Artículos

Crítica al humanismo y ética de sí en Foucault y Stirner

Criticism of humanism and ethics of the self in Foucault and Stirner

Sebastián Stavisky
IIGG-UBA/CONICET, Argentina

Crítica al humanismo y ética de sí en Foucault y Stirner

Revista de Humanidades, núm. 40, pp. 179-206, 2019

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 07 Marzo 2018

Aprobación: 26 Junio 2018

Resumen: El artículo analiza el modo en que Max Stirner y Michel Foucault examinan la pregunta por la figura moderna del hombre, y cómo de dicho interrogante se desprenden sus reflexiones sobre las formas de subjetivación de sí. De esta forma, se indaga en el punto de confluencia, en ambos autores, entre la crítica al humanismo y la ética. Sin desconocer las diferencias epistemológicas entre uno y otro, el análisis está guiado por una hipótesis de lectura referente a que es posible encontrar un asunto de común acuerdo en el sitio en que se articulan ambos momentos crítico y ético: la posibilidad de transgredir la figura del hombre de la Modernidad en la voluntad de decir una verdad que implique al sujeto que la enuncia.

Palabras clave: crítica, ética de sí, Foucault, humanismo, Stirner.

Abstract: The article analyzes the way in which Max Stirner and Michel Foucault examine the question of the modern figure of man and how, from this, emerge his reflections on the forms of subjectivation of himself. In this way, it is investigated at the point of confluence, in both authors, between the criticism of humanism and ethics. Without ignoring the epistemological differences between one and the other, the analysis is guided by the hypothesis of reading that it is possible to find a common issue in the place where the critical and ethical moments are articulated: the possibility of transgressing the figure of the Man of Modernity in the will to say a truth that implicates the subject that enunciates it.

Keywords: Critics, Ethics of the self, Foucault, Humanism, Stirner.

1. Introducción

La obra de Michel Foucault es una obra fragmentaria que pareciera no tener fin. Todavía hay seminarios sin publicar, entrevistas sin traducir, libros recién editados en su idioma original. Por supuesto no es este el motivo de las múltiples interpretaciones que admite, pero sí uno que colabora en su proliferación. Él mismo se encargó, en varias de sus conversaciones, de proponer líneas de lectura de sus trabajos, las cuales, por otra parte, fueron variando a lo largo del tiempo. Hacia inicios de los ochenta, cuando el problema de la ética concentraba la atención de sus reflexiones, sostuvo que el objeto de sus preocupaciones durante los últimos veinte años “ha consistido en crear una historia de los diferentes modos de subjetivación del ser humano en nuestra cultura” (Foucault, “El sujeto y el poder” 241). Las bifurcaciones producidas entonces a lo largo de sus desarrollos se habrían debido no a cambios del objeto, sino de orden epistemológico, correspondientes a lo que en aquel mismo escrito el autor llama los “tres modos de objetivación que transforman a los seres humanos en sujetos” (241) y, en otras ocasiones, los “tres dominios de genealogías posibles” o tres ontologías históricas de nosotros mismos (Foucault, “Acerca de la genealogía de la ética” 206). Estas diferentes perspectivas remiten –como bien se sabe– a la arqueología de las formaciones de saber, la genealogía de los dispositivos de poder y la historia de las formas de subjetivación moral. Por tanto, entre la pregunta por el saber de la Modernidad fundado sobre la finitud del hombre en torno a la cual giran sus trabajos de la década del sesenta y las indagaciones acerca de las prácticas de subjetivación de sí de los primeros años de los ochenta se tendería un puente que el propio Foucault se propuso señalar, aunque los caminos que conducen a él no sean del todo claros, abriéndose allí un signo de interrogación sobre el que insisten varios estudiosos de su obra.

La relación entre la pregunta por el hombre y las formas de subjetivación de sí no es exclusiva del filósofo francés, ni su formulación establecida recién para la segunda mitad del siglo XX. Es sabida la enorme influencia que al respecto produjeron en Foucault los escritos de Friedrich Nietzsche, pero, antes que él, tal fue la preocupación en torno a la cual giraron las reflexiones de Max Stirner, seudónimo de Johann Kaspar Schmidt, autor de El Único y su propiedad1. Publicado hacia fines de 1844, el libro emprende una crítica al humanismo decimonónico representado por los desarrollos que entonces llevaban la rúbrica de Ludwig Feuerbach, y erige en contra suyo la figura del Único, nombre sin predicado de quien basa su causa nada más que en sí mismo. A pesar de algunas críticas recibidas al poco tiempo de su publicación –una de ellas del propio Feuerbach, a la que, difundida de manera anónima, Stirner responde en Los recensores de Stirner, además de la esbozada por Karl Marx y Friedrich Engels en La ideología alemana, inédita hasta 1932–, cuando el escritor anarco-individualista escocés John Henry Mackay dio a conocer en 1898 su biografía de Stirner, El Único y su propiedad era un libro escasamente explorado por la filosofía, motivo por el cual su autor quedaría –incluso, tal vez, a pesar suyo– fuertemente asociado a las ideas libertarias2.

En los últimos años, algunos teóricos dedicados al estudio de las teorías anarquistas y sus posibles vínculos con los desarrollos posestructuralistas ensayaron articulaciones entre el pensamiento de Stirner y el de Foucault. Entre ellos, Andrew Koch, quien refiere a El Único y su propiedad como un antecedente de la crítica posestructuralista francesa a la idea de representación y a los estudios foucaultianos en torno a las relaciones entre poder y verdad. Recuperando estos aportes, Saul Newman establece, en su libro From Bakunin to Lacan, un punto de confluencia entre la crítica stirneriana a la autoridad y la conceptualización foucaultiana de las relaciones de poder. Luego, en un artículo posterior publicado en la revista Verve, Newman indaga en la crítica realizada por los dos autores a la idea kantiana de libertad, y traza una nueva equivalencia en la reformulación que ambos habrían realizado a la luz de las prácticas éticas del cuidado de sí.

Procurando tomar cierta distancia de estos análisis –que, en ocasiones, parecieran más preocupados por hacer de Stirner un pensador posestructuralista avant la lettre que por iluminar las potencialidades de sus propios desarrollos–, en el presente artículo buscaré indagar en el modo en que tanto él como Foucault se preguntan por la figura moderna del hombre y en la transgresión respecto de ella en las formas de subjetivación de sí. Es decir, analizaré el punto en que la crítica al humanismo confluye, en ambos pensadores, con la ética. No se tratará de un análisis de tipo comparativo, sino de un recorrido que permita reconstruir la forma en que dos filósofos pertenecientes a diferentes tradiciones de pensamiento se enfrentaron a un mismo problema. En un primer apartado, me centraré en los desarrollos del filósofo francés y en el modo en que es interpretada, por distintos estudiosos de su obra, la emergencia de su interés por las prácticas de subjetivación sobre el fondo de sus indagaciones acerca del sujeto epistemológico de la Modernidad. Luego, en un segundo apartado, trataré la manera en que la pregunta por el hombre es abordada por Stirner y la alternativa que encuentra en el nombre del Único como complemento y sustracción a la figura del inhumano inherente al ideal humanista. El análisis de ambos autores estará guiado por una hipótesis de lectura sobre la que volveré hacia el final del artículo., que se refiere a que, sin desconocer las diferencias epistemológicas que existen en el modo en que Foucault y Stirner desarrollan su crítica al humanismo y elaboran una ética de sí –algunas de las cuales abordaré a lo largo del desarrollo–, es posible encontrar un punto de coincidencia en el sitio en que en ambos se articulan los momentos crítico y ético: la posibilidad de transgredir la figura del hombre de la Modernidad en la voluntad de decir una verdad que implique y afecte al sujeto que la enuncia.

2. La muerte del hombre y la ética de sí en Foucault

En Las palabras y las cosas –publicado en 1966–, Foucault retoma la pregunta antropológica formulada por Kant en los albores del siglo XIX –objeto de análisis de su tesis complementaria de doctorado– y busca por intermedio de ella indagar en el acontecimiento que marca el pasaje de la episteme clásica a la moderna. No se trata esta de una transformación de orden metafísico, sino de carácter empírico-trascendental en relación con el conjunto de enunciados y regularidades discursivas que, en campos tan disímiles del conocimiento como la economía, la biología y la lingüística, fundamentaron su saber en la finitud del hombre. Es esta figura de la finitud que expresa el hombre y que se constituye como fundamento de saber la que marca el modo de ser característico de la Modernidad, pero también aquella que anuncia las posibilidades de su trasvasamiento o, si se prefiere, de su transgresión, es decir, allí donde se insinúa la apertura a otras formas de pensar. Ya en el prólogo del libro, Foucault presta conformidad a dicha expectativa cuando refiere que “reconforta y tranquiliza pensar que el hombre es solo una invención reciente, una figura que no tiene ni dos siglos, un simple pliegue en nuestro saber, y que desaparecerá en cuanto este encuentre una forma nueva” (17). Es decir, si el nacimiento del hombre fue la marca distintiva de las formas modernas del saber, su muerte traería aparejada unas formaciones tan inéditas como insospechadas. De allí, dirá ya hacia el final del libro, el estremecimiento que produjo el pensamiento de Nietzsche al anunciar la llegada del superhombre y, junto a él, el fin del asesino de Dios.

Ahora bien, ¿cuáles son las posibilidades, en el marco de esta episteme moderna, para el despliegue de prácticas de subjetivación en tanto dimensión ética de la existencia? La respuesta a este interrogante encuentra una primera formulación negativa en un pasaje de Las palabras y las cosas en que Foucault refiere que “para el pensamiento moderno no hay moral posible” en tanto “todo imperativo está alojado en el interior del pensamiento y de su movimiento para retomar lo impensado” (341). Es decir que la Modernidad sería, desde su propia conformación epistémica, una ética que no admite ninguna formulación particular, un imperativo volcado al interior del pensamiento, un modo de acción librado y sometido a sus propias intenciones indescifrables. Sin embargo, en la apertura a pensar de otro modo que anuncia la desaparición del hombre se insinúa la posibilidad de una ética ya no necesariamente prescriptiva que Foucault, al momento de escribir Las palabras y las cosas, no pareciera todavía capaz de precisar, cuyo desarrollo le llevaría cerca de quince años de reflexiones y que, aún así, su relación con las preguntas que motivaron la escritura del libro publicado en 1966 no termina de explicitar o, cuanto menos, admite diversas interpretaciones. En lo que sigue, me detendré en algunas de ellas.

A través de una lectura atenta de la segunda parte de Las palabras y las cosas, Rodrigo Castro Orellana se propone responder a ciertas interpretaciones del libro de Foucault que, a partir de la frase “el hombre ha muerto”, encuentran en él la expresión de un estructuralismo que negaría toda posibilidad de transformación por parte de los sujetos3. Desde este punto de vista, no podrían comprenderse “los distintos ‘momentos’ de la ‘obra’ foucaultiana; en tanto que la negación del sujeto-fundamento choca con la afirmación –que el filósofo realizará en sus últimos escritos– de la pregunta por el sujeto como el núcleo de su pensamiento” (Castro Orellana en línea). Con el fin, por un lado, de desmontar lo que considera interpretaciones reduccionistas incapaces de ver las líneas de continuidad que atraviesan los desarrollos de Foucault y, por el otro, de exponer una hipótesis de lectura de su obra sensible a dichas continuidades, Castro Orellana emprende un análisis de la mentada frase a partir de cuatro aspectos que le son inherentes, y que resume como: “el proceso previo de invención epistémica del hombre [...], el carácter hipotético de [su] desaparición [...], la naturaleza inacabada de tal proceso y la dimensión de apertura que se haya involucrada en dicho acontecimiento” (en línea). Dado lo expuesto hasta aquí, me centraré particularmente en los dos últimos puntos que remiten el uno al otro.

Si, como vimos previamente, las formaciones modernas de saber se fundamentan en la existencia del hombre, al tiempo que anuncian en su desaparición las posibilidades abiertas a un pensar de otro modo, no se trata este de un proceso acabado sino, por el contrario, de un acontecimiento aún no estratificado en una nueva formación. La incertidumbre frente a la cual nos coloca la segunda parte de Las palabras y las cosas remitiría, entonces, antes que a una imposibilidad por parte de su autor para escudriñar por las hendiduras abiertas en el resquebrajamiento de una episteme que comienza a mostrar signos de agotamiento, a la constatación de una pregunta que reclama ser sostenida. A este respecto, Castro Orellana retoma la imagen con la que Foucault cierra su libro al referir que, si las formaciones modernas de saber desaparecieran, “el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena” (Foucault, Las palabras y las cosas 398); y traza a partir de ella una analogía con ciertos pasajes del Zaratustra de Nietzsche en los que el mar se presenta, asimismo, como metáfora en que se anudan “la encrucijada y su desamparo, la imaginación y su esperanza” (Castro Orellana). De esta forma, si es cierto que la muerte del hombre anunciada en Las palabras y las cosas no debiera ser comprendida en los términos de una afirmación tajante, también lo es que no debería serlo en los de una negación a cualquier alternativa de cambio. Por el contrario –y aquí es donde yace la hipótesis de lectura propuesta por Castro Orellana–, la disolución del hombre en tanto fundamento de saber habilita el pasaje en la obra foucaultiana al análisis, cerca de quince años más tarde, de los procesos de subjetivación acompañados por una noción no trascendental del sujeto.

Esta interpretación del trabajo de Foucault se inspira en el libro de Wilhelm Schmid acerca de la fundamentación de la ética foucualtiana, en el que ensaya un pliegue de los últimos escritos del filósofo francés sobre el conjunto de su obra, releyéndola tras la búsqueda de los indicios de un nuevo arte de vivir. Schmid sostiene que la interrogación emprendida por el trabajo arqueológico de Foucault sobre los fundamentos históricos de la formación moderna de saber constituye un presupuesto necesario para la posterior elaboración de una ética de sí. En este sentido, el anuncio de la muerte del hombre no debiera comprenderse como una liquidación absoluta del sujeto, sino del modo particular en que fue constituido por la Modernidad en tanto sujeto soberano y trascendental de conocimiento. Si, tal como refiere el propio Foucault, el sujeto epistemológico moderno impidió toda posible formulación de una ética particular, resulta comprensible que fuera necesario desmontar las formaciones de saber que lo constituían para que un nuevo sujeto, ya no epistemológico sino ético, pudiera abrirse camino al interior de la reflexión filosófica.

Ahora bien, no es solo en tanto condición de posibilidad que Schmid concibe la tarea realizada por Las palabras y las cosas, sino también como una “exigencia ética” en sí misma, aquella que se pregunta por el pensar, qué es pensar, y si es posible hacerlo de un modo diferente a la forma empírico-trascendental de la Modernidad4. Sobre esta cuestión, Foucault remite en su libro al vacío que la desaparición del hombre, que acompaña a la muerte de Dios y es anunciada por la promesa nietzscheana de la llegada del superhombre, produce al interior de la formación moderna del saber. Allí se abre un espacio no solo para pensar de otro modo, también para hacerlo a través de lo que podríamos considerar como un anuncio del tema al que se abocarán, más adelante, sus investigaciones sobre las prácticas de subjetivación: la filosofía antigua griega.

Si el descubrimiento del Retorno es desde luego el fin de la filosofía, el fin del hombre es el retorno al comienzo de la filosofía. Actualmente solo se puede pensar en el vacío del hombre desaparecido. Pues este vacío no profundiza una carencia; no prescribe una laguna que haya que llenar. No es nada más, ni nada menos, que el despliegue de un espacio en que por fin es posible pensar de nuevo. (Foucault, Las palabras y las cosas 354-5)

A partir de estas afirmaciones, Schmid contrapone la filosofía en tanto “ética del pensar de otro modo” al saber en tanto “certeza a la que nos sometemos” (136). Si el saber se caracteriza por constituir una formación histórica solidificada al interior de la cual es posible conocer según unas determinadas reglas que discriminan lo verdadero de lo falso, el pensar filosófico se presenta como la experiencia de transgresión capaz de poner en cuestión dicha formación a través de una nueva voluntad de verdad. De aquí que la arqueología, siendo el método que permitió a Foucault poner en cuestión el modo de saber fundado sobre la finitud del hombre, sea considerada por Schmid en tanto condición de posibilidad para el despliegue de una ética, al mismo tiempo como una experiencia de pensar ético-filosófico. Claro que, en caso de serlo, se trataría de una concepción de la ética que no termina de ajustarse al modo en que la misma es pensada por el propio Foucault en sus últimos trabajos. Cabe recordar, al respecto, la forma en que él mismo da cuenta, en su “Introducción” a El uso de los placeres, de la experiencia del pensar por la que atravesó entre la escritura de La voluntad de saber y aquel anteúltimo de sus libros: “¿Qué valdría el encarnizamiento del saber si solo se hubiera de asegurar la adquisición de conocimientos y no, en cierto modo y hasta donde se puede, el extravío del que conoce?” –se pregunta Foucault antes de prestar conformidad de que tal es, en última instancia, la tarea de la filosofía: “el trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo” (El uso de los placeres 14-5). Esta idea del pensar como trabajo ético, ya no solo de transgresión de las formaciones de saber, sino de transformación de sí mismo, es posible encontrarla en algunas de las entrevistas que el filósofo concedió años antes, pero no es posible decir que se encuentre ya presente –cuanto menos de manera explícita– en su libro de 19665.

De esta dificultad inherente a La palabras y las cosas para pensar una ética en tanto práctica de subjetivación y transformación de sí se desprende otra de las interpretaciones acerca de la relación entre esta última y la pregunta por el hombre. Me refiero a la lectura que realiza de la obra foucaultiana Edgardo Castro, quien –a diferencia de Schmid– encuentra en el paradigma arqueológico de análisis, lejos de una exigencia ética, a distancia incluso de un presupuesto necesario para su emergencia, una insuficiencia para el análisis de las prácticas de subjetivación. En su artículo “Gobierno y veridicción” –publicado a modo de introducción a La inquietud por la verdad–, Castro retoma la primera clase del seminario Del gobierno de los vivos dictado por Foucault en el Collège de France en 1980, en la que da cuenta de los desplazamientos que debió operar sobre la noción de poder-saber para pensar el problema del gobierno sobre el que ya venía indagando en sus seminarios anteriores6. Si al momento de formular la noción de poder-saber lo que se propuso fue tomar distancia de la de “ideología dominante” –que por entonces regía gran parte de los estudios sobre las formas de la dominación y la hegemonía–, ahora resultaba preciso “deshacerse de ella [de la noción de poder-saber] para intentar elaborar la noción de gobierno por la verdad” (Foucault, Del gobierno de los vivos 31). Este segundo desplazamiento de Foucault –ya no sobre el pensamiento de otros sino sobre el suyo propio– implica, a su vez, un doble movimiento: de la categoría de poder a la de gobierno, y de la categoría de saber a la de verdad. Sobre este segundo movimiento centrará Castro su análisis acerca de la emergencia de las prácticas de subjetivación.

En el primer número de la revista de estudios foucaultianos Dorsal –dedicada al quincuagésimo aniversario de la aparición de Las palabras y las cosas–, Castro se pregunta por las posibilidades de una ética en el pensamiento moderno, así como por los desplazamientos que fue necesario que Foucault realizara para que el problema de la subjetivación de sí pudiera aparecer en el horizonte de sus reflexiones. Con respecto al primero de estos asuntos, Castro recupera algunas de las críticas que aquel hiciera al humanismo, entre las que adquiere relevancia el carácter prescriptivo que establece en torno a lo que es el hombre y, a partir de él, lo que debemos ser. Retoma entonces los fragmentos de Las palabras y las cosas en que Foucault da cuenta de la imposibilidad de una ética moderna y se pregunta si esta imposibilidad no se extiende también hacia su propio paradigma arqueológico como epistemología capaz de elucidar las condiciones de posibilidad de dicha episteme. Es decir, “[s]i también ella, aunque sea por otras razones, no puede ser pensada como la imposibilidad de una ética” (Castro, “La (im)posibilidad” 19). Al respecto, Castro remite a un pasaje del libro de Giorgio Agamben Lo que queda de Auschwitz, en que el filósofo italiano refiere, a propósito de los desarrollos expuestos en La arqueología del saber, que “Foucault parece haber omitido –al menos hasta cierto punto– interrogarse sobre las implicaciones éticas de la teoría de los enunciados” (Agamben 139). Es, podríamos decir, este “hasta cierto punto” el que lleva a Castro a preguntarse por el segundo de los asuntos previamente señalados en su lectura de Las palabras y las cosas: los desplazamientos necesarios para que el problema ético de la subjetivación de sí se presente en el horizonte de reflexiones foucaultianas. Estos desplazamientos son dos y remiten ambos a los estudios emprendidos por Foucault acerca del acto de parresia (o parrhesía)7.

Por un lado, se produce el desplazamiento desde una analítica de las condiciones de posibilidad para la emergencia de tales o cuales enunciados cuya regularidad compone una determinada formación discursiva –objeto y método de la arqueología–, hacia una función enunciativa del lenguaje en que el sujeto se afirma a sí mismo en el acto de decir. A través de él, “el que habla se constituye como sujeto ético, exponiendo su propia vida en aquello que dice y, por ello, convirtiendo este decir en un acto de veridicción” (Castro, “La (im)posibilidad” 20). Por el otro lado, el segundo desplazamiento remite a una relación distinta entre voluntad y verdad de aquella que Foucault sugiere en su concepción del poder basado en el paradigma de la guerra –sobre el que trata, entre otros, en el primer tomo de Historia de la sexualidad–, en que la violencia cumple una función constitutiva. No se trata ya del problema de la violencia inherente a la voluntad de hacer decir una verdad que el sujeto debe revelar, sino de una que se asume como acto crítico de libertad, es decir, no de una confesión sino de una parresia. De esta forma –sostiene Castro ya hacia el final de su artículo–, en Las palabras y las cosas el problema de la ética “es, al mismo tiempo, un límite y una posibilidad –entre otras, de lectura– de la propia arqueología” (21).

Esta misma cuestión es retomada por Castro en su presentación a la edición de las conferencias dictadas por Foucault en 1982 y 1983 en Grenoble y Berkeley respectivamente. Allí, de manera aún más enfática, sostiene que la contradicción entre el ser del hombre y el ser del lenguaje, presentada en Las palabras y las cosas como “uno de los rasgos fundamentales de nuestro pensamiento” (351), encontrará en el análisis de la parresia su posible articulación. Se trata, en este caso, del punto de confluencia entre el coraje de la verdad y el cuidado de sí, la crítica y la ética, el acto de decir veraz y la subjetivación. O, si se prefiere, se trata de la instancia en que el decir verdadero implica a quien lo enuncia en un decirse, un afirmarse de manera ética a sí mismo a través de la voluntad de decir una verdad.

Antes de finalizar este apartado, cabe precisar que, si bien la práctica de la parresia se sitúa en el contexto histórico y social de la antigüedad greco-latina sobre el que se centran los estudios de los últimos años de Foucault, este no deja por ello de pensar la articulación entre crítica y ética que la misma supone como una posible línea de lectura de la filosofía moderna. Así lo propone en su curso del Collège de France dictado en 1983, cuando sostiene que “podría contemplarse la historia de la filosofía europea moderna como una historia de las prácticas de veridicción, una historia de las prácticas de parrhesía” (El gobierno de sí y de los otros 354). Tal hipótesis surge a partir del análisis que realiza en la primera clase de dicho curso acerca del texto de Kant sobre la crítica de la Aufklärung, donde señala que lo que esta hace “es justamente redistribuir las relaciones entre gobierno de sí y gobierno de los otros” (49)8. Para no extendernos demasiado, solo resta señalar que, si en Las palabras y las cosas la pregunta kantiana en torno a la que Foucault realiza su análisis de las formaciones de saber es aquella que se interroga por el hombre, aquí produce un giro que lo lleva a preguntarse por las posibilidades de que este salga de su minoría de edad y sea capaz de valerse de su propio entendimiento. Como se sabe, la respuesta que Kant otorga a este problema remite al precepto sapere aude, ten el coraje de saber, el cual Foucault –a través del desplazamiento previamente señalado– retoma y reformula como el coraje de la verdad.

3. El no-Hombre y la ética egoísta en Stirner

En un artículo titulado “Stirner’s Ethics of Voluntary Servitude”, Saul Newman establece una línea de continuidad posible entre las reflexiones del filósofo alemán y las de Foucault que –a diferencia de los escritos referidos en la introducción de este trabajo– no remite a la búsqueda por hacer del segundo un pensador posanarquista, ni del primero un posestructuralista paradójicamente presaussureano. Por el contrario, su interés radica en ubicar a ambos filósofos dentro de una tradición de pensamiento subjetivista de las formas de dominación y el ejercicio del poder que se despliega a partir de mediados del siglo XVI con El discurso de la servidumbre voluntaria de Étienne de La Boétie, y que pasa, entre otras derivas, por la Escuela de Frankfurt y otros autores que procuraron articular el psicoanálisis freudiano y el análisis marxista de los modos de producción, como Herbert Marcuse y Wilhelm Reich. Su hipótesis de lectura de la obra de Stirner refiere a que sus críticas al idealismo humanista y la alternativa que insinúa la figura del Único pueden ser interpretadas como un intento por contrarrestar y conjurar los deseos de dominación o servidumbre voluntaria que operan como condición de posibilidad a la existencia del Estado. En relación con la tradición de pensamiento a la que refiere Newman, podría pensarse que, de algún modo, es el propio Foucault quien se sitúa en ella cuando, en su conferencia dictada en la Sociedad Francesa de Filosofía en mayo de 1978, alude indirectamente a los desarrollos de La Boétie al hacer referencia al trabajo de la crítica como “el arte de la inservidumbre voluntaria” (Foucault, “¿Qué es la crítica?” 8).

Distinto es el modo de leer el trabajo de Stirner por John Welsh, quien procura una interpretación de su pensamiento situándolo en el contexto de ideas del que emerge, la filosofía alemana de mediados del siglo XIX, a partir de lo cual comprende a El Único y su propiedad como una crítica a la Modernidad desde una perspectiva dialéctica hegeliana. Contrariamente a quienes ven en Stirner a un anti-Hegel, Welsh sostiene que sus desarrollos deben ser comprendidos como una continuación de los del filósofo de Heidelberg: “Stirner’s philosophy is a form of Hegelianism that explores the implications of the notion of the ‘free, thinking subject’ at its absolute limits” (48). Desde este punto de vista, el autor se opone, asimismo, a quienes hallan en Stirner a un precursor de Nietzsche, argumentando que este último enfrenta el método de la dialéctica y el primado de la razón mediante el análisis genealógico de la historia y la exaltación de las fuerzas instintivas9. Si seguimos esta línea argumental, es posible entonces encontrar allí un motivo de fuerte diferenciación con respecto al pensamiento foucaultiano. Cabe recordar, a propósito, la distancia que Foucault establece con la dialéctica y la sustitución que propone de ella por una lógica estratégica en Nacimiento de la biopolítica. Mientras la primera –refiere– “hace intervenir términos contradictorios en el elemento de lo homogéneo”, la segunda establece “las conexiones posibles entre términos dispares y que siguen dispares. [...] es la lógica de la conexión de lo heterogéneo y no la lógica de la homogeneización de lo contrario” (62).

Si tomamos estas dos lecturas de la obra de Stirner de manera conjunta, vemos el despliegue de tres tradiciones de pensamiento: una subjetivista en la que tanto él como el filósofo francés parecieran inscribirse; una dialéctica que Stirner retomaría y subvertiría; y otra genealógica y estratégica sobre la que, apoyándose en Nietzsche, se posicionaría Foucault. Es decir, lo que habría es la persistencia de un problema común del cual se desprende una divergencia epistemológica en la forma en que ambos pensadores se enfrentaron a él. A partir de estas consideraciones, a continuación recuperaré el modo en que Stirner, en pleno desarrollo del humanismo decimonónico, busca brindar una respuesta a la pregunta por el hombre y sus formas de sujeción de las subjetividades modernas que hacen del inhumano la realidad del individuo particular. Analizaré al respecto la alternativa que el autor encuentra en el nombre sin predicado del Único como un modo de subjetivación de sí que se posiciona como causa y fundamento del pensamiento.

El Único y su propiedad es, sin duda, un libro polémico, y no solo por los efectos que haya producido (y aún hoy produzca) su lectura, sino incluso por su propia organización argumental a modo de una confrontación entre la figura de “El hombre” y la del “Yo”, títulos respectivos de su primera y segunda parte. El principal objeto de su crítica es el humanismo que por entonces expresaba el pensamiento de Ludwig Feuerbach, pero también de Bruno Bauer, integrante junto a Stirner del grupo Los Libres, compuesto, además, por Arnold Ruge, Friederich Engels y Karl Marx, entre otros. A modo de síntesis, podemos decir que uno de sus cometidos es señalar las insuficiencias de la nueva ética humanista y los riesgos implícitos en sus pretensiones de universalidad. Para ello realiza una historización de la moral y del modo en que fue fundamentada sobre una imagen trascendente cuyo contenido fue variando a lo largo del tiempo. Si bien el análisis parte de la moral de “los antiguos” –dentro de quienes incluye a pensadores cuyos desarrollos se extienden a lo largo de seis siglos de historia, desde Sócrates hasta los estoicos–, su interés principal estriba en el análisis del pasaje que lleva de la moral cristiana a la humanista.

Los antiguos –refiere– se convirtieron en cristianos en el momento en que reconocieron su “verdadera vida” en la vida del espíritu, imponiéndose a partir de ella una renuncia a los placeres mundanos (Stirner, El Único y su propiedad 30-1). Sin embargo, el camino se encontraba ya predispuesto por aquellos primeros filósofos afanados en la búsqueda de la verdad y la alegría de vivir, motivo por el cual –como bien señala Ludueña Romandini– no puede decirse que Stirner se haya dejado encandilar por “las virtudes [...] del bíos philosophikós” (56) –como en ocasiones se ha dicho de Foucault–. A aquella revuelta cristiana contra el mundo habría venido a responder el humanismo de Feuerbach, quien se propuso desatar al hombre de la sujeción de Dios haciendo de este la imagen de la esencia humana, es decir, llevando la escisión que nos separaba de la vida de los cielos hacia el interior de la de cada uno de nosotros. “¿Podemos aceptar –se pregunta entonces Stirner– esa división entre ‘nuestra esencia’ y nosotros, y admitir nuestra división entre un yo esencial y uno que no lo es? ¿No nos condenamos de este modo a vernos de nuevo desterrados de nosotros mismos?” (Stirner, El Único 40). Estos interrogantes, cuyas respuestas ya se infieren de manera retórica, nos llevan a preguntarnos de qué forma concibe Stirner la sujeción humanista, cuál es el elemento que dicha moral introduce en nosotros, que nos demanda una nueva esencia y produce en nuestro interior una escisión tanto más incisiva cuanto imposible de suturar.

Aunque atento a las particularidades diferenciales, Stirner pareciera más interesado por trazar las grandes líneas de continuidad entre la religión del hijo de Dios y las formas de sujeción que impone la nueva religión del “liberalismo crítico”, tal como le llama a la corriente de pensamiento humanista que se conformó en Alemania en torno a los desarrollos de Feuerbach y Bauer. Entre una y otra, antes que una subversión, lo que habría es una inversión de los términos que hicieron del hombre un nuevo espectro, es decir, una idea fija del pensamiento con la que cada cual debe medirse. De esta forma, mientras Feuerbach sostiene que Dios es la externalización de la esencia humana, Stirner afirma que el hombre es la internalización de Dios, no su negación radical. El hombre es el valor universal que impone a los individuos desde su interior la renuncia a sus propios intereses particulares, es el bien supremo que obliga al desinterés como mecanismo para abrazar la superación de las diferencias intrínsecas al carácter único y singular de cada quien. “En la sociedad humana que nos promete el humanista no hay evidentemente lugar para lo que cada uno de nosotros tenemos de particular y nada que sea ‘privado’ tiene valor” (Stirner, El Único 131). Sin embargo, como todo valor absoluto y trascendente –en este caso introyectado–, dicha sociedad humana no deja de exponerse como un sueño imposible de alcanzar. Sobre esta imposibilidad había ya tratado Stirner en un artículo publicado en la Rheinische Zeitung dos años antes de la aparición de El Único a propósito de la aspiración de toda religión de conciliar al objeto con el sujeto. “El dios debe hacerse interior (‘No yo, sino el Cristo vive en mí’), la escisión quiere disolverse y deshacerse de sí misma [...] Pero jamás se encuentran, ni jamás se hacen uno” (Stirner, Escritos menores 78). En caso de que lo hicieran, la religión, sea cristiana o humanista, dejaría de ser tal, en tanto esta, antes que una ligazón –sostiene el autor–, es siempre una separación.

De esta forma, la humanidad es presentada no como una disposición a partir de la que cada quien se encontraría libre de darse a sí mismo una forma, sino como un principio sobre el cual se funda un proyecto tan ineluctable como inasible. Es decir, no una actualidad, sino una esencia que expone al individuo al riesgo de no poder reconocerse en lo que es más que por relación a aquello de lo que es llamado a ser. Si solo en una renuncia absoluta de la individualidad se podrá alcanzar ese hombre universal al que aspira el humanismo, mientras tanto solo le resta al individuo reconocerse en tanto que no-hombre, egoísta interesado, inhumano incapaz de moral. Es entonces que Stirner se apoya en esta figura del egoísta –que es también el no-Hombre tanto como el inhumano– no para rechazarla, sino para afirmarla en su actualidad como plenitud y perfección que carece tanto de un destino prefijado como de un fundamento que la determine. De allí una de las frases más conocidas del autor, que extrae de un poema de Goethe y con la que, con sutiles variaciones, abre y cierra el libro: “Yo he basado mi causa en Nada” (Stirner, El Único 371).

Ciertamente, El Único puede ser leído como un manifiesto recusatorio de la moral moderna, pero solo a condición de comprender que su rechazo radica, precisamente, en la imposibilidad frente a la que la Modernidad nos sitúa de alcanzar dicha moral haciendo de ella un absoluto que reclama la renuncia de nuestra actualidad. Es en tal sentido que –como refiere Welsh– la reconstrucción dialéctica del egoísta stirneriano se apoya en la figura del inhumano en tanto fracaso del humanismo para capturar al individuo en su totalidad, en su perfección (Welsh 92). Similar será la conclusión a la que arribe –aunque por otros caminos– Ludueña Romandini en su lectura de Stirner. Retomando el fragmento de Protágoras que concibe al hombre como “la medida de todas las cosas”, concibe al Único como su radicalización en tanto “se constituye en la primera figura in-humana de la posmetafísica occidental” (Ludueña Romandini 66).

Un año después de la aparición de El Único, su autor publica un artículo en la Wigand’s Vierteljahrsschrift en respuesta a tres críticas que recibió el libro por parte de Franz Szeliga (oficial del ejército prusiano y colaborador de la gaceta que dirigían Bruno y Edgar Bauer), Moses Hess (colaborador junto a Marx y Engels en la Liga de los Comunistas) y Ludwig Feuerbach (esta última difundida de manera anónima). Allí, Stirner aprovecha la ocasión de la réplica para desarrollar con detenimiento la dimensión ética y subjetiva de su noción del Único. “[E]l libro está realmente escrito contra el hombre” (Stirner, Escritos menores 125), afirma haciéndose cargo de las críticas recibidas y, en seguida, agrega que, por eso mismo, está escrito contra el inhumano en tanto uno es el otro. El inhumano no es la oposición del hombre, sino la realidad del individuo particular que con él se mide sin poder nunca alcanzarlo por haberse elevado al hombre a la categoría de absoluto, de idea fija. De esta forma, al obstinarse en definir al sujeto, el hombre, en tanto predicado, omite su subjetividad, a la cual remite la pregunta por el quién y no por el qué (Stirner, Escritos menores 99). Mientras el hombre sabe muy bien lo que es el individuo, ignora por completo quién es. ¿Cómo es posible, entonces, subjetivarse a sí mismo y sustraerse del inhumano que, en su ignorancia y en su fracaso –en el mejor de los casos–, el hombre hace de nosotros? Evidentemente, no creando un nuevo concepto que lo sustituya como este hizo con Dios, sino dándose un nombre sin predicado ni determinación. “Se dice de Dios: los nombres no te nombran. Eso es igualmente justo para Mí; ningún concepto me expresa, nada de lo que se considera como mi esencia me agota” (Stirner, El Único 371). El Único es ese nombre que Stirner elige para señalar una existencia que se afirma a sí misma. Se trata no de una nueva idea con pretensiones de universalidad, sino de una palabra vacía de contenido que no dice nada, “porque viene dado como el Único que se quiere decir” (Stirner, Escritos 93), es decir, como la única voluntad de auto-determinarse en el acto mismo de decirse dándose a sí nada más que un nombre.

Esta diferencia que traza Stirner entre el concepto en tanto predicado que demanda sujeción y el nombre como palabra vacía de contenido a partir de la cual el Yo quiere decirse a sí mismo se presenta también, aunque en otros términos, en las reflexiones del autor acerca del pensar y el pensamiento. “[E]l pensamiento es una interioridad en la que se extinguen todas las luces del mundo, en la que toda existencia se hace inexistente y en la que el hombre interior [...] viene a ser Todo en Todo” –sostiene Stirner (El Único 343) tras precisar que el cristianismo, así como todas las religiones, no son más que objetos del pensamiento que encuentran en él su plenitud. Con ello alude a la amenaza de que las ideas y conceptos, en tanto productos del pensamiento, se independicen del pensar y tomen posesión del individuo haciendo de quien piensa lo que es pensado. Como se ve, el problema remite a un asunto que preocupó de manera especial a los jóvenes hegelianos con quienes Stirner compartía discusiones en el grupo Los Libres: me refiero al problema de la alienación10. Pero también apunta a la propia conformación de la Modernidad que, a través de la lógica cartesiana, hace del pensar causa eficiente del sujeto. Frente al cogito ergo sum de Descartes –el cual “significa: no se vive más que si se piensa” (Stirner, El Único 91)–, Stirner opone un pensamiento que no precede al pensar, así como un pensar que no precede al sujeto. De esta forma, el Yo deja de ser lo pensado y representado para presentarse a sí mismo como “la posición misma del pensar y su poseedor” (Stirner, El Único 356). El Único es, en este sentido, no solo el nombre que presta a darse el Yo, sino el acto de enunciación por el cual este se hace presente y se afirma a sí mismo como supuesto y fundamento del pensar y de todo objeto del pensamiento. “Yo no soy nada en el sentido de vacío, pero soy la nada creadora, la nada de la que saco todo” (Stirner, El Único 15).

En una serie de artículos publicados en la Rheinische Zeitung dos años antes de El Único, Stirner se pregunta si la educación “cultiva concienzudamente nuestra aptitud para convertirnos en creadores, o [...] nos trata como a meras criaturas, cuya índole no admite más que el adiestramiento” (Escritos 26). Su crítica se vuelca entonces sobre lo que llama las corrientes humanistas y realistas de la educación, entre quienes, a su vez, se debatían hacia inicios del siglo XIX por el desarrollo de una cultura letrada que se elevara por encima del vulgo, o el de una orientada a efectuar los ideales de igualdad y libertad herederos de la Ilustración. Tomando distancia de ambas corrientes, Stirner aboga por una educación que no se cimente en el saber, sea aristocrático o universal, sino en la autonomía.

¿Se descuidará por ello la cultura? No más de cuanto pudiéramos estar dispuestos a renunciar a la libertad de pensamiento cuando la hacemos integrarse a la libertad de la voluntad y transfigurarse. Una vez el hombre cifre su honor en sentirse a sí mismo, conocerse a sí mismo y actuar por sí mismo […], se esforzará por sí solo por desterrar la ignorancia, que le hace del objeto ajeno e incomprendido una barrera y un impedimento a su conocimiento de sí (Stirner, Escritos 47).

Aunque de un modo distinto al que, como referí más arriba, lo hace Foucault con relación al acto de parresia, también es posible leer esta propuesta stirneriana para una educación fundada en la autonomía como una reformulación del precepto kantiano sapere aude, que permitiría al individuo salir de la ignorancia y, junto con ella, de la dependencia ante la autoridad de un otro. A falta de un nombre mejor, Stirner refiere a esta posición como aquella propia de una cultura ética, y que, retomando los desarrollos de El Único, bien podríamos llamar una ética egoísta en tanto “pliegue a toda individulalidad, por la que Yo puedo hacerme comprensible, y explayarme sin que nada me lo impida” (Stirner, El Único 350). Se trata de un modo de ser cuya existencia ya no es prefigurada por una imagen espectral del pensamiento a la que cada uno debiera sujetarse, sino que se afirma en el acto de voluntad de conocerse a sí mismo en su actualidad y de sentirse a sí mismo en su perfección. Al nivel de la enunciación, este acto de voluntad y de subjetivación de sí se presenta como un querer decir que es, más bien, un querer decirse con un nombre que no dice nada o, mejor dicho, que no dice nada más que a sí mismo. Ese nombre es el Único en tanto puro acto de autoafirmación.

4. La voluntad de afirmarse en una verdad

A lo largo del artículo, busqué recuperar algunas de las críticas realizadas al humanismo decimonónico por parte de dos filósofos cuyos desarrollos se distancian no solo por más de cien años de historia, también por perspectivas epistemológicas y tradiciones de pensamiento divergentes. Mientras Foucault emprendió su labor crítica a través de una arqueología de las ciencias humanas y, junto con ella, de unas formaciones de saber históricamente situadas, Stirner llevó a cabo su trabajo de demolición de la figura del hombre a través de la puesta en cuestión de los esencialismos que lo cimentan.

Por otra parte, mientras el filósofo francés indagó en las posibilidades de constitución de un sujeto no trascendental por medio del análisis de las prácticas de subjetivación moral autónoma, el joven hegeliano lo hizo a través de las posibilidades de un ejercicio del pensamiento cuyo único presupuesto fuera el Yo en tanto autodeterminación de un absoluto sin trascendencia11.

Ahora bien, antes que preguntarme por el modo en que cada uno de estos pensadores emprendió ambas tareas –crítica y ética– por separado, mi interés se centró en el punto de confluencia entre ellas. Es decir, cómo es que tanto Foucault como Stirner lograron hilvanar la crítica al humanismo a una ética de sí. Es en este sitio de intersección donde, más allá de las diferencias señaladas –cuyo desarrollo en profundidad requeriría otro tipo de análisis–, considero que es posible hallar un punto de coincidencia entre ambos: la ruptura con el universal antropológico en que se funda la Modernidad no se logrará en la constitución de un nuevo trascendente al cual sujetarse, sino en una relación con la verdad –y, por tanto, en un ejercicio del pensar– que implique de manera ética al sujeto que la enuncia.

Tal como vimos en el primer apartado, el nexo que une las reflexiones de Foucault acerca de las formas históricas de subjetivación moral con sus estudios en torno a la pregunta antropológica de la Modernidad admite diversas interpretaciones. Sin embargo, si hacemos a un lado las interesantes reflexiones que pueda arrojarnos una lectura ética de Las palabras y las cosas –como aquella que realizan, entre otros, Castro Orellana y Schmid–, surge entonces la pregunta acerca de las operaciones necesarias para que de los desarrollos de dicho trabajo pueda desprenderse una indagación acerca de las formas de subjetivación de sí. Es aquí que encontramos –junto a Edgardo Castro– que, para ello, resultó necesario reinscribir el problema ético del sujeto al interior de la teoría de los enunciados, operación que, a su vez, se desprende del desplazamiento que Foucault realiza en sus cursos de finales de la década del setenta de la pregunta por el saber a la pregunta por la verdad. La relación que, entonces, establece el filósofo francés entre la noción de sujeto y la de verdad adquiere una nueva dimensión, al colocar en el centro de la escena la función enunciativa del lenguaje, así como la posibilidad entreabierta por ella de que el sujeto se afirme y constituya a sí mismo en el acto de voluntad de decir la verdad. Es este el punto en el que emerge el análisis de las prácticas de parresia como instancia de articulación entre la crítica y la ética foucaultianas.

En Stirner, por su parte, la ética egoísta del Único se presenta como la propuesta afirmativa a la insuficiencia de la moral moderna, que como vimos, hace de la figura del hombre la esencia a la que cada individuo debe sujetarse sin llegar nunca a alcanzar, es decir, sin lograr disolver su individualidad en el objeto espectral que se le impone como absoluto. Tal incapacidad deja como saldo la realidad del inhumano o no-hombre, de la que Stirner se sirve para hacer de ella la materia a partir de la cual el Yo podrá tomar consistencia a través de la voluntad de darse a sí mismo un nombre sin predicado que no designe más que el querer decirse. Aquí, la voluntad de decir por la cual el sujeto se afirma a sí mismo asume con la verdad una relación de tal intimidad que hace que esta solo cuente como objeto de su propiedad, en tanto cualquier separación que la verdad produzca con respecto a quien la enuncia haría de ella una nueva idea fija, y del egoísta, nuevamente un poseído. Si –como refiere Stirner– “cuando en nuestros días se llevó a cabo victoriosamente la obra de la Ilustración y se venció a Dios [...] no se notó que el Hombre no ha matado a Dios más que para convertirse, a su vez, en ‘el único Dios que reina en los cielos’” (El Único 157), la crítica a la obra inacabada, insuficiente de la Ilustración se logrará cuando el Único se afirme a sí mismo en una voluntad de decir, cuya verdad no se desprenda de él para reinar nuevamente en los cielos. Es decir, al modo de la práctica de la parresia en Foucault, cuando a través de la función enunciativa del lenguaje se logre hacer de la crítica una ética de sí.

Frente a las formaciones de saber que se fundamentan sobre la figura de un sujeto soberano y los dispositivos de poder que sujetan los cuerpos y las almas; frente a los espectros del pensamiento que se erigen como medida del individuo y lo someten a unas ideas fijas, la voluntad de decir una verdad que implique de manera ética a quien la enuncia se presenta, tanto en Foucault como en Stirner, como un mecanismo de conjura capaz de poner en funcionamiento formas de subjetivación insumisas a los mandatos trascendentes.

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Notas

1 Aunque no se trate de un autor sobre el que Foucault haya trabajado, sí tenía conocimiento de sus desarrollos, sobre los que hace mención en una de sus clases del seminario La hermenéutica del sujeto como una de las tentativas del siglo XIX –junto a Nietzsche y el pensamiento anarquista, entre otros– para reconstituir una ética y estética de sí (246).
2 Otro tanto se debe a la traducción al inglés de El Único y su propiedad y su difusión en Estados Unidos por Benjamin Tucker, así como a la emprendida en Francia por Émile Armand. Acerca de la conflictiva influencia de Stirner en el anarquismo español, ver el artículo de Pere Joan i Tous “Sade y Stirner o la tradición imposible del anarquismo español”. En relación con la definición de Stirner como anarquista, Marcelino Viera refiere que “su filosofía trasciende las definiciones modernas sobre un saber político”, y que, por otra parte, llamarlo “anarquista implica que hay un origen del anarquismo que sostiene el discurso de lo que se comprende por ‘anarquista’” (3), de lo cual, justamente, este carece. Puede encontrarse una interesante lectura de los aportes de Stirner a una epistemología anarquista en el trabajo de Uri Eisenzweig, Ficciones del anarquismo.
3 Al respecto, Paul Veyne recuerda el revuelo que produjo la presunta sentencia de muerte del hombre en la intelectualidad de los años en que se publicó el libro. Fuertemente influenciados por distintas corrientes del humanismo, varios intelectuales de entonces lo leyeron como una provocación, lo que les habría impedido apreciar las posibilidades que abría para indagar en formas autónomas de subjetivación (Veyne 52-3). Sin embargo –como señalé recién–, incluso en los propios desarrollos de Foucault tales alternativas comienzan a perfilarse varios años más tarde, por lo que considero necesario asumir cierta cautela en la crítica retrospectiva a posibles limitaciones interpretativas.
4 En este punto (y en varios otros no necesariamente explicitados), Schmid se apoya en la lectura que realiza Deleuze en su trabajo dedicado al problema de la subjetivación en Foucault.
5 En una entrevista que le concede en 1978 a Duccio Trombadori, Foucault refiere, a propósito de su trabajo de escritura, que “[s]i tuviera que escribir un libro para comunicar lo que ya pienso antes de comenzar a escribir, nunca tendría el valor de emprenderlo. [...] De modo que el libro me transforma y transforma lo que pienso” (“El libro como experiencia” 33).
6 Me refiero a Seguridad, territorio, población y Nacimiento de la biopolítica. Acerca del modo en que a partir de estos seminarios Foucault comienza a desplegar sus reflexiones sobre las formas de subjetivación en torno al concepto de gubernamentalidad, ver Castro-Gómez, Historia de la gubernamentalidad. Sandro Chignola, por su parte, encuentra un acontecimiento previo que habría marcado una ruptura en el pensamiento del filósofo francés: la defensa contra la extradición de Klauss Croissant, sobre quien Foucault publica un artículo en noviembre de 1977. “Lo que entra en juego con el caso Croissant, nos dice Foucault, es el ‘derecho de los gobernados’: un derecho que excede la definición estrictamente jurídica, que escapa a las redes de la soberanía y que revoca la ‘sobrevalorización’ del Estado expresada (también) en el pensamiento radical que identifica en el Estado el objeto del odio a combatir, y del cual, sobre todo, no ha sido aún formulada una teoría” (Chignola 91).
7 La primera referencia de Foucault a la idea de parresia se encuentra en la clase del 27 de enero de 1982 del curso La hermenéutica del sujeto. Posteriormente, dedica al tema una conferencia en mayo del mismo año en Grenoble, parte de un seminario dictado en Toronto el mes siguiente, otro dictado en 1983 en Berkeley, y sus dos últimos cursos del Collège de France. Para un recorrido del lugar que ocupa la idea en el conjunto de la obra foucaultiana, se puede consultar, entre otros, el trabajo de Jorge Álvarez Yagüez.
8 Sobre la relación entre la práctica de la parresía y la filosofía moderna como forma de la crítica, ver el interesante trabajo de Sandro Chignola “El coraje de la verdad. Parresia y crítica”, incluido en su libro Foucault más allá de Foucault.
9 Con respecto a la supuesta influencia de Stirner sobre Nietzsche, resultan conocidas las afirmaciones hechas por este último a Ida Overbeck que, de algún modo, confirmarían la acusación lanzada contra él por Eduard von Hartmann, quien denunció “la ‘nueva moral’ nietzscheana como un mero plagio” de El Único y su propiedad (Bredlow 9). Haciendo a un lado las pretendidas ofensas, uno de los primeros en analizar con cierto detenimiento la relación entre ambos filósofos fue Karl Löwith, quien en un libro publicado en 1939 analiza el pensamiento de los jóvenes hegelianos –entre los que, por supuesto, se encuentra Stirner– como una suerte de puente que se tendería entre los desarrollos de Hegel y los de Nietzsche. Allí sostiene la hipótesis de que sería posible encontrar un antecedente del concepto nietzscheano de superhombre en el del “yo dueño de sí mismo” de Stirner (Löwith 264). Por otra parte, en un trabajo mucho más reciente, Fabián Ludueña Romandini refiere, a propósito de la mentada continuación de Stirner con respecto a Hegel, que esta no debería obviar la distancia que se abre entre ambos autores. Así, “lo que para Hegel constituye un punto de partida, esto es, la autodeterminación del yo que luego debe elevarse más allá de sus determinaciones propias de la finitud hacia lo infinito y lo divino es, para Stirner, al contrario, el fundamento de su sistema, y por lo tanto, para este último, la autodeterminación del yo es el único absoluto posible sin ninguna trascendencia existente por fuera de la finitud.” (Ludueña Romandini 53-4). De tal forma, si –como refiere Welsh– Stirner lleva la noción hegeliana de sujeto hasta sus límites absolutos, podríamos decir que no sería más que para atravesarlos y volver sobre ella por el inverso.
10 En Ficciones del anarquismo, Uri Eisenzweig refiere, al respecto, que Stirner se diferencia del resto de sus compañeros en que lleva el problema de la alienación hasta sus últimas consecuencias afirmando como alternativa ante su amenaza una identidad que “no es a fin de cuentas más que pura tautología” (143).
11 Al respecto, otra diferencia importante en el desarrollo de ambos autores consiste, precisamente, en el problema del Yo que, como vimos, en Stirner se presenta como fundamento y posición del pensar. Para Foucault, por el contrario, las formas autónomas de subjetivación no remiten al yo, sino a “uno mismo” en tanto relación con una interioridad. A propósito de esto, en su introducción a Tecnologías del yo, Miguel Morey señala que la traducción del título de los seminarios dictados por el filósofo francés en 1982 en la Universidad de Vermont, cuyo título original es The technologies of the self, se debe, simplemente, a una cuestión estilística: “ese ‘yo’ no es el sujeto sino el interlocutor interior de ese sujeto: ‘uno mismo’” (Morey 36).
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