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LA IMAGEN DEL NIÑO EN EL UMBRAL DE LA MODERNIDAD: TRES FIGURAS INFANTILES EN LA PINTURA DE COSME SAN MARTÍN
THE CHILDHOOD AT THE THRESHOLD OF MODERNITY: THREE INFANT FIGURES IN COSME San Martín PAINTINGS
LA IMAGEN DEL NIÑO EN EL UMBRAL DE LA MODERNIDAD: TRES FIGURAS INFANTILES EN LA PINTURA DE COSME SAN MARTÍN
Revista de Humanidades, núm. 35, pp. 293-315, 2017
Universidad Nacional Andrés Bello
Recepción: 21 Mayo 2016
Aprobación: 03 Septiembre 2016
Resumen: El siguiente texto busca reflexionar en torno a la representación de tres figuras infantiles en la obra pictórica de Cosme San Martín. Las pinturas de San Martín se inscriben dentro del período en que la sociedad chilena experimentó los cambios provenientes del proceso de modernización, los cuales estaban tramados con la tensión entre civilización y barbarie. A partir de la comprensión de la figura del niño como metáfora de la joven república, estas obras muestran la modernización de nuestra sociedad, el progreso de las ciudades, la importancia asignada a la instrucción para alcanzar un nivel de país avanzado, el camino por el cual transitar, en otras palabras, desde la barbarie a la civilización.
Palabras clave: Pintura, infancia, instrucción, civilización, barbarie.
Abstract: The following article proposes to analyze the representation of childhood in the work of Chilean painter Cosme San Martín. San Martín’s paintings were made in the time when Chilean society was facing the changes associated with the arriving of modernity and are related to the tension between civilization and barbarianism. From the conception of the child figure as a metaphor of the young republic, it can be observed how the artist suggests the modernization of our society and how that is linked to the importance of education on the goal of becoming a refined country, a path to follow in order to go from barbarism to civilization.
Keywords: Painting, Infancy, Education, Civilization, Barbarism.
1.
El pintor chileno Cosme San Martín (1849-1906) realizó varias pinturas donde aparecen niños: tres de ellas serán aquí analizadas. Lo interesante de estas es que no se trata de retratos de niños particulares, de los que hay muchos ejemplos en la pintura nacional,1 sino de composiciones donde la figura infantil permanece anónima formando parte de una trama mayor y cumpliendo un papel en la narración pictórica. Las obras fueron realizadas en un período de aproximadamente treinta años a partir de 1874, período que coincide con un proceso de cambios profundos en la vida social chilena relativos a modernizaciones urbanas, políticas y culturales.2 Dichas transformaciones provenían de la adopción de los modelos iluministas europeos que impulsaron el movimiento independentista y la posterior instalación de la república y sus instituciones públicas durante el siglo XIX. Estos modelos promovían la emergencia del sujeto autónomo y del ideal del progreso, animados por la convicción de que el destino de la especie humana es avanzar hacia la perfección de la mano del desarrollo de las ciencias y las artes, en otras palabras, progresar hacia un mundo mejor.3
Tanto los librepensadores ingleses, como los filósofos franceses, los ilustrados alemanes e incluso los españoles del siglo XVIII compartían, con mayor o menor optimismo, el credo según el cual las luces de la razón podían desarrollarse para civilizar a la humanidad, erradicando a la barbarie, poniendo al progreso al servicio de la emancipación: eso era lo que sustentaba el proyecto moderno y lo que impulsó la fiebre modernizadora del siglo XIX. La barbarie —de acuerdo a los orígenes griegos del término—4 se instala como el “otro” de la civilización, no obstante, en el contexto de fines del siglo XVIII es un término ambiguo que podía designar una época, un estado, o una condición humana reivindicada por Rousseau y combatida por Voltaire para citar dos posiciones encontradas entre una gama diversa. En su connotación negativa la barbarie debía ser combatida con ilustración, educación, cultivo del entendimiento: en su connotación positiva la barbarie, como inocencia, daba la partida a nuevos comienzos, los que también debían ser guiados por la educación en su sentido de conducción moral.
Por otro lado, cuando Kant publicó el texto breve “Respuesta a la pregunta qué es la Ilustración” en 1784, no ocupó el término barbarie para referirse a aquello que la Ilustración debía superar, sino a la “minoría del edad”. Alcanzar la Ilustración significaba alcanzar al fin la mayoría de edad, la adultez:
La Ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. El mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración. (Kant 28)
Para Kant la minoría de edad no necesariamente estaba asociada con la infancia, sino con un estado de comodidad debido a la cobardía y a la pereza que impedía al hombre pensar por sí mismo, lo que lo dejaba a merced de quienes ejercían el poder de controlar los destinos de la humanidad. No obstante, lo discutible que puedan resultar las aducidas causas que impiden alcanzar la esperada mayoría de edad, la metáfora es elocuente, ya que si bien es cierto el llamado kantiano a “pensar por ti mismo” apela a los individuos, de lo que en realidad se hace cargo es de identificar una nueva era que nace de la mano de la elevación de las facultades racionales del hombre, de su capacidad para conocer y para ejercer como sujeto autónomo en pleno uso de su razón, no sólo para beneficio propio sino también para el de su entorno social. En un texto publicado por su discípulo Rink, bajo el nombre de La pedagogía de Kant (1804), el filósofo expresaba que el hombre era la única criatura que necesitaba educación y disciplina ya que gracias a éstas “convierte la animalidad en humanidad. Un animal lo es ya todo por su instinto; una razón extraña lo ha provisto de todo. Pero el hombre necesita una razón propia y ha de construirse él mismo el plan de su conducta. Pero no está en disposición de hacérselo inmediatamente, sino que viene inculto al mundo, se lo tienen que construir los demás” (citado en Delgado 144). Esa construcción debería concretarse gracias a la instrucción para conducir de la mano a los menores de edad desde la animalidad hacia la humanidad.
En vistas de que la barbarie representaba el obstáculo para alcanzar la civilización, el contexto ilustrado dedicó atención a la educación de los más pequeños. Y aunque si bien es cierto su efecto no fue inmediato como señala Buenaventura Delgado: “no puede decirse que la Ilustración haya supuesto un giro copernicano ante la infancia . . . No obstante, las nuevas ideas se fueron aceptando lentamente en el mundo occidental y enriquecieron el sustrato de los futuros planteamientos psicopedagógicos (Delgado 140). Ello sumado al hecho de que los avances médicos estaban logrando de a poco reducir la mortalidad redundó en un cambio gradual en la percepción respecto de la infancia y del lugar de los niños en el mundo, los que empezaron a dejar su papel de actores secundarios para transformarse progresivamente en figuras protagónicas de la familia y la vida social. De ahí que a partir de fines del siglo de las luces y durante el siglo XIX la figura del niño y su particular mirada frente al mundo se haya vuelto motivo recurrente en la literatura y la pintura europea.
2.
Sin embargo, se puede pensar que en las ex colonias americanas la representación de la infancia cobró un cariz simbólico diferente: los niños aparecen más bien como metáfora de la nueva vida, la vida utópicamente independiente y libre de las repúblicas en formación.5 En Chile, la construcción de la República como en el resto de las naciones americanas, estuvo animada por el ideal del progreso y de acuerdo a ello la tarea crucial a emprender era desterrar a la barbarie. Ésta estaba asociada con los largos tres siglos del dominio español: ese oscuro pasado colonial que remitía —según los aires civilizatorios que recorrían toda América Latina en ese entonces— más al legado ibérico que a la herencia indígena. Efectivamente, después de alcanzada la Independencia, lo español aparecía ligado a un tradicionalismo anacrónico e improductivo, distinguible de lo europeo que aparecía encarnando los ideales modernos y progresistas.6 Lo europeo en cambio se identificaba principalmente con Francia y sus procesos de emancipación política, intelectual y social.
Ya en el período de la Patria Vieja era posible percibir con claridad las voces que llamaban a alcanzar los ideales ilustrados por medio de la difusión de las ideas y muy especialmente por medio de la educación. Las palabras de Camilo Henríquez en la primera edición del primer periódico chileno la “Aurora de Chile” son expresivas de esto: “Está ya en nuestro poder, el grande, el precioso instrumento de la ilustracion universal, la Imprenta . . . La voz de la razón, y de la verdad se oyrán entre nosotros después del triste, é insufrible silencio de tres siglos . . . ¡Siglos de infamia, y de llanto!”.7 El periódico, que circuló entre 1812 y 1813, tenía como objetivo promover la soberanía popular y sobre todo hacer extensivos los textos de los filósofos ilustrados franceses como Rousseau y Voltaire así como los de los independentistas norteamericanos como Jefferson y Washington. En sus páginas escribieron también los connotados intelectuales chilenos Manuel de Salas, Juan Egaña y Manuel José Gandarillas.8
En 1813, el periódico Monitor Araucano, medio que sustituyó a la Aurora de Chile publicó el Reglamento de las Primeras Letras donde se describía la época colonial como “sistema metódico de opresión”. Se agregaba además que la Corona expedía con frecuencia órdenes para suprimir escuelas y desterrar en América toda clase de estudio útil:
Interesada la dura España en que los naturales de estos Payses no despertasen por un momento del letargo, que les hacía no sentir las cadenas que les oprimían, no solamente se les dexaba sin industria, cultura, comercio sino que llegando su crueldad hasta el extremo de querer se ignorasen los primeros rudimentos de las ciencias, se tomaban medidas indirectas à fin de evitar la verguenza y execración que tal procedimiento podía ocasionar, si aun todavía conservaba algún rastro de pudor en esta materia. (citado en Rojas 211)
Con el objeto de revertir esta ominosa situación, Camilo Henríquez junto a Manuel de Salas y Juan Egaña fundan las bases para dar forma al Instituto Nacional de Chile cuya misión era establecer “en la república un gran Instituto Nacional para las ciencias, artes, oficios, instruccion militar, relijion, ejercicios que den actividad, vigor i salud i cuanto pueda formar el carácter fisico y moral del ciudadano. Este sera el centro i modelo de la educacion nacional” (Ortografía original). Agregando que, “Sólo la educación pública puede formar el carácter nacional, es decir, aquellas virtudes u opiniones que distinguen a un pueblo de los demás”. El Instituto Nacional en su condición de establecimiento público aspiraba a expresar el núcleo de las virtudes republicanas de libertad e igualdad civil.9
Estas iniciativas orientadas por los modelos ilustrados se amplifican en la medida que avanza el siglo XIX y la necesidad de impulsar el progreso mediante la ilustración del pueblo se intensifica e incluso se garantiza a través de la Constitución de 1833. Más tarde, José Victorino Lastarria, importante referente de la generación del 1842 declara lo siguiente al asumir como Director de la Sociedad de Literatura de Santiago:
Otro apoyo más quiere la democracia, el de la ilustración. La democracia, que es la libertad, no se legitima, no es útil ni bienhechora, sino cuando el pueblo ha llegado a su edad madura y nosotros somos todavía adultos. La fuerza que deberíamos haber empleado en llegar a esa madurez que es la ilustración, estuvo sometida tres siglos a satisfacer la codicia de una metrópoli atrasada, y más tarde ocupada en destrozar cadenas, y en constituir un gobierno independiente . . . hemos tenido la fortuna de recibir una mediana ilustración, pues bien sirvamos al pueblo, alumbrémosle en la marcha social para que nuestros hijos le vean un día feliz, libre y poderoso. (Lastarria 81)
Lastarria hace mención a los siglos oscuros de nuestra historia como también lo harán otros intelectuales como Benjamín Vicuña Mackenna quien comparte además con Lastarria la invocación al deber de todo ilustrado de conducir y alumbrar el camino al resto de la sociedad. Domingo Faustino Sarmiento, notable educador, intelectual y futuro presidente de Argentina, fundó durante el segundo de sus tres exilios en Chile, la Escuela Normal de Preceptores mientras se desempeñaba como Ministro de Instrucción Pública (dos años antes había fundado el periódico El Progreso). El mismo año 1842, bajo el gobierno de Manuel Bulnes, fue fundada la Universidad de Chile a cargo de Andrés Bello y llegó a Santiago el pintor francés Raymond Monvoisin que fue traído a estas latitudes gracias a las gestiones de Francisco Javier Rosales, conocido popularmente como el “afrancesador” de Chile.
La llegada de Monvoisin formaba parte del proyecto ilustrado criollo que incluía como factor del progreso no sólo el desarrollo tecnológico y científico sino también el de las artes y las letras.10 Y a pesar de que no era un representante de las últimas tendencias de la pintura europea, su aporte era percibido sin lugar a dudas como una renovación respecto de la tradición religiosa de la pintura colonial, y sus obras, como la expresión adecuada del nuevo refinamiento que ostentaba la clase alta chilena que demandaba sus retratos. El pintor francés no aceptó hacerse cargo de la Academia de Pintura, lo que no impidió que la fundación de ésta se concretara en 1849 conducida por el pintor italiano Alessandro Cicarelli. La Academia fue también un hito en el camino de la sociedad chilena a la modernidad. En sus aulas y talleres se formó el joven porteño Cosme San Martín quien ingresó como alumno en 1864 y se mantuvo como profesor hasta el año de su muerte, en 1906. Entre 1875 y 1880 permaneció en París y a su retorno se convirtió en el primer chileno en ser Director de la Academia. Sus maestros fueron Ernst Kirbach y Giovanni Mochi y sus compañeros de ruta, quienes lo apodaban Monsieur Ingres por la precisión de su dibujo, fueron Pedro Lira, Onofre Jarpa, Alberto Orrego Luco, Pedro León Carmona, entre otros.
3.
Los tres cuadros que serán referidos a continuación muestran escenas de tipo doméstico, confirmando que los mayores logros de San Martín estaban en la pintura de género,11 donde no cabe la grandilocuencia de la pintura histórica, la más apreciada dentro del círculo académico, ni las proyecciones románticas de la pintura de paisajes que representaban por esos años la contrapartida del arte oficial.12 En las tres obras se puede reconocer un entorno burgués rodeando a los personajes lo que calza con el hecho de que el arribo de la modernidad local fue una experiencia de la élite.
Lo que podría afirmarse a partir de la observación de las obras en conexión con sus contextos es que, desde la más antigua (La lectura) hasta la que se puede presumir como la última (Bajada del Santa Lucía) San Martín traza algo así como una progresión en la representación de las figuras infantiles, que va desde una fase inicial de abandono del oscurantismo hasta la conquista de la luz. En otras palabras, lo que estas obras evocan al observarse secuencialmente es la utopía iluminista del siglo XIX.
La primera de estas pinturas, y la única que está certeramente fechada, es La lectura de 1874 (Imagen 1). El cuadro —de grandes proporciones— describe una escena doméstica desarrollada en un hogar decimonónico alhajado finamente en un estilo muy europeo, lo que podría dificultar decir a qué lado del Atlántico podría estar situado, aunque es un hecho que el autor no había aún salido de Chile cuando lo pintó. La imagen muestra a un conjunto de personas reunido para atender a la lectura de un libro, la que es conducida por una de las mujeres del grupo. La acción de la lectura organiza la ubicación y postura de los personajes de modo que estos aparecen dispuestos a otorgar toda su atención a la voz de la dama que lee; la excepción la constituye una niña, la única infante del grupo, que se muestra distraída mientras yace sobre el piso sosteniendo una muñeca de trapo al borde derecho de la composición. Ensimismada, ella no dirige su atención hacia quien lee, tampoco al espectador; asimismo, los demás miembros del grupo no parecen percatarse de su presencia. Asoma cabizbaja, como aletargada, tan lánguida como la muñeca que sostiene, como si su cuerpo careciera de un alma que la animara. La niña es la única de los personajes que no participa de la acción, que permanece en su propio mundo quedando fuera de aquello que está convocando a los adultos, relegada como un miembro que aún permanece en estado de barbarie, como un resabio inocente de un estadio anterior que aún no recibe los beneficios de la instrucción, y por qué no decirlo, que carece aún del uso de la razón. El estado de barbarie no se relaciona aquí peyorativamente con el salvajismo ignorante y oscuro de los siglos pasados sino con el estado de inocencia a partir del cual se puede empezar a construir la civilidad.
Bien entrado el siglo XIX el ejercicio de la lectura en Chile se había extendido profusamente conforme al ánimo republicano del que formaba parte. Ello corresponde al período en que las instituciones republicanas se estabilizan a la vez que emergía un movimiento intelectual sin precedentes del que participaban los más afamados ilustrados criollos afanados apasionadamente en la construcción de una mentalidad moderna. La instrucción, la lectura de libros, formaba parte de una cruzada comandada por la clase intelectual destinada a erradicar el oscurantismo colonial para pensar en edificar una nación verdaderamente civilizada. En este sentido, la temprana afirmación de Sarmiento resulta provocadora:
Quién dice instrucción, dice libros. Sólo los pueblos salvajes se transmiten su historia y sus conocimientos, costumbres y preocupaciones por la palabra de los ancianos. ¿De qué sirve enseñarle a leer a nuestros niños si no se les proporcionan facilidades para adquirir libros? Las llaves de los conocimientos (que proporciona la escuela) son inútiles para quién no tiene a su alcance el libro que ha de abrir con ellas. (Subercaseaux 51)
El libro según Sarmiento es la ventana, la puerta que se abre con la llave del conocimiento, no obstante la acción que aseguraba ese conocimiento era la lectura. De este modo, la lectura constituía un pasaje, un estadio que había que alcanzar no sólo para hacer más libres y felices a los hombres sino para que la nación entera se incorporara al fin al mundo moderno.
A pesar de que no contamos con mayor información respecto del pensamiento de Cosme San Martín, ya que no hay disponible ningún tipo de texto o cuerpo epistolar, es dable pensar que en tanto miembro de una institución ilustrada como la Academia de Pintura estaba imbuido del espíritu que animaba a Lastarria, Sarmiento, Vicuña Mackenna y otros tantos agentes de la ilustración chilena. Se justifica suponer que el pintor tenía en alta consideración la instrucción, el ejercicio metódico y riguroso para aprender los saberes, para apartarse lo más posible de la ignorancia, salvaje y primitiva. Él mismo viajó como pensionado del gobierno en 1875 a empaparse de la sapiencia artística de la ciudad luz y combinó el ejercicio de la pintura con el de la música, destacándose en la interpretación de la viola.
Pudiera pensarse entonces, volviendo al cuadro, que la niña pintada comparece como la encarnación de un estado natural, inocente, como esa etapa que deberá quedar atrás para alcanzar la mayoría de edad, pero no sólo la individual sino también la de la sociedad en su conjunto. Es ella la que, gracias a la instrucción, pero también la educación en las buenas costumbres y maneras, va a poder dejar atrás los siglos de barbarie y alcanzar la civilización. Esta asimilación entre infancia de los pueblos y niñez era una cuestión bastante difundida en la época de San Martín. Fue muy bien resumida por Sarmiento quien afirmó la analogía según la cual la infancia es a la madurez lo que los pueblos primitivos son a los civilizados. “Los pueblos en su infancia son unos niños que nada prevén, que nada conocen, y es preciso que los hombres de alta previsión y de alta comprensión les sirvan de padre”, decía Sarmiento en su famoso libro Civilización i Barbarie de 1845. Simbólicamente, los niños estaban siendo pensados entonces como metáforas de ese primitivismo inocente que era necesario superar.
4.
La segunda pintura se titula El niño de las láminas (Imagen 2). No está fechada, pero en términos de la factura, es decir, de la peculiaridad de la pincelada, parece posterior a la obra antes comentada. Ella describe a un niño de unos ocho años sentado en un sillón de estilo, apoyado sobre una mesa, concentrado en la tarea de observar un libro de láminas. El resto de la composición es simple: al lado izquierdo una cortina, hacia el fondo el marco de una puerta y un aparador u otro tipo de mueble macizo. Eso contribuye a que no sólo la atención del niño esté dirigida hacia las láminas sino también a dirigir la atención del espectador hacia ellas. Como espectadores podemos mirar sobre el hombro del niño y alcanzar a otear aquello que captura su atención. Posiblemente se trate de un libro o cuadernillo, más bien, que reproduce obras de arte, lo que no sería extraño ya que el personaje infantil habita un interior burgués por lo que parece pertenecer a una clase que puede gozar del privilegio de contar con dicho recurso. Es posible también que el cuadernillo —que deja ver en su página izquierda la imagen de un conglomerado de personas— haya sido traído por el propio San Martín desde París, en ese entonces ciudad paradigma de la modernidad. El niño viste como un adulto pequeño y ocupa una silla que parece muy grande para su tamaño; está solo, ningún adulto de ocupa de él.
El tema de este cuadro también es la lectura, aunque esta vez de imágenes. A través de la observación de esas imágenes el niño puede virtualmente salir, derribar los muros de la habitación que lo contiene o constriñe. A diferencia de la niña con la muñeca de trapo, todavía muy pequeña para acceder a la ilustración, este niño ya está en condiciones de poner su mente y sus sentidos en obra para alcanzar la instrucción. Es pertinente entonces pensar que San Martín consideraba que las imágenes portaban valiosos contenidos y que su lectura era algo profundamente instructivo, tanto como lo era la lectura de textos, que en esa época ya estaban considerando a los pequeños lectores.13 El pequeño se asoma al mundo a través de unas páginas ilustradas (en el doble sentido de la palabra), penetra a través de la imagen a aquello que los muros de la habitación le impiden ver. Así como la civilización ha construido mundo con la palabra escrita, también lo ha hecho con la imagen, particularmente la imagen artística, que, como San Martín muy bien sabía, no constituye el mero reflejo de lo visible, sino una construcción simbólica capaz de evocar la visión de mundo de su autor así como la de su época. Injustamente, a mi juicio, la opinión institucionalizada considera a este autor como un realista más bien mecánico, como mero registrador de figuras y texturas. Por ejemplo, según Romera, “Cosme San Martín es un realista apasionado que no concede nada a la fantasía ni a la imaginación creadora . . . Gusta de la composición y las figuras se mueven con soltura en su obra. Da el ambiente objetivo, lo que rodea a los modelos, pero la sensación espacial o atmosférica es nula” (Romera 79). Por su parte Galaz e Ivelic opinan que, “Su interés de adecuar la obra al modelo lo impulsa a mostrar la calidad táctil de las cosas (trajes, muebles, cortinas, etc.) dejando entrever incluso la calidad de los materiales que intervinieron en su confección o fabricación. Al representar una realidad en forma tan transparente no da lugar a que la imaginación o el intelecto participen en la recreación de la obra” (Galaz/Ivelic 106). La verdad es que más allá de lo que parece evidente, una lectura más fina nos permite reconocer que las obras que ha dejado San Martín alojan una complejidad y sensibilidad que dan cuenta del artista como un constructor de narrativas en clave pictórica.
5.
La tercera obra se llama Bajada del Santa Lucía (Imagen 3). No tiene estampada una fecha pero en función de la vestimenta usada por el personaje femenino, a la altura de los árboles ya crecidos del cerro y a la soltura de las pinceladas, se puede decir que fue ejecutada alrededor de 1900. El cuadro describe a una dama refinada que desciende elegantemente por las escalinatas del paseo santiaguino en compañía de un pequeño que se desliza sobre los escalones.
Hacia el fondo se ve entre el follaje a otra dama que sube la escalinata volteándose hacia la dama que desciende. El formato de la pintura es vertical lo que acentúa la disposición descendente de los personajes principales, destacando el hecho de que la acción tiene lugar no en una planicie sino en una ladera elevada. Se trata de un día muy luminoso de primavera o verano, posiblemente un domingo después de misa, cuando el paseo estaba cerrado para el público masivo de modo que la élite pudiera gozarlo sin contratiempos.
La dama de la sombrilla observa la acción del niño, su hijo probablemente, quien se arrastra por los peldaños en una actitud muy típicamente infantil. Pudiera ser que la mujer lo estuviera reprimiendo por tal comportamiento o tal vez, que la misma esté simplemente intercambiando miradas o palabras con la otra mujer en la sombra. Es conveniente precisar a este propósito que durante la segunda mitad del siglo XIX la educación no sólo fue pensada en torno a la instrucción escolar, sino en términos más amplios, como formación moral y de buenas costumbres. De ello dan cuenta los numerosos textos enfocados en la modelación conductual de los niños de la clase alta destinados a regir en el futuro los destinos de la nación.14 La urbanidad y las buenas costumbres eran también lo que Benjamín Vicuña Mackenna (1831-1886) quería promover cuando concibió la idea de hacer florecer al peñón rocoso del Santa Lucía, antiguo Huelén,15 que antes fuera atalaya de los nativos, fuerte militar de la reconquista, cárcel y cementerio de los no bautizado y transformarlo en un espléndido paseo citadino. Consecuentemente con el ánimo de ejemplaridad que movía a la obra de Vicuña, la escena que el cuadro de San Martín describe no muestra nada de tan ominoso pasado.
Vicuña Mackenna (1831-1886), se desempeñó como intendente de Santiago entre 1872 y 1875, durante el gobierno de su primo Federico Errázuriz Zañartu. El incansable personero ilustrado buscaba transformar la ciudad en su conjunto, empresa que incluía la implementación de plazas y áreas verdes. Dentro de eso, el hermoseamiento del cerro estaba animado por el deseo de entregar a la ciudad un recinto recreativo e higiénico, como los bellos parques que florecían en las grandes y modernas ciudades europeas para deleite de sus habitantes. Con ese objeto, el intendente contrató a expertos chilenos y extranjeros que pusieron sus mejores esfuerzos en las obras de ingeniería y construcción llevadas a cabo por los presos de la cárcel pública. Hizo traer de Europa un gran número de estatuas de bronce y mármol y una importante cantidad de jarrones y macetas elaborados mayoritariamente por la prestigiosa casa Val d’ Osné, la más importante fundición francesa del siglo XIX, así como especies arbóreas y florales. El empeño de Vicuña estaba animado por su deseo de proveer a la ciudad con un espacio donde la naturaleza domesticada ofreciera a los ciudadanos una experiencia edificante, no sólo desde el punto de vista urbanístico, sino también en términos de urbanidad, es decir de aprendizaje de las buenas maneras. La construcción del paseo no constituyó un proyecto aislado sino que formaba parte de una transformación mayor que buscaba posicionar a Santiago como una ciudad moderna, un modelo ejemplar para otras ciudades latinoamericanas y chilenas.16
Lo que aparece en el cuadro de San Martín, entonces, es un escenario y a la vez un ejercicio de urbanidad. La escalinata irrumpe la conformación rocosa de modo que puede ser vista como elemento de la civilización en rivalidad con la naturaleza agreste. Está coronada por pilares que a su vez sustentan jarrones estilo regencia y balaustradas que se repiten en lo alto de la composición sugiriendo una terraza en altura recortada contra un azul intenso del cielo. La dama de finas maneras y vestuario elegante pertenece a ese lugar como a su propia casa; es como si el niño y ella circularan por su propio jardín privado. El niño viste un traje de marinero con los colores blanco, azul y rojo, colores de la bandera chilena, encarnando acaso a la joven república que se abre paso construyendo urbanidad. Observando el cuadro con detención se puede establecer que la figura del niño fue pintada con posterioridad; en efecto en su cuerpo se traslucen los peldaños de la escalera pintada previamente, es decir, aparece sobrepuesto, en virtud de una decisión final del artista. La factura con la que está representado es mucho más ágil y sintética que aquella con la que se representa a su madre, evitando los detalles, lo que en esa época se asociaba con una modernización en el lenguaje pictórico.
Se puede pensar que estos tres cuadros expresan la tensión entre civilización y barbarie tan presente en la época, la cual se representa por la analogía entre el niño y el bárbaro (donde lo que se destaca no es su brutalidad sino su inocencia) pero en ésta última pintura —posiblemente una de las últimas realizadas por el artista— las decisiones representacionales hacen que la imagen de la infancia destelle optimismo civilizatorio. La copiosa luz que brilla en el cuadro puede entenderse como una metáfora del iluminismo. En efecto se sabe que Vicuña Mackenna, en pleno apogeo de su ímpetu transformador, había concebido instalar un faro en la cumbre del cerro, como símbolo de la luz de la razón que ilumina al mundo. Un “faro gótico de veinte metros de altura que sostendría un reloj iluminado cuya esfera de doce metros se vería desde el Maipo” (Pérez de Arce 18). Vicuña aspiraba a que el faro simbolizara la luz de la ilustración alumbrando la ciudad, destinada a ser ejemplo de vida urbanizada. Por falta de fondos, el faro nunca pudo instalarse. Relacionando las intenciones de Vicuña y lo que se puede suponer como las intenciones de San Martín, acaso no sea tan descabellado afirmar que la pintura y su fulgurante luminosidad coinciden en su ánimo. La luz que resplandece en el cuadro en clave pictórica corresponde a la metáfora del iluminismo y la figura del niño a la de la joven república que se beneficia de ella.
En estas tres pinturas de género, es decir, pinturas sin grandes ambiciones temáticas como las que la Academia de Pintura, siguiendo el modelo de las academias europeas, quería promover, San Martín, miembro ilustre de la misma, demostró su capacidad de evocar con simples narraciones visuales la sensibilidad de su época. Simples narraciones, por su nula grandilocuencia, pero en realidad se puede decir que son elaboradas construcciones pictóricas por la cuidada y sensible organización de los elementos en juego. En el caso de las tres obras comentadas, la organización pictórica trasunta no sólo la voluntad de identificar infancia y barbarie, sino la capacidad de hacer “hablar” poéticamente a las imágenes. El ánimo de San Martín no puede desecharse como meramente descriptivo cuando ha sido capaz de pintar de manera tan delicada no sólo los escenarios sino los anhelos de la sociedad incipientemente moderna en la que le tocó vivir. Se puede pensar —con Subercaseaux— que los ideales republicanos se ven desde el presente como ideales quiméricos:
Si contemplamos el siglo XIX resulta claro que el pensamiento y los planteamientos de la élite ilustrada post Independencia eran impracticables, puesto que carecían de suelo histórico. Sin embargo, paradojalmente, eran también indispensables. Formulados en el aire y sin piso, pero con fe ideológica, esos planteamientos dieron pie a una verdadera posta de ideales que poco a poco fueron siendo posibles. Primero, la generación de la Independencia, con figuras como Camilo Henríquez, Juan Egaña y Manuel de Salas, luego la generación de 1842, con Lastarria y con figuras transversales como Bello y Sarmiento, y luego los positivistas y los grandes educadores republicanos de fines del XIX, como Valentín Letelier (Subercaseaux 42).
El carácter quimérico, no obstante, no hizo menos reales los anhelos civilizatorios de eso que alguna vez fue una elite ilustrada, hoy desaparecida. El discurso de nuestros intelectuales ilustrados se expresó con vehemencia en sus discursos y acciones. La obra de San Martín —en particular estas tres pinturas de género— tradujo por medio de cuidadas composiciones y en sensible lenguaje pictórico estos anhelos, desde una oscura habitación hacia un luminoso escenario de jardín citadino el avance —efectivamente más quimérico que real, de la utopía iluminista.
Referencias
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Notas