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Narcoliteratura a la chilena: Matadero Franklin de Simón Soto

Chilean Narco-Literature: Matadero Franklin

Ainhoa Vásquez Mejías
Universidad Nacional Autónoma de México, México

Narcoliteratura a la chilena: Matadero Franklin de Simón Soto

Revista de Humanidades, núm. 45, pp. 39-59, 2022

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 03 Noviembre 2020

Aprobación: 29 Marzo 2021

Resumen: En este artículo expongo los rasgos que permitirían etiquetar como narcoliteratura la novela Matadero Franklin (2018) de Simón Soto, sin embargo, estos elementos son matizados en relación con el contexto chileno. Es de interés ir más allá de la discusión respecto de ciertas etiquetas y leerla como una novela que retrata la evolución de la criminalidad chilena: desde los pactos de honor colectivos al delincuente emprendedor e individualista, así como el cambio en el uso de armas blancas por armas de fuego. Se concluye que, aunque la novela presenta varios rasgos de la narcoliteratura, difiere de la narcoficción tradicional al revelar las causas del origen del narcotráfico en Chile, en la que destaca la criminalidad como explicación y consecuencia del machismo.

Palabras clave: Simón Soto, literatura chilena, narcoliteratura, masculinidades, violencia.

Abstract: In this article I present the features that make it possible to categorize Simón Soto’s novel Matadero Franklin (2018) as narco-literature, while recognizing that these elements have a Chilean tinge. I am interested in going beyond the discussion regarding labels and reading Soto’s work as a novel that portrays the evolution of Chilean crime: from collective pacts of honor to the enterprising and individualistic criminal, as well as the change in the use of knives to firearms. The paper concludes that, although the novel presents several features of narco-literature, it differs from traditional narco-fiction by revealing the origin of drug trafficking in Chile, in which criminality stands out as an explanation and consequence of machismo.

Keywords: Simón Soto, Chilean Literature, Narco-literature, Masculinities, Violence.

1. Introducción

La novela Matadero Franklin (2018) de Simón Soto ha tenido un éxito asombroso para ser una primera novela y en un país como Chile, donde acostumbramos a ver en los rankings, en primer lugar, los libros de autoayuda o bestsellers. La novela de Soto fue elegida como una de las mejores obras de 2018 por el diario La Tercera, ganó el premio del Ministerio de las Culturas y el premio José Nuez Martín de la Facultad de Letras de la Universidad Católica, además tuvo cinco reimpresiones en un solo año (García, “Simón Soto”). Su novela alcanzó, así, una visibilidad que no tuvieron sus anteriores libros de relatos Cielo negro (2011) y La pesadilla del mundo (2015).

Quizás, la explicación más simple a este fenómeno de venta, al menos extraño en Chile, es que lo narco está de moda y esta novela promete poder incluirse en la categoría de narcoliteratura, tan popular en países como Colombia y México y que, en cierta forma, se perfila como un nuevo boom latinoamericano, según académicos como Diana Palaversich y Mauricio Zabalgoitia2. Con el subtítulo “La leyenda del Cabro” nos remite, de inmediato, a un personaje referencial (Pimentel 64), es decir, un sujeto histórico, plenamente reconocible y codificado por el imaginario chileno. Probablemente, la única gran leyenda del narcotráfico en Chile: Mario Silva Leiva, conocido por todos como el Cabro Carrera. Bastante más modesto que un Amado Carrillo Fuentes (“El señor de los cielos”), que un Pablo Escobar o un Chapo Guzmán, pero nuestro hito local ineludible si vamos a hablar de narco.

Con ese subtítulo, la novela de Soto apunta a sumergirnos en los inicios delictuales de nuestro capo, de quien sabemos que se crió en el Barrio Franklin y que, como reseña Ignacio González Camus, en su libro Los cien rostros de don Mario, comenzó como ladrón, para convertirse luego en apostador ilegal de carreras de caballos en el Club Hípico. Destacó en nuestra historia como líder en el tráfico de drogas y lavado de dinero al ser acusado por Estados Unidos de enviar más de quinientos kilos de cocaína hacia ese país. Su red delictiva fue desbaratada en el año 1997, gracias a la denominada Operación Ana Frank, que demostró que esta organización compraba cocaína en Perú, Bolivia y Colombia, para trasladarla desde Brasil a países europeos donde se vendía. Finalmente, en Chile se blanqueaban las ganancias, mediante apuestas de caballos y adquisiciones de inmuebles (Leiva y Silva 9-10). Con este prontuario, Mario Silva Leiva se convirtió en el gran referente del narco en Chile, hasta el punto en que los medios de comunicación lo elevaron al rango de celebridad. Como comentan Juan Francisco Leiva y Andrea Silva, la fama en torno a este personaje, propició que los periódicos y noticiarios de la época lo apodaran el Capo chileno, el Capo de los narcos criollos, el Rey del hampa, el Padrino (en alusión a la mafia italiana) y, con ello, crearon un símil de Al Capone a la chilena (86). En concordancia con esta espectacularización de la figura de nuestro narco y, en vista de la multiplicidad de ficciones que han surgido en el último tiempo en torno a los líderes del crimen organizado en Colombia y México3, el subtítulo de la novela de Soto apelaría a que es esto lo que encontraremos en sus páginas.

Matadero Franklin, sin embargo, no es la historia del Cabro Carrera, tal como acusa Patricia Espinosa en su crítica a la novela:

De acuerdo al texto de la contratapa, la narración tendría por objetivo dar cuenta de la vida de Mario Leiva, alias “el Cabro”, personaje basado en el famoso Mario Silva Leiva, conocido como “el Cabro Carrera”. Sin embargo, en la novela, el Cabro tiene una función tan menor que resulta imposible llamarlo protagonista. Hacia la mitad del libro tiene tres apariciones fugaces; con posterioridad adquiere mayor relevancia, aunque no deja de ser el personaje secundario, limitado a potenciar el desarrollo de los hechos. (“Matadero”)

Pero, aunque este narcotraficante tan conocido por nosotros no sea el centro del texto, la novela sí tiene bastante de narcoliteratura. Eso es lo que rescataron los jurados del premio Nuez al argumentar las razones para el reconocimiento: “El motivo del narcotráfico y el espacio donde se sacrifican los animales intensifican el tono feroz del relato. Sin embargo, la obra nos muestra algunos personajes con una dimensión ética importante” (Oliva s.p.). Narconovela, como indica el título de la nota en el periódico UC, pero sin llegar a serlo. O narcoliteratura, pero ética, que no muestra al bandido como un sujeto libertario y que no pondera lo narco como un camino a seguir. Pero narco, a fin de cuentas, al menos como una etiqueta que vende.

La novela de Soto tiene elementos de narcoliteratura: el nombre del capo chileno más reconocido, cierta estética gore, suspicacia frente a las leyes y órganos del orden, los inicios de una industria transnacional de narcotráfico y mucho machismo. Sin embargo, su centro no es ese o no solo ese. En este artículo expondré los rasgos que podrían hacer de esta una novela narco, a la vez que aportaré contraargumentos para considerarla bajo este rótulo. Me interesa, finalmente, ir más allá de esta discusión respecto de ciertas etiquetas y leerla como una novela que retrata el devenir de la criminalidad chilena que nos ha llevado a la realidad actual. En este sentido, mi apuesta es que Matadero Franklin no es la historia del Cabro Carrera, sino la historia de cómo se formaron los grupos delictivos que hoy reconocemos en las calles de Santiago.

2. Matadero Franklin al filo de la narcoliteratura

La promesa de referir los inicios de nuestro capo local –y una que otra mención en los periódicos (Oliva; Henríquez)– es lo primero que tenemos para categorizar a Matadero Franklin como narcoliteratura. No son las únicas pistas, pues la novela contiene varias de las características que permitirían insertarla en este género narrativo, según la tipología que propusimos con Danilo Santos e Ingrid Urgelles en el artículo “Lo narco como modelo cultural”: hay una estética gore en la representación de la violencia; la denuncia a una policía corrupta, que podría referir a un estado criminal; la exhibición de la industria del narcotráfico como un asunto transnacional y el machismo propio de este tipo de grupos delictivos, tal como ejemplificaré a continuación.

La estilística gore es uno de los aspectos más evidentes de la narcoliteratura: “la representación explícita de la violencia que se utiliza para describir los crímenes vinculados al narcotráfico. La puesta en escena de asesinatos y torturas atroces” (Santos, Vásquez y Urgelles 10). En este caso, desde las primeras páginas, somos testigos de la violencia con que actúa el joven Mario Leiva. Incluso, antes de convertirse en delincuente, el niño pareciera sentir un impulso por dañar a otros seres, de asesinar por asesinar, como se revela en la escena en que mata a un guarén y lo convierte “en una masa sanguinolenta” (20) o en el placer que siente al ver cómo los matarifes degüellan a un cabrito:

El Lobo Mardones pasa la hoja de su cuchillo por la garganta del cabrito. El animal se estremece, los niños lo afirman con fuerza. La sangre cae desde el cuello abierto al lavatorio, mientras para el Cabro el ritmo derramado se transforma lentamente en música. (Soto 49)

Esta violencia que percibimos en el incipiente criminal también está presente, con mayor fuerza, en los delincuentes viejos, acostumbrados a solucionar cualquier problema asesinando a los enemigos (el asesinato de Torcuato al Talquino, por poner un ejemplo). El retrato de la violencia, no obstante, se vuelve más detallado a medida que se van profesionalizando los criminales, de tal forma que los asesinatos vinculados al narcotráfico resultan ser los más descarnados. Al Gringo Spencer –quien roba dinero y cocaína a los hermanos Azócar– lo secuestran, lo bañan con agua hirviendo, le cercenan el brazo izquierdo y uno de sus pies. La tortura contra su cuerpo es lenta porque buscan que revele dónde tiene la droga. Finalmente, desechan su cuerpo.

No solo los criminales utilizan violencia extrema contra los cuerpos de sus enemigos. Los policías también son representados como sujetos agresivos e inescrupulosos, sin establecer una clara línea divisoria entre los encargados del orden y los antisociales: “los pacos andan bravos […]. Dicen que a Miranda lo mataron a palos sin querer, que se les pasó la mano, que lo fueron a votar al Mapocho” (25). Y, efectivamente, el Cabro lo vive en carne propia cuando es detenido por robo y los policías lo golpean hasta dejarlo completamente ensangrentado, casi muerto, para luego tirarlo en medio de la calle, como un bulto, cerca de su casa en Franklin.

A esta violencia excesiva se suma el retrato de las (supuestas) fuerzas del orden, como la otra cara la moneda: no difieren de los criminales, sino que son parte del hampa. El comisario Negrete es el mayor ejemplo de esto, pues utiliza la violencia, acepta sobornos y se deja corromper con tal de obtener lo que desea. El comisario representaría, así, la existencia de un Estado fracturado que permite la violencia contra los marginados y protege a los poderosos, tal como se ve cuando el Cabro le roba a la mujer de un hombre influyente, “un peso pesado, que tiene mucha plata, que tiene conexiones con el gobierno, con políticos” (106), ya que, lejos de hacer valer la justicia y detenerlo, lo agreden.

Un tópico frecuente de la narcoliteratura es la denuncia de la corrupción, violencia e ineficiencia de los aparatos gubernamentales de orden, lo que señala la existencia de un Estado criminal (Domínguez Ruvalcaba). Con ello, se pretende visibilizar al Estado como gestor del crimen y la violencia, ya que provoca la percepción de que la ley “no solo es inefectiva sino que también es enemiga de la sociedad. Esto conlleva a una percepción generalizada de que es el Estado el mayor generador de la criminalidad en México” (10)4. Sin embargo, en la novela de Soto, aunque el Comisario Negrete termina por formar parte de la nómina delictiva, se reflejaría un Estado más anómico que uno criminal. No se plasma un país gobernado mediante un narco-Estado –como en la narcoliteratura colombiana y mexicana– y tampoco uno que se convierte en cómplice o que genera el crimen organizado. Más bien se muestra una situación de anomia (Waldmann), es decir, una institución en crisis, que no provee seguridad ni estabilidad, puesto que los mismos encargados de aplicar las leyes y mantener el orden son quienes aceptan sobornos, agreden y se vuelven responsables de un sinfín de irregularidades. El Estado, aunque no criminal, se presenta debilitado frente a la corrupción, violencia e impunidad ejercida por sus mismos agentes.

Esta discusión resulta pertinente respecto de la forma de adaptar la narcoliteratura a la realidad chilena, puesto que no es semejante a lo que se vive, a nivel de crimen organizado, en países como México o Colombia. En este sentido, se rescata lo que han estudiado Sperberg y Happe en torno a los barrios santiaguinos en comparación con los barrios brasileños, pues es “inimaginable que las mafias de la droga dominen barrios enteros como en Río, porque el Estado chileno tiene un mayor grado de penetración que el brasilero. Además, la policía chilena no se ha involucrado en grandes escándalos de corrupción y no se han conocido excesos de violencia en contra de grupos marginales” (50). Esta idea es secundada por los académicos Dammert y Oviedo, quienes refieren que en Chile las tasas de denuncias, de cualquier tipo de delitos, son las más bajas de todo el continente y que la ciudadanía todavía sigue confiando en las instituciones policiales (275)5. Probablemente sea por lo que al crítico del diario Bío-Bío –de quien desconocemos su nombre, pues la reseña no está firmada–, la novela le parece poco creíble en ese sentido. Si bien, no niega que Chile sea un país violento, al menos “no tan sanguinario (porque ‘las instituciones funcionan’ y para ello se deben mantener las formalidades). Donde son raros los casos de violencia extrema, sádica” (s.p.). Mantenemos la duda de si la novela parece o no verosímil para la realidad chilena, respecto de los rasgos de violencia gore y matizamos lo de Estado criminal hacia lo anómico. Pero, sí debemos afirmar que son características básicas que debe tener toda narcoliteratura y, por el momento, es ello lo que nos compete.

Otra característica que nos permitiría etiquetar la novela de Soto en la narconarrativa es que se presenta, aunque brevemente y bastante desdibujada, la industria del narcotráfico desde su transnacionalidad. El gringo Spencer convence al Oscaro y a su hermano Toto de involucrarse en el negocio de la importación y venta de cocaína, cuando aún no llegaba a la población chilena y apenas se tenía noticias de los efectos de esta droga. Se retrata en la novela que es Spencer, junto a los hermanos Azócar, el responsable de traerla desde Perú e introducirla en Valparaíso: “nosotros vamos a hacer que la conozcan –responde el Toto–. Cuando la gente pruebe nuestra coquita van a quedar locos. No van a querer soltarla más” (Soto 138). Nuestro narco estrella, el Cabro Carrera, sin embargo, no se ve en ningún punto comprometido con el negocio de la coca en la novela, de tal forma que, finalmente, la industria del narco y su dimensión internacional no tiene relevancia para la historia, sino que se presenta como una anécdota más dentro de las múltiples actividades ilegales que se desarrollan.

Por último, el machismo también es un rasgo central en la narcoliteratura, pues es un reflejo de lo que efectivamente sucede en el narcomundo. Para académicos mexicanos como Núñez Noriega y Espinoza Cid, Barragán, Núñez González o García Reyes, el gran aliciente que tienen los jóvenes para ingresar en las filas de los cárteles no es el afán de dinero, sino el machismo y la promesa de la homosociabilidad. Muchos de los sicarios o dealers son niños que necesitan encontrar lazos afectivos y cierta protección en el vínculo con otros hombres. En estas pandillas pueden evidenciar cuán machos son a través del uso excesivo de la violencia, la intimidación a los más débiles, la demostración de valentía y la exhibición de poder, así como de la “presunción de la importancia y dominación violenta de las mujeres” (Núñez González 121). En palabras de Núñez Noriega y Espinoza Cid, en estos grupos delictivos encuentran:

la oferta de un male bonding, como se dice en inglés, de un vínculo masculino, que es un nexo entre hombres, con valores de unión, de secrecía, de lealtad y de disciplina, que promete contención y cercanía emocional con otros hombres, claro está, “como hombres”, y sin poner en riesgo la “hombría” misma. Así, el dispositivo comprende una oferta de homosocialidad heteropatriarcal, las más de las veces intensa o bien exacerbada por una exposición conjunta al riesgo y a la posibilidad de la muerte. (113)

Esta ilusión de ser muy hombres y, a la vez, encontrar contención y poder en el ingreso a una pandilla, se refleja también en la novela Matadero Franklin y en la construcción que Simón Soto hace del pequeño Mario Leiva. El niño, que ha quedado huérfano, demuestra una atracción por las armas como un elemento que define la masculinidad, tal como ocurre en el episodio en que ve, por primera vez, el cuchillo del Lobo: “lo mira hipnotizado. Anhelando portar algún día ese elemento que define a los hombres como hombres, como adultos, hombres grandes que han entrado a la vida de verdad” (Soto 18). El cuchillo simboliza, así, la entrada a la adultez y a ese mundo de machos y no solo a la criminalidad como tal6.

Este, sin embargo, no es el único pasaje en el que se revela el anhelo del joven Cabro de encontrar pertenencia y complicidad en un grupo masculino, pues también decide seguir los ritos iniciáticos que le impone la pandilla de matarifes: “El Lobo lo hizo tomar caldo de nuca y al tragarlo sintió arcadas bajo la mirada de toda la cuadrilla, pero sabía que no podía dejarse vencer, no frente a esos hombres, y se tragó todo y los matarifes le dieron palmadas en la espalda” (142). Ambas escenas demuestran que el futuro delincuente busca el ingreso a la homosociabilidad. El machismo –así como el uso de la violencia y la exhibición de armas– resulta no ser un signo exclusivo de membresía mafiosa.

Hasta aquí el recuento de las características que hacen a la novela merecedora de la etiqueta de narcoliteratura. Como he señalado, gran parte de la tipología que hemos propuesto con Danilo Santos e Ingrid Urgelles se cumple, sin embargo, respecto de cada rasgo se puede presentar un contraargumento o, al menos, tener una cierta reserva. Tomás Henríquez, a su vez, releva un elemento detractor y es que Simón Soto elige contar la historia con un narrador heterodiegético, al contrario de la narcoliteratura que privilegia los narradores autodiegéticos: “que muchas veces explica, justifica, ennoblece e incluso puede redimir la función criminal” (s.p.)7. En el siguiente apartado propongo, entonces, que la novela de Soto no es solo narcoliteratura, sino la historia de la criminalidad en Santiago, de los primeros negocios ilegales y de cómo fueron derivando a la delincuencia actual.

3. Una historia de la delincuencia santiaguina

A pesar de la etiqueta y que, efectivamente, puede ser leída como narcoliteratura, Matadero Franklin relata no solo una historia de narcotráfico o de Mario Silva Leiva, sino, como señala Henríquez, un amplio repertorio de hampones y su constitución en redes criminales. Ladrones y delincuentes que –propiciado por un vacío de vigilancia estatal– todavía podían repartirse los territorios y los negocios, de manera ordenada, pues el dinero podía alcanzar para todos. Delincuentes viejos con códigos, pactos y armas blancas que en la novela son reemplazados por criminales individualistas, traicioneros y mucho más violentos. Un cambio en la conformación de la delincuencia santiaguina, que en la novela se refleja desde los años treinta a mediados del siglo XX.

Tal como señalé al referirme a los rasgos narcoliterarios, Matadero Franklin muestra un cierto vacío estatal en términos de control y vigilancia de los sectores periféricos, lo que debe entenderse como apatía gubernamental, más que como una prueba de nación criminal, al estilo de las narcoficciones. Este, además, es un dato consignado por académicos que han estudiado las transformaciones de los barrios de Santiago: “Los pobres urbanos vivían en Chile hasta los años 50 […] bajo una inseguridad legal total. La presencia del Estado en las favelas y poblaciones se limitaba a intervenciones informales y esporádicas” (Sperberg y Happe 47-8). Interesa rescatar este dato de los estudios sociales, pues este Estado ausente fue un factor que permitió que los criminales se fueran apoderando de ciertos territorios y estableciendo sus propias normas en ellos como se muestra en la novela.

Esta es la situación inicial del barrio Franklin retratado por Soto: distintos tipos de criminalidades y mafias como las cartillas de caballos, las peleas de box arregladas, los ladrones y hasta los cuatreros, es decir, una delincuencia semiprofesional (Sperberg y Happe), aún incipiente y con cierto control y autocontrol. Son los mismos criminales quienes se organizan para convivir y repartir los negocios para mantener cierta paz y estabilidad entre los delincuentes, sus transacciones y los habitantes de las poblaciones. Las conversaciones entre ellos permiten llegar a acuerdos, la palabra de los hombres se respeta y el honor es fundamental. Ello se relata, por ejemplo, respecto de los padrinos de las cartillas que encabezan las apuestas ilegales del Club Hípico, que

alguna vez tuvieron problemas entre ellos, pero se repartieron el negocio para evitar la sangre […]. Pero el Pájaro Acuña estaba hablando en serio. Quería que pensaran en el dinero, que es lo que mueve a los hombres a acumular poder, para obtenerlo, para cuidarlo. Y eso les dijo, mientras comían y tomaban vino. Que todo lo que no fuera trabajo los alejaba de la plata. Las peleas y los ajustes de cuentas afectaban el enfoque en el negocio. No era necesario pelearse el territorio, porque había suficiente jugadores y adictos a los caballos para todos. (31)

Este pacto entre delincuentes, que ordena los negocios ilegales en los barrios de Santiago a principios del siglo XX, para mediados de siglo comienza a resquebrajarse. De organizaciones delictivas capaces de llegar a acuerdos para mantener la tranquilidad de la población, vemos el surgimiento de un nuevo formato en el crimen, que propiciará mayor violencia. Junto a ello, asume el rol protagónico un nuevo sujeto transgresor en este entramado: el delincuente emprendedor, capaz de pasar por encima de quien sea con tal de conseguir más dinero, insaciable y violento. Esta evolución es la que se retrata en la novela de Soto: de los tratos colectivos para repartir los negocios se transita al individualismo criminal; como consecuencia, se pierde la palabra y el honor y cualquiera se convierte en enemigo; finalmente, si se tiene que proteger el territorio, las armas blancas ya no son suficientes, por lo que se debe adquirir armamento más poderoso.

Este estado inicial de repartición amistosa de los negocios criminales se rompe hacia la mitad de la década del cuarenta y surge el criminal individualista o emprendedor. El mismo autor menciona en una entrevista para el diario La Tercera, que este fue un factor que le interesó destacar en la novela, la adopción del modelo capitalista y, con ello, la asunción del “emprendedurismo” propuesta por Max Fisher: “la idea de asentarse, del sujeto que la quiere hacer y que eso le permitirá borrar la precariedad del pasado. Y el personaje Torcuato Cisternas representa un poco eso, formar empresa a toda costa, aunque sea una empresa delictual. Por eso aparece la cocaína” (García, “Simón Soto”).

La incipiente industria del narcotráfico respondería, de esta forma, a ambiciones personales. Ya no basta con los pactos entre caballeros ni se considera que el negocio puede alcanzar para unos y otros cuando uno solo podría acumularlo todo. Es lo que ocurre con Torcuato, quien pretende ostentar el dominio de los negocios ilegales: “Sé que el barrio va a ser nuestro, muy pronto, señores” (262). Torcuato desplaza a los padrinos de las cartillas, ya que no comparte la idea de sociedad y distribución. Al contrario, lo que el criminal desea es apropiarse por completo del territorio, lo que trae como consecuencia la lucha entre distintos líderes y sus hombres asesinos, que pelean por someter al barrio.

Esta es la historia de Torcuato, pero también la del gringo Spencer, quien busca su propio beneficio con la inserción de la cocaína en Chile, recurriendo en un principio a alianzas para lograr la importación, y luego decidir que es mejor recorrer este camino en solitario y obtener mayores beneficios, por lo que abandona a los hermanos Azócar y huye con el dinero y la mercancía. O el mismo Pájaro Acuña, que en los años treinta está convencido de la importancia de dividir los territorios, pues considera que el dinero alcanza para todos, en la década del cuarenta prefiere trabajar solo y quedarse con la ganancia completa: “El Pájaro, creyendo poseer la verdad, decidió que había llegado el momento de sacarse de encima a sus cuatro socios” (220).

Este es un rasgo que, tal como señala el mismo Soto, fue propiciado por el neoliberalismo y reestructuró por completo el modo de delinquir. La académica mexicana Sayak Valencia también lo ha estudiado respecto de la evolución de los cárteles del narcotráfico en México, denominándolos self-made man (30), es decir, sujetos inmersos en la economía criminal, que ya no se rigen por principios comunitarios que ordenan los territorios y las actividades ilegales, sino que están dominados por las reglas del mercado. Delincuentes que se consideran a sí mismos como legítimos emprendedores que contribuyen con la economía del país y, por tanto, tienen plena liberad de atropellar a quien se atraviese en su camino, pues lo único importante es acumular dinero.

En este todo vale y la autoidentificación de los criminales como sujetos individualistas pero emprendedores, se pierden las alianzas y también el honor. De los pactos entre caballeros se pasa a una violencia desatada que no distingue, pues hasta los más cercanos se convierten en enemigos. Amigos y familiares son susceptibles de ser eliminados cuando el negocio y el dinero corren algún tipo de peligro. Oscaro, por ejemplo, no vacila al tomar la decisión de asesinar a su hermano Toto cuando se vuelve una carga al consumir la cocaína destinada para la venta:

El Toto se queda mirando el mar y saca el frasco con cocaína. Inhala y luego bebe un sorbo de trago. […] El Oscaro saca el revólver desde el cinturón y le dispara al Toto en la cabeza, por atrás. El disparo entra por la nuca y sale por la nariz. Se derrumba hacia adelante y cae por el acantilado. Algunos segundos después, el Oscaro escucha cómo el cuerpo de su hermano impacta contra el agua. (259)

Cualquier estorbo para la consecución del dinero y la prosperidad del negocio debe ser extirpado, esa parece ser la consigna del nuevo emprendedor criminal. Posteriormente, Oscaro también asesina al gringo Spencer por robar dinero y cocaína, por lo que se encarga por completo del negocio de la droga. Así, lo que antes era colectividad y pactos termina por convertirse en una carrera individual por obtener el control y el poder y, para ello, se vuelve fundamental el uso de la violencia extrema. Para eliminar a cualquier competidor o traidor también comienza a ser necesario premunirse de armamento especializado.

Este es otro de los cambios importantes que retrata la novela respecto al mundo de la criminalidad en los barrios santiaguinos: las armas utilizadas para el amedrentamiento y el asesinato. Tal como se mostró previamente, el pequeño Cabro –el de los años treinta– demuestra una admiración por el cuchillo del Lobo, pues era símbolo de masculinidad y poder. Al final de esta novela, sin embargo, las armas de fuego se convierten en el instrumento predilecto. El Lobo, representante de esos señores de antaño, lo descubre de la peor manera, pues, por resistirse al cambio y negarse a portar una pistola, pone en peligro la vida de su hijo: “Ahora comprende el error nacido de su testarudez. De su código moral que no le importa a nadie, salvo a él. Sus ideas y sus máximas éticas pudieron llevarlo a la muerte. Peor aún: sus decisiones estuvieron a punto de provocar la muerte de su hijo” (246). Es entonces que entiende que los cuchillos ya no son suficiente para defenderse de los enemigos, ya que ellos ahora portan armas de fuego.

El cuchillo como símbolo de poder y masculinidad es reemplazado por las armas de fuego a mediados del siglo XX en las poblaciones de Santiago, tal como lo consignan también, los académicos Dammert y Oviedo: “los micro y narcotraficantes, guiados por la lógica del control territorial del negocio, producen enfrentamientos puntuales más violentos por la convicción con la que enfrentan el conflicto y por la posesión de armas de fuego de gran potencia y alcance” (286), que se vuelven indispensables para la defensa de los territorios, el enfrentamiento con los enemigos y la demostración de autoridad.

Así, la novela de Soto, junto con retratar el inicio del narcotráfico en Chile, exhibe el cambio en el estilo criminal en las calles de Santiago y en el modo de habitar los barrios. Los delincuentes ya no se reparten las plazas porque quieren adueñarse de los negocios de manera individual, así como las armas blancas quedan obsoletas para tal propósito, frente al arribo de las armas de fuego, que también implican un nuevo negocio ilegal de contrabando.

Como resultado, Matadero Franklin no es solo una narconovela, sino el retrato de nuestra historia capitalina, de la evolución de las pandillas y del cómo llegamos a donde llegamos, pues otorga una explicación al origen de la violencia barrial de hoy al situarla en la asunción del delincuente emprendedor y la lucha por liderar y controlar los territorios.

4. Conclusiones

La conclusión parece evidente: Matadero Franklin presenta varias de las características de la narcoliteratura, pero va más allá, por cuanto narra la evolución de la criminalidad. Sin embargo, esta evolución también, o principalmente, habla de otro rasgo fundamental de las narcoficciones, aquello que con Ingrid Urgelles y Danilo Santos hemos denominado como atemporalidad circular (“La narcoliteratura sí existe”), es decir, una violencia de la que no se conoce ni el principio ni mucho menos el fin. El académico Felipe Oliver Fuentes también lo destaca entre las características fundamentales de la narcoliteratura: el retrato de una “violencia, omnipresente, sin principio explicable ni final visible” (41), una violencia que no solo tiene que ver con el narcotráfico, sino que preexiste sin que seamos capaces de determinar un origen puntual.

Este es el relato que se evidencia desde las primeras páginas de la novela, el ambiente brutal, las peleas, los asesinatos, incluso mucho antes del arribo del narcotráfico: “El padre de Guillermo, el Loco Plascencia, fue ajusticiado en una riña el año pasado, antes de que naciera el niño. Padres y madres que no alcanzan a conocer a sus hijos” (Soto 24). No se vislumbra el inicio de esta crueldad, es por esto que los personajes parecen estar atrapados en un presente circular y atemporal en el que solo existe la violencia. La delincuencia y las muertes, producto de ella, no surgen entonces con la llegada del narcotráfico, por el contrario, se pueden rastrear desde mucho antes.

Es justamente esto lo que cantan también las hazañas cuequeras, que se mencionan en varias oportunidades a modo de banda sonora del relato del barrio. Similar a lo que sucede con el narcocorrido mexicano, la cueca brava exalta la violencia pasada y alaba a los delincuentes de antaño, por sanguinarios y bien machos: “El Pájaro Acuña fuma y ríe y anima a los cuequeros a seguir, desafiándolos con algún tema o proponiéndoles el nombre de algún pillo o viejo ladrón del barrio para inspirar la música” (31) o, más adelante en la novela “se entonan versos sobre cuadrinos, sobre el viejo barrio Matadero, sobre la gloria de maleantes desaparecidos sobre el dolor y el amor de mujeres” (82).

Así, lo que queda claro en la novela es que la violencia no es propiedad del narcotráfico ni nace cuando la droga se apodera de los barrios. Los hombres se matan unos a otros desde siempre, antes con cuchillo y después con armas de fuego, sin embargo, no es la cocaína la productora de esa violencia. El Pájaro Acuña y los hombres de Torcuato se asesinan por quien controla la cartilla de caballos, por los engaños, por el robo de dinero, pero también se asesina a quien se burla, como ocurre cuando el Talquino se ríe por la escasa barba de Torcuato: “Torcuato le saca el cuchillo del vientre y vuelve a enterrárselo, de nuevo allí, a centímetros de la primera herida. Le da siete puñaladas, furiosas, rápidas. El Talquino cae al piso y comienza a desangrarse, hasta que sus ojos se pierden en el cielo negro” (46). Finalmente, la violencia parece tener un vínculo más estrecho con la masculinidad hegemónica que con la criminalidad. Más que por negocios, se asesina a todo aquel que duda de las barbas, del control y del poder que ostentan los machos.

La violencia circular y atemporal en la novela se explica, de esta forma, como un corolario del machismo, lo que resulta ser una característica especial de este relato en comparación con la narcoliteratura. La violencia y los asesinatos no son efecto de la criminalidad, sino la criminalidad, sea cual sea, una consecuencia del intento por ostentar una masculinidad hegemónica. Esto implica asesinar para controlar el territorio, asesinar antes que permitir cualquier burla a la hombría, asesinar o dejarse asesinar, pues eso es lo que hacen los hombres. Ese máxima se expresa en diversas ocasiones en la novela, desde las enseñanzas al pequeño Mario Silva, a quien el Lobo le exige no llorar y ser fuerte ante la muerte de su madre, pasando por las autoindicaciones que se da Torcuato: “Un hombre no puede perder los estribos, se dice a sí mismo, un hombre tiene que mantener la calma sin hacer escándalo, piensa, por dura que sea la pelea que le están ofreciendo” (22), hasta el cúlmine en la violencia criminal.

Al final, lo que queda claro es que esa violencia sin principio ni fin no es causa del narcotráfico, pero sí del intento por exhibir una masculinidad hegemónica, por lo que resulta imposible pensar en una salida. Tal como sentencia Luisa, “Concluyó que la violencia en el barrio Matadero Franklin era parte del aire que los hombres respiraban” (315). Así, la historia del destino del Cabro Carrera es la historia del barrio y la historia del barrio es la historia de Santiago y de la sociedad patriarcal en la que vivimos. La historia de cómo y por qué llegamos a los balazos que ahora se escuchan en las poblaciones de Santiago.

Concluyo por fin que quizás esta novela, adaptada a las condiciones del narcotráfico y criminalidad pandillera a la chilena, inaugure de algún modo una variante en el género, una que privilegia más la exposición de la violencia, como expresión de virilidad, antes que la explicación de cómo funciona la industria del narco. Una variante que prefiere también, mostrar el recorrido, es decir, guiar al lector por el camino del cómo llegamos, antes que el reflejo fiel o reproducción de la violencia actual. En definitiva, una narcoficción que funciona como telón de fondo para referir aquellos cambios en la sociedad, así como lo que se ha mantenido imperturbable: la violencia como consecuencia de la mal entendida masculinidad hegemónica.

Bibliografía

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Notas

1 Este artículo forma parte del proyecto Fondecyt 1190475, “A punta de balas y excesos: marginalidad social y literaria en la nación neoliberal en narcorrelatos chilenos del siglo XXI”, a cargo de Danilo Santos y del cual soy investigadora externa asociada.
2 Para estos académicos, la narcoliteratura podría equipararse al boom del realismo mágico, por cuanto se presenta al narcotráfico latinoamericano desde el exotismo, inundando las librerías internacionales, gracias a conglomerados editoriales como Planeta, Alfaguara, Mondadori y Tusquets. En Chile, la saga de narcoliteratura más representativa en nuestro incipiente narcocanon es la trilogía de Boris Quercia.
3 Por poner algunos pocos ejemplos, El señor de los cielos de Andrés López, La parábola de Pablo de Alonso Salazar, Happy Birthday, Capo de José Libardo Porras y El más buscado de Alejandro Almazán, entre otras novelas.
4 Este punto fundamental de la narcoliteratura lo trabajamos con Danilo Santos e Ingrid Urgelles en el artículo antes mencionado. En el apartado “Deslegitimidad del Estado y la nación criminal” damos algunos ejemplos de novelas mexicanas que abordan este tópico.
5 Cabe señalar que el último tiempo esta confianza en las instituciones policiales, se ha puesto en entredicho. Basta recordar el famoso caso de corrupción, conocido como Pacogate, los montajes de carabineros contra la comunidad mapuche y la violencia ejercida durante la revuelta social de octubre del 2019, en el que muchas personas perdieron, al menos, uno de sus ojos por intervención policial.
6 El uso de armas y de la violencia –como uno de los elementos representativos de la masculinidad en general, es decir, no privativo de los grupos criminales– ha sido abordado por teóricos como Pierre Bourdieu, Michael Kaufman y Sergio Sinay.
7 La predilección de los narradores autodiegéticos en la narcoliteratura lo trabajamos también con Ingrid Urgelles y Danilo Santos en el artículo “La narcoliteratura sí existe: tipología de un género narrativo”.
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