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“Todo el amor y toda la furia”. Aproximaciones culturales a la experiencia política de Montoneros y el Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo en la Argentina de los años setenta

“All the love and all the fury.” Cultural approaches to the political experience of Montoneros and the Workers’ Revolutionary Party-People’s Revolutionary Army in Argentina in the seventies

Olga Ruiz Cabello Ruiz Cabello
Universidad de la Frontera, Chile

“Todo el amor y toda la furia”. Aproximaciones culturales a la experiencia política de Montoneros y el Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo en la Argentina de los años setenta

Revista de Humanidades, núm. 45, pp. 199-226, 2022

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 03 Marzo 2021

Aprobación: 16 Junio 2021

Resumen: Este artículo se aproxima a la experiencia de dos organizaciones políticas argentinas que en los años setenta abrazaron la violencia como principal estrategia de lucha para conquistar el socialismo: Montoneros y el Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo. Se analizan los repertorios emocionales desplegados por ambas organizaciones, tanto para movilizar acciones políticas como para configurar formas de gestión emocional entre sus militantes.

Palabras clave: emociones, revolución, política, Argentina, organización, guerra.

Abstract: This article approaches the experience of two Argentine political organizations that in the 1970s embraced violence as the main strategy in the struggle to install socialism: Montoneros and the Revolutionary Party of Workers-Revolutionary People’s Army. It analyzes the emotional repertoires deployed by both organizations, both to mobilize political actions and to configure forms of emotional management among their militants.

Keywords: Emotions, Revolution, Politics, Argentina, War.

1. Introducción

A inicios de 1977, a un año de ocurrido el golpe militar de marzo de 1976 y en el marco de una aguda represión estatal, circuló un documento de la organización Montoneros, donde se rendía homenaje a un militante muerto en combate y se destacaba su actitud heroica y su entrega a la causa revolucionaria, algo muy común en los textos partidarios. Lo que hacía diferente este texto de otros, y que el escrito destaca en forma significativa, era la corta edad del combatiente: 17 años. Es sabido que muchos jóvenes se sumaron activamente a las organizaciones de izquierda revolucionaria de este período. Existían, de hecho, estructuras partidarias específicas para movilizar y organizar a estudiantes secundarios y universitarios. Lo que me interesa analizar en este artículo es el modo en que la organización rindió homenaje a su combatiente, poniendo en valor su juventud, sus virtudes militantes y las emociones que lo movilizaron políticamente: “17 años que son chicos para encerrar tanto valor y tanta conciencia; 17 años que resultan pocos para contener todo el amor y toda la furia revolucionaria con que vivió el compañero” (Baschetti, Documentos 1976-1977 192, el destacado es mío).

El presente artículo analiza la experiencia de dos organizaciones políticas argentinas que en los años setenta del siglo XX adoptaron la violencia como principal estrategia de lucha para conquistar el socialismo: Montoneros y el Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo (en adelante, PRT-ERP). El análisis se realiza desde los aportes de la historia cultural, destacando la dimensión emocional de la experiencia política, los sentidos asignados a la violencia y su lugar en la configuración de identidades colectivas. Asimismo, se examinan los repertorios emocionales desplegados por ambas organizaciones, tanto para movilizar acciones políticas como para configurar formas de gestión emocional entre sus militantes.

En los últimos años, diversas investigaciones han relevado la dimensión cultural y los aspectos subjetivos de la militancia revolucionaria, tanto para el caso argentino como para otros países del Cono Sur, como Chile y el Uruguay. Este artículo se alimenta y se reconoce como parte de esos trabajos que dialogan entre las diferentes dimensiones de la experiencia política, reconociendo así las interacciones entre aspectos programáticos e ideológicos con aquellos de orden cultural.

El campo de la izquierda revolucionaria estuvo formado por una diversidad de actores y tradiciones políticas. Este texto examina las dos organizaciones más visibles y de mayor trascendencia política por la presencia pública que alcanzaron, su significativo nivel de convocatoria –especialmente en la primera mitad de la década del setenta– y el alto impacto de sus acciones armadas .

El período que considera esta investigación comienza con la dictadura de Juan Carlos Onganía (1966-1970), el posterior Gran Acuerdo Nacional encabezado por el también militar Agustín Lanusse, la convocatoria a elecciones que puso fin a la llamada Revolución Argentina y que abrió el espacio político que favoreció el triunfo electoral de Héctor José Cámpora (1973) y el retorno del general Perón a la Argentina (1973). Poco tiempo después, en el marco de nuevas elecciones, Perón triunfó con el 62% de los votos, asumiendo como presidente hasta la fecha de su muerte, el primero de julio de 1974. A partir de entonces, el poder fue detentado por Isabel Perón hasta que, en marzo de 1976, un nuevo golpe de Estado puso en marcha el llamado Proceso de Reorganización Nacional. Ahora bien, las normativas legales que facilitaron la restricción reiterada de las libertades democráticas se iniciaron mucho antes de marzo de 1976. De hecho, como presidente de la Argentina, Perón emprendió un proyecto de reorganización institucional con el objeto de pacificar el país, desplegando un plan de depuración ideológica en contra de los grupos marxistas, cuyo fin era combatir a todos los elementos subversivos del peronismo. Como advierte la historiadora argentina Marina Franco, esos propósitos se acoplaron perfectamente con el discurso contrainsurgente de las Fuerzas Armadas (129). De este modo, en el período que comprende este análisis, las dos organizaciones enfrentaron distintas formas de represión –estatal y paraestatal, legal e ilegal–, violencia que se agudizó partir de 1973, cuando el retorno a las formas democráticas deslegitimó a las organizaciones que abrazaban la lucha armada.

Tanto Montoneros como el PRT-ERP definieron políticas y desplegaron acciones que, en lo inmediato, tenían como propósito derrotar la dictadura de Juan Carlos Onganía. Sin embargo, ambos mantuvieron las acciones armadas una vez restablecido el orden democrático, pues su proyecto definitivo contemplaba una transformación radical de las estructuras económicas, sociales y políticas de la Argentina, para refundar un nuevo orden de carácter socialista. En este punto hay que señalar que mientras el PRT-ERP era una organización declaradamente marxista, Montoneros tiene su origen en la convergencia entre el peronismo revolucionario y el catolicismo renovador, articulando políticamente peronismo, socialismo y cristianismo revolucionario. De este modo, y más allá de las diferencias políticas e ideológicas entre estas organizaciones, había un universo común que se afirmaba en la comprensión de la lucha armada como un imperativo, bajo la influencia determinante de la Revolución cubana y del legado guevarista.

En relación con el marco temporal de este análisis, para el caso de Montoneros se considera el período comprendido desde su aparición pública en 1970, con el secuestro y asesinato de Pedro Eugenio Aramburu, hasta 1979, año en que se inicia la política de contraofensiva, es decir, el retorno de militantes que estaban en el exilio para enfrentar a la dictadura en territorio argentino. En el caso del PRT-ERP, el análisis aborda desde 1970, año de formación del Ejército Revolucionario del Pueblo, hasta 1977, momento de su derrota definitiva.

Ambas organizaciones asignaron a la violencia revolucionaria un lugar central en sus respectivas definiciones políticas. En 1968, el PRT-ERP abandonó la estrategia insurreccional en favor de la guerra popular prolongada, la cual se afirmaba en las experiencias de los movimientos de liberación del tercer mundo – China y Vietnam– y en la que se conjugaban las nociones de guerra revolucionaria y guerra de liberación nacional (Carnovale 77). Por su parte, en 1971 Montoneros se autodefinió como el brazo armado del peronismo y expresó su aspiración de conformar una vanguardia armada para conquistar el socialismo nacional. Para lograr ese objetivo, sostuvo la necesidad de poner en marcha una guerra caracterizada como total, nacional y prolongada. Las definiciones de la organización sobre este tema aparecen tempranamente en 1971, en el documento “Línea político militar” (Baschetti, Documentos 1970-1973, 128). Más tarde, en el marco de su fusión con las Fuerzas Armadas Revolucionarias, se señalaba: “El poder político brota de la boca del fusil. Si hemos llegado hasta aquí ha sido en gran medida porque tuvimos fusiles y los usamos; si abandonáramos las armas, retrocederíamos en las posiciones políticas” (El Descamisado [ED] 17). Aunque ambas estructuras desarrollaron un significativo trabajo de masas –construyendo frentes sociales con distintos sectores: mujeres, estudiantes, trabajadores–, lo cierto es que ese trabajo político se hacía en un universo simbólico atravesado por el imaginario bélico y esas tempranas definiciones ofrecieron un marco político y cultural en que se desplegaron políticas emocionales afines a esas directrices.

En términos metodológicos, he analizado bibliografía especializada sobre ambas organizaciones y estudié en profundidad la prensa partidaria y los documentos oficiales producidos por las organizaciones. Hay que tener en consideración que la prensa, documentos internos y declaraciones públicas son parte de un corpus heterogéneo en contenidos, propósitos, público objetivo y contexto de producción. Para este análisis se han privilegiado aquellos documentos que expresan la posición oficial de ambas organizaciones y que, por lo mismo, informan sobre aquello que las direcciones políticas esperaban de sus militantes, estableciendo normas, deberes, modelos y regulaciones en diversos planos de la experiencia militante, incluyendo la emocional. Para el caso del PRT-ERP se han analizado El Combatiente (EC), órgano de prensa dirigido a quienes ya eran militantes y Estrella Roja (ER), dirigido a un público más amplio. Para el caso de Montoneros, se examinaron El Descamisado (ED), órgano de difusión de Montoneros y la Juventud Peronista que circuló entre mayo de 1973 y abril de 1974; El Peronista para la Liberación Nacional (EPLN), La Causa Peronista (LCP), y, finalmente, Evita Montonera (EV). Como ha señalado la investigadora argentina Mariela Peller, este material es fundamental para analizar las pretensiones de moldeamiento y reglamentación de las conductas, creencias y emociones de los sujetos, estableciendo formas de representar, pensar y sentir la realidad, tanto en el plano de las ideas, los cuerpos y las emociones (84).

2. Aproximaciones desde lo cultural

El análisis de las militancias revolucionarias en el Cono Sur latinoamericano ha sido objeto de diversos estudios, a partir de enfoques y perspectivas también múltiples. El presente texto es parte de reflexiones que han puesto atención a los procesos políticos y a las subjetividades de sus protagonistas. En esta línea, me aproximo a una dimensión de la experiencia política que en los últimos años ha cobrado interés desde el ámbito académico: las representaciones, símbolos y emociones que se desplegaron como parte de la vivencia política de los setenta. Ello, bajo la convicción de que las emociones movilizaron acciones y que, al mismo tiempo, esas organizaciones establecieron pautas y mecanismos de regulación emocional. Así, no solo pusieron en juego repertorios afectivos como elementos gatilladores de la acción política, sino que regularon y gestionaron su expresión y comunicación.

Ambas organizaciones movilizaron y reivindicaron sentimientos como la rabia, la frustración y valores como el honor, el coraje y la honestidad, apelando a un conjunto de recursos morales y emocionales para generar adhesión, lealtad y disciplina entre sus militantes. Así, establecieron pautas y regímenes que intentaron encuadrar política y emocionalmente a sus militantes, definiendo reglas que promovían algunas y castigaban otras. Me interesa enfatizar el modo en que los marcos históricos, políticos y culturales regulan y establecen políticas emocionales y, al mismo tiempo, cómo estas comunidades políticas pusieron en juego normas afectivo-emocionales en función de sus propósitos.

Una categoría central para el presente análisis es la noción de comunidades emocionales de Barbara H. Rosenwein, que alude a los espacios en que los sujetos despliegan prácticas afectivas y gestionan emociones y comportamientos de acuerdo con marcos sociales específicos (3). Al mismo tiempo, historiadores como Javier Moscoso (10) o Arlette Farge (19) advierten la existencia de culturas afectivas, relevando los contextos histórico-culturales en que se movilizan las emociones de los individuos. Aunque el concepto de comunidades emocionales fue acuñado inicialmente para analizar períodos históricos más remotos, es útil para aproximarse a la historia de las organizaciones revolucionarias si las entendemos como un “sistema de sentimientos que se estructura de acuerdo a lo que las comunidades definen como positivo, como peligroso, la naturaleza que habilitan, el modo en que permiten o sancionan algunas emociones” (Bjerg 59). Ahora bien, la existencia de estos marcos de regulación emocional no asegura su aplicación total y absoluta, de modo que puede haber fisuras respecto de los regímenes emocionales hegemónicos (Reddy 87).

Como señala Margarita Garrido, el estudio de las emociones en clave historiográfica se ha nutrido de otros enfoques como la historia del dolor, del cuerpo y de la justicia, diálogos intra e interdisciplinarios que han favorecido una enorme diversificación analítica en términos temporales y espaciales. Estos abordajes se han incrementado en las últimas décadas del presente siglo y en América Latina son –como establece Garrido– tributarios de la tradición francesa de la historia del amor, de las sensibilidades y de los miedos (12).

Sin pretender hacer un balance sobre este campo –propósito que escapa a los objetivos de este escrito–, la historia de las emociones es una perspectiva útil para abordar desde nuevas miradas nuestro pasado reciente, especialmente en países que han enfrentados procesos marcados por conflictos violentos y cuyas huellas deben ser gestionadas en diferentes planos de la vida social. Aun así, y

a pesar de que el interés sobre cómo se vivía y cómo se decía la vida de tantos nuevos sujetos ha sido muy fecundo para la historiografía latinoamericana del siglo XX y de lo que va del siglo XXI, no ha habido un interés genuinamente histórico de la misma dimensión por preguntar sobre cómo sentían, experimentaban y expresaban emociones los individuos y comunidades, cómo cambiaba la cultura y el régimen emocional en el tiempo y cómo incidían las emociones en los cambios sociales y políticos. (Garrido 15)

Pese a los límites propios de un campo que está en plena construcción, la militancia revolucionaria puede ser interrogada desde diversos enfoques que van más allá de lo estrictamente programático, relevando la centralidad de las emociones en la construcción de identidades, en la toma de decisiones políticas individuales y colectivas y en relación con las formas en que las organizaciones construyeron modos de pensar y de sentir y apelaron políticamente a emociones, sentimientos y valores específicos.

Para el caso de las organizaciones acá analizadas, es importante referir investigaciones que han sido fundamentales y respecto de las cuales esta reflexión es tributaria. Se trata de trabajos que consideran la dimensión subjetiva de la militancia revolucionaria de los setenta en la Argentina, ponen el foco en las dinámicas y los sentidos de la violencia y exploran aspectos culturales de esta experiencia política. Hay que señalar que este conjunto es heterogéneo respecto de sus propósitos, enfoques y conclusiones. Menciono algunos de los trabajos que han sido más relevantes para las reflexiones que acá desarrollo: La creencia y la pasión, de Matilde Ollier (2005), Sobre la violencia revolucionaria. Memorias y olvidos de Hugo Vezzetti (2009), Las revistas montoneras de Daniela Slipak (2015), Las revolucionarias. Militancia, vida cotidiana y afectividad en los setenta de Alejandra Oberti (2015), Los combatientes de Vera Carnovale (2011), Las paradojas de la revolución. Figuraciones del cuerpo en la prensa del PRT-ERP en la Argentina de los años setenta de Mariela Peller (2018), Infidelidades: moral, revolución y sexualidad en la izquierda armada argentina en las organizaciones de la izquierda armada en la Argentina de los años setenta (2017) de Isabella Cosse y Los sentidos de la violencia en el discurso y en la práctica de la organización PRT-ERP durante los años 1970-1976 (2016) de Marco Iazzetta.

3. Ternura, amor y odio en el marco de la revolución

Una figura central en la conformación identitaria de la izquierda revolucionaria argentina fue la de Ernesto, Che, Guevara (Pozzi 34, Carnovale 183). Más allá de las diferencias políticas entre una y otra orgánica, existía un universo compartido en el que la figura del revolucionario argentino fue decisiva. La centralidad de su ejemplo se puede constatar tanto en documentos partidarios como en los testimonios, que lo señalan como un referente indiscutible. Guevara fue el modelo para los miembros de organizaciones revolucionarias marxistas y peronistas, pues su figura condensaba todos los atributos, virtudes y valores del hombre nuevo. La dimensión moral de su legado –más que su teoría del foco guerrillero– fue lo que más impactó en ambas organizaciones.

Para Guevara, el socialismo pretendía modificar no solo las estructuras sociales, políticas y económicas, sino también aspiraba a provocar cambios profundos en el plano de la moral y de los valores humanos. Desde su perspectiva, los revolucionarios representaban el eslabón más alto de la especie humana, la cúspide de una pirámide social reservada para aquellos virtuosos poseedores de valores específicos. El uso de las nociones eslabón y especie humana expresan una comprensión lineal y evolutiva de la historia de la humanidad y al sujeto revolucionario como vanguardia política y punta de lanza de ese proceso. Esta idea fue replicada insistentemente por las organizaciones revolucionarias y sus integrantes, quienes expresaron en forma reiterada una definición de sí mismos como los mejores hijos del pueblo. Guevara fue elocuente al sostener que “El socialismo económico sin la moral comunista no me interesa. Luchamos contra la miseria, pero al mismo tiempo luchamos contra la alienación” (Guevara, Entrevista 1). La emancipación humana suponía necesariamente la liberación de las conciencias y la regeneración humana bajo el signo de la revolución. Y así como el socialismo no era un mero método de repartición de bienes, la militancia revolucionaria no se reducía a una pura adscripción racional a un proyecto político-ideológico. En esta línea, proponía una refundación del ser humano y, para ello, utilizó en su favor un repertorio emocional que fue eficaz a la hora de movilizar políticamente a amplios sectores sociales.

El líder revolucionario reivindicaba la empatía política con los oprimidos del mundo, como una cualidad y rasgo identificatorio de un verdadero revolucionario. En una carta dirigida a sus hijos envía un mensaje claro y potente: “Sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario” (Guevara, Carta de despedida 1). Así, el rasgo más destacado de un militante era la capacidad de sentir, de conmoverse, de empatizar con quienes eran víctimas de una injusticia a nivel global.

La defensa del marxismo que realizó Guevara apelaba a los sentimientos y a las emociones: “¿Quién ha dicho que el marxismo es la renuncia de los sentimientos humanos, al compañerismo, al amor al compañero, al respeto al compañero, a la consideración al compañero? ¿Quién ha dicho que el marxismo es no tener alma, no tener sentimientos? Si precisamente fue el amor al hombre lo que engendró el marxismo” (Guevara, El partido marxista leninista 6). De este modo, el origen de la teoría marxista y de las transformaciones sociales mundiales que ocurrieron durante el siglo XX bajo su signo surgieron –desde la perspectiva guevarista– de un caudal emocional. Los sentimientos humanos habrían sido el motor del pensamiento marxista y su promesa emancipadora.

Estos planteos comprenden la empatía como base e impulso del compromiso revolucionario, como agente gatillador de conciencias y de acciones políticas, dinamizado por el compromiso revolucionario basado en una emoción: el amor.

El revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad. Nuestros revolucionarios de vanguardia tienen que idealizar ese amor a los pueblos, a las causas más sagradas y hacerlo único, indivisible. No pueden descender con su pequeña dosis de cariño cotidiano hacia los lugares donde el hombre común lo ejercita. (Guevara 20)

Para Guevara, el amor hacia los pueblos era la emoción que activaba la acción política y el compromiso con la revolución. Ahora bien, ese amor estaba dirigido hacia una abstracción y no hacia sujetos concretos ni a personas singulares. Eso era, según Guevara, lo que diferenciaba al revolucionario del hombre común. Ese amor abstracto y universal estaba por encima del cariño concreto y cotidiano de las personas corrientes; era un sentimiento sagrado, único e indivisible que no podía descender hacia otras formas de afecto menos elevadas. Estas definiciones expresan la importancia estratégica asignada a las emociones y su centralidad en el ethos transformador de las organizaciones revolucionarias de los setenta. Asimismo, ponen en evidencia, de forma muy clara, una comprensión jerárquica de las emociones, en la que algunas tienen un carácter sagrado mientras otras son consideradas corrientes y banales. El amor y el cariño no significaban lo mismo ni tenían el mismo valor: el primero estaba reservado para grandes causas y los hombres excepcionales; el segundo para personas comunes en un terreno de la realidad –la vida privada– sin mayor trascendencia política, salvo ser útil y funcional a la revolución (Vidaurrazaga 2014).

Al mismo tiempo, Guevara señaló que el militante revolucionario debía desplegar un fuerte control sobre sí mismo a través de la renuncia y el sacrificio. Esa autovigilancia era necesaria para erradicar conductas burguesas e individualistas, poniendo en práctica un ascetismo estricto. La disciplina, la renuncia y el sacrificio eran responsabilidad del propio militante que debía forjar, a través de la práctica revolucionaria, al futuro hombre nuevo. En este marco, las organizaciones realizaban sesiones de crítica y autocrítica en las que se discutían colectivamente las conductas de los militantes en planos diversos: las tareas partidarias, vida de pareja, problemas familiares y orientación sexual, entre otros aspectos (Pozzi 99). Esto coincidía con el llamado guevarista a actuar como un verdadero sacerdote de la causa revolucionaria y a vivir como un asceta con un estricto autocontrol.

Esta rígida disciplina ocurría simultáneamente a la aplicación de políticas que establecieron pautas de comportamiento, definieron dispositivos disciplinarios y formas de justicia interna, las que superaban el control de temas estrictamente ideológicos, estableciendo normas de regulación emocional de un modo explícito.

Expresión de estas formas de control interno son para el caso del PRT-ERP el documento “Moral y proletarización” (1972), donde se señalan las conductas, valores y normas de un buen revolucionario y se entregan pautas para combatir la moral burguesa en la propia militancia. En la misma dirección, la proletarización establecida por esta organización operó –de acuerdo con la historiadora Vera Carnovale– como un mecanismo de disciplinamiento, homogenización y, en ocasiones, de castigo (229). Esta política respondía a la convicción de que los militantes debían hacer suyos los valores proletarios y que para ello era indispensable vivir y sentir como obrero. La máxima que sintetizaba estas definiciones era tan simple como elocuente: “El que tiene una práctica social de obrero tenderá a tener una conciencia de obrero. El que tiene una práctica de policía tendrá una conciencia de policía; he aquí la primera clave de la cuestión” (Ortolani 95). Tanto el documento de Luis Ortolani como la política de proletarización respondían al imperativo guevarista de abandonar todo rasgo burgués en favor de una reconfiguración identitaria afín al proyecto revolucionario. Lo auténticamente proletario, que debía ser integrado por los militantes, consideraba valores, conductas y emociones específicas, como la humildad, el amor al prójimo, la sencillez y la disposición al sacrificio. Esas características fueron señaladas en el Estatuto del Partido Revolucionario de los Trabajadores, aprobado en el marco del V Congreso de la organización. En él se establecía que los militantes debían ser modestos, prudentes, evitar la pedantería pequeñoburguesa y acudir con cariño a apoyar a las masas (PRT 2). Asimismo, se definía a los militantes como “personas entregadas en cuerpo y alma a la lucha revolucionaria […] hombres y mujeres dispuestos a entregar todo por la causa obrera y popular, por la causa del socialismo, capaces de abrazar en cuerpo y alma a la lucha revolucionaria con entusiasmo, ardor y abnegación” (EC, 9 de julio de 1975, 14, el destacado es mío). De este modo, esa entrega –representada a través de un abrazo– debía ser total y debía expresarse performáticamente con ardor y entusiasmo.

En El Combatiente, los homenajes a compañeros asesinados o caídos en acciones operativas fueron recurrentes. En estos tributos se pueden apreciar con claridad las conductas valoradas por la organización y el modo en que se celebran los procesos de reinvención identitaria. “A pesar de provenir de la pequeña burguesía, Daniel se proletarizó enseguida, compenetrándose con las masas trabajadoras y adoptando su forma de vida y lucha. Daniel fue un formidable militante [destacándose por] su humildad y capacidad, su amor al pueblo argentino y su determinación revolucionaria” (EC, n.º 169, año 1975, 9, el destacado es mío). No solo se realzaban el amor y la entrega, sino que se señalaban sus orígenes burgueses como un pecado de origen –recalcado en el a pesar de– que los revolucionarios podían y debían superar2. De igual modo, la exaltación de los auténticos valores proletarios ponía en circulación imágenes y metáforas acerca de conductas y corporalidades asociadas con el pueblo. “Manos callosas y rudas levantan hoy las banderas del ERP, mientras la llama poderosa de la ideología marxista-leninista, de la ideología de la clase obrera, va encendiendo el corazón y la mente de miles y miles” (EC, n.º 130, agosto de 1974, 6). En una organización cuyos integrantes provenían en su mayoría de sectores medios, la idealización de los valores proletarios operó como disciplinamiento político y emocional y como argumento para resolver pugnas internas (al calificar al disidente como pequeñoburgués o enemigo de clase).

En el caso de Montoneros, las alusiones al pensamiento guevarista fueron también muy explícitas. En un ejemplar de Evita Montonera de fines de 1974, se señala el deseo de “que en nuestra práctica dentro de la agrupación se vaya formando el Hombre Nuevo. Esto se logra analizando los defectos de los compañeros, producto de lo que hace en nosotros la sociedad capitalista, irlos superando, combatir el individualismo, el egoísmo y cultivar el compañerismo y el sacrificio personal” (n.º 1, diciembre de 1974, 28).

En enero de 1975, en un contexto en que la represión estatal y paraestatal se agudizaba, en El Combatiente se ponían ejemplos de militantes con un afán pedagógico y normativo. En la medida que la represión recrudecía y el escenario cotidiano se volvía más hostil, era preciso continuar el trabajo partidario no solo con disciplina y abnegación, sino también con alegría. No había espacio para el miedo o las dudas, por el contrario, se debía exhibir satisfacción y determinación: “Nosotros hoy tenemos que vivir en la clandestinidad, pero estamos contentos porque seguimos sirviendo a la justa causa de la liberación de nuestro pueblo […] Nuestra mayor alegría es poder seguir luchando desde la clandestinidad y siendo fieles a nuestra clase y nuestro pueblo” (n.º 152, enero de 1975, 12; el destacado es mío). En la misma línea se señalaba: “Los combatientes del ERP van con alegría al combate, con el ejemplo luminoso del Negrito Fernández y del Zurdito Jiménez, decididos a vencer o morir por la Argentina Socialista”3 (EC, n.º 165, abril de 1975. 3, el destacado es mío). Junto con la exaltación del coraje, se señalaba que los militantes iban a la lucha con entusiasmo, sano humor y un sólido amor a la clase obrera.

La serenidad ante el peligro también era celebrada. En un homenaje a los muertos de Monte Chingolo4 se señalaba que “en el momento de la muerte, sin excepción, conservaron lúcida serenidad, alentando a sus compañeros que los rodeaban, avivando a su pueblo y su organización, orgullosos de derramar su sangre inmortal por la causa de la liberación de los argentinos” (EC, n.º 199, enero de 1976, 2).

En la misma línea, Montoneros establecía formas de morir ejemplares, celebrando el caso de Antonio Quispe, militante fallecido en Ezeiza en el marco del retorno de Perón a la Argentina. “Luchó hasta lo último por seguir viviendo, incluso en los momentos próximos a morir no perdió la calma ni la hombría que siempre lo caracterizaron” (ED, n.º 1, mayo de 1973, 5). Esa serenidad estaba anudada simbólicamente a la hombría, de manera tal que exhibir señales de miedo era leído como una debilidad femenina. La entereza del combatiente que enfrentaba la muerte cara a cara, sin titubeos ideológicos y sin flaquezas emocionales, eran parte del ethos guerrero –siempre masculino– de estas organizaciones.

En el caso de Montoneros también existió una regulación de las relaciones de pareja y la vida sexual, que incluía, al igual que en el caso del PRT-ERP, la sanción a la infidelidad y la homosexualidad. Después del golpe militar de marzo de 1976, la organización endureció las normativas que regulaban la vida afectiva de sus militantes, justo en un momento en el que el asedio represivo se incrementaba. Las parejas, muchas de ellas con hijos pequeños, vivían situaciones de extrema presión por las dificultades de la clandestinidad y el temor de ser apresadas o asesinadas; todas circunstancias que hacían difícil mantener vínculos estables. Con el objeto de prevenir que ese desorden afectivo perjudicara la seguridad de la organización, se implementó una medida peculiar: las parejas recién constituidas debían vivir una etapa de noviazgo de seis meses antes de iniciar la convivencia. De este modo, y como señala Isabella Cosse, en ambas organizaciones se “valorizaban el control de las pasiones sexuales, habilitaban el escrutinio de los dilemas sentimentales de los dirigentes y favorecían la rigidez normativa” (7). De este modo, el disciplinamiento emocional y afectivo se incrementó en contextos de mayor amenaza y represión, estrechando las posibilidades de navegación emocional de los militantes (Reddy).

Si bien en el caso de Montoneros no existe un documento similar a “Moral y proletarización”, en los testimonios hay reiteradas referencias a las normas que debían seguir los militantes. Al control desde arriba se sumaba una vigilancia horizontal entre compañeros que asumían como propia la tarea de fiscalizar el buen comportamiento colectivo. Así lo menciona Adriana Robles, exmilitante montonera:

Estábamos preparando la ida a algún acto […] y ahí se habló o comentó que Balú fumaba marihuana. Ese comentario fue demoledor. No sé si fuimos todos o algunos o solo los responsables, la cuestión es que se decidió separarlo de la agrupación porque un falopero no era confiable como revolucionario. Para muchos de nosotros, desde nuestra férrea moral militante, la droga era un arma de la dependencia cultural, estupidizaba a la gente y no les permitía una actitud crítica frente a las relaciones de poder. Ni hablar de cómo disminuían sus capacidades operativas o militares. (Robles 40)

La disciplina militante sancionaba conductas catalogadas como pequeñoburguesas: mientras el consumo de drogas estaba prohibido, el alcohol y el tabaco eran aceptados siempre y cuando no afectaran el desempeño y las capacidades operativas de los militantes. A diferencia del PRT-ERP y su política de proletarización, la tradición peronista de Montoneros –que tenía a Evita como un núcleo identitario– y la idea de ser los legítimos y únicos continuadores de la resistencia popular de la década de los cincuenta, posibilitó una comprensión particular de la relación entre la organización y el pueblo. Desde una lógica de identificación total bajo la fórmula de “representación-encarnación”, una política similar a la perretista era simplemente innecesaria (Slipak, Las revistas montoneras 140).

Si el amor por la humanidad podía gatillar la acción política, la rabia y la ira frente a la injusticia podían operar en la misma dirección. Así, emociones aparentemente antagónicas podían entrelazarse políticamente en función de los mismos objetivos (Iazzetta 115). En este marco, el odio era un elemento fundamental en el repertorio emocional de los militantes: aversión a la injusticia, al sistema y al enemigo, noción polisémica que incluía a una diversidad de actores (Carnovale 122). Ernesto Guevara lo señaló en los siguientes términos: “El odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así: un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal” (Mensaje a la Tricontinental 100).

En El Combatiente hay referencias constantes al odio como emoción movilizadora. En junio de 1973, durante el breve gobierno de Cámpora (entre mayo y julio de 1973) y, ante las críticas de diversos sectores a aquellos grupos que, como el ERP, decidieron continuar las acciones armadas, esta organización señalaba la necesidad de “comprender el odio que el pueblo siente contra sus opresores y la necesidad que tiene de proseguir la guerra a muerte que se ha entablado contra las clases dominantes y el imperialismo, a pesar de los traidores y de la tregua que se ofrece a los explotadores” (ER 2). En el escenario posgolpe, a fines de 1976, se apelaba nuevamente a este sentimiento, entrelazándolo con la justicia revolucionaria: “Nuestro pueblo que transforma en odio la generosa y heroica sangre derramada sabrá hacer blanco sobre los distinguidos merecedores de las medallas del crimen” (ER, n.º 84, año 1976, 4).

Asimismo, en una circular de Montoneros del año 1976 se realizó un homenaje a Norma Arrostito, destacada dirigenta de la organización que se pensaba había sido asesinada, pero que, en realidad, estaba secuestrada en la Escuela de Mecánica de la Armada. Su figura fue recordada destacando sus virtudes revolucionarias, entre ellas su incansable disposición para combatir al enemigo. “Lo combatió con tenacidad y paciencia, con ahínco y fervor. Y lo combatió con odio, con el justo odio de nuestro Pueblo […] Y ese odio es justo porque es consecuencia del amor a nuestro pueblo” (Baschetti Documentos 1976-1977, 401).

Es claro que la apelación al odio como motor de la acción política no se limitó al plano discursivo. Ambas organizaciones establecieron definiciones respecto de quiénes eran considerados enemigos y ellas se tradujeron en acciones y políticas concretas. En el marco de una realidad que era leída y sentida como una guerra, el amor al pueblo y el odio al enemigo movilizaron y legitimaron esas acciones (Carnovale 143).

4. Lazos de sangre

Es posible comprender a estas organizaciones como comunidades político-emocionales en muchos sentidos. En primer lugar, y como ya ha sido señalado por diversas investigaciones, la militancia revolucionaria operó como un entramado político, cultural y afectivo. La organización política se transformó en una familia, entendida como lazo primario sostenido tanto en ideas como en afectos. El mundo emocional ocurría –siguiendo los mandatos de Guevara– al interior de la organización: la pareja y la crianza de los hijos no eran ajenas al mundo de la militancia.

En segundo lugar, podemos hablar de estas organizaciones como comunidades emocionales, ya que desplegaron mecanismos para regular las formas del sentir y los modos de expresar las emociones. Existían emociones valiosas y emociones abyectas: el amor por la humanidad suponía una entrega total, mientras que el amor por sí mismo era leído como señal de individualismo y egoísmo burgués. Ingresar a estas organizaciones suponía pertenecer a un mundo con valores, códigos y regulaciones emocionales. En Evita Montonera en los primeros meses de 1975, se publica una carta de un militante a su compañera:

“Vos sabés que nada tiene sentido si esto no lo hacemos, que el amor que los dos sentimos está dirigido a un pueblo, a una causa que si así no fuera esto sería una cosa egoísta y sin sentido. Ya sé que vas a continuar con esto hasta el final y que me vas a vengar si algo me ocurre” (EM, n.º 2, enero y febrero de 1975, 23).

El amor con sentido era el amor al pueblo, pues en caso contrario habría sido un sentimiento egoísta. Y ese amor a la humanidad exigía acciones concretas, por ejemplo, vengar a quienes morían en esa lucha.

Las razones que llevaron a muchos jóvenes a sumarse a estas organizaciones fueron diversas. Sin embargo, transformarse en un militante de tiempo completo o en un profesional de la revolución implicó cambios de vida radicales que no pocas veces terminaron en quiebres con la vida anterior. Como ya fue señalado, la mayoría de ellos llegaron motivados por el malestar, la rabia o la frustración provocada por una realidad percibida como injusta y violenta. La nueva vida dentro de la organización suponía transformaciones que, en muchos casos, trajeron consigo un nuevo nombre, cambios de barrio, abandono de estudios y la construcción de nuevos lazos afectivos. La familia de origen quedó desplazada a un lugar periférico en favor de la construcción de una nueva hermandad política. Esos lazos se fortalecieron en el marco de contextos en que la amenaza a la vida era cada vez más cercana. Asimismo, la intensidad de la vida revolucionaria –aquello que Sergio Bufano ha denominado la vida plena– fortalecía los vínculos con el proyecto y, muy en particular, con los otros compañeros. Estar dispuestos a matar y a morir por una causa considerada noble y elevada, fortalecía aún más la adhesión emocional entre pares (16). Esos lazos político-emocionales se volvieron más potentes y densos justamente por el contexto amenazante en que los militantes se desenvolvían.

En este marco, la prensa partidaria exaltó las acciones de militantes que demostraban la ruptura política y emocional con su vida anterior. Exhibir ese quiebre era un modo de expresar lealtad hacia la nueva familia política. Así lo leemos en Estrella Roja de abril de 1973, en un apartado titulado “Justicia popular”. La nota informaba que el Tribunal Revolucionario del ERP había sometido a juicio al contralmirante Francisco Agustín Alemán y que en la operación participaron dos combatientes que eran familiares del secuestrado.

La injusticia de la causa que los militares defienden, contra el país, contra la clase obrera y el pueblo, ponen a su frente, valientemente, hasta a sus mismos parientes, jóvenes como los del presente caso, que comprenden de qué lado está la justicia y la verdad y colocan por encima de cualquier vínculo familiar, los intereses superiores de la sociedad, los intereses de las masas explotadas y los intereses de la Patria, que son totalmente coincidentes. (2)

Asimismo, en Evita Montonera también se señala el proceso de reconfiguración afectivo emocional de quienes abrazaban la causa revolucionaria.

Yo tengo una gran pena porque esta crisis ha llegado a nuestra familia, tengo una gran pena porque usted, papá, lo quiera o no, está gobernado por los enemigos del pueblo; porque usted, mamá, quizás no me va a entender y va a sufrir mucho, lo mismo vos, Silvia y mis hermanos. Pero al mismo tiempo no puedo negar que también tengo una tremenda alegría, la de ser leal con mi otra gran familia que es el pueblo. (EM 10)

Como es evidente, estos lazos de sangre no se sostenían en elementos biológicos sino en fundamentos político-emocionales, en el marco de un proyecto revolucionario en el que la posibilidad de matar y morir eran escenarios cercanos. La centralidad de la violencia en la militancia revolucionaria –desde sus concepciones políticas hasta sus representaciones, valores, símbolos, ritos y políticas emocionales– consideraba el derramamiento de sangre propia o ajena. En este contexto, la muerte de los propios militantes fue exaltada con el fin de establecer la obligatoriedad de continuar combatiendo. Ese nexo emocional fue utilizado como un mandato para provocar adhesión, disciplina y obediencia política y esa deuda de sangre era alimentada por un imaginario bélico donde las ideas de sacrificio, heroísmo y compromiso con los compañeros caídos eran elementos fundamentales. En la prensa analizada se observan numerosos relatos moralizantes que se destacan por su intensidad emocional y favorecen una identificación con las víctimas, así como la comunión y la alianza de sangre entre camaradas vivos y muertos.

El Combatiente del 25 de febrero de 1975 publicó un mensaje dirigido a los compañeros de la Escuela de Cuadros hacia la Compañía del Monte: “sin conocernos personalmente, nos conocemos porque nos une el partido, nos une el amor y el sacrificio de la lucha, nos une el ejemplo de los compañeros caídos, cuyo fervor combatiente hoy late más fuerte que nunca en nuestros fusiles” (10, el destacado es mío). En la misma línea, en Evita Montonera se refieren a sus dirigentes caídos en los siguientes términos: “Ellos no perdieron la vida. Conquistaron el más alto honor de un revolucionario. Su muerte es un ejemplo que vive. Ellos nos empujan a continuar la lucha” (1974, 3).

En esta dirección, la socióloga argentina Pilar Calveiro señala que muchos militantes se sentían atrapados por la culpa respecto de sus compañeros asesinados y en función de ello tomaron decisiones políticas (95). En la misma dirección, el investigador argentino Hernán Confino plantea que, en el marco de la contraofensiva montonera, la decisión de volver a la Argentina estuvo motivada por razones éticas, por la sensación de deuda y compromiso con el pueblo argentino y, muy particularmente, con sus compañeros de militancia asesinados o desaparecidos (25). De este modo, las razones para el retorno eran más afectivas que políticas y se relacionaban no tanto con el balance racional de una estrategia política y militar, sino con la necesidad de responder a un lazo emocional con los compañeros que aún estaban en la Argentina o que habían sido víctimas de la represión estatal. En el marco de sus investigaciones sobre la contraofensiva montonera, Confino cita un testimonio esclarecedor:

Tenía mucho que ver con una cuenta pendiente con los compañeros caídos, es decir, mi retorno en el 79 estuvo marcado claramente por una deuda, una deuda con amigos y compañeros, una deuda, haber sobrevivido al secuestro, a la desaparición me dejaba en deuda con aquellos que no habían podido. (285)

Por su parte, la socióloga argentina Daniela Slipak analiza cómo la violencia opera como una fuente de lazos y hermandades, especialmente en el marco de situaciones bélicas y revolucionarias (“Instrumento” 8). La violencia no solo seduce, también crea fraternidad en sujetos movilizados por la idea de un nuevo orden social. Slipak se aproxima a la obra de Arendt no solo para comprender la centralidad de la violencia en los sesenta y setenta como un medio para alcanzar el socialismo –ya sea en su versión marxista o peronista–, sino también para analizar “la resistencia a abandonar las armas a pesar de los cambios gubernamentales e incluso a pesar de las críticas a su uso que los propios militantes hicieron, la subjetividad construida sobre la asunción de la muerte propia o ajena, la incidencia del ethos bélico en la configuración de los vínculos” (14). Esa confraternidad del peligro convocaba a vivos y se materializaba en la obligatoriedad moral y emocional de seguir combatiendo.

Después del desastre de Monte Chingolo y, pese a sus catastróficos resultados, la prensa del ERP lo señaló de un modo explícito: “Una bandera que es un compromiso: el compromiso de continuar su lucha, de reemplazarlos, de tomar sus fusiles, con el orgullo de saber que quienes antes lo empuñaron murieron gritando: ¡A vencer o morir por la Argentina!” (EC, n.º 68, 1976, 2). Los muertos no se lloraban, se emulaban: esa era la consigna y el mandato para los vivos.

Asimismo, en la prensa perretista se señalaba que los asesinatos de militantes templaban los espíritus y fortalecían la moral de los revolucionarios, de modo que “cada gota de sangre derramada por los trabajadores nutre y revigoriza la decisión de intensificar el combate en todos los planos” (EC, n.º 153, 1975, 4). Así se establecía una cadena de asociaciones entre sangre, sacrificio y ofrenda a la causa revolucionaria, una causa que se alimentaba de esa sangre y que exigía muertos para triunfar. De igual modo, se destacan imágenes que remiten al universo valórico de la lucha de clases: “Mi clase no se doma como las fieras porque somos más poderosos que las fieras, porque tenemos la sangre roja y está depurada por el sudor, porque los callos que nos sacan las herramientas se vuelven garras” (EC, n.º 163, 1975, 10). Las metáforas corporales –sangre, sudor, callos– representaban aquello que se deseaba exaltar: el carácter fiero e indomable de sus militantes.

Ahora bien, hay que destacar que los lazos de sangre también podían movilizar a grupos familiares. La ruptura con la comunidad de origen solo era necesaria si se transformaba en un obstáculo para la militancia y sus exigencias. Por eso, se hacían llamados para que madres e hijos se incorporaran a las tareas que demandaba el proyecto político, señalando que esas tareas requerían de todos los miembros de la familia. En un apartado del 10 de marzo de 1975 de Estrella Roja se informa sobre la fabricación de una subametralladora en el marco de la alianza con otras organizaciones revolucionarias de la región –la Junta de Coordinación Revolucionaria–. En el apartado titulado “JCR Modelo. El pueblo construye para la guerra” se convoca a las masas a participar en la construcción de armamento. Apelando al ejemplo de Vietnam y China, se interpelaba al pueblo argentino:

Sin conocimientos técnicos tan especializados como los del proletariado argentino, pues en aquellos países no existían industrias, los hermanos vietnamitas con un ingenio y una sabiduría extraordinarios fueron creando armas aparentemente rudimentarias, pero de gran eficacia. Un ejemplo, las famosas minas vietnamitas, hasta un niño puede fabricarlas, tan sencillas son. (ER, n.º 79, 2)

La demanda de sumar a menores de edad a la causa se expresa además en otro tipo de recursos, por ejemplo, la publicación de una carta que habría escrito una niña de 12 años al ERP, en la edición número 24 de Estrella Roja:

Estimado ERP: les escribe una chica de 12 años para decirles lo que piensan los chicos de esta edad y todo lo que siento yo, en esta época desagradable. Quiero que se terminen todos estos gobiernos, que prometen, prometen y no cumplen nada, que viven a costillas de los obreros que hasta se lastiman las manos… […] Yo he leído en n 23 de Estrella Roja y ustedes no saben cómo me sentí al leer todo lo que han escrito y ese comunicado que dice “La sangre derramada no será negociada”. Sentí un espíritu de estar con ustedes, hacer todo lo que hacen, jugar la vida como ustedes hacen, siento que corre por mis venas sangre revolucionaria, mi primer deseo es ser como ustedes, sentir, amar, luchar. (ER 34)

Este texto puede ser leído como una forma de motivar la temprana incorporación de jóvenes a las filas revolucionarias y como una manera de expresar la adhesión y el apoyo de las masas a la organización. Asimismo, mientras se describía la maternidad como una “grandiosa tarea de dar hijos a la revolución” (EC, n.º 190, 1975, 119), en una carta enviada por una militante desde la cárcel, se sostenía: “No basta con ser madre de revolucionarios, sino transformarse en madre revolucionaria” (EC, n.º 204, 1976, 14). Importa destacar acá no solo los mandatos relativos a la maternidad revolucionaria sino también a las definiciones sobre el lugar de los vínculos familiares en el marco de la militancia: la familia biológica tradicional podía ser útil a sus fines; si no lo era, era preciso construir una nueva, sobre la base de otros lazos de sangre: los de la revolución.

5. A modo de conclusión

El análisis de la experiencia militante revolucionaria de los setenta desde la perspectiva de la historia de las emociones permite comprender cómo la sensación de vivir en una sociedad que se experimenta, se siente y se piensa como injusta, desigual y violenta incide en la decisión de sumarse a organizaciones que sostienen la promesa de la transformación por la vía revolucionaria. Al mismo tiempo, la experiencia dictatorial y la violencia estatal y paraestatal contribuyeron a la creación de mártires y héroes que estimulaban y fortalecían la adhesión política y emocional con las organizaciones.

En este análisis se asume que los sujetos al mismo tiempo de estar envueltos por dinámicas culturales, las producen, lo que incide en sus prácticas políticas y formas de movilización social. Esa densidad emocional en la política ha sido subestimada por análisis que privilegian la dimensión instrumental y estratégica de la movilización política en este tipo de contiendas (Goodwin y otros, Passionate politics 14).

En esa línea, he analizado el modo en que la izquierda revolucionaria de la Argentina puso en juego sus propios repertorios, estableciendo formas de regulación emocional. Así como en una época existen distintos regímenes emocionales, estas organizaciones elaboraron culturas afectivas en contextos históricos y culturales específicos que regularon, con distinto éxito, el modo en que los sujetos expresaron y comunicaron sus sentimientos. Como es evidente, esas normativas reguladoras, discursos y prácticas también fueron transgredidas, aspecto que igualmente debe ser explorado históricamente.

Siguiendo las propuestas guevaristas, se asumía que los jóvenes eran arcilla moldeable y que, como tal, debían regenerarse identitariamente bajo los valores de la revolución. Cuerpos que, en vida, debían someterse a la dureza del combate y que, muertos, debían servir de ejemplo para los otros militantes.

Las publicaciones analizadas expresan un afán pedagógico, alentando conductas, sentimientos y valores, generando prácticas, otorgando sentido y ofreciendo una representación de la realidad en clave de guerra. La apelación constante al sacrificio, el heroísmo, la entrega total por la causa, fueron parte de los repertorios emocionales de la izquierda armada.

Por último, el material documental utilizado para este análisis ha sido visitado para analizar la experiencia revolucionaria desde diversos enfoques historiográficos. Importa destacar que ese mismo material puede ser interrogado desde otros ángulos para constatar, finalmente, que las emociones siempre estuvieron ahí.

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Notas

1 Este artículo fue escrito en el marco del proyecto Fondecyt de iniciación 11180110 “Mandato y transgresión. Experiencias militantes en el Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo y Montoneros de Argentina y el Movimiento de Liberación Nacional –Tupamaros de Uruguay”, del cual soy investigadora responsable. Agradezco la colaboración de Claudia Belmar y Camila Pérez, integrantes del equipo de investigación.
2 Este tema ha sido abordado para el caso de organizaciones de Chile y Uruguay por Tamara Vidaurrazaga.
3 Un militante emblemático fue Antonio Fernández, de quien se destacaba su origen popular. De acuerdo con las notas de prensa, por su condición de clase tenía cualidades innatas para aplicar la teoría revolucionaria a la acción. Miembro del Buró Político del PRT, sintetizaba aquello que el PRT-ERP había definido como militante ejemplar y que debía ser el faro que guiara a los otros combatientes.
4 En diciembre de 1975 la organización emprendió una de sus acciones más espectaculares y al mismo tiempo más trágicas: el ataque al cuartel de Monte Chingolo. El frustrado ataque dejó un saldo de más de 80 bajas, entre guerrilleros muertos y desaparecidos.
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