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Poéticas de la razón aporofóbica: testimonios de la prisión política y la criminalización de la pobreza en el Chile contemporáneo 1

The Poetics of Aporophobic Reason: Testimonies of political imprisonment and the criminalization of poverty in contemporary Chile

Francisco Simon S.
Universidad de Playa Ancha, Chile

Poéticas de la razón aporofóbica: testimonios de la prisión política y la criminalización de la pobreza en el Chile contemporáneo 1

Revista de Humanidades, núm. 43, pp. 237-264, 2021

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 25 Julio 2019

Aprobación: 06 Noviembre 2019

Resumen: Este artículo analiza dos poemarios que representan la racionalidad aporofóbica del sistema penal en Chile: Criminal (2003) de Jaime Pinos y Bomba bencina (2012) de Juan Carreño. En estos textos la cárcel es imaginada como un espacio autoritario en el que se violan los derechos humanos. Ellos actualizan la poesía testimonial sobre la prisión en dictadura, para postular que, en democracia, son los pobres el enemigo político que hay que aislar. De esta forma, se examinarán las estrategias con que los textos elaboran el discurso testimonial y los efectos que se persiguen al crear la voz de estos sujetos presidiarios.

Palabras clave: poesía chilena, Jaime Pinos, Juan Carreño, testimonio, prisión política.

Abstract: This article analyzes two poetic books that represent the aporophobic rationality of the penal system in Chile: Criminal (2003) by Jaime Pinos and Bomba bencina (2012) by Juan Carreño. In these texts jail is imagined as an authoritarian space where human rights are violated. They actualize the testimonial poetry about prison during dictatorship, to postulate that, in democracy, poor people are the political enemy to be isolated. Thus, it will be examined the strategies used to elaborate the testimonial discourse in these texts and the effects writing pursues by creating the voice of these prisoner subjects.

Keywords: Chilean poetry, Jaime Pinos, Juan Carreño, Testimony, Political Prison.

1. Introducción

En enero del 2018, el papa Francisco visitó Chile, causando gran expectación en los medios y excitación en la comunidad católica, que había esperado más de treinta años, desde 1987, para que retornara un padre santo a suelo nacional. En este contexto, quizás la actividad más llamativa de Francisco fue la visita al Centro Penitenciario de Mujeres en la comuna de San Joaquín, donde el protagonismo se lo llevó Nelly León, la capellana del lugar. “En Chile se encarcela la pobreza” acusó entonces León, dirigiéndose al papa, mientras desde el auditorio las reclusas asentían, conmovidas por lo que parecía ser un desahogo por fin librado; una confesión que las redimía, porque pronto esta frase salió de la cárcel y se instaló en el debate público. En canales de radio y televisión comenzaron a surgir preguntas antiguas, que, por ominosas, habíamos suspendido de la memoria: ¿será cierto que el orden jurídico otorga un tratamiento diferente a ricos y pobres?, ¿será que la cárcel es una expresión más de nuestro clasismo?, ¿será que nuestra justicia es así de arbitraria?

Con todo, lo relevante de la frase de León es que ella desmitifica para nuestra democracia una de las condiciones que se supone propia de todo Estado de derecho, esto es, la igualdad ante la ley2. El énfasis por encarcelar personas en situación de pobreza desnuda el servicio que el sistema penal le procura al poder burgués, tal como lo afirmase Foucault. Recordemos que, según este filósofo, la cárcel no tiene como objetivos reeducar a los presos y colaborar con su reinserción social –tales son sus fines autodeclarados–; pero, en realidad “la prisión no puede dejar de fabricar delincuentes” (308). Para Foucault la cárcel es “una manera de administrar los ilegalismos” (316), es decir, el orden jurídico reconoce ciertos delitos como punibles para hacer admisibles otros. Por eso, la prisión estaría destinada a los pobres, en la medida que se socializan como acciones oprobiosas aquellas que estos tienen mayor facilidad de realizar: hurtos, robos o asaltos; mientras que los delitos cometidos por los ricos, como actos de corrupción, se invisibilizan y no conducen a la cárcel.

La tesis de Foucault sobre la prisión ha sido refrendada por diferentes juristas que han estudiado las desigualdades de clase inscritas en el Código Penal chileno. Así, Laura Mayer advierte que la “obsesión en la persecución penal de hurtos de baja cuantía puede abonar la idea de que en el ámbito patrimonial existe una política criminal derechamente irracional y clasista” (182). A Mayer le preocupa el punitivismo contra los delitos callejeros, mientras los delitos económicos, que llamamos de cuello y corbata, son juzgados con sanciones laxas, como el pago de multas. Para Héctor Hernández Basualto, esto “representa una manifestación flagrante y escandalosa de una verdadera ‘justicia de clase’” (103), por lo que es necesario establecer una política criminal contra los delitos económicos, de modo que el Código Penal sea más eficiente y se condiga con la igualdad de trato que asegura la Constitución3.

La justicia clasista del sistema penal chileno es una expresión de la aporofobia de nuestra cultura. Del mismo modo que la xenofobia u homofobia nombran el repudio contra grupos minoritarios, la aporofobia es el término con que Adela Cortina denomina el “rechazo, aversión, temor y desprecio hacia el pobre” (14). Esto se explica en función del contrato social capitalista, que admite como interlocutores válidos a quienes aportan recursos y excluye “al que no entra en el juego del intercambio, porque no parece que pueda ofrecer ningún beneficio como retorno” (80). Para Cortina es importante designar los discursos de odio que surgen cuando se criminaliza a los pobres, pues si “su realidad incontestable no tiene una existencia reconocida, no se la puede desactivar” (25). Por tanto, es imperativa la simbolización de este fenómeno para fortalecer la democracia.

La racionalidad aporofóbica del sistema penal en Chile ha sido poetizada en textos como Criminal (2003) de Jaime Pinos y Bomba bencina (2012) de Juan Carreño, en los que se reitera la enunciación de sujetos pobres y encarcelados. Se trata de una consonancia cuyo sentido parece relevante abordar desde una perspectiva crítica: ambos textos reescriben la tradición testimonial sobre la prisión elaborada por los poetas en dictadura, para representar cómo hoy, en democracia, son los pobres quienes ocupan el lugar de presos políticos. Pinos y Carreño critican el régimen discursivo con que la clase política y los medios han convertido a los pobres en enemigos públicos, esto es, en un peligro para la seguridad de la ciudadanía. Ser calificado como enemigo implica para el imputado perder sus derechos en tanto persona, al mismo tiempo que se legitima la violencia ejercida contra él4. Y esto es, precisamente, lo que subrayan ambos poetas al representar la cárcel como un lugar en que la sanción penal se efectúa mediante maltratos y torturas, lesionándose los derechos humanos de los internos.

Este artículo se organiza en tres apartados: en el primero, se entregan algunos antecedentes sobre los recursos textuales con que se produce el testimonio poético de la prisión en dictadura para examinar la tradición con que Pinos y Carreño dialogan y, en los siguientes, analizaremos las estrategias enunciativas con que cada poeta elabora el testimonio carcelario en democracia, así como los discursos ideológicos se disputan en relación con las instituciones y tecnologías del poder que emergen en el habla de estos sujetos. Con esto, buscamos conocer el valor que ambos autores otorgan a la poesía, en tanto agencia capaz de contravenir el sentido común con que se asocian unívocamente crimen y pobreza. No se trata de restarle responsabilidad a quienes infringen la ley, sino de reconocer la razón aporofóbica que reproducimos al justificar la guerra que el Estado libra contra los delincuentes.

2. La prisión política en Chile: el testimonio dictatorial y sus estrategias enunciativas

Sobre la representación poética de la prisión en dictadura cabe destacar, en principio, el trabajo de Olga Grandón, quien recopila un corpus amplio de textos que abordan aquella experiencia. Entre otros, esta investigadora menciona Crónica del Reyno de Chile (1976) de Omar Lara, Anteparaíso (1982) de Raúl Zurita, Cartas de prisionero (1984) de Floridor Pérez o Dawson (1985) de Aristóteles España; todos ellos isotópicos en el uso de “características testimoniales como una forma de expresión individual o colectiva”, cuyo objeto es “erigirse en memoria para la historia de un pueblo” (s.n.). Según Grandón el testimonio es el registro que articula como conjunto a todos estos textos, más allá del grado de experimentación por el que opte cada poeta. Es decir, que la prisión será enunciada principalmente mediante un pacto autobiográfico con el lector, capaz de remediar la irrepresentabilidad de la violencia sufrida por los sujetos5.

De acuerdo con Leonidas Morales, el testimonio constituye un registro transgenérico y transhistórico susceptible de ser actualizado en diversos modelos de composición literaria. Este puede ser el registro de géneros ficcionales como la novela o la poesía, o bien, la escritura de géneros referenciales, como la autobiografía, el diario íntimo, la carta o la crónica6; de esta manera propone que el testimonio “es siempre un relato en primera persona: en él alguien, un yo, habla y dice haber visto u oído tal o cual cosa, y lo que dice es un elemento de prueba, que establece o contribuye a establecer una verdad […] (incluso una verdad aparente, engañosa)” (23-4). Por tanto, se trata de un tipo de enunciación que apuesta más que a la verosimilitud, a la veracidad de la representación, de modo que los hechos narrados por el testigo sean leídos como sucesos históricos.

En este sentido, Giorgio Agamben caracteriza la enunciación testimonial como “una potencia que adquiere realidad mediante una impotencia de decir, una imposibilidad que cobra existencia a través de una posibilidad de hablar” (153). Esto significa que el testimonio opera de manera paradójica, al expresar la desubjetivación que implica para el testigo decir una violencia que, por extrema, es imposible de nombrar, a pesar de su existencia efectiva. Según Agamben, “el testimonio del superviviente únicamente tiene verdad y razón de ser si suple al del que no puede dar testimonio” (157). Aunque se trate de una narración en primera persona, ella siempre representa la voz de otro: no solo la de quienes ya no pueden hablar; sino también la del propio superviviente, cuya experiencia deviene para sí en alteridad. Por ello, el yo testimonial es el deíctico de un sujeto que se halla en conflicto con la lengua, escamoteando entre restos de palabras la posibilidad de comunicar lo indecible.

Para el caso de la poesía que testimonia la prisión en dictadura, esta se inicia con los versos que escribe Víctor Jara en el Estadio Chile, donde fue asesinado: “¡Canto qué mal me sales / cuando tengo que cantar espanto! / Espanto como el que vivo, / como el que muere, espanto” (126). La reiteración del espanto manifiesta la imposibilidad de comunicar el horror, cuya vivencia se vuelve decible solo en la repetición compulsiva del mismo significante, como si en aquella monotonía se encontrase la clave para pormenorizar el trauma vivido. Naín Nómez, en este sentido, plantea que aquí reside un gesto inaugural en la “búsqueda de nuevas fórmulas escriturales para dar cuenta de una realidad reprimida, escindida, fragmentada” (89). Para los poetas del período decir la violencia es una tarea difícil, no solo porque implica simbolizar eventos irrepresentables, sino también por la censura del régimen, que retraumatiza sus discursos. Por ello, y como agrega Óscar Galindo, el testimonio emerge para tensionar “el lugar del sujeto, la voz perdida, la historia de vida que busca reafirmarse en la escritura” (204). Las estrategias que deberán adoptar los poetas para hablar sobre la prisión política serán diversas, dotando de elasticidad las posibilidades de enunciación testimonial.

Al respecto, una primera variante que podemos identificar corresponde a aquellos textos que producen un discurso autobiográfico sobre la vida en prisión. Aquí se ubica, por ejemplo, el testimonio de Aristóteles España en Dawson (1985), que da cuenta de su paso por aquel campo de concentración de 1973 a 1974. España relata episodios desde su llegada hasta la salida del campo, proporcionando detalles sobre las prácticas de violencia a las que fue sometido: “los Agentes de Seguridad no nos dejan dormir, / interrogan y torturan” (17); “me aplican corriente eléctrica en el cuerpo” (39); “escupen nuestros rostros, nos botan en lo más hondo de la mierda” (51). España representa la represión “como un gas venenoso lleno de burbujas / que salen de las fauces del Tirano” (26), recurre al tropo del monstruo caníbal para simbolizar las tecnologías disciplinarias de la dictadura, en cuanto la suya es una subjetividad reducida a la pura maleabilidad del cuerpo7.

Otros textos adscritos a esta enunciación autobiográfica de la prisión son Crónica del Reyno de Chile (1976) de Omar Lara y Cartas de prisionero (1984) de Floridor Pérez. En el caso de Lara, los textos testimonian episodios relativos a su paso por la Cárcel de Valdivia en 1973, subrayando el dolor que significa la separación familiar: “Hoy he visto a mis hijos. / Me notan más delgado. / Me dicen que me vaya / con ellos / que hasta cuándo” (19). Lara plantea la proyección de la violencia sobre los afectos familiares como una extensión dolosa que irradia la cárcel fuera de sí, conquistándolo todo. Fenómeno similar que representa Pérez, quien desde la prisión en Isla Quiriquina, atestigua este dolor en la correspondencia que comparte con su esposa, Natasha: “Me tienes y te tengo. / Y es lo único que tengo. / No se lo pedí a Frei. / No me lo dio Allende. / No me lo quitará la Junta Militar” (16). En la singularización de la pareja como único vínculo que todavía pervive se expresa la desubjetivación del hablante, cuya vida no se desploma solo gracias a la sinécdoque que ha fundado en su relación amorosa.

Asimismo, otro aspecto importante en la escritura de Pérez es la intercalación de recortes de prensa, que amplían el registro testimonial. Pérez le otorga valor político a la poesía al crear una imaginación antagónica de la razón militar, por lo que este autor objeta los relatos periodísticos a favor de la dictadura. Por ejemplo, el texto recobra una portada del diario El Sur, propiedad de El Mercurio, que titulaba: “¡Estamos muy bien! ¡Los presos en la Quiriquina!”, y la sobrescribe con un texto que dice “Los ovnis existen” (34). O también replica el enunciado de Óscar Bonilla, ministro del Interior de la Junta, “Nada tienen que temer los que nada han hecho”, con “Salvo la prisión, la cesantía y tu ausencia” (24). Mediante estas operaciones, e incluso con humor, Pérez hace del testimonio un discurso contrafactual del régimen, disputando la memoria histórica que la prensa busca instaurar.

Una segunda vertiente para representar la prisión se relaciona con testimonios ficcionales que crean una voz en primera persona que no se condice con el autor, pero que sí elaboran el horror del encierro. En esta línea encontramos, por ejemplo, La forma de los muros (1983) de Thomas Harris, que recrea el viejo tópico del theatrum mundi en carcer mundi, pues la realidad completa es metaforizada bajo el signo de una prisión8. Situado en la Cárcel de Concepción, el sujeto dice “Estábamos en el teatro: / en Chacabuco 70” (18) y añade “Era Tebas el lugar de la tragedia y no estábamos / en Tebas. Era Treblinka el lugar de la comedia y no / estábamos en Treblinka” (21). En este texto, cárcel y teatro se disocian: la reclusión es imaginable solo como ficción. La violencia que gobierna la prisión y el mundo no puede ser descrita verazmente, por lo que la alternativa es representar un delirio teatral, de modo que allí se hagan inteligibles los efectos del autoritarismo sobre el sujeto.

Otro texto que desarrolla un testimonio ficcional es Bobby Sands desfallece en el muro (1983) de Carmen Berenguer. Como indica su título, esta vez el testigo es Robert Sands, político irlandés que muere en huelga de hambre tras ser encarcelado por el gobierno de Margaret Thatcher. El texto es una bitácora que, en la voz de Sands, relata los días y el deterioro que padecen su psiquis y cuerpo. El testimonio no narra solo la biografía, de Sands, sino también la de los presos y familiares que hicieron huelgas de hambre en dictadura. Sands dice: “Puro mar es tu aroma / en mi cuarto / Son tus fauces diente / Es tu espuma la roca / que tapiza tu cielo feraz” (“Día 31”), es decir, recobra el primer verso de nuestro himno nacional y lo parafrasea, para luego suspender la imaginación edénica del texto original con el significante ‘fauces’ y sustituirla con una depredación opuesta a la inanición del sujeto. En la antítesis entre la voracidad del régimen y el hambre de las víctimas, se nombra la violencia del Estado contra la ciudadanía.

En Berenguer, la gravedad de la huelga implica decir el testimonio en la palabra y el cuerpo del sujeto, lo que se textualiza en caligramas que desplazan los efectos de la prisión hacia la página: en el “Día 50” de la huelga, los versos dibujan columnas que imitan los barrotes de la cárcel, mientras el sujeto dice “Haz una raya en mi ombligo / Haz una raya en la pared / Haz una línea en el muro / Haz una línea vertical / sobre el lecho de muerte”. Así, Berenguer crea un testimonio en que cuerpo y página se metaforizan el uno en la otra como objetos de sacrificio. La entrega de su cuerpo “Como único modo / de cambiar la pólvora por jardines de paz” (“Día 44”) se materializa en el caligrama donde la página es un medio que otorga sentido al agravio de las víctimas.

Sin pretender un examen pormenorizado de la poesía sobre la prisión en dictadura, lo que me interesa es reconocer algunas estrategias con que se testimonia la reclusión política. De esta forma, hemos identificado dos tipos: por una parte, la creación de testimonios autobiográficos, en poetas como España, Lara o Pérez; y, por otra, testimonios ficcionales, en Harris y Berenguer. Asimismo, hemos reconocido diversos recursos textuales: la descripción física y psíquica de la reclusión, tropos como el canibalismo o la cárcel del mundo, la contraposición con archivos de prensa y la escritura de caligramas, entre otros. Ahora analizaremos si estos recursos se replican en los textos de Pinos y Carreño, cuando actualizan el testimonio sobre una prisión que criminaliza a las personas no en función de su ideología, pero sí debido a razones aporofóbicas. Si en dictadura los poetas hacen hablar desde la prisión a quienes han desobedecido la ley marcial, en democracia ese lugar es ocupado por las personas en situación de pobreza, toda vez que ellos son simbolizados ahora como los agentes susceptibles de amenazar la seguridad y el orden de la ciudad neoliberal.

3. Jaime Pinos: la contra-nota roja de un criminal político

En términos generales, Criminal (2003) de Jaime Pinos9 aborda la relación entre pobreza y prisión en Chile a partir del caso de José Martínez Vásquez, alias El Tila, quien fuese procesado el año 2002 por la ejecución de diversos delitos, como robo, violencia sexual, secuestro y homicidio. Conocido como “el psicópata de La Dehesa”, la detención de Martínez animó la redacción de múltiples artículos y reportajes de prensa, que reconstruyeron su biografía con el objeto de identificar los motivos de su personalidad antisocial. Así, se hizo público que en su infancia sufrió de maltratos y abusos sexuales, que en la adolescencia cometió sus primeros delitos y que fue ingresado a distintos hogares del Servicio Nacional de Menores (Sename), cuyos esfuerzos por reinsertarlo en la sociedad fueron en vano. La violencia de Martínez parecía ser incorregible, o más bien, esa es la descripción que reprodujeron los medios, cuyo proceso fue publicitado hasta que se suicida, en la cárcel Colina II.

A propósito de la connotación pública que alcanza Martínez, Pinos poetiza su proceso judicial por medio de distintas estrategias enunciativas. En ocasiones el discurso asume un registro forense, a partir del cual se elaboran su “Prontuario” (10) o su “Informe psiquiátrico” (25). En otras, como lo hiciera Berenguer al crear la voz de Bobby Sands, Pinos inventa un testimonio en voz del propio Martínez, quien desde la celda explica sus conductas, interpela a las autoridades políticas y crítica el sensacionalismo de los medios. Así, el sujeto se autodenomina como “el Gran Violador” (7), profanador de “La ley. / La propiedad. / El dinero. / La decencia” (7), declarando que “Yo soy el que acecha / Yo soy su miedo” (8). La voz testimonial no se expurga de sus responsabilidades penales, sino que las exacerba, para que desde ese lugar se agudicen las contradicciones de un Estado que se presume democrático, pero que protege principalmente a la élite económica.

El testimonio de Martínez constituye lo que Foucault llama una “contra-nota roja”, es decir, una versión antitética de la prensa hegemónica, de modo que si esta publicita los delitos de sujetos pobres, aquella “subraya sistemáticamente los hechos de la delincuencia en la burguesía” (336). Así, el texto desacredita el saber clínico de que la psicopatía procede de factores genéticos o familiares10, confiriendo mayor notabilidad a las variables políticas que la inducen: “no lo digo por victimizarme / pero yo estaba marcado” dice Martínez, en tanto “La pobreza, / la droga, / la violencia” son “Estigmas, / cicatrices de nacimiento” (13). El sujeto postula que el suyo es un destino determinado por iniciativas públicas que desde la infancia lo han criminalizado: “si alguna vez me dieron algo / fue la condena de crecer en el encierro. / Desde niño, una cárcel tras otra. / Hogares, las llamaban” (14). De esta manera, Pinos actualiza el tópico del carcer mundi que elaborase Harris en los ochenta; solo que esta vez el mundo es una cárcel especialmente para los niños pobres, una vez que estos ingresan al supuesto sistema de protección garantizado por el Estado. Por eso, Martínez asevera que “El criminal no nace, se hace” (27), puesto que busca constatarse como un ejemplo paradigmático de la violencia con que la institucionalidad produce delincuentes.

De acuerdo con Luis Valenzuela, la escritura de Pinos forma parte de un corpus de textos de posdictadura cuya isotopía central es la creación de voces delictuales11. Valenzuela explica que esta prevalencia constituye un intento por controvertir las arengas de los partidos políticos sobre el “combate contra la delincuencia”, con que “buscan alzarse como garantes de la seguridad social” (62). La clase política ha legitimado su poder con la creación de un “enemigo interno”, el delincuente, cuya presencia soterrada, pero cierta, amerita el rigor de la fuerza autoritaria. Por tanto, para el caso de Pinos, lo que podemos agregar es cómo aquel enemigo se posiciona en el lugar del sujeto pobre, cuya situación socioeconómica es razón de vigilancia y presidio:

Para evadirse de mí

ellos han acumulado

rejas, alarmas, dispositivos,

guardias a contrata y policía regular,

armas, celdas de castigo, picanas eléctricas.

Mucha propaganda incitando

el odio de clase y la paranoia. (Pinos 7)

El testimonio de Martínez impugna el discurso sobre la seguridad ciudadana, pues reconoce en él una apología del clasismo, al mismo tiempo que afirma que el origen de esta violencia reside en el “odio de clase”, evidenciando que la justicia en Chile no opera de forma imparcial, sino que en función de un orden social aporofóbico que convierte la cárcel en una prisión política destinada a los pobres.

La razón aporofóbica del sistema penal es elaborada en el testimonio de Martínez mediante la crítica a las instituciones políticas del país: “alguna vez creí que el Sistema Judicial estaba para aplicar justicia. / No para secar individuos en la cárcel” (29). En su condición de preso, se imagina “como un enterrado vivo / al que el Estado suministra, / en estricto cumplimiento de la justicia, / comida y oxígeno / para que no deje de respirar” (30-1). En este contexto, Pinos recrea una carta que Martínez le habría enviado al ministro del Interior durante el gobierno de Ricardo Lagos, José Miguel Insulza, a quien le recrimina su falta de empatía al emitir juicios sobre la delincuencia:

Señor Ministro del Interior:

Usted habla de mi vida

como si hubiese elegido dedicarla a delinquir.

Pero se equivoca.

[…]

Nadie quiso contratarme por mis antecedentes.

Setenta lucas.

Es todo lo que pude llegar a ganarme honradamente.

Es la sociedad la que nos rechaza, Señor Ministro.

Es esta colmena la que, como a zánganos, nos desecha por inútiles. (27)

La epístola establece un diálogo directo entre un sujeto del hampa y uno de la élite y, de esta manera, desnaturaliza la mitología burguesa sobre el delincuente y dota de contexto a sus acciones antinormativas. Se enuncia una subjetividad que emerge no solo del rechazo del mercado laboral, sino también de la aporofobia de una praxis social que margina a los pobres, sobre todo, cuando han sido penados por el sistema judicial. Por ello, coincido con Magda Sepúlveda, al plantear que en este texto “el criminal construye una hipérbole de la segregación de la ciudad” (151), en cuanto el delito es una manifestación necesaria para la autoconservación del sujeto como respuesta al repudio social que ha vivido cotidianamente.

El testimonio de Martínez genera un cambio en el locus del delito, de manera que se desplaza del pobre para ubicarse en el lugar del gobernante. El sujeto comprende que este desprecio experimentado es una forma de violencia procedente de la mediatización de la realidad que la élite produce a cargo del cuarto poder que es la prensa12. Por eso, el texto cita archivos periodísticos que son antagonizados por la escritura poética. Por ejemplo, el recorte de una fotografía infantil de Martínez, publicada por El Mercurio, cuya bajada dice “‘El Tila’ llamó la atención de la prensa cuando vendía globos en Reumén, Valdivia”. Pinos hace interactuar esta imagen con el testimonio de Martínez para tensionar el uso de los medios como un vehículo ideológico. En la fotografía, la supresión del nombre propio y su reemplazo por el alias tiene como subtexto que este sujeto ha sido desde pequeño un criminal. No es noticia un niño trabajando, sino que el medio utiliza la imagen para instalar un sentido común que debiese ver criminalidad en los niños pobres.

Los muros en los que Martínez está encarcelado no son solo los de la prisión, sino también los esquemas de pensamiento que la prensa inventa y reproduce en torno a la delincuencia. Esta perspectiva se hace manifiesta en el poema “Mass media”, en el que se critican los fines de lucro de la crónica roja: “Los mass media viven de eso / (el negocio es millonario) // De vendernos, / como la droga al adicto, / el pánico nuestro de cada día” (18). El sujeto tiene conciencia de los medios como agentes virales, toda vez que, como advierte Francesc Barata, estos “son una poderosa herramienta que produce, especula y moviliza las creencias sobre el mundo del delito” (10-1). Se trata de la producción de un alarmismo social que, según el texto, compromete la libertad de pensamiento de quienes consumen este tipo de discursos. Pinos “resitúa al Tila como cordero sacrificial de la pulsión de muerte de una sociedad enferma” (Espinosa s/n) y, por eso, la crónica roja es simbolizada como una droga, donde el funcionamiento de la prensa opera igual que un cartel narco, al promocionar un gusto por la violencia que corrompe, en definitiva, la convivencia democrática.

De acuerdo con Martha Nussbaum, el papel de las emociones en el debate político no es baladí. Las relaciones de poder se legitiman en función de aquellas emociones que logren ser mejor activadas en la ciudadanía, lo que se expresará como norma jurídica. Para Nussbaum “es posible afirmar que toda la estructura del derecho penal implica un cuadro de aquello ante lo cual razonablemente sentimos ira, o temor” (24). Por tanto, el miedo sembrado por la crónica roja tiene como objeto administrar los significados de la justicia. Estigmatizar para gobernar podría ser, en este sentido, la función que Pinos le confiere a la prensa, como bien se infiere del siguiente texto, titulado “Opinión pública”:

¿A qué le tiene más miedo?

14% Al asteroide

10% Al Criminal

44% A los piedrazos en pasarelas

2% A la gripe aviar

5% Que vuelva Tunick

25% Que abran un basural cerca de su casa

[…]

Nota: Esta no es una encuesta científica y refleja la opinión solo de quienes participaron en ella. Sus resultados no deben interpretarse como representación de los usuarios de internet ni de la población en general.

*Fuente: www.lasegunda.com (Pinos 9)

Pinos parodia las encuestas de los medios de prensa, cuestiona el falso efecto de realidad que estas producen y su propensión a politizar la realidad desde el temor: uno de los instrumentos que contribuye a su creación son este tipo de votaciones, cuyos resultados son usados luego como insumos para construir una voluntad pública más centrada en debatir sobre la seguridad urbana que sobre las causas estructurales que propician la delincuencia (la desigualdad, la segregación o la precariedad salarial)13. No es casual que Pinos firme su parodia de encuesta con un vínculo al diario La Segunda. Junto a la fotografía infantil que antes recortase de El Mercurio, emerge aquí una isotopía intertextual. Tal como lo hiciera Floridor Pérez con los archivos de El Sur de Concepción, el texto poético de Pinos antagoniza con el discurso de los “diarios de Agustín”, esto es, la empresa editorial de la familia Edwards. Con esto, el poeta formula una continuidad entre dictadura y transición democrática, fundada en el dominio de “un medio fundamental de representación y apoyo para los sectores más conservadores de la sociedad chilena” (Lagos, Salinas y Stange 176). Al nombrar estos periódicos, Pinos rememora titulares como “Exterminados como ratones” en relación con los miembros del MIR asesinados en 1975, o el que aseguraba que “No hay tales desaparecidos” en 1977. Por ello, en su testimonio Martínez se asume como un superviviente del mismo poder que llamó terroristas a las víctimas de la dictadura y que hoy llama delincuentes a los pobres. Esta es una consonancia que el texto suscita para desplazar la criminalidad hacia los poderes fácticos y sus estrategias infames de ejercer el poder.

4. Juan Carreño: testimonios del abandono y el odio hipermedial

Un aspecto inicial que surge de la lectura de Bomba bencina (2012) de Juan Carreño14 es que el sujeto de la enunciación se configura desde la compilación de distintas voces procedentes de las poblaciones de Santiago. En atención a la labor que este poeta ha desempeñado como documentalista, el mismo Jaime Pinos señala que la discursividad de Carreño se caracteriza por el registro documental: “el poeta es aquí un camarógrafo”, en cuanto “dispone fragmentos de lenguaje como fotogramas y cuya autorialidad radica más en ese trabajo de montaje que en el despliegue de su propia personalidad” (“Un incendio” s/n). Se trata de un documentalismo que, en este sentido, Martina Bortignon ya observa en el primer libro de Carreño, Compro fierro (2007), donde “el poeta recorría las calles de su barrio con una grabadora, para capturar la voz de los vecinos” (171). Hablamos de un autor cuya producción teje el habla de distintos sujetos, de modo que se integren como parte de una misma comunidad, que se expresa colectivamente en la escritura poética.

A propósito del registro documental, podemos agregar que, en la escritura de Carreño, aquel tipo de enunciación se articula en función del testimonio de sujetos cuya pobreza los ha situado en conflicto con la ley. Sus relatos hablan sobre la violencia que el Estado ejerce al aprisionarlos: sus voces son archivos de una memoria que impugna la consolidación democrática que el país habría alcanzado hacia el siglo XXI. De esta manera, algunas de las razones que explican la preferencia de Carreño por trabajar con el testimonio presidiario se encuentran en su poema homónimo del libro, “Bomba bencina”, que puede ser leído como un arte poética. Allí, el sujeto elabora, en principio, la situación de su enunciación: “Yo en La Pintana tomo pisco puro. / Violeta se dispara en mi cabeza” (59). El poeta se posiciona como un miembro más de la periferia, al tiempo que la referencia a Violeta Parra vincula su palabra con la tradición de poesía política emplazada en la cultura popular.

En su texto Carreño agrega que “el poema es un abandono” (62), en cuanto su función es solidarizar con aquellos que ocupan el lugar de los abandonados; las vidas desperdiciadas, al decir de Bauman, que produce el capitalismo neoliberal15. Para este poeta resulta preciso elaborar una “escritura del ahora” (61) que encargue de representar la marginalización de quienes habitan las poblaciones y que, entre medio de riñas y balaceras de pandillas, están habituados a la constante represión policial. “¿Qué harías si le sacaran las uñas a tu hermana? ¿Te quedarías mirando los remolinos de los ríos mientras el alicatazo puro le arranca un diente a tu mamá [?]” (45). Con esta interrogante fundamental, Carreño nos interpela respecto del rol político de la poesía. Por eso, el sujeto también se pregunta “¿Patagonia sin qué?” (45), puesto que le interesa subrayar cómo en el debate público se ha obliterado la discusión en torno a la desigualdad de clases, para favorecer luchas como la medioambiental, que serían de segundo orden para este poeta.

Carreño construye una memoria que hable sobre la violencia que el Estado practica en contra de las personas pobres y, particularmente, contra aquellas que han sido requeridas por el orden jurídico. Se trata de representar las ilegitimidades de este sistema, aun en un contexto democrático, como ocurre en el poema “Entre marzo del 90 y abril del 93”, en el que se elabora el testimonio de una prisionera:

Ese día yo me encontraba con hemorragia producto de haber abortado esa mañana. Igual pusieron sus pies en mi espalda apretándome contra el suelo […] Los métodos no dejan cicatrices, me advierten a gritos. Me amarran las manos con alambres, gatillan un arma vacía en mi cabeza […] Hay un tipo que entra y pregunta: “¿interrogo yo?”, y luego se va. Es el policía conocido en La Victoria como Jesús Victorino Silva. Dice, tomando pisco y escupiendo, que la guerra ha terminado […] El Gobierno me requiere por Ley de Seguridad Interior del Estado. Soy obligada a firmar un papel que no me dejan leer. Sigo creyendo profundamente en una mujer y hombre nuevo, en una sociedad libre y en una patria popular. (Carreño 42-3)

La voz de una mujer pobladora testimonia el procedimiento de detención al que es sometida por la policía. Al igual que la descripción que Aristóteles España hiciera del campo de concentración, aquí se narra la aplicación de prácticas de tortura y, en efecto, el hecho de que esta mujer enarbole las banderas de la emancipación popular, parece decirnos que se trata de una prisionera política en dictadura. Sin embargo, esa lectura se desautomatiza al prestar atención a las fechas en el título y que nos sitúan en el contexto de transición democrática. Por tanto, en esta confusión de tiempos históricos, Carreño prolonga la pervivencia en el país de una ejecución autoritaria de la justicia, que problematiza, a su vez, un retorno pleno del Estado de derecho16.

Carreño reconoce en el presidiario a sujetos en los que se expresa de forma paradigmática la violencia con que el Estado ha abandonado sus responsabilidades frente a la población con mayor grado de vulnerabilidad. En este sentido, su mirada es coherente con los datos del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), al analizar las condiciones de habitabilidad en las cárceles. Como se consigna en su informe sobre el período 2016-2017, los espacios de reclusión presentan deficiencias en infraestructura, acceso a agua y plagas, además del hacinamiento, producto del cual hay “casos de personas que duermen en el baño o en el piso” (132). Pero, además, se registran abusos por parte de Gendarmería: “En 26 de los 40 establecimientos se indica algún nivel de malos tratos. En este sentido, hay pagos al contado, golpes, amenazas, insultos, entre otros” lo que “lleva a concluir que existen niveles de naturalización de acciones de violencia” (136). Todas estas situaciones acreditan la negligencia del Estado que lesiona la integridad física y psíquica de la población penal, cooptando también sus posibilidades de reinserción, al forzarlos a vivir en constante precariedad.

La precarización de la vida al interior de las prisiones es documentada en el testimonio de un reo que se encuentra en la Cárcel de San Miguel, en el momento mismo en que se produce el incendio que en 2010 causó la muerte de 81 presidiarios. “Poema captado por un reo de la cárcel de San Miguel”, dice Carreño, al tiempo que cita las palabras de este prisionero, quien con su celular graba desde el interior de la cárcel, mientras observa cómo sus compañeros se queman:

… esoh no son del cuarto, hermano, esoh no son del cuarto, loco, no son del cuarto, ¡saquen a loh locoh del cuarto!, ¡saquen a loh locoh del cuarto!, ¡saquen a loh que ehtán en lah ventana! ¡abre la puerta hijo e la maraca y la conchetumare!, ¡abre la puerta hijo e la perra y la conshetumare!, ¡abre la puerta!, ¡la puerta oye!... (Carreño 17)

El suplicio en este registro es un acto enunciativo que habla sobre la supervivencia de los reos durante el incendio, pero también sobre la resistencia de sus vidas cotidianas. El incendio es una hipérbole de la suma de deficiencias que antes mencionase el INDH, cuyo resultado más letal son los cuerpos calcinados por el fuego. Allí radica un abandono que hace de la cárcel un lugar en el que no solo se priva de libertad, sino también de dignidad, a contrapelo de una institucionalidad democrática que, en rigor, debiese promover el bienestar incluso de quienes han infringido la ley17.

En este sentido, un aspecto relevante en el texto anterior es que la página cierra con un enlace a YouTube, desplazando el testimonio hacia lo hipermedial18. Al ingresar a la página web, podemos observar no solo la grabación del reo –cuyas palabras transcribe Carreño–, sino, además, expandir la lectura hacia la red de comentarios publicados por los usuarios de esta plataforma. Hablamos de un campo reticular entre los que se encuentran algunos que expresan compasión por las víctimas, pero también una numerosa cantidad que celebra el incendio. “Que quemen la cárcel entera”, “Son mejores que la leña” o “Asando carne de cerdos vencida” son, entre otros, los comentarios con que coexiste el testimonio del reo y que corroboran el lugar de abandono en que se hallan los presos, en función de un discurso de odio que los simboliza como escoria humana, como manzanas podridas que requieren ser quemadas.

El odio de los comentarios hacia los presos es una emoción política que Carreño busca desactivar. A propósito de la teoría del reconocimiento de Axel Honneth, aquí el testimonio contraviene la reificación con que se nos convoca a deshumanizar al delincuente cuando es considerado un enemigo19. Por el contrario, de lo que se trata es de implicarnos con el preso y de reconocer su dignidad, como bien se hace al citar las palabras de “Pedro Curamil”, quien “desde el módulo 34, piso 1, celda 6, Santiago 1”, nos explica:

porque uno se saca la cresta

librando todo el día

pa llevar las moneas pa la casa

y que no falte nada

[…] pero de qué sirve

si cuando caí

me puse a pensar

y le daba vuelta

a que en dos semanas más

es la graduación de mi hijo

y que en tres semanas

es navidad

y año nuevo

y no voy a estar ahí… (Carreño 13)

En la obra de Carreño, la constitución del poema es un lugar de diálogo intersubjetivo entre la cultura letrada y la presidiaria. Al citar la voz de este sujeto, entendemos que delinquir es un trabajo, una forma de proveer el hogar. Como en el lamento enunciado por Lara o Pérez al hablar de la prisión en dictadura, aquí también se destaca representar la desubjetivación afectiva que ocurre en la cárcel, al distanciar al reo de sus redes familiares. Y es allí donde se busca generar un vínculo entre el preso y el lector de su testimonio: en el reconocimiento de que la suya es la subjetividad de un padre de familia, encarcelado por buscar el bienestar de su progenie, aunque sea mediante conductas ilícitas.

5. Conclusiones

Pinos y Carreño testimonian la prisión en democracia mediante distintas estrategias, otorgando voz a sujetos que, en su condición de pobreza, han sido encarcelados. En este sentido, es posible identificar algunas coincidencias con la enunciación que fuese elaborada por los poetas en dictadura. En el caso de Pinos, hablamos de un testimonio ficcional, a partir del cual se crea la voz de un individuo verídico, José Martínez Vásquez, que replica el gesto de Berenguer al idear la voz de Bobby Sands. Por su parte, Carreño cita testimonios efectivos de sujetos en prisión, cuyas voces describen la violencia física y psíquica que allí se padece, en sintonía con el registro autobiográfico con que España, Lara y Pérez se refirieran a los centros de tortura. A ello se suma el trabajo de Pinos con archivos de prensa y la proyección histórica con que Carreño prolonga el autoritarismo durante la transición, desde donde se dibujan líneas de continuidad entre los poetas de ambos períodos.

A pesar de que Pinos y Carreño difieren en el tipo de registro que cada uno privilegia, ambos coinciden en un objetivo que también fuese compartido por los poetas en dictadura; esto es, simbolizar la prisión como aquel espacio en que, por antonomasia, se expresan las arbitrariedades del orden jurídico y las prácticas de violencia política del Estado. Si en dictadura la cárcel estaba destinada a los opositores del régimen, hoy ese enemigo adquiere cuerpo en el pobre, en tanto, dicen los poetas, aquel es el sujeto supuesto de la amenaza contra la seguridad social y aquel que amerita, por tanto, ser vigilado y castigado. Así, estos poetas problematizan la racionalidad aporofóbica de nuestra cultura: Pinos critica el rol de la prensa en la construcción de una opinión pública basada en el miedo, mientras Carreño desactiva los discursos de odio que hoy se expresan en las redes sociales.

En atención a las desigualdades de clase en nuestro orden jurídico, tanto Pinos como Carreño generan un diálogo con la subjetividad del presidiario, de modo que el texto poético sea capaz de subrayar, por una parte, las condiciones sociopolíticas que motivan la criminalidad y, por otra, desautorizar aquella imaginación que apologiza la humillación del delincuente. Por eso, en ambos textos el testimonio pone el lugar de sobrevivientes a los sujetos que aquí hablan, pues se entiende que la delincuencia procede de la precariedad estructural que organiza las relaciones sociales en el marco de un Estado neoliberal. No se trata de ser indulgentes con quien infringe las normas, pero sí de relativizar la legitimidad de aquellos discursos que promueven la “mano dura” y la enemistad contra el delincuente, haciendo notar los sesgos de clase que estos reproducen para justificar la necesidad de la fuerza represiva.

La criminalización de la pobreza y el ensañamiento contra quienes, siendo pobres, sí delinquen son dos fenómenos regresivos, en cuanto nutren un deseo de muerte que, en su dimensión política, significa obliterar principios básicos del Estado de derecho, como son la igualdad ante la ley, la presunción de inocencia o el respeto de garantías procesales que aseguren la integridad de todos los ciudadanos. Estos fenómenos lesionan la democracia, al presuponer la existencia de condiciones que habilitan la despersonalización de un individuo o de una comunidad, en función de arbitrariedades que poco nos distancian de nuestro pasado fascista. Por ello, el gesto de escribir el testimonio de estos sujetos busca desandar los pasos en esa dirección. Se trata de una forma de hacer poesía política, que reconoce la dignidad de quienes son castigados por la justicia, para controvertir, así, los enclaves autoritarios que persisten en nuestra cultura. Poetizar la violencia padecida por la población penal conlleva prestar atención a los lugares donde el Estado todavía viola los derechos humanos, a pesar de la contumacia con que las autoridades políticas han declarado, en democracia, que ello no debiese ocurrir nunca más.

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Notas

1 Este artículo se ha escrito en el marco del proyecto Fondecyt 1160191, “Llaneros solitarios, fisiatras y sampleadores: artes poéticas, manifiestos y proclamas de la poesía chilena (1950-2015)”, cuya investigadora responsable es Magda Sepúlveda, y quien suscribe, coinvestigador.
2 Según el Diccionario constitucional chileno de García y Contreras, el Estado de derecho “Es un principio político en virtud del cual las personas e instituciones del Estado ejercen sus potestades sujetos a reglas jurídicas que se aplican igualitariamente, y su poder tiene como límite el pleno respeto a los derechos fundamentales” (425). Esto “supone el abandono del Estado absoluto o absolutista, en el cual el ejercicio del poder no tiene límites fijados por el derecho” (426).
3 Al respecto, Hernández Basualto explica que la magnitud “de la delincuencia económica supera con creces la del conjunto de la delincuencia convencional contra la propiedad y el patrimonio” (103). Sin embargo, “los delitos económicos no forman parte del grupo de delitos de mayor connotación social” (120), mientras que, en el ámbito legal, “abundan los tipos penales ininteligibles, reiterativos, contradictorios, excesivamente vagos o excesivamente casuísticos, así como muchas superposiciones de normas” (122).
4 Pienso la noción de enemigo público según la doctrina sobre el derecho penal del enemigo formulada por Günther Jakobs para referirse al estatuto jurídico de criminales ligados al terrorismo o narcotráfico: “Quien por principio se conduce de modo desviado no ofrece garantía de un comportamiento personal; por ello, no puede ser tratado como ciudadano, sino que debe ser combatido como enemigo. Esta guerra tiene lugar con un legítimo derecho de los ciudadanos, en su derecho a la seguridad” (56). Esto justifica que el enemigo sea sancionado no solo con la privación de libertad, sino también con la abolición de sus garantías procesales. Al respecto, Manuel Cancio critica el rol simbólico de esta doctrina, toda vez que: “no estabiliza normas (prevención general positiva), sino que demoniza determinados grupos de infractores” (Jakobs y Cancio 93).
5 Junto a los ya mencionados, otros textos que Grandón destaca son Notas para una contribución a un estudio materialista sobre los hermosos y horripilantes destellos de la (cabrona) tensa calma (1983) de Mauricio Redolés, Mi rebeldía es vivir (1988) de Arinda Ojeda, Estrellando el muro (1989) de Nancy Solís, Primer arqueo (1989) de Clemente Riedemann y En una costilla del tiempo (1990) de Belinda Zubicueta.
6 Morales discute la categorización que Margaret Randall hace del testimonio en tanto género literario. Para este autor, el testimonio no es un género, pues no emerge en un contexto histórico específico: “el relato del testigo, el testimonio, pertenece al grupo de las formas que, según Todorov, es imposible fijar ‘en un único espacio del tiempo’. Por el contrario, son formas ‘siempre posibles’, es decir, formas que han estado ahí, disponibles para el usuario, desde que la lengua existe” (24).
7 Carlos Jáuregui propone que “el tropo del monstruo caníbal tiene una larga tradición como metáfora política para la tiranía y contra el Estado de apetito insaciable que se come a sus propios hijos; en la Edad Media y el Renacimiento y luego en la cultura del Barroco no fue rara la visión del rey o tirano antropófago. Más tarde es el propio Goya el que parece acudir a la imagen de Saturno devorando a sus hijos como una metáfora del poder político y del decadente imperio español. La construcción del dominio español como una tiranía voraz fue común en el pensamiento de la emancipación” (33).
8 Según Curtius, el theatrum mundi es un lugar común desde la tradición clásica: “Platón habla de la ‘tragedia y comedia de la vida’. Estas profundas ideas […] contienen en germen la idea de que el mundo es como un teatro en que cada hombre, movido por Dios, desempeña su papel” (203). Más adelante, este tópico será desarrollado por la literatura cristiana del Medioevo, hasta consagrarse en el Siglo de Oro español: “Los actores del gran teatro del mundo son reyes y héroes, mártires y campesinos; hay fuerzas sobrehumanas que intervienen en los destinos; y por encima de todo está el orden creado por la gracia y la sabiduría de Dios” (210).
9 Jaime Pinos (Santiago, 1970) ha publicado los libros de poesía Almanaque (2010), 80 días (2014) y Documental (2018), junto con la antología Trabajo de campo (2016). Además, es autor de la novela Los bigotes de Mustafá (1997) y del libro de ensayos Visión periférica: ejercicios críticos (2014).
10 Según la DSM-5. Guía para el diagnóstico clínico, los individuos con psicopatía o trastorno de la personalidad antisocial “ignoran y violan en forma crónica los derechos de otras personas; no pueden adaptarse a las normas de la sociedad o deciden no hacerlo” (541). En este sentido, “se identifica en alrededor de tres cuartas partes de los prisioneros recluidos en cárceles. Es más frecuente en poblaciones de condición socioeconómica más baja y tiene distribución familiar; es probable que tenga una base genética como ambiental” (Morrison 542).
11 Valenzuela también analiza los poemarios La insidia del sol sobre las cosas (1997) de Germán Carrasco, Metales pesados (1998) de Yanko González y Naciste pintada (1999) de Carmen Berenguer.
12 De acuerdo con Guillermo Sunkel, “el mito fundacional suponía que la prensa era un poder independiente de los tres poderes tradicionales -legislativo, ejecutivo y judicial- y se constituía como un recurso del que disponían los ciudadanos para criticar, rechazar y enfrentar abusos e injusticias. El ‘cuarto poder’ era un contrapoder que tenía una función clave de fiscalización de los poderes públicos. Pero, constituido como un gran grupo mediático que se añade a los poderes políticos y económicos, la prensa chilena se ha alejado de la ciudadanía. La fiscalización de los poderes públicos que la prensa hace a través de la retórica de la denuncia y la ‘revelación’ como régimen de visibilidad ya no se realiza desde el interés público sino que es usada como un instrumento de acción política en función de los intereses del poder mediático” (286).
13 Al respecto, Barata propone reformular el concepto de seguridad ciudadana, ampliándolo al de seguridad humana, de modo que la prensa reporte las causas integrales que motivan temor en la población: “hay demasiado dolor silenciado para que los medios de comunicación y las instituciones sociales reduzcan la inseguridad al territorio del delito. Cabe reformular dicho término y contemplar todas aquellas inseguridades que afectan diariamente la existencia humana: las que tienen que ver con la alimentación, con el medio ambiente, las penosas condiciones de vida, la inseguridad laboral… En definitiva, con los derechos humanos incumplidos” (24).
14 Juan Carreño (Rancagua, 1986) ha publicado los poemarios Compro fierro (2007), Oxicorte (2015), Punta de lobos (2017) y Paramar (2019); el libro de crónicas Ir a la trinchera (2016) y la novela Budnik (2018). Asimismo, es gestor de la Escuela Popular de Cine y del Festival de Cine Social y Antisocial (FECISO).
15 Para Bauman las vidas desperdiciadas son las de sujetos pobres, solicitantes de asilo o inmigrantes, quienes son “‘consumidores fallidos’, personas que carecen del dinero que les permitiría expandir la capacidad del mercado de consumo” (57). Así, “la incapacidad de participar en el juego del mercado tiende a criminalizarse de forma progresiva. El Estado se lava las manos ante la vulnerabilidad y la incertidumbre que dimanan de la lógica (o falta de lógica) del libre mercado, redefinida ahora como un asunto privado, una cuestión que los individuos han de tratar y hacer frente con los recursos que obran en su poder” (72).
16 Según Sabrina Perret y Eduardo Alcaíno, hasta antes de la Reforma Procesal Penal del año 2000, se verifica en nuestro país “la utilización sistemática de la violencia durante la dictadura militar y los años 90. Existía una institucionalización de los apremios ilegítimos sobre los acusados, no solo para lograr confesiones, sino también como una forma de ejercer legítimamente la fuerza estatal” (128). Los autores añaden que, si bien este tipo de prácticas disminuye en los años que siguen a la Reforma, es posible notar un resurgimiento durante la última década, a partir del aumento de denuncias contra Carabineros. De este modo, hoy “Los casos de violencia excesiva y tortura tienden a concentrarse en grupos vulnerables como los menores de edad o en contextos de vulnerabilidad, como en las protestas sociales, en las cárceles, en zonas relacionadas con el ‘conflicto mapuche’ y también en pasos fronterizos sobre los inmigrantes” (135).
17 Sobre esto, Francisco Ganga y Patricio Valdivieso plantean que “la protección de las personas de la arbitrariedad de los órganos estatales, sea por acción u omisión, y la garantía del derecho a vivir con dignidad, aun en situación de privación de libertad, son condiciones esenciales de un estado genuinamente democrático […] Tal como en la sociedad los derechos políticos, sociales y económicos de la democracia se manifiestan en un conjunto de normas, procedimientos y condiciones básicas que garantiza el Estado, en las cárceles debiesen existir condiciones que garanticen y promuevan la dignidad humana” (399).
18 El concepto de hipermediación ha sido desarrollado por Carlos Scolari para referirse a los “procesos de intercambio, producción y consumo simbólico que se desarrollan en un entorno caracterizado por una gran cantidad de sujetos, medios y lenguajes interconectados” (113). De este modo, “La tecnología digital ha potenciado y evidenciado algo que antes existía solo en teoría: la textualidad entendida como red […] donde el usuario colabora en la producción textual, la creación de enlaces y la jerarquización de la información” (115).
19 Según Honneth, la reificación es el proceso de deshumanizar a un individuo o a un grupo, al negársele la dignidad inherente de persona, y cuya expresión más radical es, por ejemplo, el racismo o el tráfico de personas. Honneth plantea que esto se debe a dos causas: “porque participan en una praxis social en la que la mera observación del otro se ha convertido en un fin en sí mismo tal que toda la conciencia de una relación social previa se extingue, o porque permiten que sus actos sean gobernados por un sistema de convicciones que impone una negación posterior de este reconocimiento original” (137).
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