentalismo cuando entiende que la mujer de Blas, Teresa, se ha enamorado de él. Pero la conmiseración dura poco. De pronto, vuelve al tono cínico:

No me costaba comprender que, de ese momento en adelante, lo que ocurriera bajo el techo de Blas dependía en buena parte de mi voluntad. En ese penoso estado en que había logrado ponerme la patética resolución de la mujer, tal vez sólo me sirviera de alivio el ignorar verdaderamente cómo las cosas habían llegado hasta ese punto. Podía ser divertido pensar en las posibles variantes que se abrían, pero estaba resuelto a no pasar a la acción. Por el modo en que Teresa estaba haciendo las cosas, era imposible no sentir una cierta ternura por ella. (165)

Pero ahora ingresemos en otro terreno de evidente cardinalidad para el pensamiento posmoderno: la política. Como señalamos, la postura de Feria también presenta fuertes huellas posmodernas en este sentido. Los fenómenos relacionados a la política en un país en dictadura aparecerán en varias formas durante el relato, siempre con una distancia y falta de compromiso que develan la crisis de legitimación de los grandes relatos de la modernidad, estando el narrador/protagonista tan lejos del apoyo a la dictadura como de empatizar con los huelguistas de izquierda que de pronto adquieren particular protagonismo en la novela o, en última instancia, con una simple demanda de mayor democracia en un país regido por el autoritarismo en todas sus dimensiones.

La primera de estas señas refulge, justamente, a partir de la visión casi anacrónica que tiene Feria de los huelguistas:

De pronto, en medio de ese hormigueo, aparecieron los huelguistas. El pelotón acababa de doblar la esquina. Iban serios y reconcentrados, y no parecían esperar nada de la gente. Dos individuos de punta llevaban extendido un lienzo que decía Fin a la explotación. Sueldos justos . . . Los transeúntes apenas les hacían caso, observando la procesión con una mirada lastimera, como si se tratara de una extravagancia, un exabrupto lamentable, alguien que intenta resucitar una práctica caduca como la fiesta de la primavera o algo así. (22-23)

Las últimas impresiones de Carlos Feria son decisivas. A su opinión de unos huelguistas desganados, y que parecen no “esperar nada de la gente”, se suma su percepción de las demás miradas, de los transeúntes, que los observan como si ejecutaran “una práctica caduca”. Empero, la expresión más categórica aún está por venir. Al comparar esta marcha por demandas laborales con la restauración de “la fiesta de la primavera o algo así”, se aproxima a lo que Ihab Hassan (1991) expresa como Ironía posmoderna. De acuerdo al autor, también puede llamarse perspectivismo:

En ausencia de un principio cardinal o paradigma, nos volvemos hacia el juego, la interacción, el diálogo, el polílogo, la alegoría, la autorreflexión, en resumen, hacia la ironía. Esta ironía supone la indeterminación, la multivalencia . . . La ironía, el perspectivismo, la reflexividad: éstos expresan las inevitables recreaciones de la mente en busca de una verdad que continuamente la elude, dejándola tan sólo con un irónico acceso o exceso de autoconciencia. (6)

Así, Contreras elige una actividad de rasgos ingenuos, prescindibles, se diría que ridículos en el presente, como la fiesta de la primavera, para equiparar una actividad que antes gozaba del mayor de los prestigios: las demandas sindicales como articulación de intereses —en el esquema binario del materialismo histórico— del sujeto colectivo revolucionario: el proletariado. La marcha de los trabajadores no presenta ninguna seriedad, es un juego más en una sociedad cuyo fundamento se ha desplazado, y por ende es ironizable debido a su carácter relativo, sin estatuto de verdad, como lo tuviera antes en el discurso marxista, donde ostentaba un rol que lo conduciría, finalmente, a emancipar a la humanidad toda.

La crítica Linda Hutcheon aporta otro concepto atingente a la hibridación de imágenes del pasado y el presente, desde una tensión reflexiva posmoderna:

la parodia posmoderna no hace caso omiso del contexto de las representaciones pasadas que ella cita, sino que usa la ironía para reconocer el hecho de que estamos inevitablemente separados del pasado hoy día —por el tiempo y la subsiguiente historia de esas representaciones. Hay un continuo, pero hay también diferencia irónica, diferencia inducida por esa misma historia. (2-3)

Así, las mismas razones que hacen de la fiesta de la primavera una práctica lamentable, pueril, operarían hoy cuando observamos la marcha de unos huelguistas. La parodia posmoderna sería fundamentalmente “crítica en su relación con el pasado, no nostálgica o semejante a un anticuario. Desnaturaliza nuestros supuestos sobre nuestras representaciones de ese pasado” (5).

Varias páginas después el narrador sentencia, hablando con sus anfitriones en una tensa conversación en la cena: “Es raro ver una huelga en estos días. Hacía mucho que no veía una” (48). Pero ahí no acaba todo, pues la autoría se preocupa de manifestar un cierto estado de naufragio, de irreflexión por parte de los huelguistas:

De pronto sentimos un leve murmullo que venía de la calle. Nos acercamos a la ventana. Eran los huelguistas que pasaban, pero, como siempre, un reducido pelotón que, seguro, se había perdido por ese lado de la ciudad, ya que nada temían que hacer por ahí. Ellos mismos miraban hacia las casas ciegas y sordas de ese barrio residencial con manifiesto desconcierto, con el aire de turistas indefensos en una ciudad hostil. (58)

En una lectura inmediata podemos descubrir que los huelguistas, como ocurre en buena parte de la novela, están perdidos espacialmente, recorriendo lugares ajenos a sus demandas o problemáticas y por lo tanto inútiles para la esperada solución de las mismas; empero, al analizar lo que ellos han “significado” en la obra, podemos concluir que ese perderse es, más bien, de índole temporal: su protesta, sus recursos retóricos (puestos en cursiva por el autor), sus fundamentos ideológicos pertenecen a una época otra, distante años o incluso decenios del instante en que se encuentran.

Otra manera en que surge lo político, es mediante la oscura participación de Araujo en la dictadura, al haber estado arrojando cadáveres al mar desde sus aviones, que “habían volado inexplicablemente todos los días de aquella primera semana de toque de queda” (27) de septiembre de 1973. Son cuatro los asesinados en aquella minúscula ciudad, con nombre y apellido: “Un estudiante de ingeniería, un viejo sindicalista, un médico célebre en la región y su enfermera, amor ilícito este último” (28). Además, hacia el final del libro el propio Araujo le referirá a Carlos Feria cómo vigiló de cerca la ejecución de dos detenidos vinculados al gobierno de Salvador Allende, los que serán, en definitiva, los padres de Iván y Susana, y la esposa además del amor imposible del empresario. Desde luego, esta u otras historias relacionadas a la flagrante violación de los derechos humanos no merecen ningún comentario del narrador, ninguna condena o aprobación, resbalan por sus oídos y carecen de toda importancia en los estándares éticos con que mide el mundo que lo rodea.

Este elemento es esencial en la narrativa completa de Contreras, donde lo individual (o la revolución individualista a la que alude Lipovetsky), y junto con ella la psicologización del mundo cotidiano, serán una regla incontrarrestable.

La política asoma en el libro, por otro lado, de la mano de sus anfitriones. De alguna manera, Feria se hospeda en una casa que, por norma general, es partidaria al régimen. El sujeto postrado y su mujer nunca expresan apoyo al gobierno de facto, pero sí muestran un rechazo profundo a los huelguistas y sus petitorios temporalmente extraviados.

Esto se hace palmario cuando los trabajadores pasan del mero discurso a la acción, y Blas no duda de calificarlos de terroristas, adjetivo utilizado por la prensa oficial así como por los desfachatados ministros de la dictadura: “—Volaron dos torres de alta tensión. Los ductos sur y norte totalmente inutilizados –dijo con ese tono técnico que le encantaba usar en ocasiones como esa—. La ciudad está absolutamente sin electricidad. Terrorismo, amigo mío, terrorismo” (155).

Sólo unas páginas después vuelve a hablar el mismo Blas:

—¡Toque de queda! ¡Se ha instaurado el toque de queda! —exclamó Blas.

Había un cierto júbilo en la alarma de Blas cuando nos retransmitió las noticias. Y no dejaba de ser un acontecimiento. Salvo en las primeras semanas de septiembre del 73, nunca hubo toque de queda en la ciudad, mientras que en Santiago ya duraba doce años . . . De pronto el silencio fue atravesado por el ruido de unas sirenas que comenzaron a sonar y desplazarse a gran velocidad. Luego unos tiros, espaciados y solitarios, y un sordo rumor, de voces tal vez, un tumulto que parecía venir de todos los flancos. En un momento, se oyó el ruido lejano de un helicóptero.

—Están iluminando, con el foco —dijo Blas. (158-160)

Es dable pensar que esta descripción (algo más extensa de lo que presentamos aquí) podría suscitar en un lector que haya vivido experiencias similares durante la dictadura, ciertos recuerdos de las protestas contra el gobierno militar mediando los ochenta, si consideramos la verosimilitud y realismo de la prosa. No obstante, en Feria no remueve nada. No existe miedo, rabia, satisfacción (como la que inunda a Blas y aun a su esposa); no hay expresión de sentimientos ni pensamientos de esto que, sin temor a exagerar, podríamos describir como un núcleo de reminiscencias emotivas a nivel nacional, a nivel de psique colectiva. Así, la neutralidad de Feria es voluntariosa, difícil de creer, y por ende podemos arribar al supuesto de que esta narración se encuentra ahí para remarcar ese hecho, esa ausencia de enlace emotivo con el devenir histórico, ese desligue de fenómenos sociales de gran alcance, de suyo traumáticos para la población de un país que los vive durante prácticamente dos décadas. Carlos Feria, como han señalado otros críticos con anterioridad, representaría un paradigma del sujeto carente de conciencia histórica.

Más adelante pasará revista, otra vez, al lenguaje oficial para caracterizar la lucha contra la dictadura:

Un allanamiento a una célula terrorista en un barrio periférico de la capital vino en su apoyo [de Blas]: la sinuosa escalera que conduce al lúgubre subterráneo, la triste bandera pegada con clavos en del muro, los pasamontañas con sus atemorizados antifaces vacíos, la pila funeraria de amón-gelatina, las escopetas recortadas y sus hermosas hermanas menores, las pistolas, todo ordenado sobre una gran mesa recién dispuesta. (165)

Finalmente, podemos resaltar un par de acontecimientos que unen todo lo descrito hasta el instante. Retrocedamos. El protagonista, mediando el libro, se ve involucrado en un crimen pasional cometido por Humberto Luengo contra un cantante por el que lo ha dejado su mujer. El nexo: Luengo intentó que Feria le vendiera un arma, sin sospechar que, de concretarse, demoraría varias semanas en recibir aquella compra pues sólo portaba los catálogos de revólveres que comercializaba. De todos modos, el afuerino es el último en hablar con él antes del crimen, y queda con orden de arraigo hasta que se aclare el incidente. A poco andar Luengo es detenido, pero no tarda en fugarse de su celda para ir a refugiarse con los huelguistas. Lo curioso es que los trabajadores movilizados no lo notan, no lo reconocen ni atestiguan la presencia de un extraño en el compacto grupo que forman, lo que viene a remarcar la idea de un proletariado absolutamente perdido, sin autoconocimiento o “conciencia para sí” desde las nociones de Marx. Después, desde la clandestinidad en que se encuentra, Luengo realiza unas cuantas visitas al protagonista en la pieza de la residencial donde se aloja, sin que lo noten sus anfitriones, Blas y Teresa, por supuesto. La historia adquiere un giro inesperado cuando el propio Luengo es asesinado mientras marcha junto al pelotón de huelguistas, en vísperas de la visita a la ciudad de Augusto Pinochet, o “el presidente”, como remarca, una y otra vez, Feria al referirse a él.

¿Quién lo mata, por qué y con qué lo hace? Las tres respuestas son reveladoras: lo mata un ex militar alcohólico y solitario, Matus; lo realiza en un arranque demencial; y, como es obvio, comete el crimen con una pistola vendida por el protagonista, por cierto el único negocio que éste logra llevar a cabo en aquel poblado durante su larga estadía.

La consecuencia inmediata: Feria debe pasar a la clandestinidad, al comprender que no le levantarán la orden de arraigo por estar, de nuevo, involucrado tangencialmente en un asesinato. Cuando arriba a esta conclusión, ejecuta un recorrido inverso al que inaugura la novela: camina a paso lento y con sus cosas a cuestas hacia la distante Panamericana, lo que visibilizaría el carácter circular de la obra en análisis.

Todo este episodio reviste innegable centralidad para los significados que hemos intentado ir extrayendo en el presente texto.

Primero, el ex militar, Matus, es un sujeto que aún se siente atado a las Fuerzas Armadas y que lamenta no haber dado todo lo que podía a su nación mientras estuvo en ella. Es un patriota de aquellos y, al mismo tiempo, un loco que persiste en permanecer completamente aislado de sus pares, en un dormitorio inhabitable y dominado por un alcoholismo que ya todos en el pueblo conocen. El patetismo de este hombre de armas —dato no menor: el único que aparece en el libro— clausura cualquier posibilidad de conceder, desde los contenidos que hace germinar el texto, alguna visión positiva o legitimadora de los gobernantes de facto. Su condición fantasmal, sus actuaciones revestidas por el manto de la locura y el delirio alcohólico, más bien, sugieren una visión paródica de los uniformados, que en aquella época insisten en manejarse bajo códigos dicotómicos que la sociedad —y el mundo entero— ha olvidado, al dejarse atrás la Guerra Fría.

Otro aspecto a considerar: Feria pasa a la clandestinidad, tal como muchos chilenos en ese período histórico, pero con una diferencia mayúscula: los otros luchaban contra la dictadura desde esa posición y lo hacían de manera obligada, impuesta. Para él, en cambio, vivir fuera de la ley es producto de un simple equívoco, una serie azarosa de acontecimientos que no maneja ni de los que tampoco se lamenta demasiado. Su inscripción en los márgenes de la sociedad está lejos de la racionalidad sólida, monolítica de un militante de izquierda que ha llegado al país con la finalidad de derrocar al régimen e imponer la dictadura del proletariado. Y está lejos, por ello, de ese registro moderno binario, teleológico, totalizante y logocentrista, del que antes también ha despojado a los militares y su confusa, enajenada visión de mundo.

En estas últimas páginas nos enteramos de otra decisión que es menester relevar: el protagonista se rehúsa a buscar a la pequeña Susana, que se encuentra embarazada de un hijo suyo, según la información suministrada por Araujo. Es momento de recordar los tres elementos de la abyección señalados por Isidoro Vegh: la degradación; el alejarse del conjunto de los bien pensantes; y ser un residuo. Según Millot, por no haber sido reconocido por su madre, Genet fue “negado”, “rechazado”, por lo que “desde esa posición de desecho”, “solo queda hacer un milagro: inventar un nuevo amor que transfigure la abyección. Este nuevo amor será el único permitido. Se llama también vicio” (75). Esto es lo que hace, de manera deliberada, Feria con el hijo que espera Susana: lo arroja a la abyección expósita de que habla Millot (y de la que Cánovas ha llamado la atención en la novelística reciente), sin gastar siquiera una palabra en justificar su indiferencia hacia ese niño que está por nacer.

Otra decisión importante: tampoco le pide a Teresa que se vaya con él, algo a lo que muy probablemente habría estado dispuesta de acuerdo a sus últimas acciones.

Se puede desprender de ello una posible incapacidad o reticencia a formar vínculos afectivos tras su fracaso matrimonial. Su mundo significativo se reduce, de este modo, a los límites de su propia corporalidad y a la esfera de su psique, presentando una versión radicalizada del individualismo posmoderno de que habla Lipovetsky, negando incluso la esfera de los afectos familiares, núcleo que, con quiebres y rupturas, es en la posmodernidad todavía un lugar donde solventar una emocionalidad que ya no se esmera en acceder a fuentes de sentido colectivas de mayor alcance.

Todo esto conduce a que Feria permanezca en un presente infinito y en territorios de paso, tiempo y sitios posmodernos por excelencia, como remarca Lozano a partir de las conocidas reflexiones de Marc Auge. Su narración hará primar, como sucede en toda la novela, el no-tiempo o presente perpetuo que se vive en la clandestinidad, donde cada día puede ser el último y es imposible prever o trazar un futuro con relativa certeza; de igual manera, habitará los no-lugares, como por ejemplo la Ruta 5 o las carreteras interiores que unen los distintos poblados, donde el espacio es concebido desde su pura dimensión de tránsito y desplazamiento.

En este punto cabe destacar que su peripecia tiene siempre como telón de fondo a los huelguistas, es decir, una izquierda organizada y radical (realizan un par de atentados en el pueblo) y al dictador (representante de una derecha extrema, de rasgos fasistoides), quien está próximo a visitar la ciudad. Empero, aunque consigna de manera permanente esta información, no fijan ni mandatan su llegada o partida del pueblo sino de forma tangencial y fortuita. Lo político, entonces, incluso en este período histórico donde todavía posee una fuerza de proporciones, ya no es el factor determinante en la vida de los personajes que retrata esta novela.

Por último, permítaseme un comentario sobre los aspectos formales de la novela de Contreras. Para John Barth, escritor que se describe a sí mismo como novelista posmoderno, lugar desde donde también esgrime sus críticas y ensayos literarios, es importante que el artista esté “al día técnicamente”. Señala que muchos “novelistas actuales escriben sus obras siguiendo el modelo de la novela de fines de siglo pasado, solamente que emplean un lenguaje de más o menos mediados del siglo XX y sobre gente y temas contemporáneos” (172).

El autor prefiere los que son “técnicamente contemporáneos; Joyce y Kafka, por ejemplo, en su tiempo, y en el nuestro, Samuel Beckett y Jorge Luis Borges” (172).

Así, La ciudad anterior, junto a las demás novelas del autor, se inscribirían en una estrategia que ya era vigente y casi agotada en el siglo XIX, como alguna vez señaló mordazmente Roberto Bolaño.

Contra esto, la construcción de personajes, el ambiente en que se desenvuelven, la psicología dominando en todos los espacios, transforman a Contreras en un escritor que hace emerger temáticas de actualidad, y que de hecho enseña los nuevos presupuestos que se requieren para entender el Chile que se despliega tras la dictadura, con intereses que se movilizan a zonas personales antes que colectivas, subjetivas antes que objetivas, materiales e históricas, con lógicas de atomización, enclaustramiento e individuación como únicos detonantes de las energías que mueven nuestro tiempo.

Bibliografía

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Hutcheon, Linda. Criterios. “La política de la parodia posmoderna”. Trad. Desiderio Navarro. La Habana (1993): 187-203.

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Vegh, Isidoro, et al. “Entre la abyección y la santidad”. De poetas, niños y criminalidades. A propósito de Jean Genet. Buenos Aires: Ediciones del signo, 2003.

Notas

1 Acotaremos el concepto de posmodernidad a las pistas básicas entregadas, principalmente, por autores como J.F. Lyotard (transformaciones en la esfera política y epistémica signadas por el fin de los metarrelatos), F. Jameson (tercera fase del capital e instalación de un mercado global y omnipresente) y G. Lipovetsky (giro del paradigma sociopolítco al psicológico, y con ello expansión de las libertades individuales como nuevo modo de emancipación).
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