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Formas de creencia en el cine chileno

Forms of Belief in Chilean Cinema

Pablo Corro Penjean
Pontificia Universidad Católica de Chile, Chile

Formas de creencia en el cine chileno

Revista de Humanidades, núm. 41, pp. 201-226, 2020

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 22 Mayo 2019

Aprobación: 01 Agosto 2019

Resumen: En cien años de cine chileno las figuras de la religión o de la creencia metafísica se manifiestan con recurrencia. El catolicismo como poder social y como moral insiste en la ficción y en el documental mediante la figura del sacerdote, sin embargo, esta presencia no sobrepasa la función dramática o la confrontación del argumento con la historia. El presente artículo profundiza crítica, estéticamente, en estos fenómenos buscando una conciencia cinematográfica, es decir, espacial, temporal, audiovisual, que exponga lo religioso y lo metafísico, búsqueda que encuentra obras en el cine reciente.

Palabras clave: cine chileno, religión, religiosidad, metafísica.

Abstract: Figures related to religion or metaphysical belief have repeatedly appeared in films during a hundred years of Chilean cinema. Catholicism as a social power and source of morality insists, in fiction and documentary works, through the figure of the priest. However, the function of the priest does not surpass a dramatic element or a confrontation of the argument with History. This article delves critically and aesthetically into these issues, searching a cinematic consciousness (via spatial, temporal and audiovisual aspects) that may expose the religious to the metaphysical; this search is found in recent films.

Keywords: Chilean cinema, Religion, Religiosity, Metaphysics.

Confrontaremos la religiosidad del cine chileno en función de sus convicciones invisibles metafísicas. El corpus selecto –que comprende entre 1929 y 2018– conecta casos ficcionales y documentales; el principio de verosimilitud de unos y otros descubre una falta de control o de estabilidad de sus límites precisamente cuando asume el tratamiento de esa invisibilidad, cuando encarna en esta religiosidad variable.

El planteamiento de Rosellini, punto final de algunos de sus apuntes sobre lo característico del neorrealismo italiano, enuncia el eficaz cruce poético en este movimiento entre documental, ficción y religiosidad.

Luego la forma “documental” de observar y analizar; por tanto, el continuo retorno, incluso en la documentación más estricta, a la “fantasía”, ya que en el hombre hay una parte que tiende a lo concreto y otra que tiende a la imaginación. La primera tendencia no debe sofocar a la segunda. Por último, la religiosidad. En la narración cinematográfica la “espera” es fundamental: toda solución surge de la espera. Es la espera la que hace vivir, la espera la que desencadena la realidad, la espera la que, tras la preparación, permite la liberación. (204)

Religiosidad, en esta exégesis del cine chileno, significa, tal como ocurrió icónica, argumental y cinematográficamente, en el devenir del cine italiano entre 1945 y 1965, la animación espiritual del mito, el drama institucional y el drama popular de la religión, con sus particulares delimitaciones audiovisuales de lo trascendente.

El tópico de lo metafísico, también en el cine chileno, es propicio para las mezclas expresivas de la ficción y lo documental, para el desplazamiento de sus lindes. Puesto que la mixtura entre esas disposiciones hacia lo real –que se puede comprender como una dosificación variable de la subjetividad comprometida en la representación– es una simultánea operación discursiva sobre la facticidad del mundo y sobre su virtualidad imaginaria, sobre la irremediable virtualidad de su manifestación discursiva, resulta coherente que la presencia de la fe contribuya a esa intención antiacadémica de distinciones entre lo objetivo y lo subjetivo para el cine.

La creencia es una actitud hacia lo visible, una dependencia significativa, un término causal de lo invisible, primera distinción entre el hombre de la fe y el de la razón, por más residual, funcional, que sea su convicción de esta. La consistencia figurativa, narrativa, de lo invisible, que comprende el enorme arco de la imaginación que conecta al mito con la religión, no es una reducción de lo invisible, solo su conducción sensible, el aparataje expresivo para lo metafísico, cielo, mundo subterráneo, dimensión espiritual, un plano de convergencia, de identidad, por cierto, de cultura. El cine puede ser uno de esos planos de consistencia.

Si en función del cine chileno y desde el tópico de la creencia pudiésemos aportar algunas reflexiones o mejor algunas evidencias sobre las teorías acerca de la estabilidad de los límites entre no ficción y ficción, o sobre el fenómeno más bien reciente y deliberado de su confusión, el breve repaso histórico del siglo cinematográfico de Chile que emprendemos descubre inteligencias audiovisuales de lo trascendente aparejadas con la inteligencia autorreflexiva del medio.

Antes, en medio de esos gestos, la figura de la creencia en el cine chileno aparece como una forma residual de la fe, no a través del tópico audiovisual de la ritualidad del culto, que advierte como historizados y sacramentales objetos y personas, tampoco en las iconografías de Dios, aunque registraremos esos casos, sino que se presenta en la forma dramática de la religión-persona-autoridad, en la figura del sacerdote, del cura. Antes de abordarla consideremos el caso afín y particular, particular como fragmento menor, del chamán cinematográfico. Un falso precedente.

En Tierras magallánicas (De Agostini, 1931) –documental arcaico del cine chileno–, la secuencia ilustrada de motivos de representación de la Región de Magallanes que lo constituye, geografía física (mediante mapas y planos generales de fiordos, montañas, pampas, zoología, economía) y geografía humana, confundiendo al hombre blanco con las ciudades y los oficios, resalta en el relato de los indígenas –particularmente en el de los selknam– como gesto de énfasis y bache que expone el dispositivo. El episodio de Pa-chek, el monumental chamán, cazador, artesano, se ofrece una y otra vez para destacar la actividad de la ficción en la no ficción. El encuadre de espectáculo de feria, tienda o vitrina, el uso de vestimenta, de utensilios, ya desaparecidos en un pueblo agónico, importan menos que la visible y cinematográfica acción mítica de curar a un enfermo.

Por más que De Agostini señale en la leyenda precedente que “un prolongado masaje y potentes soplidos al cielo constituyen el único remedio que suministra al paciente para alejar la enfermedad”, algo asombroso retiene al cura cineasta salesiano ante la presencia activa del selknam. A modo de contrapunto figurativo, en los kaweskar no ve más que hambre, mendicidad; las prendas occidentales que les cuelgan como sus cabelleras desaliñadas sirven al documental como el registro de una actitud terminal sin siquiera sentido estético.

Vale la pena detenerse en esta diferencia de tratamiento. La misma figuración dramática brinda el cineasta jesuita Rafael Sánchez a esos indígenas en su documental Chile paralelo 56 (1959). No tenemos recursos teológicos para sostener que los sacerdotes documentalistas privilegian el caso indígena monoteísta de aquel pueblo terrestre y rechazan el politeísmo de los kaweskar, doblemente desarraigados por su trashumancia marítima. Sin embargo, creemos que aunque supersticiosas y agónicas, las manifestaciones visibles de una fe en lo trascendente expresada en la dignidad icónica de lo monumental, merecen el favor de unos sacerdotes cuyo sentido cinematográfico se lo exigen a la propia revelación.

Volviendo a De Agostini, más internado ideológicamente que el juicio del exotismo, de la superstición de los alternos, el episodio de Pa-chek plantea una patente curiosidad por lo invisible. Tal interés no es una definición de lo mágico, es algo más que el interés plástico del cura por algo en el aire que manipula el chamán y que el cinematógrafo puede registrar. El índice de esa atención es la obstinación en el encuadre y la duración de los planos, privilegiados objetivos temporo-espaciales respecto de otros motivos que también forman parte de la serie científica, geográfica y antropológica de caracterización cinematográfica de Magallanes.

El atractivo cinematográfico de la curación obedece justamente a la dramaticidad de su inconsistencia, a la causalidad inmaterial que propone. Pa-chek, rítmicamente, toma algo del aire lo lanza sobre el abdomen horizontal y la cabeza del supuesto enfermo y luego saca sin contacto de la zona pectoral algo que se afirma como un pájaro, que puede huir, y que se libera hacia el cielo, para el vuelo, con gracia circular. El panoptismo neutro o la focalización cero que ha ensayado De Agostini respecto de sus objetos, en este caso una variedad de la omnisciencia que corresponde a mostrar en su totalidad lo que se conoce plenamente, adquiere aquí tal duración enfática u obstinación dramática que –siguiendo las tipificaciones de François Niney del deslizamiento documental de lo objetivo hacia lo subjetivo– se expresa como “una ilusión peligrosa. Es la figura preferida de todas las propagandas, las cuales por definición pretenden que su punto de vista no es tal, sino que es la evidencia objetiva (garantizada por Dios, el cual está de su lado)” (76).

De Agostini en tanto religioso y científico, compone la escena mágica de Pa-chek, y también la de los cazadores, verificadas recreaciones del pasado reciente, de los sujetos residuales que visten los trajes de sus antepasados, forzando documentalmente la reunión de razón y metafísica, de esas dos conciencias, como una clásica, docta, pretensión católica, y que incluye una contribución al sentido del espectáculo que intentaban dominar algunas conciencias del cine chileno en 19311.

En cuanto a “lo real”, siempre escapa, esperémoslo, al contagio del espectáculo. Diremos (después de tantos otros) que lo que denominamos “real” es exactamente lo que difiere la posibilidad misma de una representación. Podemos simular, fabricar el simulacro de algo de ese “real”, será precisamente confesar que esa parte “de lo real” está fuera de alcance: la ficción cinematográfica es capaz, por ejemplo, de reconstituir el concilio que elige a un papa (Moretti, 2011); el cine denominado documental, no puede hacerlo, evidentemente, pero quisiera. (Comolli y Sorrell 29)

A Jean Louis Comolli y Vincent Sorrel, filósofos del cine documental, no se les ocurre ese ejemplo de un cónclave, del terror fabulesco de aquel cardenal que interpreta Trintignant a asumir el cargo de papa, solo por representar una figura en que lo político en el mundo histórico como lo inaccesible sirve para discernir críticamente las disposiciones cinematográficas de ficción y no ficción. Creemos que hay más en la referencia a Moretti. La imaginación del cónclave del filme Habemus Papam (2011) es útil porque habla respecto del cine de lo real expuesto irreductiblemente a una influencia de forma que es el espectáculo como ejemplaridad de lo estético, o como principio de disformidad que resulta del anhelo de saber qué motiva la imaginación de lo invisible. La confesión de lo real fabricado a la que aluden los teóricos, por ejemplo, desde las menudas imaginaciones de la ropa que usa el papa en la calle, fugado, esquivando su unción, hasta el cuadro de los cardenales jugando vóleibol para distender el cónclave, implica la fuga de lo real mismo en la representación. En tal sentido, la figura histórica y tragicómica de Moretti, la del pontífice que quisiera retrotraerse a la condición de un simple cura, sirve para que la distinción entre lo real y lo representado en el cine se exponga a los vaivenes de la credulidad, y a los acercamientos entre invisibilidad y trascendencia. Así podemos pasar del chamán al cura en el cine chileno.

En el sacerdote de El húsar de la muerte del filme de Pedro Sienna (1929) no está presente dios, ni como figura simbólica, legalidad trascendente o espíritu, no tiene aura ni de poder ni de noumeno, el sacerdote no porta un espacio consigo. Más bien se expresa como una cosa que se contiene alegremente. En la escena en que el atrevido guerrillero de la independencia Manuel Rodríguez se infiltra en el festejo de recepción del nuevo gobernador del reino de Chile, Casimiro Marcó del Pont, cuando se quita su disfraz y lanza una proclama independentista huyendo después por una ventana, se produce un gran terror y una desbandada entre los realistas asistentes al sarao. El pequeño sacerdote obeso, con traje claro y oscuro como de dominico o trinitario, que recién se había vuelto un ovillo ante las bromas silentes de las niñas del baile, frente al asalto revolucionario se vuelca a la euforia y grita, levanta los brazos al cielo, tal como una madre que le acaban de arrebatar al hijo, y, de esa manera, para nuestra irreductible percepción kinética, se convierte en algo así como un pequeño eje que gira, un eje que se mueve sin estar acoplado a nada y del que no hay reacción en el sistema escénico.

El húsar de la muerte dispone de todas las referencias históricas, sociales y simbólicas en tanto lugares comunes, en ello se basa la expectativa popular del director Pedro Sienna. En el plano de la forma, la falta de cuestionamiento cinematográfico de los héroes y los villanos en la película se beneficia del hábito del plano general enmarcado, del plano teatral. Pero, pese a ello. los agentes de la patria y el reino se mueven, galopan, realizan el visible acto de pensar. El Sargento San Bruno se estruja la cabeza y cierra los ojos para descubrir una serie de rostros y gestos de guerrilleros, actividad –que sujeta al dato argumental de la guerra– es una idea dinámica, un movimiento que se suma al movimiento acrobático del guerrillero. El personaje realista es el freno del revolucionario, la función de aquel es resistir al héroe que cabalga, que salta muros, que toma la delantera en la lucha. Se necesitan mutuamente, pero el relato exige más al héroe. De la imagen del cura no se puede esperar nada ni obtener nada, es un ornamento, una de las figuras del compromiso que no produce credulidad. La credulidad como tensión hacia un espacio de más sentido se expresa en El húsar de la muerte como la llanura para luchar, el callejón para cabalgarlo, para levantar polvo blanco y negro. La inactividad espiritual se expresa en la poética de Sienna como algo más que el baile del miedo, como un movimiento sin efectos.

La remisión de la figura de la religión al movimiento ornamental precisamente en una película de épica kinética compromete también la distribución desigual de las distancias figurativas con el mundo histórico. El realismo social y escénico que cada vez reconocemos más a El húsar de la muerte, precisamente en los interiores no supera al del teatro farsesco, las escenas de los encuentros del guerrillero con sus más fieles partidarios o aquella cuando roba la primera acta de la independencia de la casa del gobernador, parecieran sacrificar con telas y bastidores pintados el realismo escénico con tal de disponer de un espacio controlado donde ensayar el montaje como recurso de presentación de acciones paralelas. En cambio, el realismo como presencia de la referencialidad figurativa del mundo circundante es fuerte en los exteriores. Los genuinos potreros de la zona central de Chile en 1929, en los callejones de campo que los jinetes profundizan levantando polvo desde o hacia el punto de fuga, en la enorme y endeble estructura de barro del mayorazgo Cerda, que es la casa de la amada de Rodríguez y su provisorio refugio, constituyen por su vigencia una cierta visión cinematográfica, o sea en presente, del pasado local2. En ese sentido, la efigie desnutrida, rapada, indefiniblemente adulta o infantil del personaje pobre del Huacho Pelao, lugarteniente infantil del héroe, es una puntada de realismo entre la fábula cinematográfica y el caso documental.

En esos claros de mundo histórico, la imagen del cura es el residuo ornamental de una fe institucionalizada que el género cinematográfico secularizado, o el cine como medio técnico de representaciones masivas, en la víspera de la mesocracia chilena, sostiene aún como compromiso popular.

Si resultara admisible en esta argumentación esa tesis baziniana3 motivada por la comprensión del neorrealismo italiano emergente, que el realismo no es una cercanía ni una elevación homogénea de las imágenes del mundo histórico, sino solo la proximidad de un plano de lo real en desmedro de otro, a la vez la exaltación de una faceta de lo real y el sacrificio de otra, estos personajes de la operación de lo invisible en el cine chileno, chamán y cura, expondrían el mito y la religión a la paradojal lejanía de la figuración ilustrada o narrativa sin efecto. Esta proximidad del mito y de la religión sacerdotal reducidas a arcaísmo o caricatura es en Sienna y en el sacerdote De Agostini una evidencia del secularismo que difunde el cine.

Estas películas que surgen en la fase final de la expresión silente del cine chileno, fase técnica y estética de la expresión, pese a su intencionalidad diversa, a sus modelos opuestos, comparten una misma ansiedad argumental, argumentos como evidencias y explicaciones, y como series de historias contenidas. La profusión informativa del documental de exploración de De Agostini se corresponde con el dinamismo esquemático, cómico y trágico, del patrón épico del filme de Sienna como una inquietud argumental semejante que prefigura la disponibilidad del sonido, de la palabra. En estos casos la no ficción y la ficción chilena presonora resuelve con el paisaje de la razón hiperactiva la falta de lógica, o sea, de la palabra por venir, de una explícita posición en lo real.

Los lingüistas siguiendo el ejemplo de Emile Benveniste, distinguen dos grandes registros de expresión verbal: el relato, el cual es mimético, en el que los eventos parecerían desarrollarse y contarse por sí mismos; y el discurso que es reflexivo, el cual lleva consigo las marcas de su enunciación. Estaríamos tentados a identificar al relato con la ficción y al discurso con el documental. Aún si hay algo de verdad en eso, las cosas son un poco más complicadas. (Nieny 72)

La complicación expresiva de lo real se enrarece en el documental chileno de asunto religioso a fines de los cincuenta, la testimonialidad subjetiva y fáctica de lo social confunden lo discursivo con lo narrativo por la inquietud de la revelación de conciencia.

La forma predominante de la creencia en lo numinoso en el cine chileno es la de la religión, la creencia institucionalizada, doctrinal, la fe católica expuesta en una posición del sacerdote en la estructura social, entre o frente a otros poderes seculares: gobiernos, policía. La remisión de la figura del cura a una forma del poder casi siempre reaccionaria, a una promoción del statu quo, clausura en la mayoría de los casos la vivencia de lo metafísico en la recreación normativa de la palabra. En tal caso, y pensando en el surgimiento expresivo del sonido y de la voz en el cine, es posible advertir desde ya que en la no ficción y ficción chilenas a fines de los años cincuenta la figura religiosa del sacerdote implica una forma retórica verbal del sentido de dios o de lo trascendente. Dada la virtud para vitalizar espacios mediante un sentido axiográfico4, valórico, moral, de la geografía urbana y regional de Chile, que se expresa en develar la fe en las periferias, la palabra y la música devocionales promoverán una conciencia del espacio fotográfico, el espacio de la luz, como la sede de lo trascendente o de su huida. El logos original, luz, razón, palabra, resuelve esta conjugación estética.

En Las callampas, documental de 1957 del cineasta y sacerdote jesuita Rafael Sánchez, el plano aéreo del centro de Santiago, plano cartográfico de obertura, actúa en conjunto con la narración incesante y descriptiva del locutor Javier Miranda. Como un relato de autoridad expositiva y personal a la vez la imagen propuesta, palabra, movimiento y visión celestiales, es la de una ciudad de contrastes que permite la coexistencia cercana de lo moderno, los “rascacielos” del Paseo Bulnes, con lo miserable de la población construida con deshechos a orillas del río Mapocho. La elevación espiritual, moral y óptica de ese inicio es tanto una metáfora descendente de la revelación cristiana, parte del pertrecho simbólico del cura Sánchez, como una prueba objetiva de un conflicto de distancias físicas y sociales. En la presentación con registros de archivo del incendio de la población callampa a orillas del Zanjón de la Aguada y en la recreación de la marcha de esos mismos pobladores a un sitio que se convertiría en la población La Victoria, lo que dice el locutor contradice sistemáticamente lo que vemos y viceversa. Lo que se quiere retóricamente, lo que se busca hacer ver sobre la racionalidad de la autogestión de la pobreza, ajustando el sentido de las acciones evidentes de reciclaje de las casas quemadas a la destrucción de lo residual, no es su racionalidad económica sino la dignidad bautismal del renacimiento, cuya virtualidad material puede contener las nuevas virtuosas formas de la familia, la propiedad privada y la renuncia al sectarismo político.

El poblador con aspecto de Cristo que Rafael Sánchez hace posar entre los vecinos que trabajan afanosamente, que representa a un Jesús manso en la adversidad con una guagua en brazos, participando con sentido de ornamento entre las acciones constructivas, sosteniendo sin finalidad un madero, es una decisión icónica y dramática destinada a hacer ver la intervención de Dios en la escena cinematográfica, paso siguiente de ese primer gesto aéreo de asentamiento de la voluntad en la historia.

La fe cinematográfica de Sánchez usa el espacio, el aire, la imagen-palabra metafóricas precisamente en mitad del mundo histórico. La figura del sacerdote Del Corro, funcionario del Hogar de Cristo, propuesto, al inicio de la tercera parte del filme, como el que surge cuando amenaza el desaliento, más cinematográfico que la avioneta inicial por su conducción de un vehículo de doble tracción que traslada pobladores y materiales de construcción y que ofrece una imagen subjetiva dinámica de la enorme población de sesenta manzanas, es un testimonio no ficcional de la Iglesia comprometida, prueba dispuesta en medio de un pertrecho de argumentos espirituales de base fílmica.

En la medida en que un plano puede ser la consumación, en la duración, de la inscripción de un cuerpo en un decorado, comprendemos que los planos “amplios” o de “conjunto” llevan consigo al cine una historia, un contexto, una ficción que nunca podrá llevar consigo un plano “cerrado” si no está inscripto en una sucesión que deja ver algo de esta historia. El “plano general” obliga a la puesta en escena. (Comolli y Sorrell 265)

Por su falta de precisión esta estructura de Comolli y Sorrel se puede aplicar tanto al documental como a la ficción. En el documental chileno devocional de fines de los años cincuenta, el gran plano, efecto de la altura y de la narración omnisciente en el modo ignorante del fervor, configuran la puesta en escena de la historia.

El asentamiento fotográfico de lo sagrado en el espacio se desarrolla como un esquema en la obertura del documental Andacollo (1959). Primero es el motivo del sol que en color cinematográfico de 35 mm a fines de los cincuenta destella el lente del camarógrafo Andrés Martorell y lo explicita; segundo, al amanecer la definición sin volumen del relieve cordillerano; tercero y ya de día, la notoria vista aérea sobre las serranías de las inmediaciones de Andacollo, por último, el surgimiento, para el ojo encumbrado, de la basílica medio cegada por la bruma y el polvo de la peregrinación religiosa.

La voz de Nieves Yankovic, coautora del documental con el sonidista Jorge di Lauro, inicia la narración señalando que la película es un homenaje a la “coronada reina de la montaña” y a sus fieles devotos chinos, turbantes y danzantes. La advertencia explícita sobre el acceso devocional al fenómeno es un bloqueo de la expresión de lo subjetivo a los hábitos de la argumentación expositiva, de la utilería del conocimiento. La advertencia de la mediación cordial a lo real referencial y su expansión simbólica se expresan precisamente a través del plano celestial y el tópico visual de la luz. Este cruce de intenciones –que es de hecho una actitud no ficcional– inaugura a nivel retórico local la inesperada conjugación en el documental entre un acceso audiovisual, técnico, al sentido del mundo y el acceso o el fenómeno devocional5.

“Desde mi casa a la suya echan tres horas corrías, pero cortando los cerros una hora y media justita, pero alargando el tranco, aya ya yai, una hora no más Mariquita”. El canto de Violeta Parra que convierte el tópico espacial del camino del romero en un diálogo personal entre el devoto y la Virgen María, figurado en la secuencia documental de las siluetas de caminantes, de autos y camiones que surcan la montaña, expone la fe personal con un sentido de expresión estética colectiva, pero no masiva. El desfile de los chinos, flautistas danzantes, cuyos sones y pasos coreográficos se ven como un flujo que late, una percusión que comparece frente al altar, dialoga con el primer plano de la Virgen, en el encuadre de Andrés Martorell, en el modo de un rostro vuelto morada o territorio de destino, expresión de disponibilidad trascendente en la imagen de la consagrada. La inadecuación de las figuras eclesiásticas en ese homenaje plenamente sensorial, que quizá por lo mismo justifica el esfuerzo cromático del documental, surge de la obstinación subjetiva del tratamiento. El ilustrísimo obispo de La Serena Monseñor Cifuentes, que asiste a la ceremonia de la apoteosis cíclica de la Santa, es tratado por el documental con el interés que se le brinda a quien llega a una fiesta como yéndose, el acierto de la expresión medio asustada medio confundida de la alta dignidad, tiene una presencia de figura sin efecto, de ornamento sin continuidad, entre el desfile de los caporales de las cofradías cuyo baile y color es la prueba sin palabras de la dignidad cinematográfica documental. La restricción del personaje a una pura mirada se experimenta como una exclusión más radical precisamente donde la fe se configura mediante la palabra devocional, del ruego a viva voz, en la escena particular en que los romeros relatan cantando a la Virgen sus penalidades aliviadas.

En Las callampas y Andacollo, la cercanía histórica y la provocación subjetiva del documento cinematográfico están simultáneamente motivadas por un sentimiento religioso que considera a la distancia de la función o de la forma la figura del sacerdote. A pesar de la superación de las motivaciones ilustradas del cine chileno, tampoco a fines de los cincuenta, especie de intervalo apolítico de la no ficción, estos documentales de cineastas cristianos no logran unificar la investidura religiosa, con el sujeto de la fe y con la presencia cinematográfica del Espíritu6. En las mediaciones de la década del sesenta, bajo el impulso material y discursivo que dan al realismo cinematográfico las diversas propuestas de revolución política, la religión como asunto de fe o de poder será expuesta a sus fundamentos y tal exposición pondrá a prueba la flexibilidad de la relación entre ética y estética precisamente en el problema de lo invisible.

En el libro Explotados y benditos: mito y desmitificación del cine chileno de los 60 (2007), de Ascanio Cavallo y Carolina Díaz, con una convicción de profundidad coloquial se plantea una tesis nada escandalosa: que a Patricio Kaulen, su condición de cineasta empresario, pero más su condición de cineasta católico y demócrata cristiano, le significó la segregación de la instantánea social del nuevo cine chileno, o del mismo cine que, ya desmitificado nominalmente por los autores, fue reducido conceptualmente a las variables de lugar/tiempo, a cine chileno de los sesenta.

En este cine, según la extraña coincidencia ideológica entre Cavallo, Díaz y los cineastas socialistas del cuestionado movimiento, en su objetividad dramática o en la virtualidad audiovisual de ella, las figuras de la creencia católica no tienen densidad espiritual, son solo objetivos críticos del poder, algo así como blancos para una mira. El sacerdote que interpreta Armando Fenoglio en El chacal de Nahueltoro (1968) de Miguel Littin, cuyas palabras aterrorizan tanto al personaje niño como la visión del cristo retorcido de la iglesia pueblerina es apenas el mecanismo parlante de un espacio de poder, el de la iglesia, finalmente visto desde la altura, desde la perspectiva del juicio, coherente en este ensayo de filme judicial7. A todas las sugerencias del cura “¿quieres hacer la primera comunión? ¿Quieres conocer al niño Dios?” el pequeño dice no con un movimiento de cabeza tan enérgico como al que le va la vida en ello.

En plano americano y en leve contrapicado, el cuadro del sacerdote que interpreta Marcelo Romo en Ya no basta con rezar (1972) de Aldo Francia, es un ícono de la iglesia que lucha más por el afiche de Albornoz y Larrea que por la brevedad escénica en la que el personaje, ya sin hábito religioso, marcha con la gente y, enfrentado a la represión, devuelve una bomba lacrimógena a la policía. Francia multiplica en la película las formas de lo religioso con iglesias de Valparaíso, campanadas, casas ricas de los fieles benefactores, casas pobres, procesiones en lancha por la bahía, y sermones de la alta curia con precisiones de tal o cual encíclica. La última escena de este cura enfrentando al poder es la figura política del regreso a los hombres, del Cristo que lucha en medio de la historia. Aldo Francia se adelanta casi veinte años a los documentales de Di Girolamo, a Andrés de La Victoria (1985), y al de Patricio Guzmán, En nombre de Dios (1987). Pero ese límite no es una figura cinematográfica estética de la unión o de la dialéctica mística entre hombre y Espíritu, sino el devenir de una conciencia política. Ni el espacio ni el tiempo cinematográficos acogen los movimientos de la fe del hombre consagrado, la diversidad de lo religioso se desarrolla en la bidimensionalidad de las estampas dramáticas del mural más clásico de ese tiempo, el del culto de la acción.

La escena del velatorio del angelito de Largo viaje (1967), otro contacto al cuerpo de lo real en el devenir del cine chileno, avanza más en el sentido de una consistencia audiovisual de lo metafísico, de lo trascendente. La presentación dilatada, retardada, del recién nacido muerto, montado en un altar con traje y alas, se experimenta por la alusión a lo fuera de campo a través de la distribución escénica, la posición de los personajes, la línea de su mirada, y una escala aproximativa del sistema de planos del rito que concluye en el primer plano del niño santo. Mediante esta poética de la omisión se formula una verdadera presentación cinematográfica de la fe. “Agregar espacio al espacio”, así define Deleuze8 el sentido de la estética de lo fuera de campo, y el espacio que se agrega en la escena de Kaulen es al mismo tiempo real y metafísico. El deslizamiento permanente entre tocar la historia y presenciarla reajustada por la subjetividad, que presentan todos los filmes considerados, y que impulsa específicamente el tema de la fe como juicio de visibilidad, se expresa en Largo viaje como una conexión viva con el imaginario religioso popular, campesino, céntrico, marginal, nudo de lo arcaico. La verosimilitud de la corporeidad del niño muerto, su eficacia material como figura trucada, se construye con el canto a lo divino, con la referencia fílmica moderna de la iluminación tenebrosa de Gabriel Figueroa en Nazarín, y pictórica moderna, casi abstracta, informalista, de Arturo Gordon en su cuadro El velorio del angelito (1939).

En la revelación de la fe popular que acontece en Largo viaje no hay sacerdote, pero sí un cuerpo muerto para la historia que es eje de una devoción residual y un centro de circulación de una luz, de una duración, confundidas con palabras consagradas, por lo tanto, un cuerpo místico. Este pasaje cinematográfico sacramental creado por Kaulen no aguanta su confinamiento categorial en la etiqueta de la ficción.

Lo metafísico cinematográfico, según lo esbozado, la expansión audiovisual de lo invisible del drama de la creencia, de la religión, del mito, en los filmes recientes El Cristo ciego (2017) de Christopher Murray y Rey (2018) de Niles Atallah, resulta excepcional en todos los sentidos de lo contingente.

En la última década, el acceso realista ficcional a los templos católicos, a las moradas sacerdotales, es para hacer eco del devenir moroso de la justicia sobre los pastores perturbados por el sexo y el poder, por el dominio. Justicia social, justicia judicial y reconvención pontificia, tales son los compromisos críticos que empujan a la curia a la escena fílmica local. Acaso esté de más decir que nadie se atrevería a destinar los recursos estéticos del espacio/tiempo fílmico para afirmar la fe y su eco trascendente de un cura abusador. Hoy más que nunca la fe vuelve a la virtud profética de los pobres, de los primeros hombres, y las iglesias, devienen inmuebles9. Murray y Atallah respecto de los objetivos políticos de Matías Lira y Pablo Larraín10, están como en un génesis, en un tiempo preevangélico de la imaginación cristiana.

La técnica audiovisual, que repite la estructura lingüística del mito, puede, por ejemplo, hacernos tomar conciencia de las formas de conocimiento diferentes que el mito implica, de la posibilidad de una concepción de la temporalidad diversa de aquella que es base de nuestra historiografía. (Mariniello 147).

La confrontación lingüística de mito y política a través del cine que Silvestra Mariniello destaca en Pasolini se reitera con precisión retórica en Rey.

Orelie I°, rey de la Araucanía, en la película de Niles Atallah, es una especie de Dante que a fines del siglo XIX accede al mundo de ultratumba, por momentos infernal, por momentos un purgatorio o un cielo, el mundo de las gentes-espíritu del wallmapu y después de la Patagonia y Tierra del fuego. En cada plano compuesto con esa afección simpatética entre las cosas naturales –según el concepto de mito de Cassirer–, en el encuadre, determinación del elocuente mundo natural de bosques, selvas, ríos caudalosos de puras piedras, volcanes dormidos y encendidos, Orelie siente y reverencia las deidades que animan todo.

El realismo de la referencia histórica y contextual acotada (1860-1878) en la Araucanía, se mezcla con las filmaciones en un celuloide cuyo proceso adquiere las huellas de filmes arcaicos oxidados, manchados, coloreados o decolorados, retorcidos de tal manera por el calor o la humedad que la pérdida de frecuencia del paso de la película y su desajuste respecto del cuadro rompen la envoltura de la proyección, así, entre otros recursos, el pensamiento de lo sagrado, de la historia, exterior e interior de la causalidad del mundo, expone la materialidad del propio cine y el enrarecimiento que el tiempo material imprime a todo puede ser visto como el espectáculo de una trascendencia sin razón.

Como en el precolor del cine silente pigmentado, como en filmes memorables de Abel Gance o de Friedrich Wilhelm Murnau, en Rey la realidad se manifiesta colorida en un sentido diverso a la taxonomía de las cosas, en cierto modo como corrientes afectivas. El largometraje de Atallah sería el primer filme chileno volcado tan radicalmente en la expresión colorista de lo numinoso natural, lejos en el tiempo y casi fuera de Chile podrían considerarse como objeciones los casos de El topo (1970) y La montaña sagrada (1973) de Jodorowsky, sin embargo, no son comparables, porque los filmes del cineasta tarotista no integran el acto de la coloración del soporte fílmico.

Atallah entierra la película para que el medio físico químico marque con su causalidad opaca o su aleatoriedad la imagen. Aplica en su propuesta las estrategias del género híbrido del metraje encontrado en sentido inverso, es decir produciendo la imagen caótica del tiempo en el soporte, pero con efectos estéticos comunes: organizar narrativamente en el tiempo de la continuidad cinematográfico los retazos de gestos fílmicos indiferentes entre sí, y superponer el interés en la escritura caótica de las manchas sobre el celuloide, al servicio de una hipnosis de la abstracción o de un drama material reflejo entre historia, película y cine. La metodología y el efecto estético remiten al sentido del metacine de Bill Morrison, en sus filmes Decasia (2002) y Dawson City: Frozen Time (2016), conjugan en una visión la figura extática de lo sagrado y de la historia que se siempre se quema.

La corporeización de este personaje anecdótico en la historia de Chile, Orelie, es tan animista como sicologista, todos sus planos de manifestación obedecen a otra lógica, subjetiva o mítica. Las visiones de las sucesivas crisis de identidad del personaje, hombre de cuatro caras, danzante entre hombres con cabeza de caballo, por su aceleración física como anomalía de traspaso de 18 cuadros en 24, configuran un meta-concepto de lo arcaico. Nuevamente las figuras de la identidad histórica jugando con las de la identidad subjetiva y con tópicos relativos al origen del medio expresivo constituye la singularidad radical de una poética. En las escenas de delirio del protagonista, el maquillaje del actor Rodrigo Lisboa se suma en el montaje óptico al efecto caleidoscópico del rostro del rey Orelie. Este acoplamiento de lo teatral con lo óptico se puede interpretar como si Atallah comentara la posibilidad de la fantasmagoría física en el cine chileno, pero lo hiciera con los parámetros retóricos del cine arcaico, de las virtudes transhistóricas de Méliès, de Fausto (1926) de Murnau, o incluso del filme danés Häxan, la brujería a través de los tiempos (1922), de Benjamin Christensen, filme más próximo al Orelie real que a nosotros.

No solo la visión es el medio de la alteridad histórica de este filme, lo es en varios sentidos la palabra. Orelie, como en una tragedia de Eurípides, es juzgado por sujetos con máscaras, agentes del Estado chileno, el juicio que es un drama de la palabra como ajuste de lo real a lo legal, no admite réplicas. La vaga referencialidad al conflicto contemporáneo en la Araucanía se sugiere en este punto, quizá como en el presente la palabra-ley del nuevo Estado se aplica con máscaras y con brevedad marcial. Desde la ribera de una palabra abierta al sentido, Orelie se adentra en wallmapu, en lo desconocido y sostiene su fe ilustrada en la palabra argumental que intenta circular entre el francés, el español y el mapudungún. De acuerdo con esa virtud diplomática que es convencionalmente la aptitud oral, pero en este caso, oralidad de una palabra-idea que no es dogmática, el viajero puede sentir a través de los médium indígenas la voz de los antepasados, el parecer de las entidades metafísicas respecto de su pretensión, y en el sueño del exilio o del apocalipsis que lo lleva hasta otra tierra o a un reino posible, tierra del fuego, Orelie conversa con los oráculos corales de los árboles y bebe la savia, la miel psicotrópica que le tienden a través de las ramas como desde una ampolla farmacéutica.

La metafísica de Atallah se emparenta con la de Pasolini en Edipo (1967) o Medea (1969) por las compartidas sensibilidades trágicas y las caracterizaciones, estéticas, estrafalarias de lo arcaico. La comprensión común del núcleo de lo trágico que es la imposibilidad de fundar algo nuevo, se experimenta en la marginalidad ideológica y figurativa de ambos, de Atallah y Pasolini. El barroquismo de la figuración cultural y material, escenográfica, de los pueblos remotos, mapuche, tebano, selknam, compartida como una nostalgia premoderna, o un sentimiento antimoderno, se expone en este cine chileno de 2017 como en ese caso fílmico del cine italiano de los sesenta, expresando las intuiciones de lo metasensible como una tesis predogmática de lo divino o lo numinoso.

La reunión barroca de historiografía, política, documental antropológico, géneros ficcionales silentes, teatro, found footage, exponen el proyecto de figuración de la alteridad hasta su núcleo metafísico al juicio de la ansiedad instrumental del cine chileno. Esa recursividad es la virtud del sentido inacabado de Rey de Niles Atallah.

La metafísica cinematográfica de El Cristo ciego de Christopher Murray es propiamente teológica, de una teología cristiana que interpreta la divinidad de Cristo como una posibilidad originaria para todos los hombres en el sentido de un dios que habita a cada persona, algo ya enunciado en versión doliente por Bresson en Le journal d’une curé de campagne (1951) y en modo patético por Breaking the Waves (1996) de Lars von Trier, entre otros.

En cierta forma la figura herética de esos seguidores de Cristo liberados de la ortodoxia del catecismo católico, de los dogmas sacerdotales, que, en la práctica radical de la doctrina del amor, de la pobreza y del servicio del profeta incurren en el escándalo de la literalidad y ganan la muerte como reflejo del pastor, es para el cine, para la modernidad del cine, para lo contemporáneo, una de tantas caracterizaciones dramáticas del malentendido. Un caso proverbial de este tópico es el que propuso Buñuel en el filme mexicano Nazarín (1959)11.

Rafael, el Cristo ciego, que interpreta Michael Silva entre numerosos no actores, recorre la Pampa del Tamarugal intentando sanar personas que tienen más fe que él mismo. Como parte de un esquema heterodoxo inagotable este Cristo inexperto, triste, temeroso, como el de Pasolini o de Scorsese, se identifica con el desierto como un sitio ontológico. La opción doble por el desierto, decisión diegética y profílmica, cubre las dimensiones filosóficas de la metafísica, la del fundamento trascendente, el fundamento divino, y la del fundamento del ser propio de todos los seres, que incluso en la ortodoxia evangélica concurre en el episodio del Dios-hombre en el huerto de los olivos. Si bien Pasolini relacionó la pobreza con el eriazo en Accattone (1960) o Mamma Roma (1961), en su obra general, el yermo representó el lugar en que se expone el fundamento, así en Edipo, en El evangelio según San Mateo (1967), en Porcile (1969), particularmente en el desierto como lugar de todos los déficits caracterizadores de la existencia.

Desierto político como el de Glauber Rocha, en el Cristo ciego la Pampa del Tamarugal es, como una analogía estructural de Chile, seco, pobre y culturalmente arcaico, donde los seguidores a ultranza del ejemplo de Cristo, repiten su provocación, pasión y muerte. El desierto es el marco de una coherencia moral imposible. Como drama cinematográfico propiamente contemporáneo preceden al Cristo ciego los filmes Cristo de Montreal (1989) de Denys Arcand –basado en la novela Cristo nuevamente crucificado de Nikos Kazantzakis– y Cien clavos (2007) de Ermanno Olmi:

Mantener la inocencia del cine (no incluye el montaje) nos explica la naturaleza del ilusionismo legítimo que solo él puede ofrecer: el cineasta puede construir todas sus ilusiones siempre y cuando sus trucos no deban nada (en la medida en que estén concentrados en lo que sucede delante de la cámara) aunque en el fondo le deban todo (lo que torna los arreglos posibles y todo aparentemente real es su representación en la pantalla) a los medios específicos del cine. (Xavier 113)

Ismail Xavier se refiere a la controversia argumental entre un realismo mecánico, fotográfico, y una ficción descubierta en el mundo histórico por efecto de la duración reveladora. Tal es la estrategia de Murray en El Cristo ciego, entre su inocencia del cine y el ilusionismo está el elenco de no actores, pobladores de la pampa, que reconocemos por el modo de hablar, de moverse, por las vestimentas, por su tipo físico, como un test para nuestro sentido de la ficción y una suspicacia frente a lo documental. Pero incluso antes que las efusiones luminosas de lo santo sin fuente discernible en el plano, como riesgo de ilusionismos o alusiones a la pintura de De Ribera o Zurbarán, están las escenas de cartón de las parábolas narradas, muñecos, formas colorinches de la naturaleza, formas eufóricas por su relación con lo santo. La elocuencia enmarcada de la estampa religiosa, del cuadro religioso, plano general persistente motivado por el espíritu en forma de panorámica lenta, de travelling lateral mortificado, la combinación, como propuesta epifánica, de realismo inocente e ilusorio, deberíamos haberla identificado antes en Manuel de Ribera (2010), en ciertos cortos de asunto religioso de Mafi (2012), en Propaganda (2014), como una poética. Conforme a esta estrategia, que conviene tanto a la indagación en la fe cristiana extrarreligiosa, más bien, extraclerical, por la alusión profética, como al esquematismo de la ficción local, que no alcanza el ilusionismo de lo real, empeñada en una judicialización afásica del presente, el motivo del sacrilegio que propone El Cristo ciego, como uno de sus centros, sirve tanto a la verosimilitud de los modos locales, actuales de la fe, como a los modos del cine.

El primer escándalo, temprano, cuando uno recién se adapta a la duración del filme y busca acomodar la relación entre cine y realidad, surge de la escena del niño que le pide a su amigo que lo crucifique, como quien le rogaría a otro que empuje el vehículo con el que se quiere regresar a casa. Hay en esa imagen la sospecha de la comprensión literal del modelo, por supuesto un problema del poder de la imagen que debía incluir el de la iconoclastia. El Cristo ciego llega a un pueblo tan desértico y pobre como el suyo donde la gente venera, adora más bien, la imagen de yeso de un santo. El personaje interrumpe las rogativas y a través de un discurso parabólico sobre otros idólatras les descubre su desorientación y la vanidad de sus penitencias. El resultado de su acción iconoclasta es el de una golpiza atado a un poste que le propinan los dueños de la imagen milagrera. Contra este motivo de fijeza y de crítica al rol de la imagen material o exterior, otra vez lo sagrado se expone como imagen interior, mental/espiritual, mediante el movimiento, objetivo/subjetivo de los paneos, de las caminatas descalzo por ese espacio sin referentes que es el desierto, y por la argumentación disgresiva o mortificante de la expresión parabólica que –fuera del orden institucional cristiano– adquiere una cualidad mítica, genética, proyectiva, cíclica.

La incerteza de lo representado es la incerteza de la virtud del santo, como la propia ficción de Murray asaltado por los deslumbramientos de lo falso. Por eso este Cristo duda de su don de curar, de su discernimiento del bien y del mal, de su piedad, y afectado por esa duda experimenta revelaciones perturbadoras. Como el descubrimiento del amor en la unión sexual, o del poder enajenante, extático del sexo, cuando la madre de uno de sus amigos que le da hospitalidad lo lleva a la cama. La identidad entre éxtasis amoroso y místico es un tópico insistente del barroco, una figura de conciliación entre el salto a dios desde la razón y el salto desde los sentidos. Esa vía que la Iglesia Católica ha negado al riesgo de su ruina tiene en el cine muchos desarrollos, desde la pauta ideológica de Kazantzakis en La última tentación de Cristo (1988) de Scorsese, con la figuración dramática de María Magdalena interpretada por Barbara Hershey, o más recientemente con el breve periplo mundano de Ida, la joven monja judía en el filme Ida (2014) de Pawel Pawlikowski.

En la temprana creación audiovisual de Christopher Murray ya aparecía el tópico de la búsqueda equivocada de la epifanía. En el corto El monte de Gabriel (2009) un joven de un pueblo del norte de Santiago, Tiltil, Caleu, o Rungue, ha destinado esquemáticamente su vida al encuentro con Dios. Todos los días sube a un monte para rezar hasta dormirse esperando una señal divina y cada día regresa sin respuestas. En ese ir y venir se encuentra siempre con una muchacha escolar con quien se saluda mecánicamente. La variación ocurre cuando la joven, desnuda a la luz del fuego, interrumpe su sueño a la intemperie, se mete bajo su cobija y lo motiva a la unión sexual. Una escena más reitera el esquema de Gabriel de bajar de la montaña sin decir nada. El sexo, el cuerpo amoroso, la unión sexual, como epifanía se propone como una verdad tácita enrarecida por el sueño.

“El mundo del espíritu (que tiene pocas relaciones con el primer mundo de los espíritus, en el que las formas distintas del objeto se añadían a la indistinción del orden íntimo) es el mundo inteligible de la idea cuya unidad no puede descomponerse” (Bataille 76). Georges Bataille en su libro Teoría de la religión conjuga en el devenir de lo religioso las formas de lo sagrado mítico y de la religión-razón en la noción de espíritu. Lo que hemos buscado y valorado estéticamente en los casos más próximos es una efusión cinematográfica del espíritu que en modos dramáticos de una santidad sin hábito, descubren lo santo junto con lo cinematográfico, exponen lo metafísico y piensan la duración, la espacialidad metafísica del cine. En torno a las exposiciones cinematográficas de las circulaciones de lo visible y lo invisible para el sentido que progresan desde Largo viaje a El Cristo ciego y Rey, las controversias de la palabra, de la imagen técnica, del Estado o la historia, resultan límites explícitos plausibles, pero no más que umbrales.

Esta serie crítica no es más que el esbozo de un problema o de una genealogía representacional, pero de ella pueden surgir ideas destinadas a concebir incluso al cine local como una filosofía o una teología, lo que es distinto al concepto hegemónico de ilustración. Proponemos una idea final: que en la presencia audiovisual del espíritu todo el espacio y el tiempo sonoros, todo el movimiento, operan como un fuera de campo definido al que accedemos agregando nuestra mundanidad, nuestro realismo a lo sagrado, “agregando espacio al espacio”.

Bibliografía

Bataille, Georges. Teoría de la religión. Madrid: Taurus, 1998.

Bazin, André. “El realismo cinematográfico y la escuela de la liberación”. Qué es el cine. Madrid: Rialp, 2000.

Cavallo, Ascanio y Carolina Díaz. Explotados y benditos: mito y desmitificación del cine chileno de los 60. Santiago: Ediciones Uqbar, 2007.

Comolli, Jean Louis y Vincent Sorrel. Cine, modo de empleo: de lo fotoquímico a lo digital. Buenos Aires: Manantial, 2015.

Corro, Pablo. “Experiencia, técnica y territorio en el documental chileno de fines de los cincuenta”. Literatura y Lingüística, n.° 34, 2016, pp. 55-70.

Deleuze, Gilles. “Cuadro y plano, encuadre y guión técnico”. La imagen tiempo, 1. España: Paidós, 1987.

Mariniello, Silvestra. Pier Paolo Pasolini. Madrid: Cátedra, 1999.

Nichols, Bill. La representación de la realidad. Barcelona: Paidós, 1997.

Niney, François. El documental y sus falsas apariencias. México: UNAM, 2015.

Olalla, Joaquín. “El ‘Chacal de Nahueltoro’: un film ideológicamente aguado”. Revista PEC, n.º 351, 1970.

Rosellini, Roberto. “Dos palabras sobre el neorrealismo”. Textos y manifiestos del cine, Editado por Joaquín Romaguera y Homero Alsina. Madrid: Cátedra. 1989.

Xavier, Ismail. El discurso cinematográfico: la opacidad y la transparencia. Buenos Aires: Manantial, 2008.

Filmografía

Andacollo. Dirigida por Nieves Yankovic y Jorge Di Lauro, 1959.

El chacal de Nahueltoro. Dirigida por Miguel Littin, 1968.

El Cristo ciego. Dirigida por Christopher Murray, 2017.

El húsar de la muerte. Dirigida por Pedro Sienna, 1929.

Largo viaje. Dirigida por Patricio Kaulen, 1967.

Las callampas. Dirigida por Rafael Sánchez, 1957.

Rey. Dirigida por Nilles Atallah, 2018.

Tierras magallánicas. Dirigida por José María de Agostini, 1931.

Ya no basta con rezar. Dirigida por Aldo Francia, 1972.

Notas

1 La inercia cinematográfica que precede al tiempo de realización de Tierras magallánicas está marcada por la ilusión del cine como espectáculo, como ficción de sello genérico, especulación narrativa de la vida con singular intensidad escénica. En la década del veinte se producen éxitos de taquilla y de estilo como El húsar de la muerte de Pedro Sienna y Canta y no llores corazón de Juán Pérez Berrocal, ambos filmes de 1925. Alberto Santana funda en Antofagasta en 1926 Vitafilms, una casa productora, según sus ilusiones, destinada a convertirse en el Hollywood del norte. Y en abril de 1930 Carlos Borcosque publica el primer número de la revista Ecran cuya cobertura del cine espectáculo se prolongaría hasta fines de los años sesenta.
2 En el artículo “La aventura y la patria: El húsar de la muerte (1925) de Pedro Sienna”, Jorge Ruffinelli se centra en los elementos escénicos del filme silente y desde ese plano propiamente objetual dramático de verosimilitud histórica pasa a considerar la oportunidad de ver cierto paisaje campesino del valle de Santiago cuya fisonomía en el presente de la realización sería casi idéntica a la del tiempo diegético, segunda década del siglo XIX.
3 Propuesta en el artículo de 1948, “El realismo cinematográfico y la escuela de la liberación”, incluido en el libro Qué es el cine.
4 Bill Nichols, teórico del documental, en su obra ya clásica La representación de la realidad (1997) nos dona el concepto axiografía para considerar, como una escritura de valores en el espacio, las posiciones o disposiciones que entre figurantes y punto de vista, que se pueden analizar a la luz de las intenciones realistas. El sentido de donación es más preciso que el de inserción crítica o instrumental, porque Nichols saca poco provecho exegético de la figura al consultar las posiciones del documental respecto del acto del morir, es decir, en el límite de lo representable pierde de vista los infinitos problemas previos.
5 Confrontar el artículo “Experiencia, técnica y territorio en el documental chileno de fines de los cincuenta”, donde, a partir del análisis de los documentales Andacollo y Mimbre (1957) de Sergio Bravo, formulo un vuelco en la conciencia de la no ficción hacia la admisibilidad retórica de lo subjetivo que implica –como la parte objetual de este vuelco político– un vínculo con la territorialidad en tanto redefinición de centros y una reflexión del fundamento técnico expresivo con prioridad en lo fotográfico. En el cruce de subjetividad y poética de luz ya se prefigura en este escrito la centralidad del filme Andacollo en una metafísica documental.
6 Como una digresión respecto de lo chileno, un aparte para relativizar esta parcialidad estética respecto de los procesos generales del medio cultural, es posible considerar como excepciones en el cine occidental de este mismo período, precisamente por su ensayo en dramas de asunto metafísico, la obra de Dreyer, Bergman y Pasolini. Los tres desde posiciones alternas de diverso prestigio conjugan al sujeto de la fe, al hombre sagrado con una luz metafísica que determina un minimalismo escénico en cierto modo anticinematográfico por teatral, arquitectónico o documental. El histrionismo metafísico de la luz, a través de un minimalismo escénico como medio de lo sagrado, se expresan ejemplarmente en Ordet (Dreyer, 1955), Accattone (Pasolini, 1960), Mamma Roma (1961) y en Luz de invierno (Bergman, 1965). Reflejos de esta retórica metafísica en el cine contemporáneo los encontramos especialmente en Luz silenciosa de Carlos Reygadas (2007) y Hors Satan de Bruno Dumont, ambos con la variable argumental y dramática de la obscenidad de lo sagrado.
7 El reputado crítico de cine de la revista chilena PEC, Joaquín Olalla, en el texto que dedica al filme El chacal de Nahueltoro (número 351 año 1970) con ocasión de su estreno, califica el filme como un fallido ensayo de filme judicial. Olalla, siempre exagerado en sus juicios sobre el cine chileno, confronta la ópera prima de Littin con los filmes del cineasta francés André Cayatte, quien contribuye al género en cuestión con obras como Le glaive et la balance (1963), Les risques du metièr (1967).
8 En La imagen tiempo, en el bello segundo capítulo denominado de modo inesperadamente claro como “Cuadro y plano, encuadre y guión técnico”.
9 Así lo descubren varias partículas documentales del largometraje Dios (2019) del colectivo Mafi.
10 Directores de El bosque de Karadima (2015) y El Club (2015), respectivamente.
11 En diversos tonos dramáticos, y en función de muy diversas referencias históricas y doctrinales, con una filmografía que también incluye Simón del desierto (1965) y La Vía Láctea (1969), el ateo Luis Buñuel propone una de las más ricas teologías cinematográficas del cristianismo y el catolicismo.
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