artículos

Secretos de familia

Casa de campo de José Donoso, La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig, Excesos de Mauricio Wacquez y algunos cuentos de La Furia de Silvina Ocampo

Revista de Humanidades n.º 52: 161-194

ISSN 0717-0491, versión impresa

ISSN 2452-445X, versión digital

DOI: 10.53382/issn.2452-445X.932

revistahumanidades.unab.cl

Andrea Kottow

Universidad Adolfo Ibáñez

andrea.kottow@uai.cl

ORCID: 0000-0002-0570-5638

Ana Traverso

Universidad Austral de Chile

anatraverso@uach.cl

ORCID: 0000-0002-4301-8353

Secretos de familia

Casa de campo de José Donoso, La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig, Excesos de Mauricio Wacquez y algunos cuentos de La Furia de Silvina Ocampo1

Familiy Secrets.

Casa de campo by José Donoso, La traición de Rita Hayworth by Manuel Puig, Excesos by Mauricio Wacquez and some Short Stories from La furia by Silvina Ocampo

Andrea Kottow

Universidad Adolfo Ibáñez

Av. Diag. Las Torres 2640, Santiago, Chile

Ana Traverso

Universidad Austral de Chile

Independencia 631, Valdivia,Chile

Resumen

Este artículo propone un recorrido por la obra de cuatro autores Casa de campo de José Donoso, La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig, Excesos de Mauricio Wacquez y el cuento “El goce y la penitencia” de Silvina Ocampo para leerlos desde la idea del secreto familiar. Los mundos retratados en estos escritos muestran sistemas familiares atravesados por secretos, que articulan tanto la convivencia entre sus miembros como también la trama de las narraciones. En este sentido, el secreto familiar no se comprende solo como un tópico que determina la historia, sino también como un centro articulador de la escritura.

La mirada comparada de estas obras de dos autores chilenos y dos argentinos, publicadas entre 1960 y fines de la década de 1970 nos revela el secreto en tanto tema y estructura de los relatos, proponiendo, de este modo, una mirada sobre la lógica propia de la escritura literaria.

Palabras clave: secreto familiar, José Donoso, Manuel Puig, Mauricio Wacquez, Silvina Ocampo

Abstract

This article proposes a revision of the work of four authors Casa de Campo by José Donoso, La traición de Rita Hayworth by Manuel Puig, Excesos by Maurico Wacquez, and story “El goce y la penitencia” by Silvina Ocampo to analyze the idea of the family secret. The worlds portrayed in these writings show family systems crossed by secrets, which articulate both the coexistence between their members and also the plot of the narratives. In this sense, the family secret is not only understood as a topic that determines the story, but also as an articulating center of writing. The comparative perspective at these works by two Chilean and two Argentine authors, published between the years 1960 and the end of the 1970s, reveals the secret in terms of theme and structure of the stories, thus proposing a certain look at the logic of the literary writing itself

Keywords: Family Secret, José Donoso, Manuel Puig, Mauricio Wacquez, Silvina Ocampo

Recibido: 22/09/2023 Aceptado: 28/12/2023

1. Reflexiones introductorias

Las palabras iniciales de una de las novelas más emblemáticas de León Tolstoi son citadas con frecuencia y se han hecho ampliamente conocidas: “Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”, reza el comienzo de Ana Karenina. Este artículo pone en el centro la idea de la familia como un espacio atravesado por contradicciones y desequilibrios, contrastante con la idea de corte romántica, donde el ámbito familiar aparece como el lugar donde el sujeto puede descansar, siendo auténticamente él, en conjunción y convivencia con los suyos. En el modelo burgués moderno, la vida familiar suele ser idealmente imaginada como el lugar donde el sujeto puede deshacerse de sus máscaras, para ser tal como verdaderamente es. La familia, así lo imagina cierta literatura de corte romántica y también algunas obras inscritas en el realismo literario –piénsese por ejemplo en Martín Rivas de Blest Gana2, donde la familia es el sostén de la vida comunitaria y el garante de un futuro próspero– es un espacio donde sujeto y comunidad se reconocen uno en la otra. Como hay un mutuo reconocimiento, apoyo y cuidado no es necesario esconder nada en el seno familiar. No se debe tener secretos. E incluso más, no es necesario tenerlos. No hay nada que ocultar; no se trata solo de un imperativo moral, sino de postular que no habría dobleces en el sujeto en su vínculo con sus más cercanos –la familia–, que harían menester urdir secretos. El comienzo de Ana Karenina contradice esta idea y predica que la familia es un lugar que produce más infelicidad que felicidad; que la familia es un espacio donde el sujeto en lugar de encontrarse a resguardo, está continuamente al acecho.

Lo que el presente artículo propone es un análisis de algunas obras escritas en Chile y Argentina entre los años 1960 y fines de 1970, para observar en ellas el funcionamiento y la lógica de lo que hemos denominado el secreto familiar. La idea romántica y realista de la familia como un espacio armónico se desmorona en América Latina, paulatinamente, desde fines del siglo XIX. Con el decaimiento del romance nacional y las rupturas producidas a partir de las estéticas vanguardistas, emergen imaginarios que hacen ingresar, desde diversas perspectivas, una escritura más intimista al campo literario chileno y argentino. Estas escrituras que visibilizan un yo más fragilizado en la relación consigo mismo y con los otros, tejen una trama familiar muy distinta a la que podemos observar en las literaturas ancladas en el imaginario decimonónico. La familia se vuelve un problema; el yo debe sostener una serie de estrategias de supervivencia para lidiar con el peso de su genealogía y encontrar su forma de situarse en el mundo. El espacio familiar se colma de múltiples secretos: secretos que van determinando el lugar que alguien ocupa en el sistema familiar; secretos que esconden deseos y anhelos sexuales; secretos vinculados al incesto; secretos que ocultan paternidades y/o maternidades verdaderas; secretos que se relacionan con preferencias y decisiones políticas que traicionan lealtades familiares. La familia aparece en múltiples obras literarias que se escriben desde un imaginario desprendido del horizonte de los romances nacionales y del modelo del Bildungsroman como un lugar atravesado por secretos, que se vuelven no solo aquello que configura el drama de los personajes, sino también lo que opera como el motor narrativo, aquel núcleo o nudo que es el centro silenciado de la obra.

El período que nos interesa focalizar en las siguientes reflexiones, lo vemos caracterizado por el alejamiento de los modelos literarios, estéticos y morales que aún llevaban marcadas las huellas del imaginario ilustrado y nacional del siglo XIX. Si bien, por cierto, hay obras anteriores que desde estéticas vanguardistas o tonos más subjetivos e intimistas proponen imaginaciones literarias que se distancian de la manera predominante de concebir el vínculo entre literatura y sociedad del siglo XIX, es a partir de los años cincuenta donde generacionalmente se vuelve evidente una transformación más transversal en el campo literario. Nos parece que las literaturas chilena y argentina de estas décadas son especialmente fecundas en la exploración del secreto, y de una de sus aristas, que sería la relación con el poder. En los textos que nos proponemos analizar se presenta una doble articulación de secreto y poder, y las escrituras se convierten en un lugar de cuestionamiento de los sustentos de dicho dominio, interrogando el poder del secreto, invirtiéndolo y atravesándolo de diversas maneras. Los autores que estudiaremos, en gran parte, son agrupados en La novela en América Latina de Ángel Rama bajo el rótulo “los contestatarios del poder”. Lo que sería propio de los autores que comienzan a publicar alrededor de la década del sesenta en Latinoamérica es

la rebelión contra todas las formas del poder, su reconocimiento de que se extiende a las más variadas manifestaciones de la vida social y de su cultura, afectando tanto las relaciones sexuales como las estructuras lingüísticas, la organización aparentemente racional del discurso como las formas legales de la explotación económica, la estructura familiar como el sistema de clases. (526)

Retomando esta clasificación de Rama, el secreto sería uno de los tópicos y mecanismos que utiliza esta generación para dimensionar el poder y, a su vez, cuestionarlo.

Manuel Puig, José Donoso, Mauricio Wacquez y Silvina Ocampo son cuatros escritores cuya literatura se emparenta de forma íntima con el secreto. Gran parte de sus narrativas hacen de lo secreto no solo una dimensión central para recorrer las tramas que construyen, sino también una forma de comprender ciertos aspectos de la escritura literaria. En sus obras se abre paso la pregunta acerca de las formas en que el lenguaje puede –o no– representar y significar lo que ocurre en la realidad. Lo que acontece al sujeto y las maneras en que intenta tramitar sus experiencias –en la relación consigo mismo, el vínculo con otros y las formas en que el lenguaje sirve de vehículo para articularlas– se convierten en un problema literario a partir del secreto. Por una parte, el secreto emerge como algo extraído del texto, algo que alguien no sabe –narrador, lector y/o personaje/s–, que, no obstante, forma parte central del acontecer en la narración. Y, por otra, el secreto se vuelve algo inscrito en las maneras en que estas literaturas entienden lo literario; como una forma de acercarse, sin nunca descubrirla ni agotarla, a la dimensión secreta de la vida, que no deja de ser, en últimas instancias, el gran secreto que nos habita a todos, aquel secreto, que Derrida, denominó el secreto absoluto3.

Hemos identificado cuatro escenas del secreto familiar que nos interesa ir recorriendo en este trabajo, que se corresponden con diversas maneras en que el/los secreto/s se pone/n en escena en los escritores revisados.

Leeremos Casa de campo de José Donoso a partir de la conjunción de secreto y poder. En Donoso, los secretos suelen verse en el potencial de ganar o perder poder en el entramado familiar. Saber algo del otro es tener poder sobre él. Hacer que el otro sepa algo, es menguarlo. El secreto es la gran moneda de cambio, que va equilibrando y desequilibrando las relaciones de poder. Casa de campo articula distintas series, todas posibles de comprender desde la lógica familiar, entre las que circulan diversos secretos que deciden el campo de fuerzas entre las distintas series: la familia Ventura, numerosa y compleja constelación familiar, es la serie principal; en segundo lugar, está la serie de los sirvientes, que se va enredando, muchas veces a partir de acontecimientos y saberes secretos, con la de los patrones; y, en tercer lugar, la de los antropófagos, cuya amenaza silenciosa se vuelve real en la medida en que, nuevamente por interrelaciones interdictas con los Ventura, las series se cruzan y sobreponen.

En la novela La traición de Rita Hayworth, el secreto se presenta en su ligamento a la intimidad de los personajes. En esta novela de Manuel Puig no es la casa, como en Donoso, la que aúna en un espacio todos los secretos, sino un pueblo ficticio perdido en la pampa argentina. Los secretos de sus habitantes se viven como su talón de Aquiles, como un punto de vulnerabilidad que los hace aparecer en su más radical fragilidad frente a los otros. Puig pone el acento de lo secreto justamente en el reverso de lo que visibiliza Donoso; si en este se subraya el poder del secreto, en Puig el secreto es lo que abre el filo de la intimidad extrema, de aquello que el sujeto, a pesar de su voluntad, va secretando, mostrándose en lo más particular que lo define en tanto sujeto.

Sabemos que tanto Puig como Donoso vivieron vidas atravesadas por diversos secretos: homosexual y nómade uno; burgués con aires de aristócrata, homosexual encubierto y colmado de sensaciones de continuo desplazamiento el otro: podrían hacerse varios vínculos entre vida y obra en el caso de estos dos autores. Probablemente el gusto por el secreto que marcan sus obras también provenga de sus experiencias vitales.

En el conjunto de cuentos titulado Excesos de Mauricio Wacquez impera una atmósfera marcada por la confusión entre la realidad y la imaginación. En muchos relatos es imposible determinar qué es lo que realmente ha ocurrido y qué es lo imaginado, como deseo no cumplido, como horror no acontecido. La dimensión sexual en sus variantes abyectas y complejas de asumir, así como imposibles de comunicar –la homosexualidad, la infidelidad, el deseo infantil, el incesto– emergen como secretos que interfieren violentamente en las relaciones familiares. En las narraciones de Wacquez el secreto es articulado como tabú. Este nos hace entrar en relación con lo que la cultura, entendida en tanto aquello que nos vuelve reconocibles en lo común, no puede absorber. El secreto y el tabú se vuelven, en Wacquez, una trenza difícil, sino imposible, de destrabar.

Por último, y nuevamente pensado como una especie de contraparte al caso de Wacquez, en “El goce y la penitencia” de Silvina Ocampo emerge una arista distinta del secreto, más vinculado al Witz (chiste), que Freud pensó como una de las maneras en que, siempre oblicua y subrepticiamente, se hace presente el inconsciente. En Ocampo, los secretos se disfrazan de liviandad y se rodean de risas. Risas que ocultan la dimensión horrorosa del secreto. Risas que, nerviosamente, se presentan, a su vez, como la contracara del tabú, que desplazan a zonas ocultas violencias sexuales ocurridas en el seno familiar, vínculos incestuosos, paternidades y maternidades silenciadas, asesinatos y actos de venganza que se esconden tras gestos pueriles y lúdicos. Silvina Ocampo explora desde discursos y situaciones que se presentan aparentemente graciosos, la fuerza de los secretos en la vida familiar y las consecuencias vitales que traen consigo.

2. El poder del secreto y el secreto del poder:

Casa de campo de José Donoso

La historia narrada en Casa de campo está urdida en torno a un conjunto de integrantes de una comunidad: es la casa de campo que le da título a la novela, y los dos estratos que la pueblan –el de la familia Ventura y sus sirvientes, que conforman el conjunto de figuras alrededor del cual gira la trama del texto, además del tercer grupo de los antropófagos que actúan en tanto continua amenaza desde afuera sobre los habitantes de la casa. La familia se vuelve el lugar donde el secreto termina por convertirse en una estrategia de supervivencia. La familia no se evidencia como un lugar de cobijo, de identificación, de identidad, un espacio privado, en el cual poner en escena la intimidad, en que el sujeto puede ser como verdaderamente es, porque no debe jugar a ser otro, siendo, como dice Donoso en Casa de Campo acerca de los Ventura, “la familia […] la base de todo bien” (56). La familia, más bien, se muestra como un entramado donde el sujeto –para poder subsistir– se esconde y enmascara, entra en alianzas con unos y contra otros, urde secretos como si de armas en una batalla se tratara. El secreto sirve, al mismo tiempo, como escondite frente a las miradas vigilantes y controladoras de otros –padres, madres, hermanos–, y a su vez, como pacto que otorga poder: guardar a otro un secreto confiere poder, es un saber que puede ser utilizado como moneda de cambio. Saber el secreto puede potencialmente significar su dominio4.

El leitmotiv, que luego se convertirá en el título del libro que Pilar Donoso dedica varios años después a los secretos de su padre y su familia –Correr el tupido velo− atraviesa la novela Casa de campo y metaforiza los continuos juegos de esconderse, enmascararse, fingir e intrigar que articulan su trama. La colusión y el complot están presentes en múltiples niveles del relato. El mostrarse frente a otro aparece siempre vinculado a la posibilidad de ser traicionado. Cuando Wencesalo, hijo de Adriano Gomara –que se vuelca contra su familia aliándose a los antropófagos y termina encerrado en el torreón de la casa, condenado por loco y rebelde–, le confiesa a su prima Arabela la esperanza que lo embarga de poder liberar a su padre, ella le contesta: “No creo que me gustaría sentir esperanza si me hiciera tan vulnerable como a ti” (48).

La serie de los patrones y los sirvientes, a las que luego se unirá la de los nativos, es atravesada por otras series que abren posibilidades de nuevas alianzas. Está, por ejemplo, la serie de los adultos versus la de los niños. Los adultos pretenden esconder todo tipo de cosas frente a los niños, que “no sabía[n] tanto de los secretos de los grandes porque estos esperaban que los niños accedieran a la clase superior, a la que ellos pertenecían, la de los mayores, para revelárselos” (37). A los niños se le prohíbe la entrada a la biblioteca de la casa, supuestamente para impedirles el acceso a los saberes que contienen los libros que ella alberga. Sin embargo, como aclara el texto, “esta prohibición […] no era más que una de las tantas prohibiciones retóricas que utilizaban para domar a los niños” (37), pues las estanterías de la biblioteca de los Ventura no son sino un trompe l’oeil, lomos de libros pintados que fingen serlo. Los libros operan, para un lado y el otro, como contenedores de saber. El bisabuelo Ventura que mandó a construir la biblioteca de volúmenes con páginas en blanco y lomos vistosos, para hacer frente a la acusación de ser un ignorante en un debate del Senado, creó –en un gesto metonímico– una ilusión de conocimiento: el libro representa el saber y con ello la autoridad. El día que Ventura invitó al liberal que había hecho el comentario despectivo sobre su ignorancia, el político, al intentar sacar un lomo de la estantería y no lograr despegar el libro, cayó hacia atrás y se ensartó el eje de un mapamundi en el cerebro: “Fue el último visitante no perteneciente a la familia que tuvo el privilegio de ser invitado a la casa de campo de los Ventura” (38). La prohibición que se le extiende a los niños de no poder visitar la biblioteca, hace crecer a dimensiones infinitas el poder de los libros y así del conocimiento, aunque este no sea sino meramente imaginario. El poder reside en la prohibición que está basada en un secreto: que la biblioteca no es realmente tal, que los libros no son sino simulacros. Así como el bisabuelo engañó al político, para no perder poder, los adultos embaucan a los niños, para, a su vez, no cederles poder y mantener el suyo.

De este modo se va tejiendo un mundo lleno de ocultamientos, secretos, engaños, alianzas y traiciones, donde los límites que separan la apariencia y el ser, la ficción y la realidad se difuminan continuamente. Los tres meses de verano que la familia pasa desde hace años en la casa de campo operan como un mundo con leyes propias, pues “se consolidaría entre los primos una homogeneidad que los ataría con los vínculos del amor y del odio secretos, de la culpa y el gozo y el rencor compartidos” (56). Si bien, una y otra vez, se corre el tupido velo sobre una serie de asuntos que se pretenden ocultar –locuras, suicidios, incestos, relaciones interclases, rebeliones políticas–, estos secretos salen a flote, muchas veces deformados por los años y las versiones que los múltiples silenciamientos han generado, “tomando la forma de monstruosidades o vergüenzas para aquellos que no estuvieran enterados de que el silencio puede tomar el signo de la elocuencia para los enterados del léxico tribal” (56). En un diálogo entre Adriano Ventura y Balbina, el primero increpa a la segunda: “¿Cómo sabes tantas cosas tú, que al fin y al cabo no eres de la familia?” a lo que ella contesta: “Porque, justamente, no soy Ventura” (70). El poder de la familia está basado en la fuerza del secreto, pues “toda autoridad emana de la negación; […] solo quien posee referencias inaccesibles para el otro es superior” (119).

Lo que opera como tejido que aúna todos los elementos que componen el texto es, precisamente, el complot, la confabulación, los pactos, la traición, todas formas de vincularse que implican el secreto como anudamiento5.

Claudio Magris establece una relación entre secreto y poder. Este último se erigiría sobre la base de un saber que tiene quien lo ostenta, y que guarda para asegurarlo. Mantener en secreto algo frente al otro, otorga poder a quien tiene ese saber: “Guardar el secreto. El secreto y su custodia son un elemento fundamental de la potencia, del poder” (9). Si el poder necesita de lo secreto para sustentarse, también teme los secretos de los otros. El secreto es, así, tanto fundamento de poder como su mayor amenaza. Es un arma de doble filo; puede servir para acrecentar el poder, pero también para hacer peligrar sus bases. El girar en torno al secreto implica también una pregunta por el poder: el poder de la tradición, de la historia, de la conformación de lo social y de su genealogía, de la política y de los poderosos, y la pregunta por las posibilidades de escabullir de él.

Los niños, que en su conjunto suman casi treinta primos, suelen jugar un juego denominado “La Marquesa salió a las cinco”. Con vistosos atuendos emulan unos tableau vivant, donde lo que performan sus actores es el mundo de los adultos, pero para contar con un universo no interferido por ellos. En Casa de campo se describe del siguiente modo, al hacer referencia a los primos que llevan la delantera en este juego y ocupan sus roles más prominentes:

Este cogollo de propietarios de la fábula administraba la fantasía, organizando sucesivos episodios de La Marquesa salió a las cinco para tejer un sector de la vida de Marulanda que interponían entre sí y las leyes paternas, sin tener, de este modo, que verlas como autoritarias ni rebelarse. Proporcionaba con esto, no solo a los protagonistas sino también a los que intervenían como comparsa, una huida hacia otro nivel para aguardar allí, en almácigo y sin tener que enjuiciar los dogmas, el momento en que ellos también fueran “grandes” y ascendiendo a esa clase superior dejar de ser vulnerables a las dudas que por su naturaleza de niños los asediaban, para transformarse ellos también en manipuladores y creadores de dogmas. (83)

La infancia no tiene nada de inocente o naíf; todo lo contrario, es una especie de laboratorio de la vida adulta, en el que deben aprenderse todas las tretas de supervivencia que luego serán fundamentales en la vida de grande. El juego permite esconder algo de lo que realmente se juega en él. Pero lo que se pone en escena en “La Marquesa salió a las cinco” son las posiciones de poder, así como las intrigas y secretos capaces de cambiarlas: como en un juego, en el poder se puede ganar y perder. Jugar a ser adulto implica hacerse conscientes de lo que tener poder implica. Y para adquirir y mantenerlo, hay que ser un administrador de secretos. El juego predilecto de los primos, jugado a resguardo de las miradas vigilantes de los adultos, muestra, desde la escena teatral y el disfraz, lo que recorre todas las relaciones de la casa de campo que habitan niños y adultos6.

El nombre del juego hace referencia a una sentencia de Paul Valéry, que escribió que no le interesaban los libros que nos informan que la marquesa salió a las cinco de la tarde. Como luego explica Jorge Edwards en su prólogo para la publicación en Universitaria de Casa de campo: “Era la época de Marcel Proust, de André Gide, de las primeras novelas de los surrealistas y la célebre afirmación de Valéry indicaba que ya no se podía utilizar una prosa novelesca meramente informativa” (16). Es decir, el juego y la escritura quedan vinculadas a la falta de transparencia, al simulacro y al secreto, que deja de ser un simple tópico que forma parte de la trama de la novela, convirtiéndose en un núcleo central para poder comprender tanto lo que el relato nos cuenta así como el principio poético y la forma de concebir la escritura7.

3. Fragilidad e intimidad en
La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig

Manuel Puig publica su primera novela, La traición de Rita Hayworth, en 1968, tras haber estado inmerso en el mundo del cine varios años. Se ha insistido mucho en los rasgos autobiográficos de esta obra, en la que la natal General Villegas, donde transcurrió la infancia de Puig hasta su traslado a Buenos Aires para acudir a sus estudios de bachillerato, pasa a llamarse Coronel Villegas y el sobrenombre del niño Coco se transmuta en Totó.

Los relatos contenidos en la novela de Puig abarcan un período de tiempo que va desde 1933 a 1948 y giran en torno a diversos personajes cuyos vínculos solo se clarificarán en el transcurso de la lectura. Converge una gran cantidad de voces: narraciones en primera, segunda y tercera persona, diálogos sin ninguna introducción que los sitúe o contextualice; cartas y anotaciones que podrían formar parte de un diario de vida; saltos temporales y cambios de lugar se suceden sin un narrador que los presente u ordene. Pueblo chico, infierno grande, reza un dicho popular, acentuando con ello la imposibilidad del anonimato y la excesiva atención que los miembros de una comunidad suelen poner a las acciones de otros. Es por ello que el secreteo, el intento de escabullir a las miradas de otros, a la vigilancia y al comentario constante de los que más cerca se encuentran, se convierte en una estrategia existencial. Muchos de los habitantes del pueblo, sintiéndose aprisionados por un lugar que perciben como provinciano y estrecho, quieren salir del pueblo, “ser más”. Ser más refinados, cultos, hermosos, competitivos y, por lo tanto, esconder lo que pudiese atentar contra ello, es una de las formas en que aparece el secreto. Pero también saber que el otro es algo que finge no ser abre una dimensión del secreto en su relación con el poder.

El personaje principal de la novela es José Casals, alias Totó, un niño y luego adolescente que pone en juego, a manera de corriente de conciencia, sus pensamientos. El cine hollywoodense juega un rol predominante en el imaginario de este niño sensible, que no logra cumplir con las expectativas de su padre de convertirse en un hombre fuerte y viril. Totó prefiere la compañía de las niñas y mujeres, quienes no leen sus inclinaciones estéticas como falta de masculinidad. El cine hollywoodense, como suele ocurrir en la narrativa de Puig, canaliza las emociones de las figuras que se identifican con el dramatismo de los personajes que pueblan las cintas de las grandes producciones norteamericanas de los años treinta, cuarenta y cincuenta. Los personajes se relatan su propia vida a la manera de las representaciones cinematográficas, añorando los afectos hiperbolizados que las articulan. El exceso que las caracteriza produce este descalce entre lo que la realidad brinda y la imaginación anhela. Es, por lo tanto, también un gusto de aquellos personajes a los que más les cuesta conformarse con los límites que impone el principio de realidad: una vía de fuga, un camino para imaginar otras vidas posibles8.

Ricardo Vivancos propone leer la novela desde la descentralización y la desidentificación de los personajes, y en especial de su figura protagónica, insistiendo en el carácter queer de todo el texto. Este no se reduce a una sexualidad que no calza con la matriz heterosexual, sino más bien se muestra como un cuestionamiento de las formas en que opera el poder en múltiples sentidos. Se trata de ir develando la “artificialidad de las normas heredadas” (645) y de articular un “pensamiento antidicotómico y un cuestionamiento tanto de roles y posicionamientos de poder intransigentes como de centralidades represoras” (644). Como el personaje es un joven que recién esta explorando su propia subjetividad, también la manera en que aparece su sexualidad es incipiente y se manifiesta tanto para los otros como para él mismo como un secreto. Uno que se expresa en tanto inconformismo, miedo al padre, cercanía al mundo femenino, rechazo de toda violencia y brutalidad. Es como esa H, de Héctor, el primo de Totó, con el que sueña Esther en la anotación de su diario, fechada en 1947: “El primo de Casals, que se llama Héctor, la hache no se pronuncia, sabemos que está ahí esa pequeña letra, y nada más. Hay en mí algo hoy también, que no se pronuncia, pero está allí” (225). Esa hache muda, que está y marca el nombre propio en su particularidad, que se hace presente al mismo tiempo que se esconde, es como ese secreto íntimo que marca a todos los seres del mundo novelesco de Manuel Puig. Todos se mueven por una fuerza que no es del todo asible, que se vuelve su cosa más propia, pero que se escabulle a ser capturada o significada de forma absoluta.

El filósofo español José Luis Pardo propone en su libro La intimidad evitar confundir lo privado con lo íntimo. El sentido común nos dicta que lo íntimo sería lo más propio, lo más auténtico de nuestro ser, aquello que no requiere de revestimientos sociales. Para Pardo, no obstante, lo íntimo se encuentra en otra parte. Si lo privado se refiere a aquellas cosas que preferimos hacer sin público, lo íntimo estaría ligado al arte de contar la vida, de dar cuenta de la vida, de darse cuenta de ella. Es la forma en que resonamos ante nosotros mismos, y en la que nos reconocemos, pero no con efectos identitarios, sino más bien se articula una experiencia de tensión, desequilibrio e inquietud. Seríamos los seres que estamos esencialmente marcados por la posibilidad de caer, y la intimidad es nuestra forma de estar inclinados hacia algo. Son nuestras preferencias y desavenencias más propias, no en sus particularidades, sino en la capacidad de tener estas inclinaciones. La inclinación se vincula a su vez con el lenguaje, pues este no puede ser hablado “por fuera”; no es algo externo, aunque exista de forma independiente y anterior a nosotros. Pardo dice que debemos hablar la lengua

desde dentro, con nuestra propia voz (manifestando nuestros dolores y placeres en ella) y con nuestra propia lengua. Y ello hace que las palabras nos dejen un residuo en la punta de la lengua, un sabor de boca (dulce o amargo, bueno o malo), lo que ellas nos hacen saber (nos dan a saborear) de nosotros mismos y que nadie más que nosotros podemos saber, porque nadie más puede saborearlas con nuestra lengua y con nuestra boca, porque a nadie más pueden sonarle como a nosotros nos suenan. (53)

Los juegos de palabras que propone Pardo para acercarse al complejo vínculo de la intimidad con la subjetividad, entendida como experiencia que atañe la conciencia y que toca al cuerpo y lo atraviesa, sitúan al lenguaje en un lugar difícil de circunscribir. La lengua, que es el órgano, pero también el medio lingüístico, el saber que es, al mismo tiempo el sabor, hacen emerger la intimidad entretejida con el lenguaje.

Puig pone en juego, en el habla de sus personajes, una intimidad que escenifica este rasgo de los sujetos de estar inclinados, a punto de caer, escuchándose hablar y, no obstante, desconociéndose en ello. En el transcurso de la novela y su construcción caleidoscópica las figuras van revelando sin mostrar, en las entrelíneas de sus discursos, lo que más los toca y afecta. Es lo que dicen y lo que emerge en las imposibilidades de decir, en la lengua y sus omisiones, en las maneras en que las palabras se formulan o se traban.

Escribe Esther, becaria de extracción trabajadora del colegio de Totó, en su diario el día de su cumpleaños acerca de lo que pudo haber deseado: ¿más salud para su madre?; ¿una bicicleta para su hermano menor? Sin embargo, confiesa: “¿y qué fue lo que pedí? Tan sólo se me ocurrió (en ese instante que me desnudó ante mí misma) lo que podría haber pedido Graciela, o tal vez también Laurita; cuatro letras me subieron a la garganta, me embriagaron cuatro letras como un trago de grapa más fuerte, y una chiquilina más… pidió Amor” (227). Esther saborea al mismo tiempo que toma conciencia –como un saber– el amor en tanto su deseo, es decir, se ve inclinada hacia el anhelo afectivo que se juega en la palabra amor, en esas cuatro letras que le turban la cabeza como si de un alcohol se tratara.

La novela conjuga este tipo de escritura, que hace emerger la intimidad allí donde está estrechamente vinculada con la vulnerabilidad, con los chismes que intercambian los personajes entre sí o consigo mismos, al imaginar la vida sexual, las faltas o excesos de masculinidad o femineidad, las timideces o ridiculeces de otros, mostrando de esta manera cómo se diferencia la habladuría banal de este escucharse a sí mismo en el lenguaje.

4. El acto imposible en Excesos de Mauricio Wacquez

Excesos de Mauricio Wacquez fue escrito entre 1968 y 1969 en distintas ciudades europeas, y publicado en 1971. Después de esto y de su período como profesor en el Instituto Pedagógico, dejaría Chile para radicarse definitivamente en Europa. Los textos que componen el libro, sin embargo, están preferentemente situados en la zona de Colchagua, su “país natal”, y domina en ellos un tono de confesión autobiográfica, entrecruzado por el relato fantástico, la imaginación onírica y los recuerdos de infancia.

El proyecto del libro –así lo plantea explícitamente Wacquez, desde el epígrafe inicial a la contraportada– sería poder decir aquello que transgrede los límites de lo prohibido, de lo considerado correcto y aceptable según las normas sociales, y hacia lo que sus personajes se sienten fuertemente inclinados. Fantasean con lo vedado, con atreverse a superar ciertos tabúes, tratando de enunciar lo que espanta. El relato de los sueños, en ese sentido, pareciera contar con un permiso excepcional, que no obliga a justificarse, pues “cuando los contamos, los demás casi nos ayudan a no avergonzarnos”, al ser “los únicos que la moral de los hombres no puede controlar” (28). Para Wacquez, entonces, alcanzar aquello prohibido, eso que está más allá de lo convenido, ese exceso inenarrable, tendría que ver con cierto saber, con un tipo de conocimiento, una comprensión que se vincula con los recuerdos de infancia, con las imágenes que asaltan a la conciencia desde el mundo onírico, desde los sueños, las alucinaciones, las fantasías diurnas; una verdad que proviene del terreno inconsciente y apenas se deja entrever. Eso que asoma a veces y que el narrador busca en el recuerdo y en los sueños, tiene para Wacquez el estatuto de un conocimiento que persigue y al que trata de ser fiel. A eso llama, siguiendo a William Blake, “el camino del exceso (que) lleva al palacio de la sabiduría”, y lo describe como “una manera de conocer el mundo”. Esa manera y ese mundo –entre tantos posibles, dice en la contraportada del libro– sería, en su caso, “el encuentro con los muertos que amé y cuya muerte aún no comprendo”. Entre la sabiduría que pretende alcanzar y aquello que todavía no comprende, se mueve el narrador tratando de actuar de acuerdo con sus deseos y con una voluntad que lo empuja a transgredir ciertos límites. Pero algo, los escrúpulos, la culpa, la conciencia, lo mantiene apegado al ámbito de la fantasía, sin lograr “pasar la raya” del todo. Pasmados frente al horror de lo que sus deseos le muestran –mujeres desolladas, descuartizadas; la madrastra quemada con ácido; una niña muerta por manipulación anal; sexo con la madre, con la hermana; etc.–, los personajes quedan paralizados entre el conocimiento que se asoma de estas fantasías y el acto imposible que el tabú y la ley imponen.

Jacques Derrida veía en el espacio literario, en la literatura en tanto institución, el permiso para “decirlo todo”. Se refería a sus posibilidades formales, pero también a poder “franquear prohibiciones. Liberarse uno mismo –en todos los campos en que la ley puede hacer a la ley”. La ley de la literatura –escribía– tiende, en principio, a desafiar o a anular la ley. Eso permite, por consiguiente, pensar la esencia de la ley en la experiencia de ese “todo por decir” (117). Pero a pesar de esa pretensión de la literatura de desafiar sus propias leyes, en ese todo por decir, así como sus propias posibilidades, al mismo tiempo, habría que admitirlo, ese exceso, ese constante deseo por ir más allá, evidenciaría los límites de lo decible, en tanto el permiso que se le asignaría haría visible su imposibilidad, acercándose a aquel secreto absoluto en palabras de Derrida, o al “corazón de lo inefable”, en términos de Luisa Valenzuela, es decir, “aquello para lo cual todo el vocabulario humano y su casi infinita combinatoria no alcanza” (15).

En un sentido parecido, Carla Cordua habla de “pasar la raya” en un libro homónimo del 2011, donde le interesa pensar cómo la literatura traspasa los límites relativos que establecen y definen la cultura: “las reglas, las leyes, las instituciones, las normas morales y los hábitos de antes, los mandamientos y sus excepciones, lo debido y lo conveniente de todos sabido” (11). De eso se trataría, de demarcar la frontera para luego cruzarla, pasarla a llevar, “faltarle el respeto”, dice la filósofa. En su interés por algunos escritores y sus obras, Cordua analiza el modo irrepetible de cada uno para “exceder los límites naturales de sus costumbres y de sus dotes personales, movidos íntimamente, en cada caso, por ambiciones y deseos propios” (13). Aunque la obra de Mauricio Wacquez no forma parte de su corpus, Cordua se interesó por Excesos cuando fue reeditado por Sudamericana el 2005, y destacó en el prólogo su arte de insinuar y ocultar, de decir o decir a medias, merodeando los bordes de los tabúes sexuales. Un autor “pasado de la raya” desde el título a la contraportada, en esta voluntad para ex- (hacia afuera) cedere (caminar, caer, dar el paso, abandonar), para excederse.

Pasar la raya, transgredir el límite, ir más allá, es lo que busca Wacquez en este libro que cruza, también, las fronteras de lo ficticio y lo vivencial. Desde su versión más autobiográfica (la última sección, “Secuencias”) a las más fantásticas (los dos primeros apartados) se repite la figura de un narrador adulto que vuelve al recuerdo de sus doce o trece años, para resolver algo en el presente. Una constante preocupación por abordar el tiempo de la pubertad, le imprime el tono borroso y desvaído de la realidad, que es “trivial, confusa, sin unidad”; o le otorga, por el contrario, el tono “epopéyico” de los recuerdos, con todos los excesos que aportan la fantasía y los sueños.

Hay también, en el libro, un doble abordaje de estos secretos de familia, que va de las remembranzas personales, a una dimensión mítica o literaria que se emparenta con Hamlet, Ilse, Medea o Yocasta tal como se los cita abiertamente en el texto. Algo universal, permanente y reiterativo, que, a la vez, cuenta con esa singularidad propia de la “novela familiar” de cada uno. “Jamleto en Chena” es ilustrativo de ello: una versión chilenizada –y quizás con algo de homosexual en este nombre que rima con ‘fleto’– del que ha sido entendido como el mito occidental de la procrastinación, la dificultad para actuar y para conocer la orientación del deseo. En esta y en las otras tragedias, se intenta decir el tabú, lo inadmisible por la cultura, aquellos crímenes innombrables que -a juicio de Freud y de los antropólogos– serían siempre los mismos (el incesto, el parricidio…), entrañablemente unidos al deseo, a la prohibición y a los lazos familiares.

Así, en las dos primeras secciones del libro hay una búsqueda por penetrar en aquellos insondables caminos de lo que no se comprende del deseo. Los personajes se sumergen en los fantásticos y misteriosos pasajes que vinculan el sueño con la vigilia, la vida y la muerte, el pasado y el presente para ahondar en las posibilidades de conocimiento que ofrece el sueño, de habitar en otro tiempo y espacio que no sea el de la conciencia:

Sería importante no relatar el argumento central de los sueños, en verdad prescindible, sino tal vez intentar conocer la secreta vida que empuja esos sueños a la conciencia. Pero nosotros, seres de la vigilia (digo esto como si dijera: peces de agua dulce o de profundidad) estamos limitados a conocer desgraciadamente aquello que menos importa: la corteza que rodea la blandura del fruto. (27)

Le interesa aquel resto que deja el sueño en la conciencia, esa punta del iceberg, que, según la teoría de Hemingway sobre la novela, revela que lo más importante es lo que no se dice. El camino a la sabiduría que otorga el sueño, la fantasía y el exceso, les imprimen otra luz a las cosas. Una luz que al personaje del médico soñante en “Después del almuerzo” lo ciega. Una fosforescencia deslumbrante, una luz casi negra, quemada, realzaba los objetos como si saliera de adentro de ellos, dice de su sueño. Y aunque eran las mismas cosas de siempre, el saberse en un sueño le hacía pensar que “la vida humana no podía tener el valor habitual” y la “muerte era, por así decir, de mentira” (73). Se propone entonces llevar la cuestión hasta el final, “jugar al sueño”, permitirse ir “más allá del máximo, donde a fuerza de ser excesivos, los fenómenos no existen” (72). Un más allá que lo hace actuar, suponiendo que se trata de un juego, una mentira, un sueño; y que lo enfrenta al horror de su deseo. ¿Cómo decir aquello que apenas se alcanza a vislumbrar bajo la corteza que rodea la blandura del fruto? ¿Cómo entrar en aquello que el soñante no logra distinguir, encandilado por tanta luz? Enceguecido como Edipo, o lo que Hamlet no ve de su deseo. Hay un resto que permanece inalcanzable en este ir más allá de la raya, y que se devela como el secreto de la existencia humana.

Como ya hemos adelantado, “Jamleto en Chena” es una variante local del drama, que recoge asimismo varios de los elementos que atraviesan todo el libro: la memoria, la vuelta al tiempo de la infancia o de la adolescencia, el regreso a esta casa natal ubicada en la zona central del país, los recuerdos felices en la habitación de los padres, en la cama de los padres, el sentimiento de exclusión respecto de los hermanos, el ánimo de venganza, los deseos incestuosos. Y tal como Hamlet, el personaje no se decide a actuar… “¿Tengo que hacerlo, padre?” es la pregunta que se reitera y evidencia la dificultad para llevar a cabo un acto al parecer tantas veces intentado. Un acto que busca resolver algo en el pasado, para lo cual van juntos, el niño que fue y el hombre en el que se ha convertido: “Niñito: / Tomo mi mano, / la tuya / que ha crecido / rugosa y estropeada” (19), situando en un inicio toda posibilidad de acción en el terreno de lo imaginado, de lo soñado.

El relato es tal vez uno de lo más confusos, en tanto no se reconoce con certeza lo que es sueño, imaginación o recuerdo, mezclando a la vez los distintos planos temporales. La fantasía y los hechos pasados se vuelven indistinguibles, borrando sus bordes para situarnos en el mundo del deseo. Se ve de niño, recostado en la cama de los padres, “en la cama de ella, reemplazándola” (20), mientras observa los gestos que hace el padre al preparase para salir. Si algo recuerda al Hamlet de Shakespeare es la persistencia en mantener vigente el vínculo con un padre convertido en fantasma, como son la mayoría de los seres de este libro, “medio espectros, medio sombras, medio fantasmas” (72). O como aquella historia de títeres de su infancia que transcurre: “silenciosa todavía en mí, levanta muertos, hace revivir gestos imposibles” (103). Tal como uno de los títeres, el padre renace para echarse en sus bolsillos un cortaplumas, una libreta y un revólver, objetos que le serán útiles al hijo para imitar al padre, reemplazarlo, vengarlo.

Si la primera escena puede asimilarse al encuentro de Hamlet con el espectro, la segunda recuerda a la conversación en la habitación de la reina. Solo que, en esta versión, ella, la madre, está dormida. Todo se tiñe de rencor y venganza para Jamleto. Habla de “odio”, de “los que saquean y denigran”, “los que se instalan en tu reino”, “los que te desalojaron de tu cuarto y de esa cama”, los que lo obligaron a desertar (23-24). Esos no están, y así puede entrar furtivamente a la habitación de la madre, “de la adúltera”, “en busca del Polonio tras la cortina” (24). Habla de pruebas que la condenan a ella, de conjuración, de “oídos llenos de delaciones”, de “reconvención”, de su deseo de venganza. Hamletianas recriminaciones que va acumulando en sus pensamientos. Las razones de la venganza, sin embargo, no están claras.

El arma con que Hamlet termina resolviendo su venganza-deseo –el deseo del padre–, acá también tiene un lugar, y se recupera por vía paterna: “Entonces escoges el arma”9. Los gestos (y los objetos) que recoge del padre se concentran primero en un acto fálico que no se sabe con certeza a quién está dirigido: “solo falta mi contribución”, “voy a crecer, padre”, rodando hacia la madre para “que él plante su gesto, que me llena de la vida que me dio un día y que yo ahora le devuelvo” (23); y luego en tomar su arma sin tampoco decir contra quién, ni a qué arma se refiere. Imitar los gestos del padre: hacer lo mismo que el padre le hizo a la madre, o reemplazar al padre tomando el arma y vengarse, son las posibilidades hamletianas que no terminan de concretarse y menos de decirse. Una imitación del padre que supone crecer, saber hacer lo mismo que él, lograr convertirse en un hombre, no sabemos muy bien en qué sentido, ni cuándo, ni con quién. En síntesis, el sentido del secreto en este libro de Wacquez se vuelve reiterativamente sobre la imposibilidad de decir el deseo, a pesar de la búsqueda constante por saber e ir más allá de lo cognoscible. El intento por develar el secreto solo haría evidente la imposibilidad de su revelación, porque –como afirma Luisa Valenzuela– “de eso se trata, de arrimarse lo más posible a lo inefable, al Secreto, dando un pasito lateral para acercarse el conocimiento por siempre diferido” (39).

5. La máscara de la risa en Silvina Ocampo

Los personajes de Ocampo, menos conscientes, pero más actuantes, desafían lo que otros no se atreven a realizar. Son la contraparte de los personajes de Wacquez. Sensibles al deseo del otro, son capaces de intuirlo y llevar a cabo lo que a otros paraliza, aparentemente sin advertir las consecuencias de esos actos. Así se expresa Gabriela, una niña que hace suyos los deseos de su amiga mayor, en “La boda”, con la lealtad de la admiración, con la inocencia y el atrevimiento de sus años:

Es misterioso el dominio que Roberta ejercía sobre mí: ella decía que yo adivinaba sus pensamientos, sus deseos. Tenía sed: yo le alcanzaba un vaso de agua, sin que me lo pidiera. Estaba acalorada: la abanicaba o le traía un pañuelo humedecido en agua de Colonia. Tenía dolor de cabeza: le ofrecía una aspirina o una taza de café. Quería una flor: yo se la daba. Si me hubiera ordenado “Gabriela, tírate por la ventana” o “pon tu mano en las brasas” o “corre a las vías del tren para que el tren te aplaste”, lo hubiera hecho en el acto. (276)

Y en el acto, sin pensarlo dos veces, introducirá una araña en el moño de la novia a la que tanto envidia Roberta, con las consecuencias mortales del veneno. Gabriela sabe que la ha matado y lo confiesa, “tímidamente, turbada, avergonzada”, como si no se enterara del todo de la prohibición, del decálogo, de los famosos mandamientos. Hay algo relativo a este saber, al camino que conduce al horror del acto abyecto, que prefiere ocultarse, burlarse, disfrazarse de chiste y ligereza, manteniendo entrecerrada la puerta, entornada apenas, dejando una rendija que permite al lector voyerista en que nos convertimos mirar el acto criminal, la traición, el delito, con la consternación de lo siniestro y la sorpresa del humor.

La crítica ha destacado la relación entre humor y horror en los cuentos de la autora argentina. Silvia Larrañaga y Mónica Zapata, entre otros, han descrito este vínculo como un vaivén, donde el cliché, el kitsch y el humor en la enunciación cumplirían la función de conjurar el horror de lo enunciado. Esto supondría una especie de fractura entre el contenido del enunciado y la enunciación: un hiato que, mediante el principio del placer y la risa, permitiría asimilar los actos transgresores de los personajes (Larrañaga).

Larrañaga también se ha referido a un asunto muy frecuente en estos cuentos, que tiene que ver con la función que cumplen los personajes en tanto “actores” o “espectadores”, pasando muchas veces de presenciar algo –las más de las veces en actitud cómplice más que impotente– a transformarse en actores del horror. Esta fuerte inclinación de los personajes por realizar actos transgresores se encubre tras un halo de inocencia, como si fuese un impulso que se impone sin demasiada conciencia, sin saber qué implicancias conlleva, movidos por la situación o alguna razón inexplicable. Se ha hablado de hipocresía para referirse a la actitud de estas voces narrativas, que aparentan inocencia en la confesión de los crímenes más horrendos. Asesinatos e infidelidades, las más de las veces. Estos protagonistas de actos delictuales se complacen con lo siniestro y, al mismo tiempo, huyen de la responsabilidad con esta aparente inocencia, así como de la salida humorística. El humor en Ocampo es negro, irónico, tétrico y, al mismo tiempo, liviano, frívolo, como si tales atrocidades no importaran. Por eso, nunca terminamos por saber cuánto afecta en los personajes su acto. Y nos hace suponer que lo que se esconde es el enorme placer que les produjo llevarlo a cabo.

“El goce y la penitencia” compone el grupo de cuentos de personajes infieles, y sería un caso en que la narradora pasa del rol de acompañante a protagonista de la acción que confiesa. La historia parte así: por deseo del marido, quien aspiraba a tener un retrato de su hijo, la mujer acepta llevar al niño a las sesiones de pintura. El pintor se verá prontamente más interesado en retratar a la madre que al hijo; y ella, entonces, se las arregla para quedarse a solas con él, pretextando el mal comportamiento del muchacho con el consecuente castigo en el desván. De los intentos por retratarla pasa rápidamente a los abrazos en el sofá, descubriendo ambos un goce que solo será posible con el encierro del niño. La fórmula se replica así varias veces, alargando más de la cuenta las jornadas de dibujo. Los amantes no dejan, sin embargo, de preocuparse por los resultados que debían presentar al marido, pues los trazos no se parecían en nada al original. Rendidos presentan una imagen irreconocible, y después de muchas miradas y comparaciones con el niño, el esposo termina abandonando la tela en algún lugar de la casa. Mientras tanto, la mujer se embaraza y da a luz un bebé que, al cumplir los cinco años, resulta ser el fiel modelo del cuadro del pintor. Desde un inicio, se traslucen las diferencias de opinión entre los casados. Aunque ella dice que “no hacía sino obedecer a mi marido”, también confidencia que “lo oía como quien oye llover”, desdeñando sobre todo sus opiniones acerca del arte. Él deseaba con pasión contar con retratos de todos los miembros de la familia, siguiendo la tradición de sus antepasados, quienes se habían hecho retratar por pintores famosos, de la talla de Pueyrredón, Fabre, Bermúdez, todos reconocidos como retratistas en el siglo pasado en Argentina, así como por sus naturalezas muertas y sus escenas costumbristas. La narradora, proveniente de una familia igualmente tradicional, le resta seriedad a esta moda ya un poco pasada, al mencionar el cuadro de su padre disfrazado de indio, y se burla de la pretensión de los retratos realistas o parecidos al natural en tiempos de la fotografía. Que su marido desease una pintura que imite el modelo, es para la narradora una renuncia a la belleza, y lo resume así: “en una palabra, le gustaban los mamarrachos”10.

Un cliché, un lugar común –diría Mónica Zapata–, que resume muy bien estas graves diferencias estéticas. ‘Mamarracho’ dice tanto de su calidad (una cosa mal hecha, un adefesio) como de su disposición al ridículo, a la broma, al chiste. En apariencia, nada más lejos de la pretensión del marido por contar con un retrato familiar en el salón de la casa. Pero la palabra mamarracho no apela solo a su mal gusto, sino a la siutiquería aspiracional de las familias que admiran los retratos. Se ironiza respecto a las facciones de la burguesía (la nariz “aguileña y horrible”, “respingada y atroz”, que recuerdan a los rostros de la Corte); a lo anticuado de esa costumbre (en la época de las instantáneas fotográficas); e incluso, se podría pensar en una sátira respecto de la situación económico-familiar o al desprendimiento monetario del marido, quien, contando con una pinacoteca firmada por los más célebres retratistas, recurre a Armindo Talas, un desconocido y pobre pintor.

Pero ‘mamarracho’ tiene otros alcances. Proviene del árabe muharrig, mashara (bufón, payaso en árabe) y que en español derivó en ‘máscara’. El término mashara viene de sáhara y sahir (burlador), donde ‘máscar’ se relaciona con impostura, ficción, y, sobre todo, con una estrategia para burlar la realidad. Es precisamente a lo que se resiste el marido con su apego a reproducir el original. Así, la palabra mamarracho sirve para referirse, al mismo tiempo, a la falta de sensibilidad artística del marido como a las estrategias de ocultamiento de la mujer; el realismo y la ficción; lo feo visible y lo enmascarado; el arte del siglo XIX y lo fantástico del XX.

En cuanto al retrato de Talas, “se parecía cada vez menos al modelo”, a pesar de los esfuerzos de la mujer por indicarle al pintor las facciones de su hijo. “Tenía una vida propia, ineludible”, a diferencia de las naturalezas muertas que apreciaba el marido. Por eso, y fiel a sus preferencias artísticas, este lo abandona en un rincón por la falta de semejanza con su primogénito. Y lo recuperará, cinco años después, al descubrir “que era idéntico” al hijo nacido con posterioridad. Un retrato anticipatorio, pero no por eso menos imitativo, mimético, según la apreciación del padre. Un mamarracho, en definitiva: por el parecido a la realidad y por su capacidad de enmascaramiento. ¿Pero se puede hablar de máscara, burla, chiste para referirnos a un cuadro que si algún parecido tiene con el hijo que nació del affaire no puede ser sino una extraña coincidencia? La mujer, en cambio, no lo piensa de esa manera. Está convencida que hay intención en ello, aunque no sabe con certeza “si ese retrato que tanto miré formó la imagen de aquel hijo futuro en mi familia o si Armindo pintó esa imagen a semejanza de su hijo, en mí” (314). No hay azar en esta semejanza. Ella o el pintor son los autores de este prodigio. Ambos son los responsables de la chanza que le gastan al cornudo marido y devoto del arte decimonónico. El acto de ambos al que podríamos pensar como un lapsus, si es que se puede llamar así a una imagen; un acto fallido, que da justo en el blanco del orgullo paterno; un chiste burlesco y muy bien enmascarado, del que solo los autores y lectores pueden gozar.

El Witz11 tiene la capacidad de condensar y desplazar (metafórica o metonímicamente) el significante, creando un sentido nuevo. A diferencia del famoso ejemplo que da Freud del Witz, “famillionär”, que condensa “familiär” y “millionär”, acá no tenemos un neologismo, una palabra nueva, sino más bien un lugar común, un cliché que se ha revitalizado: “le gustaban los mamarrachos”. La expresión concentra, por una parte, el deseo del marido de mostrar a los demás la imagen de una familia tradicional, y, por otra, el encuentro fortuito del goce de la mujer en el taller del pintor. A ella, que “no hacía sino obedecer a mi marido”, se le abre una posibilidad, un sentido nuevo al acatar sus órdenes. Y en el “malogrado retrato” –que no se parece en nada a lo esperado–, cobra “vida propia” la imagen del niño que se gesta de esta nueva relación (otro chiste de doble sentido). El resultado es un cuadro que enmascara (mashara, muharrig, mamarracho), oculta y revela, el secreto de la infidelidad.

El chiste es una salida creativa, que libera y produce placer por medio de la risa. El placer de la mujer a través del sexo, la transgresión, la burla enmascarada, la nueva gestación sin “malestares ni fealdades, como la vez anterior” (313). Pero vale la pena una última revisión a la etimología de mamarracho. El término original en árabe, moharrache, se transforma en moharracho por su cercanía con ‘borracho’; y luego, en ‘mamarracho’, asimilando la raíz ‘mamar’ y sus derivados despectivos ‘mamalón’ o ‘mamón’, que indica cosa imperfecta, hombre no merecedor de respeto. Con esto último, las posibilidades del término nos llevan de la pinacoteca familiar y la siutiquería burguesa al directo menosprecio de la masculinidad del marido. No lo dice explícitamente la narradora –ya sabemos, nada dice de forma explícita–, pero se lo puede deducir a partir de la disminuida imagen que se implica del marido engañado.

Es preciso que otro, un receptor, codifique el chiste como una agudeza, o lo interprete como un chiste. ¿Quiénes se ríen en este cuento? ¿Los amantes, la narradora, la autora, los lectores? ¿Todos se ríen de lo mismo? Siguiendo esta línea, “El goce y la penitencia” puede ser leído como un relato metatextual, que reflexiona acerca del chiste. Nunca sabremos con exactitud de qué se ríe el otro. En este sentido, podría pensarse que el chiste esconde y devela el secreto de la risa que genera. El secreto vinculado al Witz nos pone frente al placer que se experimenta en el decir y que va más allá del decir: revela y enmascara; insinúa, pero nunca termina de revelar el secreto.

6. Conclusiones

El secreto, tal como plantea Ricardo Piglia en “Secreto y narración”, es algo extraído del texto, es un saber que alguien –figura autoral, narrador, uno de los personajes, el lector inscrito en el texto– tiene, pero esconde frente a otras instancias narrativas, activando de esta manera la circulación en la estructura narrativa. Hemos querido revisar cuatro maneras que esta activación de la narración puede adoptar, a partir de textos que “gira[n] en el vacío de eso que no está dicho” (Piglia 250). Mientras que en la novela Casa de campo de José Donoso el secreto aparece atado al poder, en la medida en que esconder secretos frente otros, saber las cosas ocultas de quien pretende guardarlas, intercambiar secretos por las transformaciones en las estructuras de poder que esto produce, es lo que se instala en el centro de las lógicas familiares; en el caso de Puig, lo secreto aparece como contracara de la vulnerabilidad de los sujetos. La esfera íntima se adhiere a las inclinaciones más propias de las figuras que pueblan La traición de Rita Hayworth, haciendo que la escritura se asome a la escucha íntima de sí mismo. En Mauricio Wacquez, lo secreto aparece, tal como en la novela familiar imaginada como sistema básico por Freud, entretejido con afectos abyectos, como el odio, la atracción y la relación sexual incestuosa, los deseos y prácticas asesinas, confundiendo los planos de lo imaginario, lo simbólico y lo real. El ámbito secreto aparece inmerso en aguas turbias, en la que el sueño y la vigilia, la muerte y la vida, el pasado y el presente se confunden y superponen. En Silvina Ocampo, en cambio, domina una ligereza, marcada por el Witz y la risa. El plano de lo que se relata en las tramas familiares que nos presentan sus cuentos raya en el horror, pero la reacción de los personajes y la impavidez de quien narra frente a los sucesos terribles que se encuentran en el centro de los cuentos no se condicen con los contenidos. La máscara del chiste vuelve imposible dar un estatuto claro a lo que se instala como secreto no revelable.

La familia, tal como vimos, no es el lugar de descanso y cobijo que el sujeto atribulado busca, sino más bien el espacio donde se produce su malestar. Lo secreto emerge como protección o como arma, pero también en tanto imposibilidad de comprender e iluminar una zona de la subjetividad a la que solo podemos asomarnos.

Bibliografía

Cordua, Carla. Pasar la raya. Santiago: Ediciones UDP, 2011.

Derrida, Jacques. “Esa extraña institución llamada literatura. Una entrevista de Derek Attridge con Jacques Derrida”. Boletín 18, Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, 2017, pp. 115-150.

Derrida, Jacques y Mauricio Ferraris. El gusto del secreto. Buenos Aires: Amorrortu, 2009.

Donoso, José. Casa de campo. Santiago: Universitaria, 2015.

Donoso, Pilar. Correr el tupido velo. Santiago: Penguin Random House, 2016.

Edwards, Jorge. “Prólogo”. Casa de Campo. Santiago: Universitaria, 2015.

Freud, Sigmund. El chiste y su relación con lo inconsciente. Buenos Aires: Amorrortu, 2013.

García, Pilar. “Alegorías del paisaje petrificado: ‘Casa de campo’”. Artelogie, n.º 3, 2012, pp. 1-26, www.journals.openedition.org/artelogie.

Hemingway, Ernest. Muerte en la tarde. Madrid: Espasa, 2005

Iriarte Aristu, Julita. “La simbología en Casa de campo de José Donoso”. Anales de Literatura Hispanoamericana, n.º 11, 1982, pp. 131-148.

Larrañaga, Silvia.La furia y otros cuentos: Los juegos desesperanzados de Silvina Ocampo”. América. Cahiers du CRICCAL, n.º 17, 1997, pp. 235-244.

Magris, Claudio. El secreto y no. Traducido por Pilar González Rodríguez. Madrid: Anagrama, 2017.

Maza, Josefina de la. De obras maestras y mamarrachos. Santiago: Metales Pesados, 2014.

Ocampo, Silvina. La furia. Cuentos completos. Buenos Aires: Emecé, 2017.

Pardo, José Luis. La intimidad. Valencia: Pre-Textos, 1996.

Puig, Manuel. La traición de Rita Hayworth. Argentina: Booket, 2000.

Piglia, Ricardo. “Secreto y narración”. La forma inicial. Conversaciones en Princeton. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2015; 249-260.

Rama, Ángel. La novela en América Latina. Panoramas 1920-1980. Santiago: Editorial Alberto Hurtado, 2008.

Sommer, Doris. Ficciones fundacionales. Las novelas fundacionales de América Latina. Traducido por José Leandro Urbina y Ángela Pérez. Bogotá: FCE, 2004.

Valdés, Adriana. “Sobre Casa de campo de José Donoso”. Mensaje, n.º 284, 1979, pp. 739-743.

Valenzuela, Luisa. Escritura y secreto. Madrid: Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey y FCE, 2003.

Vivancos, Ricardo. “Una lectura queer de Manuel Puig: Blood and Sand en La traición de Rita Hayworth”. Revista Iberoamericana, vol. 72, n.º 215-216, 2006, pp. 633-650.

Wacquez, Mauricio. Excesos. Santiago: Universitaria, 1971.

Zapata, Mónica. “Entre niños y adultos, entre risa y horror: dos cuentos de Silvina Ocampo”. América. Cahiers du CRICCAL, n.º 17, 1997, pp. 345-361.


  1. 1 Este artículo forma parte del Proyecto Fondecyt 1210310 “Literaturas del secreto”, financiado por ANID.

  2. 2 Paradigmático es, en este sentido, el análisis que propone Doris Sommer en Ficciones fundacionales, mostrando de qué modo se trenza el futuro de la nación con el destino amoroso de los personajes centrales de la novela de Alberto Blest Gana. La unión matrimonial, en un principio compleja, entre Martín Rivas y Leonor Encina, se vuelve un símbolo para mostrar que las tensiones económicas y políticas del país pueden solucionarse, siendo la armonía familiar condición y metáfora para la unificación nacional.

  3. 3 Jacques Derrida, en una entrevista que le hace Mauricio Ferrari contenida en el libro titulado El gusto del secreto, reflexiona sobre la transparencia y la inteligibilidad de la escritura. Plantea ahí la idea de que la escritura está atravesada por cierta ininteligibilidad que le es propia al lenguaje y su enrevesamiento con la existencia. La vida y la muerte, en tanto realidades fundantes del sujeto, nunca podrán ser recogidas plenamente en la escritura; esta solo roza lo que ahí Derrida denomina el secreto absoluto (Jacques Derrida y Mauricio Ferraris).

  4. 4 La novela ha sido leída muchas veces como una reacción ficcional de José Donoso al golpe militar de 1973. Donoso, como bien es sabido, vivía en España hacía tiempo y solo se enteró de los sucesos políticos desde la distancia. Se sintió profundamente remecido por las noticias que llegaban de Chile y sobre las que conversaban profusamente los chilenos y latinoamericanos residentes en el extranjero. Leer Casa de campo como una alegoría política de las disputas de poder y de las estratificaciones que estructuran la sociedad chilena, parece, en muchos sentidos pertinente. El mismo Donoso aludió a esta lectura, señalando, entre otros paralelismos posibles, la conexión entre Adriano Gomara y Salvador Allende. No queremos contradecir esa interpretación, pero sí estamos de acuerdo con la propuesta de Pilar García de que, en múltiples niveles, la novela opera más allá de esa alegoría política. García desplaza la figura de la alegoría del plano de la política al plano de la relación naturaleza/paisaje, a partir de la cual se contraponen una fuerza asociada a lo precultural en lo natural con otra que articula lo cultural-artístico en lo paisajístico. Pilar García argumenta convincentemente que, por la gran cantidad de intervenciones del narrador y la manera en que se van vinculando los diversos estratos narrativos, el grado de artificiosidad no permite leer el texto sin más como un reflejo de la realidad social chilena. Nosotras quisiéramos plantear incluso, que al poner el foco de lectura en la temática del secreto que atraviesa las relaciones de poder y que finalmente se permea en la manera en que se concibe la escritura, Casa de campo se resiste a una lectura alegórica, porque no permite una clausura de sentido a partir de la identificación de todos los elementos que la componen. Es decir, habría una fuga de sentido que no es propia de la lectura alegórica y que atraviesa toda la novela, en el plano de su trama, de su composición y de su concepción.

  5. 5 Solo pocos meses tras la publicación, en Barcelona, en 1978 de Casa de campo, Adriana Valdés publicó un análisis muy lúcido del texto, velando en su escritura la situación dictatorial que imperaba en Chile y las lecturas que identificaban en la novela de Donoso los paralelismos con los sucesos contingentes. Si bien no niega las alusiones de la novela a la dictadura de Pinochet y a la estructura de la sociedad chilena, Valdés insiste en leer aquellos elementos de la novela que impiden una lectura mimética. Justamente viendo la manera en que operan las intervenciones del narrador, que se identifica como figura autoral e interrumpe la trama, Adriana Valdés plantea que tanto el espacio representado en la diégesis del texto −la casa de campo con sus múltiples estratos y su afuera, poblado por los temidos nativos antropófagos−, como el espacio narrativo que constituye la estructura de la novela, terminan asomados a un vacío donde las posibles significaciones explicativas se estrellan. A pesar de dar la sensación de ser en algún sentido perfectamente organizado, Valdés postula que “este espacio narrativo que podríamos llamar ‘geométrico’ no hace sino encubrir el espacio del vértigo: no todas las puertas del fresco trompe l’oeil están verdaderamente pintadas; algunas son puertas reales, y tras ellas, descubren los niños, hay armas guardadas. Así se piden a la seguridad de la narración decimonónica algunas de sus características: pero ya el modo de esa narración no está postulado como ‘natural’ ni como único posible, sino a modo de disfraz, y podrá desecharse o alterarse en un determinado momento” (741).

  6. 6 Este hecho es el que, en nuestra opinión, no permite leer la novela desde la alegoría, el emblema, el símbolo, el signo, la parábola o la metáfora, todos modelos de lectura que han sido ensayados en los análisis existentes de Casa de campo (véase, por ejemplo, “La simbología en casa de campo de José Donoso” de Julita Iriarte Aristu). Lo que tienen en común estas aproximaciones es que parten de un significado identificable y estable, que puede ser reconocido y trasladado hacia el afuera del texto. Como escribe Iriarte Aristu: “Todos estos términos […] tienen en común que remiten a otra realidad, que suponen una traslación, un desplazamiento” (133). En nuestra mirada, y si bien el mismo narrador muchas veces alude a su labor como constructor de una alegoría o símbolo, la novela lleva una y otra vez a encrucijadas estas opciones, planteando, en último término, un secreto irresoluble en el centro vacío del texto.

  7. 7 La novela reitera en varias ocasiones el mecanismo de hacer aparece la voz autoral que irrumpe el transcurso de la trama introduciendo un nivel metanarrativo en el texto. Se produce una ruptura explícita de la tradición realista de la novela y las formas en que puede ser leída, lo que entra en relación con la cita a Paul Valéry y el rechazo de pensar la literatura desde un modelo mimético.

  8. 8 Los vínculos de la literatura de Puig con el cine, especialmente con el cine de Hollywood, han recibido amplia atención crítica, y no es nuestra intención volver sobre ello. Concordamos con la lectura que propone Ricardo F. Vivancos Pérez de La traición de Rita Hayworth y su insistencia en abordar la relación intertextual de esta novela con el cine y, en particular, con la producción de Blood and Sand como “un juego intertextual absoluto”, que produce la descentralización y la desidentificación de los personajes: “Manuel Puig no escogió la referencia a Blood and Sand solo por ser una de las muchísimas películas que veía casi diariamente con su madre cuando era niño. Tampoco le interesaba resaltar solamente una escena en particular, como apreciamos en la falta de referencia a la escena específica en su carta a Rita Hayworth. Muy al contrario, Puig era consciente de la importancia de este intertexto en la escritura de la novela –en el paralelo autobiográfico Coco-Totó– tanto que en ella realiza una lectura queer, (des)centrada en trazar la formación psicosexual del personaje en conexión con lo social” (636).

  9. 9 Escoge el arma entre los objetos que el padre (y ahora él) se ha echado a los bolsillos, junto con la libreta y el cortaplumas.

  10. 10 Tal como lo hace notar Josefina de la Maza, el calificativo de mamarracho ha estado muy presente en la historia de la pintura latinoamericana del siglo XIX y comienzos del XX, y sirvió para denostar las obras que se alejaban del canon oficial a la medida del arte europeo. Si bien, el objetivo de la autora es distinto al nuestro –hacer el rastreo del “mamarracho” para analizar los pliegues del canon–, hay un punto en su línea argumentativa que coincide con la nuestra, a saber, la de ver en el término un doblez que resiste a interpretarse en un solo sentido.

  11. 11 El Witz tiene para Freud el sentido de agudeza y de descarga del inconsciente (así como el sueño o el lapsus), que desarrolla latamente en El chiste y su relación con el inconsciente (1905).