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Malos vasallos y cristianos fingidos: la tibia devoción de Santiago de Chile por el cuerpo de Cristo sacramentado, bastión político-espiritual de la monarquía hispánica, según los sermones del obispo Manuel de Alday (siglo XVIII) 1

Bad vassals and fake Christians: The mild devotion of Santiago de Chile’s worshippers to the Blessed Sacrament and the political-spiritual stronghold of the Spanish Monarchy according to the sermons of Bishop Manuel de Alday (18th century)

Bernarda Urrejola Davanzo
Universidad de Chile, Chile

Malos vasallos y cristianos fingidos: la tibia devoción de Santiago de Chile por el cuerpo de Cristo sacramentado, bastión político-espiritual de la monarquía hispánica, según los sermones del obispo Manuel de Alday (siglo XVIII) 1

Revista de Humanidades, núm. 44, pp. 61-94, 2021

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 21 Noviembre 2019

Aprobación: 15 Enero 2020

Resumen: La devoción por el cuerpo de Cristo sacramentado, eucaristía, Santísimo Sacramento u hostia consagrada es una de las más antiguas de la monarquía hispánica y fue por siglos el bastión de lucha contra las naciones enemigas de la fe católica. En sus pláticas y sermones, el obispo Manuel de Alday se quejaba en la segunda mitad del siglo XVIII de que los fieles de la diócesis de Santiago de Chile habían perdido el fervor por este importante símbolo de la fe cristiana. En este artículo se recorre la historia del Santísimo Sacramento para evidenciar su importancia político-religiosa y luego se revisa la presencia de este símbolo en fuentes relativas al obispo, para comprender la relevancia de su queja respecto de los fieles de Santiago de Chile.

Palabras clave: Santísimo Sacramento, Santa Escuela de Cristo, obispo de Santiago, siglo XVIII, sermón.

Abstract: The devotion to the sacred body of Christ, Eucharist, or sanctified Holy Communion, is one of the oldest symbols of the Spanish Monarchy and was a bastion in the struggle against the enemy nations of the Catholic faith. In the 18th century, Santiago’s Bishop, Manuel de Alday complained in his sermons that worshippers in Santiago de Chile had lost the fervor for this important symbol of Christian faith. This article explores the history of the Blessed Sacrament to highlight its political-religious importance and to understand the relevance of the bishop’s complaint.

Keywords: Blessed Sacrament, Christ Saint School, Santiago’s Bishop, 18th Century, Sermon.

El pueblo de esta ciudad generalmente es muy piadoso, muy adicto a las iglesias y singular por la frecuencia de los santos sacramentos.

(Carta del obispo Alday al papa Clemente XIII, 1762)

Pues, qué: ¿habrá en Santiago cristianos falsos? Sí, los hay.

(Alday, plática [1757?], f.150 r.)

Para la monarquía hispánica, la importancia de la eucaristía no se limitaba al ámbito del culto religioso, sino que tenía una enorme relevancia terrenal e incluso geopolítica. Si bien la historia del culto al cuerpo de Cristo sacramentado se remonta a los orígenes del cristianismo, fue en el siglo XVI que se alzó, junto a la devoción mariana, como uno de los fundamentos político-espirituales y de identidad más potentes en que los católicos se diferenciaron de sus adversarios en la fe. No obstante la fuerza alcanzada por la hostia consagrada –o Santísimo Sacramento– como seña de identidad hispánica y bastión de lucha contra los herejes, en Santiago de Chile de mediados del siglo XVIII, el obispo Manuel de Alday consideraba necesario recordar a los fieles de su diócesis el sentido y relevancia de este culto, pues, al parecer, ya no despertaba en ellos suficiente devoción. En sus prédicas, el obispo recurre a argumentos teológicos, históricos e incluso jurídicos para motivar una fe que se apaga, lo que resulta interesante para comprender el lugar que le asignaba a la diócesis en la historia del gran cuerpo místico de la monarquía hispánica y de la religión católica.

1. El cuerpo de Cristo como sacramento religioso y festividad política

El origen del culto al cuerpo de Cristo proviene del episodio bíblico conocido como la última cena –Lucas 22, Mateo 26, Marcos 14–, momento en que, según la tradición cristiana, se produce el milagro de la conversión del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo2. Allí quedó instaurado el sacramento, que fue legado a los discípulos para conmemorar la nueva alianza. La última cena se conmemora mediante la celebración del rito de la misa, que recuerda el sacrificio de Cristo en la cruz, en que, con su muerte, habría donado cuerpo y sangre para el perdón de los pecados de la humanidad, como bien recuerda el Concilio de Trento (Sesión XXII, cap. I). La misa es, de este modo, acción de gracias –sentido original de eucaristía– o alabanza dirigida al Padre, es también memorial del sacrificio del Hijo y de su cuerpo y, por último, es presencia del propio Cristo, por el poder de su palabra y del Espíritu Santo (Catecismo de la Iglesia Católica, 1358).

Los humanos, por su debilidad intrínseca, vuelven a pecar una y otra vez, por lo que deben recibir con cierta periodicidad el cuerpo y la sangre sacramentados en la comunión, para así limpiar sus pecados. En ese sentido la hostia consagrada se enfrenta triunfante, como alimento de vida eterna, al alimento de muerte ingerido por los primeros padres, Adán y Eva, según relata el Génesis bíblico. Aquel primer acto de desobediencia, conocido como pecado original, habría introducido, entre otros padecimientos, la pérdida del estado de la gracia y la muerte de la carne3. Por ello, el Santísimo Sacramento es luz frente a oscuridad, limpieza frente al pecado y, por esa razón, antes de comulgar, el católico debe confesar sus pecados y hacer penitencia, para lograr así la reconciliación necesaria que le permita recibir ese pan de vida con el espíritu libre de pecados. La eucaristía, entonces, vuelve a unir –religare, como señala la etimología de religión– a los cristianos con Cristo; sintetiza y es la base misma de la concepción cristiana y particularmente católica de la fe y, por ello, tiene un lugar central entre los demás sacramentos, que se articulan alrededor suyo: de ahí su nombre Santísimo Sacramento o sacramento de los sacramentos (Catecismo de la Iglesia Católica, 1330).

El lugar prioritario del Santísimo Sacramento no se restringió solo a lo religioso, sino que tuvo importantes correlatos terrenales que interesan particularmente para efectos de este artículo. En 1264, el papa Urbano VI declaró en la bula Transiturus de hoc Mundo4 que era necesario celebrar de forma especial y diferenciada al cuerpo de Cristo en una fiesta en la que pudieran encontrarse las muchedumbres de fieles y el clero. El pontífice concedía, de paso, una serie de indulgencias a quienes asistieran a las distintas etapas de la celebración, lo que seguramente motivaba a más de alguno. Así se instituyó la fiesta anual del Corpus Christi para toda la cristiandad, el primer jueves después de la octava de Pentecostés. Con el tiempo, esta fiesta fue incorporando un cortejo y luego una procesión que acompañaba al cuerpo de Cristo sacramentado por calles y templos, lo que quedó confirmado en 1447 por el papa Nicolás V, quien dejó establecido su carácter de adoración procesional5. En esta procesión se encontraban una vez al año los distintos cuerpos de la sociedad, lo que contribuía de manera importante a confirmar el orden del mundo vigente, en la medida en que los distintos miembros del cuerpo místico6 desfilaban por las calles con sus mejores galas, acompañando la custodia del Santísimo Sacramento según un protocolo estricto de precedencias, todo lo cual, además de impresionar al vulgo, permitía refrendar las estructuras de mundo y reforzaba la concepción dual de una religión católica unida estrechamente a la monarquía, como partes de un organismo teopolítico bien articulado (Rodríguez de la Flor)7. Por lo demás, la celebración fue incorporando elementos festivos sagrados y profanos, lo que le daba un carácter carnavalesco nada desdeñable8.

En el siglo XVI la importancia de esta celebración se vio intensificada por el contexto de la arremetida luterana; la defensa de la eucaristía se planteó como un bastión identitario diferenciador de la gran nación hispánica católica frente a las naciones tenidas por herejes, las que no creían, entre otras cosas, en la transubstanciación ni veneraban, por lo tanto, la eucaristía9. El cuerpo de Cristo sacramentado, de este modo, intensificó su carácter teopolítico, en la medida en que los monarcas hispánicos refrendaron sucesivamente el juramento de defenderlo frente a la amenaza luterana y también musulmana, agradeciéndole, a la vez, por los triunfos bélicos frente a sus enemigos en la fe10. Este explícito vínculo bélico-espiritual de la monarquía hispánica con el Santísimo Sacramento recibió un gran impulso con los últimos Austrias, específicamente con Felipe III, Felipe IV y Carlos II, quienes lo promocionaron intensamente en una época en que el escenario geopolítico europeo se presentaba adverso a España y en que la sensación de malestar por la pérdida de un esplendor pasado, las dificultades económicas y la incertidumbre sobre el futuro invadían los espíritus de melancolía y promovían la búsqueda de formas compensatorias en el arte, la fiesta y la religión.

El impulso contrarreformista encarnado en el Concilio de Trento (1543-1565) recogía una larga tradición de celebraciones asociadas al cuerpo de Cristo y en particular relativas a la fiesta del Corpus Christi (Sesión XIII, cap. V). Entre estas demostraciones devotas, destacó para el mundo hispánico el auto sacramental, cuyo tema predilecto, como su nombre lo indica, era el triunfo del Santísimo Sacramento o eucaristía con diversas propuestas alegóricas. Este género, cuya cúspide fue Pedro Calderón de la Barca, fue también cultivado en América, en particular de la mano de sor Juana Inés de la Cruz, en cuya loa al auto sacramental El divino Narciso mezcla la tradición católica con elementos del Nuevo Mundo, en el marco tópico del triunfo eucarístico11. Los autos sacramentales y sus loas demuestran cuán extendido estaba el culto al cuerpo de Cristo sacramentado en el mundo hispánico y su importancia en los siglos que nos ocupan. Al respecto, Fernando Rodríguez de la Flor propone que la eucaristía funcionó como una metáfora absoluta (137), en el sentido de que no solo generaba comunidad, sino que reforzaba y cohesionaba simbólicamente la identidad hispanocatólica en múltiples niveles, más allá de las distancias territoriales; en efecto, el obispo de Santiago, Manuel de Alday, como muchos predicadores criollos se referirá en distintas ocasiones a “nuestra España” como una nación extensa que incluía a todos los vasallos del rey, allende los mares (Urrejola, El relox).

Como parte de los esfuerzos hispánicos por generar cohesión, la crítica ha destacado la íntima relación entre los autos sacramentales, especialmente los calderonianos y la “progresiva intencionalidad de mitificación política de la casa de Austria” (Arellano y Duarte 52), por ejemplo mediante la fusión entre la vida de Cristo y la Casa Real, con fines propagandísticos. En efecto, uno de los temas predilectos de estas obras fue la representación de la historia mitificada de Rodolfo I de Habsburgo (r. 1273-1291), fundador de la dinastía del mismo nombre, considerado, según la leyenda, como el primero en declarar vasallaje al Santísimo Sacramento, historia que citará el obispo Alday en pleno siglo XVIII.

Volviendo a los marcos regulatorios, en América el impulso al culto del cuerpo de Cristo fue fuertemente marcado por los concilios provinciales limense III y mexicano III, ambos de fines del siglo XVI, que, de acuerdo con la orden de Felipe II de aplicar las conclusiones de Trento en América, señalaban la obligación de todo buen cristiano de venerar el Santísimo Sacramento. Al respecto, el mismo Felipe II, en su real cédula del 15 de mayo de 1579, ordenaba que en las Indias los virreyes o presidentes de la Real Audiencia salieran en la procesión de la fiesta del Corpus junto a sus oidores, alcaldes mayores y fiscales (ley XLIII de Sumarios de la recopilación).

En Chile, al revisar las reglas consuetas que estableció el obispo Bernardo Carrasco para la catedral de Santiago en 1688 –vigentes en la época del obispo Alday, casi un siglo después–, se advierte que la celebración de la fiesta del Corpus Christi, de carácter obligatorio, debía cumplir con una serie de requisitos destinados a resguardar su solemnidad. Lo primero que destaca es que la Real Audiencia no solo debía participar, sino que estaba a cargo de esta fiesta (Carrasco, Reglas XVII), junto con las cofradías dedicadas a la devoción del Santísimo Sacramento, lo que reafirma el carácter religioso-político de la festividad, al que ya nos hemos referido ampliamente. Para la procesión, el prelado debía lucir su capa pluvial y junto con él debían “salir todos los clérigos presbíteros revestidos con sus casullas a alumbrar al sumo sacerdote Cristo Señor Nuestro Sacramentado y todas las Andas y Guiones de todas las Cofradías deben también salir” (XIII). Además, la infantería debía acompañar la procesión y todos debían desmontarse de sus cabalgaduras o carruajes y quitarse los sombreros, como apunta también el sínodo diocesano convocado por el propio obispo Carrasco en 1688:

que

Que al pasar la procesión del Corpus se desmonten de los coches, calesas o caballerías los que van en ellos y cuando está expuesto Su Majestad o se celebra el santo sacrificio de la misa, estén los seglares, descubiertas las cabezas. (Carrasco, Sínodos tít. V, const. IV)

cuerpo

Se puede apreciar, así, el intento por dar solemnidad pública a las instancias relacionadas con el cuerpo de Cristo sacramentado en todos los dominios hispánicos, mediante el fomento de expresiones visibles de reverencia que seguían vigentes en el siglo siguiente.

El viático

Hay un aspecto particular de la devoción a la Eucaristía que resulta clave en la historia de la monarquía hispánica: se relaciona con un tipo especial de recorrido que hacía este sacramento, distinto de la procesión del Corpus Christi: el viático. Una vez al año se llevaba la comunión a los enfermos que estaban postrados o moribundos, lo que se conocía como llevar el viático –del latín viaticum, de via, camino–, en esa ocasión los sacerdotes salían de la iglesia con la custodia para hacer un recorrido por las casas de quienes estaban impedidos de desplazarse para recibir la comunión. Esta tradición tenía raíces medievales y debía realizarse en todas las ciudades con la mayor solemnidad posible, como también indicaba el Concilio de Trento (Sesión XIII, cap. VI). En Chile, el sínodo diocesano de Carrasco se refería a esta salida del viático, haciendo especial énfasis en que se hiciera con la mayor decencia que permitiera la pobreza de la tierra:

Procuren los curas de la catedral y de las demás ciudades, que cuanto fuere posible salga el Señor, cuando fuere por viático, público y no oculto, con la mayor decencia de luces y acompañamiento que se pudiere, no obstante la pobreza de la tierra. (Carrasco, Sínodos cap. V, const. II)

Setenta y cinco años después, el sínodo de Manuel de Alday reitera la necesidad de acatar a Cristo Sacramentado cuando sale en viático a los enfermos y recomienda que “aun en las doctrinas del campo se saque Su Majestad con luz encendida y con la misma puesta en algún farol o linterna, que precisamente debe tener cada párroco bien acondicionada”. Importante era la obligación de acompañar al sacerdote que llevaba el viático por todo el camino, so pena de cuatro pesos, manda Alday (tít. V, const. II). Esta costumbre anual también mezclaba íntimamente lo político con lo religioso, pues la reverencia hacia el viático se había iniciado con Rodolfo I de Habsburgo, cuya historia nos contará Alday en una de sus prédicas. Por su peso histórico, político y teológico, será interesante observar al obispo de Santiago de Chile recordar este tópico hispánico en pleno siglo XVIII.

Cuerpo y cabeza de la monarquía y de la Iglesia

Según las disposiciones del concilio tridentino, la hostia consagrada debía ser adorada como la divinidad misma: “No queda, pues, motivo alguno de duda en que todos los fieles cristianos hayan de venerar a este Santísimo Sacramento y prestarle, según la costumbre siempre recibida en la Iglesia católica, el culto de latría que se debe al mismo Dios” (Sesión XIII, cap. V)12. Esta concepción, considerada escandalosa e idolátrica para el mundo luterano, funcionaba como una idea-fuerza muy poderosa para la gran nación hispana13, concepto de unión frente al cual, como señala Fernando Rodríguez de la Flor, se conjuraba “el fantasma de lo separado, de lo desunido, de lo solo, de lo no amorosamente enlazado con lo otro” (53), de aquello que era rechazado, temido y combatido. Así, frente a figuras de separación como el demonio o Judas, símbolos de la pérdida de un estado de armonía, se alzaba Cristo como emblema máximo de unidad (53), que permitía a los católicos diferenciarse de herejes e infieles. Este sentimiento común –creencia católica y concepción identitaria hispánica– daba forma a la llamada pietas hispánica y servía a la vez de mecanismo de control interno ante posibles disidencias, por cuanto facilitaba la identificación de lo otro que podía amenazar dicha unidad. Para una monarquía compuesta (Elliott) y confesional como era la hispánica, las figuras de unión, como también lo era la devoción mariana, resultaban fundamentales para mantener la cohesión (Urrejola, El relox).

A propósito del cuerpo de Cristo como figura de unidad, la fuerza expresiva de la metáfora corporal trascendió el estricto espacio de la eucaristía y de la fiesta anual en honor a Cristo, para inundar todas las dimensiones simbólicas de la Iglesia católica y de la monarquía: en efecto, ambas estructuras adoptaron el concepto de cuerpo para describir su propio funcionamiento, pues el campo semántico de lo corporal-corporativo era particularmente rico para representar un orden de mundo en que cada parte del organismo tenía un lugar establecido, con obligaciones que debía cumplir cada quien a cabalidad, con el fin de mantener la armonía del conjunto. En el caso hispánico, fue Alfonso X el Sabio en las Siete partidas (siglo XIII) quien estableció la metáfora corporal para referirse a la figura central del monarca como cabeza de dicho cuerpo: “así como el rey es cabeza del reino, debe ser guardado, obedecido y respetado” (Partida II, título I, ley V)14.

Como es de suponer, la concepción corporal de la monarquía católica se vio exigida al límite con la extensión de sus dominios hacia las Indias occidentales, espacio en que el cuerpo del rey nunca estuvo presente, lo que obligó a perfeccionar la serie de rituales que aseguraban la fidelidad, mediante el reemplazo de los cuerpos ausentes por cuerpos sustitutos15. Este juego metonímico de presencia-ausencia no era ajeno a la tradición católica, pues era similar al que ponía a funcionar, sin ir más lejos, la propia eucaristía, que tensaba al máximo la relación entre fe y racionalidad. Más allá de las dificultades específicas producidas por la condición compuesta (Elliott) del gran cuerpo místico hispano, la metáfora corporal ilustraba de manera sencilla la necesidad de cooperación entre las partes y a la vez la subyugación a la autoridad; al respecto, Solórzano Pereira aseguraba en su Política indiana que los criollos de las Indias formaban con los españoles de Europa “un cuerpo y un reino y son vasallos de un mismo rey” (libro II, cap. XXX, 17).

Como señala Antonio Manuel Hespanha, la metáfora corporal establecía no solo dependencia, sino jurisdicciones, pues ayudaba a comprender jurídicamente que, “como los diferentes órganos del cuerpo, así los diversos órganos sociales podían disponer de la autonomía de funcionamiento exigida por el desempeño de la función que les estaba atribuida en la economía del todo” (21); autonomía relativa, por cierto, pues siempre primaba la cabeza, lo que, en el caso de la monarquía, era una réplica de cómo se entendía la fe, pues Cristo mismo era concebido como un cuerpo cuya cabeza era Dios (Kantorowicz 189 y ss.). La concepción corporal, con prerrogativa de la cabeza, respondía al orden natural de la creación, según explicaba Sebastián de Covarrubias en 1611: “en la cabeza del animal reinan los sentidos y es como un alcázar do está la fuerza y el gobierno y por eso lo colocó la naturaleza en lo más alto” (382). En esa misma línea, según la teoría política de la época, la cabeza no solo encabezaba –en términos de prioridad– al cuerpo y tenía una relación de interdependencia con él, sino que al mismo tiempo era la síntesis de todo el cuerpo. El monarca incorporaba, es decir, unía la totalidad de sus reinos y poderes (Osorio 33) para formar un cuerpo y, en cuanto cabeza, era el señor natural (Rucquoi) de sus vasallos, lo que implicaba la subordinación de los miembros del cuerpo a su rey y una serie de obligaciones asociadas a su estado, tal como la Iglesia se subordinaba a su cabeza, el papa.

Al respecto, resulta interesante el efecto que se produce –visual, si se quiere– al analizar en detalle el funcionamiento de la concepción corporal-corporativa del mundo espiritual y terrenal hispánico del período, pues, si bien cada miembro del cuerpo místico estaba subordinado a una cabeza, la estructura jerarquizada de dicha concepción hacía que esa misma cabeza pudiera a la vez ser un miembro en otro cuerpo más grande, con su respectiva cabeza y así hasta llegar a la divinidad, como las cajas chinas, donde cada cuerpo con su cabeza formaba parte de otro cuerpo con su respectiva cabeza: por ejemplo un padre, cabeza de familia, podía a la vez ser miembro de alguna corporación como la Real Audiencia, que a su vez era parte de un cuerpo más grande, la propia monarquía, cuya cabeza era el rey. En dirección contraria, un cuerpo completo –digamos, la Iglesia, con su cabeza, el pontífice– podía funcionar como la cabeza de otro cuerpo más pequeño que tenía sus propios miembros –por ejemplo, un obispado con sus parroquias– y así sucesivamente, hasta los elementos más sencillos de la sociedad. Mediante esta concepción corporal del mundo, entonces, se mantenían unidos simbólicamente los distintos niveles del complejo reticulado espiritual y temporal católico-hispánico, dualidad no exenta de tensiones, por cierto, pues el rey y el papa eran dos cabezas que se resistían a someterse la una a la otra, como se evidencia en la difícil historia de las relaciones entre la monarquía católica y la Iglesia16.

Ahora bien, más allá de las pugnas históricas entre el papado y el rey, había acuerdo en que la eucaristía había sido legada por Cristo a su Iglesia “como símbolo de su unidad y caridad”, según recordaba el Concilio de Trento, con lo cual los fieles, que también eran vasallos de la Corona, debían mantenerse “unidos estrechamente, como miembros” de un mismo cuerpo, sin “cismas entre nosotros” (Trento, sesión XIII, cap. 2). De ahí la relevancia de que en Santiago de Chile no se respetara un culto tan importante.

2. El obispo Manuel de Alday y los “cristianos fingidos” de Santiago de Chile

Ya ha quedado clara la importancia del concepto de cuerpo y en especial del cuerpo de Cristo sacramentado para la monarquía hispánica y para la Iglesia católica. Pues bien, en la segunda mitad del siglo XVIII, el obispo de Santiago Manuel de Alday (1712-1788) consideraba que en el Reino de Chile no había suficiente devoción por el Santísimo Sacramento entre los fieles, ni tampoco entre las autoridades seculares, lo que, podemos suponer, tendría consecuencias teopolíticas dignas de considerar.

Alday tomó oficialmente posesión del cargo de obispo de Santiago de Chile en 1755 y permaneció en él hasta su muerte en 178817. Formaba parte de la congregación de Esclavos del Santísimo Sacramento18, que participaba de la organización anual de la procesión del Corpus Christi y, además de sus labores como obispo, predicaba cada jueves en la Santa Escuela de Cristo, una congregación que admitía seglares y clérigos, cuya finalidad era propiciar la ejercitación de la piedad cristiana interior y la caridad, lejos de los fastos exteriores y de las fiestas populares19. Frente a quienes sostenían que la santidad solo se podía alcanzar en el claustro, la Santa Escuela de Cristo proponía que en el mundo también se podía lograr la virtud, siempre y cuando se llevara una vida ordenada, alejada de las ocasiones de pecado. Para alcanzar la perfección cristiana, en la Santa Escuela de Cristo se ejercitaba la oración mental, la disciplina moral, la penitencia y la caridad. En sus sesiones se realizaban pláticas y ejercicios espirituales, con el objetivo de cambiar las costumbres de la comunidad por medio del ejemplo, aunque de manera discreta, sin publicidad (Labarga 337). En cuanto a la espiritualidad, sus miembros debían hacer profesión de fe inmaculista y adoración explícita de la eucaristía –ambas devociones eran el sello hispánico por excelencia–, por lo que su funcionamiento implicaba que el Santísimo Sacramento estuviera siempre descubierto20. En Chile, los miembros de la Santa Escuela de Cristo parecen haber sido parte de la élite (Labarga 36), lo que resulta interesante para contextualizar las exhortaciones del obispo, pensando en los posibles destinatarios de su discurso.

Si se considera el perfil moral de la Santa Escuela de Cristo, no es de extrañar que en las sesiones de los jueves el obispo Alday predicara sobre la moderación de las costumbres, en el marco temático de adoración a Cristo, con lo que, dicho sea de paso, cumplía con las Leyes de Indias, que ordenaban celebrar cada jueves una misa en honor del Santísimo Sacramento en la catedral de cada diócesis (Lib. I, tít. 1, ley XXI). La real cédula de 1619, en la que Felipe III mandaba realizar dicha celebración, indicaba que la misa debía hacerse con la mayor solemnidad posible, “para que, renovándose continuamente la memoria de este Divino Misterio, crezca la devoción de los Fieles”. Así, predicando cada jueves en la Santa Escuela de Cristo, con sede en la catedral, el obispo obedecía al rey y de paso cumplía con su mandato pastoral. Estos son los sermones y pláticas que se conservan actualmente en el Archivo Nacional de Santiago de Chile21 que analizaremos en este artículo.

Aunque Alday asumió el cargo de obispo en 1755, ya desde 1753 había comenzado a gobernar la diócesis por ruego y encargo del rey, luego de la muerte del obispo Juan González Melgarejo (Silva Cotapos; González Echenique). Como Alday tenía licencia para predicar, de inmediato comenzó a hacerlo y llama la atención que, incluso antes de asumir oficialmente, ya se había hecho una imagen negativa de la devoción de los santiaguinos. En efecto, en uno de los sermones manuscritos que se conservan, sin fecha, pero aparentemente predicado en 1754 en la catedral de Santiago, Alday reclama que los fieles no cumplen con el deber de acompañar al Santísimo Sacramento cuando sale en procesión para ser administrado a los enfermos, es decir, por viático. Ya vimos cuán importante y antiguo era este ritual en la tradición hispánica de raíces medievales, pero, pese a su relevancia histórica, en Santiago de Chile la devoción por este rito fundamental del corpus mysticum parecía haberse enfriado: “Hoy vemos que sale tan solo el viático, que apenas se juntan cuatro pobres desdichados a seguirlo, y los demás vasallos de este supremo Dios se están en sus negocios o en sus diversiones” (25r).

Solo cuatro pobres desdichados acompañan al cuerpo de Cristo sacramentado por la ciudad, se lamenta Alday, y esta falta de reverencia lo lleva a tener que definir de nuevo el carácter divino del Santísimo Sacramento, como si los oyentes lo hubieran olvidado: “¿No es cierto que cuando llevan por las calles de Santiago el viático a un enfermo, va allí real y verdaderamente Jesucristo? No tiene duda. Pues, ¿cómo no le acompaño?” (23r). Todo buen católico debía confesar que en la hostia consagrada estaba el propio Cristo, por lo que la falta de devoción por el viático constituía una falta grave a la religión; pese a ello, los santiaguinos hacen caso omiso de las prédicas:

decidme: ¿no es cierto que en Santiago continuamente claman los predicadores desde los púlpitos y casi diariamente en las Escuelas de Cristo predican la palabra de Dios para mover a penitencia los pecadores? Pues, ¿cómo quedan tantos sin convertirse, aun de los mesmos que concurren a los sermones y a las pláticas? No es otro el motivo sino porque están ya sordos, y tan duros de corazón, que les sucedería lo mesmo aunque viniese un predicador del otro mundo a convencerlos. (52v)

Ni un predicador del otro mundo podría sacarlos de su sordera y dureza de corazón, se lamenta el obispo, con lo que establece una comparación entre un allá y un acá, entre este mundo y el otro, para indicar que aunque viniera alguien de allá, no podría mover la fe de los de acá: “¡Ah, qué fe tan muerta!” (147r), exclama; en otro pasaje afirma que, “aun viniendo uno de los muertos a predicarme, no me he de convertir” (53v). La imagen de los fieles de Santiago como sordos y duros de corazón se complementa con la de estatuas, cuerpos huecos, sin alma, que no manifiestan el debido respeto ni acatamiento a lo sagrado:

Pero, ¡oh, desgracia, que muchos cristianos se ponen a la vista de Nuestro Señor Sacramentado como si fuesen estatuas, sin hacer el debido acatamiento de corazón! Otros, ni aun exteriormente lo ejecutan, pues se entran a la iglesia o con birretes blancos o con el pelo recogido en las rejillas y lo que no harían para ponerse a mi vista, pues se quitarían el birrete o la rejilla, no tienen empacho de hacerlo en la iglesia a vista de todo el pueblo y en presencia de Cristo sacramentado. (31v)

Como se puede apreciar, la dureza de corazón, la irreverencia y la vanidad se han apoderado de los santiaguinos, quienes tampoco muestran recato al entrar a la iglesia, lo que resulta escandaloso, pues están “a vista de todo el pueblo”. Se trata de falsos cristianos, que proclaman su fe a viva voz, pero que se dedican a las vanidades del mundo, lo que implica una grave falta, en particular si eran participantes de la Santa Escuela de Cristo, pues esta congregación promovía precisamente lo contrario: alejamiento del mundo y de los lujos para cultivar la piedad interior, la disciplina moral, la penitencia y la caridad, sin demostraciones exteriores. Muy lejos de ello, los miembros de la Santa Escuela de Cristo decepcionan al obispo: “no basta oír las pláticas en las Escuelas de Cristo, si después que sales de ellas, te olvidas de lo que oíste” (129v-130r), les dice. El olvido de la doctrina implicaba una incongruencia entre las demostraciones externas y el verdadero arrepentimiento:

Por muchas limosnas que reparta, por más misas que oiga, aunque se consuma a penitencias, mientras no sale de la culpa, todo eso es obra muerta. Ni con ellas ganará el cielo ni se librará por ellas del infierno, porque son obras de un paralítico espiritual que no tiene movimiento vital en su espíritu. (39v)

Se trata entonces, de una contradicción: abundantes muestras exteriores de piedad, pero en el fondo solo hay pecado y en eso consiste la parálisis: “el pecado mortal es una parálisis para el alma” (42r), dice:

[El pecador] pierde todo movimiento para el cielo, porque mientras está en pecado no da un paso para su salvación. Y así, ¿hay quien peque? ¡Oh, qué lástima! ¿Y hay quien por un gusto grosero o por un vil interés no repare en tanta pérdida? ¡Oh, qué ceguedad! Por la pérdida de la salud hacemos mil diligencias para recobrarla, ¿y no hemos de hacer alguna para restaurar la vida del alma? (40v-41r)

El paralítico espiritual es hipócrita: “cristiano falso, digo yo, es aquel cuyas operaciones no corresponden al nombre de cristiano que profesa” (150r), lo que, según el obispo, demuestra que solo es una máscara de cristiano:

¿No habéis visto un hombre con máscara o vestido fingido que disimula su persona, pero si le quitan la máscara lo cogen y descubren? A esa forma dice san Augustín se coge y se descubre la máscara de cristiano: aquel que profesa una fe santa y tiene obras malas, que se llama fiel en el nombre y no lo es en la práctica, porque si carece de obras buenas, bien puede tener la figura de cristiano, pero no la realidad. (151v)

Los cristianos fingidos, según Alday, tienen solo la figura del cristiano, pues sus buenas obras no son genuinas o bien profesan la fe sin actuar en consecuencia. El diccionario de Covarrubias nos ayuda aquí para comprender los alcances de ese juicio, pues además de que figura se refiere a la forma o apariencia exterior, “llamamos figuras los personajes que representan los comediantes, fingiendo la persona del rey, del pastor, de la dama y de la criada” (593). Se trata, para Alday, de un teatro en que los cristianos falsos usan una máscara y fingen una fe que no profesan, representando un personaje, un disfraz, lo que en un contexto de fe era inaceptable. Hay que recordar que Alday consideraba muy perjudicial el teatro y en especial a los actores de comedias22. Adicionalmente, le parecía nefasto el uso de máscaras en Carnestolendas y cualquier embozamiento del rostro, de modo que la comparación de los cristianos con personajes enmascarados o fingidos era particularmente negativa en su caso y aseguraba que tras el disfraz de devotos se escondía una cara horrible:

Es tanto el sentimiento que causa a Jesucristo la culpa de un cristiano, que basta sola su figura o su representación para hacerlo llorar. ¿No os asustáis cuando veis con atención un condenado o un demonio, aunque sea pintado? ¿No teméis si os forman un fantasma, aunque sea aparente? Sí, porque ambas figuras representan luego a la imaginación la fealdad del demonio y el horror de cualquier espectro. (168v-169r)

Los pecadores son pintados como espectros horrorosos, fantasmas creados por el demonio, imágenes vivas de su propia condena; pero, no obstante su fealdad, una de sus características era que gastaban mucho en su apariencia, prefiriendo “el adorno de sus personas o de sus casas” antes que la educación de los hijos:

la profanidad de los trajes es motivo, es medio y es ocasión de muchos pecados graves contra Dios […] no puedo omitir que también faltan a la templanza los que dejan de asistir a los hijos o para su educación o para su estado, a los esclavos, o en su manutención o en sus enfermedades, por gastar, en perjuicio de estas obligaciones que son más precisas, en el adorno de sus personas o de sus casas. (49v)

Para el obispo, dejar de cumplir con las obligaciones del buen cristiano –cuidar a los propios esclavos era una de esas tareas– para preferir las vanidades del mundo y los adornos exteriores, constituía una falta grave, porque implicaba desobedecer las leyes del derecho natural en que se basaba el buen funcionamiento de la república: en otras palabras, un hombre cabeza de familia debía cuidar de todos quienes estaban a su cargo, porque la buena administración espiritual y material del hogar redundaba finalmente en el gran cuerpo místico, según la concepción corporal del mundo, que vimos23. Para Alday, como hombre de su época, cada quien tenía una tarea o función que cumplir según su estado y condición: el obispo, como cabeza de la diócesis y de la feligresía, pastoreaba a los padres de familia y ellos, a su vez, debían hacer lo propio al interior de sus casas: “A mí me toca celar los pecados públicos de la república; a vosotros, hijos míos, los privados de vuestras casas” (71r). Como se puede apreciar, hay una estrecha vinculación entre lo público y lo privado: ambas dimensiones debían coincidir y en cada una de ellas había obligaciones morales. No obstante, los feligreses no responden al llamado: “Bien conozco la poca eficacia de mis discursos” (23v). Frente a tanta impiedad, desafía a sus oyentes: “¡Renunciad al nombre de cristianos que nos ganaron los primeros fieles, o imitadlos en sus virtudes!” (150v).

En suma, la diócesis de Santiago de Chile era un cuerpo enfermo, ciego, sordo, tullido, sin corazón y solo en apariencia cristiano. Si las Indias tenían un gobierno eclesiástico y un gobierno secular, como decía Solórzano Pereira, “pues de uno y otro brazo se compone el estado de la república” (Lib. V, cap.1, 1), ¿qué papel le cabría al brazo secular de ese cuerpo enfermo, sin devoción? Veamos qué propone el obispo.

3. Los malos vasallos. Hacia una administración secular de la piedad

No está de más recordar que las prédicas de Alday en la Santa Escuela de Cristo estaban dirigidas a los notables de la ciudad, entre los cuales sin duda habría más de algún miembro del aparato jurídico y del gobierno, como la Real Audiencia. Por ello, resulta interesante que el obispo busque explicar la relevancia de la adoración a Cristo acudiendo a un símil fácil de entender para cualquier miembro de la administración secular: el monarca. En efecto, Alday dice que Cristo es equivalente a un rey, a quien se debe fidelidad: “Cristo en el Santísimo Sacramento es nuestro Señor y nuestro Rey y nosotros sus fieles y vasallos” (23v). Como todo rey, Cristo debe ser honrado por sus vasallos, los cristianos, algo que Alday considera que no ocurre en Santiago, con lo que se comete un gran desacato. Da el ejemplo de un rey de la tierra:

¿Cuál será el obsequio que debemos a Cristo sacramentado por ser nuestro rey? El de acompañarlo, siempre que salga por las calles a visitar los enfermos. Decidme, si nuestro católico monarca viniese a esta ciudad y lo vieseis salir a pie, solo, sin guardias de corps ni escolta que guardase su persona, ¿no iríais todos acompañándole? ¿Habría quien, por noble, se escusara de este cortejo? Antes serán los primeros a practicarlo. ¿Hubiera ocupación que embarazase rendir al rey este vasallaje? Creo que no, y que antes andaran todos a competencia por lograr presentarse a su vista y acompañar su real persona. (23v-24r)

Si el rey Fernando VI paseara por las calles, nadie se excusaría de acompañarlo, menos aún los que se consideraban nobles, como eran los asistentes a la Santa Escuela de Cristo, cuyos cargos dependían precisamente del monarca. No obstante, Santiago parecía no estar a la altura: si, históricamente, “en nuestra España salían fuera de los lugares todos los vecinos con el clero, a recibir sus reyes” (24r), tal como indicaba la bula de Urbano VI, por el contrario, en Santiago “se están en sus negocios o en sus diversiones” y no acompañan a Cristo, “nuestro Señor y nuestro Rey”. Es interesante la inclusión de Santiago en una línea de continuidad con “nuestra España”, pues, según ello, era esperable que los fieles santiaguinos, en tanto partícipes de una historia común, de un mismo cuerpo místico hispánico, se comportaran de forma similar a como –se supone– venían haciendo los españoles de ultramar desde hacía siglos24. Sin duda, entre los oyentes de Alday había españoles americanos, en quienes el obispo probablemente esperaba avivar el deseo, muy propio de los criollos, de medirse con los españoles de Europa25. En ese sentido, podría estar sugiriendo lo siguiente: ¿sería menos lucida la fe de Santiago que la de España? ¿Osarían los vasallos de la monarquía católica de acá despreciar las devociones que por siglos habían caracterizado a los vasallos de allá? Continuando con los paralelos, Alday recurre al locus a simili, comparación entre dos términos que, en este caso, va desde uno menor hacia uno mayor, en la forma de a minore ad maius: si los buenos vasallos son fieles a los reyes terrenales, que son “hombres como ellos”, tanto más deben ser fieles a Cristo, que además de “hombre y Dios” (23r) es rey eterno:

Así cortejan los vasallos fieles a sus reyes temporales, que son hombres como ellos, porque dominan un corto recinto de la tierra. ¿Y nosotros, a Cristo sacramentado, que es rey eterno, hombre y Dios, juntamente dueño del cielo y de todo el mundo, le permitimos ir solo por las calles, sin acompañarle cuando visita nuestros enfermos y aun entra en nuestras proprias casas? ¡Oh, qué poca fidelidad! ¡Oh, qué muerta está nuestra fe y tibia nuestra devoción! (23r)

Los vasallos fieles cortejan a sus reyes temporales, pero nosotros, dice el obispo, no acompañamos a Cristo, que es rey eterno, lo que claramente señala una falta, radicada en el nosotros y en el acá. El obispo reactiva con esto la cadena de vasallaje según la cual todos los reyes de la tierra son a su vez vasallos de Cristo, por lo que cualquier devoción cultivada por los monarcas, debía ser, con mayor razón, mantenida por los vasallos de dichos reyes, en cuanto miembros menores del gran cuerpo místico de la monarquía hispánica:

Cristo sacramentado no es rey solamente, sino rey de los mesmos reyes y señor de todos los señores, rex regum et dominus dominantium: los reyes de la tierra son sus vasallos, como lo somos nosotros de estos monarcas y los reyes del mundo guardan su vasallaje debido al Santísimo Sacramento. (24r-24v)

Alday señala que ser buenos vasallos de los reyes hispánicos implica ser fieles a Cristo y que, por el contrario, no tener devoción por Cristo es no ser buenos vasallos de los reyes. En ese sentido, estaría relacionando aquí malos cristianos con malos vasallos, en la inseparable vinculación que revisábamos entre lo terrenal y lo espiritual. Veamos cómo desarrolla este argumento en sus exhortaciones: para contextualizar la relevancia histórica del culto al cuerpo de Cristo sacramentado por parte de los monarcas hispánicos, Alday decide ir a las raíces medievales de la historia, atrayendo en una de sus pláticas la historia del antes mencionado Rodolfo I de Habsburgo, con el fin de indicar cuán antigua era la reverencia hispánica por el Santísimo Sacramento, relata que a la vez permite identificar alusiones a la supremacía del poder eclesiástico por sobre el político, como se podrá ver claramente. El obispo narra la historia como sigue:

de Rodolpho, conde de Asburg, refieren las historias que, andando divertido en la caza, encontró un sacerdote que iba solo con el viático a la humilde choza de un labrador, a tiempo que estaba recogiendo sus vestiduras para transitar un arroyo e, i[n]mediatamente, bajándose el conde de su caballo, montó en él al sacerdote y tomando en una mano la rienda y en otra la luz, lo acompañó hasta la casa del enfermo y después en su regreso hasta la iglesia, atravesando dos veces a pie el arroyo que mediaba y, últimamente, le donó la cabalgadura, protestando no merecía servir ya más a un hombre, cuando había cargado al mesmo Dios. (24v)

Este episodio fundacional hispánico aparece en todo tipo de formatos, no solo los ya mencionados autos sacramentales en honor a la Casa de Austria, sino también el cuadro de Rubens y Jan Wildens Acto de devoción de Rodolfo I (1616-1620) y el emblema IX de los Emblemata centum, regio politica (1653) de Solórzano, citado por el propio Alday. En las distintas superficies de inscripción que recogen esta leyenda, siempre Rodolfo acompaña al sacerdote, a pie, por el lodo y le dona además su propia cabalgadura26.

La devoción instaurada por el fundador mítico de la dinastía Habsburgo se habría perpetuado en el tiempo, según consigna Alday, gracias a los sucesivos reyes de la Casa de Austria: “La propria reverencia en acompañar al Santísimo practicaron en nuestra España, como descendientes legítimos de Rodolpho, los señores reyes Carlos V, Felipe II, III y IV” (24r), lo que apuntaba probablemente a hacer reflexionar a los muy nobles habitantes de Santiago sobre cuán esperable era que ellos mantuvieran un culto hispánico que tenía siglos de antigüedad. Recordemos que las Leyes de Indias obligaban a los presidentes de la Real Audiencia a salir en la procesión de la fiesta del Corpus junto a sus oidores, alcaldes mayores y fiscales. Muy por el contrario, los notables preferían otras diversiones: “¡Oh, qué confusión! Ahí lo vemos que va solo. ¿Acompañado de quién? ¿Acaso de sus esclavos, de los nobles, de los vecinos honrados? Nada menos, sino de cuatro muchachos y de tal cual pobre de la ínfima plebe” (88r). Solo los pobres de la ínfima plebe acompañan al Santísimo Sacramento y no los nobles, ni tampoco los Esclavos del Santísimo Sacramento, cuya obligación era organizar todas las fiestas relativas al cuerpo de Cristo sacramentado, como vimos en el Sínodo de Carrasco. La Real Audiencia también debía organizar las fiestas del Corpus, según indicaban las reglas consuetas; sin embargo, eso no ocurría.

No deja de llamar la atención que Alday rescate a los Austrias y no a los Borbones al reconstruir la historia de la devoción de los monarcas por el Santísimo Sacramento, sobre todo considerando que la dinastía borbónica llevaba más de medio siglo en el trono hispánico, desde 1700. ¿Se trataba de una nostalgia por tiempos de mayor devoción, propios de la pietas austríaca? ¿Estaba regañando a los representantes de los Borbones allí presentes, como indignos guardianes del culto ancestral de la dinastía anterior? Puede ser, lo cierto es que Alday no tenía gran simpatía por los Borbones, según se evidencia a lo largo de toda su carrera eclesiástica (Urrejola, “Las lágrimas”); incluso más, en el sínodo diocesano de 1763 afirmaba explícitamente la superioridad del trabajo de los eclesiásticos por sobre el de los gobernantes, en la medida en que las leyes del mundo solo tienen, decía, una autoridad humana y por tanto limitada, mientras que las leyes eclesiásticas alcanzaban “una especie de santidad y aprobación divina” (Alday, Sínodo f. 29). Al respecto, es posible suponer también que, al traer la historia de Rodolfo, Alday quisiera poner de relieve el papel del sacerdote en la escena, pues, si se revisa con atención, se ve al conde –metonimia por los sucesivos reyes de la Casa de Austria– dejando con humildad su cabalgadura para acompañar al clérigo durante todo el trayecto a pie, sin importar el lodo. En cuanto a la composición de la escena, el sacerdote está arriba y lleva en sus manos a Cristo, junto a un acompañante que ilumina el camino con una antorcha, lo que alude al vínculo con lo luminoso, lo elevado y lo trascendente. En contraste, el conde arrastra los pies por el lodo, es decir, se ubica en la tierra, metáfora de lo caduco –polvo eres –, lo mundano e incluso lo sucio. Si recordamos que Alday decía que los reyes eran reyes de la tierra nada más, mientras que los eclesiásticos administraban lo divino, se ve con claridad el sentido de la referencia.

En esa misma línea, al traer la escena de Rodolfo I al Santiago de Chile de mediados del siglo XVIII –un lugar probablemente lleno de lodo, dicho sea de paso–, Alday buscaba revivir uno de los orígenes legendarios de la identidad hispanocatólica, en que los reyes se humillaban ante los representantes de Cristo en la tierra, situación que claramente estaba lejos de ocurrir en el contexto de creciente regalismo de los Borbones. Pese a ello, Alday insiste en señalar que la importancia de este culto había quedado establecida en las leyes de Castilla y al recordarlo inserta la dimensión jurídica en el culto religioso, activando con ello el ámbito de acción del poder secular:

para que todos los reyes y su familia real y todos los cristianos que tuvieren la dicha de ver al Santísimo Sacramento le sigan hasta dejarlo en la iglesia, sin escusarnos (dicen) “ni por polvo, ni por lodo, ni por otra cosa alguna”, imponiendo pena de seiscientos maravedises al que no lo practicare. Para nuestras Indias ordena otra ley que los virreyes, presidentes y oidores, cuando encuentran a Nuestro Señor Sacramentado, lo acompañen en la propria forma y todos los cristianos de este Nuevo Mundo ejecuten lo mesmo bajo de la pena referida. (25r)

Algo que igualaba a los cristianos de ambos mundos era la pena o multa de seiscientos maravedíes si no se cumplía lo estipulado por la ley. ¿Por qué la necesidad de acudir a leyes en un sermón? Alday era doctor en derecho canónico y leyes; había sido canónico doctoral –cargo equivalente a abogado– de la catedral de Santiago por casi quince años, además de abogado de la Real Audiencia (González Echenique), por lo que sabía muy bien de qué estaba hablando. Si para nuestras Indias y para todos los cristianos de este Nuevo Mundo era obligación acompañar al Santísimo Sacramento, era mucho más importante que lo hicieran virreyes, presidentes y oidores, quienes debían cumplir la ley y hacer que los demás la cumplieran. En este escenario, quienes debían velar por el culto ordenado por los monarcas no eran, finalmente, los eclesiásticos, sino el poder civil, pues la multa debía ser cobrada por ellos. No obstante, frente a esta obligación impuesta por la Corona, “¿Qué hacen sus vasallos? ¿Observan aquellas leyes, siguen este ejemplo? ¡Oh, qué dolor! […] si el rey viese que así se quebrantan sus leyes, sin respetar sus amenazas, ¿qué dijera? Naturalmente, sacaría la multa a los culpados” (25r). Cabe hacerse la pregunta ¿quiénes eran los culpados? ¿Se refería solo a aquellos que no acompañaban a Cristo o más bien a los malos vasallos representantes del rey, que veían quebrantarse sus leyes y no hacían nada para evitarlo?

Según se puede apreciar, el poder civil era el que estaba más en deuda y Alday, al señalarlo, se descarga de la responsabilidad que le cabe por la falta de devoción de los habitantes de Santiago. En tanto obispo, hacía lo posible por darle solemnidad al culto, como se ve en su sínodo diocesano de 1763, donde ordenaba que, al paso del Santísimo Sacramento, para la fiesta del Corpus “ninguna persona pueda estar a su vista en coche, calesa o montada en caballería, sino que todas bajen para adorar, hincada la rodilla en el suelo, a Nuestro Señor” (Alday, Sínodo, tít. V, const. IV), so pena de excomunión mayor. Pese a ello, en la práctica ocurría todo lo contrario, según se aprecia en otro de sus sermones:

Sale nuestro amo por la plaza para que todos le adoren, ¿y ha de haber quien se esté metido en la calesa? Ciertamente que es acción de muy poco respeto. ¡Qué distinta era la veneración del rey don Juan el primero a este soberano sacramento! “Cuando encontráremos a nuestro amo (dice en una ley) nosotros y los reyes que nos sucedieren hemos de hincar los hinojos, que es lo mesmo que las rodillas, sin escusarnos ni por lodo ni por polvo ni por otra cosa alguna”. Acá, para las Indias, mandó en otra ley don Felipe IV, que todos los cristianos se arrodillen por tierra cuando vienen a nuestro Santísimo Sacramento. Así quieren los reyes adorar ellos y que sus vas[al]los adoren a nuestro amo, pero los que se vienen en calesa no lo cumplen así, pues no se arrodillan en el suelo. Por este motivo mandé el primer año de mi gobierno que no entrase calesa alguna a la plaza el día ni la octava de Corpus. ¿Y qué importa no entre, si en las esquinas siguen algunas casonas a ver la procesión en la calesa […]? (132r-132v)

Claramente, observar la procesión desde la calesa –carruaje para dos personas, tirado por un caballo– iba en contra del sentido mismo de la fiesta religiosa y era un lujo que solo podían darse los ricos. Permanecer sobre el caballo o el carruaje iba en contra, además, de la propia leyenda hispánica encarnada en Rodolfo, cuya cabalgadura, recordemos, había sido donada al sacerdote que cargaba la hostia consagrada. En suma, ¿los reyes se bajaban del caballo y los nobles de Santiago no eran capaces de bajarse de sus carruajes? Quizá por esto es que Alday recurre a las leyes, pues lo mandado por el sínodo no era suficiente27. Este es un ejemplo de un ámbito en que el brazo eclesiástico y el brazo secular del gobierno de la república, como los llamaba Solórzano, se topaban en sus jurisdicciones. ¿A quién correspondía el castigo por una falta a la devoción católica, que además estaba normada por leyes? El obispo dice que él ya ha cumplido su parte y hace sus descargos al respecto: “En el tribunal de Dios, por esas culpas domésticas, podré responder que os advertí vuestra obligación para que las evitaseis. Y si no lo practicáis así, ¿qué responderéis vosotros […]?” (71r). En efecto, ha cumplido con su función de pastor de almas e incluso con las Leyes de Indias, pero los representantes del rey no están cumpliendo con su deber de vigilar que se cumplan las leyes y esos parecen ser, en definitiva, los malos vasallos a los que se refiere, pues no obedecen a sus reyes ni hacen cumplir sus leyes respecto de la religión que profesan:

Y Dios, ¿qué hará con estos cristianos tan poco devotos? En esta vida, quejarse de su poca fe Non inveni tantam fidem in Israeli y en la otra, un grave cargo de su poca fidelidad en el día tremendo de su juicio y, ¿qué responderemos cuando nos diga “los reyes, los soberanos y poderosos me acompañan, cuando me encuentran por las calles y vos, mal vasallo, ¿por qué me negaste esta atención?”. Dios, ¡y qué cargo tan pesado y tan inexcusable! (25r-25v)

Estos malos vasallos, entonces, lo son respecto del rey y de Cristo, pues no obedecen al rey ni se comportan como deben. Si el monarca conociera lo que está sucediendo en Santiago y viera cómo se quebrantan sus leyes, “sacaría multa a los culpados” (25r), pero el rey no lo sabe, porque sus representantes no se lo dicen. En el Concilio de Trento (Sesión XIII, cap. I) y en las Leyes de Indias (Lib. I, tít. VII) se señalaba que la función de los obispos era alejar a los fieles de las conductas inapropiadas “para que no se vean en la precisión de sujetarlos con las penas correspondientes, en caso de que delincan” (Sesión XIII, cap. I); en ese sentido, si “la gravedad de la enfermedad”, dice Trento, es resistente “a remedios más fuertes y violentos”, los prelados debían buscar instancias superiores y apoyarse en el brazo secular (cap. IV), para evitar que cundiera el mal ejemplo. Al respecto, Alday tiene muy claro que las oraciones no bastan para quitar la enfermedad de su diócesis: “Los vicios, como he dicho, son una fiebre mortal que quita la vida espiritual de la gracia. Querer destruirlos solo con oraciones, es pedir milagros” (187r-187v).

Lo que está pidiendo, entonces, es el apoyo del brazo secular para promover el culto y curar, con ello, la enfermedad del cuerpo místico de su diócesis; por lo mismo, alude a la condición de cristianos de los representantes del rey y les recuerda su deber para con las leyes. Ahora bien, como sabemos, Alday era veladamente antirregalista, por lo que no es descabellado suponer que ese apoyo del brazo secular significara para él uno similar al de Rodolfo con el sacerdote, es decir, una reverencia, humillación y subordinación del poder secular al eclesiástico, al estilo de la bula Unum sanctam, de Bonifacio VIII, documento en que se resumía la idea de la Iglesia católica como cuerpo, donde el poder de los reyes aparecía sometido al de los sacerdotes. Se trata, entonces, de un brazo secular al servicio del brazo eclesiástico, aunque en el discurso se plantee como cooperación, según le informa Alday al papa en 1762:

Pero todo esto no impide que se encuentren en el pueblo algunos vicios, pero rara vez se hacen públicos y raras veces con escándalo, porque siempre son diligentemente prevenidos por la vigilancia de los jueces, tanto eclesiásticos como seculares. (Alday, Visita Ad limina f. 38r)

Para una falta grave de devoción como la que denuncia, Alday casi no invoca el castigo del más allá, sino penas terrenales –la multa–, delimita los ámbitos de acción: los eclesiásticos se encargaban de la espiritualidad y de la piedad interior, mientras que el poder civil debía preocuparse del cumplimiento de las leyes que aseguraban la permanencia del culto en el contexto de la urbe católica, tal como mandaban los reyes. Se trata de una administración terrenal o secular de la piedad y desde ese punto de vista se entiende que Alday trajera al presente la historia de Rodolfo y de toda la Casa de Austria. Al recordar el juramento de vasallaje de los reyes fundadores de la monarquía hispánica y al atraer el cuerpo legal que sostiene el culto, el obispo de Santiago deja en claro que en un tema tan importante para la monarquía hispánica, en que los reyes habían manifestado por siglos su reverencia, los administradores de la justicia y los guardianes del Patronato real debían cumplir su papel como representantes del monarca. El argumento teológico, entonces, es utilizado por el obispo para recordar la importancia espiritual del cuerpo de Cristo sacramentado; el argumento histórico lo utiliza para contextualizar el origen del culto hispánico y su relevancia para la identidad de la monarquía y, por último, los argumentos jurídicos los arguye para exigir el apoyo del brazo secular en la administración de la piedad y en el castigo a “los culpados” por la justicia.

El mensaje, entonces, no se dirige tanto a los fieles cristianos corrientes, sino a los miembros del poder secular que solían asistir a la Santa Escuela de Cristo, quienes debían honrar la tradición hispánica de acompañar al viático y manifestar respeto, por extensión, a los eclesiásticos, legítimos administradores del culto más importante de la Iglesia católica y de la propia monarquía hispánica.

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Notas

1 Agradezco a Conicyt el proyecto Fondecyt 1171070, del que soy investigadora responsable. En el marco de este proyecto pude realizar dos estancias de investigación en México, cuyo financiamiento fue complementado por la Universidad de Chile. La primera, en 2018, obtuvo ayuda de viajes de la Facultad de Filosofía y Humaniades y la segunda, en 2019, el apoyo de la Vicerrectoría de Investigación y Desarrollo. Agradezco conversaciones sobre el tema con Jaime Valenzuela y Luz Ángela Martínez, así como el trabajo de Francisco Burdiles en el archivo.
2 El problema teológico de la transubstanciación, fenómeno defendido por Tomás de Aquino, tiene una larga historia de duras discusiones centradas en la relación entre materia, forma y sacramento, relativas a la presencia de Cristo en la hostia consagrada (Vizuete). Por ello, para referirse a este concepto sin caer en anacronismos, es importante rastrear el momento de la discusión teológica en el que se encuentra la documentación. El catecismo vigente se puede consultar en la página de la Santa Sede, www.vatican.va.
3 Sobre la eucaristía como alimento, ver Rodríguez de la Flor (154 y ss).
4 Se puede consultar esta bula en la página Santa Sede, www.vatican.va.
5 Sobre la historia del Corpus Christi ver Vizuete.
6 El término mysticum, que antes definía la hostia consagrada, a partir de 1150 pasó paulatinamente a ser utilizado para describir “a la Iglesia como cuerpo organizado de la sociedad cristiana, unida en el sacramento del Altar”, lo que significó, según Ernst Kantorowicz, que la expresión cuerpo místico pasara de un sentido litúrgico o sacramental a uno sociológico, con el que fue finalmente definida la Iglesia católica por Bonifacio VIII en 1302: “cuerpo cuya cabeza es Cristo”. Para más información acerca de la historia de este concepto, también presente en la teoría política, ver Kantorowicz (189 y ss). Un estudio que reflexiona sobre el corpus mysticum en relación con la fiesta del Corpus Christi en Madrid es el de Río Barredo y De Certeau (97-113).
7 Sobre la importancia de la participación de los cuerpos de gobierno y justicia en la procesión del Corpus Christi como exaltación del poder de las élites, ver Morán.
8 Sobre la celebración del Corpus Christi en el mundo católico, ver Arellano y Duarte, y sobre la procesión de Corpus Christi en el virreinato del Perú, Mujica Pinilla.
9 Un interesante acercamiento al tema de la política de las imágenes en la Contrarreforma, con una contextualización histórica y teológica que ilustra la diferencia irreconciliable entre iglesia romana e iglesia reformada, es el de Álvarez.
10 Hay infinidad de piezas oratorias relacionadas con rogativas o agradecimiento al cuerpo de Cristo sacramentado en relación con batallas contra naciones enemigas. Ver al respecto Rodríguez de la Flor y Galindo, y Urrejola (El relox). También se le agradecía por librar los galeones españoles de ataques en ultramar; como la cédula que envió Felipe III ordenando agradecer perpetuamente cada 29 de noviembre al Santísimo Sacramento por haber salvado a “los galeones de la Armada Real de las Indias y Flota de la Nueva España” en 1625 (Trento, Lib. I, Tít. 1, ley XXII).
11 Fernando Rodríguez de la Flor indaga en otras demostraciones artístico culturales relacionadas con la eucaristía.
12 La dulía es la veneración hacia los santos, la hiperdulía, de la Virgen y la latría es la veneración exclusiva de Dios (citado por Álvarez 11).
13 Entiendo nación como un territorio y sus habitantes. Así llamaban en la época al conjunto de territorios bajo el dominio de un mismo señor natural, el rey; ver al respecto Rucquoi.
14 Ver al respecto la reflexión de Richard Kagan.
15 No solo Kantorowicz ha reflexionado sobre el cuerpo –los cuerpos– del rey, uno material y otro simbólico. La imposibilidad de estar de cuerpo presente en las Indias propició la necesidad de hacer ceremonias en que hubiera un retrato del rey ausente (Mínguez, Los reyes) que permitiera la realización del pacto de fidelidad (Osorio). Hay copiosa bibliografía sobre los reyes ausentes en las Indias, que no cabe citar aquí.
16 La misma bula Unum sanctam de Bonifacio VIII (1302) –documento que resumió y elevó a dogma la docrina corporativa que declaraba que la iglesia católica representaba un cuerpo místico (Kantorowicz 189)– es una muestra explícita de las pugnas históricas entre el papado y los reyes. Esta bula citaba la Biblia para rescatar la idea de que la iglesia tenía un doble poder: espiritual y temporal, simbolizado en dos espadas que debían trabajar sincronizadamente: la primera debía ser utilizada por el sacerdote en favor de la iglesia y la segunda “por la mano de reyes y caballeros pero a voluntad y consentimiento tácito del sacerdote”, es decir, también en favor de la iglesia y comandada por ella. Se subordinaba aquí la autoridad temporal a la espiritual, porque “el poder espiritual excede a todo poder temporal en dignidad y nobleza” (Unum Sanctam). Este anhelo de subordinación por parte del papado, empero, nunca logró ser impuesto del todo en España y fue perdiendo fuerza con el tiempo, en virtud del Real Patronato.
17 Hay dos biografías relevantes de Manuel de Alday: la de Silva Cotapos y la González Echenique.
18 La cofradía de los Esclavos del Santísimo Sacramento fue fundada a principios del siglo XVII en España. Ya en los siglos XIV y XV en otras partes de Europa habían surgido distintas cofradías en torno al cuerpo de Cristo sacramentado, promovidas fundamentalmente por la orden franciscana, con el fin de difundir el culto a la eucaristía. Los miembros de estas cofradías debían acompañar con cirios encendidos al sacerdote cuando salía a entregar el viático a los enfermos y moribundos; también tenían otras obligaciones relacionadas con la exposición pública de la eucaristía, como organizar y dar esplendor a la fiesta del Corpus Christi. A partir de Trento este tipo de cofradías se había ido difundiendo por Europa y particularmente por España, aunque hacia fines del siglo XVIII algunas ya estaban en franca decadencia, por lo que Carlos III finalmente ordenó su disolución, lo que no impidió que continuara celebrándose la fiesta del Corpus a cargo del cura de la parroquia o de la justicia ordinaria, comandada por el obispo (Delicado 960).
19 La Santa Escuela de Cristo fue una congregación nacida en los dominios hispánicos en Italia, particularmente en Nápoles, Palermo, Sicilia y Mesina, desde donde pasó a España, donde estuvo muy en boga en el siglo XVII. Inspirada en el Oratorio de San Felipe Neri, uno de sus principales impulsores fue Juan de Palafox y Mendoza, quien publicó sus constituciones en 1653 y consiguió el mismo año que el papa Alejandro VIII la reconociera mediante una bula. En España las Escuelas de Cristo rivalizaban con la Compañía de Jesús y no se restringían a las élites locales; no obstante, al pasar a América, cerca de 1660 y particularmente al virreinato del Perú, se produjo lo que Fermín Labarga llama modelo alterado, por cuanto su fundación estuvo asociada precisamente a los jesuitas y privilegió a los grupos de notables, lo que no ocurrió necesariamente en otras latitudes (Labarga 35-6).
20 Según Vicuña Mackenna la primera fundación de Escuela de Cristo en Chile se habría producido en el Colegio Máximo de San Miguel y dos de sus prefectos más conocidos habrían sido nada menos que Manuel Lacunza e Ignacio García, este último confesor de Alday mientras fue canónigo doctoral de la catedral de Santiago. Por su parte, Fermín Labarga afirma que en Chile fue el obispo Alday quien fundó la Escuela de Cristo cuando era canónigo doctoral de la catedral, en la década de 1740, mientras las escuelas en el resto del mundo hispánico comenzaban a decaer. Más allá de lo que se diga, el propio Alday afirma que fue el obispo Juan González Melgarejo, su antecesor, quien las fundó en la catedral y él solo las revitalizó.
21 Los sermones y pláticas se encuentran inéditos en el Archivo Nacional Histórico de Santiago, Colección José Ignacio Víctor Eyzaguirre, volumen 38. Actualmente, en el marco del proyecto Fondecyt, estamos editándolos para ser publicados con un estudio introductorio. Aún no hemos abordado el ordenamiento cronológico de las piezas, de modo que mantenemos aquí la clasificación y orden que les dio el archivo.
22 “Carta del obispo Alday al presidente Jáuregui oponiéndose a la concesión de un teatro permanente” (1778), citada por Vicuña Mackenna.
23 El padre tenía un papel moral respecto de su familia: “Aunque el padre sea muy bueno por sus costumbres, aunque cumpla exactamente las obligaciones particulares de su persona, si no cumple con las que tiene como padre de familias en sujetar su familia a la ley de Dios y castigar severamente sus excesos, no tiene que esperar misericordia, porque todo lo bueno de sus obras lo deshace con el descuido de su oficio” (Alday, 70r).
24 Dice Solórzano que “los que nacen en las Indias de padres españoles, que allí vulgarmente los llaman ‘criollos’ […] no se puede dudar que sean verdaderos españoles y como tales hayan de gozar sus derechos, honras y privilegios y ser juzgados por ellos” (Libro II, cap. XXX, 2).
25 Ya Solórzano señalaba que en Europa se miraba en menos a los criollos, cuestión que le parecía muy injusta: “puedo testificar de vista y de ciertas oídas, de nuestros criollos, que en mi tiempo y en el pasado han sido insignes en armas y letras y, lo que más importa, en lo sólido de virtudes heroicas, ejemplares y prudenciales” (Libro II, cap. XXX, 14). La tensión entre América y Europa, sabemos, fue en aumento durante todo el siglo XVIII, primero en tono reivindicativo, pero pronto con un claro tono de superioridad respecto de otros dominios de la monarquía, exceptuando Madrid, donde residía la corte del rey. Un clásico, a este respecto, es el libro de Antonello Gerbi, La disputa del Nuevo Mundo.
26 Víctor Mínguez anota al respecto que “El emblema IX lleva por lema Religionis Praemium y su cuerpo nos muestra al conde Rodolfo, descubierto, sosteniendo con una mano las bridas de su caballo en el que ha montado el sacerdote portador de la custodia, y con la otra una vela. Tras este grupo aparecen otros personajes con atavíos clericales, uno de los cuales sostiene una linterna […] La importancia del emblema de Solórzano estriba en el papel difusor y propagandístico que desempeña la emblemática política entre los círculos intelectuales. Y aún es más importante, por su mayor alcance social, la labor que ejerce la emblemática festiva: inspirados probablemente en el jeroglífico de Solórzano y en el conocimiento popular de este ceremonial austracista, serán muchos los jeroglíficos festivos –además de diversas pinturas y estampas– que a lo largo de la segunda mitad del siglo XVII contemporizarán el acto regio de devoción eucarística de Felipe IV y Carlos II, a la vez que seguirá representándose el modelo fundacional a través de Rodolfo I” (Mínguez 134-5).
27 Desde 1387 y por disposición del rey Juan I de Castilla en las cortes generales celebradas ese año en Briviesca, todo aquel que se encontrara en la calle con la hostia consagrada debía arrodillarse y acompañar el sagrado viático por toda la jornada hasta su regreso a la iglesia desde donde hubiera salido, sin importar las inclemencias del tiempo. Esta tradición, ampliamente respetada por los monarcas hispánicos posteriores, se había transformado, como vimos, en encarnación del sentido providencial de la monarquía hipánica (Mínguez 131 y 147). Mínguez se refiere al encuentro de cada uno de los Austrias con la hostia consagrada y a la repetición del ritual fijado en los siglos XIII-XIV, desde Carlos V hasta Carlos II, aunque el ritual trascendió la dinastía Habsburgo y fue cultivado también por los Borbones en el XVIII (146-7).
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