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Roma y la romanidad: historiografía de la identidad romana del mundo clásico (siglos XIX-XXI)

ome and romanity: Historiography about the Roman Identity of the Classical World (XIX-XXI centuries)

Daniel Nieto Orriols
Universidad Andrés Bello, Chile

Roma y la romanidad: historiografía de la identidad romana del mundo clásico (siglos XIX-XXI)

Revista de Humanidades, núm. 42, pp. 367-387, 2020

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 11 Julio 2019

Aprobación: 06 Septiembre 2019

Resumen: El presente artículo ofrece un análisis de las principales perspectivas que abordan la identidad romana de la Antigüedad Clásica desde el siglo XIX hasta nuestros tiempos. Se identifica una directa relación entre la interpretación de la romanidad y los problemas históricos y epistemológicos contemporáneos a la crítica especializada, que ha formulado tres grandes propuestas: 1) identidad jurídico-política; 2) etnicidad discrepante; 3) identidad ciudadana.

Palabras clave: historiografía romana, identidad romana, romanidad, etnicidad, civitas.

Abstract: This article analyses the main perspectives upon the Roman identity of the Classical Antiquity from the 19th century to our times. This sheds light on the direct relationship between both the interpretation of the romanity and the contemporary historical as well as the epistemological problems to the specialized critique, which brings forward three concrete proposals: 1) legal-political identity, 2) discrepant ethnicity, 3) citizen identity.

Keywords: Roman Historiography, Roman Identity, Romanity, Ethnicity, Civitas.

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Revista de Humanidades Nº 42 (julio-diciembre 2020): 367-397 ISSN: 07170491

Roma y la romanidad:

historiografía de la identidad romana del mundo clásico (siglos XIX-XXI)

Rome and romanity:

Historiography about the Roman Identity of the Classical World (XIX-XXI centuries)

Daniel Nieto Orriols

Universidad Andrés Bello,

Quillota 980, Viña del Mar, Chile

daniel.nieto@unab.cl

Resumen

El presente artículo ofrece un análisis de las principales perspectivas que abordan la identidad romana de la Antigüedad Clásica desde el siglo XIX hasta nuestros tiempos. Se identifica una directa relación entre la interpretación de la romanidad y los problemas históricos y epistemológicos contemporáneos a la crítica especializada, que ha formulado tres grandes propuestas: 1) identidad jurídico-política; 2) etnicidad discrepante; 3) identidad ciudadana.

Palabras clave: historiografía romana, identidad romana, romanidad, etnicidad, civitas.

Abstract

This article analyses the main perspectives upon the Roman identity of the Classical Antiquity from the 19th century to our times. This sheds light on the direct relationship between both the interpretation of the romanity and the contemporary historical as well as the epistemological problems to the specialized critique, which brings forward three concrete proposals: 1) legal-political identity, 2) discrepant ethnicity, 3) citizen identity.

Keywords: Roman Historiography, Roman Identity, Romanity, Ethnicity, Civitas.

Recibido: 11/07/2019 Aceptado: 06/09/2019

1. Introducción

El presente artículo ofrece un análisis crítico de las principales corrientes que estudian la identidad romana de la Antigüedad Clásica. A partir de un recorrido desde el siglo XIX hasta nuestros tiempos, entrevemos que las circunstancias históricas –léase sociopolíticas– de la crítica especializada han afectado directamente en la interpretación del pasado de Roma y de su identidad, lo que ha generado un ingente debate entre perspectivas opuestas. A partir del modo en el que conciben la identidad, su desarrollo y sus traspasos, identificamos tres corrientes principales que han guiado la discusión sobre la romanidad1 y su extensión. En primer lugar, una perspectiva esencialista que, fruto de los problemas históricos de la Europa del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, concibe la identidad en términos jurídico-políticos y la asocia con el Estado romano y su fuerza proyectiva. En segundo lugar, resultado del proceso de descolonización de la segunda mitad del siglo XX y de sus paradigmas, una perspectiva que pone en valor el concepto de etnicidad, rechaza la concepción político-jurídica y propugna una identidad nativista discrepante a Roma. Finalmente, producto del giro cultural en los estudios humanísticos desde 1980, una propuesta que vincula ambas visiones y que advierte la identidad en términos dinámicos y heterogéneos, cuyo principal foco de atención es la civitas, sus simbolismos y sus capacidades de representación.

2. Roma y la identidad moderna: de la nación a la romanización

El estudio de la identidad romana constituye un tema de reciente discusión historiográfica. No fue sino hasta la segunda mitad del siglo XX, a propósito del proceso de descolonización y del desarrollo de las corrientes historiográficas de posguerra, que la identidad se estableció como objeto de investigación en los estudios del mundo antiguo (Machuca 34; Revell, Ways 6-8).

Aun cuando el abordaje de las características definitorias de las comunidades griega y romana se venía realizando desde el siglo XIX, principalmente en la historiografía alemana e italiana, el foco de investigación se centraba en los aspectos políticos que posibilitaron la conformación de sus comunidades cívicas, refiriendo tangencialmente sus características culturales (Polverini passim; Hurtado 40-1). En este sentido, si bien el ámbito cultural comparecía en el tratamiento de algunos principios religiosos y jurídicos de la polis y la civitas –inherentes a su ordenamiento y constitución–, no representaba un foco de interés en sí mismo, sino solo en la medida en que permitía comprender la construcción de unidades sociopolíticas estables, duraderas y, preferentemente, hegemónicas.

Se trataba de perspectivas que aludían a las características políticas e institucionales del mundo clásico, cuyo interés se centraba en el Estado, su conformación y su rol en la construcción de comunidades socialmente cohesionadas, políticamente poderosas e históricamente relevantes. Enfocadas en problemas políticos, dichas perspectivas establecieron una visión de la identidad en vínculo directo con la conceptualización moderna de la nación, y su resultado fue producto de las transformaciones historiográficas inmersas en la fase de profesionalización de la historia2 y de las características sociales y políticas de la época.

La profesionalización de la historia desarrollada desde mediados del siglo XIX estableció el ámbito político como el centro de atención de los estudios históricos, lo que tuvo directa relación con las transformaciones intelectuales del período. Estas, bajo la idea de avance científico desarrollada por las ciencias naturales y la suposición de que habían permitido el progreso de la sociedad, fueron la piedra angular para que la historia adquiriera, bajo el historicismo rankeano, el ansiado estatuto científico que a poco andar le otorgaría legitimidad y se transformaría en el paradigma preponderante en la historiografía europea (Iggers 55). El modelo historiográfico de Ranke, empero, no solo respondía a una necesidad científica pragmática, sino que resultaba adecuado a su visión del decurso de la historia y de su significado, cuyo trasfondo valórico se evidenciaba en el desarrollo ético de las instituciones políticas de la Prusia de la Restauración, que serían vistas como prueba de la solidez del sistema político (Iggers 53). Una propuesta historiográfica referente al plano político estatal que iría adquiriendo cada vez mayor protagonismo, especialmente en el proceso de construcción de los Estados nacionales; dicho proceso, además de enfrentarse con el problema de la nación –en tanto concepto– y su institucionalidad, necesitaba comprender la identidad dentro de los límites de los nuevos Estados. Los cambios políticos de Europa repercutieron directamente en el tratamiento de la disciplina histórica y afectaron tanto en la interpretación de las fuentes y del pasado como en la utilidad de este último a los propósitos del Nuevo Régimen.

En efecto, la construcción de los Estados nacionales trajo aparejadas consecuencias de carácter cultural e intelectual, pues la nueva organización requería conformar una identidad adecuada a los límites del poder estatal que se reflejara en sus instituciones, ideales y pasado. Se requería, pues, inventar las tradiciones de los Estados modernos, para lo cual se necesitaba reescribir el pasado en términos coherentes con la nación (Aurell y Burke 200-202). Entonces la historia, con la supuesta imparcialidad científica de sus métodos, se constituía como disciplina de primera utilidad (Hobsbawm, “Introducción” 11-21; “La fabricación” 273 y ss.; Smith IX-X, 8-15; Gellner 13-20). La historia, sin embargo, no quedaba al margen de su época ni lograba la deseada imparcialidad, pues se convertía en una herramienta al servicio de los propósitos nacionales que a la postre llevaría a intelectuales de renombre a utilizarla en defensa de los intereses de sus Estados, respondiendo a sus ideologías contemporáneas. En este contexto, los procesos históricos de la segunda mitad del siglo XIX afectaron directamente en la interpretación del mundo clásico, toda vez que los problemas de los Estados nacionales, en tanto comunidades políticas bajo sistemas de gobierno unitarios, propiciaron la revisión de problemas similares en el pasado.

Ahora bien, el siglo de la historia, además de profesionalizar la disciplina, fue el período en que el estudio de la Antigüedad adquirió independencia y profesionalismo (Most 31-53). Los estudios clásicos se constituyeron en una especialidad propia, con sus métodos, principios y perspectivas de análisis (Moreno Leoni y Moreno 14-5). El nuevo papel de la arqueología para develar los vestigios materiales venía a complementar el rol del documento escrito, situación que se apoyaba con la numismática, la epigrafía y la papirología. A través de la profundización y la especificidad de sus métodos se pretendía superar la visión idealizadora y paradigmática de la Antigüedad promovida por el Renacimiento, y se propiciaba un análisis cada vez más específico que terminó centrado casi exclusivamente en el plano político y en los problemas del Estado (Hurtado 40-1). En este marco, los descubrimientos arqueológicos de Heinrich Schliemann en 1871, de la Escuela Francesa en Atenas y en Roma, y de la Escuela Alemana en Olimpia, promovieron el estudio de la Antigüedad Clásica y oriental para comprender mejor el siglo XIX, como si se tratara de análisis comparados desde los que aprender y conocer el presente (Hurtado 43; Buono-Core 58-9). Los temas aludidos se condecían con el interés de intelectuales ocupados en los problemas de la nación, quienes trabajaron la historia grecorromana de manera un tanto acomodaticia. Por una parte, se la interpretaba desde la realidad contemporánea de sus estudiosos; por otra, se la utilizaba para la legitimación de los proyectos estatales que, en última instancia, transformaron la concepción sociopolítica de la comunidad nacional.

La modernización de los Estados europeos implicó que el concepto de nación, utilizado desde la Antigüedad romana como alusión a un colectivo sociocultural3, adquiriera significado estrictamente político, relacionado al Estado, al gobierno y a su institucionalidad. Así lo vemos en el significado del concepto antes de 1884, que refería, de acuerdo con Hobsbawm, “la colección de los habitantes en alguna provincia, país o reino” (Naciones 23), y después de esa fecha, cuando aludía al “Estado o cuerpo político que reconoce un centro común supremo de gobierno”, y al “territorio que comprende, y aun sus individuos, tomados colectivamente, como conjunto” (23). La nación, en tanto resultado de la institucionalidad promovida por el Estado, suponía un conjunto de personas bajo un sistema de gobierno.

El devenir histórico de la época suscitó, entonces, una interpretación del mundo antiguo en función de los problemas del Nuevo Régimen, lo que traería consigo una mirada de las comunidades antiguas como naciones modernas. Un ejercicio intelectual que, en definitiva, permitiría respaldar la unificación y la consolidación nacional bajo las nuevas entidades estatales, así como legitimar su existencia histórica mediante su vínculo con el mundo grecorromano.

La unificación de Italia en 1860-1870 y de Alemania en 1871, que supusieron la construcción de entidades políticas cohesionadas y fuertes, conllevaron interpretaciones de la historia clásica en ese mismo sentido, desarrollando estudios referidos a los Estados hegemónicos de la Antigüedad (Buono-Core 55). La idea de un Estado nacional fuerte y unido frente a confederaciones o agrupaciones políticas más pequeñas decantó en una preferencia por el estudio de las comunidades que mejor representaban este ideario, lo que llevó, en ocasiones, a forzar la interpretación (Wulff 44). Atenas, Esparta, Macedonia y, por supuesto, Roma, se establecieron como focos de investigación principal, donde se destacaron la homogeneidad sociocultural de sus miembros, apartando u omitiendo las particularidades o especificidades de sus diversos componentes. Estudios que, si bien aplicaban el marco conceptual de la nación moderna de manera anacrónica, permitían comprender y acomodar los fundamentos de las comunidades cívicas clásicas en función de los problemas de fines del siglo XIX (Sancho 4 y ss.).

No es casual que la historia de Grecia fuera especialmente apreciada por la historiografía alemana, por cuanto la cultura griega representaba aquellos ideales de patriotismo útiles para la construcción de un ideal de nación. La xenofobia griega, así como su proceso de definición a través de las leyes cívicas de la polis, se erigió como ejemplo eficaz para el contexto. Después de todo, y para el proceso europeo, los casos de Atenas y Esparta permitían demostrar que la definición política e identitaria de los Estados había posibilitado la construcción de comunidades hegemónicas; y los casos macedonio y romano mostraban las características de un proceso imperialista integrador que a la postre legitimaría el avance europeo por el orbe. En definitiva, la aplicación del marco conceptual de la nación moderna al mundo clásico reafirmaba el ideario político del Nuevo Régimen y las particularidades de las entidades sociopolíticas recientemente conformadas. El devenir grecolatino, pues, adquiría sentido y utilidad en el presente de sus estudiosos (Sancho 4 y ss.).

Fue precisamente esta utilidad la que otorgó relevancia a la Antigüedad en la construcción identitaria de las naciones modernas, que no solo requerían legitimarse internamente en su proceso de institucionalización, sino también externamente, ante otros agentes políticos, en los contextos de transformación y conflicto devenidos en la formación de los Estados modernos. La necesidad de respaldar las naciones y sus particularidades en contextos de cambio y tensión llevó a grandes estudiosos a construir las historias nacionales de sus pueblos (Aurell y Burke 200; Wulff 44-5), quienes recurrieron al pasado grecolatino con el objeto de destacar sus orígenes4, en lo que parecía un intento por defender y legitimar sus características específicas y su grandeza (Recio 134-40; Momigliano 272-5).

Buen ejemplo de esta fase de cambios la encontramos en los estudios de Grecia de Karl Müller, cuyas investigaciones advirtieron los orígenes griegos en las migraciones dorias producidas desde el norte (Müller 2 y ss.). Su propuesta no solo ofrecía el análisis de un problema de orígenes étnicos, sino que respondía al interés por estudiar las ciudades helenas y un modelo de organización que difería de Oriente y se consideraba superior. Una reflexión que a la postre sería utilizada incluso para vincular a los griegos de la Antigüedad con los propios alemanes, en un ejercicio histórico que vinculaba pasado y presente en un período que requería legitimaciones políticas e identitarias (Moreno Leoni y Moreno16-7). Algo similar ocurre con la historiografía italiana sobre Roma, que cumplió un rol preponderante tras la unificación. En la historia de la urbs se buscaron aquellos aspectos culturales comunes a los italianos que permitieron consolidar el proyecto nacional (Buono-Core 67-8), como ocurrió, por ejemplo, con los últimos análisis de Roma de Ettore Pais (VII y ss.). Sus reflexiones sobre el Estado romano y su fuerza de cohesión en la península itálica dejaban entrever atisbos de una interpretación inspirada en los problemas de la Italia de fines del siglo XIX, y sus conclusiones serían utilizadas, precisamente, en la reafirmación de un proyecto nacional.

Asimismo, algunos conflictos de la época propiciaron cada vez más la utilización de la historia clásica como medio de prueba nacional, incluso por parte de historiadores de renombre y rigurosidad como Theodor Mommsen. La guerra franco-prusiana y la anexión de Alsacia y Lorena al imperio alemán llevaron a Mommsen a destacar la conquista romana como la respuesta natural ante ataques extranjeros, situación que comparó analógicamente con la anexión de las islas francesas al Segundo Reich bajo una interpretación que advertía, al igual que en la Roma antigua, un imperialismo defensivo (Marco 18-20; Carreras 15 y ss.; Duplá, “Imperialismo” 219-25).

Incluso los intelectuales que rechazaron el modelo historicista alemán usaron la historia clásica con fines nacionalistas. Fustel de Coulanges, aun cuando advertía como un error interpretar la historia clásica en clave moderna (La ciudad 7-8), promovió una visión de la historia antigua de Francia coherente con la de los escritores nacionalistas. Las circunstancias de la guerra Franco-Prusiana y el inicio del imperialismo alemán lo llevaron a utilizar el pasado para legitimar su visión nacionalista y antialemana de los eventos (Fustel de Coulanges, Questions 506-7). Disputando con Mommsen respecto del carácter francés de Alsacia, formuló sus argumentos sobre la base del principio de nacionalidad, para lo cual la historia clásica cobraría especial sentido (Momigliano 274). El pasado romano de Francia le permitía rechazar toda posible influencia germana en su nación, aunque para ello interpretase forzadamente algunos procesos del pasado5. Con todo, la lectura del devenir grecolatino en función de los conceptos modernos no solo estableció la utilidad del mundo clásico en el plano político interno de los Estados europeos, sino que adquirió sentido en el proceso imperialista generado desde 1870. Fue a partir de este que el concepto de identidad, profundamente ligado a la nación, adquirió forma, sentido y preponderancia en la primera mitad del siglo XX.

3. Romanidad e imperialismo: en tránsito hacia el siglo XX

El avance europeo por el orbe supuso la comprensión del proceso de conquista y colonización de Asia, África y Oceanía inspirado en la visión de Europa como agente civilizador mediante la colonización de pueblos en estado de inferioridad cultural. Las ideas de evolución, progreso y desarrollo generadas en el siglo XIX, vinculadas a la industrialización y al crecimiento económico, fundamentaron la visión de superioridad europea frente a Oriente, justificando su conquista, dominación y aculturación (Hobsbawm, La era 65 y ss.). No se trataba, sin embargo, de una interpretación aislada. Los orígenes de la superioridad europea que permitían legitimar el proceso de conquista se analizaron desde el mundo clásico, tanto desde los textos grecorromanos como desde las interpretaciones contemporáneas sobre la Antigüedad. Y para tales efectos el mundo romano, con su conquista y colonización, se erigía como prueba6.

Desde que iniciara su expansión por el Mediterráneo el siglo III a. C., el discurso que Roma promovió de sí misma frente a la conquista de otros pueblos adujo el ámbito cívico como argumento de superioridad. Su fundamento descansaba en el marco jurídico de la civitas, el que, habiendo normado el espacio público a través de un cuerpo de leyes, dominaba las arbitrariedades del poder y construía un devenir tendiente a la justicia7. De modo que la transferencia de esas leyes traería aparejado el beneficio de la civilización a los pueblos conquistados, que serían integrados en el modelo romano (Brunt 168-90). Los principios aludidos por Roma en el proceso de expansión mediterránea se transformaron en argumento de la superioridad europea frente al resto del orbe, lo que afectó directamente en la interpretación de la historia romana y en la comprensión de la identidad en las postrimerías del siglo XIX y en los albores del XX.

En este marco, la fase imperialista entre 1871 y 1914 suscitó la revisión de los conceptos implicados en los procesos de conquista y colonización, circunstancia en que la historia romana no quedó fuera de escena (Gabba 189 y ss.; Champion y Eckstein 2-5). El avance que la urbs desarrolló a lo largo de los siglos constituyó un buen ejemplo para comprender los procesos de imperialismo contemporáneo, entendidos similarmente (Mommsen, Historia 29-30, 44-5 y 79-81; Finley 15-6; Bancalari, “Theodor Mommsen” 137-41; Martínez 93). La historia de Roma se continuaba interpretando en clave moderna, lo que posibilitaba comprender el proceso de interacción entre potencias imperiales y comunidades colonizadas.

Las consideraciones de la historia antigua en relación con los sucesos del imperialismo, así como en función del ya referido concepto moderno de nación, desembocaron en la comprensión de la identidad romana en relación con la comunidad jurídico-política, que, aplicada en la colonización, estableció una visión del ser romano en términos unívocos y extensivos. La expansión de la urbs se entendía como un proceso de integración en el que los diferentes pueblos conquistados pasaban a formar parte de la comunidad romana, adquiriendo sus leyes, su idioma, sus costumbres y, en suma, su cultura (Mommsen, El mundo passim; Haverfield 9-22; Peter Freeman 27). Aquellos factores que otrora se entendían como los componentes esenciales de la nación, y cuyo reconocimiento había permitido construir una identidad unívoca en el siglo XIX, se reconocían ahora en Roma y su conquista (Wulff 45). De este modo, la construcción de provincias y de municipios, con la consecuente incorporación de las comunidades foráneas al sistema jurídico, se interpretó como un proceso de transformación cultural en el que los pueblos foráneos adheridos a Roma habrían desarrollado una incorporación de carácter total8. Se trataba de una perspectiva cuyo fundamento suponía que el otorgamiento de leyes políticas y jurídicas establecían el funcionamiento de las sociedades adheridas a la urbs en coherencia con esta última. De acuerdo con el concepto de nación, en tanto que poder político estatal, la extensión del Estado a través de sus leyes era, al tiempo que institucional, social (Nieto 222-3).

En definitiva, la aplicación de teorías imperialistas a la historia clásica estableció una conceptualización del ser romano bajo principios políticos que, circunscritos en la colonización, decantaron en una concepción de la romanidad ligada a la ciudadanía. Entendida como reconocimiento político institucional mediante una definición jurídica de amplio alcance, la civitas permitía comprender la manera en que Roma, a través de los siglos, construyó un modelo de organización sociocultural común entre todos sus miembros (Harris 51-64). La ciudadanía, pues, se erigía como principio de la identidad y la referencia a ella en los principales estudios del siglo XX viene dada desde su aceptación o rechazo.

Esta visión de la identidad romana propiciada en el siglo XIX se mantuvo hasta mediados del siglo XX, reafirmada, en cierta medida, por los aportes de la sociología y su visión sistémica. Antes que particularidades o individualidades, la sociología consideraba el marco social como un todo en el que cada pieza jugaba un rol específico, por lo que adquirían sentido dentro del conjunto (Aurell 17-9). A diferencia de la historia, no promovía el estudio de lo particular e irrepetible. Se ocupaba de problemas generales comprensibles como resultado de un devenir que, más allá de vincularse con las características específicas del ser humano y de su libertad, se ordenaba en función de los principios sociales del hombre en tanto que ser comunitario. Los estudios de la Antigüedad en este orden consideraban el ser social como resultado de un conjunto de piezas ordenadas para tales efectos, en el que el Estado, como agente ordenador, jugaba un rol preponderante9. Y en esta perspectiva la romanidad, referida en términos de conjunto, mantuvo el sentido homogeneizante y unívoco de su conceptualización.

La rigidez en la comprensión de la identidad romana como un todo inmóvil, definida por principios jurídico-políticos, se mantuvo por los efectos de las guerras mundiales y de la posterior bipolarización del orbe ante Estados Unidos y la Unión Soviética. Como procesos de enfrentamiento bélico e ideológico, afectaron profundamente la interpretación de los conflictos del pasado romano, de sus características sociales y de los límites geopolíticos de la urbs. En este sentido, el concepto de limes, entendido como una frontera rígida, unilateral y de carácter político, influyó en la comprensión de las características culturales de los pueblos ubicados a uno y otro lado de la misma, que, como lugar militarizado y fortificado, adquirió la connotación de espacio separador total10. Allí, el intercambio y el encuentro entre pueblos no afectaría su espectro cultural, definido esencialmente por su adhesión institucional11. Con todo, la visión de la identidad en su relación con el Estado constituyó materia de investigación durante la segunda mitad del siglo XX. Bien profundizándola y matizando su rol en la conquista, bien rechazándola de plano, los estudios promovieron una intensa discusión que por vez primera estableció la identidad como objeto de investigación. Entre los factores que influyeron en este recorrido cabe destacar, por un lado, las transformaciones epistemológicas de la disciplina histórica desarrolladas desde mediados del siglo XX; y, por otro, el inicio del proceso de descolonización y el surgimiento de nuevos paradigmas poscoloniales. El desarrollo de las corrientes intelectuales de posguerra y del proceso de descolonización vinieron aparejados de nuevas perspectivas de estudio a las entonces colonias europeas, que intentaron reconocer sus características particulares dentro del contexto de la colonización (Rowlands 327-33; Machuca 33-5) y manifestar nuevas formas de colonialismo más allá de la sujeción política (Van Dommelen, “Colonialismo” 54).

4. La romanidad cuestionada: etnicidad y resistencia en el contexto poscolonial

Las influencias del estructuralismo y de la antropología en el campo del pasado promovieron el estudio de comunidades desde perspectivas identitarias étnicas que, bajo la pretensión de dilucidar características sociales específicas en contextos de dominación, promovieron el análisis desde los aspectos que las diferenciaban de los grandes imperios. Aunque el criterio étnico fuera duramente criticado por su relación con la raza –principio aducido por las políticas eugenésicas–, dio pie a la conceptualización de nuevos componentes relacionados con la identidad, más allá del puramente político o institucional estatal, que a poco andar, y en función de las teorías de la resistencia12 a la colonización, migraron hacia el concepto de etnicidad.

En este marco, si bien las perspectivas poscoloniales surgieron en función de las situaciones de colonización moderna y contemporánea, con énfasis desde el Subaltern Studies Group, las corrientes intelectuales adheridas a esta postura –marxismo, teoría posestructuralista y feminismos, entre otras– promovieron el estudio de los colonizados en un sentido temporal y geográficamente amplio (Mattingly, “From one colonialism” 49-69; de Angelis 539-49; Van Dommelen, “Colonial constructs” 305-23, “Colonialismo” 51; Delgado 19). La visión de la colonización como un fenómeno homogeneizador y silenciador de las voces disidentes del poder promovió una lectura del pasado en clave subalterna, lo que conllevó la transformación de la historia hasta entonces oficial, marcadamente nacional, de las colonias (Young 335-426; McLeod 6 y ss.; Conversi 440-5). Y en este contexto, la historia de la Antigüedad, presente en los ya referidos procesos de historiografía moderna, se vería profundamente afectada en su interpretación. Se trataba de perspectivas que desencadenaron el desarrollo de la historia apartándose del concepto decimonónico de nación y rechazando la relación exclusiva entre identidad y política. En este sentido, advierte Momigliano que “la virtual desaparición del concepto de nación como unidad elemental para la investigación histórica multiplica los puntos de vista desde los cuales se pueden considerar acontecimientos que solían ser vistos como episodios de historia nacional” (309); situación que tuvo directa injerencia en el modo de entender el devenir romano.

La historia de Roma y la romanidad requerían interpretarse en clave contemporánea, pues la concepción tradicional de identidad perdía sentido ante una mirada que cuestionara la homogeneidad de sus componentes y que pretendía reconocer la historicidad de las comunidades indígenas a través del estudio de sus particularidades. La visión de identidad como un todo homogéneo, pues, no tendría valor ante perspectivas que criticaran las construcciones conceptuales, políticas e históricas de la modernidad. A este respecto, el desarrollo de las perspectivas posmodernas tuvo profundos efectos en los estudios de la identidad, toda vez que la visión de la historia como un metarrelato oficial construido por las culturas dominantes se erigió en la piedra angular de las posiciones poscoloniales, que cuestionaban la veracidad de los discursos histórico-identitarios promovidos por la historiografía hasta ese momento. La desacralización de los discursos absolutos, la fragmentación del sujeto y el rechazo a la modernidad pusieron en tela de juicio la existencia real de un modo de ser romano. Se aducía la inexistencia de una identidad más allá de la que los propios romanos, como cultura dominadora y bajo escenarios de legitimación imperial, habían construido a través de su historia, perspectiva que la historiografía decimonónica, en el ánimo de legitimar sus historias nacionales y la superioridad occidental bajo el imperialismo, había perpetuado en discursos hegemónicos (Young 389 y ss.).

Se trataba de un conjunto de propuestas que, desde marcos principalmente literarios y fundados en las teorías posestructuralistas, centraban su atención en los discursos de la identidad (Van Dommelen, “Colonialismo” 59). Como resultado de la imagen estereotipada que los colonizadores quisieron establecer, los discursos se consideraron representaciones coloniales de las comunidades conquistadas, de las que si bien no se podían comprender sus características definitorias –en tanto resultado de discursos oficiales–, sí se podía reconocer su condición social diferenciada alterna y subalterna (Van Dommelen 60; Gerbando 50). La idea de que la colonización romana suponía la creación de alteridades constituyó un argumento relevante para aducir que la identidad era una condición en constante cambio, lo que permitía deslegitimar el sentido homogeneizador de la concepción moderna (Andreu 213-25; Fitzpatrick 27-54; Parker 3-4; Andrade 105-10). Además, como toda conquista, el avance romano sobre otras sociedades habría desencadenado resistencias que, si bien se habrían eliminado o controlado por la fuerza, en muchos casos habían terminado en condiciones de subalternidad que requerían un análisis desde sus propias realidades históricas (Mattingly, “Vulgar” 536-40; Webster, “Creolizing” 209-25; James 187-209; Hingley, “Resistance” 87-96). Dicho reconocimiento constituyó la base para que el modelo de estudios identitarios fundamentara nuevas teorizaciones. Del mismo modo, propició el surgimiento de numerosos estudios que, enfocados en nuevas fuentes o perspectivas de análisis, conformaron el escenario del análisis desde fines de 1970 (Webster, “Roman” 5-8; Mattingly, Imperialism 204).

A partir de la década de 1970 notamos un creciente interés por el estudio de la romanidad desde la arqueología, que adquirió profundo desarrollo desde la escuela inglesa. El resurgimiento del materialismo histórico como paradigma en la década de 1950 y su giro cultural en 1970 tuvieron directa injerencia, ya que brindaron una importante base conceptual y metodológica a los investigadores de la subalternidad a través del análisis de la cultura material. Enfocándose en esta última, las teorías arqueológicas se han centrado en las características particulares de los pueblos colonizados por Roma, cuyos aportes entrevemos, incluso, en el análisis de los pueblos indígenas en función de su historia anterior a la conquista romana (Bénabou; Haselgrove 5-63)13.

Las visiones poscoloniales son múltiples y se ordenan en función del rechazo a las teorías más tradicionales14, evidenciando la gran cantidad de características y ámbitos susceptibles de análisis (Wells 243-58). Propician, en este sentido, diferentes visiones de lo que supuso formar parte de Roma en tanto agente dominador (Barret 151; Alcock 1-14; Woolf, “The roman” 90-100). El principio rector que las ha ordenado es una suerte de reivindicación de las colonias y de las condiciones de desigualdad generadas por la historiografía, que, desde discursos hegemónicos, habría promovido la visión de estas como comunidades ahistóricas (Webster, “Roman Imperialism” 8).

Si bien se trata de perspectivas que han producido una importante renovación en los estudios sobre la romanidad, constituyen, en buena medida, posiciones extremas, sustentadas en ideologías que en ocasiones tienden a fomentar perspectivas de sujeción colonial más allá de las que pudieron existir en realidad. Además, su crítica a la homogeneización identitaria promovida por la historiografía moderna se fundamenta en otro principio monolítico: la resistencia o rechazo a la cultura romana por parte de las comunidades conquistadas, lo que ha derivado en un enfoque a veces forzado de los factores que dan cuenta de la identidad en la Antigüedad. Del mismo modo, la reducción casi por completo al análisis de la cultura material constituye, a nuestro juicio, uno de sus principales problemas, puesto que la identidad, por su abstracción y su extensión, resulta compleja de reducir solo al ámbito material (Freeman 438-43; Hingley, Globalizing 44-5).

Este tipo de estudios ha repercutido notoriamente en el modo de entender la identidad, que, desde las teorías poscoloniales, se ha concebido de manera un tanto acomodaticia y forzada (Adams 27-8). Por su parte, la visión desde las subalternidades releva en demasía factores sociales difíciles de comprobar desde las fuentes disponibles, que en ocasiones parecen forzarse en su interpretación. Si la imagen que entregan las fuentes literarias construye aquella que Roma quiso presentar, estas poseen, al menos, cierto nivel de verosimilitud discursiva que podemos aducir en vistas del propósito de los textos; sin embargo, dicha interpretación en la arqueología no resulta del todo plausible; más aún considerando el escenario cambiante e interconectado del Mediterráneo, que promovió, desde los orígenes de Roma, intercambios e influencias a través de la cultura material (Gruen, “Cultural Fictions” 1-14).

No desconocemos los aportes de la teoría poscolonial; no obstante, el desarrollo de estas visiones ha tendido a deconstruir la identidad romana, más allá de comprenderla, definirla o precisarla. En este escenario, algunos estudios del Mediterráneo antiguo promueven el análisis de la identidad romana considerando la multiplicidad de comunidades implicadas en los encuentros de la urbs con otros pueblos, desde donde han surgido visiones contrapuestas que, respondiendo a la crítica posmoderna y a las visiones de la resistencia, se han centrado en la multiplicidad de aspectos que componen el discurso de la romanidad.

5. Hacia una identidad cultural: el sentido de la civitas

El desarrollo del giro cultural en las disciplinas humanísticas surgido a partir de la década de 1980 promovió que el análisis histórico de la Antigüedad adquiriera sentido en los procesos de construcción social de la identidad, cuya relación con los simbolismos y las representaciones ha permitido acercar perspectivas opuestas. Respondiendo a la crítica posmoderna, la mirada cultural alude a la verdad histórica desde la teoría del discurso, y su análisis en el mundo antiguo ha generado nuevas concepciones y categorías de la identidad, asociadas a los individuos, los diversos roles que cumplen en la comunidad y el modo en que los representan (Habinek 3-7).

Desde una mirada holística, esta perspectiva sugiere el estudio de la identidad desde fuentes diversas, lo que ha establecido un diálogo entre las aproximaciones arqueológica e histórica y ha valorado tanto las fuentes materiales como aquellas literarias criticadas por la perspectiva poscolonial. Como resultados de la cultura, los dos tipos de fuentes conducen a la romanidad y la aproximación a este última se propone desde una lectura enfocada en los códigos culturales utilizados en la elaboración de un discurso social aprehensible por los miembros de una comunidad (Gardner 1-25; Revell, Ways 2-39; Nieto 236-7).

Se trata de una vía compleja que asume la heterogeneidad de la sociedad romana y que propone analizar aquellos aspectos comunes que, utilizados por Roma en la expansión de su imperio, posibilitaron la construcción de una sociedad multiétnica con identidades que refieren a los espacios local y global (David 135-139; Keaveney 35; Witcher 213-225). La identidad local se comprende desde las características de la etnicidad; la identidad global desde las capacidades de la urbs para formar una comunidad interconectada que se percibe a sí misma como múltiple y a la vez cohesionada (Gruen, Cultural 12 y ss.; Revell, Ways 48-55).

Estamos ante una propuesta influida por los estudios de la globalización de los siglos XX y XXI, y su análisis de la historia romana advierte la expansión de la urbs como un proceso comprensible desde su homólogo contemporáneo. A diferencia de las teorías modernas, la interpretación no se plantea con rigidez o anacronismo, sino desde una lectura comparada que resulta interesante. Aludiendo mecanismos políticos y culturales que se desplegaron en el Mediterráneo para incorporar a comunidades diversas al imperium de Roma, se reconoce, al mismo tiempo, la conservación y el aporte cultural de los nativos en la conformación de las provincias, situación que refiere a la transferencia bilateral de cultura y la construcción de una identidad romana susceptible de adaptar y de interpretar desde realidades disímiles (Sweetman 61-81; Bancalari, Orbe 89 y ss.; Hitchner passim; Witcher 213-25).

En este marco, el desarrollo de la identidad cultural ha abierto nuevas vías de aproximación, desde donde se ha dialogado entre visiones ligadas a la etnicidad y la política (Laurence y Berry 1-2). Desde esta última arista se ha retomado el problema de la identidad y el rol del Estado en la formación de la misma, en la que el concepto articulador ha sido la ciudadanía. En efecto, durante los últimos años, el rol de la ciudad ha adquirido protagonismo en los estudios de la romanidad, toda vez que, como lugar de convergencia, la civitas adquiere sentido tanto en términos de espacio de desarrollo como de referencia (Revell, Roman 40-79). Como espacio de desarrollo, la ciudad se identifica como un lugar en el que los miembros de la comunidad despliegan sus funciones sociopolíticas y asumen roles de convivencia, lo que supone asumir, y en ocasiones modificar, los valores, las dinámicas y las normas que definen lo permitido y lo prohibido. Un conjunto de principios que se adaptan a la realidad local, pero que se promueven de manera central a través de la institucionalidad de Roma, que formaliza el vínculo de sus miembros a través de un símbolo icónico que se erige como referente identitario: la civitas (Gardner 1 y ss.; Andrés 257-9; David 19-20; Roselaar 9; Dench 3-4; Steel 73-6; Duplá, “Ciudadanía” 207-15).

No se trata, por tanto, de visiones absolutas ni fundadas en la tradicional concepción cívica ligada a la nación, sino de nuevas lecturas de la civitas como vínculo sociocultural entre los individuos y Roma. Una perspectiva que, desde la representación, construye un camino que direcciona la cosmovisión de una comunidad romana que asume su heterogeneidad. Precisamente desde allí ha sido posible profundizar la relación entre la urbs y los pueblos con los que construyó una historia común (Bancalari, La idea 21-2). Estudios que, a pesar de que aluden a grupos diversos, centran su atención en las capacidades de la civitas en tanto fuerza sociocultural convergente, en función de un conjunto de principios y fundamentos que, desde el ámbito ideológico, da forma y sentido a una identidad susceptible de desarrollar por multiplicidad de agentes (Giardina, “L’identità” 6 y ss.). Trabajos que, en definitiva, advierten múltiples formas de ser romano.

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Notas

1 Utilizamos los conceptos romanidad, romanitas y ser romano como alusivos a la identidad romana. Detalles sobre el concepto y su relación con la identidad en Bancalari (Orbe 56-7).
2 Con el término profesionalización nos referimos al proceso de cientifización de la historia que, dejando atrás el anticuarismo erudito, estableció la formación del historiador en la universidad y conllevó el desarrollo de un modelo de investigación con el propósito de conformar una “ciencia rigurosa practicada por historiadores entrenados profesionalmente” (Iggers 52). Se trata de una fase llevada a cabo por las escuelas alemana y francesa durante la segunda mitad del siglo XIX, desde el historicismo rankeano y el positivismo de Comte respectivamente. A partir de un conjunto de metodologías sistemáticamente aplicadas, la escuela alemana aseguraba la objetividad científica en el estudio de los fenómenos del pasado; y, por su parte, la francesa, desde la ciencia positiva, proponía el establecimiento de leyes sociales a partir del estudio y análisis científico del pasado, mirada coherente con la de las ciencias naturales. Ambas perspectivas pretendían otorgar a la disciplina histórica un estatuto científico, y el historicismo de Leopold von Ranke, con particularidad, una connotación profesional al desarrollar la formación disciplinaria del historiador con especificidad. Al respecto véase Iggers (49-60) y Aurell (10-5).
3 Desde el mundo clásico el término nación, del latín natío -onis, hacía referencia a ‘pueblo, clase, raza, secta, especie’; cuya relación, en Roma, se establecía directamente con la diosa del nacimiento. Así, el concepto aludía a un grupo de individuos susceptibles de identificar y caracterizar en función de sus costumbres, de su lugar de procedencia y de sus antepasados comunes (así, por ejemplo, Plinio, H. N. 5. 146: “La parte más fértil de Galacia la ocuparon los tectósages. Y estas son ciertamente las naciones en todo este ámbito”; Tácito, Ger. 4. 1-2: “Me adhiero a la opinión de que los pueblos de Germania, al no estar degenerados por matrimonios con ninguna de las otras naciones, han logrado mantener una raza peculiar, pura y semejante solo a sí misma”; Virgilio, Aen. 1. 5-7: “mucho sufrió también en rudas lides / mientras fundaba su ciudad y al Lacio / transportaba sus dioses, alta empresa / que dio principio a la nación latin, / a los antiguos próceres de Alba / y a las murallas de la excelsa Roma”). De ahí que natío derive de nascor-natus, esto es, ‘nacer, proceder, provenir de, surgir’.
4 Referencias al caso alemán y a los orígenes germánicos de la nación en (Recio 134-40). El caso francés puede observarse en el clásico estudio de Momigliano (272-5).
5 A este respecto, resulta sumamente interesante que Fustel de Coulanges utilice la historia romana para evidenciar la relación de Francia con el pasado pregermánico de Europa, en lo que parece una clara intención por alejarse de la cultura teutona y explicitar el origen romano de su pueblo; incluso interpretando forzadamente la historia en lo que a la conquista romana se refirió frente a los galos. A este respecto, y en función de legitimar el pasado francés, nos presenta la conquista romana como un proceso pacífico que, aceptado por voluntad propia de los galos, habría iniciado un modelo de funcionamiento social y cultural común al que los galos habrían adherido y los habría constituido en parte de Roma. Así, “Rome n’usa pas de violence pour imposer ces changements. Il aurait été contrarie à toutes ses habitudes et à tous ses principes de vouloir façonner les peuples vaincus à son image. C’est là une pensée toute moderne et qu’on ne trouve jamais chez les anciens. No le sénat ni les empereurs n’eurent pour programme politique et ne donnèrent pour mission à leurs fonctionnaires dássimiler les provinces à Rome. Si la Gaule s’est transformée, ce n’ést pas par la volonté de Rome, c’est par la volonté des Gaulois eux-mêmes” (Historie 57).
6 El mundo griego, con su conformación y visión de sí mismos como pueblo civilizado, sería útil para demostrar la superioridad europea sobre Asia y África; sin embargo, no permitía aludir a un proceso de expansión e inclusión. Por contraparte, la visión romana, profundamente ecuménica, suponía la posibilidad de civilización mediante un proceso de convivencia y aculturación, inscribiéndose de modo más propicio a la visión imperialista de la época.
7 No pretendo hacer un análisis de la conquista romana ni de las características del discurso legitimador y civilizador de Roma, sino hacer mención de ello en cuanto permite comprender cómo se constituyó en elemento útil a los propósitos imperialistas del siglo XIX e inicios del siglo XX. Desde allí se aducirían interpretaciones que, por un lado, permitirían construir un discurso legitimador del proceso de colonización; y, por otro, aunque directamente relacionado, afectarían directamente en la comprensión de la identidad, así como en las conceptualizaciones de la primera mitad del siglo XX, piedra angular para su posterior análisis.
8 Así lo presenta una de la influyentes obras de Arnold respecto del imperialismo romano, que se centra en los encuentros entre Roma y otros pueblos del Mediterráneo, considerando la conquista romana como un proceso de absorción de pueblos mediante estrategias políticas y administrativas de provincialización. Si bien no se trata de un estudio de la identidad, el texto entrega una visión de la conquista como fenómeno transformador, cuya propuesta aducía la desaparición de las particularidades de las comunidades conquistadas una vez integradas al sistema institucional de la urbs, momento en que pasarían a tomar forma común en el sistema político y administrativo (Arnold 24 y ss.).
9 Si bien reconocían aspectos relevantes e influyentes de la cultura en la conformación de la sociedad, incluso a nivel de segmentos o grupos diferenciados, no se trataba de análisis centrados en los factores de transformación o afección en el reconocimiento de esos individuos entre sí, sino más bien en términos de su clasificación y organización desde estructuras rígidas. Un estudio un poco más antiguo, pero que es del todo ilustrativo, es el de Weber, donde muestra cómo las estructuras jurídicas romanas aplicadas al ager publicus conllevaban la organización social y el modo en que los sujetos se vinculaban y reconocían (41 y ss.). Especial significación adquieren las explicaciones de la conquista romana, donde se evidencia un diálogo frecuente con Mommsen.
10 El concepto de frontera, tradicionalmente entendido a partir de un carácter estático, indicaba una demarcación geopolítica y un límite divisorio entre una cultura y otra, provocando una oposición entre ellas. Esto respondería a la construcción fronteriza en términos unilaterales, cuyo principal factor es, para Roma, la dificultad de la conquista. De este modo, la frontera se entendía como producto del encuentro, choque y dominación entre pueblos de igual o similar poderío, lo que habría causado una separación entre estos en un sentido de resistencia y choques, estableciendo, a cada lado de la línea fronteriza, una realidad diferente (Rodríguez 105).
11 Aun cuando no es nuestra intención desarrollar el concepto de frontera, cabe señalar que su conceptualización como espacio rígido determinó la idea de identidad. La perspectiva rígida del limes como espacio militarizado fue una conceptualización de Mommsen, que no solo fue duradera, sino que mantuvo numerosos e importantes adeptos, especialmente en el análisis del limes oriental, hasta avanzada la década de 1980 (Millar, “Emperors”, The Roman 225-9; Sherwin-White 319-28; Dyson passim). Benjamin Isaac fue probablemente el principal detractor de esa idea de frontera, señalando que el limes es un espacio dinámico, donde la movilidad de los sujetos fronterizos afectó directamente en su identidad, más allá de su pertenencia a una u otra entidad política. Se trata de una perspectiva que, sin más, redefinió el limes como espacio transfronterizo, donde los principales aspectos definitorios de la identidad podemos encontrarlos en las prácticas comunes –ampliamente entendidas: comerciales, administrativas, de movilidad y rituales, entre otras– entre sus miembros (Isaac 125-47; Spiridon 376-86).
12 Por teorías de la resistencia nos referimos al conjunto de estudios que, ante la idea de destacar las particularidades de las comunidades colonizadas y su rol en la historia del imperialismo, promueven el análisis de los procesos de levantamiento, disturbios y, en suma, de rechazo a su incorporación colonial, resultado de un proceso de reconocimiento de su propia identidad, definida por la etnicidad. De mayores detalles nos ocupamos en el apartado siguiente.
13 Ejemplo icónico es la obra de Bénabou, en la que propone modelos de rechazo a la romanización y aduce la conservación de prácticas socioculturales prerromanas, propiamente africanas, después de la conquista. Un ejemplo ilustrativo de lo anterior lo advierte en las prácticas religiosas: “Nous considérons comme relevant d’une forme de résistance à la romanisation tout ce qui, dans la ou les religions effectivement pratiquées sur l’ensemble du territoire des provinces de l’Afrique romaine, s’écarte par quelque trait de la religion romaine officielle, et se rattache, d’une façon directe ou indirecte, à des traits connus de la religion africaine traditionnelle” (262). Un interesante análisis de esta perspectiva en Sebai (39-56).
14 La mirada poscolonial ha generado diversas líneas de interpretación, cuyo valor radica en la identificar agentes y factores múltiples en la generación de la identidad. Los principales aportes se producen desde la etnicidad, que varía según la mirada primordialista o instrumental (Jones 65-75). Desde estas consideraciones, en los estudios romanos se desarrollan desde una posición más asociada a la resistencia y rechazo a la romanización hasta otras que contemplan agentes locales que vinculan a la comunidad nativa con el poder central (Hingley, “Resistance” 87-67; Mattingly, Dialogues in Roman Imperialism 204-14; Revell, Ways 19 y ss.). Se trata de propuestas que han promovido la relectura de las fuentes y su reinterpretación, generando un debate enriquecedor.
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