Artículos

Ximena Rivera: la gramática de la suspensión o el desorden razonado de los sentidos

XIMENA RIVERA: The Grammar of Suspension or the Reasoned Disorder of the Senses

Nadia Prado
Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación, Chile

Ximena Rivera: la gramática de la suspensión o el desorden razonado de los sentidos

Revista de Humanidades, núm. 42, pp. 305-342, 2020

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 05 Febrero 2020

Aprobación: 20 Abril 2020

Resumen: Este artículo es una lectura de la Obra completa de Ximena Rivera, en que se reflexiona acerca del ser entre modulaciones que exuda su escritura, su afición solitaria, lejos de la dicción de la pertenencia, que manifiesta un ser-con, que difiere de sí mismo, del deseo de identidad que la incomoda y que escribe desde ese desajuste. El sujeto alterado en la poesía de Rivera se estremece y es crítico con su oficio, que graba una intensidad lúcida, sostenida en su fragilidad y en un enfático ser quien es. Es un yo, como su palabra, que dialoga con su (im)potencia y en disenso consigo misma. Su resistencia es ya no resistir. Esta extrañeza con el espacio que habita se inscribe en su carne y en su escritura. Se deja de ser algo, para ser entre modulaciones, en el impoder mismo de pensar, en la indefensión, en la memoria que extravía, en la sangre que olvida la sangre y aparta. La subjetividad se incomoda, se disuelve y ese impoder, esa impotencia de ya no poder pensar se poetiza.

Palabras clave: poesía, impoder, desajuste, ser-con, extrañeza, Ximena Rivera.

Abstract: The following paper is a reading of Obra Completa by Ximena Rivera. The reading will reflect upon what it means to be tangled in the modulations that her writing oozes, its solitary fondness, away from a diction of belonging that expresses as a being-with (mitsein), which differs from itself and the longing of identity that disturbs her and writes this imbalance. The altered being in Ximena Rivera’s poetry shivers, it’s a critic of its own trade, carrying a lucid intensity sustained by its fragility and by an emphatic to be who one is. It’s the I, as words, who dialogues with her (im)potency and dissents with herself. Her resistance is not to resist. This uncanniness and disagreement of the space she inhabits is inscribed in her flesh and in her writing. There is a sense of not being something anymore, so as to be tangled in modulations, in the unpowerness of thinking, in defenselessness, in the memory that goes astray, in the blood that forgets the blood and sets aside. Subjectivity is disturbed, it dissolves, and that unpower, that impotency of not being able to think, is poetized.

Keywords: poetry, unpower, imbalance, being-with, uncanniness, Ximena Rivera.

index

Revista de Humanidades Nº 42 (julio-diciembre 2020): 305-342 ISSN: 07170491

XIMENA RIVERA: LA GRAMÁTICA DE LA SUSPENSIÓN

O EL DESORDEN RAZONADO DE LOS SENTIDOS 1

XIMENA RIVERA: The Grammar of Suspension or the Reasoned Disorder of the Senses

Nadia Prado

Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación

Departamento de Filosofía, Facultad de Filosofía y Educación

Av. José Pedro Alessandri 774, Ñuñoa, Santiago, Chile

nadia.prado.campos@gmail.com

Resumen

Este artículo es una lectura de la Obra completa de Ximena Rivera, en que se reflexiona acerca del ser entre modulaciones que exuda su escritura, su afición solitaria, lejos de la dicción de la pertenencia, que manifiesta un ser-con, que difiere de sí mismo, del deseo de identidad que la incomoda y que escribe desde ese desajuste. El sujeto alterado en la poesía de Rivera se estremece y es crítico con su oficio, que graba una intensidad lúcida, sostenida en su fragilidad y en un enfático ser quien es. Es un yo, como su palabra, que dialoga con su (im)potencia y en disenso consigo misma. Su resistencia es ya no resistir. Esta extrañeza con el espacio que habita se inscribe en su carne y en su escritura. Se deja de ser algo, para ser entre modulaciones, en el impoder mismo de pensar, en la indefensión, en la memoria que extravía, en la sangre que olvida la sangre y aparta. La subjetividad se incomoda, se disuelve y ese impoder, esa impotencia de ya no poder pensar se poetiza.

Palabras clave: poesía, impoder, desajuste, ser-con, extrañeza, Ximena Rivera.

Abstract

The following paper is a reading of Obra Completa by Ximena Rivera. The reading will reflect upon what it means to be tangled in the modulations that her writing oozes, its solitary fondness, away from a diction of belonging that expresses as a being-with (mitsein), which differs from itself and the longing of identity that disturbs her and writes this imbalance. The altered being in Ximena Rivera’s poetry shivers, it’s a critic of its own trade, carrying a lucid intensity sustained by its fragility and by an emphatic to be who one is. It’s the I, as words, who dialogues with her (im)potency and dissents with herself. Her resistance is not to resist. This uncanniness and disagreement of the space she inhabits is inscribed in her flesh and in her writing. There is a sense of not being something anymore, so as to be tangled in modulations, in the unpowerness of thinking, in defenselessness, in the memory that goes astray, in the blood that forgets the blood and sets aside. Subjectivity is disturbed, it dissolves, and that unpower, that impotency of not being able to think, is poetized.

Keywords: poetry, unpower, imbalance, being-with, uncanniness, Ximena Rivera

Recibido: 05/02/2020 Aceptado: 07/04/2020

Bajo esta costra de hueso y piel, que es mi cabeza, hay una constancia de angustias, no como un punto moral, como los razonamientos de una naturaleza imbécilmente puntillosa, o habitada por un germen de inquietudes dirigidas a su altura, sino como una decantación en el interior, como la desposesión de mi sustancia vital, como la pérdida física y esencial (quiero decir pérdida de la esencia) de un sentido.

A. Artaud, El pesa-nervios

Terminé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu.

J. A. Rimbaud

1. Ser entre modulaciones

Lo que yo soy entre una modulación y la siguiente se borra (Obra completa 84)

La poesía de Ximena Rivera2, a mi parecer, constituye uno de los momentos más singulares y de ruptura más sugerente en la poesía chilena de los últimos años y en la producción estética del contexto dictatorial y posdictatorial. Opresión en que el arte tuvo que ensayar nuevas significaciones frente a la inseguridad y la violencia que desmanteló real y simbólicamente nuestra cultura. Este apremio impulsó la emergencia de múltiples alteridades y una escritura no clausurada en su interioridad, que no suprime el obrar en diálogo y en resistencia contra los aparatos opresivos. A pesar de ello, la poesía de Rivera no es heroica, no cae en el estereotipo de lo indomable o la gesta, sino que interpela desde su vulnerabilidad y falta de autosuficiencia, lejos del discurso institucionalizado o de la estridencia militante y partidista, en que se corre el riesgo de ser devorados y devueltos al canon, irrigando cualquier fragilidad hasta hacer desaparecer a los sujetos caídos.

La poesía de Ximena Rivera se dio a conocer en un primer momento y casi en su totalidad gracias a la Obra reunida editada por Ediciones Inubicalistas, que luego se transformó en Obra completa3, acierto editorial de Libros del Cardo de la poeta Gladys González, con un agregado: las tres cartas que envía a su amiga Lucy Oporto, en 1988, mientras vivía en un hogar de la Población Pompeya Sur. Estas cartas nos donan una nueva operación de lectura de una poeta escasamente estudiada, que corrió fuera del “espeso y oscuro bosque de vanidad y autorreferencia de nuestro campo literario” (Henrickson s/p), cuyo desinterés por los sujetos desechados, pobres –como la propia Rivera expresó respecto de sí misma– no la consideró. No hubo soporte, redes ni interés para una escritura que no se avenía con la hegemonía del circuito literario chileno. No fue a la par con la crítica judicativa ni con sus políticas administrativas y de estandarización de la cultura de la posdictadura, porque en un gesto contrario a la asimilación y a la exhibición, la autora estrechó la relación vida-escritura. A este respecto, me parecen pertinentes las lecturas de Henrickson y Oporto en relación con la exclusión en la que vivió, como ocurre con todas las marginaciones de clase, etarias, de género, enfermedad, edad, raza y sexuales, que en nuestras sociedades siguen existiendo amparadas por la ley, sin embargo, “ser socialmente reconocida significa también estar tabulada, vigilada y regulada” (Riley 12).

Es indudable que Ximena Rivera, como señaló Lucy Oporto en la presentación de Obra reunida:

escribe desde una aguda conciencia de la separación, […] desde esa conciencia extrema y dolorosa, se erige un deseo radical de la presencia de un otro […] Deseo y esperanza […] que también se extienden a una compleja metafísica del lenguaje y una epistemología derivada de aquella, de carácter místico, en busca de una nueva lengua y sus irradiaciones. (Oporto 3)

La poeta y filósofa inglesa Denise Riley, en “El derecho a estar sola”, interroga este deseo de soledad que, en muchos casos, es dichoso y no una carga. Riley objeta esta masiva y totalitaria dicción de la pertenencia (3) preguntándose si es cierto o no que deseamos la inclusión social o estar rodeados de una masa familiar y pública. Pareciera ser que “vivir sin lazos sociales visibles es imperdonable” (14). Se pasa por alto que “esta soledad frecuente puede ser deseada voluntariamente por su portador, o apenas tolerada, obligada; pero siempre la encubre un dejo de vicio” (14)4.

No será acaso este impulso a la inclusión, que sostiene un nosotros retórico, más un miedo de quienes no soportan la soledad que una debilidad real, o una idea ficticia de integración, adhesión, afiliación o admisión a un grupo o a otro. Después de todo, quién decide “quién y qué queda dentro y qué no […] Es necesario luchar por lo que algunas veces se denomina ‘legitimación’ de formas de vida no ortodoxas. […] en este proceso se generan nuevas jerarquías de reconocimiento social” (Riley 4). Esta conciencia de la separación, de exclusión e incomunicación de Ximena Rivera, quizás sería la misma en la muchedumbre, docilidad en lo social que nos hace sentir tan impropios. ¿Qué seríamos si no pudiésemos contar con la soledad de la noche? Rivera escribe: “Me veo tan ajena / que solo queda la soledad / para tejer la madeja del destino” (OC 58), “fui verdad solitaria / y sola” (OC 9). En la escritura esta conciencia se enfatiza, pues se escribe desde la insuficiencia, desde la insignificancia, desde el orgullo, desde la rabia y la dulzura, desde la soledad y desde el hartazgo de ella. O, quizás, el retiro sea el recogimiento que cobija ante un bullicio demasiado perturbador o, acaso, esa soledad abismal siempre está dirigida a otro.

Lo que leo, entonces, en la escritura de Rivera y su ser “apartado”, como anota Piglia en sus diarios, es que “uno escribe y elige lo imaginario porque está desajustado en relación con la vida” (Piglia, “Uno escribe” s/p)5. Dificultad, desajuste, lejanía que se nos acerca. Afán de estar solos teniendo cerca a otros. Lejanía cercana en que amamos aquello que no era un destino: escribir. “Fisgoneando, permanecemos sin límite y soportamos nuestro fin, circunscritos, sin embargo, a ese destino” (Prado 10). Como señala Derrida, no somos poseedores, beneficiarios ni garantes últimos del sentido de un texto (ni del propio), como tampoco de los demás: otros textos, otros, textos otros. “Nuestra certeza de nosotros mismos halla su verdad en el Otro” (Derrida, Clamor 37).

La escritura de Ximena Rivera exhibe “una relación sin fisuras entre poesía y filosofía” (Oporto 1). Leer esa relación es atender con la mayor apertura que sea posible a ese diálogo –herencia de la máquina escritural de Gabriela Mistral– que no totaliza sentidos y que entiende la poesía como loca razón, “materia alucinada, flor de demencia, lunas de la locura” (Olea 13). Rivera unge y piensa este sujeto alterado, estremecido y mediado que no es sino una inflexión de algo más. Su poética, por ello, se abre a un pensar crítico, cuyos efectos atópicos objetan el don profético y divino del poeta que ya no está inmunizado del afuera, que registra ausencias, dudas, incertidumbre y duelos. El poema de Ximena Rivera no es un destino sino, como ella misma señala, un supralenguaje, un texto más extenso del cual somos parte: versos vivibles en que sincronizamos. El poema habla, desea, piensa desde una escucha y se enfrenta a la potencia y a la impotencia de la palabra, poetizando la “extrañeza de estar vivos” (OC 72).

Lo que marca a Ximena es precisamente que desde la obra se salta a un ámbito experiencial que conlleva la misma necesaria mediación que expulsa del plano inmediato cualquier perspectiva ingenua de comprensión. […]. Desarrolló […] la relación que asumía con respecto al oficio a un grado de extrema lucidez, reconociendo siempre la distancia entre la poesía y todos aquellos soportes del ego. (Henrickson s/p)

Rivera emprende una experiencia poética que se sostiene en su fragilidad, en una alteridad no asimilada, tampoco clausurada en su interioridad o no alterizada. Si seguimos a Riley, respecto de las jerarquías sociales, sostenemos con ella:

Solo en algunas circunstancias interpretamos la falta de reconocimiento oficial como una cruel exclusión social? […] El lenguaje arde y es histórico. Arrastra vidas o las engatusa. Hay una topografía emocional inscrita en la conceptualización espacial de la “inclusión” y la “exclusión” […] que permea todas las filosofías políticas acerca de quiénes quedan dentro y a quiénes se deja fuera. (4-5)

Frente a esto, habría que tener en cuenta “los significados volátiles de lo social” (Riley 6). ¿Cuál es el yo social o colectivo que debemos defender? Riley señala, a propósito del uso de lo social en relación con la pobreza o el problema de los otros, que:

Una respuesta gira en torno a la manera en que imaginamos que está distribuido el yo, si se desgaja y reparte entre distintos aspectos de lo social o se mantiene como una sola cosa por encima y en contra de lo social. Si postulamos que la concepción del espacio social es en sí misma metafórica […] podría ser ligeramente más fácil desenredar el problema de la “travesía” del yo hacia fuera hasta alcanzar lo social, porque sería posible postular que ya es social. Entonces el desconcertante pasaje de un reino al otro […] no tendría por qué surgir con todo el aparato de la dialéctica entre lo externo social y lo interior psicológico que la acompaña, puesto que desde un principio estamos afuera. (6)

Por cierto, el yo de Ximena es desgajado, como su palabra. Pese a todo, su poesía, sin ser vociferante ni épica, obra en diálogo con su (im)potencia y en disenso con lo concertado. Se orilla desinteresada, esquiva “la lógica serializada” (Santa Cruz 152). Para Rivera la vida ya es demasiado y la escritura no es cosa de técnicos ni de lengua de laboratorio. Escribe y cuando lo hace “el tiempo no existe, se esfuma, no nos damos cuenta” (OC 6). Es como si no existiera. Escribe y deja pasar el tiempo para hacerle “una trampa a eso que nos va a devorar” (OC 6): hablarle a alguien, desde la soledad, atravesados y devastados sin que esa agonía destelle, una vez y para siempre, en palabra. La palabra se opaca. Rivera reconoce su enojo y su resentimiento. No habla de resistencia. No resistir es ya una resistencia Su estar fuera es una forma de autodeterminación y de independencia, en palabras de Merleau-Ponty “nada me determina desde afuera, no porque nada actúe sobre mí, sino, por el contrario, porque desde un principio estoy fuera de mí y abierto al mundo” (ctdo. en Riley 6).

Encontramos en Rivera lo abierto –al mundo y a otros– en consonancia con dos poetas que ella admira: Rimbaud y Hölderlin. A Rimbaud se vincula con su carácter de vidente y de vocación por la huida. Huida en el sentido explicitado por Heidegger en Ser y tiempo, como disposición afectiva de la angustia y modo eminente de la aperturidad del Dasein (206). Estar-en-el-mundo es estar-caído en el uno y en el mundo de la ocupación, y tiene el modo de la huida ante sí mismo (207). Este huir ante sí mismo corresponde a una determinada disposición afectiva, en que el Dasein se da la espalda a sí mismo, retrocediendo. “Eso ante lo que el Dasein retrocede es un ente de la misma índole del ente que retrocede: es el Dasein mismo” (208)6. Ha sido “llevado por esencia ontológicamente ante sí mismo por su propia aperturidad” (207), por ello puede también huir ante sí mismo. La huida es ante la aperturidad. En el poema “Regreso al hogar” de Hölderlin, comentado por Heidegger, lo abierto es lo buscado que sale al encuentro, la tierra natal que interpela, que está cerca, pero que aún no se ha hallado, aún no ha acontecido lo propio, eso que Heidegger llama destinar, pero que, aun cuando sea ofrecido, se niega y se reserva (Heidegger, Aclaraciones 16). Quizás se trata de esa monotonía abisal de la que habla Rivera, en cuanto eso reservado, aunque se tope con el hallazgo, “sigue siendo lo buscado” (17). No podemos apropiarnos, no podemos tomar posesión. No al menos en la poesía de Rivera. ¿Quién conoce lo más propio? Sobre todo si lo más propio o el sentirse en casa es la huida. Dice Heidegger, a propósito de lo abierto: “Lo amistosamente abierto, eso lleno de claridad, brillante, reluciente, iluminado, de la tierra natal, todo eso sale al encuentro en un único fulgor amistoso, en una aparición que tiene lugar en el momento de la arribada a la puerta del país” (Aclaraciones 18).

¿Qué país será el de Ximena Rivera? Algo que tiene que recrear, como el día y el nombre. Una metáfora, una apariencia que se relaciona con el regreso a la tierra, con habitar y pensar: llegar a habitar. Escribe Rivera:

cuando vuelvas a tu tierra y a tu casa,

no aceptes que te pregunten

como si no entendieran tu escritura

contempla estos valles

ama las cumbres de estas montañas

y sé siempre un niño

que debido a su corta edad

discurre como un extranjero

en un país desconocido. (OC 49-50, cursivas mías)

En el discurrir-meditar, como señala Heidegger, “se forman los reflexivos, los que no pasan de largo apresurados ante ese guardado hallazgo que justamente está preservado en la palabra del poema” (Aclaraciones 34). El poetizar es lo abierto, lo que está en camino y, en ese sentido, es un encontrar, que requiere, como la nube en el poema de Hölderlin,

salir más allá de sí misma y dirigirse hacia lo que ya no es sí misma. Lo poetizado […] es algo que le sobreviene a la nube, eso a lo que la nube está aguardando detenida. La abierta claridad en la que espera detenida la nube alegra y aclara esa demora […] lo que ella condensa, lo que hace poesía, es lo dichoso, es decir, lo sereno (Aclaraciones 19).

Lo dichoso tiene su esencia en lo sereno, en lo que aclara. Un lugar abierto que abre espacio y le abre espacio a lo que viene. ¿Qué rezuma entonces la poesía de Ximena Rivera? ¿Qué le sobreviene? ¿Cómo ser justos con ella y leer su singularidad sin despojarla de su historia y su habla, sin determinarla ni asimilarla en un límite atentatorio contra su palabra y posibilidad poemática? El poema no vence a la muerte, pero sigue tocando la voz de un pensar-anterior que tantea en la desmesura de la ausencia lo que prevalece como huella, porque el poema, este en particular, es una alteración, una imagen que parpadea, un sonido y un sentido irresoluto abierto en su aperturidad y, al mismo tiempo, alteración que conduce y expulsa a la enfermedad, a la indigencia, a la lectura en el aislamiento, al desgano y al recelo.

Ya no existe la fiebre del anhelo

ni la fiebre del personal deseo

cada uno de nosotros tiene que viajar solo

[…]

para trabajar incesante

con la tristeza que hace ya tiempo encontramos

en la peculiar sospecha

de que las palabras serán probablemente

innecesarias. (OC 50)

Por cierto, viajar solo, salir más allá de sí misma y dirigirse hacia lo que ya no es sí misma. No la poesía, no el poeta, sino el poema que conjetura la escena donde se juega la incomodidad ante el espectáculo voraz del exceso autocomplaciente y el encierro de cualquier narcisismo. En la poesía de Rivera se trata más bien de dar voz a ciertas circunstancias, a lo invisible e invisibilizado, de hacerse consciente de que se es parte de una minoría atenta y disidente que no pretende crear cultos, porque el poema es entendido no como poder sino como potencia. La escritura de Rivera es ese pleito: soslaya la creencia del vocabulario anodino para dar paso a esa resistencia y a esa renuncia en el silencio que hace que “todos los versos conllev[e]n una pregunta” (OC 90) y que se ponderen las cosas “que han llegado a ser, por su ausencia, como dioses vivientes en la tierra” (OC 92).

2. El (im)poder del pensamiento

Mi pensamiento es estrecho y corto: mi pensamiento no sucede (OC 132)

Ensayo leer-escribir-velar sobre esta plural inscripción tratando de no caer en la anécdota que arriesga lo póstumo, cuyos homenajes fuera del libro no vuelven a leer sino a consolidar el cliché, olvidando la supervivencia poderosa que es toda relectura de una poesía sobresaliente como la de Ximena Rivera, que reclama ser oída, oír aún su voz en sombra y eclipsada, para poder seguir conversando con ella sin ella.

Nada avanza ni retrocede ileso luego de su decantación porque es, precisamente, lo que hace posible la operación estética de leer. Imposibilidad que lastra la poesía y que Artaud llamó impoder (citado en Blanchot 45) y que irradia desde su pérdida. La escritura de Ximena Rivera está concernida por la memoria como extrañeza, por ese impoder y por voces que registran, cantan y recuerdan, por ejemplo, a la madre muerta o a la madre maligna, como vemos en su plaquette póstuma Casa de reposo. Es un estar sola en el mundo que acarrea indefensión, desmemoria y, por ello, quien escribe se disuelve en lo pétreo de los lazos del desierto familiar, del exilio del hogar propiciado por la maldad y la falta de fe de la madre –y de los otros– para quien la hija es solo un bocado que nunca se puede digerir:

Has tenido ademanes de mala madre para conmigo, pero esto ha sido por falta de fe. Y seguidamente me expulsaste, pues nunca viviste tranquila cuando estuve a tu lado. La verdad es que fui tu bocado, el que nunca pudiste digerir. El error más grave que se podría cometer hoy es pensar que por maldad o algún rencor inconsciente, o por sencilla arbitrariedad, has citado en torno mío a los perros para que muerdan. (OC 49)

La matriz, el lazo familiar actúa como cebo que atrae, como trampa. Acecho, intriga que no se puede sortear, anzuelo –resistente a la corrosión– que obliga a morder. “Nosotros no pescamos a red, pescamos con anzuelo y carnada: es una vieja tradición familiar” (OC 86). Escalofrío, fiebre y temblor de la infancia que retorna en la mayoría de edad. Opacidad que vela y revela un porvenir, un salto entre la vida y la experiencia de vivirla. El pensamiento se despotencia exhibiendo su degradación, falla o resto entre un yo y otro, su fluctuación rotula el intermedio, el agregado, el tránsito y el pleito desde el que se poetiza. La hondura en que se intenta el vuelo irrecusable de la herida, de lo que sucede dejando de suceder:

A la manera del Antonin Artaud, soy una imbécil, porque mi pensamiento es estrecho y corto: mi pensamiento no sucede. Acá hay horarios de visita. Se rompe la monotonía, pero en la casa no sabemos si esta ruptura es algo positivo o negativo. Por ejemplo, me visitan chicos de alguna comunidad cristiana que solo tienen una imposición de venir, por compasión, a la casa de reposo. (OC 132)

Cuando Ximena alude a Artaud, usa la contracción o crasis de omisión en la forma del, y allí podemos leer el salto y cercanía de un sí a otro y, luego, ante la mirada impuesta de los demás la degradación e imposición de su pensamiento:

Pero yo entrego una imposición con respecto a mi pensamiento, por lo cual solo alcanzan a ver una especie de espejismo. Y frente a esto, se ponen a pensar en esta imposición, como si todo esto significara la señal de una existencia privilegiada aquí.

Mi yo se desgaja como un panecillo en la mesa donde ellos comen.

¿Habrán pensado alguna vez por qué no bebo agua en esta mesa? (OC 132-3)

Sin embargo, ese yo dislocado, desgajado de Rivera se reserva: “No estoy triste, no se confundan: yo soy una imbécil y mala fama me encarcela. / Pero pasa que ustedes perciben no sé qué debilidad, no sé qué amorfía en esta aseveración” (OC 133). Luego cautela su deseo: “Debilidad mi ansia de concordancia, mi hipócrita necesidad de ustedes, cuando les represento la angustia y corro a pedirles piedad por las calles” (OC 133). No obstante, ratifica mediante la ironía: “Ellos observan mi cuerpo, mi ajado cuerpo, miran mis ojos, piensan en mí. / ¿Piensan en mí? ¿En mí?” (OC 133).

El lenguaje, una de “las muchas formas de la tortura humana” (OC 50), nos mira, nos exhorta, lleva en sí la impersonalidad e infidelidad que porta todo aquello que ocurre en nosotros sin nosotros y delibera en una especie de trance7, porque la poesía, escribe Rivera, “es un acto de fe, un gran pensamiento […] No es la verdad, no es una mentira, no es la realidad […] (sino) un supralenguaje, un desorden razonado de los sentidos” (OC 5), en que el sujeto es otro que sí mismo. Pensando a Hölderlin escribe:

Me olvidé de cumplir el más terrible de los bienes,

no pronuncié palabra alguna

con las muchas formas de la tortura humana

parece

que he enterrado un futuro notable de poeta. (OC 50)

Deliberación, discrepancia de sí en que la autora, a lo largo de su trayecto poético, come, sueña, se llena de escaleras, de huesos roídos, de cielo, de abismo, de dislocaciones y dicotomías. Se vuelve un organismo que crece hacia dentro, que supura y se contraría. Y, arrojada a lo imprevisto, se multiplica para poetizar lejos del terreno almidonado de la necesidad y de cualquier identidad aséptica e invariable. Este paraíso expansivo, desorden razonado de los sentidos, este exceso dilata, dilapida sin preservación, para que muchas vidas sean posibles. Desorden en que el sujeto es otro que sí mismo, desorganizando la pragmática del sentido en pos del alivio irresuelto de la escritura en una sociedad que, como pensaba Benjamin, “ya no precisa al poeta de verdad y tan solo le da cabida como mimo” (Parque central 13).

¿Qué es eso que no marcha en nosotros?, que como una “cadena cruza y gira y sigue” (OC 90). Quizás sea la “marca de ceniza” (OC 38) en la historia que transcribe desapareciendo y disolviéndonos:

llegó la hora de disolverse

en la ceniza del tiempo que somos y no somos.

¡Farsa el tiempo!

Mas no mentira

porque veo a la niña todavía

que aún tiene latidos

veo a la mujer

veo a la madre,

silenciosa, clara, transparente

ya ida de los brazos de la muerte. (OC 30-1)

En Rivera se enfatiza esa disolución y ese impoder porque, precisamente, “la poesía está ligada a esa imposibilidad de pensar qué es el pensamiento” (Blanchot 45), gracias a “esa especie de erosión, a la vez esencial y fugaz, del pensamiento” (45) el “pensar [el poetizar] es ya desde siempre no poder seguir pensando” (citado en Derrida, La escritura 235)8, allí donde el pensar es una estela que se vuelve cada vez más difusa y se “sabe que es indispensable una forma de muerte para llegar a la vida” (OC 105) y hace estallar “la corteza de lo meramente apariencial” (OC 30).

Espejismos, junturas llaman a la alteridad en el seno de la reflexión poética, de la identidad fisurada que invoca llevando la carga del que está diciendo. Acto de simbolización en cadencia con lo ajeno y lo propio, proximidad y distancia que la hace desconfiar del lenguaje y en la sospecha de “que su pensamiento sobra [y] que sus palabras también” (OC 106). El yo se separa, se deshace, se disuelve y radicaliza su infidelidad e incoincidencia, pudiendo solo ser restituido por otro que habita extraño en sí mismo. ¿Qué es lo restante? ¿Qué excede de esta manera al sujeto? Ximena Rivera apunta en “Delirios o el gesto de responder”:

Vi que nunca el ángel del sueño

sobre el alma

tomó la forma deseada,

vi que nunca el deseo de la neblina

sobre la casa

tomó la forma deseada. (OC 41)

Ver es una deformidad orgánica, la amorfia de habitar en el desconocimiento y el recelo. Dislocación ontológica, mediación y diferencia al interior del yo, como cuando escribe en “Casa de reposo”: “Oh, Dios, compadécete ya./ Quita esa mano humana de mí. No me sirve, me da frío, me da miedo” (OC 132). La pregunta incesante que late en Rivera no desemboca en una respuesta, porque hace retornar lo incierto: “y por la ventana vi nítidas las señales del cielo / yo supongo que vi / mas ¿qué cosa vi?” (OC 41)9. Discordia cuyo texto crónico es el desacuerdo primordial con lo que somos y lo que vivimos, que, sin embargo, en tanto falta excede. Rivera se pregunta: “¿Hay algo más desolador para usted / que los desnudos árboles estériles / o las tierras sin cultivo?” (OC 44). Ante lo estéril solo queda recrearse en delirios y en gestos contemplativos para conversar con la ruptura y con lo que, sin embargo, se ha intentado desalojar y borrar. “Estoy mirando para entender / tu alma en la colina”, dice en “Delirios o el gesto de responder” (OC 42). La colina, eminencia del despojo, por relativamente elevada y por relativamente lejos, restringida y posible, invocación de algo en su intento y deseo de grandeza. Allí puede hablar despierta y en sueños, en ese instante de desconcierto entre ambos estados. No decir, no escuchar, no leer, sino entregarse al ocio de la comprensión y a su fracaso. En la vecindad y lejanía en que se sostiene el deseo, plegado y abierto. Trato pensativo con el entorno y con su retiro, desapropiada de la luz, en la creencia y el temor, en que “su voz pálida y paulatina reviste el temblor grávido de la fe confusa” (Polanco s/p):

¿Es que Dios no se conmueve

del tremendo temor a Dios,

en el que vivo?

Estoy condenada a muerte,

y mi herida es la única luz

en cárcel tan tenebrosa. (“Poemas de agua”, OC 61)

Herida babélica, anfibia, dehiscencia, desgarramiento, privación:

Dice, el especialista, que mis sueños de dormida,

al igual que mis sueños de despierta

no son míos verdaderamente

son algo agregado a mí

son tránsitos, dice

quizás pleitos que uno tiene con el pasado. (OC 13)

Producción impersonal de ese “algo [que] no marcha en nosotros” (OC 90), que ya no pertenece y que nos hace volvernos testigos de nuestra silueta en la colina cuando ya hemos descendido. Estallido o descarga de lo meramente apariencial de una imposición que siempre la sigue de cerca, porque “mirar es un hábito [y ella] sabe que de alguna manera la realidad se hace cierta / para el entendimiento, tarde / pero se sabe también que eso no es así. Esta certeza produce […] la certeza de una amenaza para su fragilidad” (OC 106).

Amenaza y coacción latente que es Pompeya, población donde se ubica la casa de reposo en que vivió cuando joven y antes de morir. En la carencia de esa casa escribe y teme. Dice sentir “una monstruosa, una indescifrable apariencia, rodeada, sitiada por otras apariencias, tan incomprensibles: todo tan feroz, tan desgraciado, quizá como yo misma” (OC 131). La colina, elucubramos, esa escasa elevación, es el intento de acercar esa distancia dejándole a la distancia su distancia. Llamar a lo que aún está ausente y que creemos poder alcanzar. Este ser apartado y consumido piensa:

Habíamos vencido al tiempo,

[…] pero el horror

es una dimensión de Dios,

un velo sutil

que siempre Dios nos dispensará. (OC 71-2)

Aquello que castiga absuelve al mismo tiempo. Todo permanece en sombras y se trata de entender esa profundidad. La llave de la cáscara, pero detrás de la puerta solo el vértigo de las voces. Se escribe en ese espacio, en el momento de la suspensión, cuando parece perderse el fondo en esa espantosa dimensión divina. Pero, ¿qué sería perder el fondo cuando ya estamos totalmente hundidos, intentando algún camino?

Hacia el final de “Casa de reposo”, anota:

Pero me pregunto: ¿qué ven cuando me ven?

¿Ven acaso el desequilibrio, este aplanamiento, estas ausencias, este hundimiento en la realidad? Me pregunto:

¿Qué ven cuando me ven? (OC 133)

Lo único que puede responder es lo que aún no es algo, lo que aún no termina de tomar la forma deseada. Aquello que fue algo y que ya no es o que siempre solo supo ser otra cosa distinta a lo que fue. Aquello que aún se ampara en la ausencia. Me pregunto qué sería entonces igualarse a sí mismo. Ximena Rivera tiene la lucidez del pensar que deja de pensar: su ironía es disolvente y la contundencia de su poesía conmovedora: “Por supuesto, ustedes se conocen a sí mismos, claro. Pero yo veo lo que hacen” (OC 133). Punza escribiendo:

¿Piensan en mí? ¿En mí?

Y creen que este es su privilegio.

Se apropian del privilegio como lo haría un sacerdote o un zapatero. Yo, que hablaba de zapatos enfrente de ellos, para que ocuparan la palabra privilegio como una prostituta o una verdulera que diera un juicio sobre la realidad, ya que ellos ocupan todo su quehacer verbal para no salir nunca del círculo del verbo. (OC 133)

“Casa de reposo” es la casa familiar que se desea restaurar y aniquilar, “la vieja realidad, sostenida por una analogía” (OC 84) con que Rivera define la intimidad, en el último texto de este libro:

Intimidad: La habilidad de un individuo

o grupo de mantener sus vidas y actos personales

fuera de la vista del público, o de controlar

el flujo de información sobre sí mismos. (OC 136)10

Esta forma de preservación del sujeto, es decir del texto, en ese estar o mirar la colina, es insuficiente y equívoca. Si nos acercamos demasiado nos equivocamos, si nos quedamos en la orilla, en el intento del viaje, desorganizamos la estructura filial. No atarse a nada es lo que aparece en Rivera en su reflexión sobre el arte de la reproducción, en que las cosas retornan traspasando las fronteras del tiempo, pero sin franquear su verdad se quedan en “un mero valor estrictamente funcional” (OC 102). Ximena Rivera escribe la desazón por esos misterios que ya no puede liar a sí. Es la palabra que ocupa, ‘liar’, es decir, no puede sujetarse a las cosas, que para Benjamin, relampaguean, pero ya están perdidas. No hay forma de mensurar el alcance de esa muerte, las cosas de antes ya no hablan, y si hablan lo hacen con una lengua que nos devuelve a ese infinito que se “aparta de nosotros y se muestra como un ídolo casero” (OC 81). Sin embargo, la sobreabundancia en la que han dejado de existir nos va llevando consigo. De este modo, “todo progreso hállase detenido [en el sujeto], que está inmóvil en [sí mismo] […] No puede haber esperanza […] repito yo [dice Ximena], ni alma donde pueda nacer esa frase miserable” (OC 81). Entonces, el grito del olvido es el grito de la ausencia, y es esa intensidad la que, como ausencia de voz, intensifica la necesidad del grito. Precisamente, esa ausencia no es sino el esfuerzo –y su fracaso– por alejar la ausencia: el no poder pensar del pensamiento (su impoder). Cómo se escribe: de ninguna manera, de todas las maneras, sin pensar en maneras, nada, sino en “una especie de zona incomprensible y bien erecta en el centro de todo el espíritu” (Artaud 28): el ladrón y su ventosa, el asaltante de caminos, el recopilador, el traductor, ninguna voz intacta. Cómo se cancela o se extiende esa deuda entre palabra e imagen, entre un yo impersonal y ajeno a sí mismo. Escribe Ximena:

No sé cuánto ha durado el viaje

ni sé ya medir el tiempo,

pero estamos muy cansados

de luchar con el mar […]

A estas alturas sospechamos

que no es verdad

que un poema se escriba con palabras. (OC 72)

¿Es verdad que no podemos pensar con palabras? En esa insuficiencia palpita el lenguaje, conmoviéndonos o desalentándonos: “Los lenguajes se exhiben, y lo que yo soy entre una modulación y la siguiente: se borra” (OC 84). Esta experiencia de la modulación y su porvenir, que es en Rivera más bien un desaliento, se suprime:

Yo sospecho que me será negada la alegría

que seré dividida en muchas voces

que el corazón no muere

cuando uno cree que debería. (OC 9)

El lenguaje se vuelve sucesivo, próximo, anterior, inscripción y retirada, sospecha de que hay en la cabeza una “marca de ceniza” (OC 38). Este ser entre modulaciones, que cruza la obra de Rivera, parece poetizar en esos momentos de suspensión entre algo y otra cosa, entre lo impersonal, lo ajeno y en la interrupción que cruza toda su poética:

La palabra late y se desgaja en sus letras, en su sonido y después en su vacío. Esto, lejos de ser una manera ancestral de iluminar la noche negra como boca de lobo, es más bien una manera de declamar la noche negra como boca de lobo. Luego, a paso seguido, asociamos la noche negra con la boca del lobo, y esto no determina nada, no implica nada: es solo una manera más, una pobre manera más de nombrar la noche y el silencio que acecha como boca de lobo. (OC 93)

Temblor, entonces pulso, separación entonces regreso, ruido entonces vacío cuando “[u]na parte tuya dice que aún estás / la otra sostiene que te has ido” (OC 41). “Yo me llamo Ximena, la cadena cruza y gira y sigue” (OC 90). La palabra, como el yo, late y se desgaja para decir “[l]o umbroso ya pasó” (OC 43) y “[l]os dioses [nos] dan su bendición llorando” (OC 43). Sin embargo, todo aquello que se arrastra más allá de sí no es solo el broche con el que punza el futuro ni el resabio de una derivación incómoda, sino el inexcusable olvido y ausencia de sí que la (nos) rodea, por deseo hacia esa proyección, hacia esa zona del temor, hacia esa sensación intensa cuya desmesura nos aferra a la gramática de lo que será. Gramática de “sombras y un decorado laberinto” (OC 45) y, al final, rapidez y distensión, desaparecer lo que será (seremos) sin ya ser:

Todo lo que fui se desvaneció. Todo lo que fui es tan solo un espejismo. Todo lo que fui se desvaneció: estoy triste. Mas, ¿quién velará todo el tiempo que yo duerma? Sé que temo al castigo, sé que amo a mis hijos, sé que no he causado destrucción. Pepe, la gente buena se sostiene a sí misma, y el mundo de los dioses no es perturbador. Solo serán un rastro para no asustarme; serán una hilera de casas en una aldea dormida. No temas, no te preocupes, encontraré la flor, y seré atendida. Llevaré en las alforjas agua, algo de pan y una pila de leña para el camino solo. (OC 90)

3. El yo desgajado y la monotonía abisal en Casa de reposo

Una hilera de casas en una aldea dormida (OC 90)

Escribir –y sus impedimentos– como espacio del destierro, donde es “el silencio [el que] se confundirá con una página en blanco […] con un espacio sin límites” (OC 94). Por lo tanto, lo que cae sobre la carne es también lo ilimitado, cuyo horror, quizás, se suspenda, si “alguien insospechado nos cantar[á] una canción de cuna” (OC 94). Ese horror, es la pérdida de intimidad, la extrañeza de depositarse en un lugar final hacia el final. Sin embargo, esta inquietante extrañeza de la que habla Didi-Huberman, citando a Freud, es “la desorientación, experiencia en la cual ya no sabemos exactamente qué está frente a nosotros y qué no lo está, o bien si el lugar hacia el que nos dirigimos no es ya ese interior en el cual estaríamos presos desde siempre” (Didi-Huberman, Lo que vemos 161). Nos encontramos desorientados, porque “nuestra desorientación de la mirada implica al mismo tiempo ser desgarrados del otro y de nosotros mismos, en nosotros mismos” (161).

En esta casa hay algo simétrico, algo pendular: si te mueves un poco hacia la izquierda, alguien se mueve hacia la derecha. Es algo inconsciente, sabes, casi un reflejo. Somos enfermos, claro: estamos imposibilitados de recordar nuestro origen con claridad, y lo que queda como residuo es dejarse llevar por este espacio, y de múltiples maneras cumplir con los horarios. (OC 131)

Cuesta “restituir el poder de la palabra esquivando ese otro poder demasiado conocido, escrito en la carne propia, en la carne de las palabras que se respiran. Las tecnologías del poder también se aprenden en su padecimiento, es esta una de sus maldiciones” (Santa Cruz 215). El padecimiento entiende el poema en ese desajuste que ampara de toda forma social institucionalizada, enfatizada durante la dictadura y que se mantiene hasta hoy, porque quizás el encierro no es el encierro mismo, sino no darnos cuenta de que estamos sueltos en la incomodidad, en espacios pedagógicos cerrados, como diría Foucault, donde somos recompensados o punibles, también por nosotros mismos. Por eso, hay que enfatizar más que nunca, que lo poético no es un bien exclusivo del poeta, sino su desacralización que derrumba el mito consagratorio y consagrado, en pos de la potencia de las imágenes; de lugares que nos abran a la densidad política de la memoria y de la conmemoración, para “no declinar la posibilidad y potencia de esas imágenes y su sublevación”. (Didi-Huberman, Sublevaciones 163)

Didi-Huberman también señala que “todos llevamos el espacio directamente sobre la carne” (Lo que vemos 170), sobre el cuerpo. Todo ocurre en él y desde él hacia todo lo(s) demás. Por otra parte, Willy Thayer señala que “del cuerpo no podemos caernos. A lo más internarnos por las superficies aleatorias de la exterioridad plagada de bolsillos que el afuera hilvana en el afuera” (61). Somos en ese bolsillo, nos adentramos y perdemos en el laberinto de la alteridad y en la relación que es el espacio irradiante y mitigante donde se busca por la necesidad de ser en la interrupción que somos. Por ello la posibilidad del poema, según Sarduy, en tanto “cambio perpetuo, [es la] […] substitución siempre inestable y nacimiento siempre precario de signos, allí donde tiene lugar esa pulsación entre lo externo y la verdad: en la frontera oscilante de la página” (1155-1158). Esta frontera oscilante de la página, como espacio irradiante, se inscribe en nosotros, adentrándonos en la extensión y relación de fuerzas en las que perdemos fuerza y nos preguntamos cómo rebelarnos cuando hemos perdido toda intimidad, cuando el cuerpo, en su perturbación, se vierte sobre el cuerpo desde ese bolsillo del afuera que nos traga y choca.

En Casa de reposo –cuya tiranía en el acceso, monotonía abisal y desconocimiento de las coordenadas cardinales y geográficas nos enfrenta a un hogar ajeno– emerge un Dios que nos grita: “Entra, te quedarás”, en diálogo con el encierro al que alude Enrique Lihn cuando escribe el “nunca salí del horroroso Chile” (53)11, que arraiga en ser lo que no se puede dejar de ser en un país que es eriazo y que en Rivera se transforma en una hilera de mediaguas, pero que en ambos representa el espacio del orden: la barraca militar en Ximena Rivera y el regimiento en Enrique Lihn.

El “nunca salir de nada” o “el ingreso sin salida” exhiben la extrañeza y pérdida de intimidad del sujeto, anegado de afuera, en correspondencia con el desajuste del espacio que se habita, que se escribe e inscribe. Rivera, al igual que Piglia, mantiene a raya esa extrañeza, aunque no sea posible conseguirlo:

—Uno escribe y elige lo imaginario porque está desajustado en relación con la vida […] [lo que] no supone ningún privilegio ni garantiza una profundidad, es una grieta entre la experiencia y el sentido, no entiendo cómo se produce y de dónde viene ese pensar de más y esas leves alucinaciones y por eso tal vez escribo un diario, para mantener a raya esa extrañeza, pero no he logrado más que confusión. Es cómico, uno busca entender lo que le pasa y solo logra estar más perplejo. (Piglia, “Uno escribe” s/p)

Entre lo que somos, dejamos de ser y no podemos dejar de ser, en un bolsillo del espacio, la desintegración opresiva de la vida cotidiana apela a un apartamiento, aun cuando Rivera escribe, a pesar de esta defección:

Teóricamente, hay algo difícil en esta casa, como si fuera un relato perfecto, o mejor dicho, una experiencia exacta. Y, teóricamente, también esta casa no es incomprensible para mí, no es absurda, no es una cosa vaga, ya que no es algo nebuloso. / Y pasarán años y se sostendrá ahí, como una pequeña pieza de arte, incomprendida. (OC 134)

Casa de Reposo, libro inconcluso y domicilio que la poeta habitó, primero en su juventud y antes de morir, emana –según Carlos Henrickson– de la primera ocasión en que Rivera ingresó a este hogar, en que el recuerdo, la imagen y la ética es “la certeza experiencial que presenta naturalmente el artista que vive fuera del colchón burgués, [por el que] […] ese ‘iluminismo’ […] de la ideología burguesa– [que] lleva a su escena solo la belleza natural y la nobleza humana en su ideal” (Henrickson s/p), está a distancia de esta poética

en la experiencia literaria que Ximena vive y recrea, sin embargo, toma más protagonismo una conducta y una mirada profundamente compasivas, que saben encontrar en aquellos sitios de espaldas a la belleza la posibilidad de una trascendencia que va más allá de una simple redención estética. (Henrickson s/p)

Henrickson recuerda que Ximena Rivera decía estar aburrida de la belleza porteña y, en cambio, “se entregaba a una cotidiana emoción ante la humanidad intensa y carente del entorno de la Plaza Echaurren, donde […] le gustaba vivir, como si casi le correspondiera tal espacio social y humano” (s/p). Esta hondura ambivalente aparece en su escritura:

Yo nunca veo muy claro las cosas, pero las pienso mucho. Veo detalles con profundidad, detalles muy profundos, pero detalles solamente. No veo el cuerpo completo de algo y creo que eso me ha hecho una relativamente buena poeta. Porque al final, ¿de qué se trata? Si no vamos a ser profundos mejor no escribamos. No sé, esa es una opinión mía y extrañamente muy superficial. (OC 5-6).

Casa de reposo es, además, recuerdo de otra vida en una y la misma vida de frío y miedo donde, sin embargo, se sigue viviendo: “Siento la angustia de quien ha sido olvidada, borrada de los lugares familiares, pero entiendo este lugar: en el sentido más profundo, no petrifica” (OC 131). Espacio simétrico y pendular de la parodia del amor y del caos deseado, cuya comunidad anómala (enfermos y cuidadores) vive un “frenesí anclado a un orden” (OC 131). Sus habitantes –sin esperanza y desechados del mundo– miran el vacío antes de la muerte, mientras el pensamiento –en su pasmo, lapsus y discontinuidad– sabe que este paradero definitivo no es sino una “barraca militar […] [con] horarios, deberes, esperas y abusos” (OC 130), que pareciera representar una madre maligna que, desde el primer día, necesitamos para vivir. En este hogar macabro, donde “se anuda Chile y nuestro destino –con su dios feo, ese dios de tantos chilenos–” (OC 130), que grita y dialoga con el “nunca salí del horroroso Chile”, “Entra, te quedarás” (OC 130), la intemperie nunca está afuera, se ha colado hacia la carne propia, porque

Los pulmones llenos de sangre provocan el llanto. Henchidos por la alegría se vacían de súbito en la angustia que contrae las arterias empujando el aire como suspiro. Los griegos llamaron psikho al suspiro regular de la respiración que con el uso devino psikhé (psique). Cada cuerpo quema las sustancias con el fuego de la respiración y labra idiosincrasias. Inhalando y exhalando se infla un yo. (Thayer 63)

A pesar de todo, el lugar no petrifica, adentro y afuera, sin intimidad, sin allá ni acá, revoltijo de sudores y respiraciones, el espacio se extiende sin vida privada porque estamos en la era, según Barthes, de la irrupción de lo privado en lo público, pues “la ‘vida privada’ no es más que esa zona del espacio, del tiempo, en la que no soy una imagen, un objeto. Es mi derecho político a ser un sujeto lo que he de defender” (43-4)12. Lo que Rivera protege, como legítima defensa, es la escritura, en tanto vacilación que nos hace preguntarnos si somos acaso, en tiempos neoliberales, pura representación, o si la única intimidad es el lenguaje que tenemos antes de pronunciar y, quizás, única posibilidad de seguir siendo un sujeto: “¿Cómo es que se puede vivir en este lugar? La clave es que perdemos la intimidad. No hay límites determinados entre nosotros. Somos seres invasores, culpables, peligrosos” (OC 134). Lo privado no es solamente un bien, dice Barthes, está sujeto a las leyes históricas de la propiedad:

el lugar absolutamente precioso, inalienable, en que mi imagen es libre (libre de abolirse) […] constituye la condición de una interioridad que creo que se confunde con mi verdad, o, si se prefiere, con lo Intratable de que estoy hecho, yo alcanzo a reconstituir por todo ello, mediante una resistencia necesaria, la división de lo público y de lo privado: quiero enunciar la interioridad sin revelar la intimidad. (150-1)

Pensando lo histórico de nuestros derechos, aquello que, cada vez más, extraviamos y defendemos no perder, intratablemente libre, mediante una resistencia necesaria, entendemos la cólera históricamente justa, justa cólera política, de la que nos habla Didi-Huberman, por cuanto ese pensar como sublevarse, “es un signo de esperanza y de resistencia” (Sublevaciones 33), también es el gran acto de fe de la poesía al que se agarra Ximena Rivera:

Para mí la poesía, como cualquier acto de lo humano, es un gran acto de fe. Aunque parezca muy salido de la academia. A veces un gran pensamiento es un acto de fe. Y lo que yo trato de decir es que creo en un supralenguaje, donde nosotros somos una modulación de algún verso, de alguna cosa mucho más extensa, de un texto mucho más extenso. […] Lo identifico por la sincronicidad. A veces la sincronicidad me da toda la imagen de ese supralenguaje y me da una creencia. […] No es la verdad, no es una mentira, no es la realidad. Quizá, para mí sea realmente solo eso. (OC 5)

El espacio se inscribe en la carne y allí se desajusta, esta correspondencia con el desajuste (“tanta perfección me disminuye” OC 84) no es bien acogida en los tiempos que corren, porque vivimos en “una cultura obsesionada por ‘iluminar’ a tal punto que dejen de verse los detalles de sombra, las heridas y los golpes que están en la base de nuestra experiencia social” (Henrickson s/p). Heridas, golpes que, a pesar de todo, llevan deseo, porque el deseo:

es inconcebible sin una herida. Si hubiera alguien sin heridas en este mundo, viviría sin deseo. El deseo anhela proteger al cuerpo deseado de la tragedia que encarna y, lo que es más, se cree capaz. La conspiración consiste en crear juntos un espacio, un lugar, necesariamente temporal, para eximirse de la herida incurable de la carne. Ese lugar es el interior del otro cuerpo. (John Berger, Esa belleza ctdo. en Mundo despierto s/p)

A cada cual le quedará ver, pensar, cuál es ese escondite, ese espacio, en esa energía visible que es la imagen y en esa energía rizomática en que se transforma el poema, “que escribe sin consentimiento [porque] su destinatario –el otro de sí– es vacío, resonancia y se introduce desviando” (Leer y velar 7) la palabra, su sonido, su ritmo, su vacío. Una noción de poema que leo en Rivera, es cuando escribe esta especie de desajuste: “el hilo y el vacío / ese baile no establecido / esa red nunca forzada” (OC 123). Toda incertidumbre y certeza allí, en ese espacio, res extensa, relación, superficie que se nos adhiere. ¿Dónde ocurre esa vida?, en el espacio desde el que escuchamos:

Toda mi incertidumbre, ¡aquí!

Pero, ¡ay! de aquel sonido

profundo y desolado

que palpita entre estrella y estrella.

Vaciarse de intensidad

y suponer que la realidad de esta confesión bastaría

es una ilusión.

Ya que escuchar voces

y saber lo que significa escucharlas

es saber que estoy aquí. (OC 124)

La vergüenza de escuchar estas voces, alude a un estar en el espacio y lugar donde se vive, en una sociedad que no tolera las sombras, las heridas, los golpes, cuando hay un tú (otro) y un eso, aquello de lo que no sabemos que habita en nosotros sin nosotros, “algo [que] no marcha en nosotros” (OC 90) y que cambia su modo sano de habitar para atacarse a sí mismo. Corrupción que ocurre en el cuerpo y, desde él, en/con sus anomalías, habitamos. Somos el lleno para el lugar en que disponemos el cuerpo y por donde ingresa hacia nosotros una manera de habitar. Todo ocurre allí, todo se comporta sobre aquello de lo cual “no podemos caernos” (61).

Es el cuerpo el que se azota de un golpe, el que se acaricia y roza lentamente. De pronto y ya no. “Ese cuerpo persiste en mí [dice Ximena] como la costra de cemento / que soporta la tierra que esparcimos / y que ahora dibujamos para representar / otras historias” (OC 10). El sujeto que ingresa a este último lugar hacia su fin, la casa de reposo, solo puede hacerlo desde la extrañeza y viviendo, en un exilio imposible, la escritura como legítima defensa, contra la pérdida de intimidad y cercanía afectiva, cuando ya no se razona y cuando lo más lejos que se puede llegar son la punta de los dedos:

¿Hasta dónde has llegado?

No muy lejos

hasta la punta de mis dedos. (OC 119)

4. El agregado: las cartas a Lucy Oporto

¿Contra quién levantar la mano en el silencio del destinatario?

Las cartas son fundamentales en cuanto evidencian el dolor de la autora y arrojan luces sobre su poesía, exhibiendo el temple moral, su fe en lo más frágil y su pensamiento paradojal, donde rea-firma la creación en medio de la “historia grotesca” (OC 145) de los hombres que se protegen, sin embargo, en la amistad y su desnudez, pero que también se resiente del desierto, del ruido, de la nada y del bostezo.

El género epistolar siempre ha provocado inquietud y curiosidad, en él se desata no solo la mano de un escritor, ya que, al ser una “extensión de la vida cotidiana” (Bossis citado en Ciplijauskaité 62), se desplaza en esa escritura un combate en el seno de la dualidad del sujeto: lo familiar-infamiliar. Usamos esta noción para pensar que un destinatario implica un intervalo, un estatuto espectral en el sentido de estar y no estar presente. Asimismo, la carta evidencia el desvarío y la angustia de sí mismo de aquel que escribe y que habla hacia el otro, pero ¿quién o qué? Respecto del otro que irrumpe como un gran silencio, Sergio Rojas, se pregunta:

¿Qué es escribir una carta? [querer] […] decir algo a alguien, necesita[r] hacerlo para llegar a alguien, pero también [se] necesita pensar que [se] quiere llegar a alguien para entonces poder decir algo. ¿Qué fue primero? ¿Alguien a quien decir algo o algo que decirle a alguien? Se escribe una carta en el silencio del destinatario. Acaso se escribe precisamente para silenciarlo, para hacerlo existir en el silencio. En la escritura de la carta el otro no está simplemente ausente. Por el contrario, constituye una suerte de presencia interior en la conciencia de quien escribe. (152)

Entendemos: una carta convierte, consuela, inquieta, pide, restringe, tiembla y hace temblar, porque “escribir impide que la pregunta que ataca a la vida llegue” (Cixous 16), esto es: “Escribí: para no dejarle el lugar al muerto” (Cixous 11). Temblar de incertidumbre y de certeza sería esa gravitación postal. Su atracción, su gravedad, su peso y su caída. La carta no solo involucra una voz en primera persona, sino también “transmite la vivencia de un ‘self-in-history’ y una visión doble en relación con […] [el] interior y la sociedad y la circunstancia histórica que la influyen” (Ciplijauskaité 62).

En las cartas de Rivera, se despliega ese combate en el seno de la dualidad del sujeto, una presencia interior en la conciencia de la autora que se pl(i)ega a la destinataria:

Desde el momento en que una instancia secundaria o dependiente (amo/esclavo; maestro/discípulo) que se encuentra en contacto con la “realidad” –la cual se define por la posibilidad misma de esta transacción especulativa–, no hay ya oposición, como se cree a veces, entre el principio de placer y el principio de realidad. Es el mismo difiriente, en diferición de sí. (Derrida, La tarjeta 270)

Se trata, además, de una extensión hacia otro que no aparece o, si lo hace, irrumpe como un gran silencio. Una manera del otro que nos deja en el umbral de una relación amorosa en la que podemos ver actos ilocutivos que representan maneras de decir petitorias, sin embargo, quizás no sea sino una suerte de “gran poema narrativo que el sujeto se dirige a sí mismo […] poética de lo propio como reconciliación y consuelo,” (342).

Cito la carta tres, la última, despachada desde Quilpué el 20 de agosto de 1988:

Querida Lucy:

No son tiempos felices estos. He salido del período de “crisis” pero ni una puerta se abre ante mí: solo un túnel largo (el mismo túnel de siempre aunque ahora más pobre y desnudo, el mismo túnel sin salida). Paredes blancas, grises, rosas, bañadas por una luz igual, ni demasiado brillante ni demasiado opaca. Luz abstracta, luz que no parpadea, conciencia que no puede ya asirse a ningún objeto exterior. La mirada resbala interminablemente sobre los muros lisos, hasta fundirse a su blancura idéntica, hasta no ser –ella también– sino muro uniforme y sin fisura. Túnel hecho de una mirada vacía, que ni acusa ni absuelve, separa o abraza. Transparencia, reflejo, mirada que no mira ¿cómo huir, cómo romper los barrotes invisibles, contra quién levantar la mano? Amor sin rostro, multitudes sin rostro, horizonte sin rostro. Perdimos el alma y luego el cuerpo y la cara. Somos una mirada ávida pero ya no hay nada que mirar. (OC 147)

Hay una modulación, una inflexión paradójica sin salida en la crisis, y nuevamente, cuando anota, en la misma carta “Escribir es defenderse, defender a la vida. La poesía es un acto de legítima defensa” (OC 149), la defensa tiene un sentido ético respecto de la intriga de los sobreentendidos y de la trampa del éxito: “Hay trampas en todas las esquinas. La trampa del éxito, la del ‘arte comprometido’, la de la falsa pureza. El grito, la prédica, el silencio: tres deserciones. Contra las tres: el canto” (OC 149). Son estas deserciones las que marcan el carácter disidente y minoritario de esta poesía y su afán inconsumible. De aquello, precisamente, habla el poema Edipo que Rivera incluye en esta última carta, en que el deseo y la cólera que grafica una verdad ominosa en la tragedia, acontece solo como una frágil y paradójica verdad que intenta identificación. El tiempo no va más allá de lo que ocurre ni se mantiene detenido, sino que está en el momento exacto de la escritura, ese instante reiterado que el poema logra como conmemoración. Identificación implica, en este poema, ingreso sensible del mundo en sí misma, no coagulación del otro ni cristalización de saberes; no empatía, valor de cambio o mero goce sensible, sino la posibilidad de una conversación entre dos de carne y hueso, que se torna inasimilable, porque el poema es el acontecimiento que en su agonía intenta un diálogo, en que basta un susurro en el oído y no el grito, pensando en Benjamin (Libro 215).

Estos envíos, tres cartas, no son un simple apartado, pues manifiestan ese trato de tú a tú que es lo poético: destinación indisoluble, enajenante y enajenadora del envío postal. Leer, entonces, los poemas como cartas, leer esa desmesura, esa crisis, frente a los hechos que nos atraviesan, que certifican un desamparo y simbolizan una vida mutua a distancia, la fuerza invasora de la ausencia y del mundo tocado en la lejanía. Leer un “lenguaje como semejante al poder de gravedad” (De Man 116).

Se oye en esta escritura ese poder de gravedad, allí donde la letra se consume en su propia voracidad, antes de que el otro, o lo otro, se pueda ofrecer a la lectura y a la posibilidad de responder a este relato del mundo de sí de Rivera que escribe estas cartas: una extensión de sí hacia otra que no aparece totalmente y que es reserva y mudez mientras dura el trayecto y ocurre la llegada, es un dirigirse a como lectura por-venir, promesa de reconocimiento y diálogo diferido que en el lenguaje se realiza. Palabra, lazo gramático hacia la ausencia, hacia su intensidad que es la excusa para escribir y leer acompañadas en la disociación que día a día nos toca.

La dispersión brezal –la carta viaja– que intenta llegar hasta el otro se graba en la subjetividad que puede, por algunos momentos, suspender lo inminente. El otro está dentro y fuera del que escribe, lleva la palabra del que espera. La carta sigue su curso, sigue hablando, entre un tú y un yo, la ilegible ficción de ambos y lleva sobre sí lo que ella misma produce. Estas cartas, y el poema Edipo, reservan la distancia y alientan el aquí y ahora, el aquí y allí del poema, el cada vez en que es leído, por ello, en él se desfasa la figura de Edipo respecto de la profecía y la posteridad, refutando el temor que supone la fidelidad al destino y la persistencia del futuro en el presente, porque Edipo, en este poema, no está ligado a la profecía, al futuro, sino de frente al hoy, solo, objetando la cobardía que supone la fidelidad al destino, al futuro y a su persistencia sin mirar el tiempo sido:

Se ha transformado la forma de mi canto

ahora no son himnos de futuro

o piadosas mañanas que persistan

sino

únicamente

yo ahora estoy frente a la tarde

más bruto, más ciego

más terco, más traidor

más idiota, más solo

únicamente

hay un malentendido en esta tarde polvorienta

¡Tierra!, sigo ciego

¡tierra!, sigo solo

No obstante tenga la certeza de una tragedia

repetida y triste. (OC 151)

No es un tiempo o una verdad que acusa o absuelve, como dos formas de un lapso sin duración, sino una promesa, una escritura, como oficio de la recordación, porque las palabras, aunque equívocas son lo único que tenemos a la mano (OC 141). Escribir para defenderse, defección que firma el carácter disidente y minoritario del pleito de la poesía, exilio del hogar y del país, salto entre la vida y la experiencia de vivirla, deserción como amparo y resguardo para recobrar la potencia que la catástrofe aniquiló con su gramática deseosa de olvido y simulacro, donde felizmente, el poema desautoriza la uniformidad y las sucesiones porque somos parte “de alguna cosa mucho más extensa, de un texto mucho más extenso”, donde “nosotros somos [solo] una modulación” (OC 5).

5. Reflexiones finales

Para concluir, digamos que, el impoder del pensamiento en la poesía de Ximena Rivera, muestra un yo que se distancia, se deshace, se desgaja y radicaliza, a pesar suyo; deformidad orgánica y desconocimiento y recelo de sí misma. Dislocación ontológica al interior del yo que solo conserva una única fe: escribir, aunque puede seguir tactando la palabra que permanece en su huella. Palabra, alteración, imagen que destella abierta en su singularidad, manteniendo la escritura como pleito, contra lo anodino y en pos de las ausencias, que la cruzan y dejan detenida.

En su poesía, nada avanza ni retrocede incólume. La matriz del lazo familiar es una trampa y a esa corrosión se resiste, para no quedar apresada. El poema de Rivera es una herida irrecusable, de los acontecimientos que siguen ocurriendo a pesar de que pareciera ser que ya han dejando de suceder. El pensamiento se disloca y padece intentando concordar en la necesidad hacia los otros. Este debate consigo misma, esta discrepancia es lo que barrunta en un poema-organismo que crece hacia dentro, que se contraría y se desazona y que, sin embargo, defiende su lugar. En lo imprevisto se multiplica y poetiza, el logos se dilata y crea sin preservación. El lenguaje es acontecimiento, precisamente, en esa insuficiencia e insignificancia. El yo de Rivera es gramática de la suspensión, desorden razonado de los sentidos, intermedio que acecha entre una modulación y la siguiente que, además, se borra.

Bibliografía

Artaud, Antonin. El pesa-nervios, 2014, www.es.scribd.com/doc/56001216/Antonin-Artaud-El-Pesa-Nervios.

Bachelard, Gastón. La poética del espacio. México: Fondo de Cultura Económica, 1993.

Barthes, Roland. La cámara lúcida. Barcelona: Paidós, 1989.

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Notas

1 Este texto fue escrito en el marco del proyecto Fondecyt 1180331, “Representaciones de la memoria transgeneracional en producciones artístico-culturales de ‘hijos’ y ‘nietos’ en países del Cono Sur, 1990-2017”, y su investigadora responsable es Alicia Salomone.
2 Ximena Rivera Órdenes nació en Viña del Mar en 1959 y murió en la madrugada del domingo 24 de marzo de 2013, debido a una infección hospitalaria. En 1999 publicó su primer libro, Delirios o el gesto de responder (Ediciones Gobierno Regional de Valparaíso, 2001). Hasta ese año solo había sido publicada de manera colectiva en Valparaíso/Versos en la calle (1996); Breviario de las poetisas del litoral (1996); Valparaíso/versos en la calle (1998); Historia de la poesía en Valparaíso, de Alfonso Larrahona (1999). Luego vinieron Una noche sucede en el paisaje (2006); Puente de madera (2010) y Poemas de agua (2012). Póstumamente se publicó Obra reunida (Inubicalistas, 2013) y Obra completa (Libros del Cardo, 2016).
3 De aquí en adelante OC.
4 Valoro el pensamiento de Riley sobre la soledad: “¿Y vivir sola acaso convierte a una mujer no únicamente en malvada sino en desexuada? ¿Es acaso necesario que todo el mundo se incluya descriptivamente en el entretejido de lo social, sobre todo las mujeres, como si ellas de manera natural fuesen poseedoras de un alcance emocional mayor, tuvieran más tentáculos, por así decirlo? ‘El derecho a estar sola’ podría sugerir […] ser percibida como social aun dentro de la propia soledad. […] Pero existe una soledad más fuerte que se niega a ser entendida como meramente presocial y que rechaza la voluntad benévola de convertir todo, incluso la soledad, en familiar. Esta soledad se queja ante el prospecto de ser amablemente invitada al nuevo reino de lo social” (14-5).
5 “¿Cómo se convierte alguien en escritor, o es convertido en escritor?”, plantea Piglia en sus diarios. “No es una vocación, a quién se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción, si uno deja de hacerlo se siente peor, pero tener que hacerlo es ridículo, y al final se convierte en un modo de vivir (como cualquier otro)” (“Años de formación” 16).
6 Este retroceder desazonante, que para Freud es lo siniestro –que tiene el carácter de lo infamiliar–, no es externo a nosotros, pues aparece en cosas que nos son absolutamente conocidas y familiares; vienen desde nosotros mismos, desde lo más familiar. Freud hace una pesquisa etimológica y establece que Heimlich posee una acepción coincidente con la de su antónimo Unheimlich, es decir, pertenece “a dos grupos de representaciones que, sin ser precisamente antagónicas están, sin embargo, bastante alejadas entre sí; se trata de lo que es familiar y de lo oculto, se trata del rostro siniestro de lo familiar”. Por tanto, Unheimlich “sería todo lo que debía haber quedado oculto, secreto, pero que se ha manifestado”. Se ha manifestado entonces, la amenaza de lo infamiliar como la huida desde el propio Dasein. Se huye ante sí mismo. Hay en esta voz, un desplazamiento hacia la ambivalencia donde Unheimlich es una especie de Heimlich (Freud 215-51). El Dasein está poseído por la angustia de su propia infamiliaridad. Este es el factor de la repetición de lo semejante, estamos en el mundo y huimos precisamente del estar-en-el-mundo en cuanto tal. La angustia no es acerca de lo temible, pero posibilita el miedo. La angustia no es acerca de nada externo, no es respecto de nada (Heidegger, Ser y tiempo 208). Dice Heidegger: “Nada de lo que está a la mano o de lo que está-ahí dentro del mundo funciona como aquello ante lo que la angustia se angustia” (208). La angustia no es respecto de nada: nada que no es el vacío, sino que es el estar-en-el-mundo en cuanto tal: modo eminente de la aperturidad).
7 A propósito del tiempo profanado del poema, recordar a Baudelaire y El poema del hachís, que reclama las vidas que se viven en esa intensidad que retiran al individuo de su “despótica realidad” y le propician una huida del tiempo lineal hacia el tiempo de la embriaguez y alteración de la conciencia, que se vincula al decir del poeta, y a la condición de la poesía como éxtasis, porque al hacer versos, los poetas, como sostenía Perlongher, “instalan el recurso mágico de su resonancia en otro estado de conciencia […] cercano al trance en el que se envuelve el que escribe, en el que el que escribe aspira a envolver al que lee, en el que se envuelve (de últimas) el que lee” (Perlongher 185). “¿Adónde se sale cuando no se está? / ¿Adónde se está cuando se sale? Éxtasis quiere decir: salir de sí» (186). Éxtasis y trance como “deseo de dejar de ser lo que se es, de la ruptura con la identidad” (Michel Leiris ctdo. por Perlongher 186). Ruptura que cancela la creencia de que hay un tiempo en sí mismo o un tiempo lineal, sino más bien un tiempo-poema de la interrupción que infringe la continuidad alienante. Este momento sin tiempo o tiempo sin medida es la esperanza de fuga de la cotidianidad opresiva y neurótica de la “producción útil”. Por eso el poema –el de Baudelaire, Perlongher y Rivera– afirma una subjetividad intempestiva que objeta la sacralización del trabajo, en que se sale de sí y “la conciencia modificada se caracteriza por un cambio cualitativo de la conciencia ordinaria, de la percepción del tiempo y del espacio, de la imagen del cuerpo y de la identidad personal” (Perlongher 187).
8 Sobre este punto Susan Sontag consigna que “Artaud no está asaltado por la duda de si su ‘yo’ piensa, sino por la convicción de que no logra poseer su propio pensamiento. No dice que no pueda pensar; dice que no ‘tiene’ pensamiento –que para él significa mucho más que tener ideas o juicios correctos–. ‘Tener pensamiento’ significa un proceso mediante el cual el pensamiento se auto-sostiene, se manifiesta a sí mismo, y puede responder a ‘todas las circunstancias del sentimiento o de la vida’” (12-3).
9 Es interesante cómo Rivera elabora las preguntas, porque siempre hay algo incumplido en ellas, lesionado, como en las “Interrogaciones” de Mistral, en que la respuestas son otras preguntas: “¿Cómo quedan, Señor, durmiendo los suicidas? / ¿Un cuajo entre la boca, las dos sienes vaciadas, / las lunas de los ojos albas y engrandecidas, / hacia un ancla invisible las manos orientadas? / ¿O Tú llegas después que los hombres se han ido, / y les bajas el párpado sobre el ojo cegado, / acomodas las vísceras sin dolor y sin ruido / y entrecruzas las manos sobre el pecho callado?” (141). Hay que decir que la poeta tiene presente a Mistral en su obra, cuando cita, en consonancia absoluta con su escritura, el poema “Beber”: “Recuerdo gestos de criaturas / y eran gestos de darme el agua”; y cuando le dedica el poema de la página 91, en que Mistral la visita y fabula la caída originaria.
10 Es pertinente, a propósito de este pasaje, recordar la lectura de El Seminario 11: los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis de Lacan, que hace Tamara Kamenszain en Una intimidad inofensiva: los que escriben con lo que hay, respecto del término extimidad vinculado a la intimidad. Para Lacan “representa a lo más próximo (‘en ti más que tú’) que al mismo tiempo hace su aparición en el exterior” (57). Se trata, dice Kamenszain, de una formulación paradojal, que da cuenta del modo de ser del sujeto: “lo más íntimo habita afuera, como un cuerpo extraño, produciendo una ‘fractura constitutiva de la intimidad’ difícil de aceptar para el mismo sujeto ya que se trata de ‘un real que habita en lo simbólico’” (57). Para Lacan, recuerda Kamenszain, “las heces y la voz serían ejemplos paradigmáticos de ese real éxtimo” (58).
11 El poema de Lihn dice así: “Nunca salí del horroroso Chile / mis viajes que no son imaginarios / tardíos sí –momentos de un momento / no me desarraigaron del eriazo / remoto y presuntuoso / Nunca salí del habla que el Liceo Alemán / me infligió en sus dos patios como en un regimiento / mordiendo en ella el polvo de un exilio imposible / Otras lenguas me inspiran un sagrado rencor: / el miedo de perder con la lengua materna / toda la realidad. Nunca salí de nada” (53).
12 A propósito del lenguaje, de lo público y lo privado, Riley nuevamente es iluminadora: “La exterioridad opuesta a la interioridad también emerge en las discusiones acerca de dónde puede situarse mejor la verdad del yo; aquí, la oposición estándar entre lo privado/público no tiene asidero porque el lenguaje entra con nosotros a la casa [cursivas mías]. Como adquirimos forma a través del habla, los contrastes comunes entre dominios pierden sentido. También el lenguaje nos aguarda ya en la casa. Y ‘lo privado’ no es ni el juego anárquico liberador del abandono ni está sujeto al control social que acecha toda alcoba. Más bien, hay explicaciones que constantemente se regeneran y que se discuten de forma audible sobre lo que podría considerarse como privado y lo que lo constituye. Si, como sugieren tantas maneras distintas de pensar, hay una verdad de la ambivalencia, entonces hay inestabilidades mutuas de lo interno y lo externo, un éxtasis inocente del lenguaje, una propulsión del inconsciente desde afuera y una mutabilidad irregular de lo público y lo privado. Todo esto está en contraste con el supuesto de que lo público/social es un terreno potencialmente fértil para la armonía futura, o inversamente, que lo social es un reino de pura coerción. Es verdad que el concepto de ambivalencia no se puede traducir fácilmente en un bien. Y si desde el lado del optimismo, ‘el hombre es ser medio abierto’ (Bachelard), también se escuchan muchos portazos que cierran la entrada. Pero no es útil refugiarse en las certezas de lo que a mi parecer me está vedado, y suponer que estoy condenada a tratar de meter mi pequeña cuchara en el abotargado lugar de lo social que me ha dejado fuera. La carga emotiva del lenguaje disponible en la metáfora espacial podría implicar que soy el interior privado y debilitado, mientras que lo social es el vasto terreno externo de mi futura emancipación. Pero tampoco puedo aguardar mi inclusión demasiado tiempo, porque lo que sea social tiene, como yo, una vigencia limitada, se erosiona con el brutal transcurrir del tiempo” (8-9).
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