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El acontecimiento de ser mujer: simbolizaciones de lo femenino en Margarita Aguirre 1

The Act of Being Woman: Symbolization of the Femenine in Margarita Aguirre

Andrea Kottow
Universidad Adolfo Ibáñez, Chile

El acontecimiento de ser mujer: simbolizaciones de lo femenino en Margarita Aguirre 1

Revista de Humanidades, núm. 40, pp. 41-60, 2019

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 14 Marzo 2018

Aprobación: 19 Junio 2018

Resumen: El siguiente texto analiza dos novelas de la escritora chilena Margarita Aguirre –El huésped y La culpa- proponiendo que estarían articuladas en torno a un acontecimiento fuera de escena. Slavoj Žižek, entre otros autores, postula que el acontecimiento es un suceso que irrumpe el cauce normal de las cosas y que obliga a reorganizar el mundo simbólico. En las obras de Aguirre, la subjetivación de las figuras femeninas se produciría a partir de un acontecimiento –violación, embarazo, deshonra– que marca significativamente el destino de las mujeres y la organización del texto narrativo. A pesar de ser central para las vidas de las protagonistas y para la narración, el acontecimiento queda fuera de escena. Lo inenarrable aparece así en sus consecuencias ineludibles, conformándose simultáneamente como el vacío estructural de los textos.

Palabras clave: Margarite Aguirre, acontecimiento, fuera de escena, escritura de mujeres, generación del 50.

Abstract: This paper analyzes two novels of the Chilean Writer Margarita Aguirre –El huésped and La culpa- and proposes that both are articulated around an “out of scene event”. Slavoj Žižek, among others, postulates the event as an incident which interrupts the normal way things develop, simultaneously forcing a reorganization of the symbolic order. In the works of Aguirre, the female subjectivation is produced through a series of events –rapes, pregnancies, dishonor– that significantly mark not only the destinies of women but all the organization of the narrative text, staying, however, out of scene. The unspeakable appears in its inescapable consequences and conforms itself as the structural emptiness of the texts.

Keywords: Margarita Aguirre, event, out of scene, women writing, Generation of the ‘50.

1. Planteamientos introductorios

Las escritoras de mediados del siglo XX en Chile hacen girar sus obras en forma reiterada e insistente en torno al hecho de ser mujer, expresándolo de diversas maneras: en muchos casos, ponen en juego voces narrativas de mujeres, así como protagonistas femeninas. En un número considerable coinciden ambas, encontrándose el lector con una narradora-protagonista que en primera persona relata su propia historia. En varios casos, las narrativas constituyen genealogías de generaciones de mujeres, que evidencian dentro de sus diferencias, caminos vitales semejantes, cuyo denominador común se vincula con su pertenencia al género femenino. En importante medida, las obras de la escritoras adscritas de forma más o menos explícita a la generación del 502 –María Elena Gertner, Margarita Aguirre o Elisa Serrana, por nombrar a las más conocidas,– responden a estos patrones.

Lo que quisiera hacer en este trabajo es proponer una forma de modular este común denominador de las obras3, esta suerte de molde narrativo que se repite con cierta obstinación en varios de los textos de estas autoras: narradoras mujeres –muchas de ellas en primera persona–, personajes centrales femeninos, narradoras-protagonistas, historias que adoptan la figura de genealogías femeninas. Para articular y analizar estas confluencias, me remitiré a la noción de acontecimiento, tal como ha sido postulada por algunos teóricos, entre ellos Slavoj Žižek. El concepto de acontecimiento puede cristalizar, a mi parecer, aspectos de las novelas que más allá de la coincidencia de autoras, narradoras y protagonistas, involucran la organización de la trama, el uso de un determinado lenguaje para su despliegue, así como concepciones sobre el sujeto, la subjetividad y sus formas de instalarse en el mundo, lo que no es privativo de las escrituras de mujeres, pero sí aparecerían dentro del tejido de los textos íntimamente vinculados a la representación de un ser femenino4. Esto, sin embargo, no se evidencia como un sino ineludible en términos de un determinismo biológico, ni tampoco en un sentido metafísico que apunte a una ontología femenina, sino más bien como una marca histórica, una especie de devenir inevitable que se inscribe en las vidas de las mujeres y en los relatos que de ellas se hacen.

Uno de los ejes de este trabajo es, entonces, revisar de qué forma aparece representado el sujeto femenino, qué subjetividades van emergiendo en las narrativas, y cuál es el rol que le es asignado al hecho de ser mujer para configurar este sujeto femenino con su economía psíquica puesta en primer plano. Lo que predomina en muchas de las novelas es la imagen de una mujer atrapada entre lo que la sociedad pareciera esperar de ella, sus propias pulsiones libidinales, que deben ser reprimidas o, en caso de ceder a ellas, la imposición de un costo brutalmente alto, que trae consigo la frustración, el dolor, la enfermedad e, incluso, la muerte. La noción de acontecimiento5 servirá para proponer una entrada analítica a los textos, sosteniendo que lo que ocurriría es un suceso que obliga a las figuras femeninas a reubicarse con relación al modo en que han habitado el mundo, al mismo tiempo que a revisar y reorganizar las maneras en que se han narrado su posicionamiento en el mundo, los vínculos con otros y las relaciones consigo mismas. Este acontecimiento está en estrecha relación con el hecho de ser mujer, pudiéndose incluso formular la siguiente hipótesis: es la femineidad misma que emerge y se impone en tanto acontecimiento, transformando irremediablemente las narrativas de las mujeres que han, hasta ese momento, organizado sus mundos.

En pos de ensayar la lectura propuesta, este artículo se concentrará en dos novelas de la escritora Margarita Aguirre –El huésped y La culpa– publicadas la primera en 1958 en Buenos Aires, y la segunda en 1964, en Santiago de Chile.

¿Qué es lo que un lector imagina cuando lee estos títulos: El huésped y La culpa? ¿Qué es lo que proyecta encontrar tras estos nombres? Nombres que en tanto títulos tienen cosas en común: consisten en un solo sustantivo, acompañado de un artículo definido. No es “un huésped” ni “una culpa” sino el huésped y la culpa. El artículo definido tiene en este caso una doble impronta: por un lado, parece particularizar y crear contingencia; y, por el otro, todo lo contrario, generaliza y universaliza. El huésped –aquel específico y único– se convierte en cifra de la condición misma de huésped. Lo mismo pareciera generar el título La culpa: es esa culpa específica que alguien siente o tiene, pero se extiende a la culpa, en términos genéricos.

Como entrada inicial quisiera pensar las breves reflexiones acerca de estos dos títulos de Aguirre: desde historias particulares se extiende algo de su contenido a relatos que adquieren un carácter genérico. Este último tendría que ver con el ser mujer, con la femineidad, con lo que en el título ahora ya no de las novelas sino de este artículo, se denomina el acontecimiento de ser mujer. Las dos nociones que quisiera articular para esta propuesta de lectura con relación a las novelas El huésped y La culpa, serán, por un lado “el acontecimiento” y, por el otro, el “fuera de escena”, planteándose que las dos se conjugarían en un “acontecimiento fuera de escena”.

Imaginemos un cuadro o una fotografía en la que todos los retratados están mirando con horror algo que el espectador de la imagen no logra ver, pues quedó excluido, fuera de ella, fuera de escena. No obstante, ese suceso que adivinamos en su violencia, marca de forma radical la trama de lo que vemos: las caras de espanto, los ojos abiertos que expresan incredulidad frente a lo que ven, las bocas que no logran articular palabra, pues esta se les ahoga en el grito. Un grito sin voz que, siguiendo a Alexis Nouss, “puede ser interpretado como una expresividad pura cuya opacidad estaría a la altura del horror por designar o por denunciar (un grito para prohibir)” (44). Aunque no podamos escuchar el grito, este se vuelve un gesto que significa a través de lo ausente, a través de los que he querido denominar el fuera de escena. El acontecimiento fuera de escena estaría en las novelas que analizaré en estrecha relación con el hecho de ser mujer, siendo la femineidad misma el acontecimiento que marca irreparablemente las vidas y sus narrativas de y/o sobre las mujeres.

2. Ser huésped de sí mismo

En El huésped, la narración en primera persona está en manos de un muchacho. A pesar de ponerse en escena una ficción escrita desde la perspectiva de un hombre joven, su existencia, tanto con respecto a su biografía como en relación a su configuración temperamental, está marcada por la vida de las mujeres que lo rodean. El narrador relata su melancólica existencia, buscando a tientas ciertas claves de comprensión para su vida. Supuestamente huérfano de madre, es entregado por su padre –un hombre de pocos recursos tanto económicos como afectivos; un sujeto hosco y silencioso– a una tía. La casa de la tía Flora reúne en sus oscuros interiores a seres igualmente lúgubres: una anciana muy enferma que agoniza en uno de los cuartos de la casa, el viejo tío Alfonso, la criada Lucila y una señora loca –Sara– que emula una especie de Casandra, aparentando expresar secretas verdades escondidas en medio de delirantes e incomprensibles palabras6. Los intentos que hace el niño por “normalizar” su vida, yendo a la escuela, tratando de aprender y de ser parte de una comunidad alejada de las oscuras amarras familiares cuyos alcances solo intuye, fracasan. Terminará por quedarse en casa para no hacer nada, lo que parecen hacer todos los habitantes del hogar de la tía Flora. Preso de una sensación de estar marcado y determinado por algo en su vida que no sabe ni reconocer ni nombrar, reflexiona: “me parecía vivir sujeto a un compromiso anterior que me estaba vedado recordar” (44).

La novela El huésped está colmada de estos espacios vacíos, a los cuales ni los personajes ni la narración ni, consecuentemente, el lector, tienen acceso. Sucesos –acontecimientos diríamos– que se han inscrito en las vidas y en los cuerpos de los personajes, pero no terminan por entrar a escena. Eventos obscenos, que por lo mismo se niegan a ser simbolizados. Entran por destellos, por fragmentos, por rumores. Tal como plantea Gad Soussana, el acontecimiento adopta la forma de un espectro, que “es esa actualidad, no situable, entre vida y muerte. Algo llega u ocurre sin ocurrir, una actualidad sin lugar, la imposibilidad en lo posible” (13). El acontecimiento se caracteriza así en varios sentidos por una existencia de difícil demarcación. No está presente a cabalidad en ninguna coordenada espacio-temporal, ni tampoco se deja fijar en un suceso específico y concreto. Es, de esta manera, algo que se manifiesta desde su imposibilidad: “en ese instante ni el tiempo ni el espacio son capaces de figurar la fenomenalidad de lo que ocurre. Todo lo más, permiten presentir su excepción en una unicidad absoluta preservada en el surgimiento” (14).

En la novela de Aguirre, esta sombra fantasmal que oscurece todo, al mismo tiempo que no deja circunscribirse ni retrotraerse a la figura que la provoca, está siempre presente. Marca la vida de todos sus personajes, sin que estos puedan tener conciencia de ello. Se presenta en tanto síntoma de traumas ocurridos en otros tiempos y otros espacios, resistiéndose a ser descifrado. La melancolía del narrador, la agonía de la vieja recostada en su cama, la locura de Sara, la orfandad, el abandono, el silencio y lo ominoso: todos los componentes del texto conforman una madeja que no se deja desenredar y que apunta a la mujer, a su sexualidad y su deseo.

Raquel Olea destaca en la escritura de las autoras de la generación del 50 la articulación de un mundo cifrado desde la experiencia de lo femenino que, si bien desnaturaliza el estado de las cosas –removiendo concepciones tradicionales del género y de la sexualidad– se ve atrapado en ciertas dificultades. En palabras de Olea, las escritoras

hablan el mundo femenino del ‘eso no se habla’ […] [y e]scribirán doblemente el silencio y lo silenciado en un solo pliegue. Adentrada en el conocimiento emanado de la experiencia, la narrativa nombra lo inaceptable como precio pagado por los cuerpos, para sostener las exigencias de un orden que obliga a la sujeción. (108)

Estas tensiones sedimentan las obras de Aguirre. Y en El huésped son palpables desde la forma fantasmal en que aparece el cuerpo femenino atravesado por deseos que se hacen presente desde su exclusión y ausencia.

La condición de púber del narrador lo vuelve cercano al destino de las mujeres, atravesado por una tristeza que es heredera de historias de violencias pasadas y solapadas. Un día recuerda haber escuchado decir a su padre: “No me atrevo a darle un bofetón, sería como dárselo a su madre, de quien ha sacado un cuerpecito flaco y endeble” (57). En distintas escenas, diversos personajes comparan al chico con una muchacha: “Tú has sido siempre cobardón y lleno de melindre como una chiquilla” (62), o “tienes la cara amarilla y los dedos largos como una mujer” (63). De esta forma, el destino de Guillermo, el protagonista, queda entrelazado con las historias secretas de las mujeres de su familia, que remiten a deseos incontrolables y a sus consecuencias brutales. Algo de este tejido se descifra cuando Guillermo se encuentra casualmente con una extraña mujer, Hortensia, por la cual siente una espontánea familiaridad, y que resulta ser su hermana. Se irán a vivir juntos y, pronto, se da cuenta de que el amante de Hortensia los mantiene. Las noches en el departamento de los hermanos, que es visitado con frecuencia por este amante, se alargan y se colman de hombres y de mujeres reunidos en torno al alcohol y el baile. El amante de Hortensia aparece y desaparece; el muchacho los observa pelearse y reconciliarse. Un día ve al amante de paseo con su esposa e hijo. Sin saber qué pensar ni entender el alcance de la situación, calla su descubrimiento. Para Guillermo, su vida, que irremediablemente está atravesada por el deseo de las mujeres –el pasado de su madre solo se vislumbra entre líneas y la relación de su hermana–, no deja nunca de ser un misterio, el resultado de una serie de acontecimientos que no ha presenciado, que se silencian, que no son narrables y que no ocupan un lugar dentro de un relato coherente. Escribe el narrador:

Cuando Hortensia estaba sola conmigo se ponía a cantar y a moverse de un lado a otro ordenando las mil cosas del departamento. También pasaba horas enteras en su cuarto, frente al espejo, poniéndose cremas y remedios en la cara, pintándose las uñas y peinando y despeinándose. Tenía toda clase de artefactos para estos diversos menesteres. El tocador de su cuarto estaba repleto de cajas pequeñas, cepillos, pinzas y espejos. (151)

Los objetos que aparecen en esta escena –asociados tradicionalmente a lo femenino– son al mismo tiempo mudos y parlantes ante la mirada del niño, como lo son las acciones de su hermana, que se peina y despeina, en un acto celebratorio de la inutilidad y un deseo que se estrella contra sí mismo. Una Penélope que anhela a un Odiseo que no volverá. Una espera sin destino, que se traduce en un gesto que no hace otra cosa que reiterar su absurdo. Una belleza que se acicala tan solo para volver a deshacer la ornamentación. Estas cajas pequeñas, contenedoras de quién sabe qué cosas al servicio de la sexualidad femenina, se extienden en una relación metonímica al secreto de las mujeres: el de su madre, que se reitera en su hermana, quienes se han entregado a personas que no debían, que no han vivido como corresponde, que han arrancado de sus hogares movidas por fuerzas que terminan destruyéndolas. En la novela, estos acontecimientos –el sexo, la entrega, el embarazo, el abandono, la destrucción, la condena, la muerte– quedan fuera de escena, tal como aquello que las cajitas del tocador de Hortensia atesoran. Algo que no termina por revelarse, cerrándose a la decodificación y a la narración, pero al mismo tiempo condicionándola. Objetos que no podemos ver, que solo adivinamos, no obstante que se imponen en su fuerza innegable.

Jane Bennett sugiere en su libro Vibrant matters que nos abramos a la percepción de la agencia de las cosas. Su propuesta teórica, vinculada a un nuevo materialismo, implica abandonar la perspectiva dominante en el pensamiento moderno y en su herencia actual de considerar los objetos como cosas pasivas e inertes, para así volvernos más sensibles a la vitalidad y al poder que emana de la materialidad en sus más diversas formas. Bennett introduce el término de una materialidad vital, que puede acercarnos a sentir el agenciamiento: las fuerzas, trayectorias y tendencias de las cosas. Las cosas, a través de sus poderes –que hemos querido negar o minimizar desde nuestro afán moderno de dominar la naturaleza–, pesan sobre nosotros. Influyen en cómo nos sentimos, cómo nos movemos, cómo actuamos. Bennett propone redefinir las cosas como “actantes”. Un actante sería una fuente de acción que puede ser tanto humana como no-humana. En sus palabras: “It is what has efficacy, can do things, has sufficient coherence to make a difference, produce effect, alter the course of events” (viii). La teórica acuña el término de “thing-power” para designar esta fuerza extraña a partir de la cual las cosas exceden su estatuto de objetos y muestran cierta vitalidad que se instala fuera del campo de nuestra experiencia: “Thing-power: the curious ability of inanimate things to animate, to act, to produce effects dramatic and subtle (6)”.

La literatura podría ser entendida como un espacio privilegiado para poner en escena este poder de las cosas, esta forma extraña que tienen de hablarnos, de seducirnos, de repelernos, de dominarnos más allá de nuestra capacidad de domesticación racional. En la literatura los objetos vuelven a ser ominosos, como cuando éramos niños y creíamos que las cosas contaban con una vida independiente de nuestros deseos y voluntades7. El fetiche sea quizás, en sus variantes contemporáneas, lo que remite a este pensamiento que, desde la modernidad, con cierto desdén, denominamos “mágico”. La literatura podría verse en tanto receptáculo de ciertos aspectos de esta magia expulsada de la vida cotidiana y del mecanismo de funcionamiento del mundo.

Las cajas, las pinzas, cepillos y espejos en el tocador de Hortensia vibran ante la mirada del hermano pequeño sumido en la incomprensión. No son solo objetos insignificantes, decorados de un escenario ornamental. En el juego que se produce entre lo que los objetos revelan y lo que esconden, entre lo que callan y lo que significan, se imponen al narrador y entran en un vínculo emocional con él. Los objetos parecieran excluirlo, cerrarse frente a él, generando alianza con Hortensia y con las mujeres en términos más genéricos. Exclusión, tristeza, soledad: las cosas participan con su propio agenciamiento en la producción de un determinado clima emocional y afectivo del narrador y del texto.

Todos los personajes de El huésped actúan de superficie de inscripción de los sucesos acontecidos a las mujeres, expresados como locura, enfermedad, descomposición, melancolía. La obra se cierra con la decisión de Guillermo de abandonar a Hortensia y volver a la casa de la tía Flora, después de que esta le confiesa que la anciana que él vio morir en su casa era su madre, rescatada por esta tía beata en un acto de supuesta redención. La última oración lacónica del texto literario reza: “Cuando estoy enfermo –ahora casi siempre estoy enfermo– Lucila sube mi comida y me da remedio” (169). Un remedio que, claro, no logra remediar nada. En palabras de Soussana, otra vez referidas al acontecimiento, “[a]lgo llega u ocurre aquí-ahora para siempre, en un ritmo singular, único, intraducible. El ritmo de una aparición del acontecimiento en su ruptura con la historia” (14). La reiteración en el destino de los personajes de El huésped –esa especie de condena que se termina por imponer más allá de los intentos de escabullirla–, y pensando en los términos propuestos por Soussana, ocurre justamente fuera de la historia, atribuyéndole a esta última un tiempo lineal, así como una determinada causalidad a los sucesos. La historia genera una narración dotada de sentido que sirve para hilvanar significativamente los hechos. Fuera de la historia no quiere decir fuera del tiempo, por eso la insistencia de Soussana en la contingencia y en la infinitud. Paradojas propias del acontecimiento, cuya fuerza de acción reside en la imposibilidad de soslayarlo.

3. Lavando, lavando las culpas

La novela La culpa se constituye sobre una genealogía de una serie de figuras femeninas. La primera corresponde a Carolina Madariaga, esposa de Juan Ramón Rosales, dueño de la hacienda El Recuerdo, y madre de nueve hijos. La entrega a las demandas familiares, “borraban toda vida anterior” (15), y Carolina logra mantener lo que el cura confesor de la familia le exige ser: “un ejemplo” de vida cristiana (18). Dos sucesos paralelos marcan la trama de la novela: por una parte, su hijo mayor se involucra sexualmente con una trabajadora de la hacienda, encuentros que terminan por engendrar a un hijo bastardo. Por otra, una de sus hijas adolescentes, Melania, es violada por un desconocido una tarde en que se hallaba jugando con una hermana a la orilla del río. Cuando Melania intenta contarle a su hermana, esta ignora y niega el hecho: “Cállate la boca y deja de llorar. Y mucho cuidado con ir con cuentos en las casas” (30). Esa noche, Melania se duerme “encogido su cuerpo por el dolor y por la vergüenza” (30). La violación se transformará en el acontecimiento en la vida de Melania, una irrupción de lo real que nunca podrá ser recuperada por una narración que le otorgue un lugar. Es más, la violación queda implícita, o dicho de otra forma, explícitamente situada “fuera de escena”. En tanto acto obsceno, no cuenta con representación posible. Melania no hablará más del asunto y se someterá con absoluta docilidad a las decisiones de su familia, tras darse cuenta de que ha quedado preñada. El embarazo y el nacimiento del bebé devienen en el secreto de la familia, pactándose el tabú para resguardar el honor de la misma. La experiencia que tendrá Melania se vincula con el acontecimiento que irrumpe con la violación: “Comprendía que estaba sola con su dolor: lo único propio” (65). La inclemente incisión de esa repentina seguridad, de la única posible, consistente en la más radical soledad, deja una marca indeleble en la vida de Melania. Le quitan a su hijo una vez nacido y la alejan de la familia, siguiendo la voluntad férrea del padre. Carolina Madariaga, la madre, jura no entregarse nunca más a su marido, colmada de odio por perder a su hija: “hasta la primavera pasada mi cuerpo era suyo, pero ahora […] crece el odio y es tan grande, que siento que siempre estuvo aquí –se señaló el corazón–. Nunca lo quise. Es ruin, perverso” (72). De esta forma, el acontecimiento de la violación ocurre en la familia tanto para la ascendencia como para las generaciones venideras, tal como se observará más adelante.

Slavoj Žižek dedica uno de sus últimos ensayos al acontecimiento proponiendo que este sería “el efecto que parece exceder sus causas –y el espacio de un acontecimiento es el que se abre por el hueco que separa un efecto de sus causas–” (17). Esto es lo que permite aunar bajo la noción de acontecimiento hechos y experiencias tan disímiles como un terremoto, una dictadura, una muerte, un amor, una obra de arte. El acontecimiento generaría un imponderable quiebre entre dos temporalidades en torno a un hecho, una experiencia, un fenómeno: un antes y un después. Žižek traza diversas aproximaciones a la problemática del acontecimiento, incluyendo visiones entrecruzadas entre la religión, la filosofía, el psicoanálisis, el cine y la literatura. Un apartado se dedica al acontecimiento pensado desde el cristianismo. Para Žižek se trata de una religión en cuyo centro se encuentra el acontecimiento como culpa y caída, lo que desde luego implica una “ruptura del curso normal de las cosas” (45). Sigue Žižek:

el acontecimiento cristiano es exactamente lo opuesto de una ‘vuelta a la ignorancia’: es el pecado original en sí mismo, la elección fundamental y patológica de la atadura incondicional a algún objeto singular”, con la particularidad de que “destruye la indiferencia que la precedía; introduce separación, dolor y sufrimiento. (45)

El término de lo patológico subraya la pérdida de un equilibrio como condición misma del acontecimiento cristiano. El desequilibrio producido por la caída llama a la necesidad de redención. Sin embargo, esta es, en cierta forma, imposible, pues conlleva el fin del mundo tal como lo conocemos. La caída, el quiebre, la ruptura y la culpa ocupan el lugar nuclear dentro del cristianismo y son inseparables de su visión de mundo, en el sentido de que generan las condiciones mismas de su existencia. La vida previa a la caída es una vida de otro orden, prehumana, animal. Como escribe Žižek: “La inocencia del ‘Paraíso’ es otro nombre para la vida animal, y lo que la Biblia llama ‘Caída’ no es más que el paso de la vida animal a la existencia humana en sí. Es por tanto la Caída misma la que crea la dimensión desde la que es la Caída” (48, cursivas del autor). El ser humano, en este sentido, está marcado irremediablemente por una culpa que lo constituye en el ser humano que es y que sabe que es. La caída crea las condiciones de existencia no solo de la propia caída, sino también del imaginario de un imposible anterior al evento mismo. Žižek concluye con una definición para este tipo de acontecimientos, cuyo paradigma estaría representado por el cristianismo: “El Acontecimiento definitivo es la Caída misma, la pérdida de una unidad y armonía primordiales que nunca existieron, que no son más que una ilusión retroactiva” (53, cursivas del autor).

¿No responde la culpa en esta novela de Margarita Aguirre a una estructura similar a la propuesta por Žižek? ¿No es la caída el acontecimiento fundamental para entender a los personajes femeninos, antes y después del hecho mismo ocurrido a orillas del río? La culpa de la violación emerge en el relato haciendo de la novela lo que es, posibilitando el despliegue de la historia. Marca no tan solo la vida de Melania, sino también la de su madre, quien promete nunca más entregarse a su marido y reconoce que ese odio que siente por él siempre ha estado ahí.

Melania se reconoce en su soledad, como la subjetividad que es. Es decir, deviene Melania recién tras la violación, como si la culpa generara las condiciones de su existencia. Emerge, entonces, su subjetividad cuando se percibe en la culpa de su ser femenino. Antes del acontecimiento, Melania vive una vida inmersa en el mundo natural, preconsciente, sensual y entregada a los placeres de los sentidos. El momento antes de la violación es descrito de la siguiente manera:

Melania, también descalza, se recostó en el tronco de una patagua, la adormecían el zumbar de las abejas y moscardones, el canto leve del arroyo y la violencia del sol. A poco, sintió que un calor suave la abrasaba y fue desabrochándose el vestido, recogiendo la falda, aligerando sus ropas. (27)

Como en las descripciones paradisíacas, el ser humano está sumergido en la naturaleza y es un elemento más dentro de ese orden, sin distinguirse ontológicamente de otros seres vivos. Melania no siente pudor: su cuerpo se entrega a los placeres sensuales sin culpa ni conciencia de sí. La violación irrumpe en este escenario transformando de una vez y para siempre la inocencia de la joven. De este modo, la cristalización de la femineidad, vivenciada como culpa, vergüenza, caída, es la que genera las posibilidades de subjetivación en las figuras femeninas. El sujeto femenino solo se reconoce como tal después de una experiencia de expulsión y dolor. Como plantea Raquel Olea acerca de La culpa, “[e]l cuerpo habla al silencio y si comparece es porque una falta se ha instalado ahí. Una falta que lo conducirá al ocultamiento, al claustro o a la ignominia, finalmente al olvido y al destierro de la sociedad” (112). En términos de la trama narrativa, las consecuencias son que Melania debe entregar a su hijo, del cual nunca más sabrá nada, y es internada en un convento. Este cambio de vida se sella por el despojo de su nombre propio, al ser rebautizada como Hermana María de la Cruz. Tras la primera noche en el convento, Melania asume su acontecimiento con la radicalidad que le corresponde: “En realidad, para Melania, nada, absolutamente nada, había sucedido” (75). En un diario que comienza a llevar, anota: “Me llamo María de la Cruz. No recuerdo haber tenido otro nombre” (84). La tachadura del nombre propio simboliza la borradura de su existencia previa, y hace de la caída la verdadera condición de existencia de una subjetividad cuya marca es la violencia de género8.

Asimismo, la caída de Melania no solo genera una incisión que afecta el destino de su madre. El acontecimiento afectará a su sobrina Marta, cuya historia ocupa el lugar central de la segunda parte de la novela. Ella es una chica ávida de vivir, que reniega de su clase social por el ansia de “dejar de ser hijitas de familia” (101). Así como el hermano de Melania embarazó a una campesina de las tierras de su padre, también Carlos, el hermano de Marta, deja embarazada a una empleada y la lleva a abortar. En La culpa se repiten y reiteran las mismas historias de violencia de género, como si estas generaran las condiciones de posibilidad de la subjetividad. En palabras de Žižek: “la Caída es en realidad el punto de partida […] no hay nada previo a la Caída desde la que caemos; la Caída misma crea eso desde lo que caemos” (49).

En el caso de Marta, esta caída también se convierte en objeto de análisis para otros; es enviada a médicos y psicoanalistas –todos hombres– que le diagnostican histeria, neurosis, psicosis, hipocondría, esquizofrenia. En un punto, Marta decide que una posible salida a la sensación del absurdo que la embarga es acostarse con un hombre, como si el tomar en sus propias manos su sexualidad pudiese asegurar la base de un sujeto autodeterminado. Esta resolución marcará, nuevamente en la lógica del acontecimiento, la vida de Marta. Tiene sexo con un hombre –un comunista casado–, decide no verlo nunca más y queda embarazada de él. Pronto se da cuenta de su situación: “¡Qué ingenua he sido! Creer que bastaba un acto, un gesto de rebeldía, ¡perder la virginidad, y ya se era mujer […] hoy, comprendo que estoy del otro lado: condenada. Nunca podré ser otra cosa” (185).

Marta seguirá los pasos de su tía Melania; se hará cargo de la casa de lavandería que armó María de la Cruz tras salir del convento, que acoge a mujeres con destinos similares, donde están “lavando, lavando [las] culpas” (206). El embarazo, la corporalidad femenina y la sexualidad aparecen en la novela como expresión o reflejo de la culpa, justamente en la gramática de una condición de reconocimiento que configura la subjetividad femenina. Su sino claudicará en la catástrofe. El texto juega con diversos insertos, intercalando fragmentos de diarios, cartas, informes legales y médicos. Esta polifonía narrativa evidencia, al final de la novela, la imposibilidad de la irrupción de las voces femeninas: son sus propios textos los olvidados y relegados a cajones oscuros de armarios viejos, son sus testimonios los que requieren de una reescritura por parte de narradores hombres.

La novela cierra con el informe médico de un amigo de Marta, quien ayuda a internarla en un manicomio. En él dictamina: “Si la vida de Marta Figueroa fuera una novela, de ella no quedaría más que un retrato histérico, macabro, siniestra profecía de un porvenir deslumbrante, que resulta aterrador por el precio al que se alcanza” (338). Estas reflexiones, que adquieren un matiz metanarrativo, vuelven a insistir en el ser femenino en tanto acontecimiento. El ser mujer –en el momento en que se revela permite la subjetivación del sujeto femenino– deviene en violencia, culpa y catástrofe. El informe da cuenta del cruel asesinato del que es víctima Marta en el psiquiátrico, donde le arrancan la cabeza con un hacha. Escribe el médico: “Yo no tengo la culpa. ¿La culpa? La culpa es la vida, como diría Marta Figueroa, es lo único con que contamos” (343).

La culpa es la vida de las mujeres, podríamos agregar. Una culpa que trasciende generaciones, que se inscribe en los cuerpos de las mujeres, más allá de los supuestos avances con relación a las conquistas de libertades y autonomías. Una culpa que tiene su origen en el oscuro abismo de la sexualidad femenina. Culpa de ser mujer. Una culpa que se traduce en vidas truncadas, abandonadas y sufrientes9.

4. A modo de conclusión

Para cerrar, me interesa volver a insistir en la idea del acontecimiento fuera de escena. Así como el acontecimiento entendido como una caída que siempre se instala como ocurrida –imposible de deshacer, absoluta en sus consecuencias y resistente al orden simbólico–, el fuera de escena a su vez ingresa a la narración en tanto marca imborrable e inabarcable. Hay algo que hace imposible el acceso a ver, a entender, a descifrar y a traducir. De esta forma, las cajitas de Hortensia de El huésped, contenedoras de los secretos cuyo develamiento permitirían comprender –y así liberar–, permanecerán irremediablemente cerradas, arrastrando consigo tristes vidas a un oscuro pozo. Y las culpas se seguirán lavando, heredándose la condición de lavandera y de culpable de generación en generación, de mujer a mujer10.

La idea del fuera de escena implica que la escritura de Aguirre –y de otras autoras contemporáneas a ella– está marcada por ciertos signos de lo imposible. Es una escritura atravesada por los silencios, las ausencias y las exclusiones11. Por ello, en las novelas de Aguirre –incluyendo La culpa–, como en los textos de Gertner, Geel, Valdivieso y Serrana, el tema de la escritura ocupa un lugar central. Cartas que se dejan a alguien que debe hacer público su contenido (La culpa), anotaciones íntimas que dan cuenta de la soledad y el asilamiento (“Cuaderno de una muchacha muda”), diarios de vida que narran existencias truncadas (La mujer de sal, Cárcel de mujeres). Si bien el acceso a la escritura, y la decisión de tomar la pluma y escribir, se asocian a un cierto empoderamiento de las mujeres –tanto de las figuras ficticias como de las escritoras creadoras de ellas– este acto emerge autofustigado. Contradictoriamente implica un grado de libertad y de autonomía, no obstante una libertad y una autonomía colmadas de inseguridad, al punto de que las protagonistas buscan incluso la aprobación de sus pares masculinos: son los hombres los encargados de hacer pública una escritura que no se atreve a salir por sí sola del ámbito privado.

Ana Traverso (2013) ha mostrado cómo la crítica literaria en Chile ostenta en las primeras décadas del siglo XX diversas estrategias para tratar de manera excluyente la escritura de mujeres, desde los extremos de su infantilización hasta su masculinización para, en casos excepcionales, resaltar el valor literario. Este rechazo por incluir a las mujeres en el gran canon de la literatura nacional –reiterado en el gesto de dejar fuera a las mujeres del modelo generacional, comentado más arriba– sigue pesando en la puesta en escena de la escritura de las mujeres de las décadas del cincuenta y sesenta. En las obras de Aguirre –una de las autoras más conocidas de su generación–, tal como hemos tratado de mostrar acá, la conciencia de ser mujer se instala en tanto acontecimiento, catastrófico en su advenimiento.

Referencias

Aguirre, Margarita. La culpa. Santiago de Chile: Empresa Editora Zig-Zag, 1963.

––. El huésped. Santiago de Chile: Empresa Editora Zig-Zag, 1966.

Bennett, Jane. Vibrant Matter. A Political Ecology of Things. Durham/London: Duke University Press, 2010.

Federici, Silvia. Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Traducido por Verónica Hendel y Leopoldo Sebastián Touza. Buenos Aires: Tinta Limón Ediciones, 2011.

Kottow, Andrea. “Ninfómanas, ciegas y mudas: enfermedad y escritura en la literatura de Margarita Aguirre, María Elena Gertner y Elisa Serrana”. Taller de Letras, n.º 54, 2014, pp. 57-72.

Laplanche, Jean y Jean-Bertrand Pontalis. Diccionario de psicoanálisis. Traducido por Fernando Gimeno Cervantes. Buenos Aires, Barcelona, México: Paidós, 2004.

Navarrete, Sandra. “Castigo y silencio en la producción narrativa de mujeres en la generación del 50: huellas de una escritura feminista”. Crítica.cl. Revista Latinoamericana de ensayo, 9 de julio de 2010, www.critica.cl.

Nouss, Alexis. “Habla sin voz”. Decir el acontecimiento, ¿es posible? Jacques Derrida y otros. Traducido por Julián Santos Guerrero. Madrid: Arena Libros, 2006, pp. 41-78.

Olea, Raquel. “Escritoras de la generación del cincuenta. Claves para una lectura política”. Revista Universum, n.º 25, vol. 2, 2010, pp. 101-16.

Soussana, Gad. “Introducción”. Decir el acontecimiento, ¿es posible? Jacques Derrida y otros. Traducido por Julián Santos Guerrero. Madrid: Arena Libros, 2006, pp. 9-14.

––. “Del acontecimiento desde la noche. La irrupción del origen seguido de ocurrir. Ficción”. Decir el acontecimiento, ¿es posible? Jacques Derrida y otros. Traducido por Julián Santos Guerrero. Madrid: Arena Libros, 2006, pp. 15-40.

Traverso, Ana. “Ser mujer y escribir en Chile: canon, crítica y concepciones de género”. Anales de Literatura Chilena, n.º 20, 2013, pp. 67-90.

Žižek, Slavoj. Acontecimiento. Traducido por Raquel Vicedo. Madrid: Sexto piso, 2016.

Notas

1 Este artículo es resultado del Fondecyt 1150667, “Escritura, histerización y violencia: las autoras en el Chile de mediados del siglo XX (1930-1970)”.
2 Tal como observa Raquel Olea, Enrique Lafourcade incluye en su Antología del nuevo cuento chileno, publicada en el 1954, a cinco mujeres, entre ellas a Margarita Aguirre y a María Elena Gertner. El mismo Lafourcade publica cinco años más tarde otra antología con el título Cuentos de la generación del 50, donde mengua el número de mujeres a dos: Aguirre y Gertner. Eduardo Godoy mantiene a las mismas dos autores en su estudio La generación del 50 en Chile. Historia de un movimiento literario.
3 Más allá de las dos obras de Margarita Aguirre que se estudiarán acá, pienso que también las novelas La mujer de sal (1964) de María Elena Gertner, En blanco y negro (1968) de Elisa Serrana, Cárcel de mujeres (1956) de María Carolina Geel, María Nadie (1957) de Marta Brunet o La brecha (1961) de Mercedes Valdivieso, por mencionar algunas de las novelas y autoras más renombradas dentro de la tradición literaria chilena, pueden ser leídas bajo el modelo propuesto.
4 En este sentido me parece importante retomar la propuesta de Raquel Olea quien sugiere leer a estas escritoras como parte de una generación, en la que se comparten una serie de ideas, preocupaciones, preguntas, así como referentes literarios, estéticos y filosóficos con sus pares masculinos, a pesar de que su literatura tiene rasgos solo atendibles con una perspectiva de género. Lo que Olea busca en su estudio sobre las mujeres de la generación del 50 es “repensar el aporte de una literatura de anticipo con el fin de remover y combatir ‘algo del orden social e histórico’, inscritos en los signos de una cultura masculina que no fue explícitamente elaborado por sus pares contemporáneos y que tuvo especiales resonancias contextuales” (104).
5 He querido privilegiar la noción de acontecimiento para poder atender al funcionamiento interno de las novelas, es decir, para dilucidar aspectos de sus urdimbres, más allá de los efectos representacionales. Por ello es que no profundizaré en un análisis basado en la categoría de género que, sin lugar a dudas, sería provechoso para estudiar estas obras, así como la narrativa de Aguirre y sus contemporáneas. Por lo demás, las nociones de género, escritura de mujeres, femineidad y lo femenino han sido las entradas más transitadas para la lectura de la novelística de Margarita Aguirre y de su generación, aproximaciones importantísimas que han visibilizado una literatura muchas veces marginada y considerada menor en relación con la obra producida por sus pares masculinos. La idea del presente artículo es ir complementando estas lecturas de corte más bien feminista con otras aproximaciones teóricas, para así enriquecer las posibilidades interpretativas y la creación de posibles constelaciones literarias menos evidentes.
6 Los personajes de esta casa tienen semejanzas con las figuras que pueblan el espacio hospitalario del cuento “Una muchacha muda”, publicado por Margarita Aguirre en 1951, relato con que inicia la escritora su reconocimiento literario. Tratados en tanto seres extraños e incómodos por sus familias, depositados en un espacio que no llega nunca a definirse con exactitud pero que aparece frente a los ojos del lector como una especie de manicomio, los personajes de este cuento observan el mundo desde sus particulares visiones atravesadas por la mudez, la locura, la extrañeza y la soledad. La muchacha muda que narra es en su aislamiento del mundo también alguien que cuenta con una visión de mundo privilegiada, más sensible y compleja que aquellos que supuestamente encarnan el mundo de la salud y la normalidad.
7 Para los niños, las cosas se mueven en forma autónoma respecto de nuestras conciencia y control; por ello se les habla, se les atribuyen fuerzas y acciones. Las cosas pueden ser castigadas –como cuando un niño le pega a la tonta mesa que le hizo daño–, o pueden tener poderes especiales.
8 En el Congreso de Historia de las Mujeres celebrado en Buenos Aires en agosto de 2017 presenté una ponencia que sirvió de entrada a este texto. En la discusión posterior se me preguntó por qué no había puesto en escena la noción de trauma para pensar las historias relatadas en las novelas. Agradezco a Antonia Viu la pregunta y el impulso para aclarar acá por qué he preferido analizar las novelas desde el concepto de acontecimiento y no el de trauma que, sin lugar a dudas, podría ser provechoso y adecuado para iluminar las experiencias de vida –violaciones, abortos, hijos “robados”, hijos ilegítimos, asesinatos– de las mujeres protagonistas. En primer lugar, me interesa la manera en que la noción de acontecimiento se aleja de pensar la experiencia concentrada en el sujeto y su individualidad. No es que el acontecimiento necesariamente tenga un carácter colectivo, sino más bien apuntaría a despersonalizar un fenómeno. Puede pensarse el estatuto de acontecimiento tanto desde una dimensión personal como desde una comunitaria. El trauma, tal como fue pensado originalmente desde la práctica psicoanalítica, es un “Acontecimiento de la vida del sujeto caracterizado por su intensidad, la incapacidad del sujeto de responder a él adecuadamente y el trastorno y los efectos patógenos duraderos que provoca en la organización psíquica” (Laplanche y Pontalis 447). Desde la misma definición se hacen evidentes los cruces y los parentescos entre trauma y acontecimiento, pero el acento del trauma está puesto en la vida psíquica del sujeto. Justamente el acontecimiento en sus articulaciones teóricas pierde este vínculo con la economía psíquica individual y desplaza el foco hacia el tema del lenguaje y la narración. Y la concatenación genealógica y genérica que se produce en las novelas analizadas en torno al ser femenino me parecía más abordable desde el concepto de acontecimiento.
9 A partir de esta reiteración de una culpa vinculada al cuerpo, a la sexualidad, a la vulneración por la violación, a la condena por la maternidad, se haría muy fructífero un análisis de La culpa de Aguirre a partir de los planteamientos desplegados por Silvia Federici en Calibán y la bruja, donde la autora insiste en la importancia de la diferencia entre producción y reproducción en la división sexual del trabajo. El sistema del capital ha explotado históricamente a las mujeres como reproductoras de los productores del trabajo, marginando la reproducción misma de las ganancias de la producción. A partir del análisis de la quema de brujas, Federici muestra que la mujer ha sido despojada del control sobre su cuerpo y su sexualidad, lo que ha significado su opresión. Solo puedo dejar insinuado acá este camino analítico, pero sin lugar a dudas que la novela de Aguirre muestra cómo las mujeres quedan marginadas de las posibilidades de participar activamente en un sistema económico capitalista, lo que las lleva a la marginación tanto social como financiera.
10 Sandra Navarrete postula la presencia del tema del castigo y del silencio como marcadores de diversas obras de autoras de la generación del 50, ejemplificando el modelo de lectura con un análisis de La brecha de Mercedes Valdivieso y Casada, chilena y sin profesión de Elisa Serrana: “el castigo y el silencio como conceptos claves, nos permitirán reactualizar concretamente las ideas de sistema patriarcal y falogocentrismo a través de la revisión de las relaciones de poder entre mujer y hombre, mujer y sociedad, mujer e instituciones, etc., presentes en la novela” (s/p).
11 En otro artículo he trabajado con el tópico de la enfermedad en novelas de autoras de esta generación, argumentando que se vincula estrechamente con el tema de la escritura. Por otro lado, y en el marco de este mismo proyecto de investigación Fondecyt, Ana Traverso está desarrollando en un artículo el tema de la escritura y autoría en una serie de escritoras contemporáneas a la trabajada aquí.
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