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Una comprensión de la realidad en clave neoplatónica. Dos pasajes del De ordine de San Agustín

An understanding of reality in a Neo-Platonic key. Two passages of St. Augustine’s De ordine

Claudio César Calabrese
Universidad Panamericana,, México

Una comprensión de la realidad en clave neoplatónica. Dos pasajes del De ordine de San Agustín

Revista de Humanidades, núm. 41, pp. 105-128, 2020

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 28 Noviembre 2018

Aprobación: 05 Mayo 2019

Resumen: Comprender la realidad del mundo para luego justificar la vía de la interioridad, la interacción entre “conocer” y “conocerse”, constituye el núcleo sapiencial agustiniano. De ordine nos ubica justo en sus inicios en diálogo con el neoplatonismo. El texto se refiere a la Providencia y entonces al ordo rerum, aparentemente rebatido por el escándalo del mal; en efecto, no resulta posible afirmar que nada sucede fuera de la Providencia, si el acontecimiento originario del mal no puede reconducirse al orden de Dios. Agustín recurre al argumento estético: se apaga la luz del ser para quien no es capaz de gozar plenamente la belleza. Ello requiere, ya desde Platón, de una ascesis de los sentidos, que aquí se mantiene mediante el estudio asiduo de las artes liberales. Dos pasajes nos permiten calibrar los accesos agustinianos al conjunto de lo real: el rumor del agua a medianoche y una riña de gallos.

Palabras clave: San Agustín, neoplatonismo, mal, estética, Antigüedad tardía.

Abstract: Understanding the reality of the world and then justifying the path of interiority, the interaction between “knowing” and “knowing oneself”, constitutes the Augustinian sapiential nucleus. De ordine places us right at the beginning, in dialogue with Neoplatonism. The text refers to Providence and then to the ordo rerum, apparently refuted by the scandal of evil; indeed, it is not possible to affirm that nothing happens outside of Providence, if the original event of evil cannot be reconducted to the order of God. Augustine resorts to the aesthetic argument: the light of being is turned off for those who are not able to fully enjoy beauty. This requires, since Plato, an ascesis of the senses, which is maintained here through the assiduous study of the Liberal Arts. Two passages allow us to calibrate the Augustinian accesses to the whole of the real: the sound of water at midnight and a fight of roosters.

Keywords: St, Augustine, Neoplatonism, Evil, Aesthetics, Late Antiquity.

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convicción

En este diálogo, san Agustín cumple con una premisa que se afianzará a lo largo de su obra: explicar la realidad sensible con el mayor detalle posible, a fin de otorgar sustento a la dinámica interiorista de una búsqueda metafísica y religiosa. Es importante notar la impronta agustiniana en la investigación, pues la metafísica neoplatónica no implica necesariamente un vínculo con lo religioso (Moreschini 79-104); recién con el cristianismo, especialmente a partir de su apologética, se intenta la continuidad, en sentido estricto, entre metafísica y religión (Munier 335-48); esto implica que es posible vislumbrar el rastro de Dios también en la mudanza que es propia de la naturaleza. En este contexto, san Agustín y sus discípulos reflexionan sobre el tema del mal, es decir, investigan su presencia como desorden o caos. En el desarrollo de nuestro artículo, presentamos lo que podemos denominar el recurso del argumento estético o la explicación de lo que en principio se percibe como desajuste entre la convicción de un Dios bueno y la experiencia concreta del mal; este recurso argumentativo implica, especialmente en la mentalidad de un gramático de la Antigüedad tardía, la necesidad de un mundo establecido en un orden profundo, que provee de una matriz de sentido a los objetos allí delimitados (Arriasola 15), producto de la armonía de los contrarios.

En clave neoplatónica, el universo inteligible sostiene en sentido estricto la formalidad propia del mundo sensible, por cuanto se constituye de relaciones y estructuras (Plotino, Enéada III. 2. 1) y, por ello, pueden explicarse como la disyunción entre organización, que se entiende como un sistema de determinaciones solidarias que únicamente se distinguen de un modo formal, y organismo o vinculación por las funciones de partes diferenciadas de un sistema, pero que se encuentran estrechamente vinculadas por las funciones (Löwith 7-24). A partir de este modelo, el hiponense avanza con comodidad por el camino trazado por el neoplatonismo: la filosofía abre la puerta a la consideración de la religión y busca un vínculo estrecho entre ambas (I. 5. 141). San Agustín incorpora, en efecto, la ascesis de los sentidos, requerida por la tradición platónica para alcanzar la visión de la realidad (I. 10. 29). Consideramos que esta es la estructura fundamental de lo que se ha denominado “conversión filosófica” o abandono de los dispositivos del dualismo radical del maniqueísmo y de su escepticismo posterior por la filosofía neoplatónica, que comenzó a organizar desde el encuentro con el Hortensius hasta su culminación con la lectura de los Libri platonicorum2.

2. Lo que san Agustín dice en el De ordine

Su estructura compositiva: orden de la realidad y orden de los estudios. El tema central de este diálogo es la Providencia, cuyo tratamiento también había estado presente en las dos obras anteriores de este mismo período, La vida feliz y Contra académicos; corría el año 386, cuando, a poco tiempo de su conversión, se retiró a esta casa de campo próxima a Milán, con un grupo de familiares y amigos, con la finalidad de prepararse para su bautismo, que tuvo lugar el 24 de abril del año siguiente. Como señala Moreschini (961-2), los diálogos de san Agustín resultan, sin lugar a dudas, la contribución más importante de la literatura cristiana al diálogo filosófico. Se trata de un género que, por sus características, se encuentra íntimamente ligado al modo de vida al que el hiponense se sintió inclinado y del que pudo gozar durante el período seglar de su vida y muy especialmente durante los meses de Casiciaco; a este modo de vida, san Agustín lo denominó “filosofía” (Catapano 301-14), cuya etimología “amor a la sabiduría” es decisiva; esta sabiduría se define por el conocimiento del Dios y del alma. A fin de argumentar sobre estas dos realidades inmateriales se vuelve perentorio comprender la constitución del mundo: aquí vemos el sentido último del diálogo que nos ocupa.

Debemos tener en cuenta un dato importante para comprender el horizonte sobre el cual se desarrollaron las discusiones de Casiciaco: san Agustín había renunciado poco antes a la prestigiosa cátedra de Oratoria de Milán (I. 5) –que había obtenido, luego de sus frustrantes experiencias docentes en Cartago y Roma– para disponer de más tiempo para su preparación bautismal, como primer y silencioso distanciamiento de los maniqueos, a los que, en parte, debía la obtención de dicha cátedra3. Su importancia reside en que san Agustín se apartó, casi desde el principio, del tono académico y maduró paulatinamente un estilo de pensamiento orientado y desplegado a la predicación; la elección del género del diálogo significó un avance en esa dirección. Este recorrido configuró lo que denominamos la originalidad de nuestro autor: la fusión de las categorías mentales de la metafísica neoplatónica, la novedad del cristianismo y la innovación lingüística, que se requería para cumplir ese proceso, implicó la unidad profunda del pensamiento agustiniano

El primer paso en el recorrido de este pensamiento consiste en comprender el orden de la naturaleza, que se cumple en los siguientes términos: siempre en un contexto de gozo ante la concordia del conjunto de lo viviente, san Agustín reflexiona sobre los diversos modos en que está presente aquella armonía; en este sentido, se refiere tanto a las características de su entorno natural, a la alegría de aquellos días de plenitud amical e intelectual. En este contexto parece anunciarse la gran tradición monacal tanto latina como griega, que comienza a alejarse definitivamente de la experiencia cenobítica y de su desconfianza de la naturaleza (Torallas Tovar). Esto significa que, para san Agustín, el reclamo de la interioridad solo puede alcanzarse a partir de una clara visión del ordo rerum

Desde el inicio del diálogo, san Agustín plantea la cuestión con toda su dificultad: es, en sí mismo problemático aclarar el orden de las cosas (el propio de cada una y el universal), pero aún más difícil resulta explicar por qué, en un mundo regido por la Providencia, existe el mal (perversitas usquequaeque diffusa est I. 1.1). Este planteo puede llevar a dos conclusiones, que san Agustín considera erróneas: o el gobierno de la Providencia no llega a todas las cosas (más precisamente, a las inferiores en la escala del ser, in haec ultima I.1.1) o, bien, los males ocurren por voluntad de Dios (Dei voluntate I.1.1). Como se observa, san Agustín no dice que el orden establecido sea un bien entre otros posibles, sino que lo que es bueno, es decir el bien creado, es orden (Thompson 527-8). Por ello, la reflexión sobre el orden aparejaba también una explicación acerca del mal y de la posibilidad de considerar una conciliación entre Dios como sumo bien y las múltiples presencias del mal. El hecho de que san Agustín señale que esta interpretación es producto de una visión sesgada del conjunto (se ve lo que está próximo al campo visual, en tanto metáfora de la intelección) nos introduce de lleno en el tema del interiorismo: “La causa principal de este error es que el propio hombre se desconoce a sí mismo (homo sibi ipse est incognitus)” (I. 1. 3).

¿Qué significa conocerse para el hiponense? En principio: i) separarse de lo sensible, recedendi a sensibus, ii) replegarse en su propio espíritu, animum in seipsum colligendi y iii) vivir en contacto consigo mismo, es decir, meditar, in seipso retinendi. San Agustín propone dos terapias complementarias para alcanzar esta purificación de la vida banal o ignorancia, tan propia de la tradición neoplatónica: por un lado, la meditación (así interpretamos solitudo, que es el término que emplea nuestro autor) y, por otro, el estudio de las artes liberales (liberalibus medicant disciplinis). Si bien, en cuanto a la segunda opción, el propio autor se arrepiente, en Retractaciones (I. 3. 2), de tal encarecimiento (multum tribui), lo sustancial de lo que ellas implican para el estudio queda en pie. Sin duda, entre las artes liberales, la poesía es aquella que más nítidamente refleja esta captación del mundo, pues –en especial en el marco de la preceptiva latina tardo-antigua– la antítesis es uno de sus condimentos estilísticos esenciales. El mismo san Agustín nos da el tono exacto de esta sensibilidad por la unidad en las disonancias:

Los poetas estiman los barbarismos y solecismos, prefiriendo con disfrazados nombres llamarlos figuras y metaplasmos a evitar vicios manifiestos. Quitad a la poesía esas libertades, y echaremos en falta un condimento gratísimo. Prodigadlas con demasía y todo será acre, podrido, rancio y fastidioso. Trasladadlas a la conversación libre y forense, y ¿quién no las mandará que se retiren al teatro? (II, 4, 12)4

San Agustín apela a la etimología y a la geometría, cuyo conocimiento se adquiere con el estudio de las artes liberales, para argumentar la necesidad del regreso a sí mismo como camino a la comprensión de la armonía; a este proceso de ida y vuelta permanente entre la captación de la armonía del mundo y, en ella, percibir el camino de la propia armonía, lo denominamos conocer/conocerse. Respecto de la etimología, universo y unidad descansan en el sentido de unus: aquello a lo que todo tiende (la tensión entre diversidad y unidad) en cuanto ambos términos se comprenden en unus, es decir, la integralidad que no admite división. El argumento geométrico va en el mismo sentido: en una circunferencia hay únicamente un punto de convergencia o centro; aunque cada una de sus partes puede dividirse infinitamente, el centro permanecerá siempre el mismo. De hecho, la circunferencia solo es comprensible desde su centro, pues si hay separación de él, no existen más que fragmentos infinitos sin conexión aparente entre sí. El que busca fuera del centro se vuelve un mendigo al que la multiplicidad le niega todo conocimiento verdadero; en razón de ello, san Agustín identifica la pérdida del centro con el extravío, en el sentido intelectual y moral; en efecto, de inmediato calibra la incomprensión de la unidad con el pecado.

En un pensamiento como el de san Agustín, complejo, polémico y desplegado a lo largo de toda su vida, resulta difícil determinar “lo que ya no podía decir” (en especial referencia a las consecuencias de su paso por el maniqueísmo), sino únicamente lo que todavía no podía decir. Por ello, se nos hace necesario prolongar estos planteamientos en orden a las respuestas que san Agustín fue sucesivamente presentándose a preguntas que comenzó a esbozar en la época de Casiciaco. Debe, en efecto, dar un paso más en su argumentación, a fin de establecer que la verdad existe; el hiponense considera que en nuestras mentes se encuentra lo que no es producto de ellas: resulta independiente, incluso cuando tenemos acceso a su contenido. Cada vez que percibimos físicamente algo (su sentido favorito para probar esto es la vista) lo confrontamos con la realidad extramental. Sabemos que cuando vemos algo experimentamos una realidad más allá de nuestras propias mentes, porque otras personas también pueden verla. Esto implica un tercer objeto, que trasciende el aparato visual y las mentes de ambos observadores, con su propia existencia independiente (Thompson 539-40).

Estos argumentos están claramente inspirados en Plotino, pues en Enéadas coloca al bien como centro en el que todo converge y hace referencia también a la imagen de la circunferencia: “El Bien mismo debe, pues, permanecer fijo, mientras que todas las cosas deben volverse a él como el círculo al centro del que parten todos los rayos” (En. I. 7. 1).

¿Qué realidad corresponde a este universo inteligible? Este aspecto de la realidad, en cuanto diverso de lo sensible e independiente de nuestro conocimiento, solo puede tener su lugar propio en un intelecto trascendente (En. V. 5. 1). De este modo, Plotino resignificó el universo inteligible platónico y desplegó la interpretación sobre la que trabajará san Agustín y con él el conjunto de la patrística, en tanto que así presentado constituyó una problemática nueva (Pierantoni 434-5). En efecto, San Agustín leyó la fuente plotiniana, en la que el centro es el uno-bien y el círculo “de todas las cosas”, lo inteligible, en términos de teología bíblica y, por ende, morales (de aquí que la adhesión a lo múltiple tenga connotación de pecado). En las reflexiones plotinianas sobre las dos tendencias del alma hallamos también las consecuencias morales de aquella concepción metafísica de bien: una ascensional (hacia el propio bien) y otra de alejamiento de aquel centro (Beierwaltes).

En este contexto, se explica el llamado a Zenobio, a quien dedica la obra, a amar la belleza absoluta (amator pulchritudinis omnimodae. I. 1. 4) y a purificar el alma mediante el estudio asiduo; ya en este escrito temprano se manifiesta con fuerza la convicción agustiniana de que el mundo nunca está privado de belleza, pero los hombres que no practican la ascesis del estudio dejan de percibirla como tal. La profunda carencia de no amar la belleza implica necesariamente que el bien pierde fuerza de atracción, pues se diluye la evidencia de su ser; se articula así la idea de que sin belleza ni bien no es posible trazar una línea de comprensión de la realidad; se apaga la luz del ser para quien no es capaz de gozar y entender su belleza (Sohn).

Llega el final del libro I sin mayores conclusiones, pero la pregunta ha alcanzado una precisión creciente, al estilo de los diálogos aporéticos de Platón. Se reinicia la conversación allí donde había quedado: si Dios conduce todas las cosas por el orden y si Dios mismo se pone de manifiesto mediante el orden (I. 10. 28). Para Licencio, el orden supone disparidad y oposiciones y, con ello, justifica la existencia de males; presenta así una noción compleja de bien, muy afín al ideario de san Agustín: la distinción de bien y mal implica una cierta relación entre ellos. Frente a las preguntas de su maestro, Licencio debe hacer precisiones de importancia: del conjunto del orden que Dios conduce, hay cosas que varían y otras que permanecen inmutables, en cuanto próximas a Dios. Por ello, Licencio concuerda con esta afirmación de san Agustín: “está con Dios lo que comprende a Dios” (cum Deo est quidquid intellegit Deum, II. 2. 4).

Estamos frente al núcleo de la concepción de orden, que se mueve en distintos planos: i) el conocimiento de las oposiciones en la realidad; ii) la experiencia que el hombre puede alcanzar de sí mismo y iii) los caminos de la pedagogía de Dios. Esta conjunción de elementos constituye también el lugar del sabio, en cuanto su ejercicio de comprensión lo mantiene fijo en Dios (cum Deo II. 1. 2 y el mismo giro en la cita anterior).

La idea del sabio trae aparejado su opuesto, el necio, y una nueva reflexión sobre el orden, a partir de esta oposición: si el necio obra según un cierto orden, pierde sentido la afirmación que se había dado por segura, es decir, que Dios conduce todas las cosas mediante un cierto orden. Si, por el contrario, el necio actúa independientemente de las relaciones que hacen posible el mundo, hay algo fuera del orden. Trigecio y Licencio intentan contrarrestar este argumento que desdice los suyos: la vida de los necios es posible por el orden previsto por Dios, por su Providencia, y no por los mismos necios. De aquí san Agustín extrae una consecuencia capital para el desarrollo del diálogo: en la sociedad, en el comportamiento de los animales y en la composición de las obras literarias es posible encontrar numerosos ejemplos de cómo elementos por sí mismos negativos desarrollan una función positiva al interior de una ensambladura y, por ello, contribuyen con su desarmonía a la armonía.

Hay dos caminos para alcanzar este conocimiento: por una parte, la formación en las artes liberales hace posible comprender la racionalidad del mundo; por otra, quien no es capaz o no tiene la voluntad de realizar esta tarea debe apegarse, por lo menos, a la autoridad de la fe (aut rationem aut certe auctoritatem II. 5. 16). La filosofía salva a muy pocos, pues enseña el principio de todas las cosas que carece de principio (omnium rerum principium sine principio II. 5. 16); de este modo, encontramos nuevamente expresada la identidad filosofía-teología, tal como se mantendrá a lo largo de la vida intelectual del hiponense.

En este punto, el diálogo retoma la definición de orden como el medio por el cual Dios conduce todas las cosas: nada puede pensarse fuera del orden, lo que incluye aquello que parece salirse de él. A partir de aquí se plantea el tema filosóficamente más grave del diálogo: si bien Dios ha incluido el mal como parte del orden, permanece en pie la cuestión de cómo ha surgido. Si resulta inaceptable que el mal surgió como parte de la creación, la dificultad que se presenta puede ser formulada mediante la siguiente pregunta: ¿es posible afirmar que nada sucede fuera del orden, si el acontecimiento originario del mal no puede reconducirse al orden de Dios?

En la extensa intervención de II. 9. 26, san Agustín sugiere que el problema, tal como ha sido planteado, refleja un procedimiento racional desencaminado. Para encaminarlo, explica la naturaleza y las etapas del procedimiento (ordo, en el texto) de la razón, que el autor, siguiendo la sistematicidad de los estudios de las artes liberales, denomina disciplina. Por ella, el sabio descubre en sí mismo la ley de Dios, pues está inscrita en su alma; esta ley tiene un aspecto práctico, que consiste en lo fundamental en normas de conducta con el prójimo y otro cognoscitivo, que implica las relaciones entre autoridad y razón. Si lo consideramos temporalmente precede la autoridad, pero en el estudio propiamente dicho de la realidad (re), la razón resulta preponderante. A quien quiere pasar de indocto a docto debe tener la docilidad suficiente para colocarse bajo la dirección de un maestro (la autoridad abre la puerta del conocimiento) y luego debe explicarse la racionalidad de los preceptos que abrazó y conocer por sí mismo lo que antes había creído (“dejar la cuna de la autoridad”, palabras del propio san Agustín, II. 9. 26).

San Agustín define la razón como el movimiento de la mente que tiene el poder de distinguir y unir (distinguendi et connectendi) lo que se aprende (II. 11. 30). Sin embargo, solo una minoría se aplica al estudio para comprender a Dios y al alma, por la dificultad que conlleva el abandono de las realidades sensibles e ingresar a sí mismo (redire in semetipsum). La filosofía considera que la actividad racional del alma, que consiste en distinguir y unir, se entiende respecto de lo uno; por ella, el hombre, aunque mortal, participa en cierto modo de la inmortalidad por su racionalidad. Cuanto más razonablemente viva el alma, en igual medida crecerá su sentido moral: desea realizar en sí el orden que descubre en la naturaleza. Para san Agustín conocer es un modo de purificación para llegar a Dios, “la fuente misma de donde brota todo lo verdadero y el mismo Padre de la verdad” (II. 19. 51); la enseñanza del hiponense a sus discípulos reclama que el alma no será nunca perturbada por el desorden que parece estar instalado en la realidad y entenderá que las partes del cosmos sensible que le disgustan se encuentran en armonía con la totalidad (Moreschini 989).

3. Dos imágenes del orden intrínseco del mundo

Aquae sonus

Para comprender la hermosura del universo5 es necesario que el espíritu se repliegue sobre sí mismo. El joven Agustín nos relata una breve pero muy significativa experiencia de estudio y de reflexión6: parece que era su costumbre pasar la primera parte de la noche meditando diversos temas que no sabía de dónde venían (nescio unde veniebant), pero cuya naturaleza no le permitía conciliar el sueño. En una de estas noches de vigilia intelectual, le llamó la atención (eduxit me in aures) el rumor de las aguas, probablemente un arroyo que corría junto a los baños: le causaba grande admiración (Mirum admodum mihi videbatur) que percibiese el sonido del agua entre las piedras a veces con más claridad y a veces más difuso o más amortiguado (pressius). Si bien Agustín no encuentra la causa de ello (Coepi a me quaerere quaenam causa esset. Fateor, nihil occurrebat), con maestría narrativa, comienza a describir una discusión escolar en la noche, pues ninguno de los discípulos dormía, como se presenta al comienzo del relato. Licencio había sido despertado por unos ratones y también Trigecio, tal vez por los golpes que con un madero daba Licencio para ahuyentar a los roedores. Casi todo el grupo estaba despierto, pues Alipio y Navigio se encontraban en la ciudad. Era noche cerrada (erant tenebrae), la habitación no estaba iluminada y, de fondo, el rumor de aguas que corren. En este escenario, San Agustín ve la oportunidad de iniciar una conversación formativa (de se dicere admonebat III. 7), con la siguiente pregunta: “¿Cuál les parece entonces –dije– la causa por la que así va y viene (alternat) este sonido?” (III. 7).

Licencio propone el primer intento de respuesta: las hojas caen profusamente en otoño sobre el canal angosto, en el que corre el agua, y cada vez que se amontonan impiden el curso, hasta que la presión del agua acumulada retoma el recorrido (I. 3. 7). Luego de esta tentativa explicación, se hace un silencio breve, durante el cual los tres insomnes siguen escuchando el rumor de las aguas; el silencio de la noche se adensa en la interioridad de cada uno; de aquí surge, con palabras del propio Licencio, la admiración ante lo que ocurre (Unde enim solet aboriri admiratio? I. 3. 8). Resulta evidente que el ejercicio de precisión literaria con que nos presenta la amoenitas loci, nítidamente inspirado en Virgilio, a quien se leía y comentaba cada tarde de Casiciaco, forma parte de la argumentación estética de san Agustín, pues el entorno del relato interactúa y fortalece el propio relato (Isler Soto 195-7).

La discusión se encamina a considerar el orden y las causas más profundas que subyacen a lo aparentemente caótico. Ponemos nuestra atención en el hecho de escribir la experiencia, es decir, de presentar la complejidad de las experiencias, en tanto conducen a explicitar el problema del fenómeno. Esto implica, en la mentalidad del joven san Agustín, que nada se cumple que sea extraño a la comprensión de la razón, en cuanto el cosmos es propiamente racional, es decir, que el fenómeno no funge de límite al conocimiento, sino que introduce –como señalamos– al problema de su fundamento.

Con la espontánea evocación a Apolo (cita de Eneida X, 875), inmediatamente morigerada en sus resonancias paganas, comienza la reflexión que suscita el correr de las aguas y su sonido en la oscuridad de la noche. A instancias de san Agustín, Trigecio argumenta del siguiente modo, a fin de sostener la afirmación de que nada ocurre sin orden (I. 4. 10): es patente a los sentidos que nada acontece sin una causa (en este caso, la posición de los árboles, la disposición de sus ramas y el peso de las hojas). La consideración del orden deja momentáneamente de lado las hojas arrebatadas por el viento otoñal y la conversación se centra, en medio de la noche, únicamente iluminados por la luz de la luna, en la consideración del orden establecido por Dios y si puede identificarse solo con las leyes naturales o si existe un orden más profundo (…quanta fiunt ut te inveniamus! I. 5. 14). Para Trigecio, al igual que para el resto, aquella afirmación significa que, si están despiertos tratando de elucidar si se pone de manifiesto un cierto orden en todo, ellos mismos están inmersos en ese orden que buscan conocer; y esto entendido en su captación racional, además en lo que se revela de manera completamente fortuita, pues los ratones resultan también el fenómeno ordinario desencadenante del diálogo. En el contexto del “orden querido por Dios”, se plantea el tema del mal; con palabras de Trigecio, en su réplica a Licencio: “¿Hay cosa más impía (magis impium) que decir que hasta los males están dentro del orden?” (I. 7. 17).

Licencio, por su parte, expresa uno de los argumentos que será típico de san Agustín: en el orden y disposición que Dios ha establecido en el universo, los mismos males resultan necesarios, es decir, están en orden a un fin: “De este modo, como con ciertas antítesis, por la combinación de cosas contrarias, que en oratoria agradan tanto, se produce la hermosura universal del mundo (omnium simul rerum pulchritudo)” (I. 7. 19).

Sigamos el procedimiento del diálogo: la filosofía como el verdadero y seguro lugar de reposo (vera et inconcussa nostra habitatio). La indagación agustiniana no es todavía un camino cuanto un enfoque de la realidad derivado de su formación de gramático, de su genio particular y de la naturaleza de su búsqueda: el sentido de la vida, los modos de la relación con Dios y la resignificación de la tradición grecorromana por parte del cristianismo (Calabrese 230-1). No se trata solo de la experiencia externa, la que resulta en nosotros a causa del conocimiento físico, sino su repercusión en la actividad intelectual o, más ampliamente, interior; llamamos interior, siguiendo la senda agustiniana y también para delimitarla en cuanto tal, al acontecimiento concreto de sentir (etimológicamente considerado) y las correspondientes imágenes, sentidos y sentimientos que de él brotan; con ellos significamos el resguardo de la realidad que, entonces, implica. Reflexionar, en el sentido de “volver sobre uno mismo”, es tomar conciencia de algo que afecta a la persona; por ello contribuye a calar más hondo la experiencia misma y a conocer la realidad. “Volver sobre sí mismo” implica poner en el centro de la reflexión la noción de hombre interior.

Comienza el hiponense a madurar así uno de los núcleos de su pensamiento: el despliegue entre interioridad y memoria, explicitada esta última como intencionalidad hacia su objeto, ya sea psicológico o trascendental, tal como lo expondrá en el libro X de Confesiones. Allí, la temporalización se introduce por la memoria, a través de las imágenes de las formas percibidas, puestas a disposición del pensamiento por el recuerdo. Esta reflexión sobre sí del alma por la memoria, “en su penetral amplio e infinito”, determina la espacialidad de “un lugar interior que no es lugar”, interior locus, non locus, como dice en el capítulo VIII de aquel libro: …quasi remota interiore loco, non loco; nec eorum imagines, sed res ipsas gero” (Conf. X. 9. 16).

La consecuencia de esto está ya claramente percibida en De ordine: abandono de las pasiones, es decir, liberación del pensamiento de lo sensible, como una elevación sobre las cosas, hacia un “estado sin formas”, donde resulta posible acceder a la autorrevelación de Dios. Aquí nos encontramos en su primera etapa: considerar el orden de las cosas, es decir, dar cuenta de la inmanencia (aquí el rumor del agua y los rumores del alma ante el conocimiento y luego el caos de la riña de gallos), para que sea posible considerar la interioridad y la trascendencia. Recordemos que son términos que mutuamente se reclaman, pues ingresar a nuestro interior es simultáneamente encontrarse con Dios o, en un vocabulario más próximo, mediante la intuición de nuestra existencia personal y la intuición de lo trascendente, nos elevamos, naturalmente, a la verdad inmutable, subsistente en Dios: …unde tibi videatur aqua ista non temere sic sed ordine influere (I. 4. 11).

San Agustín asume un método de investigación filosófica que se basa, con los debidos matices, en la dialéctica característica de la tradición platónica. En esta perspectiva considera: i) que la filosofía se resuelve en una investigación de la unidad; ii) que la razón no es sino la capacidad de distinción y unión; y iii) que la investigación del alma o de uno mismo debe ser anterior a la investigación de Dios (II. 18).

El proceso de profundización de estos contenidos llevará a la conclusión de que el interior del yo es más vasto que la autoconciencia del yo (Conf. 10. 16. 24). En efecto, al indagar en pasajes de la Escritura y ubicarlos en su contexto, se va poniendo ante el autor y el lector, el objeto de la búsqueda: la misma estructura se encontrará en el centro de la discusión, a propósito del esclarecimiento de determinados pasajes veterotestamentarios, con motivo de la disputa antimaniquea (Interpret. III. 19. 29).

Este modo de interrelacionar lo buscado y el modo de la búsqueda expresa lo que la bibliografía clásica sobre el hiponense ha denominado las discontinuidades de su pensar7. Conviene, en nuestro caso, renunciar metodológicamente a una vía regia de acceso a la comprensión de san Agustín y coordinar los momentos en que cada una se desarrolló; esto es especialmente importante en nuestra obra porque fue escrita en dos momentos: los apuntes que se tomaban en las tablillas y la redacción posterior de san Agustín. Esto implica que no entendemos la obra como un todo orgánico ni como una superposición temática de raíz biográfica8.

Cuando nos aproximamos al diálogo –en Agustín– entre los textos sagrados, que alimentan una parte de lo que llamamos fe, y la filosofía, somos testigos del empeño de profundización intelectual y del afianzamiento del creer, que constituye una parte esencial del vivir9. Desde el punto de vista biográfico sí hay un punto que debemos anotar ahora y ponderar sus consecuencias: sabemos que el Hortensio de Cicerón le abre el mundo de la filosofía o sabiduría humana en su vocabulario y que, a su vez, es el puente para llegar a los textos sagrados

Gallus gallinaceus

La mañana que siguió a la plática nocturna se inició, como era hábito, con una oración (Deo quotidianis votis); como la jornada había amanecido desapacible (cum caelo tristi), se encaminaron a los baños (in balneas) para continuar las discusiones, pues no podían hacerlo, como de costumbre, al aire libre. Cuando estaban llegando, se les presentó el espectáculo de dos gallos empeñados en una feroz riña; veamos cómo san Agustín organiza este breve relato y las conclusiones que extrae, ya anunciadas, en cierto modo, en unas breves palabras que fungen de introducción a la escena.

El grupo de amigos no puede dejar de contemplar lo que estaba sucediendo (libuit attendere I. 8. 25), puesto que los ojos del amante –señala san Agustín– se solazan contemplando la belleza de la razón, la cual ejerce su gobierno sobre el conjunto de los seres, como modo de atraer más la búsqueda de los amantes; por ello, la propia razón deja signos o huellas (signum dare) para seguir el camino de su conocimiento. En efecto, san Agustín dispone todos los elementos de una descripción que pone de manifiesto el orden subyacente en el caos de violencia y rapidez de una riña de gallos: en primer lugar, las imágenes plásticas de ambos animales erguidos y desafiantes, las cabezas tiesas y el plumaje erizado, y la velocidad de ambos en tirar los picotazos y de esquivarlos; en segundo lugar, las imágenes sonoras del canto soberbio y el plumaje erguido del triunfador y los sonidos titubeantes del vencido así como sus movimientos torpes.

Para san Agustín, se pone de manifiesto la conformidad y belleza (concinnum et pulchrum I. 8. 25) de todo con las leyes de la naturaleza; a partir de esta certeza se debe investigar cómo se produce (nescio quomodo I. 8. 26). Las preguntas que surgen de la riña de gallos están referidas al orden de la naturaleza: todas las riñas tienen estas características no solo en el plano descriptivo de la pelea, sino en las consecuencias, es decir, el dominio del triunfador sobre el averío. Una nota no menor para san Agustín es que la escena, además de ser motivo de una alta especulación, atrae por su belleza; esto significa que se siguen y se imitan las leyes de la naturaleza en cuanto sostienen la “muy verdadera belleza” (imitatio verissimae pulchritudinis I. 8. 26). Esto lleva a la pregunta central del pasaje: “¿Qué hay en nosotros que busca a partir de los sentidos muchas cosas que los trascienden (remota multa) y, a su vez, qué se aprende por el testimonio de aquellos sentidos?” (I. 8. 26).

Los apuntes (opuscula) que tomaron de esta experiencia permitieron desarrollar posteriormente los contenidos de las reflexiones sobre el orden. Se entiende así, de manera más amplia y profunda, la invitación al estudio de las artes liberales y, en consecuencia, la poesía como una vía de comprensión de la realidad. Para san Agustín es evidente que el mundo no solo no está privado de belleza, sino que su atracción (pulchritudo rationis I. 8. 25), la simple posibilidad de afirmar su belleza, es también el modo en que ganan fuerza los argumentos demostrativos de la verdad. En efecto, según el dispositivo del De ordine, no es posible una comprensión del ser si se ignora que la belleza es el camino para encontrar la verdad donde se halle (ubicumque se quaeri I. 8. 25) y para que el misterio se manifieste como mundo. El texto de san Agustín despliega tanto el sentido de la proporción del hombre en sí mismo y en cuanto al mundo y Dios. En el término ratio, en efecto, encontramos la proporción que el hombre tiene en tanto imagen y semejanza de Dios; si bien, midiéndose con el mundo, puede en verdad alcanzar su propia comprensión mediante la palabra, aunque siempre limitada por su propia condición discursiva.

Observamos así una lectura tan profunda como renovada del impulso plotiniano hacia lo uno, es decir, de reunir lo disperso en su raíz más profunda. En efecto, el maestro neoplatónico había escrito: “si lo que te asombra en otro es el alma, asómbrate de ti mismo” (En. V. 1. 2.); el alma capta el orden en términos de verdad y de belleza y a partir de aquí alcanza el grado superior (“más divino”, en la terminología de Plotino) de la inteligencia, de la que el alma es imagen. En este sentido, los actos más propios del alma son los que se dirigen a la inteligencia y se diferencian de aquellos que están ordenados al mundo sensible.

San Agustín deja completamente claro que Cristo enseñó lo que debe considerarse la verdad central de la filosofía neoplatónica, es decir, la existencia de un aspecto inteligible de la realidad, que debe entenderse en conjunto con aquel que es captado por los sentidos. San Agustín señala (I. 11. 32) que Cristo no dijo “Mi reino no es del mundo”, sino que afirmó “Mi reino no es de este mundo” (Juan, 18, 36); esto implica la existencia de un mundo del cual los sentidos nada pueden decir (Esse autem alium mundum ab istis oculis remotissimum I. 11. 32). Se comprende con claridad que toda filosofía verdadera, es decir, la que contempla el orden inteligible de la realidad, es un recurso apto para hacer razonable lo que se cree. De la tradición neoplatónica, san Agustín recibió la noción de que la razón y el intelecto se conciben de manera complementaria, en términos de actividad y de contemplación; en esta doctrina sobresalen dos puntos: i) el pensamiento se inicia en una aprehensión contemplativa y de ella depende la actividad discursiva; y ii) el criterio de verdad se encuentra en la contemplación. El saber humano, entonces, progresa de lo conocido a lo desconocido, de modo abstracto y discursivo; es propio de la razón discurrir, fijar puntos o marcas una vez que ha pasado, es decir de abstraer, por su referencia intrínseca a lo sensible. Esta determinación de la ratio implica que debe servirse de proposiciones, las cuales, en cuanto hipótesis, posibilitan su tránsito a la verdad. Este dispositivo de la ratio depende de algo que no resulte de la búsqueda progresiva, es decir, una comprensión directa de lo inteligible. La integridad implica que no se presenta incompleto, sino como un todo perfecto; la perfección exige proporción, simetría, unidad en el conjunto; finalmente, la plenitud está asociada a la irradiación de sus cualidades, al esplendor que rebosa por su intrínseca perfección (Junco 189):

Por el contrario, del mismo modo que quien aspire a la visión de la naturaleza inteligible, solo si no retiene ninguna representación de lo sensible logrará contemplar lo que está más allá de lo sensible, así también quien aspire a contemplar lo que está más allá de lo inteligible, solo si ha renunciado a todo lo inteligible logrará contemplarlo, sabiendo, gracias a lo inteligible, que existe, pero renunciando a saber cómo es. (En. V. 5. 6)

Desde esta plataforma neoplatónica, san Agustín recorre un camino que va de una teología concebida metafísicamente hasta una valoración casi exclusiva de la pedagogía de la fe. Si bien esta es la perspectiva final del hiponense, tal como se observa en Retrataciones, aquí prima la convicción metafísica de reunir lo disperso en lo uno, en la actividad propia de un lenguaje que encuentra naturalmente su meta. Se da lugar así a la interioridad, la que solo es tal cuando se la comunica (el lenguaje es el modo de la interioridad de hacerse presente a sí mismo y de estar en el mundo); este es el fenómeno primordial que permite comprender los alcances de la belleza, pues el esfuerzo platónico por remontarse a un “antes” de este fenómeno traza para nosotros su propio límite: su noción de unidad separada únicamente es comprensible en el contexto neoplatónico, pues es el modo de salvaguardar la unidad que se descompone con la muerte.

4. Conclusiones

Conocer el alma quiere decir conocerse a sí mismo; conocer a Dios implica un saber del propio origen; el primer conocimiento introduce el segundo y este, a su vez, la felicidad. Lo que san Agustín llama “vida feliz” es el conocimiento de Dios, aquel que se logra arduamente durante la vida sobre la tierra.

Sin embargo, esta llegada compleja a la certeza no implica algo definitivo, pues la profundidad de los interrogantes abiertos requiere volver sobre ellos permanentemente; san Agustín es consciente del carácter perenne de las preguntas y de la transitoriedad de las respuestas. Esto implica una vocación intelectual por replantear un problema hasta volver comprensible la misma pregunta: se exige así determinar sucesivas estrategias retóricas y renovar la cuestión misma como problema. Por ello consideramos que el conjunto de las preocupaciones de san Agustín está, con distinto grado de claridad y de germinación, en Casiciaco.

Tal seguimiento no podría, por lo demás, ser lineal y sistemático, sino que debe hacer largos rodeos o tomar atajos imprevistos, pasando incluso por sobre los datos del problema. Si el camino del filósofo es su propia vida, ni uno ni otra podrán quedar exentos de contradicción, en tanto momentos de un proceso. Entendemos que esta dinámica llega al límite en el entramado de la argumentación, a partir del principio que va desde Dios al interior. Por ello, la búsqueda, que, en lo fundamental, es la descripción del proceso que parte del principio antes mencionado, permanece lejana en la dimensión de la eternidad, e íntimamente próxima, en el dinamismo de la conciencia. Cada vez que el que busca se aproxima a lo deseado se mantiene del mismo modo alejado: el instante es la única estabilidad posible en la conciencia.

De este modo, intentamos resignificar lo que se ha dado en llamar el carácter asistemático de la reflexión agustiniana, en razón de lo que consideramos constituye el carácter esencialmente dinámico de su pensamiento, un in fieri en tensión permanente hacia Dios. Al retomar la tradición plotiniana, san Agustín plantea –al menos en su juventud– un optimismo cosmológico que se ordena a una concepción antropológica y teológica; en razón de ello, su proceso de interiorización o movimiento ad se ipsum parte de la evidencia del mundo sensible que confirma el orden inteligible, como hemos visto en ambos pasajes estudiados; aunque en la revisión de sus obras hubiese preferido haber utilizado el término reino, ello no modifica el fondo de la cuestión: la evidencia del mundo en cuanto belleza es una vía para el saber del ser; dicho saber, a su vez, constituye el armazón del puente que conduce a Dios, pues si bien el orden universal es diverso de lo que llamamos interioridad, resultan solidarios e inescindibles. Sin este delicado equilibrio, asistimos a los denodados intentos por “salvar” el mundo, es decir, la evidencia más inmediata y a su consecuencia más dramática, la clausura de la conciencia en sí misma. Debido a ello, san Agustín nos ofrece dos instantáneas de una actitud de descripción y comprensión que no ha perdido el vínculo raigal con el mundo.

Se enlaza aquí la noción que presentamos como argumento estético: por un lado, la belleza es el modo en que la perfección del mundo se percibe por los sentidos; por otro, la belleza conduce al discernimiento de bien ontológico, es decir, a aquel que es tal en cuanto creado. La belleza, al poner en evidencia la armonía del mundo, evidencia el plan providencial del Creador. El gran tema del mal se entiende –insiste san Agustín– por analogía con la antítesis en poesía: tiene sentido en el conjunto de la obra.

La búsqueda metafísica de “aprender lo que es” parte, sin duda, de la identificación plotiniana entre inteligible e intelecto, en tanto realidades separables, pero da el giro propiamente teológico, desde el momento que se plantea en el marco de la creación y de la subsecuente causalidad eficiente. La afirmación de que el uno está más allá del ser no implica ninguna determinación positiva (la consecuencia es que no es un ser, es decir, no es posible que se identifique con algo), por lo cual Plotino afirma la noción de “apartarse” de lo sensible para comprender. La toma de distancia tiene esta fuente, pero ha cambiado el rumbo de su interpretación mediante la nueva luz que al respecto arrojan las Escrituras.

En estas reflexiones que plasma en De ordine, san Agustín se nos presenta como quien ha asimilado una brillante tradición filosófica, a la luz de la revelación cristiana, el iniciador de un nuevo rumbo especulativo: al cultivar viejos temas sobre intereses nuevos, sus reflexiones posteriores irán desbordando paulatinamente el cauce que esta obra de juventud demarca.

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Notas

1 Cuando no hay referencia expresa a la obra, debe entenderse que se trata del De ordine.
2 En Acad. III. 17. 37, san Agustín nos presenta su visión de los aportes de la filosofía griega, desde Sócrates a Plotino; al “leer con sus ojos” la historia de la filosofía, comprendemos los modos de la continuidad/discontinuidad en su obra; en la medida en que avanza en la apropiación de su cultura escritural, morigera sus elogios a la filosofía, aunque se mantiene siempre en el fundamento de su pensamiento; en efecto, el tono de las ponderaciones nítidamente neoplatónicas de la época de Casiciaco se mantendrán a lo largo de su vida: recordemos aquella afirmación Verus philosophus est amator Dei (civ. 8,1), que constituye la piedra de toque para considerar la indistinción entre filosofía y teología y que se mantendrá siempre vigente en su pensamiento. Véase Teske (3-24).
3 San Agustín había iniciado su período de docencia en Milán a mediados del verano del año 384, con el comienzo de la prefectura urbana de Símaco y siguió a cargo de la cátedra hasta la apertura de la celebración de las Feriae Vindemiales (fines de agosto) del año 386 (Conf. 9. 2). Sin duda también entraron en juego padecimientos físicos como dolores de pecho, dificultad para respirar normalmente y dolores de estómago. Cf. Acad. I. 1. 3; Beat. u I. 4; Conf. I. 5. 13; Ord. I. 2. 5. VéaseTrout (132-3, nota n° 1) y la introducción de J. Trelenberg, Augustins Schrift De ordine (163).
4 Para la consideración de la sensibilidad de la época y de la poética que la expresa. Véase Marrou (125-58).
5 Para considerar los alcances que san Agustín otorga a las metáforas en filosofía. Véase Florin Crîsmareanu, “Par le feu et [par] la lumiere: Deux Métaphores Maximiennes. Sources, Réception, Significations”, 134.
6 Ord. I. 3. 6: “Sed nocte quadam cum evigilassem de more, mecumque ipse tacitus agitarem quae in mentem nescio unde veniebant: nam id mihi amore inveniendi veri iam in consuetudinem verterat, ita ut aut primam, si tales curae inerant, aut certe ultimam, dimidiam tamen fere noctis partem pervigil quodcumque cogitarem; nec me patiebar adolescentium lucubrationibus a meipso avocari, quia et illi per totum diem tantum agebant, ut nimium mihi videretur, si aliquid etiam noctium in studiorum laborem usurparent; et id a me ipsi quoque praeceptum habebant, ut aliquid et praeter codices secum agerent, et apud sese habitare consuefacerent animum: ergo, ut dixi, vigilabam; cum ecce aquae sonus pone balneas quae praeterfluebat, eduxit me in aures, et animadversus est solito attentius. Mirum admodum mihi videbatur quod nunc clarius, nunc pressius eadem aqua strepebat silicibus irruens. Coepi a me quaerere quaenam causa esset. Fateor, nihil occurrebat”.
7 Véase Étienne Gilson, Introduction à l’étude de Saint Augustine. Estas discontinuidades aparecen en la consideración de Gilson en cuanto se preocupa por presentar un todo sistemático y coherente, que no es propio del talante de san Agustín; creemos que si se las entendiera como giros, se evitaría la idea de hiato o ruptura que conllevan. Dicho esto, cabe advertir que tampoco suscribimos la postura opuesta de Kurt Flasch, según la cual el pensamiento de san Agustín es “un avispero de contradicciones” (ein Nest von Widersprüchen) a partir de la presentación de lo que entiende son sus dificultades nucleares, en el último capítulo, “Dilemas de Agustín”, “Der Zwiespalt Augustins” (403-4). Para una reflexión imparcial y ampliamente documentada de esta cuestión, véase R. Crouse, “Paucis mutatis verbis: St. Augustine’s Platonism” (37-50).
8 Tomamos distancia así, en lo que a esta cuestión se refiere, de la obra canónica de los estudios agustinianos de P. Brown, Augustine of Hippo: a biography.
9 Para una primera aproximación de los grados del creer en san Agustín, véase Confesiones 6.5.7: de las cosas en las que cotidianamente creemos sin tener confirmación expresa de la razón hasta su aplicación a un orden sobrenatural. Cfr. Ch. Moser, Buchgestützte Subjektivität: Literarische Formen der Selbstsorge und der von Selbsthermeneutik Platon bis Montaigne (407-21). Se trata de un texto que, si bien se ocupa de historiar la subjetividad moderna y su representación literaria, nos ha permitido acceder a los abundantes materiales que dan forma al estudio de las raíces clásicas y medievales, especialmente de la transición de la una a la otra. Del capítulo específico que señalamos, nos interesa la siguiente idea: la hermenéutica agustiniana es el esfuerzo por alcanzar el orden de la prueba (“Darüber hinaus macht er deutlich, dass das von ihm vorgelegte Werk als Probe aufs Exempel anzusehen ist”, 413).
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