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Mujer de armas tomar: la conciencia femenina en la novela Roza, tumba, quema de Claudia Hernández1

A Woman up in Arms: The feminine conscience in Claudia Hernández’ novel Roza, tumba, quema

Sebastián Reyes
Universidad de Santiago de Chile, Chile

Mujer de armas tomar: la conciencia femenina en la novela Roza, tumba, quema de Claudia Hernández1

Revista de Humanidades, núm. 43, pp. 213-236, 2021

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 24 Mayo 2019

Aprobación: 06 Septiembre 2019

Resumen: Este artículo explora la conciencia de la mujer guerrillera en Roza, tumba, quema de la escritora salvadoreña Claudia Hernández. La novela narra la historia de una madre y sus cinco hijas en la guerra y posguerra de El Salvador. El artículo estudia las relaciones entre el discurso indirecto libre y la formación de la conciencia de una excombatiente y madre de familia sobre sí misma y el mundo. En esta obra de Hernández, la ficción posibilita un imaginario histórico de la guerrillera como sujeto, distinto al que presenta el género testimonial.

Palabras clave: El Salvador, mujer, guerrilla, novela de posguerra.

Abstract: This article explores the novel Roza, tumba, quema (2018) by the Salvadoran writer Claudia Hernández. The work tells the story of a mother and her five daughters during El Salvador’s war and post-war period. The article studies the relationships between free indirect discourse and the formation of the conscience of a former combatant and mother of family, how she sees herself and the world. I argue that in this Hernández’s text, fiction enables a historical imaginary of the guerrilla subject, which is different from the one that had been presented to us in the testimonial genre.

Keywords: El Salvador, Guerrilla, Woman, Postwar Novel.

La novela Roza, tumba, quema (RTQ) de la escritora salvadoreña Claudia Hernández, se publica cuando se podría cuestionar si El Salvador aún se encuentra en la posguerra. La guerra terminó hace ya 27 años y el país ha entrado en nueva etapa política, marcada por el triunfo de Nayib Bukele en las últimas elecciones presidenciales de 2019. La fuerte baja de Arena, el partido conservador tradicional, y la escasa votación que recibió el FMLN (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional), situarían a la nación centroamericana en una nueva etapa. Bukele ganó las elecciones con un discurso pro seguridad, antipandillas y, sobre todo, anticorrupción (Palumbo y Malkin). En este contexto político, se publica Roza, tumba, quema, obra que narra la vida de una mujer y sus hijas durante los últimos cuarenta años, y cuyo final coincide, podemos especular, con el término de un largo período de posguerra en la historia de esa nación. Esta es la primera novela salvadoreña donde hay una protagonista exguerrillera y, en este sentido, por su temática, estamos frente a una obra original en su contexto histórico-literario.

Villalobos-Ruminott señala que, entre las preocupaciones de la narrativa centroamericana de las últimas décadas, está la relación historia-destrucción. La literatura, según él, ya no es ni militante ni testimonial, pero tampoco “se puede descartar por una falta de compromiso con la historia” (135)2. Mackenbach se ha referido a la literatura centroamericana, poniendo el acento en las distintas denominaciones, todas marcadas por el prefijo pos-: posrevolucionarias, posguerra, posregionales, posnacionales, posmodernas. Considerando estas categorías, estaríamos frente a una generación de escritores/as cuyos valores políticos y comunitarios han estado transformándose, especialmente si observamos, en el caso de El Salvador, los procesos de cambio hacia una economía neoliberal. Claudia Hernández surge en los últimos años como la más destacada autora del período de la posguerra salvadoreña –junto con Jacinta Escudos–, posicionando temas que no habían sido tratados en la literatura, sobre todo aquellos relacionados con el rol de la mujer en la sociedad.

Tal vez la más discutida denominación de la literatura salvadoreña de posguerra, en la que se incluye Hernández, ha sido la llamada estética del cinismo, que Cortez describe como una que aborda la intimidad, “la construcción de la subjetividad”, “el lado más oscuro del sujeto” y “la violencia” (“Estética del cinismo: la ficción”). La define como “una estética marcada por la pérdida de la fe en los valores morales y en los proyectos sociales de tipo utópico” (31)3. Como consecuencia de esta tendencia, explica Cortez, se “presenta una paradoja; solamente le permite al individuo resistirse a las normas de la moralidad dentro de los confines establecidos por el ámbito del espacio privado” (Estética del cinismo: pasión 303). De esta manera, afirma, “la culpa, el sacrificio, y las necesidades que el individuo siente de obtener reconocimiento social de su propia subjetividad lo mantienen atado a la misma moralidad a la que intenta resistirse” (303). Encontramos varios de estos elementos en el rol social y en la conciencia del personaje principal en RTQ. La subjetividad de la mujer guerrillera se rebela constantemente contra la tradición patriarcal que, como veremos, ni la guerra ni la posguerra han logrado cambiar. Un acercamiento a esta novela de Hernández requiere indagar en esta hipótesis sobre la relación entre conciencia y cinismo. ¿Estamos frente a un cinismo moderno que se presenta “como aquel estado de la conciencia que sigue a las ideologías naïf”? (Sloterdijk 37). Roza, tumba, quema no nos presenta al cínico ácido, aquel moralista provocador y testarudo, sino más bien a un sujeto irónico, de masas contemporáneo, que “pierde su mordacidad individual y se ahorra el riesgo de la exposición pública” (39). Si bien esta es en parte la opción de la protagonista de la novela, no podemos decir que sea la opción de la novela; debemos distinguir entre las actitudes y pensamientos de la protagonista y el efecto estético del conjunto de la obra. Al mostrar esta obra, a una mujer exguerrillera –crítica al sistema, pero que busca pasar desapercibida en la sociedad donde vive–, Roza, tumba, quema no reafirma la posición de la protagonista, sino que desarrolla una crítica a las condiciones políticas, culturales y económicas que llevan a la mujer a esa postura cínica. En este sentido, mediante la escritura y la estética de la novela, se nos invita a una crítica de la razón cínica en la protagonista.

Sobre la obra de Hernández, los investigadores coinciden en que los cuentos de la autora retratan la violencia de la guerra y la posguerra, así como la “fragmentación espiritual producto de procesos de modernización” (C. Rodríguez). También se ha estudiado a Hernández con énfasis en el tema de la muerte; Ortiz, en este sentido, señala que la autora ha desarrollado una “mirada forense” (“Claudia Hernández” 7). En el tratamiento literario sobre los cuerpos y particularmente los cadáveres en cuentos como “Abuelo” o “Manual para un hijo muerto”, publicados en De fronteras, habrían “cuerpos-sujetos textuales al metaforizarse mediante el desgarramiento, la desritualización, la fragmentación, la mutilación y el aniquilamiento” (C. Rodríguez 129), pero sin una mirada funesta, sino siempre distante e irónica. Creo que no debemos confundir ironía o distanciamiento con cinismo. Lo desencantado en Roza, tumba, quema no está referido a los ideales revolucionarios del período de la guerra civil salvadoreña (1979-1992), sino a la traición de ellos en el mundo masculino, aunque a veces no sea clara la distinción; el desencanto no implica simplemente cinismo. En este artículo exploro la construcción del sujeto femenino en Roza, tumba, quema y postulo que confluyen distintas formas de conciencia de la protagonista, de manera que se desarrolla una distancia melancólica, autorreflexiva y crítica sobre el mundo.

Resulta especialmente pertinente situar la obra de Hernández en relación con otras narrativas de mujeres en El Salvador, en las que se destaca el testimonio. Ileana Rodríguez señala cómo muchos testimonios escritos por hombres negaron “mujeres degradadas y marginadas, por lo tanto, despreciando y omitiendo todo lo que era sinónimo de Mujer” (xv). Mientras esta investigadora estudió la visión que los guerrilleros tenían de las mujeres, por ejemplo, leyendo los diarios del Che Guevara, Padilla ha investigado específicamente el género testimonial de mujeres guerrilleras salvadoreñas4, textos donde aparece la preocupación por el rol de la mujer en el interior del movimiento guerrillero, tema central en Roza, tumba, quema:

encontramos una mujer que se entiende como militante valiente y leal que encarna, hasta cierto punto, un ideal masculino y una figura materna que epitomiza la noción de maternidad abnegada, sin pedir nada para sí misma y dispuesta a sacrificar todo por la causa revolucionaria y sus hijos. (Cap. 2)

El doble sacrificio ante la revolución y los hijos se muestra como contraposición de dos causas. Mientras que la conciencia de la revolucionaria en los testimonios, grosso modo, se caracteriza por su lealtad al movimiento equivalente a su valentía y maternidad abnegada, en Roza, tumba, quema hay una postura crítica frente al movimiento, dominado por hombres, aunque esta postura no es político-ideológica en la protagonista, sino la constatación del machismo que se ejerce sobre ella. En defensa de la ficción frente al género testimonial, las subjetividades en la novela se presentan en múltiples voces, figuraciones y ambigüedades que muchas veces se pierden en la inmediatez del relato testimonial.

Respecto de las estrategias formales de escritura en los cuentos de Hernández, la crítica ha destacado extrañamientos que descolocan la percepción habitual sobre la violencia y la guerra. Menjívar se refiere a sus textos como “complejos y experimentales y otros que casi son estampas” (s.p.). En efecto, muchos de los cuentos de Hernández tienen una tendencia conceptual, donde ocurren reciclajes y préstamos de estilos y formatos, como en su famoso “Manual para un hijo muerto”, incluyendo algunas narraciones de corte fantástico5.

Por otra parte, en relación con cuestiones formales en la estética de Hernández, Ortiz la sitúa en una genealogía donde se destaca la cuentística de Nellie Campobello (1900-1986) porque ambas, experimentan con procedimientos semánticos y narrativos (Ortiz, “Claudia Hernández” 4). Sobre RTQ, señala en un reciente artículo que es “la encarnación de una historia en fragmentos”, donde “la presencia y relevancia que cobran los cuerpos en la novela por medio de la desarticulación y el desmontaje de su unidad, además de contener en sí mismos una politicidad, se pueden manifestar como resistencia” (Ortiz, “Guerra Hernández” 121).

Hay un rasgo específico en esta novela, que ya había sido desarrollado ampliamente en obras anteriores de Hernández: el discurso indirecto libre6. Esta forma ha sido ampliamente estudiada por la narratología, en castellano se observa desde la publicación del Quijote. El debate narratológico sobre sus características y orígenes es muy amplio7, y es indiscutible su uso habitual en la novela contemporánea. Al mismo tiempo, la narratología ha investigado la relación entre la conciencia y diversos modos y gradaciones de este estilo, que va desde el directo al más indirecto. Según McHale, en el discurso indirecto se producen, mediante la paráfrasis y la citación indirecta, variadas formas de interpenetración entre voz narrativa y personajes. Para nosotros es importante la relación entre la formación de conciencia feminista –de ser mujer y estar oprimida–, y su relación con este tipo de discurso. En RTQ aparecen varias posiciones de sujeto, conciencias críticas y autorreflexión, sobre todo en la voz de la protagonista, con implicancias sobre los significados de ser madre, mujer, revolucionaria, estar oprimida o en desventaja frente a los hombres. La definición de conciencia en términos simples, es “2. f. Sentido moral o ético propios de una persona. 3. f. Conocimiento espontáneo y más o menos vago de una realidad”, o bien, “4. f. Conocimiento claro y reflexivo de la realidad” (RAE)8.

En el discurso indirecto libre, como explica McHale, “la persona y el tiempo verbal evocan el texto del narrador, mientras que lo deíctico y lo expresivo y otras características evocan el texto del personaje” (párr. 4). Esta forma abunda en buena parte de Roza, tumba, quema. El discurso indirecto libre tiene como efecto la exploración de la interioridad, que se logra por la oscilación entre la perspectiva del narrador y la del personaje. Según McKeon este tipo de discurso presenta “un movimiento hacia atrás y hacia adelante, así como hacia dentro y hacia afuera, que abre un espacio de subjetividad” (485). Para nuestro análisis, las ideas de Susan Larsen son especialmente sugerentes, porque intenta acercar la relación entre feminismo y este tipo de discurso. Larsen estudia “Una narratología queer e interseccional” en el discurso indirecto libre y su etiología (30). A Larsen le parece que fijarse en la voz sin género, tan usual en el narrador heterodiegético, requiere atender las relaciones de distancia y autoridad, entre otras. En el caso de RTQ, me referiré a la narradora, en femenino, porque aunque la voz heterodiegética es neutra, por su grado de interpenetración con la protagonista, se puede afirmar que es una narradora, evitando el sesgo masculinista de la tercera persona omnisciente. En RTQ se desarrolla una confluencia de voces, conciencias y subjetividades, que se desenvuelven según la yuxtaposición de perspectivas propiciadas por el discurso indirecto libre.

Otro aspecto formal importante en RTQ es la experimentación con ciertas restricciones9 sobre el texto, que se manifiesta, entre otras formas, en la falta de nombres propios (personas, lugares), lo que podría interpretarse como que la voz narrativa –integrada al ambiente desde el cual habla– señala que la gente en la comunidad seguía, incluso después de la guerra, entrenando y preparándose para volver en cualquier momento a la montaña, de modo que los nombres eran peligrosos. Sobre el padre de la primera hija de la protagonista, por ejemplo, un guerrillero con el que tiene relaciones cuando era casi una niña en la montaña, se dice “No sabía de dónde había llegado o cómo se llamaba porque, en ese tiempo y en esa situación, era una medida de seguridad no conocer el nombre verdadero de nadie ni su procedencia (cap. 8). Tampoco hay formas de habla que nos permitan situar con certeza una localidad, ni una temporalidad histórica claramente delimitada, aunque sí una cierta cronología de hechos. Pero por ciertas señas, además de los antecedentes de la autora, historias y personajes en el texto, suponemos que la narración está relacionada, espacial y temporalmente, con el período de la guerra y posguerra salvadoreña. La ausencia de nombres propios y otras señas históricas explícitas en la novela, la abren a un contexto plural y comunitario: la protagonista es muchas mujeres, las situaciones le pueden ocurrir a cualquiera, la guerrillera es una heroína anónima y no es la disciplina de la historia lo que la reivindica, sino que la ficción con sus ambigüedades.

¿Qué significa, para la protagonista10 de Roza, tumba, quema, ser mujer, en relación consigo misma y con la realidad social que la rodea, particularmente respecto de sus vínculos con la comunidad11? ¿Cómo se construye la categoría mujer a través de la escritura? Veamos esta formación de conciencia en torno a tres realidades en la novela: primero, la agresión sexual y la autoestima como dos caras en la protagonista como mujer; segundo, la mujer como madre; y tercero, la reinserción social de la exguerrillera en la posguerra y su lugar en la comunidad.

1. Violencia

Hemos dicho que Roza, tumba, quema relata la historia de una exguerrillera y sus cinco hijas, quienes viven en comunidad en una zona rural. Volvamos a la escena que habíamos mencionado y una primera de amenaza de violación, donde observamos la adolescencia de la protagonista, y sus primeros pasos como guerrillera (tiene catorce años cuando es reclutada). Tres desertores de la guerrilla llegan a su comunidad en el campo y amenazan con violarla12. La niña se resiste tenazmente, hasta que finalmente el padre, que ya se había sumado a la guerrilla, baja de las montañas para rescatarla. Cuando regresa a casa, no puede creer que su hija haya sido tan valiente ante los violadores: “Varias veces preguntó si de verdad no le habían hecho nada. Su madre y ella le juraron que no. Pues hoy te vas a ir conmigo […] A la montaña” (cap. 4). Como es usual en el estilo de la novela, confluyen varias voces en pocas líneas: el padre que pregunta, la madre y la protagonista que responden. Hay saltos en la dirección del discurso, y las voces en la novela se ponen en conflicto: interrogación, juramento y finalmente orden del padre. Aunque terminan matando a los tres guerrilleros desertores, esta escena muestra que el ingreso a las fuerzas revolucionarias de la protagonista se debe, en parte, a la protección para no ser abusada sexualmente. La escena muestra cómo la mujer es violentada por los hombres, y cómo ingresa a la guerrilla no por sus valores políticos, sino para protegerse de los peligros que supone su vida en el campo, sin la presencia del padre o de hermanos mayores, todos en la montaña, miembros de la guerrilla.

En otra escena, la protagonista –la madre– ya es adulta y vive con sus hijas en el período de posguerra en una casa de la comunidad. Entonces se narra que un hombre –a quien llamaremos aquí X, hijo de un guerrillero excompañero de la madre– llega a su casa para violar a la hija mayor. X intenta entrar por el techo y provoca varios destrozos, aunque finalmente no se atreve. La madre va a hablar con el padre de X, su antiguo compañero de armas, y le advierte que si no hace nada respecto del comportamiento de su hijo, “ella debería buscar una manera de encargarse. Él sabía que podía hacerlo: habían sido compañeros en un par de campamentos” (cap. 28). El ex guerrillero habla con X e impone su autoridad: no debe acercarse a las niñas. X promete que cuando muera su padre, a quien teme, tendrá relaciones sexuales con la hija mayor que vive con la madre. Pero cuando el padre muere, X es asesinado. La madre de X, piensa que ha sido la protagonista quien lo ha matado o lo mandó matar. La protagonista niega, en cualquier caso, que haya sido ella.

La escena anterior nos interesa por el rol activo de la exguerrillera, estilísticamente se expresa su conciencia mediante un estilo indirecto que narra varias posiciones y voces frente a hechos de violencia en contra de la mujer. Las mujeres en la posguerra siguen desprotegidas, tal vez incluso más que antes, y entre los hombres se transmite el machismo contra ellas. La novela narra que el hijo de X (nieto del guerrillero) quiere cobrar venganza por la muerte de su padre, y decide matar a la madre-protagonista, pero finalmente nunca la enfrenta. De esta manera, la agresión sexual contra la exguerrillera o alguna de sus hijas no puede concretarse en un asesinato o violación en este caso, porque lo aprendido por la madre como combatiente en la guerra le sirve, en este aspecto al menos, como defensa contra la agresión masculina y que se prolonga entre las generaciones. El rol público que jugó la madre en la guerrilla sigue protegiendo a su familia una vez acabada la guerra, porque es respetada en la comunidad y porque ella misma puede actuar directamente contra el agresor, imponiéndose mediante la fuerza.

La protagonista demuestra desde temprana edad, conciencia de que siempre debe estar alerta y defenderse valientemente contra la amenaza del acoso sexual y la violación. Ser guerrillera implica saber resistir el poder masculino. Más aún, convertirse en guerrillera se debe a la necesidad de defenderse contra potenciales violadores. La formación de la conciencia política en la guerrillera está intrínsecamente ligada a su defensa personal, más que a la lucha comunitaria como campesina explotada. Predomina la conciencia de ser mujer, de encarnar un cuerpo en peligro también por el amenazante “fuego amigo”.

Respecto de su autoestima, es notable que cuando la protagonista ya es miembro de la guerrilla en la montaña, aparecen signos de autoafirmación y del despertar sexual, lo que marca el paso de la infancia a la adultez femenina:

El mayor tesoro en su mochila era un espejito que le había mandado su tía, que conocía y entendía sus necesidades. […] Eso y –más adelante– su afición por las cremas le ganaron la fama de coqueta en los campamentos. Los hombres le hacían burla por eso y las mujeres le conseguían lo que podían para consentirla. (cap. 5)

El espejo es símbolo de un objeto oculto que le permite verse a sí misma y, en este sentido, tener conciencia de un aspecto de su feminidad, según una imagen sexualizada, que ella esconde como un “tesoro”. Luego, en otros momentos de la novela, el deseo sexual de la adolescente guerrillera se materializa en prendas de ropa:

Cuando el encargado del abastecimiento le preguntaba qué necesitaba, pedía siempre calzones de colores pastel, como unos que le regaló una extranjera que llegó a verlos al campamento, aunque siempre le entregaban unos negros de lo más simples y la regañaban por ser una vanidosa en un momento en el que el país se encontraba en una situación que exigía la entrega total de cada uno de ellos. (Cap. 5)

La vanidad femenina aparece aquí castigada por parte de sus superiores, contraponiendo los valores de la revolución frente al supuesto individualismo de su coquetería y autoimagen como mujer deseable. En su investigación sobre mujeres guerrilleras en El Salvador, Viterna concluye que “las narrativas de género en el FMLN pueden haber aparecido igualitariamente en la superficie, pero los significados compartidos que promovieron entre sus miembros nunca desafiaron el orden tradicional de género” (210). Según Padilla, en la guerrilla se mantuvo un doble estándar respecto de la sexualidad de las mujeres: “las guerrilleras se consideraban soldados, al igual que sus homólogos masculinos, pero a diferencia de los hombres, tenían que ser responsables de sus cuerpos y sus acciones”. En la guerrilla “la promiscuidad femenina estaba mal vista, ya que se ‘debilitó’ y amenazó la moral de las tropas” (46). En RTQ se señala que:

Le repetían que el compromiso suponía usar bien los fondos que sus compañeros del sector político obtenían y no gastarlo en superficialidades. Ella les contestaba que su estancia en la montaña era mejor prueba de su compromiso que los calzones y que necesitaba unos muy buenos para seguir en ella. También dijo que necesitaba sostenes. Antes, en su casa, los había rechazado porque no les veía utilidad, pero, con el paso del tiempo y la redistribución de su cuerpo, llegó a necesitarlos, sobre todo, a la hora de correr. Ellos no lo entendían porque eran hombres, pero podían preguntarle a cualquier mujer que estuviera en sus mismas circunstancias. (Cap. 5)

La narradora recurre aquí al estilo indirecto libre para expresar la voz rebelde de la protagonista como mujer y guerrillera. Si seguimos la caracterización que McKeon da al discurso indirecto libre, vemos cómo el efecto de interioridad “se logra por la oscilación diferencial entre las perspectivas del narrador y el personaje, por el proceso de moverse hacia atrás y adelante entre el ‘afuera’ y el interior” (485). Ella declara a los compañeros que su necesidad de ropa interior no es por un asunto superfluo, sino para combatir mejor, para ser una guerrillera más efectiva. Los compañeros guerrilleros la protegen, pero cuestionan sus necesidades. El color pastel de los sostenes denota el artificio seductor por sobre el valor de uso de la prenda. El modo indirecto parafrasea la réplica de la guerrillera y la distancia de sí misma no como alienación, sino como autorreflexividad y autonomía de su razón como mujer. Relacionadas con esta escena, hay algunas las tareas que le son asignadas a la protagonista por la tropa: llevar las mochilas de sus compañeros y lavar ropa, cuestión que a ella le parece injusta. De esta manera, los roles domésticos asignados a la mujer en el ámbito campesino son trasladados al grupo guerrillero en la montaña. La novela nos narra una cierta porfía de la protagonista porque,

La preocupación por la apariencia no pudieron quitársela ni con sermones ni con carencias. Incluso en la época en que le dictaron como castigo cortarse el cabello como el de los hombres, encontró forma de ser la más estilizada de todas. Y, cuando llegó el momento de la firma de la paz y la hora de bajar de las montañas, usó el estipendio que le dieron para comprar cremas y algún maquillaje en el mercado del pueblo. Lo único que la hizo dejar de comprar o conseguir sus cosas fueron las necesidades de sus hijas. (Cap. 5)

Sus cosas, en este caso, son el maquillaje. La feminidad representada en lo artificial del maquillaje parece ser una batalla personal en contra de la represión –ejercida por sus propios compañeros– a su autonomía. Si pensamos en los elementos fálicos de la mujer, no es solo el arma que porta y maneja, sino también el maquillaje13. La manipulación de las armas y los artificios femeninos transforman a la guerrillera en sujeto consciente del abuso sobre ella y, al mismo tiempo, la empoderan contra la doble posición de subordinación: como campesina y como mujer.

2. Madre

El segundo aspecto sobre la conciencia de ser mujer oprimida es su condición y rol de madre. Si la maternidad se considera a veces por el feminismo como un rol obligatorio y asignado que ubica a la mujer en el espacio recluido de lo doméstico, en RTQ, la protagonista asume un papel ambivalente en este tema. Por una parte, efectivamente, durante la posguerra se recluye en un espacio privado, aunque no sin dificultades. Por otra, sale al exterior, como madre, en busca de su hija usurpada por la revolución. Revisemos dos escenas de posguerra donde notamos el empoderamiento femenino en la historia de la madre.

Los esfuerzos por reencontrarse con su primogénita, que parió mientras era guerrillera, a los quince años, dan inicio a la novela, pues la protagonista pretende viajar a París para reencontrarse con ella14. Su hija le fue usurpada y vendida a las monjas a cambio de dinero para la causa revolucionaria. La novela propone la figura de la guerrillera que vuelve a su rol de madre para reconstituir su familia. No corresponde concluir que estamos frente a un tipo de madre abnegada, como el expuesto por la crítica Ileana Rodríguez, respecto de la descripción que hacen de ellas las narraciones de guerrilleros.

Cuando la madre planea el viaje a Francia, surge su conciencia en relación con la comunidad, su pasado, y la memoria de los hechos de la guerra. La protagonista pide ayuda a organizaciones sociales para viajar a París y reencontrarse con su hija, adoptada por una pareja de franceses. Dice entonces la voz narrativa: “no quería que un montón de extraños fueran testigos de algo que no les concernía. Aquel tema de su vida privada era asunto solo de ella y de los que la metieron en él” (cap. 1). La madre no considera que la usurpación de su hija sea un tema político o público en el sentido convencional, sino que solo concerniente a los miembros de la guerrilla, quienes,

aunque dijeran que no habían sido responsables y soltaran discursos acerca de una situación que los superaba a todos, estaban conscientes de eso. Si la veían sentada en las salas de espera con aire acondicionado de sus trabajos, tendrían que acceder a lo que fuera que ella les pidiera. Pero no quería verlos de nuevo. Ni pedirles nada. (Cap.1)

La madre considera que los exguerrilleros, ahora funcionarios, aunque podrían reconocer cierta responsabilidad en eso, es decir, en la usurpación de su hija, la harían pasar por humillaciones, donde ella tendría que aparecer pidiendo un favor. El discurso pensado de la mujer es contestatario, presentándose a lo largo de la novela como defensa de su orgullo y honor, en contraposición al de los exguerrilleros, sus excompañeros de armas, quienes ahora se encuentran acomodados en sus oficinas después de los pactos y los acuerdos políticos.

Finalmente, recibe la llamada de una iglesia, para ofrecerle ayuda en su viaje a París. La novela narra el reencuentro de la madre con su hija en esa ciudad, y se muestra, así, la drástica barrera cultural e histórica entre ellas. A la hija no le gusta, por ejemplo, el nombre que le había puesto su madre biológica, porque lo encuentra demasiado católico y demasiado “guerrillero, y además no puede pronunciarse en francés”. En el encuentro se producen una serie de confusiones debido a que la conversación debe ser traducida. La hija, ya una adolescente, se muestra agresiva, y al ver a su madre salvadoreña, le parece que la ropa es de mal gusto y “Le pregunta a la investigadora si ya le informaron a la señora que ella no tiene dinero para darle, si es que lo llega a pedir. La investigadora le responde serena que ella ya sabe que no están ahí para eso. El intérprete no traduce” (cap. 7). A pesar de la fragmentación del diálogo y la incomunicación, poco a poco la hija comprende la historia de su nacimiento y el hecho de que no fue dada en adopción voluntariamente. Las dos mujeres, madre e hija –víctimas de la guerra–, reconstruyen poco a poco un lazo entre ellas. La madre no es una mujer pasiva frente a los hechos, sino que una víctima objetiva (aunque ella no se asume nunca como tal), que lucha por la recuperación de una hija robada, y logra hacerlo en un entramado de organizaciones de la transición o la nueva democracia de acuerdos que la segrega.

Hacia el final de la novela, ocurre una serie de situaciones en torno a la condición de mujer como madre, luego de varios años de posguerra, y las hijas ya están crecidas, excepto la menor, aún una niña. Los lazos entre la madre y los miembros de la guerrilla parecen estar cada vez más disueltos. Gracias al marido de la protagonista, se les asigna una tierra en “la orilla de la comunidad” (cap. 30), donde habitan un espacio de desarraigo.

Desde que terminó la guerra y murió el papá de sus hijas, no sabía hacia dónde moverse. Quizás había pasado tanto tiempo siguiendo direcciones que ya no recordaba cómo dar las suyas. ¿Le sucedió eso a ella? No. Ella siempre tomó sus decisiones. El día que se salió lo hizo porque los acuerdos que la organización había tomado no coincidían con sus convicciones. (Cap. 24)

El estilo indirecto muestra un locus de enunciación ambiguo. ¿Quién hace la pregunta en este párrafo? ¿Ella misma, la comunidad, la narradora omnisciente? Lo cierto es que la madre en la novela, empoderada por haber pertenecido a la guerrilla, por haber luchado y manejado armas y ser capaz de matar para defenderse, está sin embargo en una posición desfavorecida frente a los hombres. La defensa de sus derechos, de su integridad, de su estatus como jefa de hogar, no proviene del Estado salvadoreño, o algún otro organismo de seguridad social, sino que de sus principios y su sentido del orgullo. En la nueva comunidad a la que se muda, los excompañeros han estado vendiendo las tierras otorgadas después de la guerra, y hay gente “nueva, de otras partes. No son como las del pueblo. No les tienen miedo, pero tampoco respeto”. Como los empleados de los hospitales, no saben nada de los excombatientes y “Ni siquiera comprenden la palabra guerra. El término los aburre” (cap. 33). Los excompañeros de armas critican a la madre porque no ha ido a votar por el partido en las últimas elecciones. Cuando ella debe llevar a su propia mamá (la abuela) ya muy mayor, a vivir con ella a la comunidad, esta abuela se enfrenta a los excompañeros de su hija, entre otros motivos, porque no acepta llamar a su hija con el nombre de guerrillera, sino que usa el que ella le dio al nacer:

Ellos le hablarán del mérito y del honor que debería ser para su hija usar el que le dieron en las montañas. Ellos no estarían de acuerdo. Dirán que nació de nuevo cuando estuvo en ellas. La madre querrá decir que las montañas la mataron un poco. (Cap. 33)

La libertad estilística en esta parte de la novela –voz indirecta, el cambio de tiempo del condicional al futuro– sitúan a la voz narrativa en un tiempo hipotético, que antecede los conflictos y los conjura en el texto, mostrando la lucha entre los guerrilleros y el poder femenino representado ahora por la abuela. I. Rodríguez ha notado que “El signo guerrero, junto al de reposo, evocan un espacio general, el del terreno de la guerra (montaña), del cual está excluida la mujer ‘real’”. Por su parte Palazón Sáez, siguiendo las ideas de I. Rodríguez explica que “A pesar de su carácter femenino, pues la montaña se convierte en el útero materno del hombre nuevo, esta es un espacio reservado exclusivamente para el hombre” (228). La montaña es entonces un espacio y tiempo simbólicos de nuevo nacimiento de la mujer, controlado por el discurso revolucionario masculino, aquí en disputa con el de origen familiar matrilineal.

Poco más adelante en la novela, la narradora, gracias al estilo indirecto que caracteriza el texto, asume la posición de los excompañeros, y dice sobre (o desde) la madre: “¿Votaría en las siguientes elecciones por el partido contrario? ¿Era una traidora?” El enojo de los excompañeros de guerrilla es inconsecuente, acusa la narradora, ya que “No importaba que dijeran que se debía a su conducta, ella sabía que no tenía que ver con eso porque todo había comenzado el día que rechazó al representante de la comunidad como amante” (cap. 33). La cita indirecta de la voz de los excombatientes –“que se debía a su conducta”–, es desafiada por una nueva cita indirecta del pensamiento de la madre: “ella sabía que” la conciencia de la injusticia, su alegato de resistencia en contra del discurso hipócrita del partido político de los exguerrilleros, contra la conquista y el dominio sobre ella. En síntesis, la revolución crea una un tipo de maternidad contra la cual la protagonista debe luchar. Primero, contra la supuesta maternidad de la montaña, es decir contra la filiación y el respeto a la autoridad paterna, cuya ley predomina en ese espacio. Luego, la protagonista debe luchar por recuperar su maternidad, que en complicidad con la ley paternal (la revolución), le ha impedido a la protagonista el derecho a ser madre de su hija.

3. Mujer y comunidad

Un tercer y último aspecto sobre la conciencia femenina y su relación con la comunidad, se relaciona con el contexto de la reinserción social en la sociedad de la posguerra. Luciak ha señalado que los asuntos específicos de la mujer en la posguerra en El Salvador no formaron parte de las negociaciones de paz (47). Por otra parte, según la investigación de entrevistas de campo de Viterna, respecto de la situación de las guerrilleras después de los acuerdos de paz, algunas pudieron capitalizar su tiempo de guerra en un activismo que posibilitó el quiebre de barreras de género en sus comunidades, otras terminaron asumiendo antiguos roles en el ámbito de lo doméstico, mientras que un tercer grupo, sintiéndose empoderadas y politizadas desde los tiempos de la guerra, carecieron de oportunidades para continuar participando (173). Este es el caso de la madre guerrillera en RTQ. En su estudio, Viterna concluye que las mujeres combatientes después de la guerra, aunque participaron activamente en sus comunidades, pocas lo hicieron en posiciones de liderazgo y/o cambiaron sus relaciones de desigualdad de género. Según esta investigadora, y coincidiendo con la hipótesis de Cortez, las pesquisas sobre la materia muestran que los conflictos a menudo parecen empujar a las mujeres exguerrilleras a la esfera privada, alejándose de la política con el regreso a la normalidad. Es cierto que la novela retrata una heroína algo idealizada, en el sentido de que la madre no incurre en comportamientos morales dudosos y se la retrata como una mujer éticamente virtuosa, sin embargo se la muestra –salvo excepciones como el viaje a París– aislada en su esfera privada. La protagonista es parte de una filiación matrilineal que constituye la columna vertebral de la historia en la obra. Este vínculo es reforzado al final, cuando la abuela, la madre, hijas y nietas se reúnen en la casa de la comunidad al saber que la anciana va a morir. La madre regresa a la montaña y recuerda el parto de su segunda hija. Allí retoma los viejos pasos hacia el campamento y entra a un bosque donde antes enterraron a los hijos de las combatientes que no llegaron a nacer. Busca en ese lugar piedras del tamaño de un bebé, con las que enterrar a la abuela, en una suerte de ritual de nacimiento y muerte que une a las mujeres de la historia.

Hasta el final de la obra, la madre debe lidiar con los exguerrilleros que ahora forman parte del partido en el poder. Se narran indirectamente las heridas que la madre había sufrido en la guerra. Su única amiga, le dice “una a una, las marcas que tenía en el cuerpo y le hizo un recuerdo de los dolores que ella la veía padecer sin quejarse. Le habló también de las marcas que tenía en la mente” (cap. 39). La madre estaba medio sorda por una bomba que le había explotado cerca, pero no habla de eso, porque al lado de su padre, “convertido en pedazos imposibles de juntar” y de los compañeros cercenados, piensa que lo de ella no es nada. Aquí se muestra nuevamente el orgullo femenino, también resignación y represión sobre la memoria del dolor y el trauma. Finalmente, la madre es convencida de ir a las comisiones de reparación, hasta que se cansa de una burocracia humillante: “no cree merecer que la examinen como a un animal y cuestionen todo lo que dice después de hacerla contar todo aquello que había callado en mucho tiempo” (cap. 40). El proceso de reparación resulta tan agotador y vejatorio que la protagonista decide no pedir nada, aunque finalmente igual recibe un beneficio, despertando la envidia de los demás excombatientes. La mujer llora frente a una psiquiatra todo lo que no lloró durante la guerra, en un proceso de memoria dolorosa.

RTQ termina con una suerte de metáfora, aunque los hechos están narrados como si hubiesen ocurrido en la historia. La madre, junto con el esposo, habían enterrado en el patio de la casa varios cargamentos de armas, que cuidan “tan bien como a sus hijas” (cap. 40). Una mujer, amiga de la protagonista, piensa que las armas “Eran solo una herencia para las hijas, una medida para que, si la guerra estallaba de nuevo, no estuvieran solas ni indefensas”. Las armas enterradas simbolizan las historias trágicas que quedaron denegadas en el inconsciente colectivo de quienes lucharon. Luego la narradora dice: “Después de todo, la vida en la montaña era más tranquila que todo lo que había vivido después de ella” (cap. 40). Irónica inversión de características de los períodos: la época de la guerra es más pacífica que la posguerra.

Aunque en RTQ se hacen distinciones éticas entre soldados y guerrilleros, en los dos bandos existen conductas de abuso contra la mujer. Una amiga que conoce al final de la historia, le narra a la protagonista cómo fue violada y torturada por solados durante la guerra. De hecho, entre las dos mujeres se preguntan si acaso soldados y guerrilleros han llegado a ser lo mismo. A la protagonista le parece que al final, ambos se equiparan en lo derrotados: “Era algo que veía en ellos ahora que eran viejos y que se asemejaba a lo que miraba en ella y en sus compañeros. Le parecían tan derrotados como ellos. Como ellas” (cap. 40). Una generación vencida. Y una protagonista que al final de su vida, después de haber pasado por la guerra y la posguerra, no puede en definitiva encontrar la paz, permaneciendo en una suerte de estado de combate permanente. Solo puede esperar un futuro mejor para sus hijas y reponer tal vez, a través de ellas, las pérdidas en su propia vida.

RTQ es una novela que reescribe la historia de la posguerra en El Salvador, vista por una mujer exguerrillera, a través de una mirada desconfiada y crítica sobre los hombres en la comunidad y que cuestiona las instituciones y a quienes forman la nueva burocracia luego de los acuerdos de paz. La protagonista se presenta en la obra como una férrea defensora de su autonomía –su cuerpo y hogar– contra la agresión masculina. No hay alegría ni tranquilidad en ella. Los efectos de la guerra permanecen como parte de su biografía, de una manera que a ella le produce dolor reprimido, melancolía y orgullo. Es cierto que tomar las armas le sirvió durante y después de la guerra para defenderse de la agresión, también que obtiene un terreno por haber sido miembro de la guerrilla, aunque sea, como la novela señala, en la orilla. En esa casa puede criar a sus hijas, aunque con escasísimos recursos. Su actitud como madre activa y empoderada predomina sobre la conciencia de víctima o autoimagen doliente. La mujer cubre sus heridas, las niega, y no demuestra debilidad sino hasta la última etapa de su vida. Su conciencia, respecto a la comunidad y su inserción social, es la de una mujer leal a valores de justicia e igualdad, que ahora contrastan con las conductas de sus compañeros favorecidos por los acuerdos de paz. Al final, sin embargo, hay algo de justicia cuando el Estado la beneficia, despertando la envidia de ellos. Como enseña Sloterdijk, “psicológicamente se puede comprender al cínico de la actualidad como un caso límite del melancólico, […] que mantiene bajo control sus síntomas depresivos” (40). La protagonista en la novela, se encuentra como el cínico “arrastrado por la fuerza de las cosas”, inmersa en una “negatividad madura que apenas proporciona esperanza alguna, a lo sumo un poco de ironía y compasión” (42). La novela nos invita a una distancia crítica respecto de las posiciones y conciencia de la protagonista, que nos permiten elaborar juicios sobre su situación y su historia en la posguerra salvadoreña. En otras palabras, en la novela opera lo que no logra hacer del todo la protagonista: subvertir un cinismo privado y discreto, del sujeto escéptico y temeroso, para desplegar la denuncia sobre la injusticia contra la mujer en el movimiento revolucionario y en transición.

Bibliografía

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Notas

1 Este artículo se publica en el marco del proyecto “Literaturas comparadas del Caribe”, cód. 31851rg, de la Dirección de Investigación Científica y Tecnológica, Universidad de Santiago de Chile.
2 Tanto Villalobos-Ruminott como Pezzè destacan dentro de la narrativa actual centroamericana a autores como Rodrigo Rey Rosa, Horacio Castellanos Moya y Franz Galich, descartando a narradoras mujeres. Veremos que son las investigadoras, quienes más han considerado la literatura de Claudia Hernández.
3 La calificación de estética del cinismo ha sido compartida por varios críticos, definiendo el debate. Por ejemplo, Gairaud afirma, comentado la hipótesis de Cortez, que dicha literatura “representa la descomposición social y la violencia, y que va más allá de la estética del cinismo” (90), y se ha referido a la obra de Hernández destacando la sátira y humor (89).
4 Se destacan Las cárceles clandestinas de El Salvador. Libertad por el secuestro de un oligarca (1996) de Guadalupe Martínez, No me agarran viva, la mujer salvadoreña en la lucha (1987) de Claribel Alegría y Darwin Flakoll, y Nunca estuve sola (1988) de Nidia Díaz.
5 Ver el trabajo de Craft o de Rojas González.
6 Ortiz destaca el uso de este recurso en los cuentos de fronteras (“Claudia Hernández” 5).
7 Palmer indica que “la precisa naturaleza del discurso indirecto libre ha sido tema de una extensa, técnica y fuerte disputa en el debate narratalógico por muchos años” (56).
8 La definición en inglés de conciencia o consciousness es “1a. Cualidad o estado de estar al tanto de algo en uno mismo”, pero también como “1b. Ser consciente de un objeto, hecho o estado externo”, y como “1c. Conocimiento o de alguna causa social o política” (“Consciousness”, Merriam-Webster).
9 Wershler indica que una cualidad crucial de la literatura conceptual es la aplicación de restricciones.
10 Llamaré a la protagonista de esta novela a veces como madre o simplemente la protagonista.
11 Ortiz se refiere a la idea de comunidad en RTQ como “mujeres sin nombre” que “no son, paradójicamente, mujeres anónimas, son la comunidad que ha sobrevivido a la guerra y, tal vez también, una comunidad por venir” (“Guerra” 121).
12 Sobre el tema del abuso sexual, Viterna señala, basándose en un estudio de Leiby, que los hombres son tanto o más abusados sexualmente en conflictos de guerra, y que así ha sido documentado en El Salvador. Leiby se refiere a distintas formas de abuso, como humillar al otro obligándolo a desnudarse o con golpes en los genitales. Estas humillaciones han sido documentadas por soldados y no por los guerrilleros.
13 Me refiero al maquillaje como mascarada fálica sobre el cuerpo femenino, como lo explica Joan Riviere en “Womanliness as a masquerade” (1929).
14 “El embarazo, […] hizo a las mujeres vulnerables y obsoletas como soldados. En caso de que se produjera un embarazo, eran las mujeres las que, a menudo, se esperaba que asumieran la responsabilidad exclusiva de proporcionar o encontrar atención adecuada para sus hijos” (Vásquez en Padilla 46).
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