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Santo del asesinato: entre la transformación y la reproducción en Todas esas muertes (1971) de Carlos Droguett

Yanina Flavia Guerra Soriano
Universidad Alberto Hurtado, Chile

Santo del asesinato: entre la transformación y la reproducción en Todas esas muertes (1971) de Carlos Droguett

Revista de Humanidades, núm. 42, pp. 261-286, 2020

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 18 Marzo 2019

Aprobación: 08 Julio 2019

Resumen: Este artículo se aproxima a la novela Todas esas muertes (1971) de Carlos Droguett, desde el problema de la fantasía revolucionaria individual a partir del análisis del personaje Emilio Dubois. El personaje criminal se construye sobre una fantasía estructurante que escenifica subversión, pero que al mismo tiempo reproduce ciertos parámetros de la ideología dominante como las estructuras burguesas-patriarcales que Dubois replica con quienes considera sujetos inferiores. El objetivo principal es comprender la construcción del asesino justiciero como santo del asesinato, según la descripción de la fantasía como mecanismo de simbolización que vela la presencia de la ideología dominante en las acciones del propio personaje.

Palabras clave: criminalidad, fantasía, ideología, novela chilena, Carlos Droguett.

Abstract: This article discusses the novel Todas esas muertes (1971), by Carlos Droguett, addressing its representation of the problem of individual revolutionary action as a fantasy, focusing on the character Emilio Dubois. We state that the criminal character is constructed on the basis of a structuring fantasy that stages subversion, while reproducing, at the same time, key aspects of the dominant ideology, such as the bourgeois-patriarchal scheme which Dubois replicates in his relation to others, deemed inferior. The main goal of this essay is to interpret the fantasy in which is constructed the image of the killer as a social avenger, a saint of murder, understood as a mechanism of symbolization, that veils the presence of dominant ideology in the actions of the very same character.

Keywords: Criminality, Fantasy, Ideology, chilean Novel, Carlos Droguett.

1. ¡Matar al burgués!

index

Carlos Droguett (1912-1996) publica Todas esas muertes en el año 1971, durante el gobierno de Salvador Allende. Esta novela se centra en el personaje histórico de Emile Dubois (1868-1907)2, alias de Louis Amadeo Brihier Lacroix, un emigrante francés que arriba al puerto de Valparaíso en el año 1903 y que dos años más tarde se convierte en asesino serial3. Entre 1905 y 1906 mata a Ernesto Lafontaine, comerciante francés y primer alcalde de Providencia; a Gustavo Titius, empresario alemán; a Isidoro Chaille, comerciante francés; y a Reinaldo Tillmanns, comerciante alemán. Por estos asesinatos es fusilado en 1907. Es relevante destacar que, en la realidad y en la novela, el perfil de sus víctimas es europeo y burgués –no mata a mujeres ni a pobres–. Esto se enfatiza permanentemente en la obra literaria, invitando a problematizar la criminalidad en relación con la política y, dentro de esta misma categoría, con el género.

El homicidio selectivo instala la discusión sobre la legitimidad de dar muerte según a quién se asesine o los motivos del crimen. En la novela de Droguett, lo justo se problematiza al considerar que las víctimas fueron opresores. Es más, la violencia pareciera justificarse en virtud de una dimensión emancipadora y, en este sentido, revolucionaria. En palabras de Slavoj Žižek, releyendo a Benjamín, se trataría de la violencia divina, es decir, una forma de justicia más allá de la ley, una restauración del equilibrio contra lo destructivo del progreso (Virtud y terror 211). Se distingue aquí la tensión entre violencia y revolución que motiva la reflexión sobre la posibilidad de ser un asesino revolucionario. El contexto global de esta tensión se sitúa a fines del siglo XIX y principios del XX, atendiendo a una serie de acontecimientos que responden a acciones desestabilizadoras de la estructura política, social y económica vigente, por medio del uso de una violencia que podría considerarse revolucionaria. Estoy pensando en asesinatos o intentos de asesinatos en manos, mayoritariamente, de anarquistas contra figuras políticas, agentes del Estado. Por ejemplo, en el territorio chileno destaca la figura de Efraín Plaza Olmedo, quien en el año 1912 asesina, en pleno centro de Santiago, a dos jóvenes de clase alta afirmando que pretendía ajusticiar al entonces presidente Pedro Montt y a los militares responsables de la Matanza de la Escuela de Santa María de Iquique. También sobresale el caso de Antonio Ramón Ramón (1879-1924), obrero anarquista de origen español que en el año 1914 atenta contra el general Roberto Silva Renard, ejecutor de la orden de la Matanza de la Escuela Santa María de Iquique donde fallece Manuel Vaca, hermano de Ramón Ramón. En esta misma línea, se halla en Argentina el caso del anarquista de origen ucraniano, Simón Radowitzky (1891-1956), quien en el año 1909 mata al jefe de policía Ramón Lorenzo Falcón, responsable de la masacre de la Semana Roja en la que asesinan a las personas presentes en la conmemoración del Día Internacional de los Trabajadores. Igualmente conocido es el periodista, obrero y poeta anarquista Severino Di Giovanni (1901-1931) a quien se le atribuyen, en el año 1927, dos atentados contra instituciones bancarias en la ciudad de Buenos Aires y en el año 1928 la colocación de bombas en la embajada de Estados Unidos y en el consulado italiano. Asimismo, entre los años 1880 y 1920, suceden en Europa una serie de atentados anarquistas. Jerónimo Caserio (1873-1894) asesina en 1894 al presidente francés Marie François Sadi Carnot. Michele Angiolillo Lombardi (1871-1897), periodista y anarquista italiano, mata en 1896 al presidente de España Antonio Cánovas del Castillo. El estadounidense de ascendencia polaca, Leon Czolgosz (1873-1901), asesina en el año 1901 a William McKinley, presidente de Estados Unidos. Por último, el catalán Mateo Morral (1880-1906) atenta contra el rey de España, Alfonso XIII, el mismo día de su casamiento, el 31 de mayo de 1906.

Es interesante pensar esta tensión entre violencia y revolución en el contexto en el que se publica la novela, porque se trata de un momento en que la revolución es posible. Las décadas de 1960 y 1970 en América Latina se caracterizan por la agitación social y política, que tiene como antecedentes la Revolución cubana, la guerra de Vietnam, la descolonización en África y las manifestaciones antirracistas en Estados Unidos. Estos acontecimientos hacen pensar, tal como afirma Claudia Gilman, que el mundo está a punto de cambiar y que los intelectuales tienen un papel en esta transformación (35). Cuando se publica Todas esas muertes, en Chile gobernaba el presidente socialista Salvador Allende. En este contexto, Carlos Droguett trae al presente del año 1971 una historia del 1900 que facilita la reflexión acerca de la violencia y su incidencia en las transformaciones sociales, es decir, admite pensar cuál es el lugar de la violencia en la revolución y su posible aporte en la consecución o mantención de un gobierno socialista elegido por vía democrática. De igual forma, esta historia le permite al autor exponer su preocupación por la función de la literatura y el rol de los intelectuales en los procesos revolucionarios4.

Estos antecedentes invitan a comprender el concepto de criminalidad no solo como un proceso judicial que se enraíza en actos jurídicos estatales relacionados con la aplicación y el cumplimiento de la ley, sino como un fenómeno que emana de las desigualdades sociales y que se vincula con la configuración de subjetividades subalternizadas. El personaje criminal vive en una sociedad desigual y se posiciona en ella interactuando con personas que llevan a cabo prácticas en lugares específicos. Estas interacciones develan la existencia de subjetividades subalternizadas que él no necesariamente produce, pero con las cuales replica mecanismos que las hacen posibles. Cabe señalar, que utilizo el término “subalternizadas” y no el de “subalternas” para dar cuenta de que la condición de subalternidad es una construcción activa y no inmanente, es decir, no se es subalterno como algo preexistente, sino como una condición engendrada o producida. Bajo la lectura de Aníbal Quijano, las subjetividades subalternizadas lo son desde el concepto de colonialidad, elemento que constituye el patrón mundial del poder capitalista y que impone una clasificación racial, étnica y social de la población del mundo (290).

Para abordar el concepto de criminalidad desde esta perspectiva, es útil la noción de fantasía planteada por Slavoj Žižek en El acoso de las fantasías, donde se aproxima al concepto desde una relectura de los tres registros psíquicos de la experiencia humana referidos por Jacques Lacan: lo real, lo imaginario y lo simbólico, que en conjunto posibilitan el funcionamiento psíquico de las personas. Si bien no ahondaré en estos conceptos se puede señalar, de manera general, que lo Real es lo inconceptualizable, aquello que no es ni imaginario ni se puede simbolizar porque escapa a toda significación y, por lo mismo, no se instala en el lenguaje. Carece de sentido, no porque lo real carezca de algo, sino porque los humanos no tenemos los recursos para simbolizarlo. En cuanto a lo imaginario, se constituye por medio de imágenes: mi imagen como distinta de otra. En este sentido, se relaciona con la identidad, con eso con lo cual nos reconocemos. Por último, lo simbólico tiene relación con el lenguaje, los discursos que nos rodean y su influencia sobre nuestras identidades.

Estos conceptos son la antesala para la discusión propuesta por Žižek. El autor explica la fantasía desde la figura de un velo: una tela o manto que cubre algo, pero que a la vez deja ver otra cosa, una especie de mediador de la realidad que se percibe como imágenes que nublan nuestros razonamientos (9) porque pareciera que su finalidad es ocultar algo. Si se piensa desde lo Real, podría ser ocultar el horror de lo irrepresentable o, de forma más concreta, ocultar la base ideológica de aquello que pareciera carecer de ideología, pues entre nuestros ojos, el velo y lo que vemos está la ideología infiltrándose en diversos momentos, acciones y modos de pensar, pero siempre apoyada sobre una imagen fantasmática que cumple con la función de amortiguar el impacto de ver la realidad sin el velo. Así, las fantasías –que en un primer momento se pueden concebir como algo más individual, personal o íntimo– son imágenes que inevitablemente tienen un sustrato ideológico porque conectan con imaginarios anclados en las comunidades que están compuestos por los deseos de otros sobre diversos aspectos de la vida, lo cual significa que tienen también una dimensión social:

Siempre se debe tener presente que el deseo “realizado” (escenificado) en la fantasía no es el deseo del sujeto, sino el deseo del otro: la fantasía, la formación fantasmática, es una respuesta al enigma de “Che vuoi?” –Dices esto, pero, ¿qué es lo que de verdad quieres decir al decirlo?– que establece la posición primordial y constitutiva del sujeto. La pregunta que está en el origen del deseo no es “¿Qué es lo que quiero?”, sino “¿Qué es lo que los otros quieren de mí? ¿Qué es lo que ven en mí? ¿Qué soy yo para ellos?”. (Žižek, El acoso 14)

Se desprende de este fragmento que las fantasías operan entre los sujetos, es decir, son intersubjetivas. Son necesarias para el establecimiento de relaciones sociales porque si se mirase sin el velo se vería, en las personas o en las cosas, aspectos que podrían resultar inconvenientes o incluso intolerables. El velo facilita que no nos mostremos, ni mostremos al otro, todo lo que vemos de él. Al respecto, Žižek afirma que muchas veces sabemos que las cosas no son como se nos presentan; sin embargo, por diversas razones, no lo explicitamos. Para ejemplificar esto se refiere a la autoridad simbólica de un padre o un juez. Aunque tengamos la certeza de que este sujeto es un cobarde, lo tratamos con respeto porque no se nos presenta como un cobarde, sino como una autoridad (114). La fantasía sería una forma de intervención o mediación para alivianar eso indescifrable que podría resultar catastrófico. El autor lo ilustra con las instrucciones de seguridad previas al despegue de un avión, en las que la posible catástrofe se dulcifica o amabiliza para evitar mostrar lo espantoso que podría ser ese momento.

Es en el carácter intersubjetivo de la fantasía, imbuida de ideología, donde las relaciones y deseos entre sujetos constituyen identidades en el espacio de lo común –o, en términos de Jacques Rancière, en el reparto de lo sensible–. Quiero decir que el lugar que ocupa cada sujeto en lo social y lo político tiene relación con el modo en que se fantasea a sí mismo, pero también en cómo es fantaseado por los demás. Esto significa que el lugar que ocupamos en la sociedad no solo es decidido por nosotros, sino que también por otro; y es bajo esta premisa que se configuran afectividades y maneras de relacionarse que van desde la indiferencia, la aceptación o el rechazo, que en su expresión más extrema, se transforma en asco hacia el otro construido como radicalmente diferente.

En el caso de la novela, el personaje criminal se construye sobre una fantasía de subversión, pero que, al mismo tiempo, reproduce ciertos parámetros de la ideología dominante como lo son las estructuras burguesas-patriarcales que él replica en las relaciones que establece con quienes sitúa como sujetos inferiores. Desde esta hipótesis de trabajo el objetivo principal es comprender la construcción del asesino justiciero a partir de la descripción de la fantasía como mecanismo de simbolización que vela la presencia de la ideología dominante en las acciones del personaje.

2. Un santo del asesinato: lo que muestra la fantasía

Cuando Emilio Dubois le comenta a Eugenia, una de sus amantes, que es un asesino, ella le responde: “Sí, me parece usted un hombre bueno, en cierto sentido un santo del asesinato” (Droguett 260). Esta imagen es la que Emilio Dubois despierta en las mujeres, quienes saben que es un asesino, pero aun así las cautiva. Aquí es interesante mencionar que en el cementerio Nº 3 de Playa Ancha, en Valparaíso, se encuentra una animita dedicada a la memoria de Emile Dubois, donde se lo venera como un santo popular y justiciero. La pregunta que surge es ¿por qué un criminal podría llegar a ser considerado un santo y, en ese sentido, tener el poder de seducir a las personas que lo rodean?

En las páginas iniciales, la novela distingue con claridad que existen diferentes tipos de asesinos, más o menos valiosos, según las razones que originen sus crímenes. El narrador llama “malvados pasionales” a los sujetos que matan por irracionalidad, como Caín que mató a su propio hermano por celos: “Aprendió de memoria la biografía de los criminales célebres, a quienes admiraba y alternativamente odiaba. Eran simplemente crueles o malvados pasionales, es decir enfermos, como Caín. Más bien los despreciaba” (Droguett 13). En contraste con estos malvados pasionales se encuentra Dubois. El personaje se construye a sí mismo, se imagina y se proyecta ante los demás desde cierta ética del asesinato que, entre otras cosas, le impone el mandato de no asesinar a mujeres ni a pobres. Esta selección demuestra consciencia de sus acciones y, por tanto, un razonamiento que las fundamenta. El razonamiento se podría basar en que tanto mujeres y pobres comparten una posición de subalternidad, dado que el sistema patriarcal y de clase los oprimen. Decidir no matarlos puede leerse como un acto de solidaridad o de identificación con aquellas subjetividades subalternizadas. Por el contrario, matar a quienes explotan o hacen sufrir a otras personas es un castigo, es justicia más allá de la ley. Es aquí donde aparece la imagen del vengador del pueblo que deviene asesino porque es justiciero5. Un ejemplo es la figura de Joaquín Murieta en la obra dramática de Pablo Neruda, quien actúa fuera de la ley porque no legitima la estructura legal vigente: los violadores y asesinos de su esposa están libres. Esto mismo ocurre en la literatura que trata sobre bandidos, donde el criminal puede ser héroe o villano6 en razón del contexto y de las causas que lo movilicen. En términos generales, esta categorización dependerá del lugar en que se ubique la legitimidad y su coincidencia o no con la estructura legislativa imperante, de manera que la condena social no está dirigida al asesinato en sí mismo –porque no tiene una valoración esencial (matar en sí no es ni bueno ni malo)–, sino hacia sus causas o motivaciones.

En el caso de Todas esas muertes, la heroicidad del personaje se relaciona con la época en la que transcurre la historia. Se trata del período de la cuestión social, que comprende los años 1880 a 1920 aproximadamente. En estos años, la pobreza y las desigualdades sociales se intensifican aún más y comienzan a visibilizarse en el ámbito público; se observa un incipiente, pero fuerte proceso de industrialización y también una considerable migración europea que aporta a la consolidación de la burguesía de la época. Para el historiador Mario Garcés, durante estos años la brecha entre las distintas clases sociales “se fue tensando, confrontando, reconociendo, haciéndose más evidente y expresándose en diversos campos de la vida social” (132). Este momento histórico constituye el escenario propicio para la generación de discursos alternativos sobre la construcción de la sociedad, los cuales se vinculan a la conformación de un movimiento obrero con una clara alineación anticapitalista y revolucionaria que recoge el malestar de los trabajadores en la organización de cooperativas, sindicatos, sociedades de resistencia y mutuales. En este contexto, tiene sentido la violencia revolucionaria proyectada en la figura de un justiciero del pueblo que redima del sufrimiento a quienes lo padecen. Es por ello que el personaje se vale de esta imagen para configurarse como diferente a los otros y así legitimar sus crímenes. Esos otros son europeos burgueses: cuerpos masculinos y blancos. Figuras monopólicas y explotadoras que le dan vida al capitalismo y que mantienen en condición de opresión a mujeres y a pobres a causa de su individualismo y avaricia. El criminal se refiere a uno de ellos de la siguiente manera: “Creía que iba a robarle, ¿se da cuenta? Un muerto temeroso de que le roben, un muerto aferrado a su inmundo tesoro inútil” (Droguett 70). Por esta oposición con sus víctimas es que se puede apreciar su virtud y perfección moral.

La configuración de las víctimas como sujetos desconfiados e interesados se potencia aún más cuando se las asocia al judaísmo. Hay cierto antisemitismo en Dubois que se expresa en el estereotipo del judío que acumula el capital, lo que le permite posicionar a sus víctimas como sujetos que –con sus oficios o profesiones– acentúan y reafirman las desigualdades sociales. El personaje declara: “No es verdad, no me gusta hacer sufrir, nunca me gustó, para eso está el judío que frecuenta la casa de la Carmen Cirano, tú lo conoces […] yo sufro más que hago sufrir, los muertos se terminan, son los vivos los que asumen el sufrimiento” (321-322). La imagen que construye de sí es la de un sujeto diferente, no tan malvado como los demás, pues si daña o mata no es porque el sufrimiento ajeno le provoque placer. Bajo esta representación, los asesinados no se corresponden con la categoría de víctima ni el asesino con la de victimario. Los asesinados no son víctimas –en el sentido de afectados o perjudicados– porque se cuestiona si son ellos los que padecen o si no son ellos mismos quienes hacen padecer a otros. Asimismo, el asesino desestabiliza la noción de victimario al ser construido como quien tiene la misión de impartir justicia eliminando ya no a víctimas, sino a enemigos.

La imagen de un asesino justiciero conduce a preguntarse si su actuar proviene de un anhelo colectivo, es decir, una voluntad de un sujeto del pueblo que actúa por y para el pueblo como una respuesta moral ante una realidad que le indigna, o si se trata de un anhelo individual de un sujeto que se moviliza por intereses personales. Una posible entrada a esta problemática la proporciona la categoría de fantasía que, en el ejercicio simultáneo de mostrar y ocultar, deja ver una especie de silueta o de símbolos difusos –porque no se presenta como materialidad– desde donde es posible concebirla como un mecanismo de simbolización o representación que constituye las imágenes del yo o de las identidades de los sujetos. En el caso de Emilio Dubois, la simbolización o la silueta que se advierte desde la mediación del velo, es la de un asesino santo. Esta es la imagen fantasmática que articula, orienta y modela sus deseos y los de los demás, quienes necesitan que el asesino no se mueva por el puro placer de violar la ley, es decir, desde el narcisismo de actuar solo por él, sino que se movilice por causas trascendentales que, en el caso de un asesino justiciero, sería recuperar la ley legítima y encauzar así la idea de un deseo colectivo. Se distingue aquí que el designio justiciero es justamente lo que individualiza y entrona al personaje y que, por el contrario, una acción política más estructural le quitaría espectacularidad y excepcionalidad a su propia intervención. En términos simples, la fantasía de Dubois –en tanto deseo del otro– es la de ser un asesino excepcional: justiciero y vengador del pueblo. Desde esta fantasía, Dubois imagina sus asesinatos como una transformación al estado de cosas, como la forma correcta para corregir lo que no está bien bajo la lógica de que es válido matar a los europeos burgueses porque son la encarnación del capitalismo. Surge la pregunta de si asesinarlos es revolucionario en tanto transformación radical, si afecta o cambia en algo la muerte de estos sujetos o si no son, más bien, agentes accidentales que visibilizan el capitalismo, pero de los cuales no depende su funcionamiento, pues una vez muertos el capitalismo seguirá operando y el lugar que ocupaban en el sistema será llenado por otros.

Cuando la fantasía despliega su dimensión revolucionaria, se comienza a ver un rasgo oculto y constitutivo de esta misma. Me refiero a la superioridad, un eje articulador de la imagen del santo del asesinato expresada en dos estrategias que le sirven al criminal para validarse ante los demás: su racionalidad y moralidad. Estas dos estrategias de validación son construcciones ideológicas. Aníbal Quijano explica que, desde el siglo XVII, en los grandes centros hegemónicos se elabora y establece una forma de producir conocimiento que responde a las necesidades del capitalismo: la medición, la cuantificación, la externalización (objetivación) de lo cognoscible respecto del conocedor. Este conocimiento de origen eurocéntrico es impuesto como la única racionalidad válida (286-7). La moralidad, a su vez, orienta las conductas de los sujetos bajo la idea de lo correcto o incorrecto desde una visión cristiana de la vida.

La racionalidad y la moralidad son criterios de comportamiento socialmente impuestos y concebidos como cualidades idóneas para desenvolverse en diferentes ámbitos, por lo tanto, norman las acciones y pensamientos de los sujetos, al mismo tiempo determinan lo que es legítimo mediante el modelamiento de las identidades dentro del escenario de lo normal. En tanto criminal, podría suponerse que Dubois carece de una lógica racional y que no distingue entre el bien y el mal, clasificando su comportamiento como patológico; sin embargo, el personaje demuestra permanentemente lo contrario: selecciona a sus víctimas, fundamenta sus asesinatos y explica que no los comete por placer. La novela expone, en diferentes momentos, las decisiones racionales que toma el personaje y que siempre están sustentadas en un juicio moral. Un ejemplo que ilustra cómo Dubois se valida desde la superioridad racional y moral es cuando dice que no teme a la prisión, porque sabe que las personas que administran el sistema judicial son ineptas y mediocres:

tomarán preso a cualquiera, a cualquier pobre diablo que coge peces en la poza y lo matarán sumariamente para que conserven sus sillas el juez, el verdugo y el carcelero […] a mí no me cogerán fácilmente ni tan luego, yo valgo muchos años, muchas desgracias, aún me queda trabajo. (Droguett 72)

Este saber es la característica de su identidad, base de su superioridad y legitimidad social, en tanto la identidad se entiende como la relación consigo mismo, pero en vínculo con las construcciones ajenas. En otros términos, es una señal de las identidades conformadas desde fuerzas heterónomas, es decir, externas, que responden a la pregunta por quién soy, pero también cómo quiero que los otros me vean o qué esperan los otros de mí. Intento decir que la superioridad racional y moral es socialmente valorada y deseable, lo que implica que la identidad es siempre una fantasía porque está en interrelación con los deseos de los otros y nunca es originada, exclusivamente, en el individuo. Este es el modo intersubjetivo en que opera la fantasía: como la realización de los deseos ajenos, como la satisfacción que les produce a los otros lo que el sujeto pueda ser. Desde el deseo colectivo, un asesino justiciero debe ser superior porque es un héroe. Como sujeto superior Dubois tiene el derecho a cuestionar la veracidad e importancia de quienes son los encargados de informar a la sociedad, los periodistas. Respecto a estos, el personaje expresa: “Déjalos que bramen […], pobres muertos de hambre, nunca saben nada, ni siquiera que voy a tener un hijo, esto es más importante y terrible que vociferar por un buen muerto. ¿Qué saben ellos? ¿Saben cuánta gente mató el joven Chaille?” (277). Para el criminal los periodistas son reproductores de información que están imposibilitados de razonar y reflexionar con autonomía porque su única preocupación es la sobrevivencia, de ahí que los llame “muertos de hambre”, son esclavos de su propio cuerpo. Dubois se construye como diferente porque tiene preocupaciones más profundas que la mera sobrevivencia.

Si no fuera por estas estrategias de validación, el lugar que ocuparía el criminal sería el de la marginación. A través de la superioridad que el personaje logra tomar un espacio dentro de lo común, ya que se ajusta a las formas legítimas y normalizadas de actuar y pensar. La racionalidad y la moralidad lo sitúan en una lógica de poder hegemónica, donde tiene la potestad de decidir qué vidas tienen valor y cuáles no, mostrando una parte de su fantasía: el anhelo de ser juez. Él tiene la autoridad, porque es racional y moralmente apto para juzgar y sentenciar a otros. A los europeos burgueses los despoja de la categoría de víctimas para atribuirles la de enemigos, posición que justifica la condena a muerte. Al igual que un juez que reparte justicia, su veredicto es que pobres y mujeres deben vivir. Básicamente, el personaje desarrolla una forma de hacer política propiamente masculina que consiste en:

conducir grandes rebaños con el pastor al frente armado de cayado, y los perros que impiden que se desmadre el ganado. ¡Oh, las multitudes siguiendo a un líder! El sueño de toda política masculina: la revolución de las grandes masas o la sumisión de ellas, que es lo mismo. (Sendón de León 6)

Esto responde a la pregunta planteada al inicio del apartado. El criminal seduce y es santificado en tanto varón patriarcal que lidera y dirige su vida y la de los demás.

3. Quienes tienen parte: lo que oculta la fantasía

Según el razonamiento de Emilio Dubois, hay quienes merecen vivir y quienes merecen morir. Hay quienes tienen derecho a la existencia y quienes no lo tienen, por lo tanto, pueden y deben desaparecer. Se trata de una asignación de partes dentro de la comunidad o, dicho de otro modo, una distribución de lugares para cada sujeto. Jacques Rancière llama a esto el reparto de lo sensible, un sistema de evidencias que muestra la existencia de un común y los recortes que definen lugares y partes respectivas (9). Este espacio de lo común bien podría ser la sociedad y la política. Al respecto, Rancière toma lo planteado por Aristóteles y afirma que se es ciudadano cuando se tiene parte en el hecho de gobernar y de ser gobernado. En este esquema impuesto por la hegemonía no tendrán parte los esclavos, dado que no tienen tiempo para participar en las actividades de la polis y tampoco lo tendrán las mujeres, quienes deben gestionar el espacio doméstico. Esto lleva a afirmar que la participación política no alcanza para todos, que el reparto de lo sensible “es siempre una distribución polémica de maneras de ser y de ‘ocupaciones’ en un espacio de los posibles” (53). Es un reparto polémico porque es realizado por alguien, un sujeto que determina lo que merece cada persona, lo que no siempre se corresponderá con el deseo colectivo.

En la novela, la política no puede ser parte de quienes viven en condición de sobrevivencia porque su preocupación inmediata es satisfacer sus necesidades primarias relacionadas con el cuerpo. En este contexto, se podría pensar que Emilio Dubois mata a los burgueses para crear un lugar a quienes no lo tienen; sin embargo, esta idea se desvanece cuando vemos que el personaje desprecia a las subjetividades subalternizadas. En la fantasía de ser un asesino justiciero se esconde, pero está ahí visible, la aversión que siente hacia diversos sujetos, no solo hacia quienes se encuentran al servicio de la burocracia y del Estado, sino también hacia quienes lo rodean: su cómplice Becerra, las prostitutas, sus amantes y su esposa. Todas estas personas tienen en común ser sujetos pasivos políticamente o, en el caso de Becerra, ser activo políticamente, pero desde un ejercicio más bien institucional. Este es el momento en que la fantasía muestra lo que estaba oculto o desplazado por medio de la imagen de un santo del asesinato, pues, tal como afirma Žižek, la fantasía no se esconde en ningún lugar insondable ni secreto del ser humano. La verdad está ahí mismo, desplegándose en su articulación con la ideología. Justamente por ser intersubjetiva es que se presenta como pura exterioridad.

El desprecio comporta la superioridad, expresión del enaltecimiento individual, del narcisismo, la idea de que mi persona tiene más valor que otras. Kristeva afirma que la superioridad es la reacción ante lo abyecto, pues “en la abyección se observa la rebelión del ser contra aquello que amenaza” (7); por eso mismo, el sujeto debe distanciarse de lo que le produce asco. Este distanciamiento, necesariamente, le resta humanidad a esos otros inferiorizados y despreciados. Por eso es fundamental considerar el lugar del desprecio al pensar en la imagen de un asesino justiciero, pues ¿cómo encarnar un deseo colectivo si ese colectivo suscita repulsión? Las contradicciones del personaje son visibilizadas por medio del desprecio que marca las relaciones sociales y construye desde la violencia las diferentes corporalidades: el cuerpo del pobre, el cuerpo del trabajador y el cuerpo de la mujer. Becerra, que representa el cuerpo del pobre, es caracterizado como un ser despreciable, poco confiable, borracho y ladrón. Se menciona que ha buscado sindicalizar a las prostitutas y desea ser regidor o diputado, sin embargo, esto que podría interpretarse como interés político, no es más que una forma de ascenso social y de beneficio personal:

había hecho una lista con las rameras del barrio del puerto para juntar fondos y pedirle a la intendencia que les diera carnet y atención médica en los vacunatorios. De eso hace varios años, el dinero se lo dieron y las asiladas siguen llenas de granos, sin carnet y sin inyecciones. Cuando le recuerdan eso, él se torna trémulo y dice que la plata se gasta como los zapatos, después se ríe. (154)

Esta caracterización del personaje involucra una crítica al ejercicio político institucional basado en el interés individual y alejado de crisis la social que en las calles. Este clima de agitación es representado por la novela. En una ocasión, Dubois con Becerra se ven envueltos en una protesta. Es aquí donde aparece el cuerpo del trabajador. El narrador se refiere a un obrero vociferante: “viva la huelga, compañeros, gritaba sin ganas, con pesadumbre, con constancia un viejo mientras trataba de levantar el cadáver de un joven vestido con un mameluco, viva la huelga, compañeros, decía pensativo mirando el mameluco” (Droguett 338). En esta escena, el carácter pensativo del viejo incita a preguntarse por lo fructífero de este tipo de acciones. Es un viejo desganado que contempla cómo los matan y aún así persiste, resignadamente, en esta forma de resistencia: mira el mameluco del joven muerto que es símbolo de su posición dentro de la división social del trabajo. El viejo y el joven muerto son obreros y Dubois mantiene distancia con ellos, está en la protesta, pero no es parte de ella, ya que se ve a sí mismo como un profesional:

Mi profesión es matar a la gente, a alguna gente, como los médicos, y mi situación es peligrosa porque de ninguna manera me escondo y porque no es usted la primera mujer de esta provincia que lo sabe, que conoce mi secreto y mis motivos. (260)

El personaje, por medio de una estructura paródica7 que se inscribe en la comparación con los médicos y en su estatus profesional, se hace un lugar en el reparto de lo sensible (en la sociedad y más específicamente en la división social del trabajo) y este lugar no es el que ocupa el obrero. Por esta razón Dubois no ve en Becerra a un compañero de clase, no se identifica con él ni con los trabajadores, pese a que comparten el mismo espacio social y los mismos problemas que acarrea la pobreza.

Este fenómeno puede entenderse en tanto revolución burguesa que excluye a quienes no son parte de la intelectualidad o tienen conciencia de clase, produciendo –desde lo moral– la figura del parásito8. Sujeto al que ni siquiera vale la pena matar porque no solo es inferior intelectualmente –aspecto que, por cierto, podría ser reparado ofreciendo posibilidades para que el sujeto se instruya–, sino que además es amoral, no distingue entre el bien y el mal porque está corrompido por la pobreza, el alcoholismo y las enfermedades. Hablar de carencia de moralidad remite inmediatamente a lo inhumano, por eso la relevancia de la palabra parásito que bajo una lógica especista resulta más degradante que la palabra animal, pues el parásito para vivir necesita de la existencia de otro ser vivo. Repugna porque existe como pura marginalidad al interior de otra vida, provocando daño o enfermedad. El parásito es la imagen del cómplice que no puede valerse por sí mismo, tal como Becerra que requiere al autor del delito para existir.

Al remitir a una persona a la condición de parásito no solo se la desprecia, sino que también se la sanciona moralmente. El parásito es indigno, inservible y peligroso. No cumple con los parámetros de persona. Por eso Dubois no mata a Becerra, aunque siente ganas de hacerlo: “No lo podemos matar por muchas razones, porque es pobre, pobre de espíritu y pobre de carne, pobre de ropa, pobre de sueños y de fuerza, no sabrá jamás disparar un odio ni un amor tan lejos como yo puedo” (Droguett 171). Para el personaje, los explotados y oprimidos –pobres y mujeres– no merecen ser asesinados porque sus vidas carecen de valor. No tienen dinero y no tienen la dignidad propia de las personas, son “pobres de espíritu”, lo que para el criminal es equivalente a estar muerto en vida. El personaje expresa:

Elcira, jamás he muerto a una mujer, ellos no se han fijado en este detalle, jamás he asesinado a una persona pobre, ¿para qué? Ellos ya están muertos, más muertos que estos otros, pero me gustaría hacerlo, me gustaría sentir esa fuerza, esa piedad, esa capacidad de sufrir, de hacer sufrir. (179)

En palabras de Achille Mbembe, se trata de una expulsión fuera de la humanidad que deriva en una muerte social, como los esclavos que son mantenidos con vida, pero mutilados en un mundo espectral de horror, crueldad y desacralización (33), que promueve la formación de límites, pues nadie quiere estar cerca de estos muertos vivientes. Para Sara Ahmed, es el afecto del disgusto ante lo abyecto y repugnante que establece relaciones de distancia o cercanía. Dubois evidencia, en la decisión de no matar a los pobres ni a Becerra, la animadversión que le provoca la pobreza porque no es coherente con su superioridad. Adela Cortina se refiere al concepto de aporofobia para dar cuenta de que la pobreza, el áporos, molesta (21), evidenciando que la clase social de los sujetos marca sus cuerpos y el lugar que les corresponde materialmente en la dimensión pública del cuerpo social.

Este desprecio propio de la superioridad del personaje también se dirige al cuerpo de las mujeres. Se refiere a ellas desde la humillación. Son interesadas, traicioneras e hiperemocionales. En las páginas iniciales de la novela se afirma: “Ah, mujeres teatrales y alharaquientas, gritan sin pudor como para que las escuche humillado el marido que está atornillando unos pernos debajo de un tren” (Droguett 28). Se menosprecia a las mujeres porque importunan con su emocionalidad al esposo degradado por el trabajo. A partir de esta descripción inicial, la violencia hacia las mujeres es una constante en la novela. Dubois maltrata físicamente a su esposa: “cuando él la golpeaba se quedaba quieta, un tanto agachada, humillándose como rencorosa, pero no era rencorosa” (155). A pesar de ser violentada, Úrsula es fiel a su esposo al punto que, como estrategia de protección para que no lo maten, decide denunciarlo y estando allí se pregunta: “¿De qué lo acuso para preservarlo? ¿Me pega él? […] Todos nuestros hombres nos pegan desde que rueda el mundo” (332). Se puede distinguir la naturalización de la violencia en el espacio doméstico, donde el modo de habitar lo privado responde a un patrón estructural: disciplinar a la mujer desde la manifestación subjetiva de una violencia que es objetiva9. Úrsula le reclama a Dubois: “–No vienes nunca por aquí más que cuando necesitas que te lave los guantes, la bufanda, el ruedo del abrigo o la bastilla de los pantalones. Te olvidas de ti, de mí, de nosotros” (324-325). En este caso, el personaje remite a su esposa a una manera de ser mujer: aquella que está en el hogar en permanente espera del marido, exhibiendo que el ámbito de lo privado no está exento de la infiltración hegemónica. Se maltrata a las mujeres y también se les impide la deliberación. Es el personaje masculino quien delibera: él decide cuándo llegar, cuándo marcharse, cuándo dar vida y cuándo eliminarlas. Úrsula no decide sobre ningún asunto porque al ser despreciada experimenta un proceso de desubjetivación reforzado por la organización androcéntrica de la vida que funciona bajo representaciones masculinas.

Emilio Dubois también ejerce violencia hacia sus amantes. Una escena clave es cuando descubre a Elcira junto a una prostituta negra y por ello las agrede: “vio sollozar a la negra, echarse de rodillas sollozando para enjugarse la sangre y no recordaba haberla golpeado. Elcira hipaba entre sollozos” (152). Destaca aquí la condición de subalternidad de los personajes femeninos que se acentúa desde tres dimensiones: ser mujeres, prostitutas y una de ellas negra –estigmatizada por una designación racial–. El personaje se refiere a este episodio del siguiente modo: “Una ramera negra y lampiña, de pelo duro, cerradamente crespo, ojos cegatones y atemorizados, y el feo hocico pintarrajeado con escándalo, abrazada a la otra. La otra era Elcira. Qué triste contraste, dios, qué espantoso presagio” (Droguett 152). El desprecio imbuye la situación inscribiendo la subalternidad femenina en la lógica de la repulsión que instala Dubois a través de la racionalidad y la moralidad. Si bien no se explicita, se entiende que estas mujeres son sorprendidas en un encuentro sexual lésbico10 que el personaje sanciona golpeando a la prostituta negra. Por lo mismo, alude a este descubrimiento desde la monstruosidad que se encarna en la mujer negra-lesbiana bajo su mirada de hombre-blanco-europeo. Se trata de la construcción de lo horrible, de la cucaracha a la cual alude Audre Lorde cuando se refiere a la mirada de repugnancia y de odio proveniente del ojo de una mujer blanca, que despoja de humanidad a una niña negra convirtiéndola en insecto11. En la novela esto se intensifica porque esta mujer es negra, pero además desafía la norma heterosexual.

En síntesis, es la condición de subalternidad de ambas mujeres la que transforma este episodio de violencia doméstica o subjetiva en un ejemplo de violencia objetiva, pues más que la manifestación puntual de la violencia subjetiva, este suceso deja ver lo que ellas representan a nivel simbólico y la posición estructural que ocupan en la sociedad. Por último, en esta escena de violencia y desprecio hacia la mujer negra se observa la semejanza de Emilio Dubois con quienes él asesina. Es un hombre-blanco-europeo-heterosexual que impone su masculinidad.

4. Consideraciones finales

Cuando comencé a pensar este artículo aparecieron una serie de preguntas que apuntaban a observar el carácter revolucionario del personaje Emilio Dubois, contemplando las acciones que se presentaban como subversivas y las que se manifestaban como reaccionarias. Permanecer en esa discusión era mantenerme en el plano de la dicotomía, pues pensar el carácter revolucionario del personaje me dirigía a una valoración positiva o negativa de su posicionamiento y de la puesta en práctica de cierta violencia revolucionaria que orientaba a examinar lo justo o injusto de su actuar, lo admisible o no del uso de esa violencia y lo condenable o necesaria que esta podía ser.

El problema que aborda este artículo supera las dicotomías porque al mirar la fantasía desde la construcción del santo del asesinato se observa que el ámbito del deseo y de las contradicciones no se corresponde con exactitud a una visión dicotómica de la vida. De esta manera, la pregunta se trasladó al cuestionamiento por el modo: cómo se construye el santo del asesinato según la descripción de la fantasía. El objetivo era comprender la construcción del asesino justiciero considerando la fantasía como mecanismo de simbolización que vela la presencia de la ideología dominante en las acciones del propio personaje, es decir, que cubre y oculta aspectos que evidencian la desestabilización de las dicotomías. Vale decir, que la misma novela impide examinar al personaje en relación con su bondad o maldad porque justamente propicia su problematización. Por ejemplo, aquello que parecía ser un principio ético –no matar a mujeres ni a pobres– no era más que desprecio a estas subjetividades.

Además de la pregunta por el modo, apareció la pregunta por la especificidad de ese modo que indagaba en los rasgos ideológicos que las acciones del personaje visibilizan. En este sentido, pretendía describir las acciones de Dubois en términos ideológicos. Aquí pude observar que el personaje replicaba estructuras burguesas patriarcales en acciones cotidianas como su deseo de ingresar al teatro Odeón, la repulsión por los pobres y la violencia naturalizada contra las mujeres. Igualmente, me preguntaba –con el propósito de reconocer la fantasía global y constituyente del personaje– en qué momentos de su construcción, la fantasía se mostraba como mecanismo de simbolización. Pude distinguir que la fantasía, al mostrar su dimensión revolucionaria, dejaba contemplar aquello que no se estaba viendo: que el personaje se situaba en una posición de superioridad al enaltecer lo racional y lo moral como ejes conducentes y legitimadores de sus acciones. Un pensamiento binario y excluyente propio del patriarcado como modelo cultural que autoriza y naturaliza dicotomías como la superioridad e inferioridad reforzando así jerarquías de clase, género y raza.

Con este personaje en contradicción surge la pregunta por el lugar de lo revolucionario. Una pregunta que es una proyección para otros estudios. ¿Dónde está lo revolucionario si en muchos momentos las acciones de Dubois reproducen eso que pretenden destruir? La paradójica presencia de una ideología dominante en el actuar del asesino justiciero invita a repensar el problema de la revolución y las dificultades que involucra definir lo revolucionario. En esta paradoja reside el sentido: comprender que el problema no radica en buscar la esencia de lo estrictamente revolucionario, que no conduce a ninguna parte la reflexión sobre el bien o el mal de la violencia revolucionaria. Lo interesante es leer críticamente la ideología dominante en el asesino justiciero para observar su funcionamiento y contradicciones. Básicamente se trata de pensar lo revolucionario más allá de la coherencia total de una persona. Las acciones del personaje estimulan la pregunta por la presencia de subjetividades que son suprimidas de los programas revolucionarios, ¿cuál es el papel de las y los muertos de hambre como Becerra, las prostitutas e incluso el asesino en un programa revolucionario? ¿Pueden ser parte o continúan quedando fuera? Parece necesario, si se espera no replicar dicotomías hegemónicas y excluyentes, observar de qué manera estas subjetividades participan de los proyectos políticos.

Sin duda, resulta fundamental pensar cómo resistir o deshacernos de la ideología dominante que se infiltra en nuestras vidas casi sin percibirlo. Una manera de aproximarnos a lo revolucionario podría estar en la interrogación y reflexión acerca de nuestras formas de vida y en la preocupación por cambiar estas formas y proponer otro orden simbólico (Sendón 8). En este contexto, la discusión sobre la violencia y su vínculo con la política y con el género es ineludible.

La pregunta por lo revolucionario dirige también a la necesidad de buscar esta característica en otras partes, de mover lo revolucionario hacia un lugar que se aleje del paradigma viril. Por ejemplo, podríamos buscar lo revolucionario en el cuerpo de las mujeres que son descubiertas en el encuentro sexual lésbico. Lo revolucionario podría estar en lo lésbico históricamente elaborada como insignificante, indicio de ello es la ausencia de estudios sobre este episodio en particular.

Finalmente, quisiera establecer un vínculo entre el presente latinoamericano y la necesidad de dialogar sobre la violencia revolucionaria en países como Brasil, Argentina y Chile donde el fascismo ha renacido con fuerza. Se torna necesario discutir cómo las subjetividades se posicionan ante discursos que llaman a tolerar lo intolerable: discursos racistas, clasistas, misóginos, homofóbicos, lesbofóbicos, transfóbicos, entre otros que promueve la clase dirigente. Fascismo que, por cierto, conecta con la mirada de desprecio hacia aquellas subjetividades designadas inferiores: migrantes, indígenas, mujeres, mujeres pobres o racializadas, personas LGBTIQ+ y toda subjetividad construida desde la diferencia para legitimar desigualdades y opresiones. Construcción de vidas desechables que ha derivado en asesinatos de activistas como Marielle Franco, Macarena Valdés, Alejandro Castro, Camilo Catrillanca y Santiago Maldonado, entre otros revolucionarios en un contexto que demanda cambios y transformaciones sociales.

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Notas

1 Doctoranda y becaria ANID en el doctorado en Literatura con mención en Literatura Chilena e Hispanoamericana de la Universidad de Chile. Este trabajo es parte de la investigación realizada para mi tesis de Magíster en Literatura Latinoamericana (Universidad Alberto Hurtado) y cuenta con el apoyo académico de la misma universidad. Agradezco a Betina Keizman por el impulso para escribir y a Juan José Adriasola por el acompañamiento
2 Sobre este personaje también han escrito novelas Abraham Hirmas (1916-1988), Emilio Dubois: un genio del crimen (1967), y Patricio Manns (1937), La vida privada de Emile Dubois (2004). Esta última es una especie de reescritura de la obra de Droguett y de los sucesos históricos relacionados con el personaje, sumado a elementos creativos de Manns.
3 Pablo Fuentes Retamal en “Emile Dubois: el primer asesino serial chileno y su ficcionalización en las novelas de Abraham Hirmas, Carlos Droguett y Patricio Manns”, considera a Emile Dubois como el primer asesino en serie de la historia de Chile.
4 Este es un tema que la novela desarrolla con la aparición del personaje Carlos Pezoa Véliz quien junto a Dubois reflexionan sobre la efectividad de la literatura o de la acción directa en las transformaciones sociales o, dicho de otro modo, el impacto que pueden provocar dos herramientas usadas contra quien se configura como el enemigo: la sangre o la escritura, esto es, matar al enemigo o escribir contra él. Aunque este es un tema muy interesante, no lo desarrollaré, dados los alcances de este artículo.
5 Esta representación hace pensar en el bandido social –referido por Eric Hobsbawm–, un bandido que comienza a inmiscuirse en la política (16).
6 Para observar esto sugiero revisar la selección de Enrique Lihn, Diez cuentos de bandidos.
7 La parodia, según Sklodowska, es un “artificio retórico” (6) que permite –siguiendo a Linda Hutcheon– reinterpretar una cosa desde otra dimensión considerando intersecciones que no habían sido contempladas (“La política” 10), es decir, proponiendo nuevos niveles de significado y nuevos discursos desde una diferencia crítica (“Definir la parodia” 6), lo que implica entender la parodia desde su carácter político porque coloca en primer plano elementos en conflicto mediante contradicciones irónicas (“La política” 8-9).
8 Algo no muy distinto a lo que se observa hoy cuando en las mismas poblaciones se inferioriza al otro u otra, pese a que comparte nuestros espacios y realidades. Por ejemplo, en algunos sectores populares las comunidades migrantes son violentadas, dado que –tomando lo planteado por Etienne Balibar– dentro de la clase trabajadora también se desarrollan formas de racismo que operan para distinguir entre las “clases laboriosas” y las “clases peligrosas” o miserables (327).
9 Žižek en Sobre la violencia afirma que “La cuestión está en que las violencias subjetiva y objetiva no pueden percibirse desde el mismo punto de vista, pues la violencia subjetiva se experimenta como tal en contraste con un fondo de nivel cero de violencia. Se ve como una perturbación del estado de cosas ‘normal’ y pacífico. Sin embargo, la violencia objetiva es precisamente la violencia inherente a este estado de cosas ‘normal’. La violencia objetiva es invisible puesto que sostiene la normalidad de nivel cero contra lo que percibimos como subjetivamente violento. La violencia sistémica es por tanto algo como la famosa ‘materia oscura’ de la física, la contraparte de una (en exceso) visible violencia subjetiva. Puede ser invisible, pero debe tomarse en cuenta si uno quiere aclarar lo que de otra manera parecen ser explosiones ‘irracionales’ de violencia subjetiva” (10).
10 En la obra La vida privada de Emilio Dubois, Patricio Manns recoge esta misma escena manteniendo descripciones casi idénticas, pero enfatiza en el carácter lésbico de este encuentro y en la violación correctiva que ejecuta Emilio Dubois como forma de castigar a estas mujeres que se salen de la norma heterosexual. Rita Segato afirma que “la violación se percibe como un acto disciplinador y vengador contra una mujer genéricamente abordada. El mandato de castigarla y sacarle su vitalidad se siente como una conminación fuerte e ineludible. Por eso la violación es además un castigo y el violador, en su concepción, un moralizador” (31).
11 En La hermana, la extranjera, Audre Lorde relata: “una mujer con sombrero de piel me mira fijamente. Sus labios se tuercen mientras me observa, luego baja su mirada, arrastrando la mía. Su mano enfundada en cuero tira de la zona donde se tocan mis pantalones azules nuevos y su elegante abrigo de piel. Con un movimiento brusco, se acerca el abrigo al cuerpo. Miro con atención. No veo esa cosa horrible que ella ve en el asiento, entre nosotras... una cucaracha, probablemente. Pero me ha contagiado su espanto. Por la manera en que me mira, deduzco que ha de ser algo muy malo, así que yo también tiro de mi anorak para retirarlo de allí. Levanto la vista y veo que la mujer continúa mirándome fijamente, con las fosas nasales y los ojos muy dilatados. Y de pronto me doy cuenta de que no hay ningún bicho arrastrándose entre nosotras; a quien no quiere que toque su abrigo es a mí. Las pieles me rozan la cara cuando la mujer se levanta recorrida por un escalofrío y se agarra a un asidero mientras el tren acelera. Reacciono como cualquier niña nacida y criada en la ciudad de Nueva York: me apresuro a hacerme a un lado para hacerle sitio a mi madre. No se ha pronunciado ni una sola palabra. Me da miedo decirle cualquier cosa a mi madre porque no sé qué he hecho. Dirijo una mirada furtiva a los costados de mis pantalones. ¿Tendrán algo raro? Está sucediendo algo que no comprendo, pero nunca lo olvidaré. Sus ojos. Las fosas nasales dilatadas. El odio” (Lorde 55-6).
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