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El miedo como dispositivo de clasificación: apuntes para pensar la subjetivación política 12

Fear as a device of classification: notes for thinking about political subjectification

Pedro E. Moscoso-Flores
Universidad Adolfo Ibáñez, Chile

El miedo como dispositivo de clasificación: apuntes para pensar la subjetivación política 12

Revista de Humanidades, núm. 41, pp. 151-178, 2020

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 27 Marzo 2019

Aprobación: 17 Julio 2019

Resumen: El presente escrito busca desarrollar una discusión crítica respecto del lugar que ocupa el miedo en relación con las formas de subjetivación en el contexto de las sociedades globales contemporáneas. Esto exige una recomprensión de los fenómenos asociados al miedo, entendiéndolos como formaciones propias de un dispositivo de clasificación cuyo objeto y alcance deriva en la producción de política de subjetividades. A partir de esta funcionalidad del miedo, proponemos que este puede ser comprendido como nodo articulador de la subjetividad contemporánea en torno a los modos de organización política de la violencia, concentrados alrededor de tecnologías de producción, legitimación y reconocimiento identitario.

Palabras clave: miedo, subjetividad, individuación, cuerpos, identidades.

Abstract: This paper seeks to develop a critical discussion about the place of fear in relation to forms of subjectification in the context of contemporary global societies. This requires a re-understanding of the phenomena associated with fear, understood as formations related to a classification device whose object and scope derives in the production of politics of subjectivities. From this functionality of fear, we propose that it can be understood as an articulating node of contemporary subjectivity through modes of political organization of violence concentrated around technologies of production, legitimation and identity recognition.

Keywords: Fear, Subjectivity, Individuation, Bodies, Identities.

1. Introducción

La presente propuesta podría inscribirse dentro del ámbito de la reflexión sobre el gobierno de las pasiones3. En este marco general, una primera constatación supone reconocer que el estudio de las emociones como ámbito de reflexión sistemático en las ciencias sociales y humanidades no reporta, en sí mismo, mayor novedad. Desde diversas perspectivas y propuestas de análisis, muchas corrientes en el devenir del pensamiento occidental han intentado definir y delimitar el lugar que le corresponden a las pasiones en los diversos ámbitos de la vida humana. Entre ellas destacan, por ejemplo, aquellas que han cartografiado las emociones en relación con la perspectiva de distinciones morales, pasando por aquellas que las han considerado como parte consustancial del alma humana, llegando incluso en algún momento de la evolución histórica del pensamiento a consignar su carácter eminentemente excesivo y fútil, provocando así la necesidad de resguardarse y protegerse de ellas con tecnologías y estrategias de control asociadas al control volitivo de la razón.

Más allá de las diferencias históricas frente a los marcos de lectura e interpretación asociados a los fenómenos emocionales, parece innegable que estos han ocupado un lugar determinante –aun cuando en innumerables ocasiones haya sido remarcado su carácter subsidiario– para la constitución de una fundamentación epistémica que, sabemos, en el contexto moderno tendió a tratar las pasiones como categorías incómodas e imprecisas para abordar los fenómenos relacionados con la vida humana y sus diversas formas de organización, relegándolas, en definitiva, al espacio del mundo interior de la psique humana.

Aun así, gracias al desarrollo histórico de una serie de movimientos intelectuales críticos vinculados al desarrollo de la filosofía continental, las emociones han ido ganando terreno dentro del contexto teórico-especulativo y científico social. Prueba de ello es el desarrollo del mentado giro afectivo4, como movimiento intelectual interdisciplinario que ha advertido la necesidad de volver la mirada hacia los fenómenos afectivo/emocionales como una explicación a la emergencia de una serie de feroces y veloces cambios sociales, culturales, económicos y políticos acaecidos durante las últimas décadas. Desde esta perspectiva, y a modo de ejemplo –de ninguna manera exhaustivo–, encontramos a algunos pensadores contemporáneos como Brian Massumi, quien desde una matriz deleuziana ha propuesto preguntarse por la posibilidad de hablar directamente de una política de los afectos como forma de resistencia, es decir, como una capacidad de interrumpir las señales y signos que armonizan los cuerpos y que los inducen a habitar ambientes afectivos de formas preestablecidas. Algo similar, en una línea paralela vinculada a los estudios de género y poscoloniales, encontramos el trabajo desarrollado por Sara Ahmed quien se pregunta por las formas en que las emociones pueden ser comprendidas como un nodo fundamental en el modelamiento de las superficies de los cuerpos individuales y colectivos.

Siguiendo esta línea, sostenemos –como vía de entrada al problema– que las distintas formas históricas de análisis sobre la vivencia política humana nunca han sido capaces de negar el lugar que las emociones poseen, generalmente en torno a una ecuación que invita a considerarlas dentro de una escala de graduación valórica. Esto si entendemos que la política, al igual que otras formas de acción y organización humana, cobra sentido únicamente en razón del impacto potencial sobre los cuerpos gobernados dentro de un continuo que se dirime entre lo previsible e imprevisible:

La intervención política, al igual que en realidad cualquier intervención en el mundo social, es una apuesta pasional, una apuesta por las pasiones. Posee necesariamente dicho carácter, ya que gravita alrededor de la cuestión del efecto, es decir, del afecto. (Lordon 57)

Retomando el foco de nuestra propuesta, la relación entre las emociones y el gobierno, y atendiendo a las posibilidades de desarrollar una reflexión con alcances críticos respecto de esta temática, nos propondremos desarrollar un análisis que le otorgue un giro analítico a los modos tradicionales de comprensión de los fenómenos emocionales asociados a la vida política. En este sentido, nuestra tesis se centra en que el miedo, como emoción, constituye una forma particular de vivencia política contemporánea. Específicamente nos interesa desarrollar, con la ayuda de algunos autores, una perspectiva que propone el miedo como nodo articulador o condición de posibilidad de la experiencia social, ocupando un lugar intersticial que habilita modos de vinculación específicos dentro de actuales modelos de gobierno democráticos. Lo anterior a partir de estrategias de producción de subjetividades que integran los modos de organización y gestión de las violencias dentro de un modelo securitario, y las prácticas de producción y reconocimiento identitario dentro de los escenarios actuales de conflicto social.

2. El miedo como emoción política

En el amplio espectro de los fenómenos emocionales conocidos, consideramos que el miedo ocupa un lugar central para explicar las formas de organización humana. Lo anterior cobra especial relevancia dentro del contexto socio-político contemporáneo al constatar que los ideales centrados en la razón, a saber, aquellos que posibilitaron la creación y pervivencia de las modernas instituciones en occidente, a pesar de sus mejores intenciones no han sido capaces de extinguir las manifestaciones violentas y sus efectos sobre la vida social. Sin duda que no podemos referirnos a una única forma histórica de violencia –ni siquiera de una única violencia al interior de un mismo tiempo histórico–, pero no cabe duda que los idearios fundacionales de las instituciones democráticas en occidente y sus prácticas asociadas a la organización, distribución y regulación de la violencia en el contexto moderno fallaron en su intento por atenuar o canalizar las fuerzas pulsionales presentes en las comunidades políticas. Prueba de ello ha sido la emergencia de constantes y diversos conflictos bélicos a los que hemos asistido como espectadores privilegiados durante el siglo XX. Dichos eventos nos han impuesto un serio escollo, a saber, el de obligarnos a desarrollar nuevos mecanismos interpretativos para dar cuenta de esta serie de acontecimientos que parecen escapar permanentemente a los idearios del mundo civilizado. Frente a estos escenarios –muchas veces impensables o inimaginables– han emergido nuevos relatos y metarrelatos con el propósito de dar cuenta de los nexos explicativo-causales respecto de ellos, usualmente comprendidos desde la lógica de la excepción.

Bajo esta convicción encontramos una serie de efectos simbólico-materiales que, paradójicamente, han posibilitado y legitimado la configuración en nuevos modos de configuración de la escena global –divisiones horizontales del mundo que han venido a reemplazar las antiguas divisiones verticales–, muchos de ellos sustentados en la construcción de imaginarios míticos provenientes de sistemas de redes que han posibilitado, como señala Bartra, “la construcción de un escenario omnipresente donde se enfrentan, por un lado, la civilización occidental democrática avanzada y, por otro, un amplio imperio maligno de otredades amenazantes, primitivas y fanáticas” (15). En el contexto de un mundo fragmentado, creemos posible retomar la discusión filosófico-política sobre el vínculo entre miedos y violencias, abriendo un campo de análisis que, creemos, debe repensar sus especificidades actuales.

En primer lugar, afirmamos que el miedo puede ser considerado como un elemento que evoca los límites de la representación de una experiencia política moderna. En otras palabras, habría que considerar que el miedo –entendido habitualmente como reacción instintiva propia del organismo humano– no puede ser desvinculado de aquellas formas históricas de interpretación de los signos corporales. Es en este espacio, en la región intersticial entre la reacción corporal y su respectiva simbolización lingüística, donde se podrían apreciar los contornos de una subjetividad que emerge como resultado de regímenes históricos de representación de la vida humana. Al decir esto nos remitimos a una comprensión de la experiencia política en sintonía con el problema de la representación, es decir:

un recorte de tiempos y de espacios, de lo visible y de lo invisible, de la palabra y el ruido que define a la vez el lugar y la problemática de la política como forma de experiencia. La política trata de lo que vemos y de lo que podemos decir al respecto, sobre quién tiene la competencia para ver y la cualidad para decir, sobre las propiedades de los espacios y los tiempos posibles. (Rancière 10)

Asociado a lo anterior, consideramos que el miedo no puede ser considerado únicamente como expresión reactiva de una experiencia individual –instintiva y/o psíquica–, sino se proyecta a formas de vida específicamente políticas. Aun cuando esto ha sido objeto de estudio y problematización en el campo de la teoría política, consideramos que dichos abordajes presuponen una determinada comprensión del miedo como categoría subsidiaria a otras nociones consideradas más específicamente políticas. Es decir, por un lado, proponen el miedo como un elemento explicativo causal producto de procesos de decisión social; o bien, como una estrategia de control y regulación gubernamental. Estas posiciones presuponen que el miedo constituye una pasión que puede ser evocada, natural o artificialmente, a partir del contacto entre el individuo y su medio. De modo que el marco de la discusión sobre la relación entre el miedo y la política poseería una referencia eminentemente instrumental, es decir, sería entendida como un medio evocable en torno a la consecución de ciertos fines.

No obstante, al invertir el orden de la ecuación sobre la que se ha sostenido dicha discusión, advertimos que esta solo cobra verosimilitud a partir de una serie de a priori históricos que, dentro de sus configuraciones normativas o principios implícitos, prefiguran un dualismo entre lo individual y lo social, categorías frecuentemente tratadas como absolutas y ahistóricas. Esto hace que el miedo no suela ser problematizado desde su especificidad, es decir, desde las condiciones que posibilitan su emergencia en un momento histórico determinado5.

Por el contrario, nuestro acercamiento supone que el miedo, lejos de ser aquello que emerge en todo –o en cualquier– momento frente a la incertidumbre de una amenaza exterior sobre el individuo, constituye la superficie de inscripción de una exigencia política moderna, a saber, la de reconocer los límites de un cuerpo con conciencia racional –el de cada uno, particular, pero igual al de todos, abstracto–. Un cuerpo entendido a priori como portador potencial del miedo, suscrito en un pacto indivisible con una conciencia encargada de gestionarlo y controlarlo efectivamente. En otras palabras, consideramos que el miedo no emerge frente a un estado de excepción, sino que constituye la potencialidad de la excepción que está inscrita en el reconocimiento racional del cuerpo en la configuración política moderna. Lo anterior se propone como aquel resto emocional negado, justamente, a propósito de la construcción de la razón de Estado que se erigió a partir de un impulso por marginar cualquier atisbo de irracionalidad.

De modo que proponemos, al menos provisionalmente, que el miedo constituye un elemento central de la producción política moderna, pero entendiéndolo desde la perspectiva del desarrollo de una gestión práctica de los modos de gobernar(se) en torno a él –promoverlo, calmarlo–. Un elemento fundamental de esta ecuación tendría que ver con la posibilidad de situar e inscribirlo dentro de los límites de una representación política, dándole una organización visible, es decir, “de nombrar lo innombrable, de señalar, de dar cuerpo a esa amenaza” (Boucheron y Robin 18). De ser así, el miedo puede analizarse sobre la base de una serie de acciones, disposiciones prácticas y materiales del orden, de lo previsible, cuyo requisito de instauración es la delimitación entre un interior y un exterior, de ningún modo establecida de antemano. Esto aseguraría una infraestructura centrada en prácticas materiales orientadas a regular el miedo a través de dispositivos de seguridad con tendencia a ampliarse a distintos ámbitos de la vida (Foucault, Seguridad 27).

3. El problema fundacional del miedo en la política moderna

Antes de proseguir creemos pertinente constatar un par de cuestiones generales sobre el miedo en tanto emoción. En primer lugar, abrir la posibilidad de un pensamiento históricamente situado nos plantea el interrogante respecto de la necesidad y utilidad de pensar el miedo como algo consustancial a la dimensión humana. Segundo, constatar que la problematización histórica occidental respecto de las emociones, en general, y del miedo, en particular, se ha ido instalando progresivamente desde una cosmovisión que retorna –como principio articulador– a una voluntad racional, cobrando su valor –en tanto afirmación de una negatividad– en un impedimento respecto de las posibilidades intencionales de la conciencia volitiva para conocer y actuar con claridad.

Entendemos, en este sentido, que una buena parte de las discusiones modernas y contemporáneas sobre el miedo se erigen sobre un marco positivista, prescribiendo esta emoción como un estado reactivo frente a un objeto amenazante. En otras palabras, dichos estudios coinciden con la idea según la que, por ejemplo, “el miedo puede ser considerado como una emoción de carácter universal, con fundamentos naturales y hereditarios en toda la especie humana” (Luna 21). O, como señala Pierre Mannoni, el miedo puede ser cartografiado a través de descripciones neurofisiológicas que permiten comprenderlo en torno a una lógica reflectante, es decir, a partir de una serie de signos que aparecen inscritos en el cuerpo. Así también, cuantiosos estudios de corriente sociológica proponen el miedo como fenómeno vinculado a la vida social moderna y contemporánea, situándolo en las cercanías de las posibles conexiones entre la gestión de los objetos que emergen en el espacio social y los posibles efectos reactivos que estos tienen sobre los individuos que conforman las comunidades en momentos históricos particulares. Lo cierto es que en estos análisis aún subsisten trazos del marco subjetivista racional anclado a un juego binario de oposiciones, asumiendo que preexiste un actor social sobre el que es posible ejercer un poder cuyo impacto resultante puede llegar a ser la modulación de la conducta a través del control de medios diversos.

Intentando tomar distancia de este esquematismo analítico de las emociones, Foucault, en una línea diferente, nos permite pensar los fenómenos emocionales asociados al marco histórico de lo que denominó como gubernamentalidad moderna, cuyo sistema de redes y acciones asociados al poder comenzó a orientarse progresivamente hacia la modulación de las conductas dentro de un régimen de seguridad centrado en la administración de la vida. En sus términos:

El espacio propio de la seguridad remite entonces a una serie de acontecimientos posibles, remite a lo temporal y lo aleatorio, una temporalidad y una aleatoriedad que habrá que inscribir en un espacio dado. El espacio en el cual se despliegan series de elementos aleatorios es, me parece, más o menos lo que llamamos un medio […] Es lo necesario para explicar la acción a distancia de un cuerpo sobre otro. Se trata, por lo tanto, del soporte y elemento de circulación de una acción. (Seguridad 40-1).

Aquí, creemos poder comprender el medio como aquello que habilita la circulación, es decir, el espacio del entre: “un elemento en cuyo interior se produce un cierre circular de los efectos y causas, porque lo que es efecto de un lado se convertirá en causa de otro lado” (41). Entendemos que el análisis foucaulteano permite conectar la cuestión con determinadas tecnologías del miedo que, a la postre, no solo cobran el carácter de estrategia externa sobre el individuo, sino que se transforman en condición política para la producción de subjetividades en el contexto de la modernidad (neo)liberal. De esta manera, al suspender la creencia de que el lazo entre la percepción del temor y el objeto causante de la emoción se encuentra prescrito a priori, de manera natural o artificial, cabe preguntarse entonces por los determinantes que podrían estar enlazando el significado de una experiencia medrosa que requiere, para comprenderse, de un sujeto y un objeto. Es decir, la cuestión crucial pasa por “las formas históricas en que pensamos el miedo, cómo hemos llegado a pensar en él de determinada manera y, por último, como podríamos pensarlo de manera diferente” (Robin 3).

Haciendo un poco de historia, sabemos que el tratamiento del miedo que ha hecho la filosofía política, Hobbes es una referencia ineludible. Además, sabemos que el autor de Leviatán explicita la relación entre el miedo y la constitución del cuerpo político unitario e indivisible. En su decir:

La pasión que mueve los sentimientos es el miedo, sentido hacia dos objetos generales: uno, el poder de los espíritus invisibles; otro, el poder de los hombres a quienes con ello se perjudica. De estos dos poderes, aunque el primero sea más grande, el temor que inspira el último es, comúnmente, mayor. El temor del primero es, en cada ser humano, su propia religión, implantada en la naturaleza del hombre antes que la sociedad civil. Con el último no ocurre así, o, por lo menos, no es motivo bastante para imponer a los hombres el cumplimiento de sus promesas, porque en la condición de mera naturaleza, la desigualdad del poder no se discierne sino en la eventualidad de la lucha. (Leviatán 116)

El individualismo posesivo del filósofo inglés instala el problema del gobierno entendido como gobierno de las personas, entre las dimensiones de soberanía, seguridad y libertad. En esta línea, sería posible auscultar en Hobbes al menos dos configuraciones de esta emoción: la primera, en relación con un estado de naturaleza, bellum omnium contra omnes, en que el hombre viviría en un estado de perpetuo temor frente a una muerte violenta. Esto queda claro en su Tratado sobre el ciudadano, al referirse al miedo no como una emoción que paraliza, sino como una que permite anticipar y generar ciertas acciones de previsión frente al peligro:

espero que nadie pondrá en duda que, si desapareciera el miedo, los hombres serían más intensamente arrastrados por naturaleza a obtener dominio sobre sus prójimos que a llegar a una asociación entre ellos. Debemos, pues, concluir que el origen de todas las sociedades grandes y duraderas no consistió en una mutua buena voluntad entre los hombres, sino en el miedo mutuo que se tenían. (Hobbes, De Cive 57)

La segunda, como aquella pasión racional que posibilita el tránsito desde el estado de naturaleza hacia el estado civil. En esta línea, Hobbes comenta lo siguiente: “De todas las pasiones la que menor grado inclina al hombre a quebrantar las leyes es el miedo. Exceptuando algunas naturalezas generosas, es la única cosa, cuando existe una apariencia de provecho o placer, derivadas del quebrantamiento de las leyes, que hace que los hombres las observen” (Leviatán 244). Se hace interesante notar la dimensión racional que cobra el miedo en este caso, transformándose en una emoción moral, una pasión negativa susceptible de ser, incluso, inculcada en y por las diversas instituciones que conforman la sociedad civil. Es por esto que en Hobbes, tal y como nos propone Bodei,

Se forma un binomio inseparable, una complicidad de razón y miedo: la razón es impotente sin el miedo y el terror […] y, a su vez, el miedo es ciego sin la luz del cálculo racional, el único medio, también negativo, del que disponen los hombres “para reconocer sus propias tinieblas”. (119)

Visto así, el miedo emerge como un problema de soberanía en tanto el filósofo inglés lo asimila como forma legítima de gobierno –como medio para asegurar el fin del Estado–, fuera del ámbito de la tiranía premoderna, siempre con la finalidad de evitar consecuencias indeseables6. De modo que el planteamiento hobbesiano parece reflejar una doble naturaleza humana que marca un punto de inflexión para lo que será la fundamentación de una política moderna de la subjetividad, es decir, a partir de la inscripción del temor como fundamento entendido como momento originario que anula cualquier legalidad de un estado anterior, operando como una violencia mítica7 que convoca una determinada noción de comunidad y que conmina a una acción que, en este caso, tiene que ver con la posibilidad de trascender el estado de naturaleza.

Como medio de contraste convocamos a Spinoza, quien intenta mostrar la necesidad imperativa de conocer las causas y propiedades de los afectos que componen la existencia humana. Se hace interesante notar cómo, a diferencia de Hobbes, para Spinoza

la ciudad en absoluto es una asociación razonable […] El móvil de su formación no es una afección de la razón, es decir, una afección producida en nosotros por otro hombre bajo la relación que se compone perfectamente con el nuestro. El móvil es el miedo, o la angustia del estado de naturaleza, la esperanza de un bien mayor. (Deleuze, Spinoza y el problema 258)

En esta medida, si bien el filósofo holandés aun reconoce la necesidad de controlar las pasiones como elemento constitutivo de la vida política, le da un carácter eminentemente triste al miedo, siendo una pasión “surgida de la imagen de una cosa dudosa” (Spinoza, Tratado teológico 96). Esto es resultado, según el filósofo, de la caída de los hombres en estados de superstición cuyo origen reside en gobiernos que buscan apoderarse de ellos en cuerpo y alma. Es interesante notar que, en este caso, el miedo no opera solo como un móvil para la constitución del pacto civil, sino que acompaña al hombre en su estado político considerando que este se encuentra siempre sujeto a las leyes de la naturaleza, es decir, “en ambos estados es guiado por la esperanza o el miedo a la hora de hacer u omitir esto o aquello” (Spinoza, Tratado político 101). No obstante, aun cuando es preciso que el estado político busque la paz y asegure el orden de la sociedad –al igual que Hobbes–, en este caso, “el estado político, por su propia naturaleza, se instaura para quitar el miedo general y para alejar las comunes miserias; y por eso busca, ante todo, aquello que intentaría conseguir, aunque en vano, en el estado natural, todo aquel que se guía por la razón” (Spinoza, Tratado político 103).

Atendiendo a estas alusiones histórico-filosóficas, sería posible afirmar que el miedo más que ser una emoción universal –posible de ser auscultada y delimitada sobre la base de criterios fijos y estables–, se erige como una estrategia política de lo previsible, es decir, como aquello que se instala en el devenir de un orden (natural o artificial) y que, por lo mismo, debe ser (re)conocido e incorporado. En este sentido, el miedo se inscribe como el cálculo, la estrategia de lo visible frente a lo imprevisible del acontecimiento, ligado a cierta noción de expropiación, tal y como propone Derrida, es decir,

lo que sucede y al suceder llega a sorprenderme, a sorprender y a suspender la comprensión: el acontecimiento es ante todo lo que yo no comprendo. O mejor: el acontecimiento es ante todo que yo no puedo comprender (solo hay acontecimiento digno de este nombre en donde esta apropiación fracasa en una de las fronteras). (Derrida 137)

O bien, podría ser comprendido como un “efecto que parece exceder sus causas” (Žižek, Acontecimiento 17).

De acuerdo con esto, la vivencia del miedo político moderno estaría irremediablemente atada a un sujeto-de-la-percepción, suscrito a disposiciones discursivas que van modificando los cuerpos en el mismo momento en que estos emergen en el movimiento de contacto –y de reacción– con su medio. De forma que el miedo es lo que habilita y demarca un modo de relación entre un adentro y un afuera, entre una dimensión racional de la vida y una emocionalidad sensible que es preciso regular para poder gobernar y ser gobernado. Dicha división permitirá, a la postre, conectar un cuerpo individual abstracto con un cuerpo social universal. Esta división del mundo, reflejada en el cuerpo, podría además ser interpretada en torno a un cierto higienismo de la modernidad que insiste en conjurar el mal radical –la muerte–, a partir de una “homeopatización de la violencia” (Maffesoli 65). En suma, desde esta visión, el miedo podría ser el intento de conjurar lo imprevisible del origen a través de la narración de un comienzo coherente con la vida del sujeto político moderno.

Huelga decir que, en consonancia con lo anterior, al hablar del miedo político inevitablemente aparece la noción de violencia. Para este caso, nos referimos a la noción de violencia fundacional, a saber, aquello de la historia que se resiste a ser nombrado y categorizado, aquello que se sitúa en el espacio de la pura emergencia, que opera como fractura y, al hacerlo, instala un ordenamiento: violencia incorporante, es decir, que incorpora toda una serie de recursos, del nosotros y de los otros; violencia de institución y de institucionalización; violencia moderna de un tiempo interpretado como progreso. Desde este prisma podríamos entender, por ejemplo, por qué la Revolución francesa emerge como el acontecimiento del nuevo orden moderno. Curioso el hecho de que, a pesar de que las visiones prerrevolucionarias percibían el miedo como elemento propio de principios despóticos –crueles e irracionales– de gobierno, la revolución como tal no puede sino comprenderse a partir de la activación de una nueva violencia que solo pudo ejercerse a partir de un terror entendido como acontecimiento fundacional de la democracia, dando cuenta, tal y como nos propone Žižek, de nuestro pasado terrorista (Virtud y terror 7).

De este modo se vincula el problema del origen de la violencia –y de su orden concomitante– a una reminiscencia de lo trascendente, a saber, un principio anarchivístico: “un movimiento que altera los sistemas normalizados de organización del mundo sensible y sus registros” (Tello 50). Esto nos reafirma el hecho de que, lejos de existir un orden prístino al que retornar, lo que estaría al comienzo (de la historia, la memoria y de su reconstrucción sistemática) funcionaría como una referencia mítica que cobra valor de verdad como origen del y desde el presente. Así podemos afirmar, volviendo a Foucault, que lo que se inaugura en el caso del miedo –como principio político–, y lo que en su acción suplanta, es la cuestión de un origen más originario, que se reemplaza por un comienzo que se sitúe en un esquema de cálculo gubernamental predictivo.

Siguiendo con nuestra línea del tiempo, es interesante notar cómo a partir del siglo XIX pensadores de la talla de Tocqueville tendieron a darle un giro al problema del miedo, estableciendo una escisión entre este –aun reconociendo la utilidad que puede tener para la constitución del Estado democrático– y un estado psíquico de ansiedad masiva frente a la caída de las instituciones políticas tradicionales. Dicho estado se asociaría a un efecto provocado por las mentadas revoluciones democráticas al romper con los marcos establecidos por las instituciones de antaño, provocando una incertidumbre frente a la falta clara de un objeto. Aun así, entendemos que los problemas de los gobiernos occidentales resitúan y abren la cuestión del orden hacia nuevos lugares, plurales, que ya no dependen exclusivamente de la institucionalidad estatal, sino que progresivamente circulan en espacios micropolíticos, en los cuerpos, en los individuos. Herencia de la diseminación de un orden premoderno que, tal y como plantea Lanceros, “no podía consistir –ni siquiera en la teoría– en una conquista de la unidad, sino en la proliferación de las diferencias: económicas y sociales, políticas y culturales” (“Metamorfosis” 172). En especial si consideramos la crisis de la institucionalidad política que vivimos actualmente, frente a la que fenómenos como el terrorismo se transforman “en la coartada perfecta para el ejercicio y la hegemonía del bien” (Baudrillard 17).

4. El miedo como principio organizador del subjectum político

Dicho esto, pensamos que es posible esbozar un análisis vinculado con los procesos de producción de subjetividades políticas, invocando una determinada comprensión del miedo como elemento que, en sus movimientos de territorialización y desterritorialización, atraviesa y forma a los cuerpos, es decir, usando los términos del Mil mesetas deleuziano-guattariano, se asocia a formas de producción política orientadas a la gestión y cálculo de regularidades –simbólico/materiales– a través de la obturación y modulación de los flujos del deseo. Regularidades que no pueden ser desprendidas de las marcas y recortes que objetivan a los sujetos y que permiten anticipar sus movimientos. Es decir, una imbricación con un ejercicio de definición del sujeto que, “consiste en la implementación de límites y fronteras, en el establecimiento de un territorio habitable y en la correlativa heterodesignación de un entorno inhóspito u hostil” (Lanceros, Política 114). Esto explica por qué aún subsiste la convicción de que el miedo es entendido como reacción conductual individual frente a un medio externo hostil, asumiendo que el individuo se configura como una entidad estable e indivisible que contiene, en su interior, el impulso instintivo universal. En otras palabras, la experiencia del miedo, tal y como la proponemos, inevitablemente supone conjurar una experiencia humana individualista como base constitutiva. Una en que, “los procesos de individuación desembocan en procesos de privatización” (Lechner 222). En este sentido, el miedo –entendido como afecto– pasa a ser un ámbito de la gestión racional del sí mismo.

En este juego emerge la apelación a lo público como espacio potencialmente amenazante, mientras que la gestión de la seguridad –y sus dispositivos– quedaría asegurada en torno a un repliegue hacia el espacio privado. En relación con esto, recordamos las reflexiones de Arendt sobre la política, al señalar críticamente cómo es que en las sociedades modernas las distinciones y diferencias se han convertido en asuntos privados. Esto, en la medida que la conducta individual ha reemplazado a la acción posible dentro de la esfera pública. Su resultado es el desplazamiento del objeto del miedo hacia otras esferas de la vida social, que otrora remitían a los poderes de los gobiernos soberanos, inscribiéndose dentro del nuevo ensamblaje socio-político como principio constituyente de relación. En esta línea situamos la posibilidad de establecer un enclave entre dicha disposición afectiva y la construcción de una subjetividad política dentro del contexto de los actuales procesos de modernización, es decir, a “la lucha de la modernidad por ‘ser sujeto’”; una en que “no es el peligro sino el sentimiento de vulnerabilidad frente al Otro desconocido lo que produce miedo” (Lechner 193).

Al situar el problema de la subjetivación desde una óptica política, pensamos en lo que Foucault lúcidamente expuso como el resultado de un conjunto de operaciones de saber y poder que contienen disposiciones (auto)formativas. En otras palabras, para el francés el individuo no es más que el resultado de un proceso de identificación de cuerpos, gestos, discursos y deseos, y que se dirime en torno a unas operaciones que lo constituyen y, a la vez, lo atraviesan. Desde esta perspectiva la noción de subjetivación se torna afín a la manera en que el individuo deviene como tal al entrar en relación con un sistema de reglas que, además, lo interpelan constantemente a hacer uso de ellas para habitar la posición de sujeto. Lo anterior implica tensionar el problema del fundamento subjetivo teórico-práctico instaurado por la tradición moderna mostrando, por contra, la manera en que las condiciones de producción subjetiva obedecen a relaciones de poder que circulan y tienden a aparecer como naturalizadas e incrustadas en los cuerpos individuales y sociales; es decir, relaciones que operan a partir de la tachadura de su elemento generativo. Esto explica por qué el poder posee la facultad de incitar, suscitar, ordenar, organizar e, inclusive, producir sujetos voluntariosos. Es decir, el poder “se ejerce más que se posee (puesto que solo se posee bajo una forma determinable, clase, y determinada, Estado); pasa por los dominados tanto como por los dominantes (puesto que pasa por todas las fuerzas en relación)” (Deleuze, Foucault 10).

Desde esta perspectiva, la cuestión que se nos impone tiene que ver con la necesidad de poner en relación la dimensión del miedo, tal y como lo hemos propuesto, dentro de estos modelos de funcionamiento del poder que remiten a la determinación de posiciones subjetivas políticamente determinadas. En este orden de cosas, siguiendo a Guattari y Rolnik, creemos poder enlazar el carácter objetivante que presuponen determinadas operaciones de poder desde la perspectiva de la inmanencia, a propósito de los procesos de individuación. De modo que las formas de estratificación en la producción del sujeto político pasarían inevitablemente por la dimensión del cuerpo o, más bien, por su excepcionalidad, es decir, por la extrañeza que lo habita y que se presenta como ominosa, como “una negación que no pertenece ni puede ser incorporada a ninguna dialéctica. Principio de otra economía, de un gobierno de la casa que es más antiguo que toda la casa y de la circulación de una cosa que no ingresa como tal en ningún intercambio” (Oyarzún 87-8).

De igual forma, la noción de cuerpo en su condición individual-somática, pero también social, permite situar el problema del miedo en tanto supone un espacio de disputa, una tensión que cobra forma a partir de la inscripción de ordenamientos que lo confrontan con la vida. En otros términos, el cuerpo sería la superficie donde se inscriben las transformaciones a las que se expone la vida. Su fuerza o debilidad está emparentada con una historia que lo contiene a partir de la creación de un modelo de mirada sobre el mismo, tal y como nos señala Foucault en su análisis sobre El nacimiento de la clínica. Sobre él va cuajando un sentimiento normativo producto de una cultura, de tensiones entre verdades que terminan por incorporarse. Los enfrentamientos y sus resultados, los vencedores y sus formas de control o sometimiento, la ciencia y su discurso verdadero, los procedimientos o mecanismos configuradores de subjetividad, son todos parte del cuerpo: espacio de inscripción de batallas, materia de ensayo de aquellas prácticas que lo modelan.

Es necesario, entonces, describir las luchas que originan un saber general sobre los cuerpos –sus componentes, funcionamientos y posibles interacciones–, y unas técnicas de poder para modelarlo y docilizarlo. Esto se vincula con la noción de error en Canguilhem, cuando se comprende que la vida, lejos de ser aquello consustancial al cuerpo orgánico, es esa persistente exploración que contiene en sí misma el accidente y el azar. En su afán normalizador, es decir, en este empeño creativo permanente por instituir valoraciones que le permitan a la vida permanecer y situarse, el cuerpo persiste en un medio en continuo devenir a través de su constante reinvención. Como señalamos anteriormente, su pura excepcionalidad, su inespecificidad es lo que resiste a todo tipo de apropiación, pero en tanto entre, es decir, en las lindes de lo que instituye su posibilidad de nombrarlo y de verlo, y el accidente o error que disloca con anterioridad su salida de una taxonomía específica. Son pequeños hiatos que suspenden la palabra y extravían la mirada: interrupciones, fallas, cortocircuitos. En este horizonte cobran sentido los argumentos de Culp cuando, siguiendo a y simultáneamente en contra de Deleuze, menciona que debemos ver el cuerpo desde lo que se resiste a ser pensado y lo que obliga a pensar aquello que se escapa permanentemente al pensamiento, a saber, la vida. De ahí que el concepto de performatividad, retomado por Butler a partir de Derrida, nos permita situar el problema del cuerpo en relación con una “práctica reiterativa y referencial mediante la cual el discurso produce los efectos que nombra […] como ese poder reiterativo del discurso para producir los fenómenos que regula e impone” (Butler 18).

Abordar así el cuerpo, nos obliga a repensar precisamente los límites, es decir, lo que se resiste a ser incorporado y que, por lo mismo, está siendo constantemente narrado y ordenado en relación con un canon. Una suerte de compulsión a la repetición de la máquina social a incorporar esa potencia del cuerpo, pero que en su constante devenir permanece ajena y extraña a lo social y a nosotros mismos. La extrañeza que provoca lo que emerge, lo que irrumpe, lo que acontece al margen de la gestión calculada, sería la urgencia que moviliza a los dispositivos clasificatorios en su sobredeterminación funcional y de relleno estratégico, a través de la imposición de una serie de criterios ordenadores que delimitan un campo de visibilización, un reconocimiento de unas particulares condiciones de posibilidad a partir de la inscripción de reglas que esconden sus condiciones de enunciación, pero que permiten proyectar un sentido y una organización de los cuerpos.

5. Hacia una producción reactiva de la identidad frente al miedo

Un elemento fundamental para explicar el miedo como dispositivo de clasificación sobre los procesos de subjetivación que articulan la administración y gestión de la violencia en y de los cuerpos, dice relación con los procesos de construcción identitaria, en tanto son prácticas técnicas que actúan como operadores securitarios de los individuos frentes a las potenciales amenazas dentro de la cartografía política contemporánea. Consideramos que la identidad cobra una valencia política, dado que se ofrece como repositorio ideal para la configuración de una determinada figura de legibilidad del hombre, particularmente cercana a la figura del individuo libre y con dominio de sí a la que refieren críticamente autores como Foucault, Butler, Laclau y Mouffe. Dicha categoría se nos presenta caracterizada por un ideal de relación coherente entre el cuerpo individual y el cuerpo social, donde la soberanía sobre el cuerpo individual, como objeto técnicamente producible y reproductible, emerge como condición necesaria para la vinculación con la comunidad política.

Podríamos situar, entonces, la identidad como el resultado o efecto de un modo de relación políticamente mediado entre los sujetos con sus respectivos cuerpos, cobrando fuerza a partir de una referencia originaria –la mentada violencia mítica–, gestionada efectivamente en el contexto actual mediante los dispositivos securitarios, sustentados en torno a una permanente saturación emocional de los cuerpos frente a la amenaza que supone la disolución de su unidad primordial. Cuestión que, paradójicamente, opera por medio de la desafección de los cuerpos, entendiendo, como propone Lordon al compás de Spinoza, que, “los afectos no son en absoluto una ‘perturbación emocional’ de las facultades superiores: son aquello por lo que una mente, de igual modo que un cuerpo en su orden propio, se pone ‘en movimiento’ y piensa” (37-8).

En otros términos, estaríamos tentados a pensar la identidad como el nombre que designa a lo que viste y arropa el cuerpo desde adentro hacia afuera, posibilitando así la identificación con una exterioridad objetiva a partir de una proyección de una imagen que el sujeto hace de sí, amparado por la unidad que lo asegura bío-lógica-gráfica-mente, impulsando al sujeto a defenderla a muerte. Es conforme a este terreno intersticial que se hace imperativo abordar la identidad a partir del interrogante por sus configuraciones normativas, es decir, considerando “¿En qué medida la ‘identidad’ es un ideal normativo más que un aspecto descriptivo de la experiencia? [...] En definitiva, la ‘coherencia’ y la ‘continuidad’ de ‘la persona’ no son rasgos lógicos o analíticos de la calidad de persona sino, más bien, normas de inteligibilidad socialmente instauradas y mantenidas” (Butler 71).

Por tanto, la cuestión problemática que suponen las tecnologías sociopolíticas orientadas a los procesos de construcción de identidad giraría alrededor de la necesidad por encontrar cada vez más, mejores y más específicas fórmulas de descripción, definición y reconocimiento que le otorguen al sujeto una sensación de autenticidad y transparencia frente a su experiencia, permitiéndole en este proceso reconocer su particularidad y, a la vez, inscribirse de manera voluntariosa dentro de un campo de saberes desde donde poder ser delimitado y, más importante aún, clasificado, para así promover espacios de intercambio basados en una objetividad prístina ligada a una experiencia común. Desde esta perspectiva, la identidad funcionaría como un operador de códigos binarios –tanto internos como externos–, de inclusión y exclusión, permitiendo, en el decir de Ricoeur, desarrollar una experiencia mediada por una principalidad mítico-originaria como principio y condición de posibilidad para el sostenimiento de un relato coherente de uno mismo; sí mismo capaz de resistir los posibles embates y cambios provocados por el contacto con el medio externo. Señalamos esto consignando que las identidades no remiten exclusivamente a un problema individual: aparecen en todo momento mediadas por procesos de interacción entre los miembros de la comunidad, es decir, entendiendo que la adscripción identitaria se dirime en torno a categorías externas orgánicas que permiten desarrollar ese tan ansiado sentido de pertenencia.

De modo que, tal y como argumentamos en esta reflexión, la problemática de la identidad –de sus luchas reactivas y resistentes– se erige como resultado de una formación residual de integración entre un adentro y un afuera, de un binarismo modal que exige el reconocimiento de una cierta interioridad delimitada en función de una exterioridad y que, en su interacción, produce efectos de distinción que permiten mantener una relación de justa distancia con el mundo. De esta manera, la identidad puede leerse en clave de las intensidades producidas por el impacto de la racionalidad política sobre el cuerpo, toda vez que provoca un marco de inteligibilidad que propicia la apropiación del sujeto sobre sí mismo y la subsecuente pertenencia a una determinada configuración social.

En síntesis, proponemos que las identidades pueden comprenderse como figuras intersticiales, es decir, que funcionan como amalgama del entre en torno a la división normativa de los cuerpos y la política diseñada para ajustarse/ajustarlos a esta. Comprendemos esto como la emergencia de un nuevo plano de regularidad, que considera un modelo de vinculación entre el yo y los otros, marcado por procesos de exclusión que emergen desde los modelos rituales micropolíticos securitarios contemporáneos, disponiendo al sujeto y al individuo como figuras análogas. Se trataría de un principio en que los modelos de privatización de la existencia habilitan un régimen de vinculación predefinido por un sentido de temor permanente frente a una alteridad incontrolable y, por lo mismo, amenazante.

6. Conclusiones

En los apartados precedentes hemos intentado desarrollar una breve cartografía teórica, orientada a mostrar la posibilidad de abordar una analítica de los vínculos entre el miedo y el gobierno desde una perspectiva que releve el carácter fundante de esta emoción humana para explicar los fenómenos políticos actuales. No obstante, a diferencia de los desarrollos teóricos canónicos asociados a la filosofía y las ciencias sociales, hemos propuesto que el miedo debe ser comprendido como un nodo articulador de las nuevas formas de gobierno, específicamente en términos de los procesos de subjetivación relacionados con prácticas y tecnologías que se enfocan, cada vez más, sobre las formas micropolíticas de la experiencia humana, alejándonos así de los modelos interpretativos que vinculan el miedo y la política desde una perspectiva institucional.

Asimismo, hemos intentado descentrar la problemática de la perspectiva interiorista o psicológica, al presuponer el carácter histórico y situado de los fenómenos emotivos. En este sentido, hemos considerado que las lecturas interioristas psi y evolucionistas que dan cuenta de este fenómeno emocional tienden a depositar su confianza en una visión universalista del hombre, cosa que, como hemos intentado argumentar, parece no problematizar las bases epistémicas y políticas contenidas dentro de los mismos límites que componen la subjetividad.

En esta línea, hemos argumentado que el miedo ocupa un lugar intersticial, habilitando determinados modos de vinculación dentro del espacio social. Esto sería posible gracias a su carácter composicional, es decir, a determinadas prácticas y tecnologías que prescriben, en sus principios fundantes, una referencialidad mítica a una dimensión humana que se resuelve en torno a modos de gestión y administración de la violencia, instalando así nomenclaturas semiótico-materiales del orden que atraviesan los cuerpos que componen las mismas estrategias de gobierno. Dichas prácticas obligan a repensar el problema del poder, ya no en torno a un esquema de relaciones interiores y exteriores centradas en el esquema de la dominación vertical, sino en cuanto a las formas de subjetivación que componen la posibilidad de experiencia humana en torno a modelos de vida securitarios y privados. En esta línea, es posible comprender el miedo como una matriz tecnológica de socialización que comporta una visión productiva, aun cuando sea vivenciado de manera reactiva por los cuerpos individuales que se encuentran acechados por un ambiente externo cada vez más amenazante.

Alrededor de este esquema es que hemos propuesto el vínculo gobierno-miedo-identidad como una configuración efectiva para el aseguramiento de las actuales tecnologías de gobierno; pues las identidades se erigen como tecnologías de securitización que aseguran formas de protección frente a formas de violencia política que se encuentran cada vez más latentes y diseminadas en los espacios cotidianos, determinando así las posibilidades de experiencia. Lo anterior se lograría mediante una introyección del conflicto político, provocando una disputa entre la materialidad de los cuerpos individuales y sus respectivos modos de enunciación semióticos. Cabe notar, no obstante, que la interiorización a la que nos referimos no corresponde a un nuevo modelo de psicologización de las experiencias emocionales –aun cuando sea, de hecho, uno de sus efectos más (pre)visibles–, a la manera de una interiorización psicoanalítica de una pulsión de muerte que acecha la vida, sino más bien al modo en que los cuerpos se (re)afirman reactivamente a partir de la demarcación de sus propios límites –interiores y exteriores a la vez–. En este sentido parece ser que el miedo, más que dividir y fragmentar, aglutina y compone ensamblajes individuales y sociales desde los cuales todos y todas se puedan sentir identificados y puedan hacer una experiencia común. Solo que, paradójicamente, dicha experiencia común es la experiencia de la inmovilidad y la desafección.

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Notas

1 El presente trabajo es parte del proyecto Fondecyt 11170567 “El miedo comodispositivo de clasificación del sujeto político en las sociedades globales”.
2 Profesor asistente del Departamento de Filosofía de la Facultad de Artes Liberales e investigador asociado al Grupo de Investigación en Lenguajes y Materialidades de la Universidad Adolfo Ibáñez.
3 Hablamos de las pasiones aludiendo a su sentido etimológico passio, ligado a la noción de sufrimiento. Tal y como propone Ahmed (2015), es curioso que este término comparta la misma raíz latina con pasivo. Esta afirmación nos sirve como punto de partida para sostener nuestra tesis respecto del lugar que ocupa el temor, en tanto emoción, como una condición que remite a un riesgo, a saber, el de nuestra propia pasividad frente a un modelo político centrado en la conducción de las conductas de los miembros de una comunidad política.
4 Tal y como señala Nussbaum, el giro afectivo o affective turn, cobra un potencial novedoso en la medida que resitúa la comprensión de las emociones, ya no desde una perspectiva psicologicista, sino desde un prisma que se centra en las prácticas sociales y culturales donde germinan.
5 Suscribimos la visión según la que el miedo, en tanto afecto, no podría ser considerado como una cosa propia del mundo de los objetos estáticos. En otras palabras, nos retrotrae, como señalan Deleuze y McKim, siguiendo el pensamiento spinioziano, a la idea de un estado de ser afectado, lo que supone un intersticio entre el sujeto afectado y el objeto que provoca la afección. Este estado intermedio, intersubjetivo, supone una unidad dinámica relacional en el evento que propone una determinada forma de transición, un orden, que separa y, a la vez, define y delimita al sujeto y al objeto involucrados.
6 Dicha concepción se ve claramente reflejada en el realismo político propuesto por Maquiavelo. A pesar de que reconoce que, idealmente, el príncipe debe ser digno de amor y admiración, no duda en proponer la necesidad de incitar el miedo en caso de que las circunstancias lo requieran.
7 Como nos propone Benjamin, la violencia mítica en el proceso de fundación del derecho es doble: por un lado, la que tiene como fin ese derecho; por otro, la violencia que a partir de la fundación de ese derecho se engendra.
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