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Manuel Rojas, lector. Para abrir una discusión en torno a su programa intelectual1

Manuel Rojas as reader. To open a discussion on his intellectual program

Juan José Adriasola
Universidad Alberto Hurtado, Chile

Manuel Rojas, lector. Para abrir una discusión en torno a su programa intelectual1

Revista de Humanidades, núm. 40, pp. 11-39, 2019

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 26 Noviembre 2017

Aprobación: 09 Abril 2018

Resumen: El presente ensayo propone y discute la categoría de programa intelectual, en función de una lectura integrada de la obra de Manuel Rojas y la práctica literaria que la caracteriza. El análisis se enfoca en su producción ensayística, atendiendo principalmente a dos tipos de textos: los de comentario a otros autores y aquellos acerca de su propia obra. A partir del análisis se propone que en ellos el autor desarrolla un trabajo de lo residual, que caracteriza su modo de producción, a la vez que permite observar el tipo de relaciones que sostiene con el canon y la tradición literaria que llega a integrar.

Palabras clave: Manuel Rojas, programa intelectual, literatura chilena, ensayo literario chileno.

Abstract: This essay discusses the notion of intellectual program, in service of an integrated reading of Manuel Rojas’ work, as well as the literary praxis it entails. The analysis focuses mainly on two types of essays by the author: those in which he addresses the work of other writers, and those in which he comments on his own work. Throughout the analysis the case is made that Rojas embarks on a labor of the residual, which characterizes his mode of production, at the same time showing the relation he sustain with the literary canon and tradition in which he takes part.

Keywords: Manuel Rojas, Intellectual Program, Chilean Literature, Chilean Literary Essays.

Es una tarea difícil describir el lugar de Manuel Rojas en la historia literaria chilena, su posición y su actividad en el canon. La dificultad por supuesto no nace de la falta de evidencia, sino todo lo contario, porque ante la abundancia de aquella la tarea parece evidente y mayormente resuelta. Manuel Rojas es parte del canon literario chileno, ¿qué duda cabe? Testimonio de esto es el Premio Nacional que recibe en 1957 y lo es todavía más la entusiasta recepción de la crítica literaria desde la publicación de sus primeros cuentos en los años veinte, vivificada luego de la publicación de Hijo de ladrón en 1951, y que se mantiene con fuerza hasta hoy. Ricardo Latcham, Cedomil Goic, Grínor Rojo y Jaime Concha representan algunas de las importantes voces críticas que, desde perspectivas y momentos diferentes, han relevado la obra de Manuel Rojas, ubicándola en el centro de los procesos de la narrativa chilena. La consistencia de este protagonismo, aun considerando las variaciones significativas entre las caracterizaciones que se hacen del autor y su obra, nos habla ya de una presencia que con toda propiedad podemos llamar canónica: por el hecho de que es reconocido y porque sirve para consolidar esquemas de valoración y validación en el campo literario; y, también, por la variabilidad del reconocimiento del que es sujeto, que da cuenta las rearticulaciones de dichos esquemas de valoración y de la percepción de la obra que se valida en ellos.

El aspecto más consistentemente destacado en estos diversos esquemas de valoración, desde mediados del siglo XX, ha sido el carácter rupturista de la obra de Rojas. Curiosamente, la figura que ha auspiciado más largamente la presencia canónica del autor es la de un contra-canon que abre, ya sea una secuencia radicalmente nueva en la producción literaria, o bien, una vertiente paralela de creación y desarrollo. Esta figura tiene un primer antecedente en la lectura trascendentalista de Fernando Alegría, que interpreta el trabajo literario de Rojas como un salto cualitativo (histórico y literario) respecto de las condiciones y modos de producción albergados en la antonimia entre el realismo (criollismo) y el imaginismo2, que caracteriza las primeras décadas del siglo XX. Por su parte, la lectura que sitúa a Rojas en el seno de las vanguardias literarias, impulsada principalmente por Cedomil Goic3, vuelve a articular esta figura a partir de la oposición con la estructura dominante que la precede, la novela moderna (en particular la naturalista), respecto de la cual una vez más la novelística de Rojas representaría un salto cualitativo. Por último, es notoria la prevalencia de la noción de contra-canon, implícita en diferentes aproximaciones a la idea de contracultura, en una buena parte de las interpretaciones que buscan leer la posición de escritores como Manuel Rojas ante una tradición literaria predominantemente oligárquica. El trabajo desarrollado por Grínor Rojo en los últimos años4 ahonda en estas categorías, resignificando la oposición observada entre la prosa criollista y la de vanguardia, como una que se inscribe en discursos culturales que habitan la expresión textual, sin por ello reducirse a ella.

Se trata, como es evidente, de lecturas diferentes tanto en sus propuestas como en el contexto y la posición desde la cual se enuncian. No obstante, coinciden en lo que podríamos llamar una lógica de avanzada, que se funda en el trabajo dedicado a la particularización de la narrativa de Rojas a partir de los rasgos diferenciales que la situarían en oposición a un canon (fragmentariamente antinómico, naturalista u oligárquico). De forma diferente en cada caso, esta aproximación ha hecho aportes significativos a la comprensión de la obra de Rojas, describiendo algunos de los elementos que objetivamente innovan respecto de los patrones de representación literaria que en un momento dado eran reconocibles como canon; elementos que, por otra parte, efectivamente inauguran un modo de producción narrativa que se consolida a lo largo del siglo XX. No obstante, y sin desmedro de estos hallazgos, paralelamente se ha inscrito esta obra de forma implícita en un modo de producción y de relación con el campo y el canon literarios profundamente arraigado en aquella oposición. Aun siendo efectiva, el énfasis que se ha hecho en ella tiende a representar la posición y actividad de Rojas ante el canon bajo la forma de un antagonismo binario, donde se reconoce el enfrentamiento principalmente entre dos fuerzas: una dominante y una emergente, como las llamara Raymond Williams en Marxismo y literatura. Me interesa proponer en este ensayo que, así como resulta clave en general para entender las formaciones y rearticulaciones del canon literario, la categoría de lo residual es indispensable para dar cuenta del particular modo de producción de Manuel Rojas, de lo que llamaremos su programa intelectual.

Para abrir la discusión más que para resolverla, en este texto me detendré en la producción ensayística de Rojas. Este enfoque, que en absoluto busca disociar este corpus del de su creación ficcional, tiene un doble propósito. Por una parte, busca enriquecer el estudio de su narrativa visibilizando un conjunto de obras subordinadas por la crítica (cuando no derechamente ignoradas), que el autor desarrolla desde el inicio de su carrera. Por otra, intenta dar cuenta de su actividad creativa en la posición de lector, desde la cual Rojas explícitamente se dirige al campo que encuadra su producción artística y reflexiona sobre sus propias prácticas de escritura.

1. Programa intelectual: deslindes

En las primeras páginas de su ensayo “El otro tiempo perdido”, Jaime Concha introduce el análisis con una brevísima consideración metodológica: “para comentar o analizar la tetralogía –dice–, es legítimo recurrir a textos no pertenecientes a ella” (224). La acotación puede parecer marginal, incluso pasar desapercibida. En ella, sin embargo, se concentra una lógica que no solo cumple un propósito instrumental en el marco de su análisis, sino que anuncia también una perspectiva, una manera de entender y abordar la particularidad de una obra, que cruza el ensayo y buena parte también de la obra crítica de Concha. Para estudiar la tetralogía de Aniceto Hevia, propone, es necesario reconstruir un marco de producción intelectual que la excede, al mismo tiempo que la informa en su especificidad: leer otras novelas de Rojas, sus ensayos, e incluso recordar que el mismo autor publicó en 1960 unos Apuntes para la expresión escrita (Concha 223). La particularidad de una obra literaria, se puede inferir, no es algo inmanente a dicha obra, sino aquello que se encuentra en las series de vínculos y relaciones que esta sostiene, desde su singularidad, con otros textos y otros lenguajes en un marco de producción que nunca es realmente homogéneo, lineal ni, en definitiva, unidimensional.

La tarea que se desprende de esta reflexión es doble: por una parte, reconstruir aquella producción en virtud de su heterogeneidad y, por otra, reconocer en ella las articulaciones que le dan la consistencia de un programa intelectual, no necesariamente expresado en declaraciones autorales, sino fundamentalmente en series de acciones objetivas que en su conjunto señalarían una práctica concreta de representación. En el caso de Rojas me parece que habría que considerar al menos tres dimensiones de su trabajo. La primera referida a lo inmediatamente reconocible como su obra y, en ella, la gran diversidad de tipos textuales que junto con la narrativa exploró a lo largo de su carrera5. La segunda, a una serie de labores que podemos caracterizar como catalizadoras de la escritura, por un lado, en su trabajo como compilador, crítico y prologuista; y, por otro, en el oficio de actualización y corrección de su obra, en sucesivas ediciones. Por último, la tercera, de un carácter híbrido, referida a condiciones vitales que se trabajan de su biografía (formaciones ideológicas y posición de clase, vínculos intelectuales y afectivos, relaciones de trabajo y apropiación de oficios, entre otros), no como hechos de valor intrínseco, sino en función de las múltiples formas en que objetivamente son integrados a la construcción de un lugar de enunciación, correspondiente a la imagen de sí mismo y de su oficio que el propio Rojas elabora en sus escritos autobiográficos, y que a la vez se desprenden de las prácticas desarrolladas en estas tres dimensiones.

¿Cómo articular, entonces, este panorama diverso, lo que podría llamarse el programa intelectual de Manuel Rojas? Aunque pueda parecer paradójico, el avance hacia su particularización requiere de un segundo movimiento de apertura. La interacción entre estas diferentes prácticas y tipos textuales, a su vez, es necesario observarla en la relación que sostienen con el campo intelectual que integran y respecto del cual se distinguen. Así como cada texto y cada serie textual no contienen en sí mismos la totalidad de las condiciones que los particularizan, el programa intelectual que delinean necesita a su vez describirse en función de las prácticas que forman un territorio de lo propio, al mismo tiempo que describen y dialogan con uno ajeno. De forma similar a la propuesta de Raymond Williams sobre las vanguardias, en “El lenguaje y la vanguardia”6, el estudio de un programa intelectual requiere de una perspectiva que, más que enfocarse en su singularidad, sea capaz de reconstruir las series complejas de relaciones (armónicas y antagónicas) que determinan su lugar en la historia7. En otras palabras, tomando prestado el concepto de Nil Santiáñez, el estudio de un programa intelectual presupone la reconstrucción de un horizonte, un límite figurado que en ningún caso opera sobre la oposición en términos absolutos, sino que se forma en la práctica de un diálogo entre las categorías de lo propio y lo ajeno (85). Como en la lectura que propone el autor sobre la obra de José María Pereda, más que la definición autónoma de los territorios que separa ese límite, me interesa aquí que nos detengamos en la intersección y la función complementaria de construcción de sentido que, en cada espacio, determina la presencia de este horizonte. En particular, a propósito de la relación productiva que existe entre el mundo de determinaciones del campo intelectual y la autonomía relativa de una práctica de representación que existe y a la vez se abre paso en él, empujando sus límites.

En este sentido, al hablar del programa intelectual de Rojas, es necesario parear las prácticas asociadas a su producción creativa con el posicionamiento en el campo y la tradición literaria que efectúa en sucesivos ejercicios de interpretación. Dicho posicionamiento puede pensarse en dos planos, por cierto complementarios: uno referido al deslinde del proyecto creativo del autor respecto del de otros autores, del que se desprende la tarea descrita por Santiáñez como “una reflexión sobre las operaciones de leer y analizar literatura” (86); y otro referido al deslinde de la creación literaria y la serie de mediaciones propias del campo intelectual. Estos límites trazan la particularidad de un programa intelectual, no a partir de la oposición esencial, sino desde la simultaneidad de la distinción y la intersección de los territorios que describen. Los dos planos que se señalan, las prácticas de interpretación y apropiación creativa desarrolladas en cada caso, se articulan así bajo la forma de un diálogo permanente, de una relación de codeterminación.

Desde la perspectiva de la interacción con el campo, entonces, se busca observar el punto de convergencia entre el desarrollo de un proyecto creativo y las determinantes históricas y sociales que orientan su producción y circulación. No se trata de hacerlos equivalentes, ni de forzar una relación causal entre ambos, sino de reconocer junto con su diferencia su interacción, en lo que Pierre Bourdieu llamó “el sentido público de una obra” (25). Esto es, la serie de mediaciones objetivas que ejercen diversos agentes del campo cultural (editores, libreros, críticos, lectores y otros escritores, entre otros) y que contribuyen a modelar tanto el proyecto creador de un autor, como el lugar material y simbólico que ocupará su obra en el campo. En palabras de Bourdieu:

Interrogarse sobre la génesis de ese sentido público es preguntarse quién juzga y quién consagra, cómo se opera la selección que, en el caos indiferenciado e indefinido de las obras producidas e incluso publicadas, discierne las obras dignas de ser amadas y admiradas. (25)

El sentido público de una obra sería así el hecho colectivo que, aun sosteniendo la autonomía relativa de la creación literaria, encontramos en todo momento mediando el deseo autoral sobre la obra, ya sea moldeándolo positivamente u operando como antagonista, levantando desafíos y barreras que sortear. Cualquiera sea el caso, se trata del hecho colectivo que, prexistiendo a la obra misma, le es propio en el sentido que le son propios el lugar, el valor y el sentido públicos que allí adquiere8.

Por su parte, la interacción con la tradición literaria, que por cierto participa de las mediaciones sociales que operan en el campo literario, nos lleva a una pregunta sobre la presencia objetiva de aquellos lenguajes formacionales que destacaba Williams, así como sobre las operaciones de apropiación, articulación y distanciamiento observables en las prácticas y las obras que comprende un programa creativo. En otras palabras, y sin desmedro de la intensa mediación que modela el sentido público de una obra, atender a lo que se ha entendido como sus rasgos transformadores en el marco del diálogo que esta sostiene con dichas mediaciones. Este diálogo puede objetivarse en la realización concreta de lo que podríamos llamar un trabajo de lo residual, es decir, la serie de prácticas que, orientadas a la consolidación de un proyecto creativo presente, continúan elaborando propuestas que lo anteceden y lo informan, aun en los casos donde la relación pueda presentarse como un antagonismo. Si seguimos la argumentación de Raymond Williams en Marxismo y literatura (1977) y en “El lenguaje y la vanguardia” (1986), la influencia de las fuerzas residuales –esas formaciones del pasado que resisten aún el encapsulamiento arcaico, actuando en el presente9– junto a las que reconoce como dominantes y emergentes, constituye una condición histórica de base. A partir de esta premisa, tal como se aprecia en la conferencia de 1986, el “análisis formacional” resulta una necesidad ineludible si se busca dar cuenta de la realidad histórica del modernismo, y de cualquier otra secuencia de producción cultural. La obra de Rojas, por supuesto, estaría sujeta a esta condición estructurante, que en definitiva se desprende de su sola existencia y desarrollo históricos. En su caso, junto a esta condición de base, puede observarse también una línea de trabajo desarrollada consistentemente a lo largo de su carrera, en la cual se articula de forma directa la serie de diálogos que discutíamos hace un momento. En ella podemos observar que el trabajo de lo residual en Rojas aparece como una práctica característica de su programa intelectual. Como veremos, la articulación de este trabajo puede rastrearse con claridad en la producción ensayística del autor, en sus reflexiones sobre la literatura y en las que desarrolla a propósito de su oficio de escritor.

2. Manuel Rojas y el trabajo de lo residual

Esta lectura no se desentiende de la obra narrativa de Rojas, sino que busca complementar su interpretación a partir la indagación en estos textos, considerados en la mayoría de los casos tan solo como complementarios10. Dos antecedentes importantes para la reflexión que aquí propongo, desarrollados a partir del comentario de obras narrativas de Rojas, son el capítulo dedicado a La oscura vida radiante en el libro de Ignacio Álvarez, Novela y nación en el siglo XX chileno (2009); y el artículo de Lorena Amaro “Pasadores de fronteras: Manuel Rojas y José Santos González Vera” (2015). En ambos textos, es destacable cierto carácter intermedio que reconocen en sus lecturas. En el caso de Álvarez, argumentando la articulación del “diagrama de un nuevo pacto”, título del apartado, se explica en detalle el modo en que se conforma en la novela una comunidad nacional que contrastaría la heredada del siglo XIX, cuya particularidad no depende de la cancelación de esa comunidad nacional excluyente y explotadora, sino del contrapunto que sostiene con ella. La persistencia de este diálogo tenso, afirmado también en el encuadre histórico de la novela, es lo que permite considerar la potencia de este diagrama, en la medida que lo distingue de la pura especulación utópica. La afirmación de este espacio de encuentro, aun en el contraste, se replica en la consideración final de Álvarez –destacada también por Amaro en su artículo– sobre la escritura de Rojas como una traducción, un ejercicio de acercamiento (aun en la confrontación) de sujetos marginales con “las redes centrales del tejido social” (Novela 138).

Por su parte, el estudio de Amaro ahonda en esta actividad de traducción caracterizando a Rojas como un pasador, como un “agente de intercambio simbólico y cultural” (22). La operación característica de esta figura, volcada tanto sobre la biografía como sobre la escritura del autor, sería la de transitar y trabajar espacios liminales, entendiendo de esta forma un modo de producción intensamente dialógico y resistente a las formaciones de sentido totalizantes y, por tanto, encapsuladas. Se reconoce así la operación de dicho intercambio como el cruce de fronteras (económicas, culturales y nacionales, entre otras), una actividad significativa que no solo puede rastrearse en los espacios liminales representados, sino también describe la praxis intelectual del propio autor. La lectura que propongo sobre el trabajo de lo residual, que abordaremos a continuación, se ocupa precisamente de un espacio liminal (el horizonte que discutíamos) y de los diálogos y contrapuntos que allí se despliegan.

Si bien la escritura de ensayos es una actividad que Rojas sostiene de forma continua a lo largo de su vida, existen dos momentos de producción más intensa y que marcan puntos de consolidación en el desarrollo de sus reflexiones: la década de 1930, y el período posterior al Premio Nacional, en 1957. En ellos y en las exploraciones anteriores e intermedias que los informan11, se cristaliza la intensa actividad lectora del autor, tanto en sus consideraciones sobre otros autores y sobre la literatura en general, como sobre el trabajo, la política y la figura del escritor. La distinción de estos momentos, más allá de la figuración de un enriquecimiento progresivo, responde a las condiciones que cada uno presenta, reflejadas tanto en sus respectivos contextos como en las prácticas que Rojas desarrolla. Me detendré en dos líneas de reflexión para ilustrar el lugar de lo residual en el programa intelectual del autor: sus consideraciones sobre la literatura chilena, y en particular sobre el criollismo; y la representación del oficio del escritor.

Partamos por considerar las condiciones en las que estas reflexiones se desarrollan, en cada uno de esos momentos. En el primero, que culmina con la publicación del volumen De la poesía a la revolución (1938), es importante destacar el tipo de vigencia que en ese momento mantienen los recursos de representación del naturalismo y la idea del criollismo, junto con la polémica sostenida con el imaginismo, todavía oposición estructurante de los lenguajes y mecanismos de valoración del campo intelectual. Una presencia que ostenta cierta hegemonía histórica y que a la vez enfrenta la aparición de autores como Marta Brunet, José Santos González Vera y el propio Rojas, involucrados y a la vez distantes de aquellos lenguajes. En el segundo momento, en cambio, ya está completamente instalada la noción de la “superación definitiva del criollismo”, como condición de base en los lenguajes y mecanismos de valoración literaria vigentes. En este contexto, es significativo que el comentario crítico de Rojas ocurra acompañado por la actividad de edición de antologías de autores de la tradición literaria chilena, que rescata del encapsulamiento arcaico (su “definitiva superación”), catalizando a través de sus prólogos, y de la propia edición, un lugar y circulación en el presente12. Por otra parte, vemos que los textos en torno al trabajo y la creación, que en los treinta corresponden a reflexiones más bien teóricas (no obstante elaboran sobre una materialidad innegable), desde fines de los cincuenta y durante los sesenta confluyen con la amplia producción autobiográfica y auto-bibliográfica que desarrolla en ese último período de su vida. La pregunta por el oficio se integra en estas prácticas, construyendo y reflexionando en torno a su propio trabajo intelectual.

Partamos entonces con la pregunta por el lugar residual del criollismo, a partir de dos fragmentos que, con veinte años de distancia, se vuelcan sobre ella:

Durante treinta años, muchos escritores se han dedicado a describir dos personajes: el huaso y el roto, y los han descrito con un alcance psicológico más o menos parejo. Esto es fatal. El resultado es que después de esos treinta años hay una innegable sobresaturación. El tema no se ha agotado, es cierto, pues el hombre del pueblo o del campo no poseen solo ese grado psíquico que los escritores han descrito y mostrado, pero respecto del grado mismo existe ya cansancio. Solo un autor que logre superar en profundidad esa penetración psicológica, podrá hacer interesar de nuevo al lector por esos personajes. (Rojas, De la poesía 82)

En la obra de Mariano Latorre no encontramos un problema personal, una agonía, un sentido de la cualidad de vida de que habló, una experiencia vital, un mundo propio o todo ello junto. En gran parte de sus cuentos aparece solo como un espectador objetivo, extraño al mundo que mira, como un periodista, como un profesor, como un turista, como el amigo de alguien […] Es cierto que tuvo un problema y lo proyectó, pero ese problema era nada más que su problema de escritor: la distancia que existía entre él y los hombres y mujeres que quería llevar a sus páginas. (Rojas, “Aproximaciones” 16)

El primer fragmento, tomado del ensayo “La novela, el autor, el personaje y el lector” (1937), nos muestra la última formulación de una reflexión general sobre el estado de la producción literaria en Chile, que Rojas aborda en tres instancias durante los años treinta: “Acerca de la literatura chilena” (1930), “Reflexiones sobre la literatura chilena” (1934), y este mismo ensayo, todos incluidos en De la poesía a la revolución. El segundo fragmento, de “Aproximaciones a Mariano Latorre” (1957)13, retoma y ahonda aquella crítica desde el comentario al trabajo de Latorre, por entonces ya no más un escritor vigente, más bien como cierta persistencia residual de la literatura criollista chilena. Veamos cómo se construye esta crítica.

La apreciación que desarrolla Rojas en los treinta está demarcada por tres puntos cardinales, que en diferente medida participan de ese “cansancio”: una serie de recursos de la representación literaria, específicamente vinculados a la descripción paisajística de tipos (de espacios y personajes); una percepción histórica de proceso, que sitúa la producción literaria y le exige dinamismo en su producción; y la imaginación de un público lector, a su vez sujeto a procesos históricos, que levanta exigencias a propósito tanto de los recursos como del proceso literario. Sobre el primero de estos puntos la crítica es patente y lo es también la posición desde la cual se realiza. Rojas está al tanto de las indagaciones en nuevos recursos narrativos en Latinoamérica y Europa y, desde su cercanía –cada vez más humanista– con el anarquismo, no puede sino adherir al impulso intelectual que a comienzos del siglo XX cuestiona y se resiste a la epistemología positivista decimonónica, especialmente a su fe unificadora en el conocimiento objetivo del mundo. La crítica, en términos de representación literaria, es a una inevitable superficialidad en la descripción de tipos objetivados, la que, para Rojas en 1934, no puede sino resultar en una “literatura para turistas” (De la poesía 92). Como se ve en el fragmento, la dura crítica con que prologa los cuentos de Latorre en 1957 vuelve sobre esta misma figura, la del turista. Se fustiga a través de ella no tanto la distancia como la desafección que parece ordenar el ejercicio mismo de la representación literaria, lo que poco después llama Rojas “el desconocimiento sensible de lo que quería mostrar y enseñar” (“Aproximaciones” 18, cursivas mías). No se trata específicamente de la distancia de clase, por ejemplo, entre el propio Latorre y los personajes que describe; ni de su experiencia de observador no involucrado, tomando notas en el campo para sus escritos. Se trata de la carencia de una experiencia sensible en la narración, que no se encuentra más que en la humanización, necesariamente desprendida de “la penetración sicológica” en aquellos personajes. Es importante observar también el reverso de esta crítica, las figuras en las que Rojas sí reconoce aquella densidad vital de los personajes, el despliegue de un conocimiento sensible. No se trata de epígonos de la narrativa experimental de vanguardia, como William Faulkner, James Joyce y Virginia Woolf, para los treinta referentes consolidados de la narrativa contemporánea. Se trata, en cambio, de escritores que trabajan un lugar intermedio, una escritura que continúa elaborando la localización realista, al tiempo que explora cierta universalidad desprendida de la profunda vitalidad de sus personajes. Así, el año 1937, considera por ejemplo a Máximo Gorki un “creador” en toda su expresión, ya que en su obra ocurre un “rebasamiento de lo estrictamente nacional hacia lo universal”, producto de la capacidad del escritor ruso “de dar a sus personajes su propio impulso vital” (De la poesía 97)14.

La crítica, como vemos, no está arraigada en una oposición de carácter esencial, que abogara por un subjetivismo total en desmedro de un objetivismo, a su vez, totalitario. El hilo de la discusión, me parece, va por un lado distinto y por completo distante de este esquema formal y abstracto de oposición binaria. El foco está en la experiencia histórica involucrada en el problema. Para Rojas, de hecho, no es problemática en sí misma la atención al paisaje local ni a tipos como el roto o el campesino. “El tema no se ha agotado” dice en 1937; y, en 1930, no solo parte su crítica desde esta misma afirmación –“Es posible que el campo, que el roto, que el campesino, que la montaña y el paisaje no estén agotados” (De la poesía 54)– sino que descarta de plano que el problema sea temático, y que pueda resolverse rehuyendo solo los escenarios locales15. Es más, él mismo se incluye, junto a Mariano Latorre, Fernando Santiván y Marta Brunet, entre otros, en la lista de autores actuales que comparten esta fijación: al preguntarse “sobre qué escriben o sobre qué han escrito”, responde, en el caso de “Manuel Rojas, rotos y campesinos” (De la poesía 54). No es, como puede verse, un problema a propósito de cuáles paisajes o qué personajes. No es tampoco el grado o tipo de representación a los que se los somete, al menos no por sí solo. Es la persistencia obstinada de un mismo grado de la representación que, según observa Rojas, se ha resistido a toda transformación en aquellos treinta años. La duración temporal no es una indicación accesoria. La crítica se funda y acusa en ella el problema central: la disociación de las experiencias de los procesos histórico y literario.

No es de extrañar, entonces, que junto con las duras críticas que pueblan el prólogo de 1957 haga también una valoración explícita del lugar que ocupa Latorre, no como huella de un pasado arcaico, sino en el proceso histórico activo de la literatura chilena. Cuando dice, por ejemplo: “Aunque tal vez no pudiera, por desgracia para la literatura chilena, llegar hasta el fondo del personaje ‘hermético e indiferente’ [el ser humano de esta tierra], lo describió, lo pintó, lo hizo hablar y moverse” (“Aproximaciones” 19). No es que de pronto Rojas haya recordado que un prólogo debe ser relativamente amable con los textos que introduce, idea ajena desde un comienzo. El reconocimiento no es siquiera específicamente para Latorre: en hallazgo de aquel personaje “hermético e indiferente”, y aun en lo que Rojas interpreta como su fracaso ante él, se reconoce una inquietud vigente de la tarea de representación literaria incluso para aquellas formas que han ahondado en la penetración psicológica, que todavía indagan en versiones y variaciones del mismo problema “de la lucha, la incomprensión entre el mestizo y el criollo o el extranjero” (“Aproximaciones” 17). No es un reconocimiento a la persona, al escritor Mariano Latorre, en la medida que el valor de este hallazgo no es testimonial, sino que se lo encuentra en la vitalidad de su lugar (no obstante residual) en un proceso activo. La propia antología da fe de esto: si observamos cómo continúa esta última cita, Rojas al mismo tiempo que comenta la presencia de este tema “en varios de sus trabajos menores”, exhibe el criterio de selección de los cuentos que siguen en el libro16, al declarar que este “debió haber sido el gran tema de Mariano Latorre” (“Aproximaciones” 17). Como puede apreciarse, más que un reconocimiento o un intento de armonizar la figura y obra de Latorre con su presente, se trata de una reconstrucción que ahonda en el sentido de actualidad que se reconoce en la obra antologada, vivo tanto en su hallazgo como en su fracaso.

La figura del lector, por su parte, contribuye a articular la especificidad de la dimensión histórica que le interesa destacar a Rojas en su crítica. La pregunta de 1930, “¿pero se ha pensado en el lector?” (De la poesía 54), en un primer momento no hace más que dar fluidez a una reflexión que trata más bien sobre escritores y motivos literarios. Sin embargo, en ese mismo ensayo –como en los de 1934 y 1937– la reflexión avanza luego hacia la caracterización del reducido público lector con que se cuenta en Chile y concluye debatiendo sobre el contrasentido de agotar la paciencia de ese público, o bien, sobre la necesidad de volver a interesarlo. La insistencia en la figura del lector se intensifica en el ensayo de 1937. Como anota Grínor Rojo en su introducción a la reedición de Lom de De la poesía a la revolución, al ahondar en las características de su lector contemporáneo, Rojas llega a describir su lector ideal (12). Dice Rojas:

Este lector no es solo un absorbedor de novelas o un muerto archivo de la muchedumbre que sale de ellas; es algo más. Hemos dicho que es un espejo; lo es, pero no solo un espejo que refleja la imagen mientras la figura permanece frente a él, sino que, más que eso, uno que la guarda, que la valoriza en sus líneas generales y particulares, que aprecia su sonido, su metal, su color, sus matices, que los compara y los combina entre sí; y que puede, espontáneamente, crear, sobre esas figuras, otras figuras más. Este lector tiene memoria. (De la poesía 80)

La del lector es una posición agente, que determina el valor y la vitalidad de la novela. Esta figura, radicalmente activa, abre la reflexión a otro ámbito: la pregunta por el oficio literario no puede ya tratarse únicamente como una relación entre el escritor y su obra, aun cuando esta considerara la relación con otros escritores. El lector ideal que invoca Rojas tanto se debe a la obra como la obra se debe a él. Consecuentemente, las demandas que se levantan desde su posición pasan a ser un imperativo en la práctica del oficio de la escritura. Así, la disociación de los procesos histórico y literario adquiere un sentido inmediato: en la obstinación por la inmovilidad no se está abandonando a la Historia, mayúscula y en abstracto (por la que Rojas no expresa mayor interés), sino a la práctica histórica del quehacer literario, su realidad en tanto trabajo. Es a propósito de este abandono que en el ensayo de 1934 cierra la reflexión ironizando sobre la figura del genio creador. Habiendo llegado a la última formulación del problema –“Nos falta personalidad en la literatura, personalidad de pensamiento, personalidad de espíritu y casi personalidad de expresión” (De la poesía 92)– concluye:

Alguien dirá: es inútil buscar y estudiar, tener buenos críticos o excelentes ensayistas. El genio busca solo su camino.

Sí, es cierto, pero es cierto también que si fuéramos genios no necesitaríamos ni escribir. Nos bastaría con serlo. (De la poesía 93)

La ironía es clara: existan o no los genios y su permanente excepcionalidad, son asunto de una discusión completamente distinta, ajena a las mundanas labores de la escritura. La literatura, por su parte, existe solo en ellas: en un tiempo, en un lugar y en una comunidad que demandan tanto a la escritura como lo hace la voluntad del escritor. Desentenderse de aquellas demandas es, para Rojas, desentenderse del oficio mismo. Esta perspectiva es consistente con la forma en que él mismo desarrolla su escritura, que interpreta, acepta e incorpora estas mediaciones al corregir sus propios textos. A partir del extenso trabajo de cotejo realizado para la edición crítica de sus cuentos, Ignacio Álvarez17 ha puesto en evidencia algunos de los procedimientos que consistentemente aparecen en las correcciones, y que caracterizan lo que llama la “paciente orfebrería” (“La escritura” 1) de la prosa de Rojas. De entre ellos quisiera destacar aquí los recursos de actualización histórica, a través de los cuales el autor buscaría “armonizarse con los sucesivos presentes que atraviesan sus textos” (3). De acuerdo con la propuesta de Álvarez, estas adecuaciones suponen modificaciones en función de lo que Rojas estima que se ha vuelto problemático u obsoleto en sus textos, no desde una perspectiva estilística, sino desde su interpretación del mundo en que estos circulan, que evidentemente ha vivido transformaciones en el transcurso de medio siglo. Dichas adecuaciones y la interpretación que las origina dan cuenta por una parte del ejercicio del oficio, la práctica que mantiene sus cuentos en ese “tiempo presente” de la escritura18 que destaca Álvarez; y, por otra, del importantísimo lugar que ocupa la imagen del lector, en el seno mismo de aquella práctica. En ella pareciera que se juega Rojas una relación vital con el mundo, a través de la escritura, es cierto, pero justamente porque en ella (su práctica y su mundo representado) existe, cambia y se amplía también la imagen del mundo que encarnan los cambiantes lectores que busca.

Volviendo a los ensayos, a partir de esta relación vital con la práctica de la escritura, se entiende la pregunta con la que, en 1957, confronta Rojas a Latorre; pregunta que abre la serie de críticas comentadas anteriormente. Escribe en su prólogo: “¿Fue Latorre, como escritor, un profesor que escribió con el objeto de mostrar o enseñar algo?” (“Aproximaciones” 11) Podría interpretarse esta pregunta como un cuestionamiento a cierta idea de pureza literaria, manchada en el caso de Latorre por una intención didáctica. El propio Rojas lo despeja más adelante: no es ese su problema, sino el “desconocimiento sensible” que discutíamos hace un momento. Sí le resulta problemática y cuestiona en Latorre su indecisión en el oficio, su incapacidad de ver la demanda por una transformación, obstinándose en encarnar como escritor una figura distante, ajena, desafectada, fuera incluso del tiempo: la del profesor. Esta figura que imagina por supuesto tiene poco que ver y no busca comentar el ejercicio de la docencia, que Rojas ya había practicado y continuaría haciéndolo. La figura que le achaca a Latorre es más dura y quizás también más literaria. Entre la figura del catedrático y la del científico, incluso entre las del administrador y del síndico que apunta en “Chile, país vivido”19, la imagen que invoca está anclada en un ejercicio de distanciamiento y abstracción, en la producción de un conocimiento desarraigado que no puede más que agredir la vitalidad que él persigue. La persistencia de Latorre en esta posición resuena en su “desconocimiento sensible”: para Rojas, comprometido en todo sentido con el presente de su escritura, la opción distante de Latorre equivale a una enajenación de lo que reconoce como el trabajo del escritor, una disociación profunda y grave entre la representación literaria y su práctica vital. A propósito de esta distancia es que en el ensayo se contrasta la relación que mantiene Latorre con sus historias y personajes, y las que mantuvieron escritores como Baldomero Lillo y Francisco Coloane. No se trata de volver una vez más a la receta causal, vive y luego escribe. El contraste lo trae para ilustrar formas de imaginar, no un orden, sino la práctica misma de la escritura: en el primero, como lugar de la abstracción, el laboratorio de Zolá, espacio para formar un conocimiento experimental sobre aquello vitalmente desconocido; en los segundos, como parte de una experiencia de vida que no es ajena a la escritura, pero que no se agota tampoco en ella.

Ha sido comentada y es clara en la narrativa y en los ensayos de Rojas la prioridad que se le asigna a la categoría del personaje dentro de la construcción literaria. Es más, allí es donde se juega la construcción y percepción de un conocimiento sensible en el mundo representado, de aquella “cualidad de vida” que le parecía ausente en la obra de Latorre. La densidad de los personajes, su penetración y particularización psicológica, son para Rojas las entradas que, además de construir un escenario (espacio y tiempo), darán sentido y vitalidad a las acciones que allí transcurren. Sin desmedro de ello, la idea de un conocimiento sensible no se agota en la cuestión de la técnica narrativa. Esta particular forma de conocimiento, más allá de las estrategias por las cuales se realiza, busca construir un puente entre los mundos representados y la práctica de su representación. Una pregunta por el oficio, por su propia intensidad vital y por el vínculo que alimentaría con la cualidad de las vidas representadas. Este lugar fronterizo es tematizado de forma preferente en los comentarios autobiográficos que desarrolló Rojas a propósito de su obra (género a su vez fronterizo). Pienso en tres textos clave: el ensayo “Algo sobre mi experiencia literaria”, incluido en El árbol siempre verde (1960); su Antología autobiográfica, de 1962; y el ensayo “Hablo de mis cuentos” escrito para la edición de sus Cuentos, por Editorial Sudamericana en 1970. Se trata de textos complejos que, entre otras lecturas, ciertamente podrían ser leídos en conjunto con los demás volúmenes autobiográficos de Rojas, para así indagar en la construcción de ese “yo autobiográfico” que a todas luces ha mediado la recepción de su obra. Aquí, no obstante, propongo observar otra dimensión presente en ellos, en función de la problemática que se ha venido desarrollando: la (auto)representación de su oficio intelectual. A propósito de ella, son dos los puntos que me parece fundamental destacar: la caracterización del trabajo intelectual y la colectivización del mismo.

Uno de los recursos más elocuentes en estos textos es la indistinción entre lo que podríamos llamar una formación específica literaria y experiencias generales de vida. Habiendo contado algo de estas experiencias, Rojas concluye en “Algo sobre mi experiencia literaria”, “tal es, acaso en demasiadas palabras, mi currículum como escritor y casi mi currículum como hombre” (44). No hay una distinción efectiva, se trata de un mismo evento en la medida que, primero, Rojas identifica su lugar en el mundo a partir de dos coordenadas íntimamente conectadas, su relación con otras personas y el ejercicio concreto del trabajo; y, segundo, en todo momento observa la producción literaria como producto de ese ejercicio concreto, y no así de abstracciones geniales. Revisemos ese currículum:

Es preciso recordar las circunstancias especiales que aparecen en aquel currículum: la aparición de un libro en la vitrina de una librería, el conocimiento de una señora que me proporcionó la ocasión de leer novelas de categoría, mi contacto con gente que, como los anarquistas, tenían el gusto y casi la manía de la lectura, mi amistad con Gómez Rojas y finalmente la necesidad, y casi la amenaza del hambre, que me hizo escribir Laguna. (El árbol 45)

En el breve sumario que hace Rojas están ya implicados los dos puntos que anunciaba arriba que por supuesto en la práctica son indisociables. Detengámonos en la representación del oficio, para luego abordar la dimensión colectiva que lo nutre. La necesidad y el hambre, su experiencia como incitación a la escritura de Laguna, constituye una experiencia decisiva en su formación como escritor. Se trata del momento en que llega para él la confirmación de que “podía escribir cuentos” (El árbol 42). Esta no ocurre a propósito de una revelación de las musas, ni de una epifanía de ningún tipo: se trata de una confirmación surgida de una necesidad concreta y, a la vez, del también concreto trabajo en la escritura, experimentación y corrección de sus propios textos hasta la fecha. Confirmación tanto social –su cuento es premiado en el concurso organizado por la revista La Montaña–, como económica –por ello recibe cien nacionales, monto en ese tiempo cercano “al sueldo de un empleado modesto, un profesor primario, por ejemplo” (Hablo 12)–. La experiencia se refuerza con la distinción recibida en un nuevo concurso, organizado esta vez por la revista Caras y Caretas –por el cuento “El hombre de los ojos azules”–. Llega luego la publicación de “El cachorro” y “Un espíritu inquieto”, respectivamente, en la revista Suplemento y la misma Caras y Caretas, la cual, cuenta Rojas, “pagaba trescientos pesos por cada cuento” (Hablo 13). Finalmente, la experiencia se resuelve, y reconfirma aquel primer hallazgo (“podía escribir cuentos”), con la publicación de Hombres del sur y Tonada de un transeúnte, por los que recibe también un pago.

El énfasis que hace en la dimensión económica de su iniciación a la escritura, la importancia que tiene para Rojas, nos habla con claridad de la forma en que imagina su trabajo como escritor y las condiciones que lo impulsan. Por una parte está la necesidad efectiva, “la amenaza del hambre”, situación material que en cualquier caso le impediría sublimar la práctica de la escritura, abstrayéndola de sus condiciones de producción, validación y circulación. Pero no es solo esa condición de necesidad, sino la imaginación efectiva de la labor de la escritura en el ámbito de la dimensión social del trabajo, que, como tal, llama una retribución y sirve tanto para particularizar cierta condición pública del individuo, como para garantizar su subsistencia material. De aquí que, en el comentario a Lanchas en la bahía que incluye en su Antología autobiográfica, Rojas se narre a sí mismo “mortificado” cuando, luego de la quiebra de la editorial, el editor le ofrece pagarle sus derechos en libros; y se imagine entonces como un panadero “a quien se le ofreciera pagarle en pan su trabajo” (72). Las condiciones de base del trabajo literario, enfatiza Rojas, no son excepcionales, son las condiciones materiales de cualquier oficio. Así, por ejemplo, cuando en 1960 se pregunta cómo llegó de sus primeros escritos (desastrosos, a su parecer) a ser incluido cinco años después en la antología de los Diez, la respuesta es clara y sucinta: “Escribiendo sin descanso y leyendo durante días enteros” (El árbol 41).

Así como no es excepcional, tampoco es aislado el oficio que describe Rojas. En su mundo un sujeto siempre llama a otro, un relato inevitablemente se encadena con otro. Jaime Concha, leyendo “Imágenes de Buenos Aires – Barrio Boedo” en su ensayo “Los primeros cuentos de Manuel Rojas”, lo presenta de la siguiente forma:

“Nazco, pero no tiene importancia”: esta frase, que se destaca en relieve, capta bien el espíritu de estas reminiscencias, determinando emblemáticamente, para todo el proyecto autobiográfico de Rojas, la presencia de un yo nunca central ni jerárquico ni excluyente. (219)

No parece posible para Rojas imaginar una actividad creativa que no esté imbricada en un complejo tejido de relaciones humanas, de vidas y de historias. La primera persona a la que alude Concha no solo existe siempre en relación con otros, sino pareciera que solo es posible su existencia en la medida que dichas relaciones ocurren. La historia de la influencia de su amigo, el poeta José Domingo Gómez Rojas, es también central en relato de su formación como escritor y, como la experiencia de los concursos, se cuenta en los ensayos de 1960 y 1970, y evocado en el libro de 1962. Según cuenta Rojas, es su compañero Gómez Rojas quien tempranamente lo insta a dedicarse a la literatura. En el relato Rojas deja claro que no se trata de una experiencia excepcional. El poeta, dice, “tenía la manía o la virtud de aconsejar a sus amigos que se dedicaran a trabajos artísticos, tuvieran o no tuvieran disposiciones para ello o deseos de hacerlo” (Hablo 11). Es un evento decisivo, y es decidora la manera en que se lo presenta. De igual manera que el trabajo necesita ingresar al dominio público y no mantenerse en una relación exclusiva del escritor con su obra, la práctica de la creación literaria, en la representación que Rojas hace de ella, no solo está intervenida por ese tejido humano colectivo, sino que se forma y desarrolla allí.

Quizás el lugar donde esto es más evidente, son los comentarios que hace de su obra en “Hablo de mis cuentos” y la Antología autobiográfica. Estos comentarios no son ni se quieren explicativos20, su función es, en cambio, la de enriquecer y densificar su obra añadiéndole de forma explícita otra dimensión: la de la práctica vital que los enmarca. Una parte importante de este encuadre tiene que ver con las reflexiones del orfebre que nos presenta Álvarez: qué buscaba, cómo intentó hacerlo, de qué recursos disponía y qué otros fueron surgiendo, qué confirmaciones y qué críticas aparecen con la distancia del tiempo. Otra parte es la reconstrucción de aquella red de vínculos interpersonales: el origen variado y heterogéneo de las mismas historias, y también las personas que acompañaron la escritura de los textos. La práctica creativa, parece indicarnos Rojas, no se puede entender sino como una actividad que siempre y necesariamente está vinculada a otros, en la lectura, la conversación, las andanzas, los relatos compartidos y re-narrados una y otra vez. Sobre este punto los ejemplos abundan: desde la función de la mujer de los duraznos en su iniciación a la lectura, hasta el largo tributo a Máximo Jeria en la Antología autobiográfica (101-3), o, en “Hablo de mis cuentos” la rememoración del Negro Nieves quien, como destaca Rojas, “entre tantos otros amigos, contribuyó con una parte de su vida a mi carrera literaria” (18).

La multiplicación de las subjetividades que tienen participación en la obra de Rojas, su inclusión en el comentario que él mismo desarrolla de ella, mantiene un vínculo estrecho con esa otra dimensión, la del conocimiento técnico de su obra. No se trata sino de una particularización del tipo de trabajo que le interesa destacar. Ya veíamos que no uno enajenado, ni tampoco uno profesional en el sentido actual de la palabra, enmarcada por la lógica de la competencia. Más bien, tiene que ver con el trabajo creativo del artesanado, el mismo que destacó Rojas en los treinta, cuyo sistema de valoración requiere de un balance entre la creatividad individual y la expresión material de una historia colectiva. En la realización de este balance, su materialización en tanto oficio, encuentran su punto de convergencia las dos líneas de la discusión sobre el trabajo de lo residual. La configuración de ese “yo nunca central ni jerárquico ni excluyente” que apunta Concha y que describe tanto al Manuel Rojas autobiográfico –delineado en la serie de textos del género que inaugura Imágenes de infancia en 1955– como al escritor –demarcado en la práctica de su oficio y en su relación con la tradición literaria–. Como es evidente, el descentramiento del yo que se observa en el trabajo de Rojas, no implica ni busca su disolución en lo Otro. Se trata, en cambio, de un trabajo que, sin perseguir una síntesis unitaria ni tampoco siempre una armonización, busca integrar productivamente aquello que sitúa más allá del horizonte de lo reconocido como propio. El énfasis en la creación como oficio ancla esta búsqueda en series concretas de prácticas que, en su conjunto, he propuesto entender aquí desde la idea del trabajo de lo residual, referido tanto al bagaje comunitario e histórico que alimenta la realización individual de todo oficio, como a la pregunta específica por la realización literaria en el marco de las demandas que enmarcan su desarrollo también histórico y comunitario, implícito en las nociones de canon y tradición literaria. Cobra sentido en esta forma la paradoja aparente que observábamos en la relación de Rojas con el criollismo y, en particular, con la obra de Latorre: por una parte, relevando su lugar y catalizando su circulación en un momento en que el sentido común literario la da por superada; y, por otra, profundizando en una de las críticas más agudas que esta ha recibido. Ni a la síntesis, ni a la armonía: el ejercicio se orienta a la reconstrucción de ese escenario heterogéneo que enmarca y posibilita la distinción.

Las prácticas y las reflexiones que he discutido en este ensayo se replican de múltiples maneras en las diferentes expresiones del trabajo de Rojas. En ellas se destaca una dimensión que es imprescindible para introducir la discusión en torno a su programa intelectual: la afirmación de la heterogeneidad y, con ella, las series de diálogos que busca con persistencia entre lo disímil y aun entre lo reconocidamente antagónico. Esta dimensión, he querido mostrar, está anclada en una actividad tanto de producción como de interpretación intelectual, que nos remite a un hecho que el propio escritor destacó en varias ocasiones: Manuel Rojas, antes que nada, fue un ávido lector.

Referencias

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Álvarez, Ignacio. “La escritura en tiempo presente: Manuel Rojas corrige sus cuentos (1926-1970)”. Fundación Manuel Rojas, 03 de noviembre de 2017, www.manuelrojas.cl/wp-content/uploads/Sobreobra/PublicacionesPDF/Ignacio-Alvarez-Manuel-Rojas-La-Escritura-En-Tiempo-Presente.pdf.

––. Novela y nación en el siglo XX chileno. Ficción literaria e identidad. Santiago: Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2009.

Amaro, Lorena. “Pasadores de fronteras: Manuel Rojas y José Santos González Vera” Chasqui: Revista de Literatura Latinoamericana, vol. 44, n.º 2, 2015, pp. 20-32.

Bourdieu, Pierre. “Campo intelectual y proyecto creador”. Campo de poder, campo intelectual. Itinerario de un concepto. Buenos Aires: Montressor, 2002, pp. 9-50.

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Goic, Cedomil. La novela chilena: los mitos degradados. Santiago: Universitaria, 1968.

Promis, José. La novela chilena del último siglo. Santiago: La Noria, 1993.

Rojas, Manuel. Antología autobiográfica. Santiago: Lom, 2008.

––. “Aproximaciones a Mariano Latorre”. Mariano Latorre. Algunos de sus mejores cuentos. Santiago: Zig-Zag, 1957, pp. 9-19.

––. De la poesía a la revolución. Santiago: Lom, 2015.

––. El árbol siempre verde. Santiago: Zig-Zag, 1960.

––. “Hablo de mis cuentos”. Cuentos. Santiago: Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2016, pp. 9-29.

Rojo, Grínor. Las novelas de formación chilenas: bildungsroman y contrabildungsroman. Santiago: Sangría, 2014.

Santiáñez, Nil. “La poética del horizonte: espacio, escritura y campo literario en las novelas de José María Pereda” Olivar, n.º 7, pp. 83-116.

Williams, Raymond. Marxismo y literatura. Barcelona: Península, 2000.

––. La política del modernismo. Contra los nuevos conformistas. Buenos Aires: Manantial, 1997.

Notas

1 Se agradece el financiamiento del proyecto Fondecyt 1140984, en que se enmarcan las reflexiones presentadas en este ensayo.
2 En su ensayo “Manuel Rojas. Trascendentalismo en la novela chilena” (1959) y, luego, en su libro Literatura chilena del siglo XX (1962). Esta antonimia se expresa simultáneamente como la oposición entre lo regional y lo universal, que trascendería Rojas haciéndolas confluir en un modo de representación literaria que, desde el trabajo de lo individual, accede a lo universal. La propuesta de Alegría se desmarca de la recepción inicial de la obra de Rojas, que mayoritariamente tiende a una interpretación de continuidad histórica (más o menos orgánica), situándola como etapa de desarrollo de una tendencia mayor –por ejemplo, en la lectura de Ricardo Latcham, que la enmarca en el desarrollo del criollismo–.
3 En su libro La novela chilena: los mitos degradados (1967), una de las interpretaciones más influyentes en la segunda mitad del siglo XX, la aproximación de Goic fija Hijo de ladrón como expresión emblemática de la narrativa de vanguardia, y texto inaugural de la novela contemporánea. Si bien en la progresión generacional que sugiere Goic es poco el espacio que se permite para la convivencia de tendencias estructurales vigentes, es decir, prontamente se sobrentiende cierta condición canónica de la novela de Rojas, en el esquema que se la describe, su valoración histórica es solo posible a partir de la oposición radical con ese canon que desplaza.
4 Pienso en sus libros Las novelas de la oligarquía chilena (2011) y Las novelas de formación chilenas: bildungsroman y contrabildungsroman (2014), en particular el capítulo “La contrabildungsroman de Manuel Rojas” (versión ampliada del artículo homónimo publicado en 2009).
5 Los comentarios, críticas y reflexiones tempranas en periódicos anarquistas, recogidos en volúmenes como Letras anarquistas (2005, Carmen Soria, comp.) y Un joven en la batalla (2012, Jorge Guerra, comp.); sus aproximaciones a la poesía, Poéticas (1921), Tonada del transeúnte (1927) y Deshecha Rosa (1940); la colaboración con Isidora Aguirre en la obra Población Esperanza (1959), luego de una vida de cercanía con el teatro; los escritos de viaje y autobiográficos, Recuerdos de infancia (1955), Antología autobiográfica (1962), Pasé por México un día (1965), A pie por Chile (1967), Viaje al país de los profetas (1969), e Imágenes de infancia y adolescencia (1983, póstumo, edición ampliada del volumen de 1955); la colaboración con Ángel Parra en la composición de las letras para el álbum Chile de arriba abajo; sus manuales e historias literarias, Apuntes de expresión escrita (1960), Esencias del país chileno. Poesías (1963), Manual de literatura chilena (1964) y la Historia breve de la literatura chilena (1965, edición chilena revisada del manual de 1964); y, por supuesto, los ensayos de los que se ocupa el presente artículo.
6 Conferencia de 1986, incluida luego en el volumen La política del modernismo (1989).
7 Dice Williams: “lo que en realidad tenemos que investigar no es cierta posición singular del lenguaje en la vanguardia o en el Modernismo. Al contrario, es necesario que identifiquemos una gama de formaciones diferentes y en muchos casos realmente opuestas, tal como se materializaron en el lenguaje. Esto exige, naturalmente, que superemos definiciones convencionales como ‘práctica vanguardista’ o ‘el texto modernista’. El análisis formal puede contribuir a ello, pero solo si está sólidamente fundado en el análisis formacional” (106).
8 Concluye Bourdieu que “La relación que el creador mantiene con su obra está siempre mediatizada por la relación que mantiene con el sentido público de su obra, sentido que se le recuerda concretamente a raíz de todas las relaciones que mantiene con los autores miembros del universo intelectual, y que es el producto de interacciones infinitamente complejas entre actos intelectuales, como juicios a la vez determinados y determinantes sobre la verdad y el valor de las obras y de los autores. Así, el juicio estético más singular y más personal se refiere a una significación común, ya integrada: la relación con una obra, incluso la propia, es siempre una relación con una obra juzgada, cuya verdad y valor últimos nunca son sino el conjunto de los juicios potenciales sobre la obra, que el conjunto de los miembros del universo intelectual podrá o podría formular al referirse, en todos los casos, a la representación social de la obra como integración de juicios singulares sobre la obra”. (30)
9 En palabras de Williams, aquello que “ha sido formado efectivamente en el pasado, pero todavía se halla en actividad dentro del proceso cultural”, no “como un elemento del pasado, sino como un efectivo elemento del presente” (Marxismo 144)
10 Un caso emblemático sería el estudio de José Promis, La novela chilena del último siglo (1993, edición revisada y ampliada de La novela chilena actual, 1977). Allí se aborda una selección de ensayos de Rojas para reconstruir la figura del autor como el “primer gran disidente de la novela naturalista” (52), disidencia que anunciaría la inauguración venidera de lo que llama “la novela de fundamento” (coincidente con la estructura que Goic consigna como novela contemporánea). Tanto la matriz de análisis historiográfico, como la caracterización (vanguardista) del autor y las conclusiones a las que llega Promis, mantienen una estrecha relación con el estudio original de Cedomil Goic de 1967. Los ensayos, en este contexto, cumplen la función secundaria de documentos referenciales, que sirven de antecedentes para la construcción del relato de oposición al canon naturalista y para la descripción de la emergencia histórica de las innovaciones formales previamente descritas por Goic. La imagen resultante es la de un Manuel Rojas profundamente coherente, que desarrolla una misma línea de producción a lo largo de su carrera, primero como disidente y luego como estructura (textual) ejemplar.
11 Pienso en los trabajos tempranos publicados en periódicos anarquistas, y en el trabajo desarrollado entre los cuarenta y cincuenta, reflejado en las colaboraciones de Rojas, por ejemplo, en la revista Babel.
12 Las antologías son Chile: 5 navegantes y 1 astrónomo (1956), Los costumbristas chilenos (1957), Mariano Latorre. Algunos de sus mejores cuentos (1957), Alberto Edwards. Cuentos fantásticos (1960), Blest Gana. Sus mejores páginas (1961). No considero en este ámbito los manuales e historias literarias que Rojas publica en este período, porque me parece que cumplen una función distinta, orientada a la sistematización literaria y a la apropiación de los discursos canónicos de orden académico-pedagógico; y no directamente al rescate y recirculación de obras, que muy directamente hablen del trabajo de lo residual. La discusión conjunta de ambas series textuales, aunque necesaria para continuar la reflexión sobre el programa intelectual de Rojas, excede el enfoque y las posibilidades de esta primera entrada.
13 Inicialmente se publicó como prólogo a Mariano Latorre. Algunos de sus mejores cuentos, antología que selecciona el mismo Rojas. El ensayo es incluido después en El árbol siempre verde (1960). Cito del primero.
14 En el capítulo dedicado a Rojas de su libro Las novelas de formación chilenas, Grínor Rojo ofrece una reflexión en torno al problema del hambre que, al mismo tiempo que precisa el tipo de relación que estrecha el trabajo de Rojas con el de Gorki, ilustra una de las formas en que ocurre aquel “rebasamiento” del que nos habla el autor en su ensayo de 1937. Explica Rojo: “el desamparo y el hambre de los personajes de la literatura de Rojas no solo son simples réplicas de paradigmas prestigiosos de otras literaturas, sino que dialogan con ellas en tanto su peripecia se une también, indisociablemente, a la realidad chilena y latinoamericana de aquella época” (190).
15 Un poco más adelante, hablando de la mayoría de los escritores que se dedican a estos tipos locales, considera la excepción de “algunos que se dedican a describir tipos extranjeros o internacionales, con la intención de escapar al lugar común de la literatura nacional, pero en realidad cayendo en el lugar común internacional” (De la poesía 54).
16 La antología incluye “La epopeya de Moñi”, “La miel del rico”, “Y un filón de rojo raulí”, “La cola de l’Escura”, “On Dani y la yunta robada”, “La vaquilla de Huenchulif” y “El difunto que se veló dos veces”.
17 En “La escritura en tiempo presente: Manuel Rojas corrige sus cuentos (1929-1970)” (2012). Álvarez identifica tres momentos clave en los que Rojas revisa y corrige estos textos: “al rescatarlos de su primera aparición en revistas y periódicos y reunirlos en libro, en la década del veinte; al incluirlos en la edición consagratoria que fue su Obra completa de 1961, publicada por Zig Zag, y al momento de preparar el volumen de sus Cuentos con Sudamericana, en 1970” (2).
18 Algo similar ocurre con su novela más comentada, Hijo de ladrón (1951). En la sección que le dedica en su Antología autobiográfica (1962), por ejemplo, al hablar de sus traducciones, retoma de pronto el tiempo presente y el comentario biográfico se vuelve notas de trabajo: apuntando un problema con los “dos tonos” de la novela, que funcionan en español pero no en francés, Rojas expresa que es un problema a cuya solución se dedicará “tan pronto termine” la edición que está preparando en este momento (107-8).
19 Dice Rojas: “Tampoco podría decir cómo es el hombre chileno; es de todo y prefiero no enumerar ese todo. Los que dividen a los chilenos en capas, como la torta, o en tajadas, como el cadáver, diciendo cómo está compuesta, cómo puede estar compuesta, mental y sensitivamente, cada tajada y cada capa, tienen una mentalidad de administrador de hacienda o una de síndico que liquida una quiebra. Yo no sabría hacerlo” (El árbol 73)
20 A modo de ejemplo, en “Hablo de mis cuentos”, Rojas dice de “El delincuente”: “Es una historia contada por el anarquista peluquero, Víctor Garrido, de quien ya he hablado. El asunto está tal cual fue recibido, excepto, claro está, lo que yo hube de poner” (16, cursivas mías).
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